viernes, 30 de mayo de 2008

Simenon/Net.art/Chejov

Geoges Simenon
El Balzac del siglo XX
La profusa obra del creador del inspector Maigret, menospreciada en su momento por los círculos académicos, revela a un artista cabal, difícil de clasificar, talentoso e inagotable, que cultivó una enrarecida veta existencial y tuvo buen olfato para lo que quería el público
Por Paul Theroux

Para LA NACION


Dos novelas breves asombrosamente similares aparecieron en Francia en 1942, ambas protagonizadas por un joven un poco repulsivo, sin conciencia, que perpetraba un crimen sin sentido. Una de ellas era El extranjero , de Albert Camus, y la otra, La viuda Couderc , de Georges Simenon. La novela de Camus ascendió hasta convertirse en parte del firmamento literario y aún sigue brillando, intensamente estudiada y calurosamente elogiada (en mi opinión, demasiado elogiada). La novela de Simenon no fracasó, sino que se estableció o, por así decirlo, siguió el mismo camino que el resto de su obra: se mantuvo en un decente nivel de ventas, con ocasionales reimpresiones, e incluso fue resucitada en una edición popular de tapa dura de la década de 1950, con una faja, una frase "con gancho" ("Una vertiginosa novela colmada de tormento y deseo") y una cubierta escabrosa: una pechugona joven campesina haciendo mohínes en un granero, con la falda por encima de las rodillas, mientras un tipo robusto la acecha desde la puerta. El precio: veinticinco centavos. Camus había trabajado durante años en su novela sobre la alienación; sus Carnets registran sus frustraciones y sus intentos fallidos. "Cuantas menos novelas o piezas teatrales uno escriba -a causa de otros intereses parasitarios- tanto más disminuirá su capacidad de escribirlas", escribió en una oportunidad V. S. Pritchett, lamentándose de su escasa producción de ficción. "La ley que rige las artes es que hay que cultivarlas hasta el exceso." Simenon había publicado otras tres novelas en 1942 y seis más el año anterior. La viuda Couderc se convirtió en un título más de la lista, extremadamente larga, de las obras de Simenon, ninguna de las cuales se considera digna de estudios eruditos. Así como leer a Camus es casi una obligación, leer a Simenon implica una frívola indulgencia, una satisfacción de la glotonería que inhibe incluso al crítico mejor intencionado: cierta incomodidad ante un texto placentero, junto con un estremecimiento causado por el desdén hacia lo superfluo, y ese rechazo palpable, que provocan muchas introducciones de las novelas de Simenon: ¿Qué estoy haciendo aquí? Simenon plantea un problema, porque a primera vista parece sencillo clasificarlo, pero después, cuando uno ya ha leído cincuenta o sesenta de sus libros, resulta inclasificable. La comparación con Camus no es gratuita: el propio Simenon solía hacerla y André Gide planteó el mismo tema pocos años después de la publicación de El extranjero , favoreciendo la obra de Simenon, especialmente La viuda Couderc . Y (en una carta a Albert Guérard, de 1947) fue aún más lejos, al calificar a Simenon de "nuestro más grande novelista de hoy, un verdadero novelista". Nacidos con diez años de diferencia, Camus y Simenon llegaron jóvenes e inmaduros a la Francia metropolitana desde los distantes márgenes de la francofonía: Camus era un polémico periodista argelino francés con inclinación filosófica; Simenon, un belga autodidacta que empezó su vida de escritor como cronista novato con gusto por las historias criminales; el pedante y el punk , los dos con buen ojo para las damas. Camus parece no haber reparado en Simenon (ninguna biografía de Camus lo menciona), aunque sabemos que Simenon no perdía de vista a Camus y competía un poco con él. Las obras completas de Camus, una década más joven que Simenon (que sin duda debe de haberlo advertido), podían reunirse entre las cubiertas de un volumen de modesto tamaño. El infatigable Simenon, confiado en ganar el Premio Nobel, predijo en 1937 que se lo adjudicarían en el curso de los diez años siguientes. Se lo otorgaron a otros: Pearl S. Buck, F. E. Sillanpää, Winston S. Churchill. Luego, en 1957, al enterarse de que lo había ganado Camus, Simenon (según ha dicho su esposa) se enfureció. "¿Puedes creer que se lo dieron a ese imbécil y no a mí?" ¿Qué podemos pensar del talentoso e inagotable escritor que cultivó una enrarecida veta existencial, pero que también tenía buen olfato para lo que quería el público? Las universidades no son de gran ayuda. Simenon abandonó la escuela a los trece años para convertirse en cronista, y como muchas personas autodidactas, tendía a ser antiintelectual de una manera desafiante e irónica, despreciando a los críticos literarios y manteniéndose a distancia de los departamentos de literatura. Las universidades le retribuyeron la atención, rebajándolo y denigrando su obra, o ignorándola por completo. La academia suele consentir enormemente al luchador y al sufriente; si sondeamos al académico más severo, encontraremos a un defensor de los desamparados y desvalidos. El argumento parece ser el siguiente: "¿Cómo es posible que un escritor prolífico y popular sirva para algo?" Usualmente, como en el caso de Ford Madox Ford o Anthony Trollope, se los califica de grafómanos y se los somete a una cruel simplificación, representados por un solo libro, no siempre el mejor que han escrito. El filisteísmo catedrático denigró a Simenon, al igual que el esnobismo. Fue, después de todo, el resentido bibliotecario de una universidad de provincia el que escribió: en "esa mierda de castillo de postigos cerrados/ que escribe sus quinientas palabras/ y luego se pasa el resto del día/ bañándose y bebiendo entre los pájaros " Simenon era la encarnación viva e intimidante de esos envidiosos versos de Philip Larkin, con mucha bebida y pájaros a su disposición, aunque su producción diaria en el castillo era más bien de 5000 palabras. Simenon se creía un par de Balzac y consideraba sus novelas una Comedia humana moderna. Su única incursión en la crítica literaria fue un largo y penetrante ensayo sobre este escritor, que adoptó la forma de una acusación a la madre. "Un novelista es un hombre a quien no le gusta su madre, o que nunca recibió amor maternal": palabras que se aplicaban igualmente al propio Simenon y que constituyen la base de una de sus memorias, Carta a mi madre. Era el Balzac de las vidas malogradas, que escribía a partir de un sufrimiento que no se hizo evidente hasta el final de su larga carrera. El éxito material, uno de los principales temas de Balzac, no era algo que interesara a Simenon, quien se concentró en el fracaso, a pesar de que era inmensamente exitoso y de que se dedicó con ahínco a jactarse de ello. Aunque resulte increíble en alguien tan productivo, a veces Simenon padecía un bloqueo de su escritura, y pese a que en él eso parecía casi una afectación, lo perturbaba hasta tal punto que usaba esas ocasiones para llevar un diario para recobrar el ánimo que le permitía escribir novelas. En el diario hablaba de sus temas obsesivos: el dinero, su familia, su madre, su casa y otros escritores. Mientras escribía ese diario, Henry Miller lo visitó y lo elogió de manera extravagante, describiéndolo como una persona que tenía una vida envidiable. Aunque Simenon le siguió la corriente y percibió la clase de personaje que era, finalmente superó el bloqueo con ese diario inusual y valioso, más tarde publicado bajo el título Cuando yo era viejo. Sus numerosas novelas policiales basadas en el personaje del inspector Jules Maigret encajan en un patrón, como condensados estudios de casos de culpa persistente, con pistas sutiles y un detective de hábitos rutinarios, perspicaz e incluso adorable. Simenon hizo aparecer al pulido, creíble y felizmente casado Maigret en 1930 y no cesó de incrementar la serie de novelas hasta 1972, setenta y seis volúmenes más tarde. ¿Pero y sus otros libros? La inmensa producción de Simenon derrota a cualquier simplificador. ¿Cómo conciliar sus años en Lieja como cronista y autodeclarado cagatintas con su retiro de posguerra en una zona rural de Connecticut? ¿Y la travesía por el Pacífico en 1935, con el año que dedicó a viajar en una barcaza por toda Francia? ¿Las novelas de Arizona, los múltiples castillos, los autos clásicos que coleccionaba, su condición de gourmand , de mujeriego? "La mayoría de la gente escribe todos los días y tiene relaciones sexuales periódicamente. Simenon tenía relaciones todos los días y cada pocos meses caía en una frenética orgía de trabajo", escribe Patrick Marnham en The Man Who Wasn t Maigret (estoy en deuda con la excelente investigación de ese libro por muchos de los datos de este artículo). Simenon vivió lo suficiente para haberle hecho el amor a Josephine Baker y para contemplar priápicamente y con fijeza el escote de Brigitte Bardot. ¿Y su capacidad de escribir un capítulo por día y terminar una excelente novela en diez u once días, y escribir otra pocos meses más tarde? Los detractores de Simenon lo desdeñaban por ser un cagatintas compulsivo; para sus admiradores, que incluían no solo al casi impublicable Miller y al desdeñoso y olímpico Gide sino también al habitualmente distante Thornton Wilder y al remoto Jorge Amado, era la imagen del escritor consumado. No tenía tiempo para sus contemporáneos. No se trataba de que creyera que era mejor que cualquiera de ellos; simplemente no reparaba en los demás. Incluso en la cúspide de su amistad con Miller, no leyó su obra; sugirió que era ilegible, pero analizó sagazmente a Miller hombre en Cuando yo era viejo . En el Paris Review afirmó haber sido inspirado por Gogol y Dostoievski, pero no escribió nada profundo o perspicaz sobre ellos. Como muchos otros escritores, aborrecía a cualquiera que se pusiera a bucear en su vida y mentía habitualmente, sembraba pistas falsas o exageraba sus experiencias. En 1932 viajó por África Central. Típicamente, afirmó haber pasado un año en África cuando, en realidad, había estado allí unos pocos meses. (No tiene ninguna importancia, ya que sacó el mejor partido de su viaje y escribió tres novelas ambientadas en África.) Adoptaba el disfraz -especialmente mientras estaba promocionando uno de sus libros- del escritor elegante, fumando su pipa y ocultándose tras las espectaculares estadísticas de producción y ventas. Las cifras asociadas con él son tan extravagantes que casi lo hacen parecer una víctima de ellas: las numerosas novelas, los 500 millones de ejemplares vendidos, los cincuenta y cinco cambios de dirección y su jactancia, frecuentemente citada, de haberse acostado con 10.000 mujeres. (Su segunda esposa redujo la cifra a "no más de 1200".) Pero las estadísticas eran engañosas de la misma manera en que batir un récord es engañoso, pues solo implica la impotente adoración de lo excepcional. Simenon recitando sus grandes cifras me suena a la mendaz autoevaluación que puede hacer un hombre, algo que no difiere del grupo de isleños modestamente dotados de Vanuatu que se autodenominan Big Nambas. Sin embargo, aunque despiertan sospechas, la cifra más inverosímil asociada con Simenon probablemente sea real, ya que es posible comprobar que publicó, tal como afirmaba, "aproximadamente" cuatrocientas obras de ficción. Ciento diecisiete son novelas serias, el resto son Maigret y libros escritos con seudónimos. Tal vez no resulte sorprendente que tan fenomenal ejemplo de energía creativa no se estudie seriamente (aunque existe un Centre d ...tudes Georges Simenon en la Universidad de Lieja). Aparte de su omisión en el Nobel, Simenon nunca se sintió desairado. Dijo: "Escribir no es una profesión sino una vocación para la desdicha". Pero la consecuencia es que cada nueva reedición de una novela de Simenon merece una introducción, porque (al igual que muchos de sus personajes) parece haber salido del aire. El mismo estaba de acuerdo y dijo que, por ser belga, era como un hombre sin país. Aunque afirmó que ninguno de sus libros era autobiográfico, su obra es una crónica de su vida: su juventud es vívida en Pedigree y Liberty Bar ; su madre asoma en El gato ; su hija, en La desaparición de Odile ; su segundo matrimonio, en Tres habitaciones en Manhattan ; su ménage à trois , en En caso de emergencia ; sus viajes, en las novelas situadas en el extranjero (como El efecto de la luna, El fondo de la botella, 45° a la sombra, Turista de bananas, Los hermanos Rico y muchas otras); y en todas ellas encontramos las particularidades de su fantasía y sus obsesiones. Por sentirse un observador marginal, tenía un don especial para pintar a los extranjeros: el africano sin nombre de El negro , el inmigrante de Le petit homme d Arkhangelsk ( El hombrecito de Arkhangelsk ) , los Malou (en realidad, los Malowski) de El destino de los Malou y Kachoudas en Los fantasmas del sombrerero . Marcando el contraste, en La peste de Camus casi no se advierte que ocurre en un país extranjero: todos los personajes son franceses y, dicho sea de paso, se trata de un mundo sin mujeres. "Cuando uno sabe que tiene una bella oración, debe cortarla", dijo Simenon. "Cada vez que encuentro algo semejante en una de mis novelas sé que debo eliminarla." Simenon exagera: a veces deja que sobreviva alguna oración bonita, pero en general su escritura carece de textura al punto de que resulta transparente y nunca distrae la atención ("está escrita como por un niño"). Nunca es obvio un amor al lenguaje; Simenon es lo contrario de un orfebre. Las únicas palabras nuevas que podemos encontrar en Simenon son algunos ocasionales términos técnicos, como la jerga médica en El paciente , particularidades del mundo gubernamental francés en El premier , y algunas episódicas partidas de bridge en otros libros. La comedia está ausente, el sentido del humor es poco frecuente. Una visión sombría y una seriedad implacable les ganaron a sus novelas no-Maigret la denominación romans durs , porque dur significa "duro" pero además implica peso, seriedad; no solo una cualidad pétrea, sino densidad y complejidad, algo así como un desafío, e incluso cierto tedio. (Un dur es un pesado, alguien aburrido, en ciertos contextos.) Los personajes de Maigret leen diarios, usualmente malas noticias o crímenes; conspiran, mienten, engañan, roban, sudan, tienen relaciones sexuales; con frecuencia cometen asesinatos y con la misma frecuencia se suicidan. Nunca leen libros ni los citan. No estudian (como sí hacía Simenon, para cuidar los detalles). En general andan de acá para allá en los márgenes del mundo laboral, desplazados, cayendo en picada hacia el olvido. Para cualquier escritor resulta imposible ser productivo si carece de un estricto sentido del orden y no está guiado por la disciplina. Uno de los más sutiles biógrafos franceses de Simenon, Pierre Assouline, considera que el reloj es su metáfora dominante. Sus novelas están colmadas de relojes y de gente que mira la hora. El propio Simenon regía su vida por el reloj, no solo la escritura, minuto a minuto: hasta las comidas debían realizarse exactamente en un horario predeterminado. Es famoso por haber hecho calendarios con crónicas de la escritura de sus novelas usualmente ocho o nueve días de frenética composición, un capítulo por día. Su sexualidad también estaba cronometrada. Simenon no era en absoluto un hombre sensual. En sus libros, un acto sexual suele ocupar unas pocas líneas como máximo. En Los anillos de la memoria : "Permanecieron largo tiempo casi inmóviles, como ciertos insectos a los que uno ve acoplarse". El hombre del granero: "Literalmente me zambullí en ella, de repente, violentamente, hubo miedo en sus ojos " y allí acaba todo. Liberty Bar : "Ella lo miró atónita. Todo había terminado. Ni siquiera podría haber dicho cómo había empezado". Estos ejemplos que ponen los pelos de punta son un reflejo de la vida amorosa que Simenon registró en sus Memorias íntimas . Un día, busca a su esposa en su oficina, ella está hablando con su secretaria inglesa, Joyce Aitken. Su esposa le pregunta qué desea. "¡A ti!" Esa tarde, ella simplemente se tiende sobre la alfombra. "Apúrate. No hace falta que te marches, Aitken." La viuda Couderc es un caso excepcional, ya que describe varias seducciones que duran unas cuantas páginas. Una oración que en Simenon se repite con tanta frecuencia como para convertirse en su marca de fábrica es: "Ella llevaba un vestido y era obvio que no tenía nada puesto debajo". La viuda... también contiene una variación de esta oración. A diferencia de casi todos sus personajes, Simenon era un hombre cuya autoestima gozaba de buena salud. Su mundo personal parecía completo. Se mudaba de una casa grandiosa a otra y eran casas autosuficientes, que albergaban a su familia, a sus amantes, su biblioteca, sus recreaciones, sus apetitos, sus pipas, sus lápices, sus autos extravagantes. Vivía la vida de un noble, el señor de su propio principado, donde todo estaba ordenado según sus instrucciones. La plenitud de la vida de Simenon es impresionante: la de un hombre que vive con su ex esposa, su esposa y su leal criada, con todas las cuales duerme, e incluso encuentra el tiempo necesario para serles infiel con prostitutas y seguir escribiendo. Eso fue lo que sedujo a Henry Miller. Bien, ¿qué mujeriego no hubiera quedado encantado? Y Miller no sabía ni la mitad de lo que ocurría. Un día (según cuenta Marnham), al ver a una joven criada arrodillada para limpiar una mesa baja, Simenon impulsivamente la penetró por detrás. La joven se lo contó a la señora Simenon, quien se rió, restándole importancia y diciendo que era típico de Georges. Al presenciar la escena, otra joven criada se preguntó en voz alta: "¿Todas pasamos por las armas?". En un enorme contraste con la aparente coherencia, con la abundancia de su propia vida, aparecen las carencias o insuficiencias de las vidas de sus personajes, que usualmente son bastante fuertes para matar pero rara vez disponen de los recursos necesarios para sobrevivir. Y hay que decir que tras haber pasado muchas décadas escribiendo intensamente y viviendo con gran estilo, Simenon pasó los últimos años de su vida, tras el suicidio de su adorada hija, en una especie de retiro, en una casa diminuta, con Teresa, su nueva compañera y ex ama de llaves, sentándose en sillas de plástico porque entre sus fobias se contaba la convicción de que los muebles de madera albergaban insectos. Una cantidad de novelas de Simenon (entre ellas, El tren de Venecia , La muerte de Belle, Domingo y El negro ) se agrupa en torno al tema generaldel malentendido, como si aludieran al título de la obra teatral de Camus, de crueldad simenonesca. La viuda... pertenece indudablemente a esta categoría, aunque sus descripciones de la violencia y la sexualidad son inusualmente gráficas para Simenon; y es una de sus pocas novelas con un personaje femenino fuerte. La mujer de Betty y la narradora de Noviembre también son fuertes. Pero sus mujeres tienden a ser unidimensionales, maliciosas, oportunistas, fríamente prácticas, nada sentimentales o presas fáciles. La viuda Tati es una campesina que sabe muy bien lo que quiere y posee la capacidad de evaluar correctamente a los extraños. La acción se desarrolla en los Bourbonnais, en el mortecino centro de Francia, en una aldea junto al canal que une Saint-Amand con Montluçon. Simenon es muy específico en cuanto a sus conocimientos de geografía provincial. Un extraño solecismo se produce en el primer párrafo de la novela. Un hombre avanza por un camino "cortado al sesgo cada diez metros por la sombra del tronco de un árbol": Simenon en una de sus más económicas descripciones precisas. Es mediodía, a fines de mayo. Después se describe la sombra del hombre: "Una sombra corta, ridículamente achaparrada -su propia sombra- se deslizó ante él". El sol parece brillar desde diferentes ángulos en el espacio de dos oraciones, creando dos clases diferentes de sombra. Tal vez no sea un acertijo. Simenon aborrecía reescribir. El joven aborda el autobús en las afueras de Saint-Amand, con destino a Montluçon. No lleva nada, ninguna carga, ni tiene ninguna identidad evidente. "Ningún equipaje, ni paquetes, ni bastón, ni una vara cortada del seto. Sus brazos se balanceaban libremente." Entre las mujeres que vuelven del mercado, es un extraño, aunque para el lector de Simenon resulta tan familiar como un viejo amigo: el hombre desnudo, alguien en la encrucijada, un poco perdido, un poco culpable, a punto de tomar una decisión fatal. La viuda Couderc lo observa, evaluándolo, viendo en él algo que ningún otro ve. Más tarde entendemos por qué: se parece un poco a su hijo, un vago y ex convicto que está en la Legión Extranjera. Advierte que ese pasajero del autobús no está yendo a ninguna parte, que no tiene nada; lo entiende y lo desea. En este primer capítulo bellamente construido, con una sutil acumulación de efectos, el joven también repara en la mujer, y en medio de la ruidosa cháchara de las mujeres que regresan del mercado, los dos "se reconocen mutuamente". Porque también él la necesita a ella. La mujer, Tati, se baja del autobús, y poco después el joven, Jean, la imita. Jean le pregunta si puede ayudarla con sus bolsos, un gesto que ella ha estado esperando desde que ambos cruzaron sus miradas. Él se va a vivir con ella. Pocos días después, un domingo, después de que ella vuelve de la iglesia -un buen detalle- la mujer le sirve unas copas y ambos terminan en la cama. Tati no es bella pero es dura, incluso intrépida, la clase de campesina indestructible que se sentiría a gusto sentada a la mesa de los personajes de Los comedores de papas de Van Gogh. Sin nadie que la quiera, descuidada, hasta abandonada, cubierta por un viejo abrigo andrajoso, con la enagua colgando y con un peludo lunar en la mejilla, es, a los cuarenta y cinco años, más de veinte años mayor que Jean. Le da a entender al joven que pueden tener relaciones sexuales ocasionales pero que ella también debe dormir con su abusivo y grosero suegro de tanto en tanto, porque está viviendo en la granja del hombre. Las ropas andrajosas y la precaria existencia de Tati entre sus violentos parientes políticos ocultan su vigilancia animal, su sagacidad campesina, especialmente en lo referido a su sobrina. Félicie, una madre adolescente, vive cerca; el efecto que esta bonita joven ejerce sobre Jean perturba a Tati. Sus sospechas sobre el pasado de Jean pronto se ven confirmadas por una visita de los gendarmes: Jean acaba de ser liberado después de pasar cinco años en la cárcel y su vida es tan precaria como la de ella. Tati lo había tomado por un extranjero -parece un extranjero hecho y derecho, alguien de afuera- pero en realidad proviene de una distinguida familia de Montluçon, hijo de un destilador adinerado y mujeriego. Distanciado de su familia, es "libre como el aire como un niño". Vive en un "magnífico presente repleto de luz solar". "No caminaba como los demás. Parecía no ir hacia ninguna parte." Pero ha caminado hacia una trampa. Aún no lo sabe, pero al igual que Mersault en El extranjero , no tiene futuro. Le cuenta a Tati que ha asesinado a un hombre, casi casualmente y en parte por accidente. Había una mujer involucrada, aunque él no la amaba. Lejos de haberse sentido gravemente afectado por el crimen, el juicio o sus años en la cárcel, "apenas si se dio cuenta de que todo eso le ocurría a él". El crimen lo ha arrojado a la deriva, y después de estar preso nada le importa: "No se comprometía con nada, nada de lo que hacía tenía peso ni importancia". En su falta de remordimiento o lástima, se parece al despiadado asesino Frank Friedmaier de La nieve estaba sucia , y a Popinga de El hombre que miraba pasar los trenes . Y por supuesto, prefigura a Mersault, incluso en la imagen solar, porque en un punto crucial de la novela, cuando reconoce su deseo por Félicie, "de golpe el sol se había apoderado de él. Otro mundo los engullía " Tiene éxito con Félicie, tal como tuvo éxito con su tía, pero sin palabras, copulando entre los edificios de la granja. Sigue haciendo el amor con Tati, y siempre se muestra rudo, cuando no brutal: "La desvistió como si desollara un conejo". Y en este entorno se produce otra típica situación de Simenon, la de los amantes separados por una barrera física, donde las pasiones de la proximidad, el parentesco, los celos siempre se hacen presentes en el argumento. En La viuda Couderc, los amantes, que viven en cabañas vecinas, están separados por el canal; en La puerta , por una puerta; en La escalera de hierro , por una escalera de hierro, y por idas y venidas similares, en Acto de pasión . Todas estas novelas terminan en el asesinato. En este entorno bucólico (conflicto en el campo: fértil tierra de cultivo, animales que pastorean, campesinos belicosos), Jean se hace añicos lentamente, consumido por el asco y el fatalismo. Típico de Simenon, el estado de Jean se sugiere por medio de una sutil acumulación de efectos, sin analizarlo. Sintiéndose en poder de la desesperada mujer mayor que no lo dejará ir y atraído por la mujer más joven que lo trata con indiferencia, Jean advierte que está en un callejón sin salida, que es inevitable un crimen, y "esperó lo que no podía dejar de suceder". La novela se vuelve implícitamente existencial, aunque Simenon se hubiera burlado de ese término: no hay en el relato ninguna reflexión filosófica. Simenon ha puesto a Jean en el camino hacia la ruina lo ha entrampado allí. Muchas novelas de Simenon -si no todas- que describen un malentendido dan a entender que no hay salida y lo más enloquecedor es que aunque el personaje condenado no vea una salida, el lector sí la ve. A Jean no se le ocurre que puede irse caminando o volver a tomar el autobús. Afirma ser indiferente al crimen que cometió, pero en realidad está afectado, lleno de culpa, poseído, y cuando Tati le ruega que se quede y la ame no puede hacer nada más que aplastarle el cráneo. "¡Estaba predestinado!" Al describir a esta alma perdida y su acto desesperado, Simenon reflejaba el fatalismo de su época. Escribió el libro en un período negro, en la costa francesa: el nombre "Nieul sur Mer" aparece al final como lugar de composición, un lugar cerca de La Rochelle. Francia estaba en guerra; la ocupación alemana, muy próxima, y el Día del Juicio Final parecía inminente. En medio de esa incierta guerra, solo la violencia o un acto pasional daban algún sentido al paso del tiempo. Al igual que Mersault, Jean va en camino de una ejecución segura -se le ocurre esa idea en el último tercio de la novela- y él mismo es autor de su destino. Había caído en un idilio sin advertir que no era en absoluto un idilio, sino un Edén que es también un nido de serpientes, cuya corrupción equivale a la pérdida de su propia inocencia. Al releer la novela uno advierte que (como ocurre en casi todas las de Simenon) Jean está condenado desde el primer párrafo, cuando camina entre las sombras. Y nos damos cuenta de por qué Simenon estaba tan furioso de que Camus hubiera ganado la lotería sueca porque en una novela tras otra, Simenon dramatizó la misma clase de dilema, el de una vida cada vez con menos opciones (pero siempre con sutiles diferencias de argumento, tono, locación y efecto), los riesgos que acepta correr un hombre que no tiene nada que perder, su vanidad, su atrevimiento, su obstinada autodestrucción. Al principio, Jean ansía comprometerse y anhela alguna intervención del destino, pero cuando reflexiona (y en última instancia su deseo se cumple): "Quería algo definitivo y final, algo que no ofreciera la oportunidad de una retirada", Simenon parece estar hablando de sí mismo, mientras envía a otro de sus personajes a la muerte en un mundo sin final feliz. Reproducido con la autorización de The Wylie Agency (UK) Ltd., Londres.© Paul Theroux, 2008 [Traducción: Mirta Rosenberg]
adn*THEROUX Es uno de los escritores más reconocidos en el mundo por sus relatos de viajes y sus galardonadas novelas, muchas de ellas llevadas al cine como La costa de los mosquitos y La calle de la media luna. Nació en Massachusetts en 1941 y alcanzó notoriedad con El gran bazar del ferrocarril (1975), un clásico del género, en el que narra su viaje entre Gran Bretaña y Japón


Simenon consideraba sus novelas una Comedia humana moderna Foto: AFP





Georges Simenon
La improvisación de los días
El singular método de escritura del autor belga alentó una obra prolífica, pero también fue la causa de su originalidad


Por Pedro B. Rey/De la Redacción de LA NACION


En cierta ocasión, entrevistado por The Paris Review , George Steiner definió a Simenon como "el autor más extraordinario de nuestro tiempo". Después de pedirle a su interlocutor que no se burlara de él, el ensayista respaldó esa contundente opinión desatendida con un ejemplo. Una de las novelas del inspector Maigret comienza con el estruendo de una cortina metálica. A las tres de la madrugada, el dueño cierra su local nocturno. De fondo, los que se dirigen a dormir y los que comienzan la jornada (los carros que se dirigen al mercado de Les Halles, ya trabajan los repartidores de leche) cruzan la delgada línea que separa un día del otro. En apenas un par de párrafos, sostiene Steiner, Simenon retrata las actividades de la ciudad mejor que cualquier historiador y, con un par de indicios, resuelve "el mysterium tremendum de la creación de personajes autónomos". Los protagonistas ya están ahí, frente al lector. Son ellos los que ponen la novela en movimiento. Esa mezcla de ligereza, profundidad y clima ominoso que el autor de Por si algo me ocurriera controlaba con inimitable eficacia no hay que buscarla en la casualidad, sino en el original método a través del que encaraba la composición de sus ficciones. Nada más distante de Simenon que el sueño kafkiano de encontrarse encerrado en las profundidades de un sótano para dedicarse únicamente a llenar cuadernos. La ejecución de sus novelas no le consumían, en realidad, más que un puñado de meses distribuidos a lo largo del año. Ni los temas, ni los personajes (extraídos de la más crasa realidad), ni los conflictos, ni la neutra sequedad de su estilo vinculan a Simenon con la literatura experimental, pero, pasado el tiempo, establecido el mito del escritor, su mecánica se parece mucho más a un raro avatar de la vanguardia que a un producto de la manufactura industrial. El mismo se encargaba de divulgar (y acaso exagerar) la forma en que componía sus novelas: las escribía de un tirón, un capítulo por día, de siete a nueve y media de la mañana. Después, las sometía a un rápido y variable proceso de revisión que, por lo demás, no afectaba el desarrollo del argumento. Esta suerte de frenética tarea -que lo llevaba a encerrarse en su estudio con un imperativo cartel de Do not disturb colgado de su puerta- no era consecuencia de una súbita visita de las musas. Había un momento en que Simenon intuía que se encontraba "en estado de novela". El disparador inicial podía ser un paisaje, una noticia, la sombra de un personaje. A partir de allí comenzaba a tomar notas. Trazaba rasgos de carácter de los potenciales protagonistas, imaginaba nombres (como para otros escritores, entre ellos Proust, esa elección era crucial), determinaba oficios, profesiones. No era infrecuente que les creara un linaje de antepasados, con sus propias historias, aunque esa parte del iceberg no cumpliera luego ninguna función en la historia. También se documentaba sobre otros elementos plausibles de integrar la novela (una zona geográfica particular, una enfermedad, una actividad especializada). Todos esos datos iban siendo acumulados en un "sobre amarillo", fuente de consulta que sería indispensable durante la escritura. El paso siguiente consistía en decidir alrededor de cuál de los personajes orbitaría la obra y -punto clave- qué acontecimiento sería el que, ya en las primeras páginas, trastornaría para siempre la existencia del protagonista. Solo después de este trabajo preparatorio, Simenon se lanzaba a escribir con la concentración de un ajedrecista que se atiene, por decisión propia, al plazo que estipula el reloj al lado del tablero. Planteadas aquellas coordenadas, capítulo a capítulo, día a día, el escritor improvisaba. En "Los rituales de la escritura", incluido en el catálogo de la exposición Tout Simenon , Claudine Gothot-Mersche agregó otros elementos que facilitaban la proeza. La acción, en la mayoría de los casos, era contemporánea del momento en que se estaba escribiendo la novela, lo que ahorraba verificar detalles de época que atentaran contra la verosimilitud. Puestos ante una situación límite, sin marcha atrás, a los personajes los acosaba su propio pasado. El fluir de los recuerdos (con la colaboración de los datos incluidos en el famoso "sobre amarillo") permitía sutiles desvíos o sortear la amenaza de estancamiento. A veces, esa indeterminación afecta de manera visible una historia. La muerte de Belle (1952) -como recuerda Gothot-Mersche- comienza como un clásico misterio de cuarto cerrado, pero el enigma pronto termina en el olvido frente a los nuevos giros argumentales que va proponiendo la escritura. Simenon explicaba la adopción de este sistema por una simple razón temperamental: a partir del sexto día, las novelas se le volvían intolerables. Es notable que su procedimiento no difiera de las prácticas vanguardistas actuales, que combinan imaginación y espontaneidad. A pesar de sus ínfulas balzacianas, en Simenon no hay proyecto. La impasible sucesión de sus novelas, a pesar de su aparente variedad, es una monocorde fuga hacia adelante. Tal vez no haya escritores más disímiles en sus contenidos que Simenon y el también prolífico César Aira. Es casi seguro, sin embargo, que el belga habría adherido a la idea de que la literatura no debe significar el sacrificio, en cuotas, de una vida.



CALENDARIO. Cuando escribía una novela, el escritor iba tachando cada jornada de trabajo



Perlas en la Red
net.art


Por Carlos Guyot/De la Redacción de LA NACION

Un poema-manifiesto con tipografía en movimiento que se lee al ritmo de un groove-jazz hipnótico; una serie de figuras geométricas cuyo comportamiento es en parte aleatorio y en parte determinado por los movimientos del mouse; una obra conceptual basada en los fotogramas del film La batalla de Argelia (1965), de Gillo Pontecorvo son algunas de las obras de net.art que se encuentran en la página web de la londinense Tate Gallery. El net.art nació en los países de Europa del Este a principios de los años 90 como un movimiento crítico que compartía una visión: la obra de arte como proceso y no como objeto, y cierta intromisión perturbadora al estilo hacker, con la que se ganó la etiqueta de arte hacktivista. Está formado por una serie heterogénea de obras creadas especialmente para Internet, y por ese motivo solo puede existir allí. Aprovecha la capacidad interactiva del medio y su poder de comunicación a partir de la construcción de estructuras complejas en las que conviven textos, audios, fotos y videos. Son trabajos experimentales cuya materia pueden ser los mensajes de error de los servidores, textos de e-mails y hasta el código Ascii, uno de los lenguajes básicos de las computadoras. "El net.art no es un movimiento de programadores -explicó la net.artista moscovita Olia Lialina en la revista digital artmargins.com- y aunque hay proyectos muy diferentes entre sí, yo me concentro en hacer trabajos narrativos sobre la estética, las ideas, los héroes y las historias de la Web." El net.art plantea las preguntas de siempre: si la obra se reinventa cada vez que el espectador (o el usuario) la mira (o la recrea), ¿cuál es el original?, ¿quién es el autor?, ¿cómo sobrevive en el tiempo? A los net.artistas estos interrogantes parecen no preocuparlos, ellos simplemente se concentran en construir su arte con una estética propia que bucea en el lenguaje de Internet. Lo que no es poco.


http://www.tate.org.uk/netart/


http://www.teleportacia.org/


http://artport.whitney.org/



Literatura Chejov inmortal
Un legado de extraordinaria riqueza
Los apuntes que el gran escritor ruso tomó en los últimos años de vida son los únicos en su género. Reunidos en Cuadernos de notas (La Compañía), libro del que ofrecemos un anticipo, revelan matices ocultos de una personalidad lúcida y sensible


Por Leopoldo Brizuela/Para LA NACION


Quizá porque su obra logró ser una casi perfecta "imitación de la vida", pocas cosas se recuerdan de la historia de Anton Chejov como dos o tres secuencias ligadas a su muerte en 1904. Y a su inmortalidad. Los últimos días en el sanatorio alemán de Baden Wailer, que inspiraron a escritores tan lejanos y diversos como Irène Némirovsky, Raymond Carver o Griselda Gambaro. La leyenda de la llegada de sus restos a una gran estación rusa atestada de lectores devotos, en un vagón frigorífico donde, por lo común, se transportaban ostras. Y, por fin, el hallazgo de unos cuantos cuadernos torrenciales, titulados, sin ningún rigor, "Pensamientos, "Imágenes", "Anécdotas", de apariencia humildísima y caótica, de cuya importancia nunca cupo duda. Pero cuya edición ha venido corriendo, también, las suertes más diversas. En 1921, dos intelectuales tan honestos y admirables como Leonard y Virginia Woolf encargaron a un cierto señor Skotelianski una primera selección de esta obra, que se publicó en Londres, en la Hogarth Press; la selección es a tal punto económica, que no solo descarta "entradas" nimias o repetidas, sino que mutila frases y despoja al estilo de Chejov de todo tipo de sugerencia o ambigüedad. Setenta años más tarde, un editor de Moscú, en un afán de hacer justicia que seguramente excedía los "crímenes" del señor Skotelianski, decidió publicar los cuadernos en su abrumadora totalidad: no solo incluye las observaciones de Chejov sobre la vida cotidiana, sus reflexiones y los apuntes para futuras obras, sino también las listas de compras y de gastos diarios, los fragmentos de cuentos que ya habían aparecido publicados en vida de Chejov, recetas médicas copiadas textualmente de los manuales. Juzgándolas poco interesantes aun para el más exhaustivo de los críticos -aunque nunca se sabe-, La Compañía, en esta edición porteña, ha optado por un criterio intermedio que pone de relieve la riqueza y originalidad del legado chejoviano. Escritos durante los últimos trece años de vida de Chejov, al pie o al margen de sus grandes cuentos y piezas teatrales, estos Cuadernos de notas son, en verdad, únicos en su género. No se trata de un "diario íntimo": los pasajes autobiográficos o confesionales son escasísimos y, por lo común, están velados por el uso de una tercera persona y de iniciales, que vuelven casi imposible afirmar la identidad. El lector encontrará a Chejov mucho menos en los deliciosos hechos narrados que en la mirada que supo entender su importancia más allá de la nimiedad aparente, y en la voz -ese tono inconfundible- que los pone en palabras. Por lo demás -¡qué diferencia con el diario de Bioy Casares!- a Chejov no le interesa revelar secretos, sino aludir a misterios literalmente inaprensibles por las palabras y, por eso, capaces de generar más y más obras de arte. No confundir con ningún "pudor" de época: se trata, más bien, de una desconfianza, adelantada a su tiempo, de la noción de personalidad. El "yo", para Chejov, su propio "yo", es menos una "fuente inagotable de imágenes" que una especie de máquina de percepción, reelaboración y conexión, de manera siempre desconcertante, de imágenes externas. Y el único rasgo permanente de cada personalidad es, salvo en el caso de los locos, su constante metamorfosis. Del mismo modo, nada más lejano de estos Cuadernos de notas que los "apuntes de escritor", verdaderas antologías de "microensayos" que compusieron escritores como Julien Gracq o Ricardo Piglia. Acerca de sus lecturas, copiosas y variadísimas, Chejov no hace más que citar los libros que compra; y es solo la reincidencia, por ejemplo, lo que nos revela su pasión por Molière. De la vida literaria, solo nos deja entrever su respeto casi filial por el conde Tolstoi, cuando retrata con tierna ironía una visita a su "familia disfuncional", o deja constancia, con la parquedad de las grandes emociones, que "hoy le he hablado por teléfono". En cuanto a su escritura, el silencio es aun mayor. Considerado el padre del cuento contemporáneo, el creador de un modo de "imitación de la vida" que logra pulverizar los rígidos preceptos de la narración a lo Edgar Allan Poe; revolucionario también del teatro, sobre todo en términos de estructura, Chejov no hace aquí una sola alusión a sus técnicas, que sí describe, brevemente pero con precisión indudable, en ciertas cartas, como las que dirige a su sobrino escritor. ¿A qué se deben estos silencios? ¿Por qué estos Cuadernos de notas consisten, casi exclusivamente, en narraciones brevísimas, realmente acontecidas a gente que lo rodea, y solo a veces imaginarias, tan extrañas todas como para que casi ningún escritor de la época fuera capaz de concebirlas? ¿Por qué sus reflexiones son escasas, incompletas y bellísimas, como revelaciones? Ninguna candidez. En varios pasajes demoledores, Chejov defiende la "literatura revolucionaria", de la que se considera parte, aunque solo la defina por oposición a ciertos rasgos de la literatura burguesa; la totalidad de los Cuadernos permiten deducir hasta qué punto esta concepción de la "vanguardia" es radical, cómo para Chejov ser un "vanguardista" es, en fin, mucho más que descubrir ciertos malabares técnicos. Marguerite Duras, en un texto inolvidable, cuenta como, en los días en que escribía verdaderamente, el mundo todo parecía escribir con ella, es decir, como toda percepción era elaborada por su mente narradora en provecho de la obra. En cierto modo, los Cuadernos de Chejov, aunque lo muestran en un permanente "estado de gracia" (al que alude Duras), testimonian un proceso inverso. Para él, la escritura no es más que una de las facetas de una búsqueda mucho más total, en la que están comprometidos cada segundo y cada aspecto de la vida: la búsqueda de una manera distinta de entender el mundo. La novedad, rasgo imprescindible de la literatura, no es algo que se busque separada o específicamente, sino la característica naturalmente derivada de una personalidad que logra, gracias a ese esfuerzo monumental, ubicarse en otro sitio virgen, nunca antes ocupado, desde donde todo se mira y se refleja de otra manera. De ahí que los Cuadernos de notas de Chejov, con su aparente levedad, su falta de pretensión y ese humor que es solo suyo, tierno y cáustico a la vez, sean uno de los más extraordinarios y conmovedores reflejos de su época; o, mejor dicho, del final de una época, cuando esa necesidad de encontrar de un nuevo sentido se hace, en los sujetos, cuestión de vida o muerte. Y en verdad, casi todos los relatos y los personajes de este Cuaderno son ejemplos que permitirían rebatir los paradigmas ideológicos y literarios que habían dominado el siglo XIX, y que solemos llamar modernidad. Por supuesto, estas "pruebas" que aporta Chejov nunca tienen ni la extensión ni el aire definitivo de un teorema; como en los cuentos, su herramienta son los pequeños detalles de la naturaleza y la vida cotidiana, las frases "incorrectas" con que ciertas personas consiguen expresarse mejor que si hubieran seguido las reglas de la lengua común. Y, sobre todo, esas historias que la realidad ofrece a quien sabe mirarlas, y que encuentran, para conflictos universales, secuencias que la literatura convencional nunca hubiera imaginado. "Siempre he despreciado esa línea recta entre dos puntos", escribió otra gran discípula de Chejov, Grace Paley, en uno de sus propios cuentos, refiriéndose a la vieja noción de trama. "No por razones literarias, sino porque desvanece toda esperanza. Todos los seres, reales o inventados, merecen el destino abierto de la vida." A esta sensación de estar "haciendo justicia" poética se debe quizás el sentimiento más hondo del Chejov de los Cuadernos : la felicidad, tan profunda como para convivir con el dolor y la enfermedad y para "ponerlos a trabajar" en beneficio de la poesía. La felicidad: base de su fabulosa capacidad de amor, de compasión, por la criatura humana.






Observaciones sobre la vida cotidiana
Los textos reunidos en Cuadernos de notas, algunos de los cuales se publican a continuación, están lejos del tono propio de un diario íntimo: los pasajes autobiográficos o confesionales son escasísimos y, por lo común, aparecen velados
Si la humanidad ha llegado a concebir la historia como una serie de batallas, es porque antes consideró que la lucha era esencial para la vida. Iván no respeta a las mujeres: espontáneo por naturaleza, las toma como son. Si uno escribe sobre las mujeres, quiéralo o no, está obligado a escribir también sobre el amor. El deseo de servir al bien común debe ser también una necesidad del corazón, una condición de la felicidad personal; si no proviene de allí, si nace solo de consideraciones teóricas o de otro tipo, no sirve. Los hipócritas ordinarios aparentan ser palomas; los hipócritas de la política y de la literatura, águilas. Que su aire aquilino no te intimide. No son águilas, solo ratas, o perros. Siendo la diferencia entre los climas, las mentalidades, las energías, los gustos, las edades y los puntos de vista, un dato incontestable, la igualdad de los hombres jamás será posible. La desigualdad debe considerarse, por tanto, como una ley inmodificable de la naturaleza. Pero nosotros somos capaces de volver inocua esta desigualdad, como lo hacemos con la lluvia o con los osos. A este respecto, la educación y la cultura harán grandes conquistas. Un científico ha podido lograr, de manera excelente, que un gato, una rata, un halcón y un gorrión coman de la misma escudilla. El pueblo son aquellos más brutos y más sucios que nosotros; y nosotros, nosotros jamás somos el pueblo. La dirección general de impuestos nos divide en simples contribuyentes y en privilegiados... Pero ningún distingo es válido: pueblo somos todos, y nuestras mejores obras son las obras del pueblo. Ahora la gente se vuela la tapa de los sesos porque está harta de la vida o por razones semejantes; en otra época, por haber malgastado dinero del erario público. ¿Por qué a Hamlet lo obsesionan tanto las visiones del más allá, cuando nuestra vida real está presa de imágenes mucho más horribles? Pedí a un músico muy conocido una entrada para un joven; me respondió: "Se ve que usted no es músico". Le respondí: "Se ve que usted es rico". Envidia tanto que bizquea. El perro del hijo del diácono se llamaba "Sintaxis". Alabamos todo aquello que tememos. El padre y los hermanos consideran que su hijo y hermano no se ha casado con la mujer que más le convenía. Siempre es así. No nos gustan las cuñadas ni las nueras. Lo que sentimos cuando estamos enamorados es, probablemente, normal. El estado amoroso indica a cada persona cómo debe ser. Los viejos son voraces. Cuando, junto a su esposa vestida toda de negro, tan graciosa, él dijo adiós a su hermana, la idea de que debería viajar en el mismo compartimiento de su mujer comenzó a pesarle e inquietarlo. El cuñado, después de la cena: "Todo llega a su fin en este mundo. Recuérdenlo: quien se enamora, sufre, se equivoca, se arrepiente; y quien deja de amar, recuérdenlo también, comprende que ha llegado el fin de todo". La amante del cuñado encanecía. El cuñado aún era muy bello. El cuñado bebía poco, o nada en absoluto. Esa vez no bebió, pero se comió una fortuna. Una familia de comerciantes honorables, eso es. ¡Una familia de harapientos, de palurdos...! No soy sutil ni soy audaz, siento miedo a cada paso que doy como si fueran a darme con un látigo, me pongo tímida ante los idiotas y ante los hijos de puta... Kirch pertenece al tipo del fracasado bondadoso. Un hombre incapaz de todo. Cumple negligentemente las misiones que se le encomiendan. Él piensa que comprende el arte y el estilo antiguos... Con aire de connoisseur , mira los cuadros, y el anticuario, aunque lo alaba, en secreto se asquea de su ignorancia y termina haciéndole pagar lo que él quiere. Visita exposiciones, a los grandes marchands ... Por momentos, se queda contemplando largamente las pinturas, los grabados, los bibelots ... y al final compra una chuchería, un cuadrito de pacotilla. Así revela su verdadero rostro. Kostia, borrachísimo, en Sokólniki: "¡Abrázame, Naturaleza!". Todo el mundo estaba de buen humor. Descartando la idea de volver en coche, esperaron exaltados una diligencia. Le ordenamos a la gobernanta que se ocupara de la biblioteca. Escribió sobre cada libro: "Este libro pertenece a Fulano". Imbécil. No sabía enseñarle a dividir al pobre Sacha. Kirch, durante una discusión sobre el problema social: "Pero entonces, si ya no hay dinero, ¿todo el mundo comprará a crédito?". Cuando lo enviamos a buscar dos sillones, vuelve con una cuchara, vaya uno a saber por qué; cuando lo mandamos a comprar comida para el primer plato, pide que le corten en pedacitos el queso y el salchichón. Él aprobaba que su novia fuera devota, le complacía que tuviera ideas y convicciones rigurosas. Desde que se convirtió en su mujer, en cambio, este mismo rigor lo indignó. El cuñado corteja a la joven esposa. "Lo que usted necesita es un amante."


[Traducción: Leopoldo Brizuela]


Anton Chejov, en 1901

martes, 27 de mayo de 2008

BELLOW
El lugar de donde viene la forma humana
Saul Bellow, el hombre que creía en la novela como parte de guerra de su época, que ganó un merecido Nobel por eso, pero sobre todo ganó la admiración de toda la gran generación de la literatura norteamericana que lo sucedió (la de Mailer y Roth), abordó el cuento recién después de los 50, cuando empezaba a alejarse de la época en la que vivía y a mirar retrospectivamente el pasado. De ahí el inmenso y peculiar valor de sus Cuentos reunidos por primera vez en castellano.



Por Juan Forn


Cuentos reunidos
Saul Bellow
Traducción de Beatriz Ruiz Arrabal
Alfaguara, 2007
619 páginas


Auden decía que la única manera apropiada de reseñar un buen libro de poesía era reproducir sus mejores líneas, sin comentarios. Una necrológica, si se lo piensa un poco, es una especie de reseña sobre la vida de alguien, y cuando murió Saul Bellow todas las necrológicas parecían escritas según aquel criterio de Auden: rebalsaban sin excepción de citas textuales de Bellow. Era la única manera apropiada de despedirlo: tipiando algunas de sus frases por el puro placer de sentir en los dedos esa parrafada gloriosa, como si se la estuviera recitando a gritos en una borrachera. Es que, en Bellow, la voz era el primer cross a la mandíbula. Pero tuvo mala suerte en la traducción a nuestro idioma: nunca le tocó un Wilcock, un Pezzoni o un Pitol que pudiera acercarnos la formidable expresividad que tiene su frase en inglés.
Bellow era una anomalía en la literatura de Estados Unidos, empezando por el hecho de que en realidad era canadiense (llegó a los ocho años a Chicago, sus padres eran judíos mencheviques que habían abandonado Rusia en 1905). Se americanizó callejeando, pero el padre lo obligaba a escuchar a Tolstoi y Dostoievski en yiddish. En las calles de Quebec mamó los rudimentos de francés que le sirvieron después para leer en ese idioma, tal como en los años de la Depresión en Chicago aprendió los rudimentos de marxismo que le enseñaron a entender los mecanismos invisibles de la sociedad norteamericana. Pasó por la universidad (becado), pero nunca se graduó, y le quedó para siempre ese rechazo contra toda torre de marfil que tiene el polizón de biblioteca pública. Tuvo la idea loca de sentarse a escribir sus novelas tal como Balzac, Dostoievski, Conrad o Thomas Mann habían escrito las suyas: como quien envía partes desde ese campo de batalla que es la época en que se vive. Eso decía que era escribir. Nada del falso candor típico de los escritores norteamericanos: yo-sólo-cuento-historias. El trató de pensar todo lo que pudo adentro de sus novelas. El tuvo el descaro de apostar a La Gran Novela en épocas de culto excluyente a la vanguardia, a La Anti-Novela. Y lo hizo desde Chicago porque Chicago, con su materialismo rampante, con su pujanza multiétnica sin ley, anticipaba según él la sociedad que se venía. Por eso los personajes de sus libros, “la voz Bellow” en general, produce ese efecto tan adictivo: porque tiene yeca y biblioteca por igual. Alguien que se ha vivido todo, lo cuenta todo.
Bellow le encontró la gracia al cuento como género después de alcanzar maestría en la novela: su primer libro de relatos (Las memorias de Mosby) apareció en 1968, cuando ya tenía publicadas Augie March, Henderson y Herzog, y estaba por cumplir 54 años. Y el siguiente libro de cuentos vendría década y media después, en 1984, cuando Bellow estaba por cumplir setenta. Menciono esto porque, para Bellow, el cuento era el territorio de la memoria, del mirar atrás. Especialmente ese formato entre cuento largo y novela corta que terminó siendo su última marca de fábrica (La conexión Bellarosa, El robo, La verdadera). Con las novelas, con sus novelas importantes (que, según él mismo, llegaban hasta Son más los que mueren de desamor), había enfrentado la pregunta que le hace la sociedad a todo aquel que se atreve a semblantearla: ¿tenés algo que decir, vos? Los cuentos, en cambio, eran viajes al pasado, según Bellow, al mundo de su infancia y juventud. Para contestar otra clase de pregunta, a saber: ¿dónde está ese mundo del que viene la forma humana?
No es casual que Bellow encontrara de viejo el formato justo para estos relatos, cuando ya era un maestro de la novela y cuando empezaba a sentir que ya no era más un hombre de la época sino de otra época. En su obra no hay casi señales de los 80, ni de los años posteriores. Hasta 1982 escribió sobre su época; desde entonces escribió sobre el pasado. Basta ver los libros que publicó desde 1984: Him with his Foot in his Mouth (cuentos), Un robo (cuento largo, o novela corta), La conexión Bellarosa (ídem), La verdadera (ídem), Something to Remember me by (cuentos). Todos esos textos, más aquellos de Mosby, aparecen en estos Cuentos reunidos de Alfaguara. Hay, además, un precioso prólogo de Janis Bellow (contando cómo iba armando Saul sus historias) y un epílogo del propio Bellow. Hay –para terminar– un cuento en estos Cuentos que se llama “Zetland: impresiones de un testigo”. El protagonista es Isaac Rosenfeld, el mejor amigo que tuvo Bellow en su juventud, el buen chico judío que se hizo marxista brillante y llegó a Nueva York dispuesto a conquistarla y murió prematuramente. Hay en “Zetland” ecos de El legado de Humboldt (donde Bellow retrataba de manera fascinante la competitividad que había tenido con Delmore Schwartz, talentoso poeta borracho que se autodestruyó) y también los hay de Ravelstein (donde Bellow retrataba el ocaso de su otro gran amigo, el gurú de derechas Allan Bloom, como un puto viejo, rico y en paz). El biógrafo de Bellow, James Atlas, cuenta que en la colección de manuscritos de la Universidad de Chicago donde se hallan todos los papeles de Bellow hay una carpeta con doscientas páginas dactilografiadas adentro. En la carátula, a máquina, dice “Charm and Death. A Novel”. Y debajo, escrito a lápiz, en mayúsculas: Zetland. Atlas cree que eso habrá de publicarse algún día porque, sencillamente, es demasiado bueno para no existir. Ojalá. Mientras tanto, acá están estos Cuentos reunidos: estos viajes de Saul Bellow al mundo de donde viene la forma humana.
Apuntes para una teoría del milagro
Por Rodrigo Fresán


A pesar de lo voluminoso de su obra y de sus muchos lectores argentinos, son pocas las ediciones locales de Burgess que se consiguen en las librerías argentinas: los tres tomos de la Trilogía malaya (Alfaguara) y las varias ediciones de La naranja mecánica. En mesas de saldos, quedan viejas ediciones de su autobiografía (Pequeño Wilson y el Gran Dios, Planeta) y algunas de sus novelas históricas (Sinfonía napoleónica, sobre todo). Poderes terrenales hace tiempo que no se ve, y por ahora sólo se consigue esta nueva edición importada.


UNO Los lectores consecuentes de Anthony Burgess –y esto habla bien de su tan voluminosa como variada e imprevisible obra– no suelen ponerse de acuerdo en cuanto a cuál es el mejor libro de este escritor inglés.
Así están los que juran por su debut un tanto tradicional y criptoautobiográfico con la llamada Trilogía Malaya (publicada entre 1956 y 1959); los que prefieren ese experimento lingüístico y protopunk que es La naranja mecánica (1962); los que alaban las acrobacias escatológicas de la serie de libros protagonizada por el poeta maldito y maldiciente F. X. Enderby (reunidas hacia el fin del milenio en The Complete Enderby); o los que prefieren sus histéricas novelas históricas protagonizadas por Napoleón, Shakespeare, Jesucristo, Marlowe y que pase el que sigue. Otros –los más radicales o snobs– favorecen su faceta de ensayista, músico, divulgador cultural o mercenario guionista de cine.
Todos ellos –sin embargo– coinciden en un mismo punto acordando que Poderes terrenales (1980) es una de sus más grandes obras. Por lo que cabe afirmar –si a todos los antes mencionados sumamos ese muy nutrido grupo que está más que seguro de que Burgess jamás llegó más alto y brillo más que en esta novela– que, entonces, Poderes terrenales es el mejor libro de este hombre portentoso, nacido en Manchester en 1917, pero con el mundo entero como hogar y patria y destino.
DOS Uno de los títulos originales de Poderes terrenales –uno de los varios que le había puesto Burgess mientras la escribía– era Los creadores. Y si algo queda claro es que aquí leemos y disfrutamos de un creador en la summa de sus poderes 1.
De ahí que Poderes terrenales pueda leerse casi como un compendio de sus obsesiones 2 a la vez que una suerte de greatest hits donde se reformulan sus ideas y sus trucos con una gracia y elegancia nunca superadas antes o después por el autor. En este sentido, debe considerarse Poderes terrenales como la novela burgessiana total del mismo modo en que –aunque con diferentes modales– Ada, o el ardor es la novela nabokoviana total.
De ahí también que el biógrafo Roger Lewis –en su Anthony Burgess, 2002– defina Poderes terrenales como si se tratase de “todos sus libros anteriores dentro de uno” y de “una comedia que simula ser una tragedia”.
TRES Burgess, por su parte, no dudó en revelar que consideraba el libro todo un desafío, incluso para su habitual velocidad 3 y en una carta a su editor alemán, a punto de poner su punto final, lo sintetizaba como “mi intento de demostrar que puedo escribir algo tan largo como esos novelones del siglo XIX (aunque Dickens y Tolstoi escribían muchas páginas porque primero publicaban en entregas, forma del oficio con la que, ay, ya no contamos). He aquí un relevo panorámico del siglo XX narrado por el cuñado del ficticio papa Gregorio XVII y un intento de encontrarle una explicación al condenable misterio del bien y del mal manifestándose en el peor siglo que la humanidad jamás haya conocido. También se supone que sea divertida”.4
Burgess consideraba la novela como “la única gran forma literaria que nos queda. Tiene la capacidad de albergar todas las formas literarias menores. La novela tiene actualmente el monopolio de la forma” sin por eso negarse o renegar de la certeza de que “todas mis novelas intentan ser, diríamos, un entretenimiento serio, sin propósito moral, sin solemnidad. Lo que yo quiero es complacer”.
De acuerdo en todo y aquí está la incontestable evidencia de sus intenciones realizadas.
Poderes terrenales se las arregla para hacer comulgar en un solo rito lo mejor de ambos mundos: complace y entretiene pero, además, es prueba cabal e innegable de que se trata de un perfecto exponente de esa única forma que nos va quedando en un mundo y una cultura cada vez más deformes. Poderes terrenales es, al mismo tiempo, una celebración del orden narrativo puesta al servicio de la descripción de un mundo caótico. El intento exitoso y excitante de encontrar cierta armonía celestial en un paisaje diabólicamente descompuesto en su composición.
CUATRO Y Poderes terrenales es, básicamente, el duelo imposible de resolver de dos opuestos complementarios esgrimiendo dos tipos de fe diferentes, pero aun así imposibles de no hacer comulgar. Lo espiritual y lo intelectual. El desafuero y la penitencia. Lo divino y lo profano. Una sucesión de figuras y credos encontrados que, sin embargo, jamás pueden perderse de vista unos de otros.
El Tema en cuestión era algo en lo que Burgess venía reflexionando desde hacía años y en una entrevista de 1971 con The Paris Review –cuando se le recordaba una declaración en cuanto a que “creo que el Dios equivocado está gobernando temporalmente el mundo y que el verdadero Dios ha entrado en la clandestinidad”– respondía: “Aún tengo esa convicción... Se me ha señalado que yo parezco mantener, de algún modo, una creencia tradicional cristiana en la idea del pecado original... Las novelas tratan de conflictos. Y el mundo del novelista es un mundo de oposiciones esenciales de carácter, aspiraciones y demás. Sólo soy un maniqueo en el sentido más amplio, en el sentido de creer que la dualidad es la realidad última: la parte del pecado original no es en realidad una contradicción, aunque sí lleva a herejías deprimentemente francesas, como el jansenismo de Graham Greene, así como el albigensianismo (la religión de Juana de Arco), el catarismo y cosas así. Tengo derecho a una teología ecléctica como novelista, aunque no como ser humano”.
CINCO Dicho y hecho y escrito y Poderes terrenales es la manifestación terrena de esa “teología ecléctica” del Burgess novelista. Su Biblia privada y su credo artístico. Y, a la vez, su sala de juegos y recreación donde mezclar y confundir (en un bendito minué endiablado) las figuras del escritor homosexual Kenneth Toomey (creado a partir de partes iguales de Somerset Maugham 5 y Nöel Coward con varias pizcas de Anthony Burgess 6) y de Carlo Campanati alias el Santo Padre Gregorio XVII (cuya vida y papado comparten algunos detalles con los de Paulo VI).
Y lo importante, lo original, lo –sí– “divertido” es que alcanzada la última de los varios cientos de páginas de la novela no estamos del todo seguros quién es el pecador y quién es el santo.
O –como expresa Lewis en su ya mencionada biografía– “en Poderes terrenales nadie es quien piensa que es”.
Y, además, no hay que olvidar que el narrador no es alguien en cuya versión del asunto podamos confiar ciegamente: es un anciano, es vengativo, se sabe parte de la historia, pero no necesariamente histórico y, last but not least, es un personaje de Anthony Burgess 7.
Así, el “dilema” religioso de la novela es, por lo tanto, un dilema novelístico donde dos planetas diferentes de un mismo sistema (Toomey y Campanati) orbitan alrededor de un sol tal vez muerto, tal vez perversamente equívoco al que a falta de mejor nombre denominamos Dios mientras sospechamos todo el tiempo que ha sido el Diablo quien ha puesto en funcionamiento todo eso de la Ley de Gravedad: aquello cuya ausencia puede elevarnos hacia nuestra perdición y su presencia nos precipita a la más terrena y acaso segura de las existencias.
¿Es Campaniati un agente demoníaco? ¿Es Toomey un pecador por amor al arte? ¿Son los milagros algo cuya polaridad nunca está del todo clara? Poderes terrenales se ocupa de todo ello con una gracia divina y un desenfreno de minué pasado de revoluciones para terminar ofreciendo una de esas novelas cuya trama aparece proyectada contra la pantalla cinemascope del siglo XX.8
Y otra cosa importante: Poderes terrenales es sacra y mefistofélica a la vez porque –a nivel formal– lo que intentó y consiguió en ella Burgess fue “jugar” con el ADN del best-seller dignificándolo sin por eso dejar de divertirse manipulando sus poleas y tensando sus resortes.9
En el segundo volumen de sus memorias o “confesiones” –Ya viviste lo tuyo (1990)– Burgess narra así la génesis, las intenciones y los efectos conseguidos y provocados por el libro: “En los grandes días de la novela, el sentido de los acontecimientos, su longitud y hasta su desorden aparecían impuestos por los procedimientos editoriales de la época. Las novelas de Dickens muestran una técnica de la acumulación esencialmente de tipo picaresco: la estructura no es lo importante. Escribir hoy una novela larga, digamos de unas 650 páginas, te obliga, en cambio, a erigir primero un andamio donde todo aparezca más o menos fijo y ordenado antes de siquiera sentarte a escribir la primera palabra 10 (...) En mi caso, esta extensa estructura tendría su núcleo en una pequeña anécdota. Un Papa está a punto de ser canonizado. El Vaticano necesita evidencia de su santidad. Un milagro, por ejemplo. Cuando fue un simple sacerdote, el futuro Papa curó a un niño de una meningitis terminal mediante el poder de la oración. El niño crece hasta convertirse en una especie de Jim Jones, el líder de una secta religiosa que lleva a sus fieles a un suicidio en masa. Dios, permitiendo el milagro, claramente autorizando a su beneficiario a que luego cometiera un acto de gran maldad. (...) ¿Cuál es el curioso juego al que juega Dios? Si Dios es también el Diablo, el príncipe de los poderes del aire, entonces es más que probable que el Mal resulte del Bien. Si nuestro siglo puede llegar a ser explicado de algún modo es en los términos de Dios convirtiéndose en su opuesto”.11
Y en un artículo para The Washington Post: “Cabe pensar que cuando Dios altera los procesos de la naturaleza tiene algún tipo de plan especial entre manos. Al enfrentarnos a esta intención particular nos medimos cara a cara con el gran misterio del Bien y el Mal. Y tal vez resulte demasiado fácil pensar en una perpetua batalla entre Dios y el Diablo: el universo no puede estar sostenido por una dicotomía tan simple. Tal vez, si Dios existe, esté más allá del Bien y del Mal y no sea otra cosa que un poder definitivo al que la humanidad le interesa poco y nada. Tal vez Dios no esté de parte de nadie”.
Y aquí viene lo más interesante de todo: Burgess decidió tratar un tema tan profundo dentro de los lineamientos del best-seller entendiendo el best-seller como algo que puede llegar a ser noble y perfecto e iluminador 12. En la misma línea que novelas como Ragtime, de E. L. Doctorow, la Trilogía de Deptford, de Robertson Davies, Monstruos de buenas esperanzas, de Nicholas Mosley, el Cuarteto de Pyat, de Michael Moorcock, o Criptonomicón, de Neal Stephenson, Poderes terrenales lleva su Tema y su Dilema más allá de sus argumento y parece preguntarse: ¿puede algo que se supone bajo y vulgar como un best-seller acabar engendrando algo mucho más cercano a la pura y dura novela de ideas? La respuesta es sí.
El mismo Burgess se refirió durante la salida del libro a su look de american blockbuster 13 con portada rotunda y tipográfica y una foto del autor prolijamente despeinado –un “envase” donde cabía tanto la mafia como James Joyce, Hollywood y Mussolini– apuntando que era “más una parodia del género que la cosa verdadera” y señalaba ciertas dificultades que lo separaban de las novelas populares: ataque a la Iglesia, narrador homosexual y el Mal “no aparecía representado como una propiedad gloriosa al estilo de El exorcista o El bebé de Rosemary”. Aun así, el libro se contó entre los más exitosos de Burgess, fue candidato en Inglaterra al Booker Prize (que ese año acabó ganando William Golding por su Ritos de paso), fue seleccionado en los Estados Unidos por el Book of the Month Club y estuvo en las listas de los más vendidos durante meses en Francia 14 donde ganó el Prix du Meilleur Livre Etranger de 1981 con la bendición de Bernard Pivot desde su programa de televisión Apostrophes, donde calificó a Burgess como uno de los tres mejores novelistas europeos junto a Günther Grass y Alberto Moravia.
Colegas de prestigio no vacilaron en señalar sus méritos. Martin Amis explicó, ingenioso pero preciso, en las páginas del New York Book Review, que “hay dos clases de novela larga. Las novelas largas del primer tipo son novelas cortas que duran demasiado. Las novelas largas del segundo tipo son largas porque deben serlo, mereciéndose su amplitud por las exigencias que le hacen tanto al escritor como al lector. Poderes terrenales es una novela larga de la segunda clase, lo que la hace doblemente admirable... Una cruza entre Herman Wouk y Saul Bellow”.15
William Boyd –quien también definió, con afectuosa ironía, sus dos volúmenes de autobiografía como “entre las mejores novelas de Burgess”– la sintetizó como “su obra maestra, y es que cuesta discutir con su inmenso y confiado brío”.
Malcolm Bradbury escribió que “se las arregla para amalgamar la historia literaria, social y moral del siglo con riqueza cómica y sabiduría enciclopédica”.
George Steiner proclamó que “el mundo es un sitio más brillante con la llegada de Poderes terrenales, un festín de aliento imaginativo e inteligencia que eleva nuestra idea de la ficción”.
Y la crítica no dudó en unirse a la fiesta señalándola como la obra más consistente y gratificante del autor hasta la fecha.
Burgess volvería al tema de la Fe y de la Historia en libros posteriores como El fin de las noticias del mundo (de 1983, que puede leerse como un depósito posmoderno de materiales y preocupaciones descartadas de Poderes terrenales), El reino de los réprobos (de 1985, repasando de manera poco reverente los turbulentos inicios del cristianismo) y Cualquier hierro viejo (1989, suerte de saga familiar condensada donde el objeto de adoración y culto es la mítica espada Excalibur del rey Arturo).
Pero, otra vez, lo del principio: nunca costó menos creer y nunca se cree tanto en Anthony Burgess como en Poderes terrenales.
SEIS Y tratando este libro sobre la ambigua naturaleza de lo milagroso no estará mal cerrar con un último apunte sobre el milagro de la vida y obra de Burgess.
Porque –la historia es conocida– Burgess también fue víctima y beneficiario de un portento no del todo fácil de explicar.
Fue en Borneo, en 1958, donde Burgess perdió el sentido mientras impartía una clase de historia (el tema eran las consecuencias de la revolucionaria Boston Tea Party) en un aula del Sultan Omar Ali Saifuddi College. Se le diagnosticó un tumor cerebral inoperable, se le dijo que le quedaba cuando mucho un año de vida. Por lo que Burgess se puso a escribir desenfrenadamente para poder dejarle algo –derechos de autor– como herencia a su esposa. Burgess sobrevivió; su esposa murió de cirrosis una década después y de ahí, a partir de entonces, la prolífica velocidad que ya nunca cesaría.
Los biógrafos de Burgess posteriormente afirmaron que el episodio nunca tuvo lugar (o que la debacle física se debió a agotamiento y demasiada bebida), que jamás se diagnosticó un tumor o se puso fecha alguna de vencimiento y que, una vez más, todo fue producto de la irrefrenable mitomanía de un hombre al que se le ocurrían demasiadas historias, todas buenas.
No importa, qué importa.
Lo que sí importa es que Anthony Burgess sobreviviera o viviera para escribir novelas como Poderes terrenales.
Si les debemos semejante placer y privilegio al Dios o al Diablo tampoco preocupa demasiado.
Sea quien fuera, bendito o maldito, a quien corresponda: muchas gracias por este milagro.

1.Otras opciones descartadas –así se la menciona en entrevistas y en cartas– fueron Los instrumentos de las tinieblas, El príncipe de los poderes del aire, Poder absoluto y Poder eterno. En confianza, Burgess se refería a ella como La novela del Papa o Novela Número 20.

2.A saber, como apuntó en su momento John Leonard en The New York Times: “La comida, la música, la lingüística, James Joyce, Dante, William Shakespeare, el Lejano Oriente, la cultura mediterránea y las películas”.

3.El libro le llevó unos seis años, todo un record de lentitud para él, escribiendo en rachas de tres o cuatro páginas diarias.

4.Advertencia pertinente: A partir de este punto se comentan y anticipan varios momentos del argumento del libro, por lo que el lector quizá prefiera detenerse aquí y regresar a esta introducción una vez concluida la lectura de la novela.

5.Escritor al que Burgess admiraba por sus relatos calificándolos como “lo más cercano que tenemos en nuestro idioma a los contes de Maupassant”. Algunos críticos han querido detectar en Toomey, también, algunos toques de E. M. Forster, Norman Douglas, P. G. Woodhouse y Graham Greene, este último protagonista de una agria polémica con Burgess por cuestiones religiosas y literarias.

6.Por citar tan sólo uno de los muchos guiños más o menos cómplices, la dirección de la casa de Toomey en Malta se corresponde con la de la casa donde vivió Burgess. Y está claro que el inculto director de cine Labrick o Lubrick no es otra cosa que un dardo envenenado lanzado a Stanley Kubrick, responsable de la adaptación cinematográfica de La naranja mecánica y a quien Burgess consideró un traidor por dejarlo solo cuando tuvo lugar la violenta polémica por la película en cuestión.

7.No es casual que, en las páginas de su autobiografía dedicadas a Poderes terrenales, Burgess mencione como influencia directa a El buen soldado de Ford Madox Ford: acaso la novela paradigmática y más perfecta sobre el narrador como entidad ambigua.

8.En su The Real Life of Anthony Burgess (2005) Andrew Biswell se refiere así a Poderes terrenales: “Abarcando más de ochenta años, Poderes terrenales es un sombrío catálogo de los horrores del siglo XX desparramados por Inglaterra, Estados Unidos, Malta, Italia, Francia, Alemania, Mónaco, Malasia, Australia y Africa. Entro otras cuestiones, esta novela vasta y energética se ocupa del auge y caída del modernismo, el fracaso de la religión ortodoxa, los cultos suicidas, las blasfemias, la pornografía, la apostasía, la teología, los milagros, el Holocausto, el canibalismo y el persistente problema del Mal”.

9.Apreciada en la actualidad, como parte de un género hoy saturado por códices, catedrales y afines, Poderes terrenales permite también –en perspectiva– una reflexión sobre la decadencia de la literatura popular y lo que se supone debe o debería ser un divertimento inteligente. Leída y disfrutada esta novela de Burgess, se admira la dificultad superada y el talento certificado para crear un producto “mixto” –donde la diversión no esté reñida con la reflexión– y se comprende que toda teoría sobre la crisis de la literatura es un despropósito. La literatura nunca ha estado en crisis –basta buscarla para encontrarla–; lo que sí está en crisis es el best-seller, la edición de best-sellers y, especialmente, el lector de best-sellers.

10.En una ocasión, interrogado acerca de su método de trabajo, Burgess respondió: “Empiezo por el principio, llego al final, y entonces me detengo”. Su objetivo era escribir –sin feriados ni vacaciones– un mínimo de 1000 palabras al día y su hora favorita del día era la tarde “ya que la mente inconsciente tiene el hábito de hacer valer sus derechos por la tarde. La mañana es un tiempo consciente, pero la tarde es una hora en la que deberíamos tratar mucho más con el interior de la conciencia”.

11.Para una condensación de las preocupaciones religiosas de la novela, el lector hará bien en detenerse en el capítulo 44 de Poderes terrenales donde Toomey lee el borrador de un tratado teológico firmado por el futuro Papa.

12.Se trataba de un viejo proyecto de Burgess, quien ya había prometido escribir una “gran novela” –los ochenta y un capítulos del libro parecen reflejar los ochenta y un años del narrador– sobre el papado desde la finalización de Sinfonía napoleónica en 1973. La idea de hacer algo con un “villano papal” ya aparece en una carta del 11 de septiembre de 1970 y en un mensaje a los lectores del Times Literary Supplement publicado en marzo de 1973, Burgess comunicaba que ya tenía las primeras cuarenta páginas.

13.La novela recibió un trato acorde con las intenciones de su autor: Michael Korda –editor en Simon and Schuster– pagó un adelanto de 275.000 dólares y se imprimieron 100.000 ejemplares. La paga en la madre patria fue más modesta: Hutchinson desembolsó 40.000 libras esterlinas.

14.George Belmont, editor de Burgess en Editions Laffont, le envió al escritor un telegrama donde se leía: “Siempre supe que sería tu Ulysses”.

15.En un mundo perfecto o, por lo menos, más justo, Poderes terrenales sería también una de esas perfectas miniseries producidas por la cadena HBO.

Entrevista > Enrique Masllorens: La Joven Guardia, la política, los ’70 y el rock
El extraño de pelo blanco
Enrique Masllorens fue, junto a Roque Narvaja, uno de los integrantes de La Joven Guardia: juntos alcanzaron el éxito con “El extraño de pelo largo”, juntos quisieron politizar su música acorde a los tiempos, juntos terminaron dejando el grupo y, finalmente, juntos fueron ignorados por la Historia del Rock en favor de grupos como Los Gatos, a los que no tenían tanto que envidiarles. A raíz de la nota sobre “Bombita Rodríguez, el Palito Ortega montonero”, publicada el domingo pasado en Radar, Masllorens decidió hablar después de todos estos años.
Por Diego Fischerman

“Me quedé pensando que si hubiéramos hecho lo de Bombita Rodríguez, por ahí hubiera sido otra la historia”, dice. “Cuando endurecimos las letras, también endurecimos la música. Si hubiéramos mantenido el mismo tipo de melodías, por ahí éramos los auténticos Bombita.” Quien reflexiona es Enrique Masllorens, bajista y uno de los letristas de La Joven Guardia, el grupo que hace cuarenta años grabó “El extraño de pelo largo”, uno de los temas más exitosos de la historia, versionado entre otros por Los Violadores y por Los Enanitos Verdes, además de canción principal y título de una película protagonizada por Litto Nebbia. Pero La Joven Guardia fue, también, el grupo que en 1971 probó un camino que lo llevó al fracaso y que ningún otro siguió: el rock progresivo con letras “politizadas”. Masllorens había empezado a militar, cuenta, y eso al grupo –salvo a su cantante y guitarrista, Roque Narvaja– no le gustaba. Nada funcionó como se esperaba. El bajista se fue del cuarteto y formó un trío llamado Cuero junto al guitarrista Nacho Smilari, que había tocado en Vox Dei y antes en La Barra de Chocolate, con el ya por entonces mítico Pajarito Zaguri. La Joven Guardia, donde lo reemplazó Vitico, volvió por sus fueros con “La reina de la canción”. Después no hubo más música. O sí: canciones institucionales para campañas del gobierno electo en 1973. Y, luego, durante la última dictadura, un semianonimato, casi escondido en Mar del Plata. Hoy, Masllorens es subgerente de relaciones institucionales de Canal 7, el canal donde vio la luz el notable personaje de Capusotto al que hace referencia.
“Había alguien que regía todos los destinos en ese entonces y que se llamaba Daniel Ripoll, que dirigía la revista Pelo. Y a nosotros rápidamente nos encasillaron como ‘grupo comercial’”, recuerda Masllorens. “Es cierto que eran épocas en que las cosas estaban de un lado o del otro. No había mucho lugar para las medias tintas. Estar en una barricada o en la otra formaba parte de la cultura de fines de los ’60 y comienzos de los ’70. Pero nosotros éramos un grupo que en vivo no sólo tocaba temas nuestros sino que hacíamos cosas de Led Zeppelin, Los Rolling Stones y Los Beatles. Y de repente nos encontramos con un éxito absolutamente inesperado, con un tema que originalmente iba a ser el lado B de un simple. Lo habíamos grabado a finales del ’68 (en el mismo sello, RCA, y casi al mismo tiempo que Almendra registró su primer simple, con “Tema de Pototo” y “El mundo entre las manos”), en el verano estuvimos actuando en Mar del Plata a cambio de una pieza de pensión y un almuerzo y cuando volvimos nos encontramos con programas especiales en Canal 13 y cosas por el estilo. Los que componían en el grupo, al principio, eran Roque y Félix Pando, el tecladista. Yo entré al grupo unos meses después. Le pasé unos acordes y una idea de melodía a Roque y él volvió al día siguiente con la letra de ‘El extraño’. En ese momento, Roque tenía 17 años. Y todavía sigo cobrando derechos por ese tema, cuarenta años después. Yo después cometí ‘La extraña de las botas rosas’, junto a Félix, para seguir montados en ese éxito, y también vendió un montón, ayudado porque la usaron en una publicidad de Coca Cola, que era un corto bellísimo, que habíamos filmado en la Ciudad de los Niños, en La Plata, con dirección de Luis Puenzo. Después empezaron los proyectos distintos; yo empecé a militar y eso, al final, hizo que me fuera del grupo. Las realidades de cada uno de nosotros eran totalmente diferentes y, aunque con Roque manejábamos bastante lo que pasaba, terminó habiendo muchos conflictos. Entre otras cosas porque cuando salió el disco con ‘Los corderos engañados’ y ‘Fuerza para vivir’ no vendió nada. Es decir, nada para lo que se vendía en esa época: apenas 30.000 o 40.000 discos”.
Mallorens tocando en Río Cuarto, 1970.
Masllorens deja traslucir una cierta tristeza. “La Joven Guardia tocaba bien, cosa que muchos grupos progresivos no hacían. Y la mayoría de los grupos comerciales ni siquiera tocaba. Los que grababan eran sesionistas profesionales. Pero no había ninguna consideración acerca de si tocábamos bien o mal. Era una época un poco cruel. En ese entonces, un grupo como los Babasónicos, que ahora tocan de los más tranquilos, hubiera sido tildado de comercial. De hecho, a nosotros no nos dejaron participar en el primer BArock por ese motivo”. Y algo de eso es cierto: La Joven Guardia utilizaba armonías que se escapaban de lo más estandarizado, incluía modulaciones –lo que era bastante inusual en el campo de la canción pop–, se escuchaba allí un bajo en primer plano que no tocaba sólo las notas fundamentales de los acordes y que frecuentemente presentaba los riffs de los temas, cumpliendo una función rítmica de peso, la voz de Narvaja, más bien áspera, se alejaba del modelo juvenil aceptado y, en última instancia, el extraño de pelo largo era un tipo social registrado con bastante más sensibilidad por el contexto que la que era habitual en el género. Otros, como Los Gatos, a los que la historia premió con un lugar más prestigioso, no eran mucho mejores. Aun si la discusión se centrara en los términos de esa época, “Seremos amigos” o “Viento, dile a la lluvia” no eran más vanguardistas y menos comerciales que “El extraño...”. Como para rubricar una cierta pertenencia, Masllorens dice: “Eramos muy amigos de los integrantes de Manal, nos prestábamos equipos”. Y es que las divisiones eran mucho menos tajantes que las que terminaron predominando. En el Festival de la Primavera de 1969, organizado por la revista Pin-Up, el cierre había estado a cargo de un “supergrupo” integrado por miembros de Almendra, Manal, Los In, la Nueva Conexión No. 5 y La Barra de Chocolate. Y, en todo caso, algunas de esas divisiones pasaban por otro lado. Por ejemplo, la clase social. La mayoría de los grupos se formaban en las escuelas privadas (Los In, por ejemplo, provenían del Belgrano Day School, a donde habían ido los hermanos Green, y Almendra del San Román). Masllorens no duda en catalogar a los integrantes de su grupo como “de clase media alta”. Los equipos y los instrumentos eran caros y no eran muchos los que, a los 17 o 18 años, tenían la posibilidad de adquirirlos. Y también eran caros los discos importados, que era la única manera de escuchar a grupos como Zeppelin, Cream, Traffic o Jethro Tull en la época en que comenzaron sus carreras. Aquí es donde Capusotto nuevamente acierta, al señalar un mundo de rebeldías juveniles patrocinadas por la manutención económica de los padres. “En ese sentido creo que fue valiente lo de Félix Pando. El venía de una familia realmente oligarca, ligada a bancos y cosas por el estilo, que se oponía absolutamente a que se dedicara a la música. Para él, integrar La Joven Guardia fue un verdadero acto de rebeldía. Ahora vive en Miami y produce discos para perros y para gatos. Mezcla músicas medio new age con ladridos y maullidos y eso lo compran los yanquis para dejárselo puesto a sus mascotas cuando salen de viaje”. Y hay otra paradoja que en general pasa desapercibida. Todo ese proyecto que después terminó llamándose “rock nacional” y que tuvo al productor Ricardo Alejandro Kleinman como uno de sus impulsores visionarios, estuvo pensado para un público que jamás lo consumió. Las clases más o menos altas, de las que provenían los músicos, dejaron de escucharlos en el mismo momento en que éstos comenzaron a cantar en castellano. Los oyentes con los que insospechadamente se encontraron provenían, en cambio, de sectores sociales mucho menos acomodados.
El pelo era una cuestión de Estado. Gobernaba Onganía y se ordenaba cortarlo “a la fuerza en un coiffeur de seccional”, como cantaron Pedro y Pablo en “Yo vivo en una ciudad”. Pero la película El extraño de pelo largo tenía que filmarse, aunque se necesitara para ello de una dispensa especial: abajo, la certificación de que estaban filmando El extraño... para que la policía no los detuviera o cortara el pelo (incluía fecha de vencimiento). Incidentalmente, el grupo no cobró nada por el título. El productor se lo explicó con claridad a Masllorens: “Mirá pibe, ustedes lo tienen registrado como canción, yo ya lo regitré hace varios meses como tíitulo para película”.
“Había otra división de la que no se hablaba y que era la que separaba a los que eran hippies de los que no lo éramos. Cuando a mí me puteaban en la calle por el pelo largo yo me quería pelear. Era calentón. Lo de Amor y paz no era para mí”, aclara Masllorens. En efecto, sus letras se metían con algunos de esos tópicos que pasaban desapercibidos al conjunto de la “música beat” de entonces. En “Los corderos engañados” coloca al signo de la paz como uno de los instrumentos que el “águila del Norte” entrega al lobo para que domine sin problema a los corderos adormecidos. “Tal vez la letra más dura era ‘Rajá de acá’, que habíamos grabado antes; era un rock’n roll muy cuadrado y el estribillo decía: ‘No quiero vivir, quiero morir, me quiero reventar, sin elegir quién va a mandar, no puedo continuar’. Era el ‘71, estábamos en una dictadura, faltaban todavía dos años para las elecciones y era una apelación bastante rara para el rock, para la canción beat o para lo que lo que sea, se llamara cuando se llamara”.
La transmisión radial de “Rajá de acá” llegó a prohibirse en Córdoba. Pero, entre los colegas, no hubo ningún registro. Ningún comentario. La Joven Guardia seguía siendo, para siempre, el grupo de “El extraño de pelo largo”. Y el rock contaba sus historias, tan alejadas de la Historia. “Salvo en algunos casos, como los de Pedro y Pablo, que tampoco estaban demasiado identificados con el rock, o Manal, no había demasiadas intenciones de conectar las canciones con un registro de la realidad, a pesar de que estábamos viviendo una época de mucha efervescencia. Incluso, si había un abordaje a algo de la realidad social siempre se trataba de evitar involucrarse directamente con algún partido o comprometerse con alguna postura particular. Era como si se quisiera mantener una especie de lugar que no se contaminara con las cosas concretas. A mí me pasó que cuando me involucré en las elecciones del Sindicato del músico, y las ganamos, con una alianza que se había hecho con gente del Partido Comunista, donde había mucha gente del jazz, después resultó que los músicos de rock jamás se acercaban. Apenas Litto Nebbia o Gustavo Santaolalla... Ese agujero es realmente significativo, cosa que no pasó con el folklore. En ese sentido, los uruguayos tuvieron mucho más canciones comprometidas con la realidad. Aquí, después del ’73, Roque, con discos como Octubre o Chimango, y Pedro y Pablo –en Conesa toca Roque Narvaja, justamente– fueron los únicos, creo. El rock nunca tuvo esa historia de resistencia que le inventaron. Si hubiera sido así no hubiera podido seguir; no se hubiera terminado convirtiendo en la música oficial durante la guerra de las Malvinas. A los militantes los perseguían y a los músicos y el público de rock los perseguían, por lo menos hasta Malvinas. Pero los perseguían por cuestiones muy diferentes”.
Radar 25/05/08
Yo soy otros
Si había alguien que, al filmar una película sobre Bob Dylan, primero sorprende y enseguida resulta el candidato evidente, ése es Todd Haynes. Ya con Superstar (1987), sobre la anorexia de Karen Carpenter interpretada por muñecas Barbies, había mostrado su capacidad para representar lo complejo de una manera contundente y a la vez sensible. Con Velvet Goldmine (1998) expuso con glamour y crudeza el ascenso de una estrella similar a David Bowie. Ahora, con I’m Not There se atreve a su película más arriesgada: seis actores diferentes en el mismo papel para desmontar las mil formas que toma, en el siglo XX, un mito como el de Dylan.
Por Rodrigo Fresán






I’m not there se estrena en Buenos Aires el 5 de junio.



Brooklyn comiendo con el novelista inglés Wesley Stace (más y mejor conocido como el songwriter británico John Wesley Harding) y, como cada vez que nos encontramos, acabamos o empezamos hablando de Bob Dylan.
Hoy, Stace me cuenta flamantes anécdotas de His Bobness (cortesía de su muy buen amigo Tony Garnier, eterno bajista de Mr. Dylan) y yo le cuento que Dylan ha sido contratado como tótem/identidad de la exposición mundial de Zaragoza cuyo tema es el agua como elemento precioso y redentor (y nos reímos, porque si alguien ha escrito muchas, demasiadas canciones sobre el poder destructivo del agua, bueno, ese alguien es Dylan).
Entonces, esto es verdad, entra un tipo al restaurante: lo vemos de espaldas, es bajo y delgado aunque parece exudar un tenso vigor, camina dando saltitos, está vestido de cowboy, con uno de esos trajes grises como los que se ponía Hank Williams para sus galas en el Grand Ole Opry de Nashville y lleva un sombrero stetson. Es decir: está vestido de Dylan (el Dylan de estos primitivos tiempos modernos en los que vivimos) y se mueve igual que Dylan y tiene la altura y complexión de Dylan. Stace y yo nos quedamos sin palabras y esperamos a que se voltee y se da vuelta y, claro, no es Dylan. Pero de algún modo es como si lo fuera. El tipo tiene unos sesenta y cinco años y se sienta en la mesa de al lado a la nuestra y no se quita el sombrero y –juro que es cierto– llama a la camarera y pide un bourbon con la voz y la dicción de Dylan. Ahí, entonces, queda claro que el hombre no es Dylan pero que –con tantas ganas de serlo– probablemente sea más Dylan que Dylan. No es el primero y tampoco será el último y el quid de la cuestión es que nadie sabrá nunca cómo es Dylan realmente porque Dylan se ha encargado de que así sea: de que su anguloso y claro perfil se nuble y se difumine en tantos frentes.





Los múltiples alias que Haynes crea para intentar atrapar las mil facetas de Dylan.


Así, desde la próxima biografía de Dylan hasta el siguiente documental sobre Dylan se ocuparán, siempre, apenas de la punta de la punta del iceberg y está bien que así sea. Fue Dylan quien alguna vez dijo aquello de “Gracias a Dios que yo no soy yo” y –Stace me pregunta si la vi; le respondo que no aún, que voy a comprarme el DVD en el primer Barnes & Noble con el que me cruce– vuelve a decirlo en I’m Not There, la película sobre algunos de los incontables Bob Dylan que andan dando vueltas por ahí, aquí o allá, ahora o entonces, en el escenario de esta noche. O en esa calle de Greenwich Village de aquella mañana de 1963 (le pregunto a Stace si la leyó, me responde que todavía no y que se la va a comprar en el primer Barnes & Noble con el que se cruce) inmortalizada para siempre en la tapa de un disco histórico llamado The Freewheelin’ Bob Dylan y ahora recuperada (mismo lugar y sesión, distinta fotografía, unos pasos más adelante y más cerca de la cámara por el pavimento nevado) en la portada de A Freewheelin’ Time: A Memoir of Greenwich Village in the Sixties. Autobiografía firmada por Suze Rotolo, la mujer que alguna vez fue la chica colgada del brazo de ese chico al que casi nadie conocía por entonces pero ya listo para, flotando en el viento, ser conocido por todos y ser muchos pero nunca –aunque se lo impusieran y reclamasen– ser la respuesta que estaba esperando toda una era.

SALIR EN LA FOTO
Y la historia la cuenta Suze Rotolo en unas pocas líneas, en la página 214 de su libro. Allí, dice que la foto fue una casualidad, que jamás pensó que iba a ser la tapa del disco (el fotógrafo, Don Hunstein, las tomó para regalárselas a la pareja luego de sacar varias a Dylan en su pequeño departamento del Village que, supuestamente, irían a la portada), que Dylan eligió su ropa muy cuidadosamente (la chaqueta no servía de nada con el frío que hacía, pero a Dylan le gustaba mucho cómo se le veía) y que allí fueron, felices, a recorrer Jones Street. Rotolo cuenta también que Dylan no tenía poder de decisión, que eligieron la foto en la Columbia, pero que estaba contento. Y ella también. Y eso es todo. Pero es apenas alguna de las cosas que Rotolo cuenta en A Freewheelin’ Time, cuyo primer manuscrito, se rumorea, fue rechazado por el editor porque no incluía “suficiente Dylan”. Porque el libro de Rotolo no quiso ni quiere conformarse con un “yo estuve ahí al lado de él” sino, además, pintar una aldea y un tiempo y un sentimiento y una forma de ver y de hacer las cosas. De algún modo, A Freewheelin’ Time funciona igual y es casi una continuación espiritual y cronológica del Personajes secundarios de Joyce Johnson: clásica memoir beatnik-femenina (al fin, recientemente traducida por Libros del Asteroide en España) y no es casual que el libro de Rotolo tenga en su contratapa un admirado y cómplice blurb y elogio de la veterana Johnston: no es cierto que las chicas sólo quieran divertirse; las chicas también quieren contar su versión del asunto y Rotolo lo hace con gracia, cariño y, de tanto en tanto, unas ácidas gotas no de rencor pero sí de impotencia al saberse convertida en nota al pie y pie de foto de una leyenda. “Dylan se convirtió en un elefante dentro de mi habitación”, escribe graciosa y con gracia en la sentida introducción donde explica sus motivos para no recordar en público hasta ahora que tiene 64, proceso que inició empujada por su aparición en el documental No Direction Home, de Martin Scorsese.
Y La Foto ha crecido con el correr de los años a artefacto arquetípico y paradigmatico de la postal de enamorados y no faltan parejitas –incluyendo a los ya pasados Cruise & Cruz para una página de Vanity Fair y un puñado de fotogramas de Vanilla Sky– que, día a día, se den una vuelta por Jones Street y jueguen a posar su amor como si los tiempos no hubieran cambiado y no fueran a cambiar nunca. Y el libro de Rotolo –por encima y más allá del fragor de un época interminable– también cuenta eso: una preciosa love story con chico del interior llegando en 1961 y con veinte años a la gran ciudad decidido a conquistarla y, de paso, conquistar a chica de diecisiete progre e hija de intelectuales. El chico es una esponja vampírica que necesita saberlo y probarlo todo y la chica –bien conectada con el ambiente, diseñadora de escenografías para teatro de vanguardia, princesa codiciada por más de un bohemio y no tanto– le administra dosis de Picasso, Bertolt Brecht, Arthur Rimbaud, Brendan Behan y lo presentaba a los dueños de los clubs donde por las noches hacían lo suyo gente como Victoria Spivey y Dave Van Ronk y John Lee Hooker mientras, a su alrededor, vivía y crecía el número de “gente que sabía en sus almas que no pertenecían al sitio del que venían” y Greenwich Village recibiéndolos como una especie de Shangri-La y Xanadú y Oz.
A Freewheelin’ Time –citando cartas y entradas en diarios– sigue el curso de un amor con un inmejorable telón de fondo y revisa todo aquello que Dylan fue poniendo en canciones como “Don’t Think Twice, It’s All Rigth”, “Boots of Spanish Leather”, “One Too Many Mornings” y “Ballad in Plain D”: el modo en que la madre de Rotolo desconfía del muchacho, la manera en que obliga a su hija a viajar a Italia para poner un poco de distancia, la tormentosa relación con la hermana de la enamorada, el final. Rotolo relata también –con una mezcla de admiración, asombro y temor– el modo en que Bob Dylan se va creando a sí mismo y el desconcierto y dolor que sintió cuando, al caérsele su tarjeta de enrolamiento, descubrió que su verdadero nombre era Robert Allen Zimmerman, la llegada y entrada en cuadro de la voraz Joan Baez, la certeza de saber que “no podía manejar todo eso de vivir un escalón más cerca de Dios que los demás y de saberme apreciada por mi cercanía al final del arcoiris”, el embarazo y el rechazo de oferta de matrimonio y el aborto, y las notas garrapateadas en el cuaderno del adiós: “Creo en su genialidad pero no necesariamente en que él haga las cosas bien. ¿Pero en dónde está escrito que se deben hacer las cosas de la manera correcta para conseguir una gran obra para este mundo?”.
En I’m Not There, film-rompecabezas de Todd Haynes, Suze Rotolo –quien en una página de su libro apunta que “el público de Dylan, sus fans y seguidores, lo crean a su propia imagen. Esperan que sea lo que interpretan que es”– aparece, con el rostro de Charlotte Gainsbourg, reconvertida en Claire: mezcla de Rotolo y de la futura Mrs. Sarah Dylan, como esposa de Robbie Clark (Heath Ledger), un actor à la Dean Brando Pacino (notar el poster de Calico parafraseando al de Serpico) célebre por su rol en la biopic titulada Grain of Sand, donde se cuenta la llegada al Greenwich Village y triunfo del cantor de protesta Jack Rollins (Christian Bale), quien más tarde, al dejar todo eso, se rebautizaría como el cristiano renacido Pastor John.
Suena complicado pero en realidad no lo es tanto.
Hay que experimentarlo para entenderlo.
Pasen y véanlo.
Ahí está él aunque diga que no está.

HACERSE LA PELICULA
La cosa fue así: Haynes contactó a Jeff Rosen (mano derecha de Dylan) y a Jesse Dylan (hijo que se dedica al cine), les comentó su proyecto y a Rosen le interesó la idea de una biopic poco ortodoxa que –Haynes dixit– no se limitará a compaginar linealmente “partes conocidas de una vida con partes menos conocidas”. Y el director envió sus películas filmadas hasta la fecha. Y el cantautor las vio en la carretera. Y el director recibió el mensaje desde lo más alto donde se le pedía que redactara su idea en “no más de una página”. Y –tanto Rosen como Dylan Jr.– le recomendaron que jamás utilizara la palabra genio o la frase “voz de una generación”.
Así que Haynes se sentó a escribir y comenzó con una cita de Rimbaud: “Yo es otro”. Haynes envió su propuesta y, para el verano del 2000, recibió el ok y los que quieran saber cómo continuó la complicada historia de lo que para muchos será una película complicada y el modo en que traba y trabaja la industria ir a al site de The New York Times y leer el largo artículo “This Is Not a Dylan Movie”, por Robert Sullivan, 7 de octubre del 2007.
I’m Not There –la mejor película sobre Bob Dylan jamás filmada hasta la fecha– empieza con una muerte de un Dylan (o de Jude Quinn) que nunca tuvo lugar pero que pudo haber sucedido, en otro pliegue de este mismo mundo, por un accidente de moto o como consecuencia de un huracán de pastillas. Allí está el cuerpo de Jude Quinn (que es el cuerpo de Bob Dylan y de una formidable Cate Blanchett, ganadora del Golden Globe y del premio a mejor actriz en el Festival de Venecia ’07 y quien, como me dijo Patricio Pron, por fin hace posible que Dylan, además, nos caliente) tendido sobre la camilla de una morgue mientras la voz ominosa de Kris Kristofferson derrama palabras funerales.
Y esto es sólo el principio de 135 minutos inolvidables.
Una verdadera fiesta de guiños y referencias y de mensajes encriptados y alusiones subliminales para dylanitas y dylaneros y dylanoides (sin por eso, con perversión dylaniana, negarse el placer de burlarse un poco/bastante/mucho de todos ellos y de su compulsión decodificadora) y un festival para todos los que aprecien el buen cine y así lo rubricaron numerosos medios periodísticos al incluirla sin esfuerzo en las listas de lo mejor del 2007.
I’m Not There es una especie de 8 1/2 dylanizado. Algo que ahora parece vanguardista pero que en algún momento –los años ’60– era cosa rara a la vez que corriente cuando el celuloide necesitaba contar grandes historias de maneras diferentes. Así, como Dylan, un producto clásico y moderno con diferentes texturas y colores y formatos cuyo principal acierto reside en estar “compuesto” del mismo modo en que Dylan compone sus canciones a partir de fragmentos frenéticos a la busca de su sitio exacto en el puzzle de una letra y música. Pero lo más importante y admirable tal vez esté en que I’m Not There –en su personal y experimental modo de pintar el retrato, en su manera de reírse de las oscarizadas biopics parodiadas aquí en una cáustica escena de la apócrifa Grain of Sand– sea la más fiel aproximación a Dylan jamás intentada por alguien que no sea Dylan. Una precisa foto movida donde varios actores –los ya citados Bale y Blanchett y Ledger más Ben Whisaw, Marcus Carl Franklin y Richard Gere; Adrien Brody y Colin Farrell abandonaron el proyecto al prolongarse demasiado los tiempos de la preproducción– invocan el fantasma de la electricidad en los huesos de sus rostros y consiguen algo fascinante. Dylan desmontado en diferentes facetas transmitidas como desde otra dimensión que incluyen a un soberbio actor de moda, un songwriter súbitamente electrificado por su propia leyenda y la incomprensión de sus seguidores, un niño negro mitómano que exige ser llamado Woody Guthrie mientras desesperadamente imita la vida de su ídolo, un Arthur Rimbaud respondiendo con versos propios y ajenos a un interrogatorio de comisaría, un envejecido Billy The Kid que jamás murió listo para un último duelo con Pat Garret, que también responde al nombre de un perseguidor Mr. Jones, y un hombre que ve la luz de Dios (un séptimo Dylan, Charlie, el que narra Rotolo en su libro fue descartado antes de comenzar a filmar; por lo que no aparece entre los numerosos extras del indispensable DVD recién aparecido en USA incluyendo escenas eliminadas, comentarios de Haynes y un delicado homenaje a Ledger con “Tomorrow is a Long Time” sonando al fondo). Todos ellos rodeados por versiones de Allen Ginsberg y Joan Baez (perfecta Julianne Moore) y Pete Seeger y Judy Collins/María Muldaur/Etc. (Kim “Sonic Youth” Gordon) y Edie Sedgwick (que aquí se llama Coco Rivington) y Albert Grossman y Peter Orlovsky y –en un momento genial y desopilante– unos Beatles, al fondo, saltarines y acelerados y richarlesterizados y a no olvidarse de las perfectas e infieles falsificaciones de los turbulentos shows de Newport & Manchester.
Así, I’m Not There es un festival de alias sobre alguien que suele hospedarse en los hoteles de sus giras como Jim Nasium. Una película no tanto sobre Dylan sino sobre el efecto que Dylan produce. I’m Not There no busca demostrar a Dylan pero acaba encontrando la mejor manera de demostrarlo.
Y Haynes –quien demoró cinco años en reunir los 20.000.000 de dólares de presupuesto y no consiguió distribuidor sino después de golpear muchas puertas– ya se había arrimado al mondo pop con Superstar (1987, polémico cortometraje sobre Karen Carpenter y su anorexia “interpretado” por muñecas Barbie) e intentado algo similar con la atmósfera Glam & Bowie & Iggy & Ziggy en Velvet Goldmine (1998), que no le gustó para nada a David B., cosa comprensible (negó el uso de sus canciones) porque lo que allí se mostraba/denunciaba era la adicta compulsiva transgresión de exhibicionistas patológicos. Mientras que en I’m Not There, ya desde el título, lo que se revela es la inasible ausencia de una contundente presencia. I’m Not There –que no está basada en la vida de Dylan sino “inspirada por” la vida o las vidas de Dylan– no resuelve el enigma de Dylan sino que potencia su misterio. Y si en su meritorio y multiestelar soundtrack, al final, Dylan aparecía como un espectro justiciero entonando la canción del título (hasta ahora bootleg y, por error de la discográfica, su master en exclusiva propiedad de Neil Young) para poner a las cosas y a los versionadores de lo suyo en su sitio con una mezcla de caricia y bofetada, en la película, cuando por fin lo vemos en el último minuto, lentísimo fundido a negro y primer plano y solo de armónica de, creo, “Mr. Tambourine Man”, Dylan (el primero y el único, y estoy seguro de que le encantó esta película que se parece tanto a las películas que él quiso hacer pero que nuca le salen bien del todo) se materializa para bendecir todo el asunto sin decir palabra.
Y después, claro, volver a desaparecer.
Y al lado nuestro –en Brooklyn, lugar que se menciona en una canción titulada “Joey”– el replicante Bob Dylan N. 1.098.567 Serie Nexus 6 –un Bob Dylan que no aparece en I’m Not There pero que es como si estuviera allí, arrastrándonos a todos hacia el agujero blanco de una pantalla de cine– pide otro bourbon con voz de Bob Dylan.





Ninguna Boba
Por Mariano Kairuz
Los premios Oscar suelen adolecer de un pequeño problema de timing: muchos lo reciben demasiado tarde, por una obra inferior a muchas otras que realizaron antes (Scorsese) o demasiado temprano, por lo que luego resulta haber sido apenas un destello fugaz (Angelina Jolie). Pero se puede decir que en el caso de Cate Blanchett llegó en el momento preciso y por las razones más justas: incluso si había deslumbrado con Elizabeth (la primera de sus tres nominaciones hasta ahora y la película que diez años atrás la hizo internacionalmente famosa), su primera proeza fue devolvernos brevemente a Katharine Hepburn. Oscar a mejor actriz de reparto entre un reparto (el de la menos que buena El aviador, de Scorsese) que provocaba vergüenza ajena a borbotones cada vez que alguien intentaba arrimarse al carisma y la imagen mítica de Errol Flynn (¿Jude Law?) o Ava Gardner (¿¿Kate Beckinsale??), Cate conseguía lo imposible, imitando un poco pero –sabiendo que Kathy Hepburn era básicamente inimitable– recreando mucho más: un espíritu, una energía, una velocidad. Esa conciencia de que algunas personas-personajes no pueden ser apresados en una composición, de que hay figuras que se resisten al retrato integral, es la que anima también a Jude Quinn, la porción de Dylan que compone Cate Blanchett en I’m Not There, y a la película misma. Una parte que da más que la suma del resto de las partes, y un procedimiento difícil de definir, pero que es el que, a esta altura está claro, ha permitido que a Cate Blanchett le creamos todo: cuando hace de la pálida, brillante y encorsetada reina virgen en el siglo XVI, tanto como cuando se convierte en la etérea reina de los elfos de la Tierra Media, o encarna a una más terrenal prostituta alemana en fuga de Berlín a fines de la Segunda Guerra. O, como ahora, que es Dylan y es al mismo tiempo, y en otra punta alejada del mismo universo, una perra asesina llegada del frío (con el nombre tan chica Bond mala de Irina Spalko) y dispuesta a pulverizar a Indiana Jones.


Cate Blanchett: Dios salve a la reina


Antes de Elizabeth la australiana de por entonces 28 años había hecho bastante teatro y apenas dos o tres películas en su país, un par de las cuales tuvieron distribución internacional. Hoy, once años y más de veinticinco películas después, está convertida en una verdadera superestrella, pero una de una belleza marciana –lejos del consumo adolescente de cine– que, asegura, no permite que sus personajes vean el mundo a través de su propio prisma moral. Cate puede ser gélida y lejanamente bella (Elizabeth, El Señor de los Anillos) o cotidiana e irresistible, como lo demuestra en dos de sus apariciones que no suelen ser de las más recordadas: esa escena de Vida bandida en la que baila poseída por la canción “Holding out for a Hero” cantada por Bonnie Tyler, en la cocina, pura energía asesina con su pelo naranja encendido y cuchillo en mano; y esa otra, en Escándalo, cuando se van a las manos ella –como Sheba, la profesora que se acuesta con su alumno adolescente– y Dame Judi Dench. Es tan buena que molesta un poco verla desperdiciarse en películas como Babel, y sólo nos queda lamentar que ahora, que es madre de tres, se haya vuelto a Australia y vaya a pasarse allá al menos tres años dirigiendo con su marido, el dramaturgo Andrew Upton, la Sydney Theater Company.
Aunque por ahora ella sí está, sigue ahí, más que nunca. Como con Katharine Hepburn, Cate logra otro pequeño milagro en una película a la que se acercó como quizás una pieza más pero de la que terminó convirtiéndose en su corazón. Ahí está, al principio de todo, como el cadáver del músico, la mitad de su cara y su melena asomando desde abajo de la pantalla, y el parecido es sorprendente. Su fracción de Dylan es la que corresponde a 1965, a Londres, a la pelea con su propia fama y con el periodismo; tal vez con el folk, y basta volver la vista atrás, a Don’t Look Back de Pennebaker para entender por qué Cate Blanchett. “Dylan en los ’60 fue muy valiente”, dice la actriz. “Lo admiro cuando dice: No les debo la verdad y de todas maneras la verdad no es algo estático, y ¿qué sé yo qué es lo que me motiva? Volví a ver la conferencia de prensa que dio en 1965 en San Francisco, y mientras lo veía pensaba: Te amo. Y aunque lo peor que puede hacer un actor es enamorarse del personaje al que está a punto de interpretar, no estoy interpretándolo a él. Haynes quería que yo habitara la silueta de Dylan en esos años, por eso quería que lo interpretara una mujer, porque era muy andrógino y ésa es la versión más icónica de su carrera musical. Si lo hubiera interpretado un hombre, el público lo hubiera visto de otra manera, mientras que así tienen la oportunidad de zambullirse en la extrañeza de lo que Dylan puede haber sido en ese momento, no por una manera particular de interpretarlo sino por el mero hecho de que soy una mujer.”
De su Jude Quinn, dijo la crítica Stephanie Zacharek en Salon.com: una actuación “hipnótica, la más poderosa, vibrante y neurótica, una presencia élfica sexualmente fascinante, una criatura mutante, un manojo de sensores entreabiertos al mundo y a medias resguardados de él. Con esa maraña de pelos interminable, es el corazón de la película. El Dylan de mediados de los ’60, golpeado por el rechazo, pero todavía no listo para cerrarse a su público; sus movimientos tienen la precisión y la meticulosa gracia de un teatro de sombras de Bali. Su Jude está casi siempre lista para hacer un chiste malicioso; es defensivo pero, también juguetón”. Mientras que Jim Hoberman, en un largo texto para el Village Voice de Nueva York en el que traza un recorrido por la larga y conflictiva, no siempre satisfactoria relación de Dylan con el cine, dice, por su parte: “Jude Quinn debe sentirse como un freak que sufre por un exceso de inteligencia y sentimiento; la soledad de estar siempre hablando por encima de las cabezas de la gente, la presión de ser el más inteligente, el más popular, cool, gracioso y talentoso de la habitación. Varios dijeron que mientras Velvet Goldmine atacaba a su camaleónico Bowie por traicionar a su público, I’m Not There reverencia a Dylan por sus metamorfosis existenciales”. Y, en su lista de los mejores actores de 2007 para la revista Esquire, Mike D’Angelo escribió que “Cate captura no sólo los amaneramientos adenoideos de Dylan sino también su ingobernable espíritu bromista, como disfrutando de alguna extraña broma privada. Una aproximación tan increíble al Dylan de Don’t Look Back que uno no puede menos que decepcionarse cada vez que la película vuelve a alguno de los otros pseudo Bobs tanto menos icónicos”.
Esa melena enjambrada, los anteojos y los cigarrillos (y las medias en los pantalones que, dice, la ayudaron “a caminar más como un hombre”) hacen al Dylan más dylanesco en imagen de la película, pero lo que importa no son todos esos accesorios, dice Haynes: “Durante el rodaje, cuando ella se sacaba los anteojos se ve todavía más como Dylan. No hay ocultamiento, es precisamente al revés: sólo revela algo más del interior de Cate”.
“La idea de interpretar a Dylan era tan absolutamente ridícula –dice Blanchett–, que por supuesto tuve que decir que sí. Sabía, como con Kathy, que podía terminar con mi carrera. Que estaba entrando en terreno sacro: hay mucha gente que se cree dueña de Kathy, de sus películas y de su persona. Y hay mucha gente que cree conocer a Dylan, aunque probablemente es más mercurial todavía de lo que era Hepburn. Pero conozco otra manera de trabajar que correr de frente hacia el fracaso. Creo que siempre es bueno abordar cosas que son más grandes que uno. Y luego simplemente tratar de escalarlas. Si uno sabe que va a fracasar, tiene que fracasar gloriosamente.”