sábado, 7 de enero de 2012

Franco Rinaldi-huesos de cristal










Ya se ha dicho bastante y parece ser una de esas cosas en las que todos estamos medianamente de acuerdo: una vez que lo ponemos en palabras, una vez impreso, poco y nada importa la veracidad de los hechos. Aunque el protagonista se llame Franco tal como su autor y también se haya ganado allá por el año 1992 el Premio Persona en la categoría Niño del Año. Tampoco importa que Franco, autor, tal como Franco, personaje, también padezca de osteogénesis imperfecta, una patología que hace que sus huesos tengan la resistencia de un vaso de cristal. Así, en la primera parte del libro, nos encontramos con un hombre que relata cómo es descubrir temprano toda la distancia que puede caber en un diminutivo, cómo su excesiva fragilidad ósea asusta y al mismo tiempo hace que la gente le asigne virtudes que él no está seguro de poseer. Transitando siempre en el límite peligroso entre el golpe bajo y la honestidad alejada de cualquier efectismo, si es que la verdad -como dijimos al comienzo-, en cualquiera de sus variantes, forma parte de algún tipo de literatura. Franco además nos cuenta de su amor por las mujeres. Franco coge y mucho. Franco se enamora y deja al descubierto que hay otras fragilidades que son comunes a todos los hombres si de enfrentar a una mujer se trata. En algún momento cuestionará si hay alguna lógica, algún sentido, en lo que le toca padecer. Se preguntará incluso si Dios existe. Dice que Dios existe.



Y tal vez sea esta necesidad de justicia lo que hizo que toda la segunda parte del libro hable sobre los hechos relacionados con la muerte de Juan Castro, con el cual tenía una relación que nace a partir de una nota periodística para un programa de televisión. Aparece Mauro Viale y le pregunta si alguna vez se quiso matar. Va a comer con Mirtha Legrand. Verá y se resistirá a formar parte del carnaval morboso que se suele organizar en los medios ante la muerte.



Al final Franco se tomará vacaciones en Estados Unidos. Hará todo lo que se supone que uno debe hacer en esos casos, borracheras y festejo del 4 de julio incluidos. Nos contará de la felicidad que le dan los aviones. Como en todo turismo, flotará en el aire un calor amable y un tanto amargo al mismo tiempo. Y al final no quedará otra que enfrentarse a un poco de melancolía, que es lo que siempre pasa cuando un viaje o buen libro se terminan.




Franco Rinaldi nació en Buenos Aires en 1980.
Es licenciado en Ciencia Política, periodista y escritor.






domingo, 1 de enero de 2012

Robert Aickman



Sábado, 31 de diciembre de 2011



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Amo lo extraño



Pocos casos tan extraños como el del escritor inglés Robert Aickman: en un mundo dedicado al descubrimiento serial de escritores secretos, él es considerado uno de los mejores autores del fantástico y el terror del siglo, y sin embargo sus libros son prácticamente inaccesibles. Los nueve cuentos de La aparición (Edhasa) resultan un respiro para sus infatigables lectores y una oportunidad única para quienes lo desconocen.



Por Mariana Enriquez


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Con frecuencia, cuando se habla de un “escritor secreto”, el descubrimiento suele ser una decepción por muchos motivos, principalmente porque es muy difícil estar a la altura de una leyenda. Robert Aickman, sin embargo, resulta uno de los pocos secretos que, una vez develados, superan cualquier expectativa. Robert Aickman es un escritor sencillamente extraordinario y su condición marginal es un verdadero misterio. Nacido en Londres en 1914, nieto del novelista victoriano Richard Marsh –autor de The Beetle (1897), una novela de tema ocultista que compitió en popularidad con Drácula de Stoker–, Aickman fue arquitecto, conservacionista y crítico de ópera pero, fundamentalmente, fue cuentista, especialista en el género que los anglosajones llaman ghost story y posiblemente uno de los mejores y más extravagantes escritores de fantástico y terror de la segunda mitad del siglo XX. Algunos de sus admiradores llevan el elogio aún más lejos: “Fue, en sus mejores momentos, el escritor de relatos de terror más profundo que ha dado este siglo”, dijo Peter Straub, él mismo uno de los autores más notables y sofisticados del género.



Robert Aickman escribió 48 cuentos, que publicó entre 1951 y 1981. Fueron ocho volúmenes de relatos admirables que, sin embargo, nunca tuvieron éxito ni suerte. Durante muchos años sus libros estuvieron agotados, las tiradas siempre fueron pequeñas y algunos, como Cold Hand in Mine (1975) o Painted Devils (1979), con portadas ilustradas por el enorme Edward Gorey, se convirtieron en ejemplares de colección. En Estados Unidos su obra nunca fue publicada en su totalidad y la edición de The Collected Strange Stories en dos volúmenes, editada por Tartarus en 1999, de tan exclusiva cuesta alrededor de 500 dólares. Recién en la última década varias editoriales fueron paliando esta insólita ausencia, con recopilaciones y reediciones. Para los fans del género en el mundo hispano, el rastreo resultaba aún más penoso. El nombre de Aickman solía ser el tesoro de las nunca del todo reivindicadas recopilaciones populares de cuentos de terror: una de ellas, Caricias de horror (editada por Emecé en 1993) tiene el honor de ser la primera –que se pueda rastrear, al menos– traducción al castellano de Aickman. Con selección de Michele Slung, sus dos primeros volúmenes incluían “Ravissante” y “Las espadas”, junto a relatos de otros nombres importantísimos como Mervyn Peake, Charles Beaumont, Thomas Ligotti, Thomas Disch, Arthur Machen o Patrick McGrath. Años después, la compilación Vampiros de Siruela publicaba “Páginas del diario de una joven”, un relato clásico, ganador del World Fantasy Award de 1975. Pero es este año cuando el renovado interés del mundo editorial anglosajón por el gran y olvidado virtuoso del cuento fantástico contagió a las editoriales hispanas, y por partida doble: Atalanta acaba de publicar en España la antología de seis relatos Cuentos de lo extraño; pero este volumen no se consigue en la Argentina (por ahora). Aquí, sin embargo, también se acaba de editar una recopilación más completa e interesante, con relatos seleccionados de la magnífica edición de Tartarus: se trata de La aparición, de Edhasa, con prólogo de Matías Serra Bradford, nueve cuentos entre los cuales se cuentan tres obras maestras del relato: “Campanadas”, “Ravissante” y el que da título al libro, en una notable traducción de Laura Wittner.





La aparición. Robert Aickman Edhasa 312 páginas


Es difícil explicar por qué los cuentos de Robert Aickman son tan extraordinarios. El mismo prefería llamarlos “cuentos extraños” y, en efecto, es la extrañeza su principal característica. En sus momentos más tensos e inquietantes, los cuentos de Aickman se leen como pesadillas y provocan la misma angustia, la misma desorientación y, sin embargo, todos sus cuentos tienen una estructura (casi) clásica, un estilo elegante y una articulación sólida, se diría natural. El virtuosismo de Aickman radica quizás en un manejo absoluto de la atmósfera y de las fisuras de lo real; en su prólogo a Cuentos de lo extraño, Andrés Ibáñez ofrece una definición de John Clute y John Grant que es particularmente precisa: “Los personajes de los cuentos de Aickman no pueden entender al fantasma con el que se enfrentan debido a que dicho fantasma es una manifestación, un retrato psíquico, de su incapacidad para comprender sus propias vidas”. No hace falta agregar que Robert Aickman consideraba a Freud “un hombre incomparablemente más grande que cualquiera de sus detractores”, según cita Serra Bradford en el prólogo de La aparición. Así, el momento en que aflora lo oculto, el momento de la revelación, es especialmente atroz en los cuentos de Aickman, que suelen comenzar con un tono formal (¿racional?) para luego quebrar esa apariencia incluso hasta la obscenidad, como ocurre en “Ravissante”, un relato en el que el deseo perverso linda con lo sobrenatural. En ocasiones es la supresión del erotismo lo que provoca la aparición del fantasma, como ocurre en “La respuesta insuficiente”, un relato claustrofóbico sobre una escultura que vive aislada en un castillo de Europa del Este, encerradas ella y su fantasma en una repetición imposible de detener. A veces lo erótico es la fuente del horror, como en “Mark Ingestre: la versión del cliente”, una relectura hipnótica de Sweeney Todd. Pero en otras ocasiones Aickman se acerca más al cuento tradicional de fantasmas, como en “La aparición” –en rigor, una actualización del mito de la banshee celta– y, sin embargo, consigue un efecto tan contemporáneo, tan actual y vívido, que sólo queda el asombro. O elige el cuento de aliento realista, como en “Campanadas”, que recuerda a los relatos de parejas de Graham Greene y acaba en una danse macabre inesperada que provoca en el lector esa tan rara y bienvenida reacción física de temblor, repulsión y atracción.



Robert Aickman publicó además dos novelas, The Late Breakfasters (1964) y The Model (1987) –ambas virtualmente imposibles de conseguir–, y algunos libros autobiográficos y de no ficción. Pero, más importante, fue durante ocho años –entre 1964 y 1972– el editor de la antología anual de cuentos de fantasmas Fontana’s Book of Great Ghost Stories y ahí, además de incluir historias clásicas y extravagantes con gran desprejuicio y erudición, no dudó en sumar seis cuentos propios. Sólo uno de ellos, “Los cicerones”, se incluye en La aparición y es el relato más escalofriante jamás escrito sobre, digamos, turismo cultural. Murió en 1981 de un cáncer que se negó a tratar con métodos ortodoxos (prefirió la homeopatía) y “dejó doscientas setenta carpetas, treinta y cinco cajas y una biblioteca de unos dos mil doscientos volúmenes”, según cuenta Serra Bradford en su prólogo. Gran parte de ese material se encuentra hoy en la Universidad Bowling Green State de Ohio. Por ahora no hay ningún indicio de que vaya a ser publicado.

Popol Vuh/La Tempestad

Sábado, 31 de diciembre de 2011

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Hitos > El Popol Vuh de Alberto Ginastera

Nac & Popol


Junto con Moisés y Aarón, de Schönberg, y La Atlántida, de Manuel de Falla, la adaptación musical del libro sagrado de los kíche, una de las mitologías más relevantes de la América precolombina, que Alberto Ginastera emprendió durante los últimos ocho años de su vida, pertenecen a esa elite de obras inacabadas e inacabables: era tal su ambición que sólo podía escribir, borrar y volver a escribir. Ahora, la edición del sello Naxos con la uruguaya Gisèle Ben Dor dirigiendo la Orquesta Nacional de la BBC de Gales, permite escuchar esta obra que narra, en una riqueza musical desconocida hoy en día, capaz de mezclar folklore y vanguardia, tradición y cambio permanente, el origen del mundo.


Por Diego Fischerman

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Obra final y sin final, Popol Vuh, de Alberto Ginastera, refiere al comienzo. “La noche de los tiempos”, “El nacimiento de la tierra”, “El despertar de la naturaleza”, “El grito de la creación”, son algunos de los momentos que su autor tomó del texto cuya traducción del kíche acabó Fray Francisco Ximenez, un clérigo español, en 1722. La fuente, perdida, tenía ya dos siglos de antigüedad y era una escritura en la lengua original pero con caracteres latinos que, a su vez, habría traducido jeroglíficos –también extraviados– con los que los sacerdotes explicaban al pueblo el origen de su raza. Los kíche eran el pueblo de la cultura maya demográficamente mayoritario en Guatemala, y el Popol Wuh (o Popol Wuj), traducible como Libro de la comunidad, cuenta el surgimiento del mundo y, claro, de los kíche. Nada mejor que ese principio, en todo caso, para el comienzo del año que, según el calendario maya, será el último de todos.


Encargada por la Orquesta de Filadelfia, la obra fue comenzada en 1975 e interrumpida por la muerte de su autor en 1983. Había quedado con siete de sus ocho partes completadas y fue estrenada recién en 1989 por la Orquesta de St. Louis con la dirección de Leonard Slatkin. En Buenos Aires se la interpretó sólo dos veces, en 1995, dirigida por Guillermo Scarabino, y en 2008, con la conducción de Arturo Diemecke. Pertenece, junto al Moisés y Aarón, de Schönberg, y La Atlántida, de Manuel de Falla, a la raza maldita de las obras que, más que inconclusas, resultaban inconcluibles; que se resistían a un final. Composiciones que llevaban al abismo la condición de tardías sobre la que teorizaron Theodor Adorno y Edward Said; obras que buscaban convertirse en síntesis pero resultaban construcciones trabadas por la dimensión de sus propios designios, partituras que llevaban mucho tiempo, que se borraban y reescribían y que, sencillamente, no podían acabarse. Slatkin la grabó para la RCA el mismo año en que la había estrenado, en un disco ya descatalogado que incluía además la Obertura del oratorio La creación de Franz-Joseph Haydn y La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky. La ejemplar versión que acaba de publicar el sello Naxos –distribuido en Buenos Aires por Zival’s–, con la Orquesta Nacional de la BBC de Gales y la dirección de la uruguaya Gisèle Ben-Dor, permite entonces escuchar por primera vez esta composición tan genial como imposible. Una composición sin final y, además, con un comienzo casi inaudible: el murmullo de las cuerdas graves; el mundo de lo no existente.


“Yo soy de la opinión de que componer es crear una arquitectura, poner en orden y en valores ciertas estructuras, considerando al mismo tiempo la totalidad del conjunto. En la música, esta arquitectura se elabora en el tiempo. Cuando el tiempo ha pasado, cuando la obra se ha desarrollado, una realidad perfecta sobrevive en el espíritu. Sólo entonces es posible decir que el compositor ha logrado elaborar esta arquitectura”, decía Ginastera en una entrevista publicada por el periódico oficial de las Juventudes Musicales de Suiza en 1982. Su Popol Vuh pertenece al período que la musicóloga Pola Suárez Urtubey caracteriza, siguiendo la periodización sugerida por el propio compositor, como “neoexpresionista”. Otra investigadora, Antonieta Sottile, en Alberto Ginastera. Le (s) style (s) d’un compositeur argentin –un trabajo publicado en Francia y en francés–, precisa la ubicación en la “fase final” de este estilo, en que el compositor retorna a un uso trasparente de elementos identificables con el folklore y a ciertos procedimientos de la “neotonalidad”. Malena Kuss, en cambio, afirma que es “inadecuado continuar disociando la obra de Ginastera en períodos estilísticos de características rígidamente delineadas. El sentido de continuidad que lo impulsó a iniciar su segunda ópera Bomarzo (1967) con el acorde final de Don Rodrigo (1964), y la recomposición de materiales en obras que abarcan casi más de tres décadas (como ocurre con las correspondencias estructurales y temáticas entre la Pampeana No.2 [1950] y la Sonata para Cello [1979]) fusionan etapas en la elaboración de un lenguaje personal que retiene consistencia estilística ante la necesidad de internalizar rápidos cambios estéticos. Más objetivo y preciso es considerar las cincuenta y tres composiciones que representan su obra completa (1937-1983) como una búsqueda ininterrumpida de síntesis entre las fuentes folklóricas que forjaron su lenguaje y definen Ia identidad de su cultura, y las técnicas del siglo XX que Ginastera aprendió a manipular con consumado virtuosismo”.



Uno de los sellos de Ginastera, eventualmente, es la contradicción entre un espíritu modernista y un personaje conservador, ese “tremendo contraste entre la personalidad externa y su vida interior”, según lo describió el célebre compositor estadounidense Aaron Copland. Católico, situado, como mucha de la clase media argentina de los años ‘50 y ‘60 que se consideraba “apolítica”, mucho más a la derecha que en el centro, creador de la Facultad de Música de UCA y profesor en el Liceo Militar, fue, también, el fundador del Laboratorio de Altos Estudios Musicales del Instituto Di Tella, por donde pasó gran parte de vanguardia de la época y acabó –paradoja explicitada con brillo por Esteban Buch en The Bomarzo Affair, publicado por Adriana Hidalgo– censurado por la dictadura de Onganía. El compositor e investigador Martín Liut, por su parte, sugiere que el Di Tella, y su financiamiento por la Fundación Rockefeller, dan una clave de la evolución estilística de Ginastera. Sus pasos, igual que los de la CIA, van de la concepción nacional a la continental. Lo cierto es que en su obra se refleja, también, un espíritu de época, que en la Argentina podría detectarse en el paso de las pequeñas acuarelas de Yupanqui, Castilla y Dávalos a los grandes murales de Armando Tejada Gómez (en “Canción con todos”, grabada por Mercedes Sosa en 1970) y Félix Luna (en Cantata Sudamericana, registrada por la misma cantante en 1972). Y, por supuesto, en el discurso regionalista con el que Perón retorna a su país.


Popol Vuh es una composición de contrastes gigantescos. Va del virtual silencio a la explosión desbocada. Y parte de su encanto pasa por la poderosa y al mismo tiempo refinadísima escritura para la percusión –que incluye, como la de la Cantata para América Mágica, de 1960, instrumentos aborígenes de América– y una amalgama de trabajo serial y apelación a ciertas raíces musicales imaginariamente precolombinas absolutamente inusual para una época en que, dentro del campo académico, lo folklórico era leído como concesión al pintoresquismo y la modernidad tenía el rostro obligatorio de la abstracción y, lo que es más importante, de su apariencia. Allí también se manifiesta esa tensión entre intensidad expresiva, virtuosismo instrumental y exuberancia rítmica, por un lado, y su concepción del acto creador como un proceso lento y tortuoso. Orden y desorden, expresión y control, visiones expansivas y riguroso intelectualismo, cauce y desborde. La música de Ginastera nunca se agota en uno solo de estos polos; se constituye, en cambio, como la misma creación maya, en la coexistencia de opuestos. “En su riqueza estilística, él es comparable a Stravinsky, Copland o Picasso, cuya creatividad –y su largas vidas– dio origen a infinitos espectros de expresión”, dice Gisèle Ben Dor, quien ya grabó otros dos volúmenes para Naxos con música de Ginastera y próximamente publicará otros dos, uno con extractos de la ópera Don Rodrigo junto al tenor Plácido Domingo y otro con el registro de Beatrix Cenci, su última composición en este género, que ella condujo en su estreno en Ginebra. El último disco incluye, además de Popol Vuh, Op. 44, las suites extendidas de los ballets Estancia, Op. 8 y Panambí, Op. 1, con la Orquesta Sinfónica de Londres, la primera grabación de la orquestación de Shimon Cohen para la Suite de Danzas criollas, Op. 15, con la Orquesta Sinfónica de Jerusalén, y Ollantay (Un tríptico sinfónico), Op. 17, con la orquesta de la BBC de Gales.


Nacida en Montevideo, donde estudiaba piano desde los 8 años y, a los 12, sin saber que prefiguraba su carrera, dirigía a sus amigos en versiones de canciones de tradición folklórica –muchas de ellas argentinas, desde luego–, Gisèle Buka era hija de un matrimonio de inmigrantes judíos de Polonia. En 1973 viajó a Israel, donde conoció a su marido, el ingeniero Eli Ben-Dor, de quien tomó el apellido. Allí tuvo dos hijos y se graduó en la Universidad de Tel Aviv. Siete años después se radicó en los Estados Unidos, donde decidió que, para una mujer directora de orquesta, desarrollar una carrera sería más fácil que en Europa, se perfeccionó en la escuela de música de Yale y conoció, entre otros, a Leonard Bernstein, que la tuvo como asistente en el Festival de Tanglewood. Desde 2006 es directora laureada de la Sinfónica de Santa Barbara, directora emérita de la Orquesta de Cámara Pro-Arte de Boston y conduce habitualmente a la Filarmónica de Nueva York, donde fue asistente de Kurt Masur. “En Ginastera –explica– una escucha las obras tempranas, como Panambí, que escribió a los 19 años, y luego el feroz expresionismo de Beatrix Cenci, y se pregunta qué es lo que pasó. Una siente que es como si Shakespeare, de repente, se hubiera puesto a escribir en chino. Y la respuesta, sin embargo, es sencilla. Ginastera pertenece a una época en que los cambios eran la norma.” Entre su repertorio, la música de Latinoamérica ocupa un lugar preponderante. También para Naxos ha grabado la formidable reconstrucción de una obra de Silvestre Revueltas nunca estrenada, el ballet La coronela, y, hace años, registró los Tres Movimientos sinfónicos Buenos Aires de Astor Piazzolla. “Para mí es natural hacerlo: es mi lengua materna”, dijo en un reportaje publicado por Los Angeles Times. “Piensen en un continente entero, como Latinoamérica, y en lo poco que se sabe de su música. No es que no la haya, no sería posible, sino que los centros musicales han estado hasta ahora en Europa y, desde no hace mucho más de un siglo, en los Estados Unidos. En América, curiosamente, los grandes teatros que fueron surgiendo a lo largo del siglo XX siempre imitaron mecánicamente esos gustos. Ahora, por suerte, esos mismos centros, y la industria del disco, desde ya, están mucho más interesados en lo que fue menos transitado. Los teatros y las orquestas necesitan música nueva y los sellos no pueden seguir grabando lo mismo que ya fue grabado, y vendido, miles de veces. Hoy, la música de Ginastera o Revueltas es muy valorada en las orquestas de Europa. Ojalá también esta vez, las imiten en Latinoamérica.”



Sábado, 31 de diciembre de 2011

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Nubosidad variable


La tempestad no es sólo la obra en la que muchos ven la renuncia y despedida shakespeareana del arte en el que reinó durante dos décadas sino, sobre todo, la obra en la que el inglés finalmente enfrentó artísticamente el descubrimiento de América. Siglos después, la obra cobró nuevas significaciones con los procesos de descolonización, y hasta tuvo sus versiones gay, queer y sci fi. Ahora, la edición del clásico poscolonial Una tempestad del poeta de Martinica Aimé Césaire y la nueva versión de Julie Taymor en DVD permiten a Carlos Gamerro recorrer el prodigioso camino simbólico de esta obra readaptada, reinterpretada y reescrita decenas de veces, que todavía sigue abierta a nuevos significados.


Por Carlos Gamerro

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La tempestad shakespeareana en dos versiones cinematograficas. Arriba, en clave sci-fi clase B de los años ‘50: El planeta desconocido (Fred M. Wilcox, 1956), con un joven Leslie Nielsen y el mas famoso RobbIE, el robot, como el servicial ariel. Y abajo, la flamante adaptacion de Julie Taymor, que ya filmo Titus, que convierte a prospero en mujer, interpretada por Helen Mirren.

La tempestad es la última obra que Shakespeare escribió por su cuenta (escribiría tres más, pero en colaboración con John Fletcher) y junto con Pericles, Cimbelino y Un cuento de invierno pertenece al ciclo de sus romances o tragicomedias: obras que adaptando el modelo de la novela bizantina transcurren en locaciones más o menos exóticas e incluyen navegaciones y naufragios, separaciones prolongadas entre amantes, o entre padres e hijos, y finales felices con reencuentros y reconciliaciones. Las fuerzas que rigen la vida de los hombres no son, en ellas, las de la caprichosa diosa Fortuna, ni las de las inflexibles deidades del destino, sino la igualmente despiadada en sus medios, pero benéfica en sus fines, providencia divina. A diferencia de los dioses griegos, a quienes sí les está permitido desear nuestra perdición y muerte, el Dios cristiano hace llover desgracias sobre nosotros sólo para ponernos a prueba: el que logre conservar o acrecentar su fe (en El, en los demás, en sí mismo), llegará a buen puerto.


Próspero, siendo duque de Milán, dedicó su tiempo a los estudios esotéricos y dejó el gobierno en manos de su hermano Antonio. Este, tentado, decidió tomar su lugar y ponerlos, a él y a su pequeña hija Miranda, en una barca agujereada que, en su deriva, llegaría a una isla del Mediterráneo, habitada por numerosos espíritus y un mortal: Calibán, hijo de otra desterrada, la hechicera Sícorax. Próspero se adueña de la isla: libera a Ariel, espíritu del aire apresado por la hechicera en los nudos de un pino por negarse a servirla, y enseña a Calibán su lenguaje y costumbres, renegando luego de él y convirtiéndolo en su esclavo cuando éste le retribuye los favores recibidos intentando violar a su hija.


La tempestad es una de las pocas obras de Shakespeare que respetan las unidades: la de lugar, ya que transcurre entera en la isla, y la de tiempo, porque la acción dramática se condensa en un solo día: aquel en el cual el barco que conduce al pérfido Antonio, a su aliado Alonso, rey de Nápoles, y al hermano de éste, Sebastián, se acerca a las costas de la isla y naufraga en ellas a causa de la tempestad conjurada por los poderes del depuesto duque. Los náufragos deambulan por la isla en grupos: Ferdinando, príncipe de Nápoles, anda solo; juntos van Alonso, Antonio, Sebastián y Gonzalo, un noble que ayudó a Próspero y a Miranda en su desgracia; sueltos vagan los bufones Stefano y Trínculo; todos guiados sin saberlo por los poderes de Próspero: a lo largo de ese día, Ferdinando se enamorará de Miranda, pero deberá trabajar (y demostrar su contención sexual) para merecerla; Alonso creerá estar pagando sus crímenes con la pérdida de su hijo, Sebastián será tentado por Antonio para asesinar a su hermano y hacerse de la corona, pero Ariel, tras allanarles inicialmente el camino, los perseguirá convertido en furia; Calibán, tras probar el licor de Stefano, lo adorará como a un dios y lo convencerá de eliminar a Próspero y reemplazarlo, pero los tres serán perseguidos por diversas desgracias y una infernal jauría.



El poeta Aimé Césaire, autor de la versión poscolonial de La tempestad.

Sobre el final, Próspero se reconcilia con Alonso, y tras recuperar su ducado perdona a su hermano (quien, al igual que su infinitamente más sofisticado precursor Yago, responde con un orgulloso silencio), libera al fiel Ariel, reconoce su potestad o responsabilidad sobre Calibán (“a esta criatura de sombras yo la reconozco como mía”, traducción de Marcelo Cohen) y abjura de su magia, quebrando su vara y ahogando los libros en los que su poder estaba cifrado. Muchos de los que identifican a este mago ilusionista con su autor han querido ver en este gesto la despedida de Shakespeare del mundo de apariencias sobre el que había reinado supremo por más de veinte años.


La pieza incluye una extensa mascarada protagonizada por Iris, Juno, Ceres y otras deidades romanas que descienden de los cielos y, cantando, bendicen la unión de Miranda y Ferdinando. Estas mascaradas costosísimas, aristocráticas, profusas de ricas vestimentas y de la escenografía de la cual el teatro se privaba, se habían puesto de moda en la corte de Jacobo I, y dramaturgos como Ben Jonson, Francis Beaumont y Thomas Middleton las escribían por gusto o para que les cerraran las cuentas. Shakespeare, que para esa época podía considerarse un hombre rico, no escribió mascaradas para la corte, pero evidentemente se vio conminado a incluirlas, tal vez a regañadientes, en algunas de estas obras tardías. La solución final, en la mayoría de las puestas de La tempestad, es masacrar la mascarada, o arrancarla de cuajo. Pero como a veces los grandes problemas engendran grandes soluciones, la escena de la mascarada puede convertirse en piedra de toque para la osadía y la inteligencia de una puesta (o de la carencia de ambas).


El recurso a la isla maravillosa donde un personaje o personajes, tras la visita voluntaria o el naufragio, revisan su vida y el mundo del cual han venido, es un tópico habitual de la literatura de viajes y maravillas. Ya en tiempos de Shakespeare, Tomás Moro le agrega el componente utópico; luego Swift, en su Los viajes de Gulliver, la misantropía y la sátira; herederos más directos de La tempestad shakespeareana son El señor de las moscas de William Golding y series como La isla de Gilligan, Lost y –con un poco de buena voluntad– La isla de la fantasía. Aun en los días de Google Earth, el recurso de la isla perdida no ha perdido su encanto.


La tempestad es, también, la obra en la que Shakespeare se hace cargo del descubrimiento de América: si bien la isla de Próspero está explícitamente situada en el Mediterráneo, su obra incorpora elementos de un naufragio en las Islas Bermudas ocurrido en 1610; y los conflictos suscitados por la llegada de Próspero a la isla encuentran sus correspondencias más productivas en los del Nuevo Mundo. Calibán es un transparente anagrama de “caníbal”, más específicamente de los caníbales del famoso ensayo de Michel de Montaigne, que Shakespeare había leído en la traducción de John Florio (1603), algunas de cuyas líneas prácticamente transcribe en el parlamento “utópico” de Gonzalo: “En mi comunidad haría todo al revés / pues no admitiría comercio alguno, / ni título de magistrado; no se conocerían / las letras; de opulencia, pobreza / y servidores, nada. [...] La naturaleza daría todo para todos / sin sudor ni esfuerzo; no existirían traición / ni felonía, ni pica, ni puñal, / ni sable, ni mosquete, ni máquina de guerra; / la naturaleza alumbraría de sí misma / toda profusión, toda abundancia, / para alimento de mi pueblo inocente” (traducción M. C.). Montaigne es de los primeros en utilizar a los nativos de América para cuestionar las certidumbres europeas y revolear el eje civilización/barbarie que informa y justifica la empresa colonial; como hace en la famosa conclusión de su ensayo: “Más bárbaro es comerse a los hombres vivos que a los muertos; mutilar con torturas y tormentos un cuerpo sensible; o hacerlo devorar por cerdos y perros [...], antes que asarlos y comerlos después de muertos”. Sus caníbales son prototipos del buen salvaje de Rousseau.


La relación protocolonial entre Próspero y Calibán no escapa a las habituales ambigüedades shakespeareanas: Próspero se presenta a sí mismo como un amo benévolo que ha asumido lo que Kipling llamaría unos tres siglos después “la carga del hombre blanco”: sacrificarse con el único fin de civilizar a estos desdichados salvajes. La visión de Calibán es muy otra: la isla era suya hasta la llegada de este usurpador que con la ayuda de su ciencia, sus libros y su tecnología se la ha quitado, obligándolo a vivir en los rincones más inhóspitos, imponiéndole su lenguaje después de definirlo como bárbaro; volviéndolo consciente de (o sea, construyendo) su fealdad, su animalidad, su ignorancia. Para peor, Calibán ha cometido el peor de los pecados que el otro racial puede cometer: desear a la mujer blanca (la mezcla de sangre no está proscripta en la sociedad colonial, siempre y cuando quien revuelva la olla sea el hombre blanco). Y aun así está claro que Próspero es el héroe de la pieza y Calibán uno de sus villanos: como hizo con su modelo y precursor Shylock, Shakespeare pone en su boca y en sus actos conmovedores y convincentes momentos de denuncia, verdad y justicia, y luego deja que sea derrotado por la trama. Esta es una de las técnicas de la construcción shakespeareana de la ambigüedad: poner en tensión las verdades parciales de algunos momentos y personajes con la verdad de la conclusión, y no resolver del todo esta discordancia.


América no podía permanecer indiferente a estas lecturas que de ella hizo uno de los inventores de la conciencia occidental, y son justamente estas ambigüedades “incorporadas” en la obra las que habilitan y modelan las diversas y a veces contrapuestas lecturas latinoamericanas. Ariel (1900), del uruguayo Enrique Rodó, coloca en el etéreo sirviente del duque las aspiraciones de las elites sudamericanas (“Ariel representa la parte noble y alada del espíritu... el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad”), y convierte al grosero Calibán (“símbolo de sensualidad y torpeza”) en encarnación del materialismo estadounidense. La lectura de Rodó exhibe el conflicto cultural para enmascarar el racial: sus latinoamericanos, de tan blancos, se han desmaterializado. Pero más allá del evidente autoengaño, tanto él como Rubén Darío en su “Triunfo de Calibán” comprenden que el partido se juega ahora íntegramente en territorio americano.


El arielismo, como llegó a llamárselo, no sobrevivió a la decadencia de las elites cuya vanidad halagaba. Más fructífera –y todavía hoy vigente y valedera– fue la identificación del americano con Calibán, el habitante nativo, a veces el esclavo africano, sometido por el colonizador europeo. Los procesos de descolonización de la posguerra, y sobre todo la revolución cubana, agregaron vigor a esta lectura, como se evidencia en el ensayo Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar; pero dos años antes el martiniqués Aimé Césaire había publicado la obra teatral Une tempête, recientemente reeditada entre nosotros. En su recreación (“reapropiación” nos conmina a llamarla el prólogo de Eiff y Carbone), Calibán es un esclavo negro de los que trabajan en las plantaciones, y masculla constantemente venganzas y rebeliones; Ariel, por su parte, es el mulato que trabaja en la casa del amo y así interioriza sus valores y, confiando en su palabra, cree que la libertad es una dádiva que debe cortejarse con veneración y obediencia. En su final, Próspero decide quedarse en la isla (si querés que el colonizador se vaya solo, mejor esperá sentado, parece sugerir Césaire), paranoico y desorbitado, sintiendo que cada yuyo lo amenaza (“Toda esta sucia naturaleza... Uno juraría que la jungla quiere sitiar la gruta... No voy a dejar que muera mi obra... ¡Voy a defender la civilización!”) y Calibán, convertido en cimarrón, huye a la selva, cantando a voz de cuello el himno “¡La libertad, ah, la libertad!” que en Shakespeare era mera bravata de borrachos.


La traducción de Ana Ojeda se arriesga al voseo y a ciertas expresiones locales, lo cual da a veces resultados algo difíciles de digerir como que “Próspero es un chabón que sólo se siente alguien cuando aplasta a alguno” o “me cerraste la puerta de tu casa y me instalaste en una gruta infecta. ¡El ghetto, che!”. Si Calibán debe hablar un dialecto latinoamericano, por todo lo dicho éste debería ser caribeño, y “¡El ghetto, chico!” resulta un poco más potable, ¿o no? La cosa cambiaría, claro, si se tratase de una puesta teatral relocalizada en nuestras costas. Propongo, entonces, para el año que se avecina (2012, el 30º aniversario de la guerra) una versión malvinero-gauchesca situada en 1833, el año de la usurpación inglesa, con Darwin (que visitó las islas ese año) en el lugar de Próspero, y Calibán gritando sobre el final “¡Las Malvinas son argentinas!”.


(Existe, de hecho, una versión argie más seria que ésta que propongo: la novela Inglaterra: una fábula de Leopoldo Brizuela, inspirada a la vez en el clásico shakespeareano y en el relato “Tempests” de Isak Dinesen, a su vez inspirado en Shakespeare.)


El prólogo de Eiff y Carbone, por su parte, coloca la obra de Césaire en la serie del ensayo político más que en la literaria, como una intervención en los debates sobre las luchas de liberación anticoloniales: así, por ejemplo, la negativa de Calibán a matar a Próspero al final, vista no como debilidad o sumisión sino, todo lo contrario, como una opción de rebelión aun más radical, puede leerse como una respuesta a la justificación de la violencia como única respuesta posible a la dominación colonial, sostenida entre otros por su compatriota y discípulo Frantz Fanon.



Una tempestad. Aimé Césaire Edición bilingüe con traducción de Ana Ojeda Estudio Preliminar Rocco Carbone y Leonardo Eiff El Octavo Loco Ediciones

La tempestad se escribe a principios del siglo XVII, momento en que el Renacimiento se disuelve en el Barroco y se hace posible lo que hoy entendemos por ciencia. Próspero es un hombre entre dos épocas, y la tempestad que desencadena es un eslabón en la cadena que lleva de Dédalo a Leonardo da Vinci, a Oppenheimer, a Steve Jobs. Es un moderno Prometeo, la anticipación shakespeareana del Dr. Frankenstein de Mary Shelley y del Dr. Jekyll de Stevenson. Era inevitable que la ciencia ficción se hiciera cargo de esta figura, y lo hizo en un film de culto titulado El planeta perdido (Fred M. Wilcox, 1956), que ofrece entre otras curiosidades la de ver a un joven Leslie Nielsen haciendo de galán. Próspero es el Dr. Edward Morbius (Walter Pidgeon), un científico que ha naufragado en el planeta Altair IV; Miranda es Altaira (Anne Francis), nacida en él; Ariel es un servicial robot que responde al nombre de Robbie; y Calibán, una extraña e invisible fuerza destructora, que se revela finalmente como el “monstruo del id” (o “ello”) del profesor, proyectado por las máquinas de la antigua civilización del planeta, los Krell, capaces de dar existencia material a los entes psíquicos. Porque en esta revisión techno del clásico de Shakespeare no podía estar ausente la más popular tecnología del yo del siglo pasado: el psicoanálisis. Como bien sabemos, para esta malediciencia ninguna relación es inocente, y la solitaria convivencia del patriarca y su hija adolescente dio lugar a toda clase de murmuraciones, de las que se haría eco entre otros Paul Mazursky en su Tempest (1982), que regresa la acción a una isla del Mediterráneo, donde su Kalibanos (Raúl Juliá) se dedica a espiar a Miranda nadando desnuda y a preguntarle a su Dimitrius/Próspero (John Cassavetes) cuál de los dos se la va a terminar cogiendo. La lectura de Calibán como el lado oscuro o reprimido de Próspero, una especie de Mr. Hyde a su Dr. Jekyll, es la apuesta más sólida de El planeta desconocido, aunque por momentos conspiren contra esta solidez los decorados, los efectos especiales, las actuaciones y, sobre todo, las explicaciones verbales, que recuerdan, por momentos, a los de otros clásicos de época como Plan nueve del espacio exterior (más que un comentario negativo sobre El planeta prohibido, esto quiere ser una reivindicación del mítico director de la peor película de todos los tiempos: mucho de lo que parece idiosincrásicamente pésimo en los films de Ed Wood, es común al mejor cine de su época).


Los sentidos flotantes, polivalentes, contradictorios de La tempestad no sólo permiten sino que parecen exigir su lectura sistemática por las escuelas contestatarias o revisionistas. Si Césaire nos ofrece una versión anticolonialista, ¿quién si no Derek Jarman para la lectura gay/camp? A diferencia de su sobrecogedora Eduardo II, obra en la cual la agenda queer resplandece, nítida, en el original de Marlowe, aquí la operación de Jarman es de consciente travestismo, y por momentos la irreverencia de su versión de La tempestad (1979) impresiona más por punk que por gay, manifestada, entre otras cosas, en su recreación de la inocente y obediente Miranda (blanco de la ira o al menos de la condescendencia de la crítica feminista) como una ninfomanita punky que no pierde ocasión de mostrarle las tetas a Calibán (Jack Birkett, mejor conocido como “El increíble Orlando” que en el papel de Tersites se afana la versión de la BBC de Troilo y Crésida, y aquí reviste la otredad de Calibán con modales de drag queen). Lo mejor de la película es lo que Jarman hace con la recalcitrante mascarada, convirtiéndola en un número hollywoodense de marineritos trolos a la Busby Berkeley, como prólogo a la entrada de Elisabeth Welch cantando “Stormy Weather”. Cuando después de esto Próspero pronuncia su célebre monólogo “La función ha terminado. Como te dije ya / estos actores no eran sino espíritus; / se han disipado en el aire, en el ingrávido aire / y, como la infundada trama de esta visión, / torres orladas de nubes, espléndidos palacios, / templos solemnes, y hasta el mismísimo globo, / sí, y con él quienes lo hereden, han de disolverse / y, tal como esta tramoya insustancial / se desvanecerán sin dejar rastro. Somos / de la misma materia que los sueños y el sueño / envuelve nuestra breve vida” (traducción M. C.), uno siente ganas de levantarse y aplaudir de pie, aunque la haya visto (como yo) desde el sillón del living.


La obra de Césaire deshace las ambigüedades y ambivalencias de Shakespeare, pero cumple con el imperativo de toda adaptación: hacer algo con ella, más vale deshacer sus ambigüedades que reproducirlas de modo inane (es decir, confundir polifonía y contradicción con mero relativismo). Esto es sin duda lo que sucede en la más reciente adaptación cinematográfica, La tempestad (2010), de la directora estadounidense Julie Taymor, responsable de la inolvidable versión de Tito Andrónico, Titus (1999). La intención parece ser, al principio, la de hacer una lectura feminista: su Próspero es una mujer (la casi siempre excelente Helen Mirren), acusada, para legitimar la usurpación, de ser hechicera, o, lo que es casi lo mismo, de ser mujer. Pero después, pasmosamente, la directora no se hace cargo de su apuesta: la obra sigue como si tal cosa, y hasta el final nada cambia por el hecho de que Próspero sea ahora mujer. Más aun: muestra a Miranda tan sumisa y sometida a su madre como en las otras versiones lo estaba a su padre, con lo cual esta versión “femenina” corre el riesgo de volverse machista: el cambio de patriarcado por matriarcado es puro gatopardismo, todo cambia para que no cambie nada. Si al menos pudiésemos creer que fue ésta la intención política de Taymor, habría al menos desafío (como hizo, por ejemplo, Frank Oz en su The Stepford Wives (2004): sobre el final se revela que la conspiración machista para fabricar mujeres perfectamente sumisas fue urdida por una mujer). Pero no, parece que se trató de mera fiaca –la palabra pereza le queda grade– intelectual.


Su versión no ofrece más que una ilustración (en el peor sentido) de la obra de Shakespeare, con un uso banal y kitsch de los recursos digitales que a esta altura del partido no impresionan a nadie (el Próspero de Shakespeare tiene algo de feriante, de ilusionista berreta: está más cerca del Mago de Oz que de Matrix, y le van mucho mejor los recursos tradicionales, teatrales, que los digitales. La recreación de Ariel como un Ziggy Stardust de pubis angelical y pecho ora de muchachito ora de Lolita no hace mucho por mejorar las cosas; como tampoco ayuda la cobardía de anular la mascarada de Juno y Ceres y reemplazarla con un juego de constelaciones danzantes que daría vergüenza ajena en un spot de Ludovica Squirru: y hacer que después de esto Próspero pronuncie su ya citado monólogo está más cerca del atentado que de la inepcia.


Lo de Taymor es aun más imperdonable viniendo después de Prospero’s Books (1991), la hasta hoy insuperada versión de Peter Greenaway, que utilizó (de manera innovadora y vanguardista) la tecnología digital no para suplir los efectos teatrales sino para crear complejos espacios teatrales–textuales-pictóricos, haciendo que los actores se muevan por espacios que son a la vez escenarios, cuadros y páginas de un libro, creando los 24 libros animados, vivientes, hechos de la misma materia de la que tratan (agua, tierra, carne humana, animales, flores, joyas) que Próspero se lleva a la isla. La película fue concebida como vehículo para el gran actor shakespeareano John Gielgud, quien en su papel de mago y autor hace las voces de todos los personajes, a veces modificada digitalmente, a veces (como en el caso de Miranda) acompañada por un eco de la voz originaria, hasta el momento en que decide liberarlos (y, al elegir el perdón antes que la venganza, liberarse) y éstos recuperan sus voces individuales (maravilloso ejemplo de cómo poner un “capricho” técnico y conceptual al servicio de los sentidos vitales de la obra). Su Ariel tiene mucho de Puck, su contraparte shakespeareana en el mundo élfico; irreverente y juguetón (crea la tormenta haciendo pis en un estanque, por ejemplo); es a veces niño, a veces adolescente o adulto joven, a veces uno y a veces muchos; Calibán es un bailarín (Michael Clark) que expresa con el cuerpo lo que la palabra de Próspero usurpa. La agenda de Greenaway es política, pero no con relación a referentes y contenidos (no se propone ser ni anticolonial, ni gay, ni feminista) sino a una política de las formas: fiel a su diagnóstico de que el cine no ha sido inventado aún, y que su reducción a lo meramente narrativo es una forma de colonización intelectual de las masas, crea una Tempestad que es a la vez texto, teatro, ensayo, enciclopedia, pintura y cine, y que parece ser la mejor que puede suministrar nuestra época. Habrá otras, claro, pero para que eso suceda nuestra época deberá terminar y otra emprender la tarea de entenderse a sí misma, reinventando a Shakespeare.






La tempestad de Julie Taymor salió directo en DVD por el sello Blu Shine.


Juan Forn contratapas Página 12

Viernes, 18 de marzo de 2011


Les daré una Torre



Por Juan Forn

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En abril de 1918, Lenin dio orden de destruir toda la estatuaria zarista y reemplazarla con monumentos al bolchevismo y la Revolución. Hay una foto de esa época en donde se lo ve inaugurando un par de estatuas gemelas de Marx y Engels de medio cuerpo. La leyenda dice que, en plena inauguración, Lunacharski comentó en voz baja que parecían una pareja tomando un baño de asiento. En ninguna revolución hay mucho espacio para el humor. La rusa tuvo en sus inicios la suerte de contar con Lunacharski como Comisario de las Artes. Y Lunacharski tuvo la milagrosa fortuna de que Lenin y Trotsky lo autorizaran a dar a los vanguardistas rusos de la época un lugar en la construcción del Hombre Nuevo. De todos esos vanguardistas, ninguno tan delirante y genial (lo que no es poco decir en una lista que va de Malevitch a Maiacovski y de Eisenstein a Grodchenko) como Tatlin, el hombre que soñó el monumento más alucinado que pueda concebirse y por supuesto no logró hacerlo realidad.


Tatlin es famoso por esa torre que nunca construyó, el Monumento a la Tercera Internacional. Iba a medir cuatrocientos metros de altura, iba a girar sobre su eje en forma espiralada (en realidad, cada una de sus partes iba a girar a diferente velocidad: el cubo inferior daría un giro por año; el cilindro siguiente, un giro completo cada mes; la cúpula de cristal rotaría cada día sobre su eje y cada noche cubriría el cielo ruso de consignas revolucionarias), iba a ser una cachetada a Eiffel y su vacuo mercantilismo arquitectónico, iba a ir más allá del Coloso de Rodas y del Faro de Alejandría y ni hablemos de la Torre de Pisa. Iba a ser el pararrayos del mundo, o más bien su antípoda, cuando empezara a irradiar en todas direcciones los rayos del bolchevismo y la Revolución. Iba a ser, en palabras de Lunacharski, el primer monumento soviético sin barba.


Pero no sólo no se construyó nunca, sino que tampoco se sabe con certeza si iba a ser una torre: después de caer en desgracia, Tatlin se pasó la segunda mitad de su vida entre gallinas, inventando una máquina de volar que bautizó Letatlin (no era un autohomenaje: “letat” quiere decir volar, en ruso), pero en sus ratos libres volvía de tanto en tanto a los planos de su Torre, que por supuesto se perdieron luego de su muerte más que anónima, en 1953. Uno de sus colaboradores, de los pocos que siguieron visitándolo veinte, treinta años después de fracasar clamorosamente en el utópico intento de construirla, aseguraba que, en sus últimos tiempos, Tatlin había recuperado a tal punto el amor por la navegación de sus años juveniles, cuando era cadete de marina (venía de una familia de holandeses constructores de barcos, migrados a Rusia), que había empezado a pensar que la Torre debía ser un objeto que se trasladara por la URSS sobre las aguas. ¿Acaso el bolchevismo no era capaz de cambiar hasta el curso de los ríos en su territorio? ¿Qué le impedía trasladar por aquellas aguas un objeto de cuatrocientos metros de altura?


Tatlin tenía treinta años cuando fue puesto a cargo de la renovación estatuaria en el nuevo Estado soviético e inició su magno proyecto, inspirado en partes iguales por el modernismo de Occidente, el espíritu revolucionario y la milenaria alma eslava. Debió saber que nunca llegaría a construir su Torre, y no sólo por razones estructurales o económicas. La reacción oficial a la maqueta de cinco metros de altura que presentó en público en 1921 fue tibia: Trotsky celebró el rechazo a las formas tradicionales pero le inquietó un poco que la Torre pareciera el esqueleto de una obra en perpetua construcción. Ehrenburg elogió el diseño pero lamentó la falta de figuras humanas. Shklovski dijo que sería el primer monumento hecho de hierro, vidrio y revolución. Pero lo que decidió a Stalin a descabezar de cuajo el proyecto fue oír que la Torre generaría asociaciones e interpretaciones de la misma manera en que lo hacía la poesía con las palabras, y que esas asociaciones e interpretaciones flotarían en el aire soviético como perpetuos copos de nieve.


Una de las curiosidades del avant-garde revolucionario ruso fue su fascinación con Marte (por ser el planeta rojo). Puede decirse, en más de un sentido, que Tatlin inventó la arquitectura extraterrestre: a pesar de su enorme masa, la Torre debía ser más aérea que cualquier otro monumento. De hecho, inicialmente la idea era que fuese un dirigible en perpetua órbita por los cielos soviéticos, lo que la convierte en el artefacto más marciano de la Rusia bolchevique. Y así se la recibió cuando aquella maqueta de cinco metros de altura fue presentada en el pabellón soviético de la Exposición de París de 1925: ni siquiera Le Corbusier y Mies Van der Rohe la pudieron tomar del todo en serio. La maqueta quedó a cargo del PC francés, que se olvidó de pagar la tarifa del depósito y, cuando quisieron acordarse, nadie sabía adónde había ido a parar.


La mística de la Torre de Tatlin para las generaciones siguientes, especialmente en Occidente, tiene mucho que ver con lo poco que se sabe de ella y de su inventor. En 1968, con los aires revolucionarios impregnando la atmósfera, el Museo de Arte Moderno de Estocolmo dedicó una muestra de homenaje a Tatlin: no tenían una sola pieza original del autor, ni siquiera las cacerolas y demás enseres domésticos que supo diseñar en sus inicios. Sólo había apuntes dispersos y testimonios orales y un par de fotos de Tatlin y su equipo sonriendo orgullosos junto con la maqueta terminada. La reconstrucción de aquella maqueta (que se convertiría en el logo de una famosa colección de libros de la Nueva Izquierda) viajó a Eindhoven al año siguiente y cuando volvió fue imposible de rearmar: alguien se había robado algunas piezas. Algunos dijeron que había sido mal armada de antemano, otros dijeron que era imposible de armar tal como la había imaginado Tatlin. Lo mismo sucedió en una megamuestra del Pompidou de 1984, titulada París-Moscú: se exhibió allí otra maqueta de la Torre pero nadie le prestó especial atención. Ya soplaban los vientos de la posmodernidad: se la consideró un mero ejemplo más de que los soviéticos eran los indiscutidos creadores del género ciencia-ficción.


El círculo se cierra en 1999 cuando el historiador japonés de arquitectura Takehiko Nagakura, un especialista en monumentos nunca construidos, realizó un cortometraje espectral en que la Torre de Tatlin ocupa su lugar en el cielo peterburgués, mucho más alta y solitaria y perdida entre las nubes que sus dos solemnes vecinos, el Palacio de los Soviets y la Basílica de Firminy junto al río Neva. Las distintas partes de la Torre giran sobre sus ejes. Todo lo que ansió Tatlin de ella ha encarnado en esas imágenes. Lo único que Nagakura no se atrevió a hacer es a darle palabra a la Torre, de manera que la cúpula no proyecta consignas que floten como copos de nieve en el cielo de esa ciudad que, si tuviera la Torre, y esa Torre hablara, sería sin la menor duda el paisaje que más me gustaría contemplar cuando me llegue el momento de dejar este mundo.




Viernes, 30 de abril de 2010


Historia de una casa



Por Juan Forn

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Todas las casas abandonadas cuentan una historia. Esta, con su losa de hormigón caída y los fierros al aire, fue diseñada por Le Corbusier en Boulogne-Billancourt, extrarradio de París. En el living de esta casa supo colgar un gran retrato pintado por Modigliani de los dueños de casa, el escultor Lipchitz y su esposa rusa Bertha. Bertha tenía un hijo llamado Andrei, de un matrimonio anterior. El padre de Andrei volvió a Rusia en el tren blindado con Lenin. Andrei tiene trece años en 1927, cuando su madre se entera de que el legendario comisario de las artes soviético (su viejo amigo Lunacharsky, de los tiempos de exilio en Zurich), pasará por París en uno de sus raids pregonando la cultura soviética por Europa, y decide que ya es tiempo de que Andrei se reúna con el padre en Moscú.


Lunacharsky accede a llevar al joven. Andrei sube al vagón exclusivo del comisario de las artes con su uniforme de liceo francés y una valijita en la mano. En Berlín, el tren se detiene inesperadamente porque la amante de Lunacharsky necesita hacer más compras. Las siguiente paradas son Varsovia, Brest Litovsk y Minsk, pero nadie baja a comprar nada. Durante el largo viaje, Lunacharsky le cuenta a Andrei una historia tras otra. Una de ellas le encantaría a León Ferrari: en enero de 1918, Dios fue sometido a juicio en la URSS, por sus crímenes contra la humanidad. En el banquillo de los acusados se colocó una Biblia y los fiscales presentaron las numerosas pruebas de culpabilidad, basadas en testimonios históricos. La defensa pidió la absolución por demencia evidente y desarreglos psíquicos, pero el tribunal declaró culpable a Dios de todos los cargos y lo condenó a muerte. En el amanecer del 17 de enero de 1918, un pelotón de fusilamiento disparó cinco ráfagas de ametralladora contra el cielo de Moscú y cumplió la sentencia.


La comitiva de Lunacharsky llega con atraso a Moscú, en la misma mañana del décimo aniversario de la Revolución, así que de la terminal se trasladan directamente a la Plaza Roja. Y así es como Andrei ve por primera vez a su padre: en el palco de honor, con sus galas de general de la Revolución, recibiendo el saludo de las tropas. Lo que el general ve es que su hijo no está en absoluto vestido para resistir los diez grados bajo cero que hacen ese día en Moscú, así que murmura a uno de sus edecanes que envuelvan al chico en algo y lo dejen en su casa antes que muera congelado. Los soldados cumplen la orden al pie de la letra: lo envuelven en una lona del ejército. Cuando la esposa del general los ve entrar en la casa, cree que le traen una alfombra nueva, hasta que la alfombra se mueve y le da un susto tremendo.


Andrei y su madrastra nunca se recuperan de aquella primera impresión mutua. La convivencia no será fácil y poco después Andrei dejará la casa paterna, y los estudios, y la fe en la Revolución, y no durará mucho suelto en las calles moscovitas: en 1930 es declarado enemigo del pueblo y enviado a Siberia (su padre el general correrá la misma suerte pocos meses después). Durante los siguientes veintinueve años, Andrei intenta fugarse ocho veces de los campos. En 1959 lo consigue finalmente: llega a pie, medio muerto de frío y de hambre, hasta Finlandia. Le lleva un año más cruzar toda Europa hasta llegar acá, a esta casa diseñada por Le Corbusier en el extrarradio de París.


La casa estaba abandonada. Había grandes trozos de mármol sin esculpir en el jardín lleno de maleza. El escultor Lipchitz había huido a América antes de que llegaran los nazis. Pero en cuanto terminó la guerra, Bertha decidió regresar desde Nueva York: “Mi hijo está vivo, lo presiento, y cuando me busque irá a la casa de Boulogne-Billancourt, y si no estoy allí cuando llegue nunca volveré a verlo, lo presiento”, le dijo a Lipchitz antes de abandonarlo en 1946. Catorce años ha esperado desde entonces pero, en esta noche de 1960, Andrei ha vuelto. Ese hombre de 45 años que parece de sesenta es su hijo y esta noche volverá a ocupar la camita que hay en el dormitorio infantil del primer piso, donde durmió por última vez en 1927. En la cabecera de la cama hay, hubo siempre, un cuadrito sin firma de un lobo en medio de la estepa nevada. Hay cosas que no cambian. Nos sostienen porque no cambian. O quizá es simplemente que no cambian para que no nos vengamos abajo.


Demos ahora otro salto en el tiempo, hasta 1995. Parte de la losa de hormigón se ha derrumbado, la pared de ladrillos de vidrio que hay en el living está oscurecida por el moho, la creación de Le Corbusier parece uno de esos esqueletos de estaciones de servicio que se ven por las rutas argentinas, pero Andrei sigue viviendo allí. También los enormes mármoles sin esculpir siguen en su sitio en el jardín, entre la maleza. Pero por muy poco tiempo más: en 24 horas debe desalojarse la casa, un asunto de abogados de Nueva York. Andrei se hizo cargo de Bertha hasta que ella murió (vendía pólizas de seguros casa por casa para mantener a ambos). Durante todos esos años siguió durmiendo cada noche en la camita de su dormitorio infantil. También estuvo combatiendo a esos abogados de Nueva York: todavía tiene a mano, al lado de la puerta, una pala de mango corto, con los bordes bien afilados. “Con una de éstas vi decapitar a unos cuantos en Kolymá”, le comenta al amigo que lo acompaña, antes de dejarla caer en una de las cajas de cartón en donde está juntando sus cosas. Ya no importa: los abogados han ganado; mañana Andrei se habrá mudado a un altillo de un solo ambiente, de cinco metros por tres, en un quinto piso sin escalera de Barbès-Rochechouart, donde colgará en la cabecera de su cama el cuadrito del lobo en la estepa nevada. Como diría Lunacharsky: “Dios no existe. Lo fusilamos nosotros, en 1918”.


John Berger cuenta esta historia en su libro Fotocopias. Nunca dice el apellido de Andrei, pero en un libro que de casualidad estoy leyendo sobre el misterio de la muerte de Raoul Wallenberg (aquel magnate humanitario sueco que salvó a tantos judíos durante la guerra) figura un Andrei Lipchitz dando testimonio de que vio a Raoul Wallenberg en la Lubjanka, después de una de sus tantas fugas fallidas, durante la Navidad de 1947. Hasta el día de hoy no se sabe ni cuándo ni cómo ni dónde murió Wallenberg, después de ser arrestado por los rusos en Budapest, en 1945. Tampoco sé nada más de Andrei; ni siquiera si el apellido que usó en vida era Lipchitz o el de su padre el general. En cuanto al Atelier Lipchitz, ubicado en el 9 Allée des Pins, en Boulogne-Billancourt, una inmobiliaria multinacional lo ofrece actualmente a la venta por Internet. Piden 3,9 millones de euros, y no saben qué puede haber pasado con los bloques de mármol sin esculpir que había en el jardín.