miércoles, 29 de abril de 2009

Ensayo
Desenrrollando los papiros a través de los siglos
Publicado: 16 de abril, 2009
The New York Times


Ilustración de Greg Clarke


"Mi libro es hojeado por nuestros soldados enviados por el extranjero, e incluso en Gran Bretaña la gente cita mis palabras. ¿Cuál es el punto? Yo no recibo un centavo de esto". No es la queja de algún autor joven de América, que de repente ha descubierto que su contrato le paga nada por las ventas al exterior. Estas son las palabras del poeta romano satírico Marcial, del primer siglo y defensor de los derechos de autor. Por lo general, se asume que no hay mucho en común acerca del comercio del libro entre los antiguos romanos y nuestro tiempo. Los libros romanos, después de todo, se produjeron en un mundo que no sólo era pre-Internet, sino antes de Gutenberg. Todos los materiales de lectura fueron laboriosamente copiados a mano. El antiguo equivalente de la imprenta era un batallón de esclavos, cuyo trabajo fue transcribir una a una todas las copias de Virgilio, Horacio y Ovidio que el mercado romano podía comprar. Y fue un gran mercado. La Roma imperial tenía una población de al menos un millón. Haciendo una estimación conservadora de los niveles de alfabetización, no habría habido más de 100.000 lectores en la ciudad. Los libros que se leían no eran "libros" en nuestro sentido sino, al menos hasta el segundo siglo, "libros rollo" - largas tiras de papiro, enrolladas entre dos varas de madera en cada extremo. Para leer la obra en cuestión, el papiro se desenrollaba de la vara de la izquierda a la derecha, con lo que una "página" se extendía entre las dos. Se consideraba de mala educación dejar el texto en la vara de la derecha cuando se había terminado de leer, de manera que el próximo lector tuviera que retroceder y volver al principio para encontrar la página del título. De mal gusto
-pero era una falta común, sin duda-. Algunos escribas amablemente repetían el título del libro al final, teniendo este problema en mente. Esos pesados rollos hacían una lectura muy diferente de lo que es la experiencia con el libro moderno. Hojearlo, por ejemplo, era mucho más difícil, para mirar hacia atrás unas cuantas páginas y comprobar el nombre que se había olvidado (como se pueda hacer con el Kindle). Por no mencionar el hecho de que en algunos períodos de la historia romana, la manera de copiar el texto, sin pausas entre las palabras, se asemejaba a un río de letras. En comparación, es más difícil de descifrar un texto posmoderno (o el "Finnegans Wake," para el caso). De todos modos, hay mucho en el mundo literario romano que parece muy familiar dos milenios más tarde: el dinero que toman los editores, de los explotados y empobrecidos autores, ágapes sobre libros de famosos y las carreras por los premios literarios.Al igual que Marcial, la mayoría de los escritores romanos sabían que los beneficios de sus escritos acababan en los bolsillos de los editores, que a menudo combinaban el comercio al por menor con el negocio de la copia de los libros -y así fueron, en efecto, editores y distribuidores también-. En el mejor de los casos, el autor recibía sólo una cantidad del vendedor por los derechos para copiar su obra (aunque una vez que el texto estaba "en la calle", no había manera de detener las copias piratas). Horacio, el poeta que tenía la tarea de domesticar el emperador Augusto, hizo la comparación obvia: los ricos eran los editores proxenetas y los autores, o incluso los libros en sí, fueron los que trabajaban duro como humilladas prostitutas. Se refiere a su delgado volumen de poesía siendo "en el juego, todos emperifollados con los cosméticos de Sosius & Co.", sus editores. No es que Horacio lo hizo mal en su escrito. En ausencia de derechos de autor él fue, al igual que la mayoría de los autores más conocidos en Roma, cobijado bajo el ala de un patrón. De hecho, Mecenas, el ministro de la cultura no oficial de Augusto, lo alojó en una casa. Las librerías de Roma estaban agupadas en calles particulares. Una de ellos era Vicus Sandalarius, o la Clalle de los Zapateros, no lejos del Coliseo (conveniente para después de presenciar una jornada de gladiadores). Aquí se encontraba el exterior de las tiendas cubiertas con anuncios y listas de los títulos en stock, a menudo adornadas con algunas citas a elección de los libros del momento. Marcial, de hecho, una vez le dijo a un amigo que no se moleste a aventurarse dentro, ya que podría "leer a todos los poetas" en sus puertas. Para los que quisieron entrar, había por lo general un lugar para sentarse y leer. Con los esclavos a mano para que trajeran un refrigerio, lo que habría sido no muy diferente de la cafetería en un moderno Borders. Para los coleccionistas, había tesoros de segunda mano en cuando a ser recogidos, a buen precio. Un romano académico informó encontrar una copia del segundo libro de Virgilio de la "Eneida", no sólo una vieja copia cualquiera, sino como el librero le aseguró, una del propio Virgilio. Una historia difícil de creer, pero que lo convence a uno para dar una pequeña fortuna para adquirirla (y no más, de hecho, superior a la suma anual de los salarios de dos soldados profesionales). Los riesgos de las compras más baratas eran diferentes. Un rollo libro a precio reducido habría caído en pedazos tan pronto como un moderno libro hecho en rústica. Pero lo que es peor, la presión para obtener las copias rápidamente significaban que se hicieran con errores y, a veces, incómodamente diferente de la auténtica expresión del autor. Una lista de precios a partir del tercer siglo dC significaba que el dinero necesario para comprar una copia de alta calidad de 500 líneas sería suficiente para alimentar a una familia de cuatro personas (ciertamente, en raciones básicas) para un año entero. Si se escogía por un trabajo inferior, usted podía obtener un 20 por ciento de descuento. Incluso si los escritores antiguos no hacían dinero con las ventas, muchos todavía querían anunciar al mundo que sus nuevos volúmenes estaban en los estantes. La clase alta romana tomó la forma de seleccionar las lecturas de los trabajos, dando reuniones de carácter semi-público o invitación en exclusiva para algunos acontecimientos, tal vez en la casa de un rico patrón. Estos ágapes podían ser tan frustrantes para el autor de esa época como para el de un libro moderno, donde sólo se esperaba que la mitad de los invitados bebieran un vaso de vino amable y se agolparan a una retirada precipitada sin comprar una copia. Plinio, el escritor en el temprano siglo II dC, en Roma, se quejó de que "apenas hubo un día en abril, cuando alguien no diera una lectura", y que los pobres autores tuvieron que luchar con pequeñas audiencias, la mayoría de los cuales había escapado antes del final de todos modos. Una forma más segura a la antigua celebridad literaria fue el premio literario. Los autores han sido muy competitivos desde los albores de la escritura occidental. Una historia que, en los primeros días, había producido un enfrentamiento literario entre Homero y su famoso y un poco menos jóvenes contemporáneos Hesíodo. (Hesíodo había ganado, sobre la base de que "Los Trabajos y los Días", de su largo poema sobre la agricultura, era más "útil" que la "Ilíada".) Todos los dramas del teatro griego estaban, por supuesto, escritos para la competencia. Posteriormente, los emperadores romanos habían pagado por premios de alto perfil, más como el Pulitzer o el Booker. Un número de autores previamente publicados se sabe que han tenido éxito en estas competiciones, pero siempre enfrentaban el riesgo de ser humillados por aficionados autores noveles acomodados. Una lápida romana conmemora al prodigio llamado Sulpicius Máximo de 11 años de edad, cuidado por Mater y Pater, sin duda, que murió poco después de competir "con honor", en un prestigioso premio de poesía en Nápoles. Había impresionado a los jueces con su composición sobre un conocido tema mitológico: un discurso de Júpiter, diciéndole su enojo al dios Apolo por haber prestado su carro al imprudentes jóven de Phaethon. Podemos tener la tentación, entonces, a sentir lástima por los antiguos conflictos de esos autores. Pero antes de derramar demasiadas lágrimas, debemos reflexionar sobre su éxito a largo plazo a lo largo de los siglos. Platón es incluso ahora, como los clasicistas gustan de alardear, el filósofo más vendido que el mundo ha visto jamás, mientras que, cualquiera que haga clic en el Amazon confirmará las clasificaciones de Tito Livio, Horacio y Virgilio todavía rivalizando en popularidad con los más modernos escritores sobre el mundo clásico. Puede que no han hecho mucho dinero durante su vida, pero puedo imaginar que sonríen con satisfacción en los Campos Elíseos, ya que su trabajo podría haber agregado 2000 años de derechos de autor en sus cuentas.




Mary Beard es profesora de clásicos en la Universidad de Cambridge y editora de los clásicos de The Times Literary Supplement. Su último libro es "El fuego del Vesubio".

jueves, 23 de abril de 2009

John Cheever/Marianne Moore/Nureyev/Vidas públicas, secretos privados

Esto parece el infierno



Alcohólico, bisexual, culposo, voyeur en la clase alta de los cócteles y las casas de verano, espía en la clase media de los suburbios, autodidacta, ajeno a la celebridad y el escándalo pero de una vida privada atormentada, admirado por sus colegas, subvalorado por el mercado, John Cheever era un escritor que, a casi treinta años de su muerte, esperaba una biografía que hiciera justicia a su vida. Finalmente, Blake Bailey publicó en inglés Cheever: A Life, un monumental trabajo para el que tuvo acceso a las versiones no depuradas de sus ya dolorosos Diarios. Mientras en Argentina vuelve a circular desde hace algún tiempo la totalidad de su obra, Radar se sumerge en las 800 páginas de la biografía (de improbable pero esperada traducción) y reproduce un texto inédito en castellano y recientemente recopilado en las obras completas norteamericanas.


Por Rodrigo Fresán



Ya existía una biografía del escritor norteamericano John Cheever publicada en 1988 y firmada por Scott Donalson, responsable también de una vida de Francis Scott Fitzgerald y de un ensayo sobre su “amistad peligrosa” con Ernest Hemingway.
Y lo cierto es que aquella John Cheever: A Biography no estaba mal y, además, tuvo el privilegio de ser la primera. Pero enseguida se supo que había sido elegantemente boicoteada por la familia de Cheever, que no facilitó papeles privados acaso temiendo que interfiriera con la publicación de los formidables Diarios del escritor y de volúmenes de cartas y memoirs de los herederos.
Ahora, más de veinte años después, con los cajones vacíos y plena colaboración de la parentela, llegan las casi 800 páginas de esta vida monumental y tristísima que se lee como una gran novela.
Y está claro que Bailey, quien hace unos años ofreció una excelente biografía de Richard Yates, otro escritor de la angustia epifánica y la melancolía eufórica, hizo muy bien su trabajo y nada hace pensar que vaya a hacer falta otro libro sobre las idas y vueltas de este hombre eufóricamente melancólico. Y queda claro también que la inicial versión de la historia de Scott Donaldson es un inofensivo musical de Walt Disney comparado con el sonido y furia y dolor y culpa que aquí ruge y susurra.
Abandonen toda esperanza lo que se atrevan a entrar aquí, porque aquí están todos y todo.
Los blues alcohólicos de un bisexual culposo, el orgullo de un genio autodidacta, las humillaciones de alguien que casi hasta el final fue considerado apenas “un escritor para revistas”, el hombre que amaba pero no podía soportar a los suyos (en especial a su alguna vez idolatrado hermano, y todo parece indicarlo, primer amante), el fabricante en serie que despreciaba sus cuentos perfectos mientras soñaba con la perfección de novelas consideradas siempre imperfectas por los adoradores de sus cuentos perfectos, el falso aristócrata hijo de una familia humilde, el eternamente expulsado, el celoso del éxito de sus colegas, el nudista serial en piscinas propias y ajenas, el celoso amante siempre en celo, el sátiro fantaseador y romántico, y el extraviado que confesaba a las páginas de su diario que “No nací en una verdadera clase social, y desde muy pronto tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa, sólo que a veces me parece que he olvidado y tomo mis disfraces demasiado en serio”. Y, demasiado cerca del adiós, finalmente, el hombre que muere respetado y celebrado y admirado por colegas y lectores pero, aun así, insatisfecho y dolido.
Y aquí están también las reveladoras y hasta ahora desconocidas “confesiones” (Bailey es el primero que tiene acceso a la totalidad de los diarios, constantemente citados y alcanzando en este libro una voz cheeveriana y narradora, como la de sus mejores relatos) así como las muchas y sorpresivas revelaciones: los Cheever se mudaron a una casa en la que alguna vez vivieron el joven Richard Yates y su casi alucinada madre; un difuso affaire de Cheever con Harold Brodkey; la suegra de Salinger fue baby-sitter de los hijos de Cheever; la relación amor-odio con John Updike (quien firmó la única reseña no del todo favorable de Cheever: A Life, publicada de forma póstuma en The New Yorker); la tremenda historia del joven mormón y aspirante a escritor Max Zimmer, amante casi “oficial” durante los últimos años de Cheever; el modo en que William Maxwell “estafó” durante años a Cheever pagándole mucho menos que a otros escritores de The New Yorker como Shaw y Updike y Hazzard, siendo la clínica exploración de esta “amistad” hasta ahora legendaria y desmenuzada por Blakey en todo el esplendor de sus perfiles sadomasoquistas y pasivo-agresivos uno de los puntos más fuertes y apasionantes de Cheever: A Life.
Y, sí, Bailey siguiendo a Cheever luego de haber alcanzado a Yates parece haberse especializado en contar vidas muy sufridas. De hecho, ése es uno de los peros que Updike le pone a Cheever: A Life: el ser una virtual avalancha de momentos duros y vergonzantes y desesperanzados a los que ni siquiera las ciento y algo de páginas finales en las que Cheever “triunfa” públicamente parecen redimir o iluminar. Updike está en lo cierto, pero así es la vida y así fue la vida de Cheever. Un poderoso hombre débil que aun en la más oscura noche del alma encuentra la fuerza para admirar la lluvia, la luz, la capacidad salvadora de la literatura y quien, de algún modo, se sabe dueño justo de la prosa más exquisita entre los escritores de su generación y, si nos ponemos audaces pero no por eso imprudentes, practicante, línea a línea, de la escritura más elegante y encendida en toda la historia de las letras de su país.
Y el libro de Bailey, que cierra con un capítulo sobre el actual estado de las cosas con la mala nueva de que Cheever, una vez más, vuelve a ser muy poco leído en su patria y, a diferencia de lo que ocurre en el extranjero, poco considerado por los jardineros del canon, viene acompañado por la buena noticia de la tardía pero más que merecida entrada de Cheever en el cielo de la inmortalizadora The Library of America.
Allí, a partir de ahora, yacen inquietos dos paradisíacos volúmenes también supervisados por Bailey, suyas son las notas y la cronología conteniendo uno de ellos sus cinco novelas (Crónica de los Wapshot, El escándalo de los Wapshot, Bullet Park y Esto parece el paraíso) mientras que otro cobija buena parte de su obra cuentística (incluyendo tanto al ya legendario “Big Red Book” The Stories of John Cheever, publicado en nuestro idioma como Cuentos 1 y Cuentos 2 así como textos jamás recopilados hasta ahora en forma de libro). Y la verdad que el completista obsesivo esperaba un poco más de este segundo tomo, ya que los materiales “nuevos” (entre los que se incluye el epifánico ensayo sobre la mudanza a los suburbios, territorio que no demoraría en ser considerado el “Cheever’s Country” y que el autor elevaría a incumplidora Tierra Prometida en relatos clásicos como “El marido rural” o “El nadador” entre otros) no son abundantes. De acuerdo, hay varios ensayos poco conocidos (como la soberbia conferencia “The Melancholy of Distance”, donde Cheever recuerda una visita a la casa de Chejov en Yalta o el “What Happened” donde se evoca la génesis de Crónica de los Wapshot) y otros tan clásicos (el breve pero firme credo estético de “Why I Write Short Stories”), pero uno se queda con ganas de curiosear la entrevista que le hizo a Sophia Loren o sus artículos de viajes para Travel & Leisure. Y la frustración es mayor a la hora de los relatos dispersos. Uno fantaseaba con la publicación total del material no recogido (más de setenta relatos dispersos, ésa era la idea del jurídicamente cancelado The Uncollected Stories of John Cheever de finales de los años ’80) y lo que aquí se rescata es, apenas, catorce cuentos. Y, de acuerdo, está ese perfecto debut que es “Expelled” (en el que un Cheever de dieciocho años narró la expulsión de su colegio) pero dónde está el tardío y experimental “The President of the Argentine” (donde Cheever parece burlarse de Bathelme, Barth, Coover & Co. a la vez que demuestra que él, supuesto conservador, siempre fue el más vanguardista de todos).
Pero, claro, todas éstas son falencias que podrán resolverse en un tercer tomo de la Library of America.
Mientras tanto y hasta entonces, disfrutar y sufrir con lo mucho que hay aquí: la odisea de un inmenso artista con complejo de inferioridad, la trayectoria de un gigante atormentado por su baja estatura pero aun así orgulloso de ser “un CHEEVAH” que, como ese poeta italiano que tanto le gustaba citar con pésimo acento y botella de gin en la mano, descendió a los infiernos por el solo placer de, al final del viaje, alcanzar el paraíso y contemplar y describir, emocionado, las estrellas. Y como el fugitivo Ezequiel Farragut al final de Falconer decirse y decirnos “Alegrémonos”.



Cheever: A Life
Blake Bailey
Knopf, 2009
770 páginas





El éxodo urbano
Con la posguerra, la prosperidad inundó Estados Unidos y las ciudades se entregaron a un boom no sólo de natalidad, sino también inmobiliario y económico. Pero por eso también los viejos barrios se vieron arrasados por nuevos proyectos, los precios se dispararon por la demanda desorbitada y la bohemia urbana se encontró económicamente desplazada a una nueva forma de vida que emergía en los límites de esas ciudades: los suburbios. John Cheever, ha
sta entonces feliz habitante de Manhattan, fue uno de esos que emprendieron la mudanza. Años después se convertiría en el gran escritor de ese mundo de casas amadas, amas de casa, infelicidad y opresión. Esta es la crónica y elegía de su despedida de Nueva York, publicada en Esquire, en julio de 1960, e inédita en castellano hasta ahora.


Por John Cheever


La guerra había terminado; también la escasez de materiales de construcción y desde la ventana de nuestro departamento cerca de Sutton Place podíamos ver cómo empezaba a cambiar el horizonte. Todos los que estaban volviendo ya estaban en casa, las chicas todavía tenían su aspecto de licencia y rocío y, después de las ruinas humeantes y cariadas de Manila, la ciudad de Nueva York, con el cielo derramando su luz sobre los ríos, parecía una iluminación. Mis hijos eran pequeños y mi Nueva York favorita era a la que ellos me conducían las tardes de domingo. Una chica en tacos altos te puede mostrar Roma, un compañero de tragos es el mejor para Dublín, y yo disfrutaba de la Nueva York que conocían mis hijos. Les gustaba la casa de los leones de Central Park a las cuatro de las tardes de febrero, el punto más alto del Queensboro Bridge, y un muelle cerca del río en las East Forties, hace mucho abandonado, donde una vez vi a una pareja de prostitutas jugando a la rayuela con las llaves de una habitación de hotel. Oh, fue hace mucho tiempo. Todavía se podía escuchar la versión instrumental de “Oklahoma!” durante las horas de beber, la Mink Decade recién se estaba consolidando y la Third Avenue todavía hacía vibrar los platos en Bloomingdale’s. Las vistas del East River eran más amplias entonces y esas extensiones de agua y luz tenían una fuerza impresionante. Solíamos cabalgar y jugar a la pelota en Central Park y, en octubre, con la temporada de esquí en mente, solía subir los diez pisos de escaleras de mi departamento. Usaba las escaleras de atrás, las únicas, y yo era el único que las usaba. La mayoría de las puertas de las cocinas estaban abiertas, y mi subida era una violación a la privacidad, pero, ¿qué podía hacer? Silbaba y a veces cantaba para avisar a los vecinos de mi acercamiento, pero a pesar de estas precauciones una vez vi a una mujer usando apenas una faja mientras preparaba una pata de cordero, a un cocinero tomando whisky de la botella, y a una ama de casa sentada sobre las rodillas del pálido chico del delivery de la carnicería de la esquina. En Nochebuena, mis hijos y sus amigos cantaban villancicos en Sutton Place, sobre todo para mayordomos, porque todos los demás se habían ido a Nassau, lo que pudo haber sido el principio del fin.
Era una vida maravillosa y parecía que nunca iba a terminar. En invierno había algunos días con un brillo inteligente en el aire y los edificios, y después estaban los primeros vientos sureños de la primavera con sus olores excitantes e inmundos de los patios de atrás, y todas las mujeres que habían salido a comprar caminando hacia el este al atardecer, cargando flores de manzanos y lilas que habían sido traídas en camiones desde el Shenandoah Valley la noche antes. Un mendigo que hablaba francés solía trabajar en Beekman Place (“Je le regrette beaucoup, monsieur...”), y al salir a cenar una noche nos encontramos con un gaitero en la plataforma de subterráneo de la Avenida Lexington que tocó una marcha Black Watch entre trenes. Nueva York era el lugar donde yo había conocido y me había casado con mi esposa, había soñado con sus calles durante la guerra, mis hijos habían nacido allí, y era donde por primera vez había experimentado el sentimiento de estar libre de estructuras sociales y parentales. Nosotros y nuestros amigos parecíamos improvisar nuestro mundo y encontrarnos con la sociedad en los términos más liberales y espontáneos. Supongo que no hubo un día, una hora, en la que la clase media recibió orden de marcharse, pero hacia el final de la década del ’40 la clase media se empezó a mover. Fue más un empujón que un movimiento, y la energía detrás del empujón fue el cambiante carácter económico de la ciudad. Sería más fácil de describir si hubiera habido edictos, proclamas y tablas de estadísticas, pero el vasto movimiento de población fue forzado por las cuentas de la carnicería, las propinas, el incremento en los costos de los alquileres y los colegios y las demoliciones. ¿Dónde están los Wilson?, uno podía preguntarse. Oh, se compraron un lugar en Putnam County. ¿Y los Renshaws? Se mudaron a Nueva Jersey. ¿Y los Oppers? Los Oppers están en White Plains. Las líneas se estaban angostando, y los mirábamos ir con cierta pena y desdén. A veces volvían para una cena con barro en los zapatos, y los rostros de las mujeres enrojecidos de trabajar en el jardín. ¡Mi Dios, los suburbios! Rodeaban los límites de la ciudad como territorio enemigo y pensábamos en ellos como una pérdida de privacidad, una cloaca de conformidad y una vida de infelicidad indescriptible en un pueblo cuyo nombre aparecía en The New York Times sólo cuando un ama de casa aburrida se volaba la cabeza con un arma.
Esa primavera, en la ceremonia de cierre del año escolar de mi hija, la directora tomó el micrófono y anunció: “Ahora la escuela se terminó... ¡y todos nos vamos al campo!”. Nosotros no nos íbamos al campo y la exclamación me fascinó porque, escondida en algún lugar de sus palabras, había una sensación, una aprehensión del hecho de que los ricos de la ciudad se estaban volviendo más ricos y el frágil espacio medio donde nosotros estábamos parados se estaba desvaneciendo. En cualquier caso las vistas del río se estaban desvaneciendo así como sus marcas. Se tiró abajo una destilería vieja y se levantó una lujosa casa de apartamentos. Empezó la construcción en un terreno baldío donde solíamos pasear al perro, y la mayoría de las pequeñas y agradables casas del vecindario, donde la gente que no era rica podía vivir, fueron marcadas para demolición e iban a ser reemplazadas por torres de vidrio de una nueva clase. Podía ver el paisaje de la juventud de mis hijos destrozado frente a mis ojos; ¿y no pierden fuerza la riqueza de nuestros recuerdos con esta velocidad de reconstrucción? La casa de departamentos donde vivíamos cambió de manos y los nuevos dueños se prepararon a convertir el edificio en una cooperativa, pero nos dieron ocho meses para encontrar otra casa. La mayoría de la gente que conocíamos para entonces vivía o en River House o en inquilinatos del centro, donde había que usar ollas y sartenes para contener las goteras cuando llovía. Las chicas o salían o entraban del Colony Club, por decir algo, en el embarcadero del río, y los amigos de mis hijos o jugaban fútbol para Buckley o practicaban con cuchillos en las sombras del puente.
Ese fue el invierno en que nunca tuvimos suficiente dinero. Yo busqué otro departamento, pero fue imposible encontrar un lugar para una familia de cinco que fuera adecuada para mis ingresos y para mi esposa. No éramos tan pobres como para acceder a las viviendas subsidiadas y en absoluto lo suficientemente ricos para los nuevos edificios que estaban creciendo a nuestro alrededor. El ruido de los cuadrillas destrozando todo parecía directamente dirigido a nuestra residencia en la ciudad. En marzo, una de las obligaciones que no pude cumplir o fui negligente fue la cuenta de electricidad y nos cortaron la luz. Los niños se bañaron a la luz de las velas y, aunque disfrutaron este desarrollo de los hechos, el efecto de un departamento oscuro en mis propios sentimientos fue sombrío. Simplemente no teníamos el dinero. Pagué la cuenta de luz por la mañana y fui a Westchester una semana más tarde y arreglé el alquiler de una pequeña casa con un enfermizo árbol en el jardín.
Las ceremonias de despedida eran numerosas y a veces con lágrimas. El sentimiento era que íbamos al exilio, como tantos miles antes de nosotros, por invisibles presiones económicas y enviados a una yerma vida de provincias donde engordaríamos, usaríamos ropas inadecuadas, y pasaríamos nuestras noches pegados a la televisión. ¿Qué otra cosa puede hacer uno en los suburbios? La noche antes de irnos fui a Riverview Terrace para cenar, de donde salté, en una exuberancia de arrepentimiento, de una ventana de un primer piso. No creo que eso se pueda hacer más. Después de la fiesta caminé por la ciudad, y empecé mis despedidas. Las tradicionales luces de madera seca salían de las calles y pegaban en las nubes bajas sobre mi cabeza. En una vereda, en algún lugar de las Ochentas vi a un cubano bailar pasos de rumba con un bebé en los brazos. Una fiesta en las Sesentas se estaba terminando y los hombres y las mujeres estaban bajo una puerta iluminada diciendo adiós y buenas noches. En las Cincuentas vi a un linyera empujando un carrito de bebé inglés, un carruaje para una princesa, de un tacho de basura a otro. Era parte de la impronta de la ciudad. Era la primavera, y había una intoxicante y fresca fragancia desde el Central Park, porque en Nueva York el avance de las estaciones no se olvida sino que se intensifica. Tormentas de otoño, fuegos de hojas, la quietud primordial que llega después de una nevada intensa y los lascivos olores de abril, todo parecía magnificado por el pavimento de la más grandes las ciudades del mundo.
Los hombres de la mudanza iban a llegar al amanecer y yo di otro paseo melancólico. Me hice lustrar los zapatos por un agradable italiano que siempre se describía a sí mismo como un hombre con la mente sucia. Culpaba al olor de la crema de lustrar porque, decía, provocaba persuasiones venéreas. Tenía, como mucha gente de su tipo, una mente vívida y poseía, junto con la colección de revistas de nudismo más grande que haya visto, algunos exaltados recuerdos de Laurence Olivier como Hamlet, u Omletto, como lo llamaba. Parada frente a nuestro edificio de departamentos había una anciana que no sólo alimentaba y daba de beber a las palomas que entonces vivían alrededor de Queensboro Bridge, pero cuyo amor por los pájaros era celoso. Un obrero había puesto los restos de su comida sobre la vereda y ella estaba pateando los restos en la basura. “Usted no tiene que alimentarlos”, le decía. “Usted no tiene que preocuparse por ellos. Yo los cuido. Gasto cuatro dólares por semana en granos y pan duro, y en el verano les cambio el agua dos veces al día. No me gusta que los alimenten extraños.” La ciudad es vulgar, poco convencional y magnífica, y ella y el lustrador podrían ser abogados de su falta de convencionalismo, esos millones de solitarios, pero no descontentos, hombres y mujeres que pueden ser escuchados hablándoles con gran intimidad a los chimpancés del zoológico, las ardillas del parque y a las palomas en todas partes.
Esa mañana el aire de Nueva York estaba lleno de música. Bessie Smith estaba cantando “Jazzbo Brown” desde una radio en el carrito de jugo de naranjas de la esquina. Bajando por Sutton Place, un hombre ciego estaba tocando “Make Believe” en trombón. La Quinta Sinfonía de Beethoven, con todas sus amenazas y revelaciones, salía de una ventana de un piso alto. Los hombres y las mujeres se asoleaban en la Segunda Avenida y la visión de la vida urbana parecía amigable, un lazo de imponderables, un riesgo compartido y al menos un gesto hacia la pacificación de la humanidad, porque, ¿cómo podía una especie que no fuera pacífica vivir en semejante congestión? Fredric March estaba sentado en un banco en Central Park. Igor Stravinsky estaba esperando que cambiaran las luces. Myrna Loy estaba saliendo del Plaza y en la Sexta e.e. cummings estaba comprando bananas. Era tiempo de irse y me tomé un taxi. “No duermo”, me dijo el conductor. “Ya no duermo. No consigo descansar. ¡La primavera! No significa nada para mí. Mi esposa me dejó. Se juntó con este bombero, pero yo le dije: ‘Te voy a esperar, Mildred. Te voy a esperar, sólo es bestialismo lo que sentís por este hombre y te espero, dejo prendidos los fuegos del hogar.’” Era el idioma de la ciudad y una de sus muchas voces, porque, ¿dónde más en el mundo los extraños desnudan sus íntimos secretos con tanta urgencia y tanta velocidad? Y yo iba a extrañar esto.
Como muchas otras cosas en la vida moderna, el pathos de nuestra partida fue protegido por un profundo cartílago de decoro. Cuando la camioneta de mudanzas cerró sus puertas y partió, nos dimos la mano con el portero y nos fuimos al campo, preguntándonos si alguna vez volveríamos.
Volvimos la semana siguiente para una cena y seguimos volviendo a la ciudad para visitar amigos regularmente. Compartían nuestros prejuicios y nuestras ansiedades. Nos preguntaban: “¿Pueden soportarlo? ¿Están bien ahí? ¿Cuándo creen que podrían volver?”.
Y encontramos a otros evacuados en el campo que se sentaban sobre su césped suburbano, planeando volver cuando los chicos terminaran la facultad; y cuando la lluvia caía sobre las hojas de árboles petrificados, preguntaban: “Oh, Charlie, ¿crees que estará lloviendo en Nueva York?”.
Ahora, en las noches de verano, el olor de la ciudad viaja hacia al norte sobre las aguas del río Hudson, hasta las arboladas e internas orillas donde vivimos. El olor es como los restos de una enorme lavandería, aunque espero que un evacuado incurable pueda detectarlo en Arpège, gin frío como la piedra, y pueda quizás incluso imaginar que escuchó música en el agua; pero esto no es para mí. A veces vuelvo a caminar por los fantasmagóricos restos de Sutton Place, donde los rudos nuevos edificios se paran en la vista al río de los demás, y donde el precio de los alquileres provoca mareos, pero ahora mis viejos amigos parecen insulares en su preocupación acerca de mi exilio, sus departamentos parecen magníficos pero polvorientos, como el escenario de una compañía viajera de Broadway, y sus porteros sólo me recuerdan el hecho de que no les tengo que dar una propina de 20 en Navidad y que en mi propia casa puedo gritar de alegría o enojo sin preocuparme por si alguien golpea el radiador pidiendo silencio. La verdad es que estoy loco por los suburbios y no me importa quién lo sepa. A veces mis hijos y yo vamos a pescar percas en el Hudson, y cuando los trenes de la ciudad pasan al lado de las orillas del río saludo a los a veces avergonzados pasajeros con mi lata de cerveza, deseándoles velocidad y prosperidad en la más grande ciudad del mundo, pero los veo pasar sin un rastro de nostalgia o envidia.



Los dos tomos de The Library of America con que se lo ha homenajeado recientemente. En la Argentina, en los últimos tiempos han vuelto a circular sus libros tras una larga ausencia en las librerías. Emecé ya ha reeditado buena parte de los libros con prólogos y notas de Rodrigo Fresán. A la antología La geometría del amor se le sumaron Relatos 1 y 2, que incluyen los cuentos recogidos en el célebre Ladrillo Escarlata que Cheever editó en sus últimos años y le valieron el postergado reconocimiento. También salieron las novelas Parecía un paraíso, Bullet Park y Falconer. Y el magistral volumen de Diarios, también anotado y prologado. Quedan pendientes Crónica de los Wapshot y El escándalo Wapshot. Punto de Encuentro editó por su parte El hombre al que amó, un volumen en el que se recogen cuentos dispersos poco conocidos en castellano.






Sapos reales en jardines imaginarios
Por Guillermo Saccomanno

Las dos de la mañana. Truman Capote, neurótico desenfrenado, en un ataque de insomnio, da vueltas y se resiste al alcohol y las pastillas que lo perderán. Se masturba pensando que se dormirá, pero no. El insomnio lo exaspera. Con la esperanza de vencer el insomnio, se pone a escribir un autorreportaje. Sin compasión se acosa a sí mismo y construye un diálogo donde no se perdona un defecto, paradigma de la literatura del doppelgänger. “¿Qué te asusta?”, le pregunta el Otro. “Los sapos reales en jardines imaginarios”, contesta el escritor. A esta altura, a su edad, con una fisonomía de batracio amanerado, con esa voz que es un croar, Capote, luchando contra su propio patetismo, consciente del mismo, dice algo que vale la pena desentrañar. En su respuesta revela una búsqueda: la poesía. Si recurre a una imagen poética no debe ser casual: se apela a la poesía en estado de emergencia. La respuesta, “los sapos reales en jardines imaginarios”, ese ingenio poético, pertenece a Marianne Moore. Quizás esta madrugada Moore podría haberle dicho al escritor de A sangre fría: “¿Qué es nuestra inocencia, / qué nuestra culpa? Todos estamos/ desnudos, nadie a salvo. ¿Y de dónde/ el coraje: pregunta sin respuesta, /firme duda/ –mudo llamar, sordo escuchar– que/ en la desgracia, hasta en la muerte/ abisma a los demás/ y, en su derrota, incita/ a los demás a ser fuerte?”.
Como Capote (1924-1984), aunque casi cuarenta años mayor que él, Moore (1887-1972) entra en la categoría de los poetas y narradores procedentes del interior de Estados Unidos que transformaron su literatura. Muchos nacidos antes del siglo XX, estaban destinados a encontrarse con un modelo cultural chato y aletargado. No obstante todos escucharon la consigna de Ezra Pound: “Make it new”. Con esta consigna se lanzaron a renovar un canon cuyo único artista admisible era el pionero Walt Whitman. Para renovar esta literatura se necesitaba más que voluntad. Había que tener algo que decir. Tener un nervio. Lo que inquieta en un primer acercamiento a la poesía de Moore justamente es su nervio. O, si se lo prefiere, su pathos. De entrada, sus poemas desafían: el suyo es un imaginario en el que se alternan con profusión criaturas de un onirismo pertinente a una literatura infantil, una reminiscencia que no alcanza a ser gótica pero que está ahí, un saltar de una situación tan plástica como enervante a otra, y siempre con una arrogancia caprichosa. Su universo parece extraído de una lectura esquizofrénica de la ciencia, el imaginario zoológico de una mente entomóloga extravagante que colecciona y disecciona alegremente en una morgue literaria jerbos, pangolines, serpientes, guepardos, unicornios, medusas, cisnes, dragones, chinchillas, erizos, nutrias, camellos, luciérnagas, avestruces, cardenales, basiliscos y pelícanos. Volviendo a Capote, ¿es casual que ese libro de relatos donde su subjetividad salta a primer plano se titule Música para camaleones? Una digresión ahora: ¿por qué no leer a Moore, chica del interior que, después de trabajar también de bibliotecaria, conquista Nueva York con su simpatía, leerla, digo, como una heroína camaleónica de Capote? Es más, ¿por qué no leerla desde Capote, a quien de chico lo picó una víbora de agua? También de su propia infancia Capote recuerda: “Lo bueno y lo malo. Las hormigas, los mosquitos y las víboras de cascabel, cada hoja, el sol en el cielo, la vieja luna y la luna nueva, los días de lluvia”.
Pero Moore, más elusiva que Capote, se resiste a proporcionar explicaciones, aunque cada tanto, después de un torrente de alegorías, puede condescender: “La complejidad no es un crimen, pero llevadla/ a un cierto grado de penumbra/ y nada es comprensible. La complejidad,/ además, que se ha confinado a la oscuridad, en lugar de/ admitirse como la pestilencia que es, se mueve de acá/ para allá intentando confundirnos con la deprimente/ falacia de que la insistencia/ es la medida del logro y de que toda verdad/ debe ser oscura. Ante todo gutural, la sofisticación está/ donde siempre ha estado: en las antípodas de las grandes/ verdades originarias”.
Su biografía, no más feliz que la de su lector Capote, ofrece indicios, insinúa las razones de su escritura. Poco antes de su nacimiento el padre sufre una crisis nerviosa sin retorno. Se cría en un barrio marginal de Saint Louis. “El mundo es un orfanato”, escribirá algún día. “¿No tendremos jamás paz sin dolor?” La madre se traslada con ella y su hermano a la casa de su padre, el abuelo de Marianne, un ministro presbiteriano de Kirkwood, donde fuera también pastor un abuelo de T. S. Eliot. Más tarde la familia se muda a Carlisle, Pensilvania. En su etapa de estudiante, uno de los cursos que más la atraen es “Imitative Writing”. Estudia los ritmos de la Biblia, la retórica clásica y las asociaciones ejemplificadoras de la prosa del sermón. Moore tiene una educación bíblica, pero a diferencia de Capote, no perderá la fe. Aunque se entusiasma con la literatura, sus profesores la desaconsejan en sus intentos. Uno de sus profesores se irrita: “Por favor, un poco de transparencia. Su oscuridad es cada vez mayor”. Por un tiempo la joven Moore parece hacer caso y desiste. Se inclina hacia la pintura, pero sigue de largo. Después estudia biología. Y la ciencia será una marca en su escritura: “¿Que si el trabajo en el laboratorio influyó en mi poesía? –le respondió a Donald Hall en una entrevista de The Paris Review–. Estoy segura de que sí. Los cursos de biología me resultaron estimulantes. De hecho pensé en estudiar medicina. Creo que la precisión, la economía de la frase, la lógica usada con fines desinteresados, el dibujo y la clasificación liberan la imaginación o, por lo menos, ayudan.”
Moore tarda en ingresar en el ambiente intelectual y, en especial, con poetas. Sin embargo envía poemas a algunas revistas. Trabaja de profesora. En 1911 viaja con su madre a Inglaterra y Francia. Pero su cambio se produce cuando hace un viaje corto a Nueva York en 1915. Empieza a conectarse y publica en The Egoist, Poetry y Others. Tres años después, siempre con su madre, se instalan en Greenwich Village. The Dial Press publica sus poemas. Se interesan por su escritura Ezra Pound y T. S. Eliot. En poco tiempo se convierte en directora de la revista. Se hace amiga de Wallace Stevens y William Carlos Williams. En su autobiografía Williams la recuerda como un centro, la figura convocante que atiende las nuevas voces poéticas. “El sentimiento más profundo se revela siempre en silencio; no en el silencio sino en la contención”, escribe. De ella emana una fuerza especial que, a Williams, le hace recordar su pelo rojo y su sonrisa suave. Aunque su poesía conquista la admiración de sus pares, la Moore no se envanece: “¿No debería reemplazar la vanidad por la honestidad, como recomienda Robert Frost?”, se pregunta. Y en un poema escribe: “La literatura es una fase de la vida. Si la temes, la situación es irremediable, si te aproximas con familiaridad/ lo que se diga de ella no vale la pena”. En otro poema anota: “Hay una gran cantidad de poesía de inconsciente/ meticulosidad. Algunos productos Ming,/ alfombras imperiales en carrozas de ruedas/ amarillas están bastante bien a su manera, pero he visto algo/ que me gusta más: el/ simple intento infantil de poner en pie/ un animal imperfectamente lastrado,/ y una decisión similar para obligar a un cachorro/ a comer su alimento del plato”.
La dificultad que puede presentar de entrada su poesía la analiza con perspicacia W. H. Auden. Aunque la entendiera, al principio Auden la juzgó “sin pies ni cabeza”. No se trataba sólo del tratamiento del verso libre. Le costaba seguir el hilo del discurso. Rimbaud, para Auden, era un juego comparado con Moore. Quien se acerque por primera vez a la poesía de Moore compartirá la misma dificultad. ¿De qué nos habla esta mujer? Sus poemas pasan arbitrariamente de un bicho a un tuteo que increpa al lector. Descoloca y exige. Porque en esa arbitrariedad se advierte, caprichoso, un hilo narrativo. Finalmente Auden pudo entrarles a sus poemas cuando tuvo una intuición: Moore era una Alicia en estado puro. Ah, era eso, dice uno. Pensarla como la heroína de Lewis Carroll lo impulsó a escribir: “Marianne Moore tiene todas las cualidades de Alicia: la aversión al ruido y al exceso”. La meticulosidad, el amor por el orden y la precisión, más una irónica y punzante agudeza la definen. A Auden no se le escapa la relación de esta poesía con su bestiario. Y de qué manera este empleo de lo animal se presta, además de a la alegoría, a la tentación de la fábula. Pero Moore no se conforma con una bajada moral. “Sus poemas sobre animales son claramente los de una naturalista. Selecciona los animales que le gustan, con excepción de la cobra; la clave del poema es que nosotros, y no la cobra, somos culpables de nuestro propio miedo y repulsión. Casi todos sus animales son exóticos, de esos que sólo se ven en zoológicos o en las fotografías de los exploradores. Sólo uno de sus poemas tiene como protagonista a un animal doméstico.” ¿Es disparatado asociar la serpiente que Auden señala en Moore con la que pica a Capote en su infancia? Una misma infancia religiosa, una misma representación de la mordida del pecado, la pérdida de la inocencia y el intento de recobrarla en la búsqueda de la belleza en el lenguaje norteamericano, búsqueda que, según Moore, consistía ni más ni menos que en el hecho de arriesgarse: “Y si uno no puede arriesgarse, entonces ¿cuál es el sentido de todo esto?”.
Al mismo tiempo su poesía abunda en citas: Plinio, Emerson, Tolstoi, entre muchos. Moore puede incluir entrecomillado en su poesía algo que dijo un articulista o que escuchó en la calle. No le preocupa apelar a lo que dijeron otros y apropiárselo en tanto contribuye a reforzar una idea. “Algunos lectores sugieren que las citas interrumpen la agradable continuidad de la lectura y otros, que son una pedantería o evidencian una tarea insuficientemente realizada”, reflexiona en “Una nota a las notas” de sus Collected Poems. Y sigue: “En todo lo que he escrito hay versos cuyo interés principal lo he tomado prestado y aun no he logrado pasar de este método híbrido de composición, los reconocimientos me parecen un gesto honesto. Tal vez a esos a quienes molestan las condiciones, paradas y posdatas se les pueda persuadir de que confíen en mi honestidad y pasen por alto las notas”.
En muchas de sus fotos Moore transmite la impresión de ser una señorita recatada a lo Louise May Alcott. Hay en ella una elegancia algo remilgada, pudorosa. Tiene un humor fino, punzante, inesperado en una mujer que finge una reprimida, pero no. Nunca se casó. Y cuando le preguntaron sobre el tema dijo: “Creo que cualquiera que tenga el propósito de casarse puede hacerlo. En lo personal, yo no soy matrimonialmente ambiciosa”. A través de esas fotos se intuye a una joven formal, antítesis de su poesía. La feminista Adrienne Rich le reprocha que su poesía no va a fondo, crítica que parece más focalizada en una Moore pública. Considerando los tiempos en que vivió y con quiénes se juntaba, opina Rich, su aspecto recatado suena un tanto snob. Pero también es verdad que, a su manera, Moore, contradictoria con el sombrero tricornio que la distinguirá, prefiere no figurar: “El heroísmo es agotador, pero / se opone a la gula imprudente que no perdonó/ al inofensivo solitario”. No obstante era sincera en su pasión por los deportes y el fanatismo por el béisbol. Alguna vez la Ford llegó a encargarle el nombre de un modelo nuevo, encargo que no vaciló en cumplir pensando que, después de todo, bautizar un auto podía ser una forma de poetizar la realidad. Ayudó a Hart Crane, lo corrigió y se ganó su antipatía. Hay quienes sostienen que conoció a Allen Ginsberg y fue algo así como su madrina literaria. Su máxima excentricidad pudo ser, como se dijo, lucirse a menudo con un sombrero tricornio. A propósito de sombreros: en una foto con Marc Chagall, Marta Graham y Alexander Calder se la ve riendo a carcajadas con un sombrero enorme, ridículamente decorado. Cabría pensar si esta forma de llamar la atención con un sombrero no le garantizaba que, mientras todos se concentraban en su sombrero, nadie reparaba en los jerbos que le roían el cerebro. A Capote seguro le encantaba la pose de Moore. A esta altura, otra digresión: ¿por qué no pensar a Moore, más que a Willa Carther, como una tía de Capote? De ser así, como en su hipotético sobrino, el excéntrico supremo, las apariencias engañan. Ni Capote era el bufón que muchos pensaron ni Moore una excéntrica. Porque las fotos no parecen corresponderse con la mujer que escribe: “Si me dices por qué el pantano/ parece infranqueable, entonces te/ diré por qué pienso que/ puedo atravesarlo si lo intento”. Entonces resulta justísima la apreciación sentenciosa de Auden: “Los poemas de Moore son un ejemplo de un arte que no abunda tanto como debiera. Nos fascinan porque no sólo son inteligentes, apasionados, maravillosamente escritos, sino también porque convencen al lector de que han sido escritos por una persona profundamente buena”. Capote, su lector, también lo era. Y el efecto de los poemas de Moore es precisamente ése: recordar, una madrugada, que tal vez valga la ilusión de ser algún día mejores de lo que somos. Pero antes debemos reconocernos como reptiles.

Pangolines, unicornios
y otros poemas
Marianne Moore
Edición bilingüe de Olivia de Miguel
El Acantilado, 312 páginas


Traducciones
Si bien los intentos de traducir a Marianne Moore no son una tarea fácil, puede accederse a su obra también a través de la edición de Hiperión (Barcelona, 1996) a cargo de Lidia Taillifer de Haya. Procurando dejar a un lado todo chauvinismo, hasta el presente no ha sido superada la traducción de sus poemas que hicieran en una cuidadísima y representativa antología Mirta Rosenberg y Hugo Padeletti para la colección fascicular de “Poesía norteamericana” del Centro Editor de América Latina a fines de los ‘80. Un ejemplo:

A un caracol
Si “la comprensión es la primera gracia del estilo”,tú la tienes. La contractilidad es una virtudcomo es una virtud la modestia.No es la adquisición de cualquier cosacapaz de adornar.O la cualidad incidental que se dacomo concomitancia de algo bien dicholo que valoramos en el estilo,sino el principio oculto:en ausencia de pies, “un método de conclusiones”;“un conocimiento de principios”en el curioso fenómeno de tu cuerpo occipital.







En Foco
Cuestión de honor
El cruce entre historia de las mentalidades y sociología de la vida cotidiana sigue rindiendo sus frutos. En el caso de Ann Twinam, especializada en el mundo colonial hispanoamericano, sirve para derribar algunos mitos sobre la sexualidad de aquellos tiempos y ofrece una original visión centrada en el honor de hombres y mujeres.

Por Patricio Lennard

Vidas públicas, secretos privados
Género, honor, sexualidad e ilegitimidad
en la Hispanoamérica colonial
Ann Twinam
Fondo de Cultura Económica
500 páginas

Decir de alguien que es un “don nadie” supone usar un apelativo que demuestra respeto para exactamente lo contrario. Un hombre sin valía nunca puede ser un “don”. De la misma forma en que quien sí lo es espera que se lo reconozcan cada vez que lo saludan. Muchos dirán que esto es antiguo y lo es, por cierto. Pero pocos se imaginan el peso que ese simple monosílabo tenía en tiempos en que los hombres se levantaban el sombrero para saludar y las mujeres llevaban abanicos como prótesis.
Cuenta esa otra historia protagonizada por héroes ignotos, tipos que no ganaron batallas ni ocuparon tronos pero cuyos nombres quedaron asentados, junto con la descripción de algún proceso judicial o un caso clínico, en expedientes que historiadores desempolvarían siglos más tarde, que Gabriel Muñoz, un próspero comerciante de la ciudad de Medellín, se cruzó una mañana de 1787 con don Pedro de Elefalde, un oficial de la Corona, quien al saludarlo omitió usar el apelativo “don”, acaso maliciosamente. A pesar de ser hijo ilegítimo, Muñoz se sintió ofendido por el gesto, ya que entre los miembros de la elite era costumbre echar mano a ese título honorífico para dirigirse unos a otros. Masticando su rabia, decidió iniciarle al oficial un pleito con el fin de reparar su honor y dejar en claro que no era necesario haber nacido en cuna de oro para merecer cierto respeto. Algo que generó una avalancha de dimes y diretes que fueron abultando las fojas de un expediente en el que se le dio al final la razón al comerciante, quien no tuvo que sacar a relucir su genealogía ni su partida de bautismo para que oficialmente lo exoneraran de lo deshonroso que podía haber en sus orígenes.
La anécdota de ese saludo entre dos hombres hace más de doscientos años es el punto de partida de Vidas públicas, secretos privados, un libro publicado en inglés en 1999, en el que la norteamericana Ann Twinam, historiadora de la Universidad de Yale, demuestra lo fértil que todavía puede ser en el campo de la historiografía entrecruzar la historia de las mentalidades y la sociología de la vida cotidiana. En este caso, haciendo foco en la época de la colonia. Y en cómo la raza, el género y la sexualidad eran variables indisolublemente unidas al concepto del honor en la América española del siglo XVIII. Problemática que la autora desmenuza valiéndose de historias mínimas y datos biográficos de otros seres “ilegítimos” que rescata, con pasión bibliómana, del Archivo General de Indias.
Al comienzo del libro, Twinam dice que en aquel entonces no hacía falta ser hijo de madre soltera para ser ilegítimo. Había otras formas, incluso más graves, como el mestizaje. En la medida en que la mezcla racial ocurría típicamente fuera del matrimonio (cuando no en remotas dependencias de casas en que los gemidos de las sirvientas no llegaban a escucharse, sofocados con almohadones), ser de raza mezclada era sinónimo de ilegitimidad en la sangre. Difícil destino, pues, el de nacer morocho; el de ostentar en la piel lo negro del blanco. Más aún después de que una legislación sobre el matrimonio, promulgada por los Borbones en 1776, dispusiera que si un posible consorte tenía “defectos” de raza, un padre podía recurrir a los funcionarios reales para evitar que un clérigo bendijera ese matrimonio y castigar al vástago rebelde desheredándolo. Aunque esto no era peor que el tabú que existía en la América inglesa sobre la mezcla de razas. Allí, casi no había términos para nombrarla (half-breed hacía referencia al mestizo de blanco e indio). Mientras que la existencia de un rico vocabulario en Hispanoamérica evidenciaba, según Twinam, una mayor conciencia sobre la paleta de colores del mestizaje: pardo, moreno, mulato, cuarterón, puchuelo, y la lista sigue.
El núcleo del libro reside, no obstante, en el análisis que la autora hace del modo en que el concepto del honor afectaba la sexualidad y las relaciones de género. Twinam desmitifica la gravedad social del adulterio en la época de la colonia, e incluso va más allá cuando resuelve que ha llegado la hora de sepultar de una buena vez el mito de la mujer en estado virginal antes del matrimonio. Y esto no implica de su parte un arrebato feminista, sino la aportación de datos de que ya entonces una promesa de casamiento significaba libertad para ir a la cama. De que si había acuerdo para casarse, la mujer podía perder la virginidad sin que su honor fuera puesto en entredicho. Sobre ello –sostiene Twinam– existía una aceptación bastante generalizada en la sociedad de la época. Pues no sólo era común que las parejas tuvieran intimidad sexual antes de la boda sino que también había algunas, más osadas, que convivían e incluso tenían hijos.
Y esto pasaba al margen de la Iglesia Católica, la que llamativamente podía no esgrimir su dedo acusador sobre aquellas mujeres que quedaban embarazadas sin que el matrimonio llegara a consumarse. Así, el ocultamiento del embarazo no sólo era una conspiración social que permitía a las muchachas más o menos bien salvaguardar su imagen pública (amén de que no pudieran luego reconocer abiertamente a sus hijos ni tampoco criarlos), sino además algo que la Iglesia contribuía a disimular al no incluir los nombres de estas mujeres en las partidas de bautismo de sus hijos no deseados.
Esa relativa tolerancia que Twinam dice que existía hacia las madres solteras en la sociedad católica hispana del siglo XVIII (muchas de las cuales, no obstante, permanecían célibes el resto de su vida) se trasladaba a sus hijos, quienes si bien solían no ser discriminados en su entorno, cuando crecían debían soportar las barreras civiles y sociales por su condición de ilegítimos. Incluso, había en la ilegitimidad diferentes grados, siendo la categoría menos oprobiosa la del hijo nacido de padres solteros. Por debajo estaban, claro, los “bastardos”. Y en la bastardía podía haber un origen incestuoso, adúltero o, en el caso de los hijos de religiosos que habían hecho votos de castidad, un origen sacrílego.
Pero ¿qué papel jugaban los hombres en todo esto? El honor masculino es el otro vértice del triángulo “familiar” que Twinam arma en el libro. Y algo que dice –por si hiciera falta aclararlo– es que la abstinencia sexual nunca fue un problema para ellos. No lo era claramente para los hombres que seducían vírgenes de la elite o procreaban hijos ilegítimos, y que no veían reducidas las posibilidades de un posterior matrimonio ni afectada su imagen pública, inscriptos como estaban esos actos no en el terreno del honor sino en el de la moral o de la ética. Hombres que sí podían quedar malparados si rompían una promesa de matrimonio (porque “la palabra y el honor eran intercambiables”), pero que no iban a dejar de ser saludados por sus pares con el correspondiente “don” antecediendo el apellido si alguna negra mazamorrera quedaba embarazada.




El Emperador del aire

Nacido en la más absoluta pobreza soviética, Rudik Nureyev trepó hasta la cima del mundo y nunca más bajó. Su fuerza, su clasicismo y su irreverencia sacudieron la danza como Brando la actuación. Se volvió célebre, admirado y millonario como no lo consiguió ni lo conseguiría ningún otro bailarín. Fue ovacionado y abucheado en teatros repletos, pero nunca ignorado. Sus zapatillas de baile llegaron a los remates de Christie’s. Sus caprichos y su magnetismo eran impensados para el ballet y lo llevaron a soñar con morir en un escenario. La serie
de Film&Arts Dancer’s Dream repone sus coreografías para la Opera Nacional de París. Y Radar repasa su vida y obra.

Por María Gainza

La familia Nureyev, del pequeño pueblo de Ufa, en la república soviética de Bashkiria, era tan pobre que a la edad de cinco años Rudik no tenía zapatos. Su madre lo llevaba sobre sus espaldas a la escuela y los otros niños lo llamaban “el linyera”. Cincuenta y dos años más tarde, en una subasta en Christie’s de Nueva York, un par de zapatillas de punta de Rudolf Nureyev se vendió por 9000 dólares. Nunca antes un calzado había simbolizado tan precisamente el derrotero de un artista: cómo durante las últimas cinco décadas todo bailarín se ha movido en el espacio, la vasta terra infirma, cartografiada por los zapatos de Nureyev.
No era técnicamente el mejor bailarín de su tiempo: Baryshnikov era más ágil, Peter Martins más fluido, Fernando Bujones tenía mejor línea, pero Nureyev les marcó el camino. Con sus saltos, con sus estentóreas preparaciones que parecían señalar un evento histórico (que habitualmente lo eran), con sus giros que erizaban los pelos de la nuca, con sus brazos ampulosos, era sin duda el bailarín más brioso de su generación. No caminaba el escenario, lo pisaba con la audacia de un gladiador que entra a la arena dispuesto a enfrentar un león: conquistaba al público antes de empezar. Era la energía hecha carne y trajo el sexo al ballet como nadie nunca había hecho o hizo desde entonces.
Nureyev se convirtió en estrella internacional al desertar de la Unión Soviética en 1961. La atención que recibió entonces lo sorprendió pero no lo apabulló. Mirando con ojos vidriosos a las cámaras que lo encandilaban día y noche, Nureyev era una criatura de presencia magnética: un bailarín de obras clásicas del siglo XIX como El lago de los cisnes o Giselle, que era también una estrella pop. Había nacido en 1938 en un tren que cruzaba a toda máquina a través de Siberia. Sus padres eran tártaros, musulmanes mongoles y comunistas devotos. Nureyev llamó a su infancia “el período de las papas”, cuando ese tubérculo era su único alimento y seis personas y un perro compartían un cuarto helado durante los largos inviernos rusos: “Nunca tuve lugar para estirarme por completo en mi cama”. Las carencias nacidas de la privación rara vez son satisfechas por la realidad, y al final, ni el mundo entero alcanzó para que Nureyev saciara su necesidad por estirarse.
Un Año Nuevo, cuando Nureyev tenía siete años, su madre lo llevó a ver un ballet del pueblo. Esa noche, mientras miraba a las bailarinas girar en sus vestiditos blancos, Nureyev supo que quería intentarlo. A los 17 años entró en la famosa Academia Vaganova en Leningrado. Estaba técnicamente atrasado en relación con sus compañeros y su sentido del ridículo lo volvió un fanático de la disciplina. Parado en la barra, absolutamente concentrado en un tendu que rayaba el piso de madera, parecía poseído.
A los veinte años fue invitado a unirse al Ballet Kirov e inmediatamente llamó la atención por su talento y por su carácter. Durante su debut en Don Quijote, el intermedio duró casi una hora porque Nureyev se rehusaba a salir a escena llevando unos pantalones que según él parecían “pantallas de lámparas”. Había visto en fotografías que los bailarines occidentales usaban sólo las calzas. Y Nureyev sabía bien que él en calzas era un espectáculo digno de verse. Para intentar domarlo, Alexander Pushkin, un renombrado maestro, lo llevó a vivir a su casa. Pronto Nureyev estaba en la cama con Xenia, la esposa de Pushkin. ¿Sabía Pushkin que esto ocurría? No se sabe, pero el departamento tenía sólo un ambiente. Un poco más tarde, Nureyev tuvo un segundo amante, un estudiante de ballet de Alemania del Este. Su bisexualidad abierta y con inclinaciones redituables lo convirtió en un legendario predador: cada una de sus víctimas parecía tener algo que a él le convenía.
Lo que a Nureyev le faltaba en técnica lo suplía con ardor. Respiraba fuego. Y te lo decía. Mientras la mayoría de los bailarines intentaban esconder el esfuerzo, Nureyev hacía lo contrario. Sus compañeros creían que era un fanfarrón desprolijo. Pero algunas grabaciones de esos primeros años rusos lo muestran ya con toda la batería de efectos que lo haría famoso: sus piernas que devoran el espacio, su rotación máxima, sus ornamentadas manos que se quedan atrás, un poco rezagadas de los brazos. A lo que se le sumaba su estilo andrógino. Durante ese tiempo los bailarines intentaban mostrarse fuertes y sólidos. Pero Nureyev se modeló mirando a las bailarinas. Cultivó un torso levantado y se paraba en media punta para alargar sus piernas. Hoy eso es considerado estándar para los hombres pero en la Unión Soviética de 1950 era visto, por lo menos, como extravagante.
Entonces, en la primavera de 1961 el Kirov se fue de gira. No lo querían llevar pero el productor francés había escuchado hablar del joven maravilla e insistió. Debido a su mala reputación, la KGB le asignó un guardia que lo seguía de cerca mientras Nureyev trasnochaba. Las autoridades estaban furiosas pero lo aguantaron, después de todo Rudi era la mayor atracción de la temporada.
Una mañana la compañía se reunió en el aeropuerto de Le Bourget para volar a Londres. Nureyev fue llevado a un costado y la KGB le comentó que él no seguiría la gira: iba a volver a Moscú para bailar en el Kremlin. Además su madre estaba enferma. Nureyev supo que eso era una trampa. Si volvía seguramente lo desterrarían a un pueblito lejano. Lo que siguió es un
thriller. Nureyev logró avisarle a una amiga que llegó al aeropuerto justo para susurrarle al oído las instrucciones. Entonces, alejándose de la KGB, dio seis pasos hacia donde dos policías de civil aguardaban y dijo: “Me gustaría quedarme en su país”. El salto a la libertad fueron seis pasos. Cuando la KGB se le abalanzó, el oficial francés, en un maravilloso momento de diplomacia, dijo: “No lo toquen, señores, estamos en Francia”. Había sucedido. Nureyev dejó todo para siempre.
La deserción de Nureyev no fue un acto premeditado sino algo espontáneo. Ocho meses después estaba bailando con Margot Fonteyn en Marguerite y Armand, una danza que, con sus insinuaciones edípicas, selló una sociedad que fue la más grande de la historia. Fonteyn era una aristócrata hermosa, la bailarina más importante del mundo occidental. Ella tenía 42 y él 24. El tenía una necesidad imperiosa de recibir amor, sólo rivalizada por el deseo de ella de darlo. El la rejuveneció y durante una década el público los trató como a estrellas de rock, las entradas se agotaban en horas, los aplausos no terminaban. Sólo algunos lo criticaban, decían que Fonteyn “había ido al gran baile con su gigoló”. Pero Nureyev la trataba como una reina (al comienzo, al menos) y esto a los ingleses les importaba mucho. Cuando el telón bajó al finalizar Giselle, Nureyev aceptó una rosa de manos de Fonteyn y luego cayó de rodillas a sus pies. El público entró en frenesí.
Su performance más famosa es el pas de deux de 1965 en El corsario. Fonteyn aparece como una dama incorpórea en su tutú azul; Nureyev, en babuchas doradas, es su esclavo oriental. Allí se pueden ver las proezas de Nureyev en su punto más alto: su manera orgullosa, sus amaneramientos, su gran placer al bailar y su sex appeal. “Tenía un motor maravilloso, como un Rolls-Royce”, dijo Federich Ashton. Los amigos cuentan que amaba su cuerpo, alguien dijo que en realidad lo que Nureyev quería hacer era hacerse el amor a sí mismo. Todos se preguntan si Fonteyn alguna vez se acostó con él. Probablemente en su mente, como el resto del público.
Pero el alto nivel de vida de Nureyev, sus nuevas amistades –Jackie Kennedy, Mick Jagger, Elizabeth Taylor– cubrían una red de impulsos autodestructivos. Vivía paranoico de que la KGB lo atrapara o le rompiera una pierna, temeroso de lo que le podía estar pasando a su familia en la Unión Soviética. Nunca aprendió a hablar bien el inglés y se avergonzaba de hablar en ruso por su acento provinciano. Vivía dislocado y comenzaba a pagar las consecuencias.
Nureyev era el genio solipsista del ballet, un personaje inusual en una profesión donde las jerarquías y los modales son centrales al arte mismo. Un Brando indomable de las estepas.
Nureyev fue importante porque su vida y su arte se intersectaron en un ángulo agudo con la historia. Su danza parecía condensar las paradojas y las tensiones de la era. La dupla con Fonteyn era Oriente conoce Occidente. Los gustos impecables y burgueses de ella, la sexualidad animal de él. Su aura de tigre ruso se ajustaba a las fantasías de escapismo de los 1960: el misticismo oriental, la revolución sexual, el sexo y las drogas. Su libertad parecía una afirmación del individualismo occidental sobre el Estado soviético.
Pero hacia finales de los ’60 a Fonteyn ya no le quedaba más cuerda y Nureyev estaba en la cúspide de sus pataletas. “Mierda, mierda, danzas para la mierda”, le gritó a Fonteyn durante un ensayo. Rompió su traje a pedazos frente a los fotógrafos, le quebró la mandíbula a un coreógrafo, le pateó el tablero al director de orquesta. Y el Royal Ballet parecía un poco cansado de una dupla que se devoraba a la compañía. Nadie podía brillar salvo ellos y Nureyev realizaba cambios en las puestas con tal de permanecer más tiempo en escena. El Royal comenzó a cuestionarlos: Nureyev se fue a otras compañías y Fonteyn se fue a atender a su esposo, un político panameño que había quedado cuadripléjico luego de que un socio le disparara.
El cuerpo de Rudi estaba desgastado. Había días en los que casi no podía caminar. Se consolaba con lujo. Tenía propiedades en lugares como Londres, el sur de Francia, Nueva York, el estado de Virginia, París y un archipiélago en el golfo de Salerno. Vivía rodeado por un grupo de mujeres mayores que se desvivían por él. Lo alimentaban, lo cuidaban y hasta le pagaban para acostarse con él. Parecía el entorno de un rey loco de Shakespeare.
Nureyev convirtió la danza en un happening fantasmal, la volvió mortalidad puesta en movimiento. Además, elevó el estándar para los bailarines en Occidente. Cualquier ballet de 1950 lo demuestra: allí los hombres sólo sirven como grúas para llevar de un lado a otro a la bailarina. Después, alcanza con mirar un ballet de 1970, cuando el “efecto Nureyev” ya se ha asentado. El hombre es ahora una presencia, ya no un decorado. Antes a las compañías clásicas se las consideraba buenas o malas según sus primeras bailarinas. Hoy es por las variaciones de los hombres –las grandes piruetas, los saltos– por lo que el público delira. Eso empezó con Nureyev.
En 1983 Nureyev tomó su último gran desafío: se convirtió en director artístico del Ballet de la Opera de París, la compañía más antigua del mundo. Ese año le habían diagnosticado HIV pero lo escondió. Aunque su reinado allí estuvo plagado de escándalos –se ausentaba por meses, se quedaba con los mejores roles–, logró expandir el repertorio de la compañía y promovió una generación de estrellas, entre las más notables Sylvie Guillem, cuyas contorsiones de diva recordaban las de Nureyev. Fue ahí donde realizó sus producciones de los clásicos rusos. Montó coreografías de Raymonda, La bella durmiente, La bayadera, Romeo y Julieta. Eran los ballets que un francés, Marius Petipa, había creado en Rusia, y que ahora un ruso traía a Francia. Eran también un doctorado en clasicismo. Nureyev los rellenó, les puso carne, más dificultad, pequeños battements y ronds de jambe que no terminan nunca, por cada nota un paso. Las bailarinas se tornaban pálidas mientras él parecía disfrutar llevándolas al límite.
Dejó la compañía en 1990 y se fue a bailar a compañías más pequeñas para las que tener a Nureyev era una venta asegurada de entradas. Pero casi no podía moverse. Llegó a bailar con un catéter puesto y en Inglaterra la gente gritó: “Devuélvanos el dinero”. Entonces se embarcó en una segunda carrera como director de orquesta. Nadie quiso disuadirlo. Cualquier cosa con tal de bajarlo del escenario.
Sus últimos meses los pasó en Li Galli, donde había construido un mausoleo subterráneo cubierto con azulejos que deletreaban el nombre de su madre en motivos arábigos. La bailarina Carla Fracci lo encontró un día descansando sobre el piso mientras comía una papa. Parecía el hombre más solo del mundo.
“Todo lo que tengo –dijo–, mis piernas han bailado para conseguirlo.” Cuando murió, en 1993, tenía 21 millones de dólares, una fortuna sin precedentes en una profesión escandalosamente mal paga. Durante una carrera de más de treinta años, esas piernas no muy largas habían transportado a este hombre de rostro cincelado, físico portentoso y alma oscura a través de los escenarios, los altares modernos del mundo.
En sus últimos años Nureyev insistió literalmente en morir frente a nuestros ojos, dando performances tan desastrosas que provocaban que el público lo abucheara. Sugiere algo más que el simple hecho de romper la regla de que los artistas deben saber cuándo retirarse y hacerlo con gracia. Estaba enfermo, el escenario era realmente su única casa, y ahí se quedó. Pidió, de alguna manera, que viéramos al ser humano sufriente detrás del dios dionisíaco. Siguió hasta el final con aquella temeridad expuesta que había sido su mayor talento como bailarín. Nureyev popularizó y cambió una forma de arte para siempre, con una combinación de técnica, dedicación y respeto por la tradición y al mismo tiempo, rompiendo todo con desesperación divina.
“Nos pagan por nuestros miedos”, dijo. Vanidad, crueldad y autoindulgencia atravesaron su vida pero enfrentó la muerte desafiante no sólo cuando se estaba muriendo. Al animarse a estar tan vehementemente vivo, la enfrentó por nosotros, cada vez que pisaba un escenario.

Sus últimas palabras fueron “Moby Dick”.

jueves, 16 de abril de 2009

Volpi/Gómez Dávila/Aceite de argán/Medicina y palabras

La filosofía como ácida provocación


De un conservadurismo tenaz, escéptico y creyente, Nicolás Gómez Dávila (Bogotá 1913-1994) deslumbra en Europa y aviva debates en su país, que rechaza la visión "pintoresca" del filósofo. En este ensayo, su editor, Franco Volpi, enhebra los aforismos que son su marca de estilo y su arma preferida en el duelo del pensar.


Por: Franco Volpi




NICOLAS GOMEZ DAVILA. Casi un desconocido hasta la reedición de sus aforismos, ahora es leído y celebrado en Europa.

Hay escritores que aparecen inesperados, sin anunciarse por nada ni nadie. Solitarios que se sobreponen a lo imprevisto, intempestivos e irregulares y, por esta razón, inconfundibles e inimitables. Por lo que escribe y por cómo escribe, el colombiano Nicolás Gómez Dávila pertenece por derecho a este grupo, y en el panorama literario y filosófico de la América latina contemporánea constituye un personaje más único que raro. Luego de la afortunada edición de Adelphi de una primera parte de sus Escolios a un texto implícito –publicada con el título italiano de In margine a un testo implicito (Adelphi 2001)– se convirtió en un caso literario y sus aforismos han sido traducidos por todos lados en el mundo. Al cumplirse una década de su muerte, en 2004, los diarios Frankfurter Allgemeine Zeitung y La Repubblica le dedicaron un amplio retrato para recordarlo (ambos textos con mi firma), y también en Colombia, donde hasta hace poco su nombre sólo circulaba en el marco restringido de los amigos y compañeros de tertulias, ha sido repentinamente recuperado. El 27 de julio de 2004, invitada por la hija Rosa Emilia y por el editor Benjamin Villegas, la aristocracia bogotana se dio cita en el Museo El Chicó para conmemorarlo, reflexionar sobre su obra y dar cuenta de su singular fortuna. Allí nació, entre otras cosas, la idea de volver a publicar íntegramente el corpus de sus aforismos, ya inconseguibles en las ediciones originales, y de reunirlo en un cofrecito que fue realizado al año siguiente (Obra Completa en cinco volúmenes, con un volumen mío de introducción: El solitario de Dios, Villegas Editores, 2005). En cuanto a la biografía de Nicolás Gómez Dávila, puede resumirse en tres palabras: "Leyó, escribió y murió". Nacido en Bogotá el 18 de mayo de 1913, a los seis años se trasladó con su familia a París, beneficiándose así de una formación humanística de primer orden, aprendiendo las lenguas antiguas y modernas y adquiriendo familiaridad con los clásicos. Tras regresar a su patria a los 23 años, se retiró a una vida apartada, dedicándose a la escritura y a la lectura, o mejor, a la que era para él la única cura contra el tedio de la existencia: la biblioterapia. En una gran sala de su casa de estilo Tudor, en el barrio Nogal de Bogotá, se ubicaba la imponente biblioteca con la literatura y el pensamiento de la vieja Europa. Allí, Colacho –así lo llamaban sus amigos– se entretenía hasta lo más profundo de la noche, leyendo, meditando y anotando en lápiz sobre cuadernos verdes sus propios escolios, pensando en un libro ideal, "implicito", que sólo se sentía capaz de imaginar. Murió en Bogotá el 17 de mayo de 1994. Jardín sin entradas En sus aforismos, toma forma un universo de pensamiento que se presenta como un recinto cerrado, un jardín sin entradas, en el cual no hay tránsito racional ni inferencia lógica que sirva para ingresar. La única manera para hacerlo es subirse a su ideario siguiendo el hilo de la empatía, compartir intuiciones y visiones, simpatías e idiosincracias, preferencias y anatemas. El único apoyo heurístico es provisto por el mismo Gómez Dávila, involuntariamente, en un volumen editado por iniciativa de su hermano Ignacio, él también escritor, con el simple título de Notas (primer volumen, Mèxico 1954, el segundo nunca se escribió). Se trata de un laboratorio de apuntes, observaciones, máximas, recuerdos y juicios, reelaborados más tarde en los Escolios. Desde el punto de vista del autor, un simple ejercicio preparatorio olvidable; para nosotros un atisbo precioso para espiar el atelier del escritor, observar desde el nacimiento sus movimientos y sus resquicios creativos, entender su espíritu, reconocer y ver madurar su inconfundible estilo construido alrededor de fulminantes efectos lingüísticos y mentales. En suma, es la clave –especulativa, poética y a ratos personal y biográfica– para ensimismarse en la perspectiva gomezdaviliana y entender su visión del mundo y su original teoría del aforismo. Palabras que nacen del silencio Acerca de la vocación exclusiva de Gómez Dávila por este género de escritura breve y elíptica poco agregaré a lo que ya he escrito en el ensayo que acompaña a los Escolios. Concisión y condición paradójica del aforismo son ventajas que se vuelven útiles al escritor colombiano, convencido como está de que las complicaciones del pensamiento pueden hallar espacio en la simplicidad de una frase, y que "la totalidad del universo existe tanto en el universo entero como en cada uno de sus aparentes fragmentos". (Notas, 310). Al adoptar este estilo –que una larga tradición, desde Hipócrates a Nietzsche, ha plasmado y reducido hasta convertirlo en "la expresión verbal más discreta y más vecina al silencio" (Notas, 17)– Gómez Dávila elige algunos modelos que son los que mejor se le asimilan. Su secreta preferencia corresponde, probablemente, a Joseph Joubert. La sutil alusión, la escritura refinada, la religiosidad delicada del desconocido amigo de Chateaubriand resultan congeniar con él de tal modo que a veces su pluma parece mojada en la tinta del mismo tintero. Los une el genio de la brevedad, la maldita ambición de meter siempre un libro entero en una página, una página entera en una frase y esta frase en una palabra: quien escribe aforismos no quiere ser leido sino aprendido de memoria. Lo que distingue a Gómez Dávila son las tintas más fuertes, la sistemática búsqueda de la sentencia contundente, el entimema preferido a la máxima argumentada y al razonamiento completo. El quiere, en definitiva, el cortocircuito que electrice al pensamiento y empuje la imaginación al anudar las simples frases en un todo, como si fueran toques cromáticos de una pintura puntillista. La suya es una "filosofía pointilliste: se pide al lector que gentilmente haga la fusión de los tonos puros" (Notas, 332). Pero hay más. Para Gómez Dávila adoptar el estilo mínimo del aforismo significa darse una disciplina, adoptar una regla de vida, obedecer a una estética de la existencia. "Estas notas no aspiran a enseñar nada a nadie, sino a mantener mi vida en cierto estado de tensión" (Notas, 319). Practicada en forma mínima, con sobriedad, concisión, ascesis, borrando las ideas intermedias e inútiles, la escritura se convierte en una manera para afrontar la tarea desnuda de vivir: "Anhelo que estas notas, pruebas tangibles de mi desistimiento, de mi dimisión, salven del naufragio mi última razón de vivir" (Notas, 15). Por tanto: nulla dies sine linea, permanentes ejercicios de estilo cuya brevedad permita "que lo que deseamos escribir se halle concluido antes de que la conciencia de su mediocridad nos impida continuarlo" (Notas, 223). Incluso la aspiración-límite formulada con drástica coherencia en el siguiente auspicio: "Si es menester, que la lucidez del orgullo nos conduzca a la humildad y que el amor a las palabras nos entregue al silencio" (Notas, 14). Por lo demás, Gómez Dávila sabe cuán ridícula es la condición del escritor sin talento, semejante a la de un "eunuco enamorado" (Notas, 314). Por eso es preciso prestar atención para no burlar los límites de la propia fragilidad, ateniéndose al ethos del la humildad: "No veo en estos cuadernos el repositorio de raras revelaciones; me contento con arrancar a mi estéril inteligencia unas pocas centellas fugitivas" (Notas, 16). La esperanza es que, teniendo paciencia, surjan un día abundantes las palabras capaces de colmar la existencia insular del escritor: "Humildemente acepto que me circunde un ancho silencio; pero haced, Dios mío, que las palabras pueblen mi soledad y labren en ella sus ricas mieles" (Notas, 93). Del desprecio del mundo En la casualidad aparente de su caleidoscopio vertiginoso de aforismos se reconocen algunas configuraciones estables que revelan su visión del mundo: una fe perdurable en Dios, en su omniciencia y omnipotencia, y una desconfianza igualmente radical en el hombre, al cual considera un problema sin solución humana. Una adhesión tenaz a la antigua raíz del catolicismo, a su espíritu tradicionalista más severo, y un rechazo igualmente obstinado de los valores transitados de la modernidad: la razón, el progreso, la emancipación, la larga marcha de la humanidad hacia lo mejor. Una versión exacerbada del medieval contemptus mundi y un rechazo igualmente neto y no negociable de la esperanzada antropología humanística de la dignitas hominis. En fin, un tradicionalismo intransigente e intolerante en el que sólo el estilo rescata las ideas, y que culmina en una espeluznante constatación: "Este siglo se hunde lentamente en un pantano de espermo y de mierda. Cuando manipule los acontecimientos actuales, el historiador futuro deberá ponerse guantes" (Escolios I, 220). Si las cosas son realmente así, ya no es posible ser "conservadores" porque ya no hay nada que conservar sino sólo para demoler. Hay que ser simplemente reaccionario, lo que para Gómez Dávila quiere decir: inteligente. Surge aquí una singular tonalidad en su tradicionalismo. Entre las dos versiones doctrinales del cristianismo: la agustiniano-pascaliana de tendencia fideísta y espiritualista, y la aristotélico-tomista, de impronta racionalista y escolástica, Gómez Dávila elige la primera. No para descartar la razón y dar lugar exclusivamente a la fe, sino para valorar la verdadera inteligencia, la de comprender que en una materia altísima como ésta, demostrar y argumentar significan "perder un tiempo que podríamos consagrar a pensar" (Notas, 214). Y al final llega puntual su confesión: "Más que cristiano, quizá soy un pagano que cree en Cristo" (Escolios I, 316). La espina de la carne ¿Pero cómo se hace para ser inteligente? ¿Cómo se constringe la lucidez? Los prontuarios de inteligencia inevitablemente van a caer en "estupidarios". Puesto que no hay recetas, sólo vale una única recomendación: "Que ante todo espectáculo, enfrente a cualquier circunstancia, el espíritu se asome a sus propias ventanas, los ojos abiertos, dilatadas las narices" (Notas, 222). El hecho es que la inteligencia exasperada puede volverse estéril. Perderse en lo abstracto. Cerrarse y clausurarse. Contra este riesgo, bien en el medio de sentencias metafísicas, Gómez Dávila no duda de llamarse a la realidad densa y sensual de la carne. Para escándalo del mojigato proclama: "Un cuerpo desnudo resuelve todos los problemas del universo" (Escolios I, 127). Un brisa de frescura, que nos induce a desear y a insistirle con una pregunta: ¿quizás entonces el suyo es un contemptus mundi sólo aparente? ¿Un desprecio que, en realidad, se las agarra contra el mundo moderno? ¿O tal vez es el muelle al que se llegó con la madurez de los años, una vez que se dejaron de lado las que con irónica suficiencia define en un momento dado como "ideas de leche"? Escuchemos su explicación, probablemente autobiográfica: "Como los dientes de leche, existen las ideas de leche. ¿A qué edad comenzamos a cambiarlas?" (Notas, 221). La imagen granítica del catolicismo tradicionalista se hace trizas, y se abre así una perspectiva genealógica que explica sentencias por otra parte incompatibles. El joven Nicolás no es el mismo que el viejo. En el primero irrumpe, como contrapeso de la inteligencia, una incontenible sensualidad. La carne en su desear inextinguible. La vida como el más poderoso excitante. Ellas son las que mantienen vivo el fuego de la inteligencia: "Mejor no ser nunca nadie, mejor no ser nunca nada que matar en nosotros el deseo, que extinguir nuestra sed" (Notas, 23). Por lo tanto, podemos afirmar que "la inteligencia que olvida o desprecia los gestos voluptuosos desconoce la densidad que presta al mundo la oscura presencia de la carne" (Notas, 20). Pero vale también lo contrario: "No habremos aprendido a gozar sensualmente el mundo sino cuando el gesto que palpa se prolongue en arabesco de la inteligencia" (Notas, 175). Este es el principio de una metafísica de la sensualidad que percibe como espejismo el inalcanzable punto de equilibrio entre la carne y la inteligencia. Detrás de esta intuición, no hay sólo teoría. Está la vida vivida. Está el mismo Gómez Dávila. "Siento que mi existencia sólo tiene dos puntos de plenitud y de equilibrio... Mi ser se cumple sólo en la yerta cumbre de la idea o en el valle bajo y sofocante del erotismo. La meditación más abstracta sobre el espiritu, sus normas, sus principios, o la tibia selva de los gestos voluptuosos. Sólo me conmueve el lívido amanecer que me encuentra desesperado ante el problema insoluble o ante el cuerpo inviolable, que ni siquiera su complicidad traiciona" (Notas, 111). Se advierte aquí la inclinación al vértigo, al desequilibrio, a la caída. La sensualidad, fuerza irresistible que ejerce sobre todos los seres vivientes una atracción fatal, se convierte en el pretexto para una exaltación mágica, una ocasión para la trascendencia: "¡Ah! Perderse en una espesa selva tenebrosa y carnal. Aspiramos a una posesión demoníaca, per solamente hacemos el amor" (Notas, 33). Pero la sensualidad exasperada trae efectivamente consigo un probema teológico: «Es el refugio del hombre desposeído de Dios, el último recinto donde su desesperación se encara contra la divinidad que lo abandona » (Notas, 315). La obra blasfema del Divino Marqués pone en escena el problema en toda su crudeza: ¿qué queda del hombre, después de la muerte de Dios, si no la naturaleza terrorífica de sus pulsiones? "La obra de Sade es la única tentativa coherente de construir un universo rígidamente vacío de las tres Virtudes Teologales. El universo de Sade es el universo de la absoluta 'finitud'" (Notas, 314-15). Es la antropología negativa más coherente porque "cuando Dios muere, el hombre se animaliza" (Notas, 327). Por lo tanto, no nos hagamos ilusiones: "El hombre es un animal que imagina ser hombre" (Escolios I, 140). Un día cualquiera incluso tendrá que escribir una Crítica de la razón erótica. Ella deberá establecer las condiciones de posibilidad de una "metafísica sensual" capaz de salvar nuestra carne y nuestros cuerpos. Frente a la evidencia de que «todo nace y todo perece», se insinúa una hipótesis: "Quizás lo único que no sea vanidad es la perfección sensual del instante" (Notas, 236). Poner en suspenso el devenir destructivo del tiempo es una quimera que vale la pena soñar: "¡Que ese cuerpo que duerme abandonado junto al mío y esa dulce curva que nace de la nuca y fluye hasta el vientre no perezcan!" (Notas, 82). De la lucidez y de Dios Pero la vida, en su tendencia a perderse, en su mentirse a sí misma, nos arroja a la mediocridad con inexorable melancolía. O nos abandona, dejándonos suspendidos entre la inutilidad de las prescripciones y la estupidez de las prohibiciones, incapaces de decidir y actuar: ¿no tomamos decisiones porque creemos en la sabiduría de las decisiones que la vida toma por sí misma, o creemos en la sabiduría de la vida porque somos incapaces de tomar decisiones? La vida nos empuja entonces hacia una lúcida y desesperante desolación: "Días enteros pasados sin pensar en nada, sometidos a la tiranía y al capricho del momento. ¿En qué piensan los otros? Esta interrogación me parece un problema, hasta que recuerdo la oquedad en la que vago días enteros como en un largo y lento lago azul" (Notas, 228). Y sin embargo también del abismo de este lago emerge, impenetrable, el sentido de superioridad que garantiza la inteligencia: "Para crear alrededor mío la zona de silencio y tranquilidad necesaria a la vida que no quiere hallar sino en sí misma la causa de sus ocupaciones y de sus quehaceres, he encontrado útiles ante todo la buena educación y la mala fe" (Notas, 102). Dos virtudes indispensables en una sociedad en la cual quien propone una idea inteligente "se siente pronto tan incómodo como si hubiera introducido un elefante" (Notas, 343). Regla de vida imprescindible en este mundo, la sobriedad sigue en pie: ser indiferentes sin cinismos y apasionados sin entusiasmo. Y si es posible, dedicarse a la mejor ocupación: el pensamiento. Tan independiente, placentero y gratificante como para hacernos olvidar hasta la mediocridad de nuestros pensamientos. La esperanza es que la luz de la inteligencia no se extinga e ilumine el inerte cono de sombra que toda existencia arrastra tras de sí: "Quisiera obligarme a no dejar morir un solo día en la inconsistencia hebetada con que lo vivo. Quisiera que, en la noche, su esencia se concentrase en una gota pura de lucidez" (Notas, 342). Ese poco en qué creer En definitiva no queda más que atrincherarse en nuestra ciudadela interior, montando guardia en las entradas de la frágil singularidad de la que somos soberanos. Bien, pero si "el filósofo está hecho para vivir indiferente a todo" (Notas, 77), ¿qué respuesta podríamos dar alguna vez a las tres célebres preguntas de origen kantiano: qué pensar, qué hacer, en qué creer? En el río del tiempo que destruye, todo está destinado a terminar en la misma transitoriedad de la que proviene. Todo va a terminar en el fondo del mar del relativismo y de la precariedad, es decir, en la duda, y nosotros "pasamos nuestra vida golpeando, siempre, a la misma puerta cerrada" (Notas, 243). Sólo la historia, que todo lo abarca, parece capaz de una totalidad. Escepticismo existencial e historicismo ontológico son las inevitables conclusiones: "Mis santos patrones: Montaigne y Burckhardt" (Escolios I, 428). El maestro de la skepsis es también el de la historia. Y sin embargo, "la historia no resuelve ninguno de los problemas que plantea" (Notas, 89), puesto que "la verdad está en la historia, pero la historia no es la verdad" (Escolios I, 245). Para salir de la aporía, hace falta una sabiduría capaz de conciliar fugacidad y permanencia, relatividad y absoluto, inmanencia y trascendencia: una "sabidruía perfecta" que ame "las cosas pasajeras porque pasan y las cosas eternas porque duran" (Notas, 178), y sobre todo que no pretenda "enseñarle a Dios cómo se hacen las cosas" (Notas, 327). Solamente así la inmanencia encuentra un punto de fuga hacia la trascendencia, la temporalidad puede anclarse a un valor y alcanzar la certez de que, más allá de la finitud, se levante y perdure el Eterno. Por lo tanto, es preciso correr el riesgo de imprimir un sentido metafísico a las cosas, y vivir en el mundo como si no fuéramos de este mundo: "Aún sabiendo que todo perece, debemos construir en granito nuestras moradas de una noche" (Escolios II, 191). Esta es la perspectiva de la "metafísica sensual" en la cual todo ser coincide consigo mismo y con la propia singularidad, hallando aquí, y sólo aquí, el propio sentido. Colaboran con esta empresa el arte y la religión. "El mundo, sin la interpretación del arte, sería como las fotografías de la superficie de la luna" (Notas, 266). ¿Y la religión? ¿La verdadera religión? "Es monástica, ascética, autoritaria, jerárquica" (Escolios II, 94), incluso si "no es un conjunto de soluciones, sino un conjunto de problemas" (Notas, 288), e incluso si "ella no explica nada, sino complica todo" (Escolios I, 282). Nos regala, sin embargo, más allá de todo ente, la evidencia deslumbrante del Ser absoluto: "La única cosa de la cual nunca he dudado: la existencia de Dios" (Notas, 112). Bien, ¿pero cuáles son las verdaderas pruebas ontológicas que la demuestran? Una vez más, Gómez Dávila está a un atisbo de la herejía: "A través de la belleza de una frase, de una forma, de un volumen; a través de lo que una presencia humana impone con autoridad serena; a través de su nobleza, su orgullo, su esplendor, su sufrimiento, su dicha; a través de la pasión intelectual que anhela una ascensión áspera, abrupta; es, así, a través de una dialéctica carnal que Dios aparece a mi razón, de manera tan irrefutable como deslumbra mi fe" (Notas, 339). Hasta el ateísmo, pues, se convierte en una demostración de la existencia de Dios. Con admirable coherencia, Gómez Dávila se describe a sí mismo de este modo: "Sensual, escéptico y religioso, no sería quizá una mala definición de lo que soy" (Notas, 246). Una voz inconfundible y pura Es cierto que, en verdad, su obra parece brotar desde la nada. Inactual, incomparable, inclasificable. Una obra que proviene de una inteligencia que no piensa ni los pro ni los contras. Que no piensa dialécticamente, sino diversamente. Que sigue su camino impertérrita y sin indulgencias: "No debemos pensar para nuestro tiempo o contra nuestro tiempo, sino fuera de nuestro tiempo. Y que esto sea imposible, ¿qué importa? pues es ante todo una exigencia de principio y una regla del método" (Notas, 44). Ignorados hasta hace poco tiempo, los sorprendentes aforismos de Gómez Dávila mientras tanto están circulando y encontrando resonancia en todos lados. Lo que le interesaba no era tanto la fortuna que tuvieran, sino que su voz, que amaba esconderse entre pocas palabras, fuera conservada en la memoria de los hombres: "No es una obra lo que quisiera dejar. Las únicas que me interesan se hallan a infinita distancia de mis manos. Pero un pequeño volumen que, de cuando en cuando, alguien abra. Una tenue sombra que seduzca a unos pocos. ¡Si! Para que atraviese el tiempo, una voz inconfundible y pura" (Notas, 340). De cuando en cuando, en noches de insomnio, hemos abierto sus páginas. Hemos escuchado su voz inconfundible y pura. A continuación su solitaria meditación. Desde entonces, sus Escolios se han convertido en nuestro libro de cabecera.






MARRUECOS > Tradición bereber

El aceite fabuloso

Entre Agadir y Essaouira, al sudoeste de Marruecos, se extiende una vasta llanura seca y árida poblada por unos arbustos espinosos y fuertes, viejos árboles que velan por la supervivencia del suelo. Es el argán, de cuyo fruto se extrae el aceite que ha dado vida a estas tierras y a sus gentes desde tiempos inmemoriales.

Por Maribel Herruzo

Como un aceite mágico, el argán fue esencial para la vida del pueblo bereber desde tiempos remotos.


Las mujeres douar, bereberes de esta área rural y lejana, siempre supieron de las benignas propiedades de un fruto del que se obtenía aceite para sazonar sus platos, alimento para sus animales y combustible para el fuego. Ellas son quienes mantienen todavía viva una tradición que, lejos de perderse, está llegando más allá de sus fronteras naturales, como ya lo hiciera una vez en el lejano siglo XVIII, cuando el aceite impregnó por primera vez las cocinas europeas, aunque fuera pronto arrinconado por el sabor del más familiar aceite de oliva. Si en aquella época no pudo ser, hoy el aceite de argán vuelve con toda la fuerza de un producto cuyas propiedades medicinales han confirmado los expertos en materia nutricional. En los alrededores de Essaouira y Agadir, una serie de cooperativas formadas por mujeres son las encargadas de hacer que ese producto ancestral llegue a nuestras casas, sin que nada haya apenas cambiado en su laboriosa elaboración.

BOSQUES DE ARGAN El árbol pertenece a la familia de las sapotáceas, es de poca altura y copa extendida, aunque algunos ejemplares pueden llegar a medir varios metros. Las flores son amarillo verdosas, sus frutos de dura cáscara y contenido oleaginoso, y su dura madera es usada en la ebanistería local. En el pasado, los bosques de argán llegaron hasta las más norteñas localidades de Safi o El Jadida, pero el aumento de la población y la demanda de carbón y madera durante las dos guerras mundiales menguó el número de árboles y los confinó a la zona que ahora ocupan, unas 700 u 800 mil hectáreas al sudoeste de Marruecos. En 1999, la Unesco incluyó estos bosques en la Red de Reservas Mundiales de la Biosfera, por el importante papel que juegan en el mantenimiento de la balanza ecológica y económica de la región. Las raíces de este árbol que puede llegar a vivir hasta 200 años o más deben buscar el agua muy lejos de la superficie, y son tan profundas (10 metros de media) que ayudan a prevenir la desertización y la erosión del suelo, ya que bastan un par de lluvias al año para que el árbol sobreviva. En una región donde las lluvias apenas alcanzan los 200 o 300 ml por año, el argán es una frontera natural contra el avance del desierto, y su conservación es una de las prioridades del Ministerio de Agricultura marroquí. No es tarea fácil, ya que el número de árboles ha descendido en un tercio del total en apenas un siglo. Las cooperativas que se han formado en los últimos años tienen dos objetivos muy claros: preservar los bosques buscando una salida económica para los productos derivados del argán y mejorar el status social y económico de las mujeres de esta área rural. Que el argán sea un árbol de crecimiento lento y que no dé sus primeros frutos hasta el quinto o sexto año de vida ralentiza la regeneración de los bosques.

METODOS TRADICIONALES Los douar aún mantienen algunas de sus antiguas tradiciones, como que sean las mujeres quienes se ocupen de extraer todo el beneficio de un árbol que durante siglos les ha proporcionado casi todo lo necesario para sobrevivir en estas duras tierras. Aún sigue haciéndolo. Su madera continúa siendo fundamental para la construcción de casas y muebles. De las semillas de sus frutos se ha aprovechado el aceite para usos medicinales y gastronómicos, el sobrante de éste como alimento para los animales e incluso para fabricar jabón, y las duras cáscaras han servido de combustible para la calefacción invernal. Nada se tira, todo se aprovecha de este árbol de apariencia sencilla y algo arisca, con sus hojas espinosas y tronco retorcido por el que trepan las cabras a devorar sus hojas y frutos. De hecho, las cabras han jugado un papel fundamental en el proceso a seguir para conseguir el preciado aceite, puesto que en el pasado eran ellas las que devoraban los frutos y una vez que su estómago asimilaba la primera capa, devolvía la semilla rodeada únicamente de su dura cáscara. Despojar a las semillas de su segunda protección es un trabajo, el más laborioso del proceso, que siguen haciendo a mano las mujeres y, en ocasiones, también los niños.

MUJERES LABORIOSAS Camino a Tamanar, donde se encuentra la cooperativa Amal, a unos 70 kilómetros al sur de Essaouira, decenas de hombres, mujeres y niños apostados bajo la escasa sombra de algún arbusto ofrecen botellas con el líquido preciado a los pocos vehículos que transitan la carretera. Son el producto del duro trabajo de las mujeres en sus casas, que sin embargo tiene pocas posibilidades de comercializarse de manera digna, pues no llega más allá de esta carretera solitaria y poco frecuentada. Sin embargo, en la cooperativa Amal, la joven Najat me explica que el 65 por ciento de la producción se destina al mercado internacional, sobre todo al europeo. Najat es quien me guiará por esta asociación que con sus pocos años de vida ha logrado que Slow Food les concediera en 2001 un premio a la biodiversidad. Amal no es un caso aislado, son varias las cooperativas que pueblan el área que va desde Essaouira hasta Agadir, algunas auspiciadas por ONG no marroquíes y otras impulsadas localmente.
En Amal, palabra que significa “esperanza”, trabajan 70 mujeres de todas las edades que tienen en común el llevar el peso de la familia sobre sus espaldas, viudas, divorciadas o simplemente solas en un universo de hombres. Todas trabajan en el interior de una antigua casona con un amplio patio, y mientras tanto charlan, cantan o celebran, como el día de mi visita, que una antigua compañera se ha casado en la lejana Francia. Aquí permanecen seis horas al día de lunes a viernes. Otra parte del tiempo la invierten, sobre todo las más jóvenes, en estudiar, ya que parte del dinero que se recauda con la venta del aceite se invierte en su educación. En la cooperativa hay un jardín de infantes para los hijos de las trabajadoras, y una biblioteca. Estas mujeres perpetúan una tradición que corría el peligro de perderse, y siguen las técnicas que ya empleaban sus tatarabuelas. Ellas mismas varean los frutos del árbol y lo recogen del suelo y una vez separado el fruto de la dura cáscara, las semillas destinadas al aceite de cocina se tuestan. A partir de aquí, el proceso que se sigue es el mismo para el aceite de consumo humano que para el dermatológico: se muelen en un sencillo molino de piedra y se añade algo de agua templada para formar una masa que irá cayendo poco a poco en otro recipiente. La masa se dejará enfriar un tiempo y luego las manos de la mujer exprimirán el aceite de las pequeñas bolas de masa que irán formando. En Amal han automatizado una pequeña parte del trabajo, y mientras algunas mujeres muelen el aceite ejercitando sus brazos, una máquina hace lo mismo en una habitación contigua, aunque evitando añadir agua a la mezcla. Luego sólo queda embotellarlo y distribuirlo. Francia, Reino Unido, Alemania, Italia, Portugal, Bélgica, Holanda, Canadá, Estados Unidos, Japón y también España son los principales receptores de la producción, no sólo de esta cooperativa sino de todas las que trabajan en la zona.

OLEOS PARA LA BELLEZA Pero, ¿qué tiene este aceite que no tengan los demás? Las primeras referencias escritas sobre su uso se remontan al siglo XIII a.C., y desde entonces sus propiedades no han dejado de interesar a expertos en nutrición, en salud o en dermatología. Las mujeres douar lo han usado siempre como medicina, pero también como cosmético, pues la composición de este aceite incluye un dosis elevada de vitamina E, un poderoso antioxidante que ayuda a hacer desaparecer los radicales libres. Marcas tan reconocidas como Yves Rocher, Galénique o Palmolive hace tiempo que incluyen el aceite de argán en algunas de sus composiciones cosméticas, aunque ahora algunos salones de belleza se han decantado por pedir el producto tal y como llega directamente de las cooperativas de Marruecos, siguiendo los métodos tradicionales de elaboración y sin mezclar el aceite con ningún otro producto. No sólo la piel de la cara, la de todo el cuerpo puede beneficiarse de esta cura intensiva contra la oxidación y la sequedad. El pelo y las uñas son otros grandes beneficiarios del uso del aceite: en el caso del cabello, se usa como mascarilla antes de aplicar el champú, y para las uñas se lo mezcla con algo de zumo de limón.

UN ACEITE PARA USAR EN FRIO En cuanto a las aplicaciones gastronómicas, este aceite de sabor intenso debe usarse siempre crudo, nunca cocinarlo, pues perdería sus propiedades y el paladar no apreciaría su aroma. Entre sus cualidades más destacadas se encuentra su alta concentración de grasas ácidas monoinsaturadas (entre el 45% y el 50%) y polinsaturadas, de las cuales una gran parte son ácidos linoléicos, excelentes para reducir el colesterol, mantener altos los niveles de inmunidad, favorecer la circulación de la sangre y ayudar en los procesos inflamatorios. Los douar acostumbran a tomar lo que llaman amlou, una especie de mantequilla donde se mezclan los frutos del argán triturados, aceite y miel. Excelente en el desayuno o para tomar entre comidas, no sería extraño que empezase a servirse como entrante a precios astronómicos en los mejores restaurantes de París o Nueva York, donde el aceite ya está en manos de los mejores cocineros.

* Informe: Julián Varsavsky.




Arte > La historia de las calaveras mexicanas
La muerte les sienta bien

Desde mucho antes de la llegada de los españoles con su iconografía funeraria, los mexicas dedicaban un día a celebrar la Muerte. Después vinieron las calaveras al pie de la Cruz y las que acompañan a San Francisco de Asís. Y en el siglo XVII asoma el clima festivo que llegaría a su cumbre con José Guadalupe Posada. Pero éste sería apenas uno entre cientos de ilustradores. El impecable volumen La muerte en el impreso mexicano (Editorial RM) ofrece un meticuloso recorrido por esa historia de calaveras que bailan y ríen.
Por Mariana Enriquez

1. LA PORTENTOSA VIDA DE LA MUERTE.DE FRANCISCO AGÜERO BUSTAMANTE, 1792.2. EX LIBRIS PARA JESUS E. LUJAN, DE JULIO RUELAS, 1905.3. TORRE EIFFEL DE CALAVERAS, DE MANUEL MANILLA, DE 330 GRABADOS ORIGINALES.4. PORTADA DE LA PATRIA ILUSTRADA, 1890. AUTOR DESCONOCIDO.5. ”CORRIDO DE STALINGRADO” EN CALAVERAS ESTRANGULADORAS, DE LEOPOLDO MENDEZ, TALLER DE GRAFICA POPULAR, 1942.
Calavera en México quiere decir muchas cosas. Quiere decir lo esperable, es decir, los huesos de la cabeza, pero también nombra al esqueleto del cuerpo humano completo. Calavera es también la figura de la muerte, y el caramelo de azúcar que se elabora para el Día de los Muertos, los versos que se escriben para esa misma fecha, el dinero que piden los chicos para comprarse algo ese feriado, o para ahorrarlo. La calavera, en México, se usa para la sátira política, para panfletos, para publicidades, pero sobre todo para festejar. Y toda la historia de las calaveras gráficas, un arte único, extraño, es recorrida por La muerte en el impreso mexicano de Mercurio López Casillas, un libro extraordinario que se consigue en Argentina gracias a Editorial RM, parte de la imperdible colección Biblioteca de Ilustradores Mexicanos.
¿De dónde sale este gusto de los mexicanos por la calavera? Octavio Paz dice que viene de la indiferencia de su pueblo por la muerte (que, agrega, también es indiferencia por la vida). Más riguroso y menos escrutador del alma de la nación es el desarrollo de los acontecimientos: la cultura de los mexicas, explican los historiadores, ya era cultura de la muerte: incluía día y fiesta de los Muertos, y un gusto por lo descarnado. La Conquista, cuando llega, también ama la muerte. No se sincretiza, asegura Casillas: más bien hay una continuación entre la obsesión funeraria mexica y el ars moriendi, la rica iconografía fúnebre española trasmitida a colonias.
Pero hasta entonces son las terribles calaveras al pie de la Cruz, o las que acompañan a San Francisco de Asís (son atributo del santo). A partir de la segunda mitad del siglo XVIII aparecen las primeras manifestaciones de la muerte con carácter festivo. Artistas mexicanos, tanto célebres como anónimos, siguen al pie de la letra el consejo de Montaigne: “Y para empezar a despojarla de su principal ventaja contra nosotros, sigamos el camino opuesto al ordinario; quitémosle la extrañeza, habituémonos, acostumbrémonos a ella”. En 1792 el nativo de Zacatecas Joaquín de Bolaños hace caso y publica su obra La portentosa vida de la muerte, emperatriz de los sepulcros, vengadora de los agravios del altísimo y muy señora de la humana naturaleza, ilustrada con dieciocho grabados en cobre por Francisco Agüero Bustamante. Allí está la primera calavera escrita, sobre un médico amigo de la muerte: “Ese cadáver tan flaco/ fue objeto de mis encantos/ Y fueron sus triunfos tantos/ Que ajustándole la cuenta/ Abasteció de osamenta/ A todos los camposantos”.
Esta obra, tan rara todavía entonces, marca el punto de partida que terminará en José Guadalupe Posada. Aquí no hay nada que ver con la danza macabra: se trata de una muerte que se comporta como un ser humano en situaciones divertidas y cotidianas: es bebé en la cuna, da los primeros pasos de la mano de su abuela, se enamora, se casa, pelea, se deprime, discute, envejece y agoniza. Las estampas “se alejan por primera vez de los cánones típicos del grabado europeo e inauguraron un estilo mexicano”, explica Casillas.
A la sociedad colonial no le gusta esto de las calaveras, pero en el pueblo prendió. Mucho más cuando en 1859 una ley le quitó a la Iglesia toda intervención en entierros y cementerios: con la libertad, el pueblo convirtió el Día de los Muertos en una gran fiesta. Y a fines de ese siglo, después de los avances en grabado logrados por Manuel Manilla, otro especialista en calaveras festivas, surge Posada, y aparece el humor. Dice Monsiváis: “Gracias a las calaveras el humor popular conoce su gran zona de impunidad: la muerte es la gran niveladora, su premonición dibujada y versificada facilita críticas devastadoras y panoramas corrosivos. Posada aprovecha esta ganancia y la convierte en uno de los paisajes alucinantes del arte mexicano”.
Posada hace su primera litografía para la portada de La Patria Ilustrada. Y es sorprendente lo que cuenta Casillas: sólo el 2% de la producción del más famoso de los calaveristas es sobre la muerte. Es que ha sido encasillado allí por su genialidad en la ejecución, y sobre todo por la creación de la Calavera Catrina, ilustración tan popular que dice Monsiváis: “Es un símbolo nacional, al lado del águila y la serpiente, la figura de Zapata, el rostro de Juárez y El Zócalo”.
La muerte en el impreso mexicano descubre a otros ilustradores menos famosos como Julio Ruelas, que prefiere imágenes de una muerte trágica y oscura, decadentista; su influencia principal son los simbolistas, Böcklin en particular. Tanto cumple su papel Ruelas que en 1907 muere de tuberculosis en París. En su momento, fue muy famoso, mucho más que Posada, que murió pobre. Pero el tiempo eligió y el artista del Porfiriato no es Ruelas el europeizante sino Posada el popular, que pintó las miserias del régimen.
En la década del ’30, cuando México vive un auténtico furor creativo, artistas como Diego Rivera y Pablo O’Higgins redescubren lo mexicano, a Posada, a la muerte de los mexicas. En 1937 se funda el Taller de Gráfica Popular, donde toda una generación de grabadores recupera la tradición de Posada. Pero el taller decae hacia los años ’60, cuando lo abandona Leopoldo Méndez, su mejor representante. Y hoy la calavera, en la gráfica, sólo se luce en diarios La Jornada y revistas como La Garrapata. Pero vive y reina cada noviembre en los cementerios, en cada Día de los Muertos que la gente reinventa, con su muerte nupcial, su muerte reidora, su muerte de fiesta.
Sábado 11 de abril de 2009
Médicos y pacientes: un diálogo con mucho ruido
La lingüista Ivonne Bordelois anticipa un libro polémico en el que analiza la relación entre las personas y la medicina actual. Y donde reclama que se vuelvan a escuchar el lenguaje del cuerpo y las palabras llanas de los enfermos
Por Ivonne Bordelois
La palabra es el eje fundamental de nuestra vida de relación. De palabras están hechos nuestros compromisos afectivos, políticos, vitales. Pero la palabra que se intercambia en la entrevista médica aparece rodeada de ansiedades y dudas: existe una situación de riesgo físico a la que se agrega el riesgo del malentendido entre médico y paciente, que pueden compartir el mismo lenguaje, pero no necesariamente un mismo código que los comunique plenamente.
Los ejemplos de los malentendidos que circulan en el lenguaje de la salud acuden en cantidad. La palabra cáncer se encuentra tan expuesta a un ominoso tabú, que un cáncer de colon resulta difícil de anunciar, cuando la glucemia, en porcentajes, tiene un riesgo de muerte más alto. Se trata de representaciones atávicas, productos de la mala información, que es urgente despejar.
Hablamos constantemente de nutrición: nutrir significa dar un porcentaje de hidrocarbonos, proteínas y otras sustancias debidamente proporcionadas a un objeto animado, planta o animal o persona. Pero nosotros no nos nutrimos solamente: somos co-mensales , porque el comer alrededor de una mesa es un acto eminentemente social. El sym-posio griego celebra el acto de la bebida conjunta. No es que los anoréxicos o los bulímicos fallen en su nutrición: fallan en su comensalidad, en su simposio: eso es lo que hay que considerar, lo que conviene transmitir.
Los estudiantes de medicina aprenden cinco mil palabras nuevas en el primer año, cuyo origen y significado en su mayoría desconocen. Y este vocabulario masivo, en vez de fortalecer y ampliar su conciencia profesional, actúa muchas veces como una muralla abrumadora, una pantalla opaca o un sistema de pasaje que los convierte en hablantes y habitantes de un dialecto hermético, separados del resto de la sociedad, poseedores de un secreto que les confiere a la vez poder y lejanía; en suma, los conduce a la alienación.
A la jerga del oficio se une una tecnología muchas veces intimidante: un lenguaje de rayos, tubos, neones y metales se propaga entre la herida y el que la sufre. El hospital -etimológicamente- es sitio de hospedaje, pero también, muchas veces, un recinto de alienación y hostilidad.
Un factor crucial y agravante en el incremento de la incomunicación entre médicos y pacientes es la perentoria exigencia de las prepagas y mutuales, en cuanto a pautas de atención a los pacientes cada vez más breves. Éste es un rasgo evidente de la proletarización de los médicos, obligados por este sistema a trabajar a destajo. Le Breton señala que nuestra medicina no toma en cuenta el tiempo del hombre, como la oriental, porque es una medicina de urgencias. El apuro al que se ve compelido el médico, la ansiedad del paciente que exige el antibiótico o la pastillita conspiran contra la palabra, esa palabra que es a la vez diagnóstico y terapia. Cuando llega a la guardia alguien que se queja de un dolor de pecho, el electrocardiograma no arroja siempre el resultado en su debido tiempo; vale más entonces que se pregunte quién es el enfermo: un diabético, un esquizofrénico, un cirrósico, etcétera, noticias fundamentales para orientar y decidir el tratamiento. Una simple información verbal establecida oportunamente puede en estos casos salvar una vida. Las pocas palabras que puede intercambiar un cirujano sagaz con su paciente, deducidas de su historia clínica, sus datos personales y su presentación verbal ante el médico, son acaso más fecundas en la vida de éste que la operación más admirable.
El psicoanálisis hace de la palabra y de su escucha el resorte fundamental del tratamiento. Los antiguos supieron que la palabra cura. Desde los shamanes y los magos de Oriente, que practicaban y practican sus fórmulas mágicas, hasta el centurión del Evangelio ("No soy digno de que entres en mi propia morada, mas di tan sólo una palabra."), existe una conciencia del poder benéfico del verbo sobre la penuria humana. Pero en el camino del tiempo, en atención al progreso y a la ciencia, el ojo clínico desplaza y sustituye a la voz, a la intimidad del tacto que establece la confianza entre médico y enfermo.
"En los hospitales la gente se muere de hambre de piel", dice Walter Benjamin. Al pasarse de la mano al ojo se pierde la sensación de la piel sobre la piel, algo que ya, en sí, es terapéutico. Tan perdida está esa costumbre que en la actualidad, quienes todavía la aprecian en el ámbito médico han ordenado efectuar, y preservan, un moldeo de manos de médicos viejos que acostumbraban a palpar a sus enfermos.
Se trata de un sistema difícil de cambiar. Pero en el estado actual de la medicina, es imperioso preguntarnos qué pierde el médico y qué pierde el paciente cuando pierde la palabra. Los costos de la profesión médica, que muchos consideran todavía una esfera de privilegio social y económico, se van volviendo excesivamente elevados en el presente sistema. El grupo médico no es precisamente un modelo de armonía psíquica ni de comunicación social exitosa: entre nosotros, los médicos se infartan cinco años antes que el resto de la población, se divorcian nueve veces más y tienen una tasa mucho más alta de suicidios.
No parece extravagante suponer que, entre los factores que han convertido la medicina en una profesión de alto riesgo, se encuentre en un lugar destacado la pérdida de una conexión válida y profunda con la palabra, tanto la del monólogo interior que acompaña los vaivenes de la sensibilidad del médico, expuesto cotidianamente al sufrimiento o a la esperanza, como la del diálogo auténtico con los pacientes. No cabe soslayar la intensidad de frustraciones y sentimientos de impotencia y de culpa -conscientes o inconscientes- que esta carencia básica genera.
Es importante entonces para todos nosotros que los médicos se pregunten acerca del lugar desde donde hablan, y puedan averiguar qué efectos pueden tener sus palabras en la vida de sus pacientes; es importante para los pacientes sentir que pueden compartir el lenguaje de los médicos, transmitir con fuerza y claridad el suyo propio, y medir el alcance de sus palabras entrando en un diálogo personal con ellos que se ajuste a las reglas de un juego leal y estimulante. Y es necesario para todos nosotros reflexionar acerca de cómo términos tales como prevención, prepagas, estado terapéutico, etcétera se han ido instalando de un modo tan paulatino como poderoso en el vocabulario colectivo, sin que se examinen muchas veces los supuestos beneficios y progresos que estas nociones, no siempre saludables, implican.
Sin pretensiones de exhaustividad, quisiéramos orientarnos hacia una reflexión acerca de las dificultades, riquezas y enigmas del lenguaje en la medicina. Nuestro destino se ha ido formando al calor, al color, al sabor de palabras que nos llegaron en momentos cruciales de nuestra existencia, y el encuentro médico es ciertamente uno de estos momentos cruciales. Ahondar la relación entre médico y paciente a través de una conciencia más plena del lenguaje, de modo que su contacto no se restrinja exclusivamente a la enfermedad ni a la salud, sino también a un conocimiento y crecimiento mutuo, algo que nos vaya llevando a todos a una transformación vital: ojalá que este intento no sea totalmente ilusorio.
El cuerpo, el sufrimiento, el sexo, las magias reparadoras, la ciencia avasallante, el mundo admirable y aterrador de los hospitales, el poder y el dinero en el camino de la salud: todo ese universo se ha ido plasmando inconscientemente en palabras que atestiguan la lucha permanente del ser humano por afirmar verbalmente su voluntad de supervivencia. Y hay un lugar en el lenguaje donde la muerte y la vida se miran a los ojos y pretenden dominarse. Sabemos que la vida y la muerte son indecibles; pero también sabemos que el lenguaje es invencible en su esfuerzo en ir empujando los límites de lo que podemos llegar a expresar.
Existe una historia que da cuenta de las huellas que deja esa lucha en la memoria del lenguaje. Podemos advertir la ternura del lenguaje que puebla al cuerpo de diminutivos - pupila es muñequita, rodilla es ruedita- como si desde alguna perspectiva misericordiosa y maternal fuéramos eternamente niños. Hay brutalidad y rencor en el lenguaje que llama matasanos al médico; hay ingenuidad en el lenguaje que aclama a los médicos como doctores -doctores sin tesis ni magistratura. Observemos el retorcimiento del lenguaje que llama embarazada a la mujer que se ha liberado de su cinto para dar lugar a su gestación; la sabiduría del lenguaje que sabe que en la palabra hospital se esconde a la vez el huésped atento y el enemigo infame. Escuchemos el lenguaje misterioso que en la palabra autopsia afirma los poderes omnímodos de la mirada médica. Admiremos el instinto del lenguaje cuando habla de matarse en un accidente. El lenguaje trenza la enfermedad con la exclusión y la culpa, y la salud con la salvación; y estalla en obscenidad impiadosa del lenguaje cuando la muerte se aproxima.
De las muchas enfermedades que pueden aquejarnos, no hay nombre para una de las más corrosivas y traidoras -la que nos aleja de esa fuente de sabiduría, placer y libertad incomensurable que es el lenguaje que todos compartimos. Los antiguos hablaban de la curación por la palabra, una noción que es urgente recuperar, transformada, claro está, por lo que hemos aprendido a través de los siglos acerca de los poderes y los repliegues de las palabras. Pero del mismo modo que se cuidan los instrumentos antes de una operación quirúrgica, debemos estar dispuestos a cuidar y a curar las palabras del intercambio médico, para preservar sus poderes terapéuticos.
Nada sustituye ni supera el alcance de la palabra y la voz humana cuando nos encontramos al borde del sufrimiento y de la muerte. Pero una cultura tan negadora del sufrimiento y de la muerte como la nuestra también niega, necesariamente, ese alcance y esa relevancia, situados más allá de las fronteras del imperio tecnológico. Sin embargo, es posible avanzar en ese territorio, disputándolo a las tinieblas del avasallamiento brutal al que estamos expuestos. La medicina es ciencia y arte, así como el lenguaje es poesía y conocimiento. Que medicina y lenguaje se sienten juntos en el banquete del entendimiento es una de esas ignoradas pero necesarias prioridades que necesitamos hoy por hoy establecer. Persuadir e imaginar
Son muchos los textos que a lo largo del tiempo se han acumulado acerca de la relación médico-paciente, explorando la calidad de las palabras que implica su diálogo; tantos, que se hace difícil elegir los más relevantes en el conjunto. Impresionan en particular, sin embargo, ciertas consonancias complementarias que se establecen a través de los siglos con respecto a este tema. En una época tan escéptica como la nuestra, en la que se evaporan nociones tales como sustancia, historia, sujeto o verdad, conmueve a veces, cualquiera sea el credo o la filosofía a que suscribimos, comprobar ciertas persistencias, cierta tenacidad, ciertas coincidencias centrales en la tarea de descubrir de qué modo específico, a través del diálogo cara a cara, las heridas del ser humano pueden ser ocasiones de encuentro, sabiduría y reparación.
Lo que convence en estos escritos es su textura misma, la manera en que en ellos la palabra se recorta sin retórica, en un simple ademán de pureza, para avanzar hacia el centro mismo del corazón humano. Veintiséis siglos separan los textos de Platón de los de John Berger, y sin embargo resplandece en ellos una misma y profunda certeza. Lo que Platón mira desde el lugar del médico, Berger lo contempla desde el lado del paciente, pero ambos insisten en lo fundamentalmente necesario de la comprensión verbal mutua entre unos y otros.
En el diálogo socrático Cármides o De la Templanza , Cármides se queja de una fuerte jaqueca y Critias intercede ante Sócrates para que éste intente curarlo. Sócrates dice conocer un remedio que le había sido transmitido, mientras servía en el ejército, por uno de los médicos del rey de Tracia, Zamolxis. Platón muestra a Sócrates persuadido de los valores curativos de la palabra, como lo indican los siguientes ejemplos: "Le respondí que mi remedio consistía en cierta hierba, pero que era preciso añadir ciertas palabras mágicas; que pronunciando las palabras y tomando el remedio al mismo tiempo, se recobraba enteramente la salud; pero que, por el contrario, las hierbas sin las palabras no tenían ningún efecto".
No sólo las palabras ejercen un efecto curativo; todo acercamiento a la enfermedad fracasará si no se tiene en cuenta la personalidad toda del paciente, y si no se establece un lazo de persuasión y confianza previa con él:
No debe emprenderse la cura de los ojos sin la de la cabeza, ni la de la cabeza sin la del cuerpo; tampoco debe tratarse el cuerpo sin el alma; y si muchas enfermedades se resisten a los esfuerzos de los médicos helenos, procede de que desconocen el todo, del que por el contrario debe tenerse el mayor cuidado, porque yendo mal el todo, es imposible que la parte vaya bien.
Del alma parten todos los males y todos los bienes del cuerpo y del hombre en general, e influye sobre todo lo demás, como la cabeza sobre los ojos. El alma es la que debe ocupar nuestros primeros cuidados, y los más asiduos, si queremos que la cabeza y el cuerpo estén en buen estado. Acuérdate de no dejarte sorprender para no curarle a nadie la cabeza con este remedio si antes él no te ha entregado el alma para que la cures con estas palabras.
Del mismo modo se expresa Platón en Leyes , IV:
El médico libre, el que no atiende a esclavos, comunica sus impresiones al enfermo y a los amigos de éste, y mientras se informa acerca del paciente, al mismo tiempo, en cuanto puede, le instruye; no le prescribe nada sin haberlo persuadido de antemano, y así, con la ayuda de la persuasión, le suaviza y dispone para tratar de conducirle poco a poco a la salud [...]. Las hermosas palabras persuaden al paciente de que el remedio ofrecido es el mejor disponible, y éste acrecienta así su poder curativo, y sutilmente se individualiza el tratamiento. (Destacados nuestros)
Con el transcurso de los siglos y el desarrollo de la psicología, la situación anímica del paciente y el arte de la persuasión van cobrando mayor relieve y profundidad. Esto nos dice John Berger en El verdadero arte de curar :
Un paciente desdichado va al médico y le ofrece una enfermedad con la esperanza de que al menos esa parte de él (la enfermedad) pueda ser reconocible. Cree que su ser es imposible de conocer. No es nadie para el mundo, y el mundo es nada para él. La tarea del médico ahí -a no ser que se limite a aceptar que existe una enfermedad y sencillamente se tranquilice a sí mismo diciéndose que es un paciente "difícil"- es reconocer al hombre. Si el hombre empieza a sentir que es reconocido -y ese reconocimiento podría incluir rasgos de su carácter que él todavía no ha reconocido en sí mismo- habrá cambiado la naturaleza desesperada de su desdicha: incluso podría tener una oportunidad de ser feliz [...].
El reconocimiento tiene que ser oblicuo. El desdichado espera que se lo trate como una persona insignificante con ciertos síntomas pegados a él. Hay que romper ese círculo. Y eso se puede lograr si el médico se presenta ante el paciente como un hombre igual que él, lo que exige por su parte un gran esfuerzo de imaginación y un conocimiento muy preciso de sí mismo. Hay que darle al paciente la oportunidad de que reconozca, pese a que su identidad está dañada, aspectos suyos en el médico, pero de tal modo que parezca que éste es cualquier hombre. Esta oportunidad nunca es el resultado de un solo encuentro con el médico y muchas veces la provoca más cierta atmósfera general que las palabras que puedan decirse.
A medida que aumenta la confianza del paciente, el proceso de reconocimiento se hace más sutil. En una fase posterior del tratamiento, el hecho de que el médico acepta lo que le cuenta y la precisión con que aprecia sus insinuaciones sobre cómo podrían encajar las diferentes partes de su vida terminarán convenciendo al paciente de que él y el médico y el resto de los hombres son semejantes; le parecerá que el médico conoce tan bien como él cualquier cosa que le cuente sobre sus miedos y sus fantasías. Ha dejado de ser una excepción. Puede ser reconocido. Y esto constituye el requisito básico para la cura o la adaptación. (Destacados nuestros).
Aunque la explicación de texto puede resultar obvia aquí, cabría señalar las notas comunes entre estas citas. Platón y John Berger hablan ambos de un ofrecimiento que el paciente hace al médico al presentarle su enfermedad. Y esta palabra sola, acaso inesperada en este contexto, indica la dignidad que ambos confieren al paciente, advirtiendo que su enfermedad no es exclusivamente un obstáculo, disminución, amenaza o anomalía, sino que bien puede consistir en un don, en un bien a determinado nivel. Platón habla de un ofrecimiento del alma y Berger de un ofrecimiento de la enfermedad, pero en ambos casos hay una ofrenda, una confianza que enaltece al médico, le confiere un poder, en la esperanza de que éste no sea oportunidad de abuso, sino de beneficencia mutua.
Platón va lejos en el requerimiento de la actitud de entrega por parte del paciente: "Acuérdate de no dejarte sorprender para no curarle a nadie la cabeza con este remedio si antes él no te ha entregado el alma para que la cures con estas palabras". La desconfianza o la reticencia del paciente, si ignorados, serían motivos de una mala praxis para él: "no te dejes sorprender", advierte.
Y con la entrega no basta: "entra en conversación con el paciente y con sus amigos, y reúne de una vez toda la información relativa al enfermo, y lo instruye en la medida de su capacidad; y no recetará remedios hasta tanto no le haya convencido". El tema de la persuasión es capital en Platón, como lo prueba otra afirmación suya en el Gorgias , donde contrapone la fuerza de la persuasión de la palabra humana ( peithó ) a bía , la fuerza o violencia de los hombres. Platón es respetuoso, cuidadoso, pero también contundente, de acuerdo con su estilo mental autoritario: no debe actuarse de otra manera que la que él prescribe.
Por su parte, el estilo calmo y lento de Berger, su obvia intención de ser claro antes que brillante, las palabras y expresiones que elige -desdicha, reconocimiento, semejanza, imaginación, identidad dañada, persona insignificante, atmósfera antes que palabras-: todo muestra que aquí hay alguien que ha reflexionado profunda, auténticamente, desde el lado del enfermo, acerca de la muy difícil y compleja cualidad del lazo médico-paciente.
El reconocimiento del médico es la primera pauta del alivio de la desdicha del enfermo. "El desdichado espera que se lo trate como una persona insignificante con ciertos síntomas pegados a él. Hay que romper ese círculo". Aquí conviene recordar las sabias palabras de Laín Entralgo, gran conocedor de este arduo tema, sobre la intención de abandono del enfermo:
El médico a la vez debe resolver inicialmente, en el sentido de la ayuda, la tensión ambivalente que dos tendencias espontáneas y antagonistas, una hacia la ayuda y otra hacia el abandono, suscitan siempre en el alma de quien contempla el espectáculo de la enfermedad. Ser médico implica hallarse habitual y profesionalmente dispuesto a una resolución favorable de la tensión ayuda-abandono.
Si el médico puede verse tentado a abandonar al enfermo, no es menos cierto que el enfermo también experimenta la tentación de abndonarse a sí mismo, como señala Berger. Pero hay dos puntos fundamentales que condicionan la ruptura del círculo mencionado por él. Una es que en el reconocimiento al enfermo, del enfermo, el médico se ofrezca en garantía de semejanza: está reconociendo en el enfermo rasgos de sí mismo, porque ambos -y ésta es la segunda condición- son en el fondo semejantes. "Hay que darle al paciente la oportunidad de que reconozca, pese a que su identidad está dañada, aspectos suyos en el médico, pero de tal modo que parezca que éste es cualquier hombre". Como bien lo dice Berger, esto requiere "un gran esfuerzo de imaginación". En la adivinación del médico con respecto al punto en que se anudan su humanidad y la de su paciente, hay un trayecto lleno de obstáculos, vanidades, temores, autodefensa y prejuicios. Pero, como lo sabían poetas tan distintos como Wilde y Unamuno, la clave del amor es precisamente la imaginación. Imaginar al otro en su totalidad, en ese lugar misterioso en que hace parte necesaria del universo, del universo que nos incluye a todos: eso es el amor.
Y aquí se abre una cautela muy importante. Dice Berger: "Esta oportunidad nunca es el resultado de un solo encuentro con el médico y muchas veces la provoca más cierta atmósfera general que las palabras que puedan decirse". Limitación de la palabra, acentuación de la mirada, del tacto, del silencio: ese sistema de comunicación cada vez más sutil va embargando de confianza y fortaleza el ánimo del paciente. Ahora ha sido plenamente reconocido. "Y esto constituye el requisito básico para la cura o la adaptación", concluye Berger.
Dentro del ámbito no verbal de la comunicación médico-paciente es fundamental el acto de palpar, un arte en gran medida olvidado. Según Laín Entralgo, la persona enferma, al sentirse explorada suavemente y reconocida de esta manera, reflexiona: "Si alguien me toca de modo acariciante, quiere decir que existo; existo y no soy totalmente indigno". Y cita a Nacht: "El adulto, que tanto se esfuerza inconscientemente por acallar al niñito que llora dentro de él, se toma una vacación". Éste es también el sentido de la imposición de manos.
A lo largo de los siglos, como vemos, la praxis y la psicología han ido profundizando aquellos aspectos que Platón ha intuido sólo en los bordes de su experiencia. Platón subraya la necesidad de una competencia específica del médico para persuadir al paciente antes de administrarle los remedios; Berger señala uno a uno los pasos que vuelven verdadera y eficaz esta persuasión. Ambos están hablando de uno de los más difíciles encuentros humanos, y ninguno de ellos rehúye lo específico de esta dificultad, lo delicado de su enfrentamiento y su solución. Y ambos textos nos persuaden a la vez de lo dicho por Platón, porque lo transparentan; y con él nos atrevemos a decir que, en verdad, desde esta perspectiva, "el amor preside a la medicina".
El habla del cuerpo
Entre la ciencia y la humanidad
El prestigioso científico y ex rector de la Universidad de Buenos Aires reflexiona sobre el libro de Ivonne Bordelois. Admite que los médicos de hoy son más poderosos ante el sufrimiento que los de antaño, pero también más sordos. A menudo, no entienden el sentido profundo de las palabras con las que se lamentan quienes recurren a ellos en busca de cura y consuelo

Por Guillermo Jaim Etcheverry
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
El nuevo libro de Ivonne Bordelois, A la escucha del cuerpo. Puentes entre la salud y las palabras , constituye un aporte original y trascendente a una cuestión central de nuestro tiempo. La importancia de la apasionante exploración de la medicina que relata el libro reside en el hecho de que, en una época en que la tecnología parece querer ocupar el centro del quehacer médico, su autora nos advierte que, en realidad, es la palabra la que está siendo desplazada de ese lugar. Nos muestra que deberíamos volver a considerarla lo que en realidad es: el medio más sensible y específico para diagnosticar las enfermedades. También resulta esencial para el tratamiento de los pacientes porque la palabra del médico constituye una de las más poderosas herramientas que éste puede poner al servicio de la curación.
La autora, reconocida lingüista y poeta, invita al lector a acompañarla en un recorrido por el origen y el significado de muchas de las palabras que protagonizan el encuentro del médico con su paciente. Pero el libro no se limita al análisis etimológico, que por supuesto desarrolla, sino que, por medio de él, explora la evolución histórica de los conceptos relacionados con la salud y con la enfermedad, con las sensaciones del paciente y con el saber del médico. Este cuidadoso rescate del origen y la mutación de la palabra, que descubre sus riquezas y matices pero también sus carencias, discriminaciones y parcialidades -como lo señala la autora-, ayuda a comprender la actividad del médico y, en no pocos casos, a advertir las distorsiones que está experimentando en nuestra época. Volver al origen de las palabras, reconocer en ellas la historia oculta de lo que nombran, se convierte en un pretexto para regresar a las fuentes mismas de la medicina.
En 1861, en sus Lecciones sobre Clínica Médica , el gran médico francés Armand Trousseau señalaba:
En algún momento, cada ciencia se vincula al arte y, a su vez, cada arte posee su aspecto científico; el peor hombre de ciencia es aquel que nunca actúa como un artista y el peor artista es quien nunca lo hace como un científico. En las épocas primitivas la medicina nació como un arte que tenía su lugar junto a la poesía y a la pintura; hoy tratan de convertirla en una ciencia, ubicándola en compañía de la matemática, la astronomía y la física.
Efectivamente, el péndulo de la medicina se ha ido desplazando del extremo artístico hacia el científico. Los avances de la ciencia y el desarrollo de las nuevas tecnologías a las que ésta da origen modificaron radicalmente la práctica de la medicina. Su efectividad es crecientemente juzgada sobre la base de estándares científicos.
Sin embargo, la medicina parece estar engañándose a sí misma con esta obsesión por ser sólo ciencia. Resulta evidente que nuestra profesión nunca seguirá excluyentemente ese camino ya que permanecerá firmemente enraizada en el terreno de los asuntos humanos, con todos los matices nebulosos, subjetivos e irracionales que esto inevitablemente supone y que la vinculan con la esencia profunda de lo humano. Como lo sugiere Trousseau, la medicina parece destinada a quedar definitivamente ubicada entre la ciencia y la humanidad.
Nadie discutiría hoy que la ciencia resulta esencial para la medicina pero no queda tan claro que ésta no puede ser simplemente identificada con la ciencia pura, ni siquiera con la aplicada. Tampoco lo está el hecho de que esta concepción conduce, inevitablemente, a la pérdida de la comprensión del papel central que desempeña la palabra. Como bien lo destaca Bordelois, el arte de la medicina está centrado, esencialmente, en la capacidad de escucha y en la interacción humana. Es decir que la ciencia sólo puede cumplir su misión si los médicos practican con efectividad el arte de la medicina para lo que deben haber comprendido la trascendencia de su misión humana que se ejerce con conocimiento técnico, con equipos, con medicamentos y, sobre todo, mediante palabras.
La visión excluyente de la medicina como ciencia ha llevado a que quienes la practican estén crecientemente entrenados en esos aspectos de su quehacer pero poco capacitados en las habilidades personales y sociales necesarias para relacionarse como seres humanos con sus pacientes. En ese vínculo con el otro que busca ayuda, la palabra ocupa una posición central. Paradigma de comunicación, la relación entre el médico y su paciente está mediada por palabras, las que se dicen, las que se escuchan, hasta las que se callan.
Efectivamente, toda la información, independientemente de cuán completa y exacta sea, debe ser interpretada por el médico quien le da sentido y la aplica a su tarea. Además de los parámetros "científicos", los expertos toman en cuenta detalles imprecisos, tales como el contexto, el costo, la conveniencia y el sistema de valores de cada paciente. También influencian el juicio clínico factores que dependen del médico: emociones, prejuicios, temor al riesgo, tolerancia de la incertidumbre y conocimiento personal del paciente. Por eso, la práctica de la medicina clínica, con la complejidad y sofisticación de los juicios cotidianos a los que obliga, es el arte de utilizar la ciencia para auxiliar al paciente. Mientras que la ciencia busca conocer, la medicina intenta ayudar a quien sufre.
Por eso, al recurrir a la ciencia y la tecnología, el médico debe ubicarlas en su contexto apropiado, guiado por la estructura filosófica subyacente de su arte. Debe reconocer que las quejas acerca de lo somático son en realidad parte de un complejo más abarcador y que, para ser útil, la medicina debe actuar de manera efectiva en ese estrato fundamental. En síntesis, la medicina debería reencontrarse con su razón de ser. El análisis de las palabras relacionadas con la actividad médica al que nos invita Bordelois constituye un aporte esencial para alcanzar ese objetivo porque, como lo sugiere, el médico corre hoy el grave peligro de perder "la conexión válida y profunda con la palabra, tanto en el plano del monólogo interior? como en el del diálogo auténtico con los pacientes".
En la introducción del famoso Tratado de Medicina Interna de Harrison figura esta frase sugestiva: "El verdadero médico tiene una amplitud shakesperiana de intereses: se interesa en el sabio y en el simple, en el orgulloso y en el humilde, en el héroe estoico y en el villano doliente".
Cuando es capaz de demostrar todos esos intereses, el médico se involucra en historias humanas particulares. Eso no es materia de la ciencia sino de lo poético. Se manifiesta en el ámbito de la particularidad, la paradoja y las pasiones. Al médico se le descubre el drama de las vidas individuales, uno de los privilegios de su actividad. Ve a las personas en sus mejores aspectos y también en sus peores circunstancias. Las ve estoicas y vulnerables, devastadas y entusiasmadas. Y, si presta atención, en el proceso aprende algo de lo que significa ser humano. En especial, adquiere la oportunidad de participar en el drama del ser humano mortal en búsqueda de sentido. De este modo, si el médico está atento a la palabra de su paciente y si comprende lo que significa, puede trascender la profesión médica, incorporándose así a sus tradiciones más antiguas.
A pesar de que la medicina depende de la ciencia en lo que respecta a muchas de sus herramientas, como ya se ha señalado, sus fines suponen más que un triunfo sobre la enfermedad ya que también incluyen las batallas espirituales y morales que libran los pacientes viviendo con la incertidumbre y el sufrimiento. Incluso las destinadas a ser perdidas. Es en esas situaciones cuando el médico puede demostrar su virtud en la medida en que sea capaz de comprender eso que distingue la medicina de la ciencia, una distinción que, no pocas veces, reside en las palabras. Puede advertir que concebir a su paciente como pura materialidad es una suerte de degradación, inclusive si es eso lo que el propio enfermo desea. De maneras sutiles, o no tanto, el joven médico científico actual aprende que sus interrogantes más naturales son considerados ingenuos o, en el mejor de los casos, lo aproximan a un tembladeral de subjetividad que tiende a evitar.
Sin embargo, nuestras propias limitaciones como médicos, en lugar de ser sólo ocasiones para la desilusión, ofrecen una oportunidad para reflexionar sobre el destino del ser humano. Para ello, necesitamos incorporar a nuestra visión las obvias limitaciones de la ciencia natural cuando se trata de develar los interrogantes humanos fundamentales.
Los médicos de hoy son sin duda más poderosos que los de antaño pero también, más sordos. Están mucho menos inermes ante el sufrimiento pero, a menudo, no pueden comprender el sentido profundo de las palabras mediante las que se lamentan quienes lo padecen. Una formación más integral, más preocupada por su "humanización", que les proporcione una comprensión más clara de la naturaleza de su labor, puede atenuar esa sordera de los médicos. Seguramente no les facilitará evitar lo irremediable pero, al menos, los dejará menos desvalidos en su tarea cotidiana.
Al concluir su libro, Ivonne Bordelois evoca un diálogo que mantiene un médico, Daniel Flichtentrei, con una paciente correntina internada en un hospital quien, además de recurrir a su ayuda profesional, yace rodeada de objetos y talismanes en los que confía para sanarse. A la pregunta del médico "¿Por qué no se internan en sus templos?", la mujer responde: "No se enoje, pero lo que pasa, doctorcito, es que estamos enfermos de más cosas de las que ustedes pueden curarnos y confiamos en la medicina menos de lo que ustedes pueden tolerar".
No resulta sencillo para la medicina contemporánea admitir estas otras dimensiones porque escapan al rumbo pretendidamente exacto y científico al que, ante la incertidumbre de su quehacer, busca aferrarse con desesperación. Edmund Pellegrino, uno de los padres de la bioética en los EE.UU., define la medicina como "la más humana de las ciencias, la más científica de las humanidades". Esa caracterización, mencionada por la autora en su libro, plantea el dilema central de la profesión médica: el mantenimiento del delicado equilibrio entre el arte y la ciencia de la medicina.
Ivonne Bordelois realiza un aporte trascendental y fundante para restablecer ese equilibrio cuando, mediante el análisis de las palabras que se emplean en el diálogo médico, estimula la reflexión profunda acerca de esa actividad. Es un preocupado y preocupante llamado de atención ante la pérdida de sentido que amenaza a la medicina actual. Sin la comprensión de lo que las palabras denotan, no se puede pensar lo que la medicina es. Junto con nosotros, los lectores, "lava las palabras" -bella expresión que escuché a la autora- y esa tarea vuelve la lectura de su texto imprescindible para los médicos porque los ayuda a descubrir aspectos esenciales y poco enseñados de su propia actividad. Al recorrer sus páginas, resulta evidente que la palabra constituye la principal tecnología que tienen a su disposición. A los pacientes, es decir a todos porque lo somos o lo seremos en algún momento de nuestras existencias, el libro nos muestra los límites que enfrentan quienes se dedican a acompañarnos cuando sufrimos, nos sugiere los peligros de la extrema "medicalización" de la vida en la que estamos embarcados, nos descubre los intereses a los que esto responde y, sobre todo, reivindica la palabra -que es lo que nos define como humanos- como el elemento central de la comunicación de aquello que somos y de lo que nos sucede en el devenir de nuestras vidas.