viernes, 31 de diciembre de 2010

Zelarrayan/Vargas Llosa

MURIO RICARDO ZELARAYAN, UN “ESCRITOR SECRETO”

Adiós al poeta y al mito

El escritor, cuyo sonoro apellido obra como contraseña de una suerte de culto, falleció el martes pasado. Más difícil es establecer la fecha y lugar de su nacimiento, lo que alimenta la leyenda. La obsesión del espacio y Lata peinada son algunos de sus libros.

Por Silvina Friera
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El propio Zelarayán se describía como “una mezcla rara”.

La Parca es una cretina con escaso refinamiento prosódico. Nunca emplea la elipsis, ni escamotea sus intenciones. Jamás vacila. El martes murió el gran poeta Ricardo Zelarayán, tal vez el mayor mito de la literatura argentina contemporánea. La ecuación es perfecta para aceitar el culto al “escritor secreto”. La sola mención de su sonoro apellido es una especie de contraseña fascinante que incorpora feligreses de boca en boca, de lectura en lectura. Publicó pocos libros, escribió mucho más, pero esos textos se perdieron en sucesivas mudanzas, de pensión en pensión. El capital poético y narrativo que despliega en su obra –de los poemas de La obsesión del espacio (1972) hasta la mítica novela extraviada y recuperada, Lata peinada– rubrica el carril de un horizonte para alquilar balcones. “Una mezcla rara”: así se definía este poeta que descendía de indios analfabetos por el lado paterno. “Aunque yo he salido blanco como mi madre”, aclaraba. ¿Cuándo y dónde nació? Menudo problema responder una pregunta que a priori debería resultar sencilla. Algunas fuentes –el Breve diccionario biográfico de autores argentinos, de Pedro Orgambide; la mayoría de las páginas web y la solapa de la reedición de su novela La piel del caballo– consignan que habría nacido en 1940. El poeta Jorge Aulicino establece la fecha mucho antes: el 21 de octubre de 1922. Otro cantar similar se plantea con el lugar. Zelarayán podía anclar su origen en Paraná y sentirse entrerriano, pero también se llamaba a sí mismo “tucumano-salteño”. Epílogo genial estas versiones, una estocada magistral para mantener la llama encendida del mito.

La única “certeza” por ahora –hasta que biógrafos y fans demuestren lo contrario– es que Zelarayán no era porteño. Se describía como un provinciano resentido exiliado en la Capital. Su frente de combate por excelencia fue la dicotomía Capital-interior. Que su yacimiento poético sea la lengua del país profundo y mestizo no implica incluirlo automáticamente por los pagos de la gauchesca. “Aborrezco a los gauchos. El gaucho es la policía del patrón. Por eso le dan el caballo. Yo no sé de dónde sacan que soy gauchesco o neogauchesco –protestaba con razón contra el torpe facilismo de estas etiquetas–. Claro, como en mi novela (La piel del caballo) aparece un caballo, ya es gauchesco. ¡Pero hay que ser boludo! Y como soy provinciano, los porteños creen que nací en el campo.” Hay frases para conservar en el cofre antojadizo de la memoria. Decía que “una novela empieza por una frase escuchada en la calle”. Lo que entraba por la oreja de este señor inexorablemente sordo –pero con un oído biónico descomunal para escuchar lo que muchos no pueden oír–, ese colchón de voces que lo interpelaban, era apenas la punta del iceberg, la materia prima de un protolenguaje, un impulso inicial que sería infatigablemente digerido y elaborado.

A Buenos Aires llegó para estudiar Medicina, según recordó el poeta en una de las pocas entrevistas que le hicieron. Pero no pudo terminar la carrera; para un hombre de provincia, la necesidad imperiosa de trabajar eclipsaba la tentativa de educarse en la universidad. Fue corrector en la editorial Depalma, redactor creativo en agencias de publicidad, periodista y traductor. El descendiente de indios analfabetos, apodado por sus amigos “el Franchute”, hablaba inglés y francés a la perfección. A comienzos de los ’70 integró una revista fundamental: Literal. El primer libro de poemas que publicó, La obsesión del espacio (1972), un joyita de punta a punta, es una de las naves insignia para los jóvenes poetas argentinos, como han reconocido Fabián Casas y Washington Cucurto, entre otros. “La palabra misterio hay que aplastarla / como se aplasta una pulga / entre los dos pulgares. / La palabra misterio ya no explica nada”, se lee en el poema medular “La gran salina”. Casas percibe que la prosa de Zelarayán está hecha “con violentos cambios de clima e imágenes dantescas del campo”. Pero advierte que no es el campo idílico sino “la urbanización que crece en el medio de los pueblos, trayendo sus negocios, sus traficantes, sus autazos y sus machados, es decir, toda la escoria de las ciudades que destruye a la naturaleza original que ya se ha perdido”.

Zelarayán asumía una influencia “muy fuerte” de Macedonio Fernández desde el ángulo del cuestionamiento del ser, pero no tanto en el estilo; influencia palpable especialmente en sus “novelas” –encomillado que pone en tela de juicio si es posible hablar de géneros– La piel del caballo y Lata peinada. También publicó Roña criolla, poemas para calentar motores, “frases de arranque” como si pusiera primera para empujar la realidad, chispazos notables, anzuelos que atrapan a su presa. “Rezongado rezongo de palabra renga. / Pelo y barro”, se lee en “Pioja”. “Mano mansita, mosca aplastada. / La mula mansa escupe jinetes y el vuelo fracasa, / nariz en tierra”, escupe en “Gota”. El poeta no tenía inconveniente en marcar la cancha. No quería integrar la “pequeña borgesía”, pero admitía que Borges tenía “cosas hermosas”, como “La fundación mitológica de Buenos Aires”. Tampoco Osvaldo Lamborghini fue santo de su devoción. Le gustaba El niño proletario, pero se quejaba de la repetición en Lamborghini, una obsesión y exigencia que acaso pueda ser una de las columnas vertebrales para comprender por qué Zelarayán publicó poco: “Si yo veo que me estoy repitiendo, digo ‘esto no va’. Y lo tiro”. Lejos estaba de comulgar con la parodia en la literatura; la calificaba, sin medias tintas, como “una estupidez total”. “La parodia encaja perfectamente con la posmodernidad, en el sentido de que, como ya está todo hecho, lo único que cabe es la desacralización de los modelos. Es un disparate”, subrayaba en la entrevista con el poeta Fernando Molle.

Imposible no rendirse a las aristas de un mito construido, fundamentalmente, con una gran obra, una musiquita inquietante por donde se la escuche y lea. Pero se impone apostillar un plus de intensidad adicional. “No soy escritor”, decía Zelarayán, aceitando con esa frase un tópico fascinante. No respondía al estereotipo de lo que se supone es un escritor: alguien que publica regularmente. “Para merecer el título de escritor hay que publicar un libro cada dos años, cosa que yo no he hecho y no creo que pueda hacer jamás”, confesaba. “Claro, ésa es la burocracia de la literatura. Yo pienso que se escribe porque hay ganas de escribir, y resulta que si a uno no le interesa lo que está escribiendo, evidentemente, chau. Es el único privilegio del escritor: ser el primer lector.”

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Tapa libros

Yo no vengo a decir un discurso

Con la aparición de El sueño del celta convergen dos hechos de por sí destacables: se trata de la publicación de una nueva y esperada novela de Mario Vargas Llosa y, al mismo tiempo, del primer libro después del Nobel. El 7 de diciembre, Vargas Llosa leyó en Estocolmo el discurso de aceptación del premio, del cual Radar reproduce los mejores pasajes. Y además, un comentario sobre la novela que recrea la vida y las aventuras del diplomático británico de origen irlandés Roger Casement, cuya experiencia en el Congo Belga inspiró El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y cuyas denuncias lo convirtieron en un pionero de los derechos humanos.

Por Mario Vargas Llosa
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Vargas Llosa y Garcia Marquez, cuando ninguno de los dos lo habia ganado.

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba, Bolivia. Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a D’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas. La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía, pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

PARA QUE ESCRIBIR, PARA QUE LEER

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho, sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias. Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. (...)

La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez. Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige la injusticia, se impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos aunque nunca llegaremos a alcanzarla a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

CIUDADANO DEL MUNDO

No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí. Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibán en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania. Y lo volvería a hacer mañana si el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción, y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanos que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. (...)

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeocristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el Africa con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas! La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.

PERU

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pieajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebés al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Alvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.

EL PARAISO Y EL REFUGIO

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo.

Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

LA CAVERNA Y LA FICCION

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

Patria sí, colonia no

Por Juan Pablo Bertazza
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Hay novelas que cierran las distintas etapas de una obra. Y hay novelas que abren surcos dentro de una misma trayectoria literaria que se puede ir bifurcando como un laberinto. Aunque empezó a escribirla hace tres años, El sueño del celta, por esos azares del tiempo, quedará para la historia como el libro con el que Mario Vargas Llosa estrenó su condición Nobel. Pero aunque el máximo galardón literario implica inexorablemente un broche de oro ¿cuántas obras maestras se escribieron después de un Nobel?, El sueño del celta está muy lejos de ser una obra de clausura y tiene que ver, más bien, con una exploración que incluye, incluso, una vuelta a cierta juventud de Vargas Llosa, o al menos una búsqueda en ese sentido. No sólo por el epígrafe de José Enrique Rodó, el intelectual latinoamericano del juvenilismo, sino porque sus más de cuatrocientas páginas están teñidas de un espíritu aventurero que recuerda las historias de Emilio Salgari, Stevenson y, por supuesto, Conrad, historias que, por otro lado, suelen constituir la apertura al mundo de la literatura por parte de los lectores más jóvenes, algo de lo cual habló el mismo Vargas Llosa en su discurso de recepción del Nobel.

Sin excesos de erudición ni caprichos estilísticos que a un escritor de su trayectoria tranquilamente se le perdonaría, El sueño del celta es una obra clara, muy legible que, incluso, lo impulsó a Vargas Llosa a viajar como un verdadero explorador hacia el lugar de los hechos que, en este libro, se diversifica sin escalas por el Congo belga, la Amazonía peruana, Irlanda, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Y fue justamente hace tres años, leyendo una biografía de Conrad, que Vargas Llosa descubrió al gran personaje de este libro no es sólo su protagonista, sino el alma y la carne, su gramática y su atmósfera:

El sueño del celta. Mario Vargas Llosa Alfaguara 454 páginas

Roger Casement, un cónsul británico que denunció los horrores del colonialismo de Leopoldo II en el Congo belga a partir de un informe que le daría fama en toda Europa pese a su conducta algo atormentada por los fantasmas de la homosexualidad. También se proclamó, como un verdadero pionero de los derechos humanos, contra la esclavitud de los indígenas obligados a la extracción del caucho en la Amazonía. Estas dos defensas le valieron el título de Bartolomé de las Casas del siglo XIX.

A su vez, atestiguar semejantes matanzas (que incluso temía terminar adoptando), le generó el deseo de entregarse a la causa nacionalista irlandesa, lo cual lo obligó a conspirar contra el Reino Unido en plena Guerra Mundial, para terminar ahorcado luego de un juicio que conmovió a la sociedad británica.

Además de rescatar la figura gigante, compleja y vigente de un personaje que, según explica Vargas Llosa en su epílogo, fue ignorado por traidor por los ingleses y en parte desechado por los irlandeses debido a su homosexualidad, El sueño del celta título que proviene de un poema épico que el propio Casement se propuso escribir cuenta con el gran atractivo de retratar y detener en el tiempo la, por definición, inmarcesible espiral del deseo: los vaivenes, las vueltas contradictorias y las rutas en contramano que suelen presentar en una vida los sueños. Tanto es así que, durante su infancia, Roger Casement se evadía de la violencia de su padre golpeador leyendo libros de aventura y descripciones imperiales de colonizadores, soñando él mismo ese destino. Sin embargo, ya en tierras africanas, advierte la bestialidad de todo aquello que deseaba ser durante su niñez: ahí donde decían llevar la civilización y el progreso, los colonizadores buscaban, en verdad, enriquecerse robando y mutilando a los nativos. Algo que hoy parece un lugar común pero que, por entonces, podía desencadenar una verdadera crisis existencial y que, en el caso de Casement, lo terminaría reconciliando con la tradición de su país, el gaélico que se esfuerza por aprender, y la religión católica que lo lleva a celebrar la gran pérdida de su vida, aquello que ninguna exploración le promete recuperar: su madre. La misma espiral compleja y contradictoria del deseo se da cita con el pobre itinerario sexual de Casement, quien trata de negar hasta último momento su homosexualidad, una homosexualidad que, en cierta forma, según sus críticos, lo ponía en contradicción con sus denuncias de colonialismo.

Más allá de las diversas reflexiones que puede estimular su combinación de historia y ficción La fiesta del chivo y los brillantes ensayos de Las verdades de las mentiras constituyen grandes antecedentes late algo lúdico, fresco y espontáneo en El sueño del celta, una novela que llena de oxígeno la densa obra del último Premio Nobel de Literatura, un libro que, mientras todos se lanzan a leer su obra completa, promete dejar la puerta abierta.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Mundialito/Pessoa/SADE/Alberti y León

Mundialito, la película a 30 años del campeonato que marcó el fin de la dictadura uruguaya

El balón por la culata

En 1980, el gobierno militar uruguayo quiso su propio evento deportivo para consolidar su poder. Así, al Mundialito de fútbol disputado por los países campeones del mundo le adosaron un referéndum. Pero a pesar de la victoria en la final contra Brasil, en las urnas la derrota fue lapidaria. El documental de Sebastián Bednarik que por estos días se ve en cines y colegios uruguayos, con entrevistas, documentos y materiales tan variados como elocuentes, rescata el evento del manto de silencio que lo rodeó durante décadas.

Por Mariana Mactas
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Mussolini lo hizo, Videla lo hizo, hasta Franco lo hizo aunque no llegara a verlo. Así que los militares uruguayos también quisieron su gran campeonato deportivo que los legitimara en el poder. Para no ser menos, apostaron más, y lo celebraron junto a un plebiscito constitucional. Estaban tan seguros de ganar que el fraude ni se les ocurrió. Y así se transformaron en el primer gobierno de facto que pierde un referéndum. Eso fue en noviembre de 1980. Un mes más tarde, hace treinta años, la Copa de Oro, el Mundialito, sacó a la gente a la calle para celebrar al Uruguay campeón. Pero no ya en un desfile de ciegas banderas patrias, como estaba previsto, sino cantando aquello de “se va a acabar la dictadura militar”.

La Copa de Oro “no era un mundial, era un invento”. Lo dice alguno de los protagonistas de la película Mundialito, que antes de estrenarse en Argentina da vueltas por salas y colegios de la Banda Oriental. Cuentan que allí, los chicos se quedan con la boca abierta. Es que esa aventura rocambolesca que dio el triunfo a Uruguay en una final 2-1 contra Brasil evocando el mito del Maracanazo, no combina mucho con la cultivada imagen de sobriedad y bajo perfil del país vecino. Claro, el film está animado por un elenco curioso. Hay unos militares con ganas de perpetuarse en el poder, un chico de seis años vestido de indiecito y erigido en mascota, un señor que habla cocoliche y, whisky en mano, cuenta cómo consiguió el dinero para financiar la aventura, tupamaros en cautiverio que pasaron de negar el campeonato (“pan y circo”), a abrazarse con sus carceleros festejando un gol; y hasta “un tal Berlusconi” que se anota su primera transmisión internacional y su entrada a la liga mayor de la televisión italiana.

El invento consistía en organizar un campeonato internacional entre campeones. Tuvo el aval de la FIFA y, en principio, no volverá a repetirse hasta 2030, centenario del primer mundial. Y aunque hoy la anécdota pueda parecer más digna de un delirio de los Monty Python que de unos militares que torturaban gente, la película suma a su apabullante archivo un caleidoscopio de entrevistados más y menos ilustres que vieron lo mismo de muy distinta manera. Hay políticos como Julio María Sanguinetti que ponen en duda su significado político (¿algún megaevento deportivo no lo tiene?) al lado de jugadores que sí sintieron que se jugaba ahí algo más que una serie de partidos.

Cuando el 57 por ciento de los electores votó por el no, el campeonato que siguió al referéndum se convirtió en la gran puesta en escena de una dictadura herida de muerte. Si el fútbol, como dice el historiador Gerardo Caetano en el film, es el gran escenario de construcción de mitos, este tiro por la culata debía haber dado en el blanco de una nueva etapa política: la de los uniformes habilitados por las urnas. “Conmigo no había ningún problema porque yo no hago política, hago deporte”, dice tajante Joao Havelange. Junto a él, en las imágenes blanco y negro, está Julio Grondona. Sólo el presidente de la AFA y Tabaré Vázquez, entonces presidente de la Comisión de Contabilidad de la Copa de Oro-Mundialito, se negaron a ser entrevistados.

Parida la idea, la dictadura uruguaya vio enseguida la oportunidad de capitalizar una fiesta futbolera. Los organizadores se preguntaban de dónde saldría el dinero para financiarla hasta que un señor con buenos contactos y ganas de hacer negocio, Angelo Voulgaris, se ofreció a “vender” el proyecto con un amigo millonario. Poco después, Berlusconi se interesaba en los derechos exclusivos de la transmisión mundial y un grupo de uruguayos viajaba a Italia para sellar el acuerdo. Fue a partir de ahí que Il Cavaliere logró hacerse fuerte frente a la RAI, accediendo al circuito mainstream de difusión que hasta entonces le estaba vedado.

En Montevideo, la cosa se organizaba por todo lo alto. Se invirtió en equipos de última generación que llegaron en grandes containers y se montó la primera televisación en color del país, pero sólo para el exterior: “Usted, señor, que tiene televisor color, igual no lo va a poder ver”, decía a cámara Cristina Morán, reportera estrella de la TV charrúa. Miles de periodistas de todas partes ocuparon las instalaciones de prensa del Estadio Centenario. La mascota, con el equipo de la selección y una vincha con la bandera uruguaya, tenía una versión de carne y hueso a cargo de Diego Schaffer, 6 años, hijo del agente de relaciones públicas del Mundialito.

El fútbol fue de primera. “Un campeonato extraordinario, muy bien organizado por el gobierno, que se jugaba mucho, y con muy buenos equipos”, define Víctor Hugo Morales. Cruzaba el pasto del Centenario un Diego Maradona de rulo generoso y short apretado que antes de subirse al micro de regreso decía: “A Uruguay no se puede ir a jugar nunca más. Nosotros no los tratamos como nos tratan ellos”. Y Uruguay le ganaba 2 a 0 a Holanda. Y pasaba a la final con Brasil. Los jugadores celestes acordaban pedir un auto para cada uno. Querían quedarse con algo concreto, intuyendo que se pedía de ellos algo más que ganar una serie de partidos. Durante la final, un señor de traje se acercó al banco de suplentes para confirmarles que “lo del auto” estaba aprobado.

En el penal de Libertad los presos políticos y comunes seguían los partidos por radio y recibían el fixture de manos de los soldados. “Fue la única vez en 13 años de preso en que presos y soldados festejamos algo juntos”, dice Marcelo Estefanell, ex tupamaro, autor del cuento “El hombre numerado”, en el que cuenta la final tras las rejas. José Mujica también estaba preso durante el Mundialito: “Fue una pequeña fiesta compensatoria”, precisa. Los partidos políticos proscriptos analizaban el evidente debilitamiento del poder militar. Y la militancia clandestina se envalentonaba. “Hágale un gol a la dictadura. Vote no”, decían los volantes que mostraban al indiecito pateando una urna en lugar de una pelota. Pero quizás el símbolo de resistencia más divertido fue el himno del Mundialito. Aunque los militares habían pergeñado su propio jingle patriótico, fue la pegadiza “Uruguay, te queremos”, de Beto Triunfo y Roberto Da Silva, la que pasó Víctor Hugo por la radio y la que se cantaba con las ganas de un corte de manga. “Te queremos ver campeón, porque en esta tierra vive un pueblo con corazón”, sonaba como contraseña histórica. “Era un grito de guerra”, dice Triunfo.

Treinta años después, el Mundialito no ha merecido hasta ahora ningún festejo. Como el Mundial ’78, mejor mirar para otro lado. “Recordarlo sería recordar la dictadura”, dice Gerardo Caetano. Del semi olvido lo han rescatado los realizadores de esta película, que evidencia muchas entrevistas para quedarse con pocas y un trabajo arqueológico por encontrar, recuperar y digitalizar un archivo casi inexistente en el Uruguay. Parece que el acceso a esos pocos archivos, y la agilización de trámites habría sido más fácil si el gobierno hubiera accedido a declarar el proyecto de interés nacional, como pasó con los films anteriores del equipo –La Matinée, Cachila–. Pero los funcionarios de Tabaré dijeron que no. Que el gobierno tenía otras formas de tratar la memoria reciente.


Para más información sobre la película: www.mundialitolapelicula.com.

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Los expedientes SADE

Ordenando el sótano del edificio de la SADE en la calle Uruguay, Alejandro Vaccaro encontró lo que creía eran remitos. Pero no: lo que había en esos más de cinco mil folios era un tesoro inesperado de la literatura argentina. Desde cartas inéditas de Sarmiento hasta una defensa insospechada de Rosas a cargo de Alberdi, pasando por manuscritos de Almafuerte, Carriego y Horacio Quiroga, una carta de amor gauchesco de José Hernández, un borrador de Rubén Darío, la patente del invento con que Roberto Arlt pensaba liberarse del yugo laboral y hasta una desoladora carta de puño y letra que escribió Alfonsina Storni antes de suicidarse en el mar. Mientras se prepara un grupo de especialistas para armar un libro con todo eso, Radar explora algunos de esos tesoros y de paso revisita la discusión sobre esa institución fundada por Lugones, Borges, Quiroga, Fernández Moreno y Ricardo Rojas, cuyas elecciones de autoridades alguna vez fueron un asunto nacional.

Por Juan Pablo Bertazza
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una carta de bartolome mitre en la que agradece a un amigo el telegrama de condolencia por la perdida de su hijo adolfo.

Ahora que vuelve a estar de moda el espionaje, si hubiera que rastrear en la literatura argentina un escándalo equivalente al de Wikileaks, ese sería la publicación del Borges de Bioy Casares. Aquel diario incendiario de 1600 páginas que reunía en el contexto de sus conversaciones de sobremesa patadas al estómago de escritores nacionales como Ricardo Güiraldes, Horacio Quiroga, Manuel Gálvez, Ernesto Sabato, Juan L. Ortiz, Oliverio Girondo, Manuel Puig, y también internacionales como Thomas Mann, Nabokov, Goethe y hasta Shakespeare, es algo así como el Wikileaks de nuestras letras. Filtraciones de una época en la que semejante artillería irónica era capaz de quebrar las relaciones diplomáticas literarias con mucha más fuerza que todas las polémicas actuales juntas.

epigrafela Carta que Alberdi le manda a Echeverria a montevideo, defendiendo la figura de Rosas.

Aunque menos estridente y polémico, pero aun más misterioso y enrevesado, hace algo más de un año, exactamente el viernes 25 de septiembre de 2009, tuvo lugar otro acontecimiento de novela que, por razones muy distintas, también podría candidatearse como la gran filtración de nuestra literatura: un descubrimiento tan inesperado como azaroso que tuvo lugar en el edificio de la SADE de la calle Uruguay. Algo que podría rotularse como los Expedientes Secretos de la literatura argentina, una catarata de 2000 documentos y manuscritos originales de una gama de escritores de primera línea que va desde Sarmiento hasta Alfonsina Storni, los cuales, al mismo tiempo que traen desde el más allá a los popes de nuestra literatura, extrañamente se encargan también de agrandar su mito. Cartas inéditas de Sarmiento escritas en inglés durante su función de embajador argentino en los Estados Unidos; reveladoras misivas de Juan Bautista Alberdi a Esteban Echeverría defendiendo la figura de Rosas; manuscritos de poemas de Almafuerte, Evaristo Carriego y Horacio Quiroga; una carta de amor en la que José Hernández, más gauchesco que nunca, llama a su esposa “chinita querida”; un borrador tachado y corregido de “La marcha triunfal” de Rubén Darío que puede esclarecer la génesis siempre atractiva y confusa de este poema compuesto en 1895; más las joyas de la serie que son, sin lugar a dudas, la patente de invención de Roberto Arlt por su “nuevo procedimiento industrial para producir una media de mujer cuyo punto no se corra en la malla” y la amarguísima y desoladora última carta que escribió Alfonsina Storni antes de adentrarse en el mar. El autor de ese descubrimiento de índole alephiana fue Alejandro Vaccaro, justamente un admirador y especialista de Borges, quien sólo lamenta que, entre esa catarata de documentos, no hubiera casi nada sobre el autor de Ficciones: “Nunca voy a olvidar ese día: haciendo un poco de orden en el sótano del edificio de Uruguay, que la gestión anterior había dejado en ruinas, vislumbré una serie de documentos y me imaginé que eran remitos. Lo primero que vi fue el manuscrito de la carta que José Hernández le escribió a su esposa. Me temblaban las manos, revolvía y por todos lados salía material valioso, yo iba mostrando todo, consultaba, pero nadie sabía de la existencia de esos documentos que, según mis rastreos, permanecieron ahí durante 25 años. En realidad, los fue recolectando el escritor y ensayista español Fermín Estrella Gutiérrez, presidente de la institución desde 1959 hasta 1961, con la intención de crear el museo de la SADE. Seguramente el tiempo que pasó fue aumentando el valor de estos documentos; no sólo porque los años revalorizaron la importancia de escritores como Carriego, sino también porque antes de los años ‘50 a los manuscritos no se les asignaba el valor que hoy tienen”, reflexiona Vaccaro, quien desde hace dos años alterna su rol como directivo de Boca Juniors con su cargo como presidente de la SADE, una institución que había perdido toda solvencia económica: “Para nosotros la palabra esencial de estos dos años de gestión fue reconstruir; cuando llegamos, el edificio de Uruguay estaba destruido y debían más de un millón de pesos, por eso lo querían vender”.

¿Qué significa, entonces, este descubrimiento?

–Para mí es uno de los hallazgos más importantes de las últimas décadas. En primer lugar, creo que habría que separar lo político de lo estrictamente literario. En cuanto a lo político, cuando se cumplió el bicentenario del nacimiento de Alberdi fui a Tucumán con las cartas que encontramos y el rector de la universidad de allá, que es un experto en el tema, me dijo que había cosas que desconocía, como la defensa que hace de Rosas frente a Echeverría; más allá de que el vínculo entre Alberdi y Rosas siempre fue sinuoso y cambiante, estas cartas no pudieron generar en el autor de El matadero otra cosa que repulsión. En cuanto a lo literario, el solo hecho de que se trate de manuscritos de escritores tan importantes aporta mucha información sobre la cocina de su literatura. Lo mejor de todo es, no obstante, lo que va a venir: hay mucho por investigar porque son más de 5000 fojas. Por ahora, estamos llevando distintas selecciones por todo el país, pero el hábitat natural de este documento considero que es el Museo de la Literatura que el Gobierno está construyendo atrás de la Biblioteca Nacional. Además vamos a hacer un libro con el Fondo Nacional de las Artes, para lo cual vamos a seleccionar especialistas de cada uno de los escritores recobrados. Por último, este hallazgo representa claramente las dos Argentinas en las que vivimos: una frívola y superficial que olvida y pierde todo, y otra que va para adelante con sus defectos pero también con memoria y valores; una Argentina que, después de todo, supo conservar muy bien este valioso material.

¿Es posible que estos documentos encontrados puedan cambiar, en cierta medida, nuestra literatura? ¿Son capaces estos manuscritos y cartas de modificar la percepción que construimos acerca de muchos de nuestros escritores fundacionales? Más allá de estos interrogantes que, hasta ahora, van a permanecer sin respuesta, más allá del valor intrínseco de estos documentos que, seguramente, va a terminar de descubrirse con el paso de aún más tiempo, este hallazgo permite reflexionar acerca de un asunto que flota en el aire desde hace años, aunque pocas veces se lo encare de manera directa: el sentido o sinsentido de la existencia de una sociedad de escritores que, en el caso particular de la SADE, supo tener un lugar central en su época, acompañando el desarrollo de la literatura argentina, aunque, poco a poco, se fue deteriorando hasta caer prácticamente en el desprecio o incluso la burla.

Misiva en la que Ruben Dario habla acerca del yanqui Whitman.

Para comprobar ese prestigio y esa chapa basta con reseñar los orígenes de la SADE: fundada en 1928 por Leopoldo Lugones (su primer presidente y en cuyo honor se conmemora anualmente el Día del Escritor en nuestro país), Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges (quien fue presidente de la institución en dos oportunidades), Baldomero Fernández Moreno y Ricardo Rojas, su nacimiento surgió a partir de un banquete que un grupo de escritores ofreció el 8 de noviembre de 1928 a los miembros de la Junta Ejecutiva de la Primera Feria Nacional del Libro, celebrada en el Teatro Cervantes. Así como la mesa sirvió de escenario posterior a corrosivos comentarios de Borges a Bioy, hubo una época en que los banquetes eran moneda corriente para homenajear a escritores, protestar contra los resultados de algún premio y también plantear proyectos. El objetivo fue, en este caso, aprovechar el impulso ofrecido por esa primera feria del libro (muy distinta de la que hoy conocemos) para crear un organismo capaz de defender los intereses legales y económicos de los escritores, algo que parece ser, desde siempre, una de las principales falencias de los hombres de letras. Es así que la primera comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores parece un seleccionado de la literatura argentina de gran parte del siglo XX: su presidente era Leopoldo Lugones, su vice Horacio Quiroga, como secretario estaba Samuel Glusberg, como tesorero Manuel Gálvez, y entre los vocales figuraban Enrique Banchs, Jorge Luis Borges, Leónidas Barletta, Arturo Capdevila, Baldomero Fernández Moreno, Alberto Gerchunoff, Roberto F. Giusti, Enrique Larreta, Ezequiel Martínez Estrada, Pedro Miguel Obligado y Ricardo Rojas.

Consultados, resultan notables las coincidencias a las que arriban al respecto los escritores Abelardo Castillo y Juan José Manauta, aun cuando ambos tuvieron relaciones muy distintas con la SADE.

“Como casi todos los escritores de mi generación, fui socio de la SADE: en ese entonces, publicabas un libro y automáticamente ingresabas. La SADE tuvo en su momento mucho prestigio, especialmente en los ‘60 y parte de los ‘70: de hecho, había una lista de izquierda que se llamaba Acción Gremial que llegó a ganar en Buenos Aires y uno de sus integrantes era David Viñas, que estaba postulado como secretario por ser el escritor joven más eminente de la izquierda, aunque muchas veces haya declarado su escepticismo con respecto a la SADE. Como presidente propuesto de esa lista iba Sabato, que era la única figura de prestigio que podía oponerse a Borges. Ese fue el único caso en que una lista de escritores de izquierda arrasó en Buenos Aires. De hecho, considero que la SEA, más progresista, tomó un poco esas banderas. La SADE te permitía tener un seguro médico y eso que es muy complicado cobrarles las cuotas a los escritores; además, en una época, recibir la faja de honor –que iba en el libro premiado junto a un grabado de José Hernández– era muy importante, a tal punto que algunos escritores aún hoy la incluyen en sus biografías. Se hacía una especie de concurso anual a partir del cual eran reconocidos los cinco mejores libros de cada año: narrativa, poesía, ensayo, etc. El problema fue que, con el tiempo, la terminó ganando casi todo el mundo, de ahí la broma de César Tiempo, “una faja de honor no se le niega a nadie...”, revela Abelardo Castillo quien, aunque aclara no haber tenido demasiado vínculo con la SADE, atesora una anécdota imperdible: “Yo nunca integré sus listas y personalmente no creo en las sociedades de escritores porque es casi imposible hacer un gremio literario. Yo a la SADE fui a recibir la faja de honor por mi libro Las otras puertas, mi primer premio, a tomar whisky y alguna vez a ver a alguna novia, pero nada más. Justamente, el día del whisky lo recuerdo como un gran momento de la SADE: por decisión del comité de El Escarabajo de Oro, el poeta comunista Mario Jorge de Lellis presentó en la vieja SADE de San Telmo Cantos humanos, libro que llevaba una ilustración de Carlos Alonso. Ese día fue notable porque Troilo se había comprometido a tocar en la presentación, el problema era que él sólo tocaba si tomaba whisky. Entonces, como representante del whisky nacional en las letras, crucé a un almacén que había enfrente a buscar una botella: no me la querían vender, pero cuando les dije que era para Troilo no sólo me la regalaron sino que se vinieron conmigo todos los borrachos que estaban en el local. Ya en el patio de la SADE, me agarró Fermín Estrella Gutiérrez, que casi me echa por llevar el whisky”.

Juan José Manauta, ganador en dos oportunidades de la faja de honor por su novelas Las tierras blancas y su libro de relatos Los degolladores, coincide: “Las elecciones de la SADE eran un asunto nacional, algunos seguimos siendo socios fieles hasta que un día se nos dio carácter de socio vitalicio. Por iniciativa de la SADE se hizo la feria del libro, eso hay que computárselo. Fue fundada por gente muy prestigiosa y era un honor ser socio de la SADE, que hay que recordar que vivía del aporte de los socios, la mitad de los cuales por ahí no pagaban”.

una Cartas escritas en ingles de Sarmiento desde Nueva York como embajador argentino antes de ser presidente.

En cuanto a las razones que llevaron a la SADE a la perdición, también parece haber más puntos en común que diferencias: “El prestigio de la SADE se aminoró sucesivamente con los años por la ineficacia de sus directivos con respecto a los problemas reales de los escritores, especialmente durante la dictadura: estaba tan restringida que a cualquier sociedad de escritores le hubiera pasado lo mismo. Aunque es importante destacar que aún hoy conserva gran parte de ese prestigio en el interior del país”, aclara Castillo.

“No había criterio selectivo, aun cuando tu primer libro fuera un verdadero bodrio, inmediatamente te convertías en socio de la entidad. Tal vez por eso su prestigio se fue diluyendo, quizá porque se extendió demasiado: de hecho la SADE llegó a tener 4000 socios, y no creo que la Argentina tuviera, en ningún momento, 4000 escritores contemporáneos, más allá de que en nuestro país la profesión de escritor no existe”, confirma Manauta.

Si ambos escritores coinciden en que la decadencia de la SADE ocurrió durante la última dictadura militar, Vaccaro la lleva un poco más allá en el tiempo: “En los noventa empieza la debacle que se ve acentuada a fines de esa década cuando, durante el fatídico 2001, muere Carlos Paz, el presidente en ese momento, de un infarto en la sede; las razones, a mi entender, tienen que ver con lo económico. Pero no por eso la SADE deja de ser una institución por la que pasaron los grandes escritores de nuestra literatura, no sólo conservadores o de centro sino también de izquierda; todo el mundo se desesperaba por ser socio”, concluye Vaccaro.

Por su parte, Juano Villafañe, escritor y director artístico del Centro Cultural de la Cooperación, difiere en el foco de la cuestión empleado por sus colegas, y hace hincapié en la responsabilidad de los propios escritores, denunciando su desorganización en comparación con otros rubros: “Los escritores argentinos hemos participado irregularmente de las instituciones que nos deberían representar. No tenemos una cultura de la participación y de reconocimiento del propio núcleo social del cual formamos parte. Siempre anteponemos problemas de carácter estético o político parciales. Normalmente los gremios de la cultura suman institucionalmente al conjunto de sus socios para resolver temas gremiales, culturales o reivindicaciones sectoriales. Eso ocurre con otras entidades como Argentores, Sadaic o la Asociación Argentina de Actores. El lugar ideal de la representación no existe por anticipado, se construye”.

En definitiva, el hallazgo de estos manuscritos en pleno corazón de la SADE no hace más que poner en foco las contradicciones, vaivenes y claroscuros de una institución que, a lo largo de su larga historia, defendió y acompañó el crecimiento de la literatura argentina; pero a veces también tomó su nombre en vano.

El podio del hallazgo

Arlt, a medias

Parecido, demasiado parecido al Erdosain de Los siete locos en su búsqueda desesperada por dar con la rosa de cobre, en su invento de medias que no se corran Arlt parece haber vuelto a conjurar, en vida, gran parte de las obsesiones de su literatura: la lucha por la economía, los límites inestables entre fantasía e imaginación y, por qué no, el universo femenino visto desde el telescopio masculino. La patente de este invento, fechada el 17 de octubre de 1934, dice: “Medias con punteras y talón reforzado con caucho o derivados”. Para tal propósito, Arlt había instalado junto al actor Pascual Naccarati un pequeño laboratorio en Lanús. La confianza de Arlt en este invento era a prueba de balas, tal como ratifica lo que le escribe a su hija Mirta: “Tendrán que usar mis medias o andar sin medias en invierno. No hay disyuntivas”. A pesar de los fracasos a medias, el escritor persevera ocho años con su invento, hasta que lo sorprende su muerte temprana, el 26 de julio de 1942.

José Hernández, enamorado

“Chinita querida, cada día es más pesada y fastidiosa para mí tu ausencia. Se me hace ya insoportable. Dios quiera que tú no pases los ratos que yo paso. Ya no veo la hora de ir; pero aún no puedo, todavía tengo que estar en este destierro.” Así empieza la carta de amor que José Hernández le escribe a su esposa, Carolina González del Solar, con quien tuvo siete hijos. Lo hizo desde su exilio en Brasil, en el contexto de una de las últimas rebeliones federales en la que colaboró con Ricardo López Jordán, y que desembocó en la derrota de los gauchos. Así como Borges pudo plasmar en su relato “El fin” un duelo en que Martín Fierro es derrotado a manos de un moreno, en esta carta el escritor parece empezar a encontrar el tono de su emblemático personaje, que empezaría a concebir en 1872, poco tiempo después de haber escrito esta carta, y ya instalado nuevamente en nuestro país.

Alfonsina al rojo vivo

Esta carta que Alfonsina Storni le envió a su amigo Manuel Gálvez días antes del suicidio es uno de los documentos más reveladores del hallazgo de la SADE y acaso uno de los que pueden llegar a enriquecer la imagen de su autora. Escrita en un rojo sangre que tiembla en el blanco de la hoja casi hasta desaparecer, esta carta contundente y desesperada contrasta notablemente con “Voy a dormir”, el último poema escrito por Alfonsina Storni. Si en el poema predomina un lenguaje abstracto y casi etéreo (“dientes de flores, cofia de rocío,/ manos de hierbas, tú, nodriza fina,/ tenme prestas las sábanas terrosas/ y el edredón de musgos escardados”), la carta presenta ni más ni menos que el tono coloquial y concreto de la desesperación: “Querido Gálvez, estoy muy mal. Por favor... mi hijo tiene un puesto municipal, yo otro; ruéguele al intendente que lo ascienda acumulándole mi sueldo”. Si el poema, más allá del dolor, da muestra de una resignación estoica y casi arrogante que, ante el inminente suicidio, reclama el olvido (“Déjame sola: oyes romper los brotes.../ te acuna un pie celeste desde arriba/ y un pájaro te traza unos compases/ para que olvides.../ Gracias. Ah, un encargo:/ si él llama nuevamente por teléfono/ le dices que no insista, que he salido...”), la carta, en su misma naturaleza efímera, reclama exactamente lo contrario, memoria: “Gracias, adiós. No me olviden. No puedo escribir más”.

De Pessoa a Pessoa

El rotundo y raro encanto de Fernando Pessoa, el más universal y el más portugués de los poetas, a lo largo del tiempo y las distintas canonizaciones, sigue generándose de boca en boca, de persona a persona. En esta ponencia presentada ante el reciente II Congreso Internacional Fernando Pessoa en Lisboa, Rodolfo Alonso repasa las particularidades de una obra singular y, entre ellas, una traducción argentina que se adelantó incluso a su edición en Portugal.

Por Rodolfo Alonso
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Los argentinos bien podríamos preciarnos de haberlo descubierto. O, al menos, de haber sido uno de los primeros en hacerlo. Mucho antes de que empezara su consagración, cuando hasta en Portugal era casi desconocido, en 1961 Fabril Editora publica en Buenos Aires la primera traducción de Fernando Pessoa en América latina. Y fue, al mismo tiempo, la primera en castellano de todos sus heterónimos. El reconocimiento llegó incluso a Portugal, donde esa edición argentina tuvo el honor de ser celebrada en Lisboa por Maria Aliete Galhoz, que en 1963 dijo: “Rodolfo Alonso nos restituye un poeta a través del amor de otro poeta”.

Cuando Aldo Pellegrini, siendo yo tan joven, me ofreció, a fines de 1959, seleccionar y traducir una amplia antología de Fernando Pessoa, recuerdo que fue arduo convencer a su cuñado, Francisco Caetano Dias. Como si su familia se avergonzara de ese extraño pariente de vida más que anónima, que recluyó bajo la humilde apariencia de esporádico traductor de correspondencia extranjera para casas comerciales la gestación de su “drama en gente”, la múltiple obra de creación que lo poblaba. Sólo se había vertido entonces en castellano a un único heterónimo: Alberto Caeiro (Madrid, 1957), en cuya introducción su traductor, Angel Crespo, afirmaba claramente: “Creo que éste es el primer libro de versos de Fernando Pessoa que ve la luz en nuestro país”. Pero lo relevante de esa primicia argentina (primera en castellano con los heterónimos, primera en América latina) no se limita a su concreción, de hecho pionera, sino también a la intensidad con que fue recibida en todo el ámbito de nuestra lengua. La aceptación de los lectores fue tan inmediata que en contado plazo, y sin publicidad alguna, exigió sucesivas reediciones, anticipando lo ahora evidente: Pessoa conquista sus admiradores de a uno, de persona a persona, por la propia potencialidad de sus poemas, sin que se trate en absoluto de un éxito programado, superficial, y de forma tan indeleble que todavía –me consta– aquella edición se conserva en bibliotecas privadas como un acontecimiento, y en el corazón y en la memoria como un entrañable compañero, de huella perdurable.

Ahora que una canonización universal confirma la premonición de Adolfo Casais Monteiro, quien ya en 1958 lo vio como “el más universal y el más portugués de los poetas de este siglo”, me sigue sorprendiendo la exquisita avidez, la delicada fidelidad con que tantos lectores, en esta era de banalidad globalizada, viven como descubrimiento propio, trascendente y enriquecedor, a ese gran poeta distante, multifacético, exigente y oculto. Una de las condiciones de cuyo encanto será siempre el carácter auténticamente enigmático, la irónica altivez de quien supo desnudarse a fondo: “Trata de seducir con lo que hay en tu silencio” nos dejó dicho, en el inglés de su infancia.

Poco habría importado a Pessoa que sus inquietudes cambiaran de sentido en el contexto de otras épocas. ¿Cómo iba a imaginarse lineal, definitivo, quien vio hacerse en sí mismo a diversos creadores, de personalidades y obras diferentes? ¿Cómo iba a resultar explícito el mosaico de una personalidad celosamente oculta detrás de fantasmas fascinantes: “Eras muchos, eras todos, / y nunca eras nadie”? Pero aún hoy, es del legendario baúl que en Lisboa conserva su disperso y al parecer infinito legado, de donde se continúa dando a luz nuevos libros de Pessoa. Y sus lectores, ya que se trata de obras exigentes, no son los de tanto best seller predigerido sino aquellos que, como dijo Ricardo Piglia, son los únicos para quienes vale la pena escribir: los que siguen buscando el texto único en la maraña de las librerías marginales.

Pessoa no sólo concretó lo que el genial Rimbaud había intuido: “Car JE est un autre” (“Porque YO es otro”). También nos dejó no pocos enigmas contagiosos. El hecho sorprendente de que su apellido, “Pessoa”, signifique “Persona” en portugués, ya sería suficientemente premonitorio pero, además, su etimología nace en “Máscara”. De esas máscaras que son uno y muchos, de esas máscaras que revelan y velan, que cubren y descubren, Pessoa hizo nacer espejos, imborrables y hondos, que nos siguen hablando a la vez de él y de nosotros. Porque el arte no puede ser ni juego, ni entretenimiento, ni espectáculo, sino apuesta desmedida. Como él mismo afirmó: “La literatura es la prueba de que la vida no alcanza”.

Messagem (1934) fue el único libro en portugués que Pessoa editó en vida. Presentado al concurso de un movimiento nacionalista, le fue creado un premio de “segunda categoría”, a cuya entrega no asistió. Pero así había comenzado a convertirse en ese “súper Camoens” a cuya necesidad aludió (aparentemente sin involucrarse) en una célebre carta. Imbuido en el mito que auguraba un mesiánico regreso del rey Don Sebastián para devolver a Portugal su edad de oro, resultaría muy pobre considerar apenas como argumentación patriótica (aunque no deja de serlo) a ese libro ejemplar, de deslumbrante y precisa limpidez. No sólo porque dijo: “Soy, de hecho, un nacionalista místico, un sebastianista racional. Pero soy, aparte de eso, y hasta en contradicción con eso, muchas otras cosas”, sino también porque añadió, frenando ensoñaciones imperiales: “Para el destino que presumo será el de Portugal, las colonias no son necesarias”. Porque era portugués, sí, pero también (“mi alma atlántica”) mediterráneo, europeo, universal.

Y resulta llamativo que aluda a su época con la misma lucidez con que predice genialmente la nuestra: “El esfuerzo continuado que requiere producir incluso un pequeño poema bueno excede la incapacidad constructiva, la mezquindad del entendimiento, la futilidad de la sinceridad y la desordenada pobreza de imaginación que caracterizan a nuestros tiempos”. Anatema que se hace premonitorio en palabras nada complacientes: “Por un lado hay demasiada gente que escribe, que dibuja y que maltrata el arte de distintas maneras. Esto genera confusión. Por el otro lado, esta verdadera multitud de artistas hace de la publicidad y de la autoafirmación del más bajo nivel una defensa contra la oscuridad”.

Susan Sontag afirmó que “el gusto es el contexto y el contexto ha cambiado”. Y Luis Cernuda señaló, citando a Bécquer, que la obra de arte alcanza las dimensiones de la imaginación que impresiona. Y se refería, sin duda, al legítimo alcance que una gran obra podía lograr, al ser descubierta y valorada por una cultura.

Pero hoy, emasculándola al masificarla, oscureciéndola al exhibirla a plena luz, la sociedad de consumo destruye con bárbara inocencia el sentido crítico, la negatividad de una gran obra mediante el simple recurso de hacerla triunfar en el mercado, sin volverla cultura, no creo que sea posible con Pessoa. Su renombre no deriva de la aprobación masiva, sino que sus lectores siguen surgiendo espontáneamente, de uno en uno. A pesar de encontrarse traducido casi en todo el mundo, a pesar de los incontables estudios sobre su obra y su persona, algo lo mantiene fuera de la desoladora tiranía del mercado.

Algo secreto seguirá siempre vigente en el Pessoa público. Algo intransferible. ¿Qué puede hacer la sociedad del espectáculo con alguien capaz de palabras tan ferozmente irrecuperables como éstas? “Si escribir –en el sentido de escribir para decir algo– es un acto que tiene el cuño de la mentira y el vicio, criticar cosas escritas no deja de tener su correspondiente aspecto de curiosidad mórbida o de futilidad perversa. Y cuando la crítica es, además, escrita, su inmoralidad esencial se refina hasta lo repugnante. Se contagia de la enfermedad del criticado: el hecho de existir en lo escrito.”

Fernando Pessoa es felizmente irrecuperable. Como su gemelo no menos oscuro e indeleble, Franz Kafka, en una carta a de 1923, bien hubiera podido decirnos: “¿De qué estás hablando? ¿Qué ocurre? Literatura, ¿qué es eso? ¿De dónde viene? ¿Para qué sirve?”. Lo cual prueba que ambos fueron y son auténticos escritores, escritores de raza, nunca apenas meros literatos.

Fragmento de la ponencia presentada ante el II Congreso Internacional Fernando Pessoa, organizado en Lisboa por la Casa Fernando Pessoa, del 23 al 25 de noviembre de 2010.

Españoles en la Argentina

Alberti y León, los inmigrantes

La Guerra Civil hizo que muchos españoles buscaran amparo en la Argentina; entre ellos, estuvieron el poeta Rafael Alberti y su pareja, María Teresa León. Se quedaron mucho tiempo: desde 1940 hasta 1963

Se cumplieron 70 años del inicio del exilio en la Argentina de la pareja formada por el poeta Rafael Alberti (1902-1999) y la cuentista y articulista María Teresa León (1902-1999). Llegaron a Buenos Aires el 2 de marzo de 1940, a bordo del Mendoza que había zarpado de Marsella, y partieron a Roma 23 años después, el 28 de mayo de 1963. En esos 23 años rioplatenses refundaron su familia, con la llegada de la hija de ambos, Aitana, y luego con el arribo de Gonzalo, el hijo mayor del matrimonio de María Teresa con Gonzalo de Sebastián Alfaro, de quien se había separado antes de comenzar su relación con Alberti.

En el puerto los esperaba un numeroso grupo de escritores, artistas, periodistas: la escritora y cónsul chilena Marta Brunet, la escultora María Carmen Portela, Margot Portela Parker (hermana de María Carmen y también pintora, la sin par "Malinverno" de las chanzas y de la correspondencia, aún inédita, con Rafael), Sara Tornú -"la Rubia"- y su esposo Pablo Rojas Paz, el abogado Rodolfo Aráoz Alfaro, el director de cine Arturo Mom, Gori y Maricarmen Muñoz, Manuel Ángeles Ortiz. Así lo cuenta María Teresa en Memoria de la melancolía:

Y llegamos al Río de la Plata. [.] ¡Cuánta gente aglomerada, esperando! Vimos subir a una señora joven con gafas que preguntaba y se reía. Tardó muy poco en atropellarnos con sus preguntas: "Rafael Alberti, ¿verdad? Y María Teresa. Soy el cónsul de Chile, por eso me han dejado pasar. Bienvenidos. Me llamo Marta Brunet". [.] Y nos abrazaba, "¡Martita Brunet!", la llamaríamos más tarde. Sólo Martita. No olvido la mirada primera de sus ojos chiquitos de miope. No olvido su voz. [.] Una hermosísima mujer consiguió pasar la barrera y nos abrió sus brazos. "Soy María Carmen." "¿Y Amparito?", seguíamos preguntando, mientras descendíamos cargados de paquetes. No nos contestó María Carmen Portela.

Las palabras de María Teresa León ilustran lo que la importantísima foto hasta hoy desconocida también nos dice: ha llegado el Mendoza, y ahí están, adelantándosenos, intactos, los personajes mencionados por ella, Marta Brunet y, en primer término, María Carmen Portela. Está ausente su íntima amiga, Amparo Mom, mujer de Raúl González Tuñón: María Teresa pregunta y presiente lo que inmediatamente le dirán, que ha muerto hace tres días.

La permanencia de los Alberti en Buenos Aires es aún ilegal, pero el doctor Rodolfo Aráoz Alfaro, esposo en estos años de María Carmen Portela, les sugiere que pidan un permiso de cuatro días para visitar la ciudad, y luego se refugien en su casona de El Totoral, en la provincia de Córdoba. ¿Dónde pasan los Alberti estos primeros días porteños? Una carta de María Teresa a Corpus Barga recientemente publicada (Cartas a Corpus Barga, Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2008), lo revela:

Queridísimos: acabamos de instalarnos en este sereno día de Buenos Aires. Es tanto el dolor y la pesadilla que acabamos de vivir que casi no acierto a escribiros. La pobrecita Amparo murió tres días antes de nosotros llegar. En el delirio sólo habló de nosotros. De las conferencias, de cómo éramos, de cuánto nos quería. [.] Hemos conocido gracias a la generosa simpatía de Amparito una familia asombrosamente buena que nos trata como suyos. El hermano de quien tanto ella hablaba es un hombre admirable. Vivimos con él. Está pendiente de nosotros. [.] Hemos conocido a la pobre madre, y a una amiga maravillosa, María Carmen Aráoz Alfaro. [.] Creo que empiezo a quererla mucho.

Amparo Mom y su esposo, Raúl González Tuñón, habían afianzado su amistad con los Alberti en España y en París. Y había sido Amparo -escritora e intelectual injustamente olvidada- quien había insistido en que Buenos Aires podía ser el lugar adecuado para el exilio de los Alberti. El piso en el que se alojan no bien llegan es precisamente el del hermano de Amparo, Arturo Mom, "Neneo" para los amigos, el director de exitosas películas del momento como Loco lindo, de 1936. Y María Carmen Portela, íntima amiga de Amparo Mom, con quien también había compartido trabajos e inquietudes artísticas y tan injustamente olvidada como ella, será una de las primeras y más importantes relaciones de los Alberti en la Argentina y luego en el Uruguay.

Sigue inmediatamente la estancia en El Totoral: allí,Rafael y María Carmen se tomaron fotos al abrigo del reparador patio de la casa de los Aráoz Alfaro, en las estribaciones de Córdoba. Vale recordar que María Carmen Portela es la escultora de un busto en bronce de su amigo Rafael Alberti).

En El Totoral residirán los aún indocumentados María Teresa y Rafael -con viajes a Buenos Aires, al menos de María Teresa, que se encarga de los trámites para conseguir la residencia- hasta que, con fecha 30 de septiembre de 1940, les es otorgada la autorización de permanencia en el país (Fondos Gonzalo de Sebastián León-Centro Cultural de la Generación del 27, Málaga) y se instalan en la Capital. ¿Dónde se instalan?

"Y me asomo al balconcillo del primer departamento, calle Tucumán, en una casa de Victoria Ocampo", vuelve a decirnos María Teresa. Pero ya sabemos que no fue así: Rafael y María Teresa vuelven a instalarse en el edificio de Libertad 1693, ahora en el piso 4, departamento B, como lo confirma la carta de María Teresa al poeta Juvenal Ortiz Saralegui del 19 de febrero de 1941 (Rafael Alberti en Uruguay, correspondencia, testimonios, crítica, SECC, 2002). Recién después llegarán a la casa de Victoria, en la calle Tucumán 677-7° C, y todavía faltará el domicilio de Santa Fe 3735, 7° A, antes de arribar, al fin, a la tan querida casa de la calle Las Heras 3783.

En Libertad 1693 -esquina Avenida Libertador-, sobre el bajo de la ciudad, sólo a tres cuadras de Suipacha 1444, la casa de Oliverio Girondo y Norah Lange, pasaron sus primeros tiempos porteños Rafael Alberti y María Teresa León. El edificio de estilo racionalista todavía se conserva (aclaración que siente necesaria cualquier sudamericano): es del año 1935, y uno de sus diseñadores, el ingeniero Adolfo T. Moret (el otro fue Carlos Méndez Calzada), acompañaría a Alberto Bullrich -el mismo arquitecto que creó el Obelisco porteño- en la edificación del Teatro Gran Rex, de 1937, el emblemático edificio de la calle Corrientes.

¿Olvidaron Rafael y María Teresa el primer balcón marinero del exilio argentino? ¿Empañó la nostalgia -o, tal vez, la angustia- la gran vista al Bajo, a las barrancas de la ciudad, al puerto, con el primer verde extendido hasta el río (¿la primera arboleda perdida?), y el Río de la Plata tan inmenso, desplegado como un mar? ¿Olvidaron la primera proa enfilada hacia el otro mundo, hacia la otra orilla?

martes, 14 de diciembre de 2010

La guerrilla argentina en los '70

Héroes y antihéroes del realismo sucio

Este año, desde perspectivas muy diversas, una serie de libros retomó el relato sobre el accionar guerrillero y su conflictiva relación con el último Perón. Aquí, la diferencia con textos anteriores, una lista de títulos y las opiniones del historiador Luis Alberto Romero y de dos periodistas, autores de investigaciones recientes.

Por MARCOS MAYER

LIDERES MONTONEROS. Mario Firmenich y Roberto Quieto, días antes del regreso de Perón y la Masacre de Ezeiza.

En tiempos menos comprometidos, Horacio González, hoy director de la Biblioteca Nacional, dedicó un libro ejemplar al análisis del fenómeno Página/12.

La realidad satírica se publicó en 1992, cuando el diario que dirigía Jorge Lanata estaba en pleno apogeo y generaba una adhesión casi masiva del progresismo argentino. Cada capítulo de los doce que componen el texto es una hipótesis y la séptima lleva por título El narrador omnisciente. Allí se analiza la posición en que se piensa el periodista al relatar la realidad y se dice, entre otras cosas, respecto de las aspiraciones del periodismo crítico, lo siguiente: “Expresa el más viejo reclamo democrático: saber qué se habla en las tinieblas donde se decide el destino de las personas comunes.” Los ejemplos a los que recurre González y a los que postula como contrapuestos son los de Horacio Verbitsky (acababa de publicarse su exitosísimo Robo para la corona ) y Joaquín Morales Solá. El tiempo del fulgor de Página/12 coincide con el de mayor esplendor y repercusión del libro periodístico, un género que con caídas y ascensos se viene manteniendo desde comienzos del período democrático con la aparición de Malvinas, la trama secreta, escrito por Oscar Raúl Cardoso, Ricardo Kirschbaum y Eduardo Van der Kooy, y publicado por primera vez en septiembre de 1983. En ese caso, las tinieblas a develar serían –y el título elegido es más que revelador en este sentido– los oscuros años de la dictadura y los entretelones de la guerra.

Siempre hay algo por revelar en un libro periodístico, que es casi por definición una suma de oscuridades sobre las que echar luz. Esa es su promesa, la que reflejan las contratapas que garantizan: “El autor renueva su decisión de contar la verdad acerca de los hechos más dramáticos de nuestra historia” (Operación Primicia); “Valiosísimo aporte para la comprensión de una época conflictiva” (Firmenich).

Las utopías del mercado siempre tienen algo qué decir. Al fin y al cabo, son la expresión de un deseo legítimo, promover la reunión del producto con su demanda. Pero, en definitiva, más allá de las revelaciones que se ofrecen, el modelo que se repite es el de la investigación, los pasos que llevan de la oscuridad a la puesta bajo el foco de la opinión pública, lo que no se sabe que se transforma en dato compartido por todos. Si este es el objetivo, puede pensarse que el estilo de escritura elegido por cada uno de los autores para revelar las escenas ocultas, marca su forma de ver las cosas.

Horacio González habla de folletín y de grotesco en el caso de Verbitsky, algo que tiene que ver con el estilo del periodista que abunda en la concatenación de episodios y personajes, muchas veces hasta lo farragoso y una mirada entre burlona y descalificadora de la escena que se relata. Se podría decir que en este estilo descalifica a aquellos de quienes se ocupa a través del escarnio del sarcasmo y la demolición surgida de la suma incontrastable de pruebas, episodios y conexiones entre los hechos narrados. La mirada, de todos modos, es siempre exterior a los hechos.

En ese sentido, la comparación con el gran modelo de la investigación periodística que sigue siendo Operación Masacre de Rodolfo Walsh, puede aportar algunas pautas e incluso algunas preguntas. La diferencia, que tiene que ver con los tiempos, a la vez que con los estilos, es que Walsh se involucra directamente en la historia que cuenta, ya desde el inicio en primera persona. Es como el detective de la serie negra, corre riesgos, es parte de la narración, comparte el destino de las víctimas, es narrador, personaje y testigo. Ese lugar de la primera persona se ha reservado hoy a los prólogos; el mandato periodístico exige separar sujetos de objetos. Lo dicen claramente los autores de la biografía de Firmenich: “Este libro no toma la agenda de los enemigos de Firmenich ni tampoco la de sus admiradores.” El uso de la primera persona en la narración pone en entredicho el género –“otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, pero que no es periodismo”, escribe Walsh en el prólogo de Operación Masacre. En Walsh, la ficción es la vía regia de acceso a los hechos prohibidos y lo que construye el relato. Hoy es un recurso cuando falta la documentación. La reconstrucción de la escena del crimen, una hipótesis.

Lo clásico

Durante 2010, ha aparecido una serie de libros que relata lo ocurrido en las vísperas del golpe y que hace especial hincapié en el accionar guerrillero y en su conflictiva y muchas veces sangrienta relación con el último Perón. Desde muy diferentes perspectivas, con mayor o menor distancia de lo narrado, proyectando casi siempre ese pasado a los conflictos del presente, la lista es amplia e incluye algunas reediciones, como la voluminosa biografía de Rodolfo Galimberti, de Roberto Caballero y Marcelo Larraquy, quienes escriben este texto que reproduce la contratapa: “Sin más intenciones que la de escribir nuestro primer libro, engendramos un clásico de la investigación periodística, quizás el primero del siglo XXI, que tomó por sorpresa a muchos, incluso a nosotros mismos”. También es una sorpresa esa autoadjudicación de texto inaugural a la biografía de quien fue la cara más visible de la JP en los 70.

Es difícil adscribir a esta afirmación, en general los clásicos se sedimentan en tiempos más prolongados. Pero en el texto agregado que incorporan los autores a esta edición, publicada a diez años de la primera, aparecen algunos elementos que permiten ver la evolución de la mirada periodística sobre ese conglomerado de política y violencia que es el retrato consolidado hoy de lo que se llama los 70 y que en realidad de extiende desde 1968 hasta las vísperas del golpe de 1976. Allí se propone, y en ese mismo sentido van también los dos libros que dedicó Ceferino Reato a las dos mayores operaciones de Montoneros en democracia: el asesinato de Rucci y poco más de un año después el copamiento del Regimiento 29 ubicado en la provincia de Formosa, romper con dos visiones del período a las que se considera hegemónicas: el de los victimarios, el relato militar, por un lado y la defensa del accionar guerrillero, por el otro. Sostenida con más énfasis en Caballero y Larraquy, la hipótesis es que este nuevo modo de contar los setenta obedece a un recambio generacional dentro del oficio. Los nuevos relatores de la época no estarían contaminados por las diversas épicas que acarrean inevitablemente las historias que los antecedieron.

Pero el género, la forma escrituraria que eligen sigue siendo deudora de textos como los de Verbitsky. La escena rescatada de la oscuridad no es ya la del poder contemporáneo a la escritura sino la de la guerrilla, sus concepciones y operativos. La propia dinámica del gesto de la revelación marca el estilo de estos libros y a muchos otros, como la biografía de Firmenich, escrita a dos manos por Felipe Celesia y Pablo Waisberg. Algo que podríamos catalogar como realismo sucio, una forma de narrar que se corresponde con el seguimiento de los antihéroes de los 70. No hay concesiones, las miserias no se esconden sino que se exhiben, una fuerte apuesta a la narratividad y la consistente mezcla del dato menor con el relevante. La biografía del jefe montonero se abre con un diploma recibido en el club de Leones de Ramos Mejía por una composición titulada “La paz es posible”. Se rompe incluso aquí lo que parecía una marca de estilo de las biografías periodísticas, la elección de un momento que se supone concentra y explica al personaje y que lanza líneas hacia el pasado y el futuro.

Operación Primicia, de Ceferino Reato, se atiene al orden cronológico, tal vez impulsado por la consigna que establece su autor en el prólogo: “Un libro periodístico debe concentrarse en los hechos, tal como fueron, y explicar sus causas y consecuencias.” Para los héroes, se reserva otro estilo, la elegía. Es a esta forma a la que apelan Hugo Montero e Ignacio Portela en Rodolfo Walsh. Los años montoneros, editado por Sudestada. El tiempo verbal elegido para el relato es casi siempre el presente, un presente histórico. “Raimundo no se banca los rodeos, Rodolfo lo sabe. Con Raimundo, la cosa es blanco y negro, nada de largos argumentos para justificar indecisiones, nada de vueltas.” Así se cuenta la reunión del escritor con el sindicalista Raimundo Ongaro. Como si la escena ocurriera una y otra vez. La dimensión del heroísmo tiene algo que ver con la posibilidad de reiterarse en lo simbólico. No es una elección casual, porque introduce un tono especial, entre épico y analítico, en el relato que tiene que ver con el lugar de héroe, en este caso adjudicado por partida doble a Walsh, como militante y como intelectual.

La manera de contar que elige Juan B. Yofre al abordar la relación de Perón con la guerrilla es la picaresca y la búsqueda de permanente complicidad con el lector. En las páginas de El escarmiento. La ofensiva de Perón contra Cámpora y los Montoneros. 1973-1974, abundan expresiones del estilo de “usted va a ser partícipe de algunos de los documentos que Perón leía y que le sirvieron para diseñar sus discursos. También sabrá de sus confesiones íntimas y sus padecimientos.” A la hora de las apuestas, Yofre no repara en gastos. Ofrece a sus lectores un poderosísimo zoom que los acerca a las escenas más inaccesibles, a la cocina política nada menos que de Perón.

Y su intento ha sido recompensado, su libro es el más exitoso de esta camada 2010 de revisiones de los 70, vendiendo 70.000 ejemplares desde su edición en julio de este año, exactamente el doble del texto de Reato.

¿Será eso lo que se espera no sólo de un libro periodístico sino del ejercicio del periodismo en general? ¿La ilusión de la falta total de distancia entre las escenas públicas y las escenas privadas del poder? El suceso de El escarmiento habla de un estado del periodismo actual, o al menos de las expectativas que genera. Sus anteriores libros no habían tenido tanta repercusión de ventas.

Otros textos eligen el camino de la reparación y del homenaje. En la introducción a su La guerrilla invisible, dedicado a la historia de las FAL, Ariel Hendler escribe: “Hechos desconocidos u olvidados, que jamás alcanzaron el honor de ser incluidos en el relato de aquello que suele llamarse, con dudosa precisión, ‘los años setenta’ ”. Sus trescientas cincuenta páginas demuestran, con la contundencia de los datos, que no fue todo Montoneros y ERP en la guerrilla argentina.

El tren de la victoria, escrito por Cristina Zuker trabaja en registros diferentes a la media. Tal vez no sea casual que haya sido editado por un sello de los pequeños, Del Nuevo Extremo, pese a llevar un prólogo de Horacio Verbitsky. Involucrada de manera personal en este desentrañamiento doloroso de la llamada Contraofensiva lanzada por los Montoneros en plena dictadura, siguiendo el hilo de las historias de su propia familia, la autora trata de entrar en un territorio que hoy todavía parece inexplorado: el de las motivaciones de quienes creyeron que era posible dar una lucha por el poder estando los militares sólidamente instalados en el gobierno.

Cuando todo es presente

Hermanados o levemente distanciados por el estilo, lo que puede decirse que son estos libros de historia, al menos si aceptamos que es la historia el saber que se ocupa de los hechos del pasado. Sin embargo, en su abrumadora mayoría están escritos por periodistas (con la única excepción en las ediciones de este año de 73/76. El gobierno peronista contra las “provincias montoneras” de Alicia Servetto, profesora en la Universidad Nacional de Córdoba, sobre el que se volverá más adelante). O sea, quienes se ocupan, por profesión, de los hechos del presente. ¿Forma parte del presente ese pasado contado por periodistas? Podría decirse que hay una voluntad por parte de estos textos de situarse en este horizonte. Claramente, Operación Primicia, de Ceferino Reato.

En su epílogo, titulado “Angeles y Demonios”, se dice respecto del estilo de los Montoneros –“arrogancia y militarismo”– que “esta imagen no es la que prefieren muchos ex militantes y ex guerrilleros ni la que enarbolan los Kirchner, a quienes les gusta mostrarse como los herederos de aquella ‘juventud maravillosa’”. A partir de allí empiezan a cuestionarse aspectos de la política de derechos humanos del gobierno. No se trata de discutir o no estos planteos sino de preguntarse por la pertinencia de su inclusión en un libro que relata un episodio ocurrido hace bastante más de tres décadas. No se trata de uno de esos libros que suele reseñarse, con lo cual se hace interesante atender a lo que escribió Miguel Russo en el periódico El Argentino bajo un título que no da lugar a dudas: “Operando se conoce gente” que adjudica a este libro y al de Yofre la única intención de desacreditar al gobierno nacional.

De alguna manera, el relato del pasado queda tramado en lo que parece ser el principal, sino el único debate cultural de la Argentina de estos tiempos: la relación entre los medios y la política. Por ahora, esa discusión se resuelve sólo en una especie de blanqueo cuya consigna parece ser que cada periodista debe explicitar una toma de posición y que el viejo anhelo de objetividad se ha revelado de una vez y para siempre como una impostura.

Por ahora, periodismo y academia están incomunicados. La amplia bibliografía del libro de Servetto no incluye ningún libro periodístico sobre el período, ni siquiera como fuente primaria. Como si hubiera que empezar de cero. La cuestión no es tan secundaria como parece. Aunque los hechos sean los mismos, la mirada e incluso la ética de periodista e historiador difieren. El estudioso del pasado está sometido a una tensión entre los valores del ayer y aquellos que rigen el hoy. Esa distancia insalvable lo pone ante ese lugar en el cual, como escribió el italiano Carlo Guinzburg, “nuestro conocimiento del pasado es inevitablemente incierto, discontinuo, lagunoso, basado sobre una masa de ruinas y fragmentos”. La cita pertenece a El hilo y las huellas , un libro que no sólo debieran leer los historiadores. Si esto efectivamente es así, no sólo sirve para justificar esta ola continua de obras sobre los setenta dado que no hay más chances que sumar ruinas y fragmentos de un pasado que no termina de dibujarse, sino también para problematizar la manera en que debe contárselos.

El horizonte del periodismo, es, por el contrario, el del presente y sus valores. No hay una comprensión-aceptación de la insalvable diferencia entre aquello que se relata y el universo ético-cognoscitivo del narrador. De allí que los setenta siguen siendo un espacio habitado por héroes y antihéroes que no son juzgados como tales en función de su tiempo sino de los valores del presente. En esa ambivalencia, los muertos llevan las de ganar. Los antihéroes del realismo sucio –Firmenich, Galimberti, los sobrevivientes del ataque al cuartel de Formosa que, de acuerdo con Reato, cobran injustamente sus indemnizaciones como víctimas del Terrorismo de Estado– pagan con la condena moral el haber sobrevivido. La demonización de Firmenich, el jefe que no ha muerto, que aún deambula por un mundo que no lo acepta, es una prueba en este sentido. El indulto de Menem lo ha privado incluso del lugar de condenado. Los caídos ya tienen un panteón asegurado lo cual, sin ser tan insidioso, es también una forma de la injusticia. Algo de eso cuestiona el libro de Cristina Zuker.

Como una nota al margen de este sistema de valoraciones, se puede señalar el trato diferencial a dos figuras de idéntico peso intelectual y similar trayectoria política como son Rodolfo Walsh y Juan Gelman. El primero está entronizado como paradigma del intelectual comprometido; el autor de Gotán es alguien respetado, pero ante todo en su trabajo como poeta. Como si escindiera su costado militante –bastante intenso por cierto–, o se lo acotara a la lucha que ha emprendido por recuperar a su nieta secuestrada por militares uruguayos.

Estos libros, queriéndolo o no, terminan, como efecto de escritura o de lectura, instalados en esos tiempos que constituyen todavía el núcleo contaminante de la Argentina: la dictadura, que es lo que pareciera no permitir miradas menos atadas a las posiciones e intereses del presente, como las que podría ofrecer un estudio histórico. Es que fue el momento en que se robaron identidades, se esfumaron personas para que no dejaran rastros, se exhibieron infamias, se concretaron negocios que nunca hubieran sido posibles en otras circunstancias, se transfiguraron palabras dignas y se traficó con valores que hoy resultan sagrados. Aquella época que en una de sus conferencias, en el Sur, Jon Lee Anderson, calificó sin muchos eufemismos: “La política se definía por la forma de organización de la violencia”.

Los libros periodísticos se limitan a documentar, a sumar papeles o en algunos casos a traspapelarlos, pero no se preguntan por la forma de transmitir la distancia y la cercanía de la violencia y del horror. Todavía pareciera que estamos en una etapa testimonial, como si los setenta fueran un pozo cuyo fondo aparece lejano. Las historias que nos vienen contando aún esperan ser escritas.

Lo que falta en estos libros

Por LUIS ALBERTO ROMERO - Director de la colección Pasado Presente

De los muchos estudios publicados sobre las organizaciones armadas de los años 70, la mayoría son libros periodísticos o historias militantes. Siempre útiles, tienen sin embargo limitaciones: unos aportan mucha información, pero no siempre bien controlada; otros suelen estar sesgados por su propósito reivindicatorio. Pero gradualmente, los historiadores van haciendo sus aportes al campo, cuya calidad va mejorando. Creo que, además de esa necesaria cuota de profesionalidad, sería provechoso un cambio de enfoque. Hasta ahora los autores se han concentrado en las organizaciones armadas, reducidos grupos militarizados, con una lógica de funcionamiento peculiar, que modela la subjetividad de los militantes allí encerrados. Tema interesante pero limitado. Es hora de agregar otra dimensión: la sociedad en la que esas organizaciones surgieron y actuaron.

En los años 70 la Argentina, fuertemente movilizada y politizada, vivió una suerte de primavera de los pueblos. Con el impulso a la participación surgieron organizaciones y asociaciones, cada una con propósitos específicos, que se politizaron rápida y profundamente. Hubo muchos proyectos para cambiar el mundo, cercano y lejano. Diversas propuestas procuraron darles forma política, entre ellas las de los guerrilleros. Creo que hace falta pensar, problematizar e investigar los lazos entre este asociacionismo politizado y las organizaciones armadas.

El caso más apasionante es el de JP/Montoneros. Entre 1972 y 1974 una gran variedad de grupos gremiales, barriales, profesionales, estudiantiles y políticos se enrolaron en Montoneros y aceptaron su dirección. El arco incluyó desde los obreros de la JTP o los estudiantes de la JUP hasta los villeros peronistas, los artistas o los abogados. En esos agitados años, fueron visibles en infinidad de conflictos y también en las calles, movilizados y encuadrados. Poco sabemos de sus relaciones con el núcleo político militar. Sin duda fueron variadas, complejas y contradictorias. Las mismas preguntas son válidas, mutatis mutandis , para el otro bando. Es un gran tema. Allí se encuentra una de las claves para entender una sociedad que, en esos años, generó lo que luego llamará sus demonios. Una explicación de este vasto proceso que vaya más allá de la crónica, requiere articular procesos sociales, políticos, ideológicos y culturales, de corto y largo plazo. Abordarlo requiere una gran solvencia. Es tarea para historiadores profesionales. Ojalá la emprendan.

Los setenta como tema periodístico

Por DANIEL GUTMAN

Tal vez los años 70 sean un terreno demasiado cercano y demasiado riesgoso para los historiadores, por la controversia que aún generan. Son enormemente atractivos, en cambio, para los periodistas que estamos a la búsqueda de buenas historias para investigar y para escribir. Resulta sorprendente que, a pesar de todo lo que ya se ha publicado, en los 70 todavía sea posible descubrir costados y episodios escasamente relatados, que contienen mucho de lo que tiene que tener una historia para que interese leerla e interese escribirla: personas en situaciones límite, violencia, actitudes heroicas y conductas de poca o ninguna humanidad, grandes sueños y dolorosas realidades.

Y si los historiadores están mejor preparados para analizar los fenómenos históricos, los periodistas resultamos más aptos para construir narraciones atractivas que expliquen menos pero cuenten más y dejen más espacios abiertos a la participación de quien lee. En el camino, muchos libros periodísticos han hecho en los últimos tiempos valiosos aportes historiográficos.

La desmesura criminal de la represión ilegal fue de tal magnitud que durante unos cuantos años fue complicado indagar en muchas acciones de las organizaciones guerrilleras, que no las dejan bien paradas. Tal vez el temor a la acusación de favorecer la teoría de los dos demonios conspiró contra un relato más real. Hoy ese velo se ha corrido y, entre los ex miembros de organizaciones guerrilleras hay más predisposición a hablar y a contar los hechos como sucedieron –con una visión no tan ideologizada– de la que por lo menos yo esperaba cuando empecé a trabajar en mi libro. Esto contribuye a que puedan escribirse historias que no sólo son más fieles a la realidad sino también más atractivas, porque muestran a hombres y mujeres de carne y hueso, con sus grandezas y sus miserias.

El contraste entre la radicalización y el voluntarismo de una parte significativa de la juventud setentista y el escepticismo frente a la política que caracteriza a la generación que integro, que ha pasado la mayor parte de su vida en democracia, es otro punto que también atrae. Es indispensable poner en contexto los hechos de aquella época. Pero al mismo tiempo resulta valioso no perder la mirada actual, que tiene menos prejuicios y completa el escenario. Resulta enriquecedor el relato de un narrador que se mueve en esa ambigüedad, que sólo podemos aportar quienes no tenemos una experiencia personal de los 70.

Contar con un lenguaje equitativo

Por ARIEL HENDLER

Investigar la historia reciente, trabajar con testimonios de ex militantes de la lucha armada de los años 60 y 70, nos hace entrar en contacto con hechos que sus protagonistas preferirían no revelar, o hacerlo pero ocultando su participación en ellos. Y no siempre se trata de epsodios luctuosos o sangrientos. Alguien que hoy lleva una vida pública, que tiene alumnos o pacientes, puede elegir no dar a conocer un pequeño “delito contra la propiedad”, aunque éste haya tenido en su momento –y conserve hoy– un hondo significado político. Tiene también el derecho a preservarse de las posibles consecuencias legales de esta confesión tardía; más aún si el hecho no es tan inocuo.

Por lo tanto, es inevitable que nuestra historia (las FAL, en mi caso) escamotee algún dato, relevante o no. Ahora bien, ¿esto significa traicionar el compromiso con la verdad? ¿Nos hace contar una verdad a medias, a la medida de los biografiados, su biografía “autorizada”? Entiendo que no. Se trata, más bien, de un acuerdo de confidencialidad con el entrevistado. Esta persona que se sentó horas a contarnos su vida no lo hizo para que su testimonio se le vuelva en contra al tomar estado público. Si nos confió secretos es para ayudar a alumbrar parte de la historia que le tocó vivir, a condición de guardarse ciertos detalles sin que ello afecte la comprensión profunda de los hechos. Porque todo es historia, pero los actores aún están vivos.

Por eso, no hay duda de que el primer compromiso ético es cuidar a la fuente, al protagonista.Pero entonces surge otra duda inevitable: ¿puede considerarse “periodísticamente correcto” guardar todas estas consideraciones metodológicas con los ex militantes de la lucha armada, nuestros biografiados, e ignorarlas con el enemigo? Entiendo que no, que no es correcto hacerlo. Esto no tiene que ver sólo con la ideología del autor, sino más bién con sus ideas sobre las normas básicas del trabajo periodístico o historiográfico. Por eso, creí necesario encontrar una forma de equidad entre ambos casos; no en el juicio político (eso es imposible), pero sí en el tratamiento de los hechos y los testimonios.

La decisión fue limpiar el texto de toda adjetivación descalificatoria a priori: “genocida”, “torturador”, “represor”, y otros términos de uso corriente que prejuzgan sobre un personaje antes de exponer los hechos que podrían condenarlo. Tal vez, así el relato del pasado reciente gane en riqueza de argumentativa y credibilidad.

Inventario: la guerrilla en nuevos títulos

Operación Primicia, de Ceferino Reato (Editorial Sudamericana).

El tren de la victoria, de Cristina Zuker (Del Nuevo Extremo).

Firmenich, de Felipe Celesia y Pablo Waisberg (Aguilar).

El escarmiento, de Juan Bautista Yofre (Sudamericana).

73/76, de Alicia Servetto (Editorial Siglo XXI).

Rodolfo Walsh, los años montoneros, de Hugo Montero e Ignacio Portela (Editorial Sudestada).

La guerrilla invisible, de Ariel Hendler (Vergara).

Galimberti, de Marcelo Larraquy y Roberto Caballero (Aguilar).

Sangre en el monte, de Daniel Gutman (Editorial Sudamericana).