viernes, 11 de junio de 2010

El Mundial de las letras en redonda

Jugadas de pared, el blog epistolar de los escritores Juan VIlloro y Martín Caparrós.

No soy futbolero, condición que por estas pampas lo convierte a uno en un espécimen de laboratorio. Me costó años entender lo que era una posición adelantada, ignorancia que sumada a mi nulidad física para correr detrás de una pelota, me dejó siempre en los márgenes de ese universo tan popular.

En cada Mundial, sin embargo, cumplo con mi cuota módica de fútbol como para poder meterme de reojo en polémicas, insultos, llantos y gritos de gol desaforados. La intensidad de un mes me rinde por cuatro años, y con eso me alcanza. Aunque como el juego que peor juego pero más me gusta es el de los libros, en los entreactos mundialistas intento saber de qué se trata, al menos desde la ficción. En ese sentido, Argentina tiene una tradición de escritores que le hicieron honor al género, desde Osvaldo Soriano y el “Negro” Fontanarrosa, hasta Juan Sasturain y Eduardo Sacheri, por nombrar un puñado. También tenemos jugadores que le han sabido sacar punta al lápiz, como Jorge Valdano o Juan Pablo Sorín, y una editorial –
Al Arco– dedicada exclusivamente a la narrativa deportiva.

Ahora bien: en mi precalentamiento mundialista descubrí que para
Sudáfrica 2010 la novedad pasa por los blogs futbolístico-literarios, es decir, aquellos escritos por autores que saben que la pelota es redonda, que no se debe agarrar con la mano y que el inicio de los partidos depende de los husos horarios de cada quien.

La lista de estos blogs se multiplica con el correr de los días, pero en desorden de aparición se pueden mencionar los del peruano Iván Thays (
El fondo de la tabla); el mexicano Juan Villoro y el argentino Martín Caparrós juegan a cuatro manos convocados por la revistas Soho y Letras Libres (Jugadas de pared); el suplemento Babelia del diario El País reunió en su blog Papeles perdidos (bajo la pestaña “El mundial en castellano”) a diez escritores iberoamericanos cuyos países participan en el Mundial para que sigan a sus selecciones como uno más de la hinchada (Oliverio Coelho será el embajador argentino); mientras que el diario El Mundo, también de España, creó el Once literario donde ya hay un perfil de Messi escrito por Andrés Neuman y otro de Sergio Romero de puño y letra de Juan Terranova.

Este Mundial tiene quien lo escriba.

miércoles, 9 de junio de 2010

Manuel Galvez/Haroldo Conti

El hombre del Centenario

Manuel Gálvez fue uno de los más prolíficos y populares novelistas argentinos, aunque con el tiempo su obra literaria caería en el más puro olvido. Y sin embargo su figura de escritor se convertiría en emblemática de todo un período importante de la literatura argentina, ligada a la profesionalización y el oficio de escribir. Eterna Cadencia acaba de rescatar Nacha Regules, uno de sus títulos más célebres. Aquí se anticipan los principales fragmentos del prólogo que escribió Aníbal Jarkowski para esta edición. Y se traza un retrato de Manuel Gálvez como uno de los nombres clave del clima del Centenario.

Por Anibal Jarkowski
/fotos/libros/20100530/notas_i/sl25fo02.jpg

En Amigos y maestros de mi juventud, primer volumen de los cuatro que componen sus Recuerdos de la vida literaria, Manuel Gálvez escribió que “estaba destinado a ser novelista”. La realización de ese destino, sin embargo, no fue temprana, sino que sólo al cumplir treinta años Gálvez entendió que “ya estaba maduro para mi obra de novelista”.

Tampoco se trató de un comienzo impulsivo. Antes de empezar a escribir su primera novela se preparó estudiando “concienzudamente la técnica novelística” y trazando “un vasto plan” con el que imaginaba “describir, a volumen por año, la sociedad argentina de mi tiempo”.

Se trataba, en efecto, de un plan tan extenso como original para la literatura argentina, ya que “abarcaba unas veinte novelas, agrupadas en trilogías”. En su desmesura, esas ficciones debían representar “la vida provinciana, la vida porteña y el campo; el mundo político, intelectual y social; los negocios, las oficinas y la existencia obrera en la urbe; el heroísmo, tanto en la guerra con el extranjero como en la lucha contra el indio y la naturaleza, y algo más”.

Semejante plan, por cierto, tenía prestigiosos antecedentes en la literatura europea que Gálvez había estudiado a conciencia, y pretendía remedar, tardíamente, la representación entera de una sociedad a través de la estética realista, como lo habían hecho Balzac, Pérez Galdós, Baroja y, primordialmente, Zola, ya que Gálvez se había impresionado ante “la formidable reconstrucción del maestro, que comprende toda, o casi toda, la sociedad francesa”.

El plan, razonablemente, no terminó de cumplirse de manera estricta, o al menos se fue modificando para incluir, por ejemplo, varias novelas históricas y biografías, algunas de notable repercusión, como las dedicadas a Rosas e Hipólito Yrigoyen. De todos modos, aunque se fuera apartando de aquel plan inicial, no puede menos que asombrar que Gálvez, además de libros de ensayo, poesía y cuento, piezas teatrales, biografías y memorias, publicara casi treinta novelas. Sin que esto suponga un mérito en sí mismo, no hay escritor argentino del que pueda decirse algo semejante.

Hacia 1918, Gálvez había publicado las tres primeras de las novelas planeadas, La maestra normal, El mal metafísico y La sombra del convento, obras que, junto a un relativo éxito de ventas, despertaron polémicas por algunas audacias temáticas y su documentado realismo.

Intentó entonces la cuarta con la redacción de El apóstol, una historia que se desprendía de El mal metafísico, aunque terminó por abandonarla. “Es la primera vez que he fracasado. Pero probablemente en esa novela, en ese apóstol que no llegó a vivir, estaba el germen de Nacha Regules y de Fernando Monsalvat.”

Mientras tanto, se ocupó de situaciones familiares, fundó la Cooperativa Editorial Buenos Aires, reimprimió sus dos primeras novelas; escribió ensayos, artículos para diarios y revistas y una pieza teatral; conservó su empleo en los despachos del Ministerio de Educación, y volvió a considerar sus novelas anteriores para que algún personaje secundario se convirtiera en protagonista de la nueva. “La inspiración me señaló a Nacha Regules, que aparecía en El mal metafísico.”

La idea de hacer reaparecer un personaje ya conocido por los lectores era la aplicación de un procedimiento aprendido de novelistas europeos del siglo XIX y que Balzac, por ejemplo, había utilizado en distintos volúmenes de su Comedia humana. Reencontrar personajes en distintas novelas, continuar la narración de sus “vidas”, se mostraba como un procedimiento eficaz para alimentar la ilusión de verdad y añadir nuevas piezas al fresco narrativo con el que Gálvez aspiraba a reflejar la sociedad de su tiempo.

Por otro lado, el personaje de Nacha Regules no sólo se acomodaba al plan original, donde “figuraba una novela de la mala vida en Buenos Aires”, sino que devolvía a su autor a un tema sobre el que se había documentado para escribir La trata de blancas, tesis doctoral con la que se graduó de abogado en 1904.

Si no central, Nacha era, de todos modos, un personaje importante de El mal metafísico, el relato sobre la bohemia artística y la incipiente profesionalización de los escritores en tiempos del primer Centenario. Hija de la dueña de una pensión donde vivía el protagonista, el poeta Carlos Riga, Nacha escapaba de su casa seducida por un pensionista que pronto la abandonaba dejándola embarazada. Daba luz a un hijo muerto y luego, deshonrada, no encontraba más remedio para sobrevivir que iniciarse en “la mala vida”. Más tarde, uniría su desdicha a la del malogrado Riga para convivir no “como amantes sino como amigos”, “en la fraternidad del dolor y la pobreza”. Intentará distintos trabajos honrados, perderá el empleo en una tienda “por no haber consentido en las solicitaciones amorosas del gerente”, y al fin, hundida en “la más negra miseria”, abandona a Riga, quien muere poco después.

Manuel Galvez con amigos en 1910.

Más allá del socorro de la inspiración, Gálvez tuvo buen ojo para advertir en Nacha un personaje lo suficientemente complejo como para continuar la narración de su vida. Aun caracterizada como una víctima de los hombres, la acción de abandonar a un moribundo poseía una cualidad inmoral interesante: ¿qué había ocurrido con una mujer que se había comportado así?

Esa pregunta es la que responde la nueva novela. Su tercer capítulo resume la historia de Nacha y en el cuarto, devenida amante de un canalla –“Ella odiaba al Pampa, pero no podía dejarlo. La insultaba, la abofeteaba; y ella, más sumisa que nunca”–, aparece leyendo en el diario la noticia de la muerte de Riga.

***

En “Nacha Regules y su repercusión mundial”, capítulo del volumen de memorias En el mundo de los seres ficticios, Gálvez escribió que el extraordinario éxito de su novela lo había sorprendido porque “el libro abundaba en frases que, por ser algo barrocas, no gustan a los lectores que hacen a los grandes éxitos y son aquellos que en las novelas sólo buscan acción”.

Aunque no fuera por la razón que Gálvez proponía –el estilo no se acerca al barroco y, en cambio, el relato abunda en acciones–, su sorpresa, de todos modos, era justificada. La primera edición en 1919 se agotó en un mes y ocurrió lo mismo con otras tres al año siguiente; apareció luego una edición con ilustraciones y otra más, bajo la forma de folletín, en el periódico socialista La Vanguardia, con la didáctica intención de que “las familias obreras conocieran los males revelados en mi libro, para que vigilasen a sus hijas”. La “repercusión” siguió por décadas y en 1960 Gálvez pudo escribir:

“Nacha Regules lleva once ediciones en español y once traducciones y fue adaptada por mí al teatro y por Luis César Amadori al cinematógrafo. Las ediciones extranjeras llegan a diecisiete. La publicaron en folletines en varios diarios, y una revista la insertó íntegramente en un solo número, en una tirada de doscientos mil ejemplares, y otra en varios números (...). Ahora sí que fui célebre de veras”.

Junto a tamaño éxito, Gálvez recordó también que la novela había sufrido distintas acusaciones: que había equivocado el género al utilizar la ficción, y no el ensayo, para la mera difusión de ideas del autor; que el argumento y los personajes “carecían de toda lógica”; que había buscado “adular a la chusma”; que había traicionado los ideales del cristianismo para predicar, en cambio, la necesidad de un maximalismo disolvente que reparara la injusticia social.

Además de esas acusaciones, la novela recibió también, aunque más inesperada, la de ser inmoral. Para rechazar ese cargo, Gálvez cedió la defensa a la opinión de Juan Torrendell, ex seminarista y “crítico excelente” que había dedicado varios artículos a Nacha Regules:

“Estoy seguro de que en manos de otros autores menos sagaces Nacha Regules hubiera abundado en cuadros de un naturalismo lujurioso y en descripciones minuciosas, por aquello de que aún no existen en la novela argentina. He aquí uno de los mejores aciertos de Manuel Gálvez. En las páginas de su novela no hay una sola escena de burdel, ni el más mínimo gesto de excitación sexual”.

***

La historia que narra la novela transcurre entera en Buenos Aires y se extiende entre agosto de 1910 y agosto de 1914, lo que es decir entre los festejos del primer Centenario y el estallido de la Primera Guerra Mundial. Nada de eso, por supuesto, es insignificante, sino que el relato se apoya en un fondo histórico cuyos extremos temporales tienen alto valor político y simbólico.

Nacha Regules pertenecía al conjunto de novelas que, según el plan original, debía representar “la vida porteña”, y la composición del espacio urbano, más que su representación efectiva, es uno de los hallazgos de Gálvez. Dicho con otras palabras, las descripciones del espacio pueden ser convencionales o inadecuadamente líricas –como la Buenos Aires primaveral que abre el capítulo XII–, pero la ciudad compuesta para el desarrollo de la historia fue compleja y original porque incorporó zonas y barrios a los que aún no se les había atribuido interés literario.

Se trata de una ciudad multitudinaria y cosmopolita, conflictiva y peligrosa –por lo que también resulta muy interesante para ver los claroscuros que atravesaron los festejos del Centenario– y, en cierta forma, laberíntica, ya que Monsalvat busca a Nacha durante meses y sólo la encuentra con la intervención del específico azar que caracteriza a lo moderno. En palabras que Walter Benjamin aplicó a la París de Baudelaire, la Buenos Aires de Gálvez es una ciudad del “amor a última vista”.

Por lo demás, como toda ciudad moderna, es un compuesto de dos ciudades contiguas que se recelan. Por un lado, una ciudad luminosa, mundana, opulenta, “con cuarenta teatros e incontables cines y conciertos” –lo que parece desajustado de la realidad de 1910–, que puede entregarse a las “fiestas suntuosas, pródigas, desmesuradas” para celebrar “el primer siglo de la Revolución liberadora”.

Por otro, una ciudad tenebrosa y sórdida; miserable antes que pobre; bárbara, fatalista y promiscua, donde sus habitantes se hacinan en cuartos sin luz ni aire y la enfermedad, el vicio y la desgracia se repiten hasta la desmesura para cumplir, con el atraso ya mencionado, el dogma naturalista.

La contigüidad de esas dos ciudades es la que desencadena y estructura el relato mismo. Monsalvat pertenece a un ambiente social elevado; no puede exhibir su alcurnia porque fue hijo natural de un aristócrata, pero recibió una cuidada educación, alcanzó el título de abogado, viajó por Europa, fue cónsul en Italia, vive en un hotel de la Avenida de Mayo y “frecuentaba los clubes, los teatros y las carreras”. Sin embargo, le basta ver cómo “los sables policiales, ciegos, golpeaban las bocas proletarias” que celebraban el Día de los Trabajadores en la plaza Lavalle –otra señal de las violentas tensiones que atravesaron el mes mismo del Centenario– para abominar de su ambiente y buscar “los barrios pobres, los arrabales”. Apenas con caminar, se le revela la proximidad de la miseria, la injusticia y el vicio.

En correspondencia con las innumerables caminatas de Monsalvat, también Nacha se desplaza todo el tiempo, trazando con las sucesivas mudanzas el calvario de su degradación social. Al comienzo del relato vive en el departamento de Arnedo, patotero de “maldad primitiva y atávica”; luego lo hará en la pensión de mademoiselle Dupont, en la casa de citas de madame Arnette, en Barrio Norte; en una pensión de la calle Lavalle, en un conventillo, en dos sórdidos prostíbulos de La Boca y Barracas, donde la mantienen secuestrada; en la casa de la calle Tacuarí, que fue de su madre; en otro conventillo, acompañando a Monsalvat y, al fin, otra vez en la calle Tacuarí, ahora como dueña de una casa de huéspedes donde su marido ciego “predicaba el Amor” entre jóvenes estudiantes.

Detallar la errancia de Nacha por la ciudad tiene aquí distintas razones. En primer lugar, señala el itinerario de una “caída” hacia “círculos infernales” cada vez más hondos, hacia “las tierras bajas donde moran las mujeres que perdieron su alma”, y la ascensión final a un paraíso doméstico y matrimonial.

En segundo lugar, superpone, sobre la imagen de la ciudad laberíntica, la de la ciudad infernal, que convierte a Buenos Aires en “un vasto mercado de carne humana”. Por último, la multiplicación de mudanzas es nada más que ejemplo de un procedimiento que se aplica a todos los niveles del relato: el recurso a la hipérbole.

El énfasis es el principio de composición de la novela; la lente de aumento que el narrador aplica a todo lo que ve y que, sin quererlo, traiciona el ideal de objetividad realista que el autor se había impuesto como programa estético. A pesar de que en el prólogo a la edición de 1922 Gálvez escribiera que, “como novelista, yo no tengo opiniones de ninguna clase”, y su único deber fuera “reflejar la vida”, puede decirse que la hipérbole es la evidente manera que usa para opinar.

La exageración con intención crítica es herencia de los maestros naturalistas; es componente habitual de los melodramas que aspiran a llegar a públicos amplios y con rudimentarias destrezas de lectura; y es, también, una estrategia de control sobre el sentido de un discurso. En el caso de Nacha Regules puede decirse algo más: es la manifestación del temor a tratar de manera realista, es decir, en su exacta magnitud y en su verdadera complejidad, una materia tan inquietante como la del deseo sexual.

La Argentina metafísica

Por Claudio Zeiger

Es probable que bajo la sombra de Sarmiento y Alberdi, alrededor del Centenario haya nacido uno de los clásicos literarios argentinos (largamente denostado a posteriori) del siglo XX: el ensayo de interpretación nacional. La pregunta por el ser nacional –cruza de filosofía, sociología impresionista y literatura– y la búsqueda del duro hueso de la argentinidad caracterizan a un género por definición heterogéneo, ensayo de interpretación que siempre terminará por llevar agua para su molino. Este género que probablemente haya alcanzado su culminación con Radiografía de la pampa, de Ezequiel Martínez Estrada, encuentra en El Diario de Gabriel Quiroga, de Manuel Gálvez, su primer libro, una expresión pionera, y de fuerte influencia en, por ejemplo, Historia de una pasión argentina, de Eduardo Mallea, otro hito.

Manuel Gálvez, apenas oculto bajo la tibia máscara ficcional de Gabriel Quiroga (un curioso espécimen que rechaza la bohemia y se adscribe a un tipo de intelectual romántico fuertemente nacionalista e hispanista) tuvo la enorme picardía de querer regalarle y regalarse un lugar central en la producción ideológica del Centenario de la revolución: el libro está deliberadamente inscripto en los debates de 1910, se publicó ese año, y tiene como fecha final (recuérdese que adopta forma de diario) el 25 de mayo de 1910.

En vez de tratarse de un programa a futuro para uso de patriotas y pensadores de la argentinidad, el libro de Gálvez se terminó por convertir en un fabuloso condensador de ideas, atmósferas, prejuicios, verdades a medias y lugares comunes de la Patria del Centenario. Y al mismo tiempo es un texto que roza la ficción de un país ideal que aparece muy lejos de ese otro relato del Centenario (no menos ideal: el del progreso indefinido) al que nos han acostumbrado; la celebración del país del ganado y las mieses, la oligarquía y la manteca al techo.

Nada de eso aparece en la versión de Gálvez. Sí un país amenazado fuertemente por la ola inmigratoria de los últimos treinta años, más que nada por el riesgo de aculturación que esto suponía. La mirada no se dirige a Europa en general sino a España en particular. Ahí están las raíces a las que hay que volver. Lo hispánico, católico de suyo.

Otra mirada va dirigida al interior, las viejas y encantadoras ciudades de provincias. Gálvez no hace la apología de la pampa húmeda sino del interior que cien años atrás empieza a morir a manos del libre comercio y la hegemonía de los puertos.

No es en algunos aspectos tan errada la configuración de lugar que realiza Gálvez. Lo criticable y bastante insólito son las conclusiones xenófobas, elitistas y racistas que suele sacar su extraño personaje, un Gabriel Quiroga a quien se puede imaginar neurasténico como un decadentista fin de siglo, pero que en vez de hundirse en las fragancias pecaminosas de las ciudades y los refinados licores de la poesía de vanguardia, decide salirse por la tangente: se vuelve piadoso y austero, descubre la vida sencilla del pueblo y proclama la existencia de una Argentina subterránea, pura, opuesta a la corruptela urbana y política, a las veleidades estéticas y sobre todo al salvajismo de los inmigrantes pobres. Incurre en la contradicción típica del xenófobo de la época: un español está bien allá a lo lejos, en España, pero olvidan que la denostada inmigración estuvo conformada tanto por italianos, alemanes, judíos, rusos, turcos, etcétera, etcétera, y españoles.

No carece El Diario de Gabriel Quiroga de páginas contundentes, picantes y satíricas. La crítica a los arribistas, los abogados, la “empleomanía”; las pompas de la literatura argentina y un rescate de Sarmiento; la visión negativa de Alberdi; la insólita postulación (quizás una boutade) de una guerra con Brasil para frenar la desnacionalización. Quizás el aspecto más regresivo se encuentre en la “entrada” del 16 de mayo, cuando Gabriel Quiroga consigna que “las violencias realizadas por los estudiantes incendiando las imprentas anarquistas, mientras echaban a vuelo las notas del himno patrio, constituyen una revelación de la más trascendente importancia. Ante todo, esas violencias demuestran la energía nacional”.

Estas idas y vueltas de Gálvez entre el espiritualismo y la reivindicación de una experiencia de sangre vivificante (la vieja idea de que una guerra es catártica y fortalece a los pueblos jóvenes) tenían entonces un marco más general que alrededor del Centenario se podría expresar como la enorme desconfianza frente a un proceso de modernización, con el que Gálvez compartiría, quizá sin saberlo, o sin quererlo, la actitud solapada de las viejas estructuras patricias y conservadoras del país, la elite que llegaba a su culminación llenándose la boca de progreso pero al límite de lo que podía tolerar en materia de modernización auténtica, con democracia y cultura popular de masas.

Este “ideario” nacionalista daría letra a una derecha que de ahí en más iría cristalizando tópicos y consignas fuertes hasta 1930, en lento declive después. A cien años, todo lo expuesto, lo que condensaba y proyectaba Gálvez en El diario de Gabriel Quiroga acerca del hispanismo y los efectos regresivos y antinacionales de la inmigración son valores y sentimientos marginales y anacrónicos, rancios. Pero hay que recordar también que Gálvez fue uno de los máximos impulsores del profesionalismo en la literatura, promotor de actitudes gremiales e institucionales a favor del escritor argentino. Y que si bien muchas de sus ideas cayeron en saludable saco roto, las tareas que le propuso al campo intelectual argentino en gran medida siguen sin completarse, paradójicamente vigentes.

Un místico comprometido

El 25 de mayo de 1925 nacía Haroldo Conti. Por estos días, no faltaron diversos homenajes que quedaron entrelazados con los diferentes recordatorios y celebraciones del Bicentenario. Mario Goloboff traza aquí la evolución de una escritura que –intuye– mucho se pareció al hombre que la produjo.

Por Mario Goloboff
/fotos/libros/20100530/notas_i/sld30.jpg

Nacido en los suburbios del pueblo pampeano bonaerense de Chacabuco, a los doce años Haroldo Conti ingresó al Colegio Don Bosco de Ramos Mejía y a los catorce al Seminario de los padres salesianos, del cual se fue y reingresó dos veces. En 1944 pasó al Seminario Metropolitano Conciliar y empezó a escribir una novela misional, Luz en Oriente, se formó en filosofía y comenzó a leer al padre Leonardo Castellani. Terminó sus estudios en 1954 en la UBA y desde 1956 ejerció como profesor de escuela secundaria en Santos Lugares. Sobre un suelo místico y existencialista, fueron asentándose en él lecturas de Stevenson, Melville, Conrad, Gorki y, en otra vertiente, Faulkner, Pavese, Dylan Thomas, muy probablemente los personajes de Horacio Quiroga y los del uruguayo Juan José Morosoli.

La obra literaria de Haroldo Conti, que reconoce esas fuentes y otras más, tiene sin embargo una gran originalidad y una gran fuerza, y es de gran importancia para la literatura argentina y latinoamericana. Desde una de las mejores novelas que a mi juicio se han escrito aquí, Sudeste (1962), pasando por los cuentos de Con otra gente (1972), la novelas Alrededor de la jaula (1967) y En vida (que recibió el premio Barral, fallado por primera vez, en mayo de 1971), los relatos de La balada del Alamo Carolina (1975), hasta la novela Mascaró el cazador americano, Premio Casa de las Américas en 1975, ella se caracteriza por su homogeneidad y su considerable densidad.

Lamentablemente, no tuve relaciones personales con Haroldo Conti. Fue, sí, jurado, junto a Humberto Costantini, en un concurso de cuentos de la revista Microcrítica, en el que participé cuando era bastante joven, y donde me concedieron una mención, según recuerdo. Es posible que, luego, me haya cruzado con él en alguna librería o café de los comúnmente frecuentados, pero nada más. Ni siquiera llegué a tratarlo luego de publicar un largo trabajo sobre su obra literaria en la revista Nuevos Aires (“Haroldo Conti y el padecimiento de la máscara”), y cuyo anticipo apareció en La Opinión a fines de 1972, puesto que poco después me fui. Supe de su secuestro estando en Francia, nos preocupamos y conversamos mucho de él con Augusto Roa Bastos, mi ocasional compañero en Toulouse, y con otros exiliados, haciendo lo que se podía para denunciar el atropello y reclamar su libertad.

No obstante esa falta de trato personal, por su lectura, por lo que sé de su vida, por lo que cuentan quienes lo conocieron de cerca, me parece que, de las escrituras con las que tuve contacto, la suya es una de las más parecidas al hombre que la hizo. No suele ocurrir (más bien, sucede lo contrario) y, por eso, desde que lo percibí, me llamó y sigue llamándome la atención. El río, las islas, el viento, el barro, los botes, las lanchas, el barco, el transcurso casi imperceptible del invierno y del verano, las horas muertas como los peces moribundos, y la pasividad de los seres: toda esa quietud que rodea y contiene la vida, admite apenas un leve movimiento de tiempo que se repite, que no surca, que no avanza, pero que deja huellas. Desde Sudeste, su primera novela, siempre sería así en los relatos de Haroldo Conti.

El moroso desenvolvimiento de sus narraciones, la humildad del tono, su anunciada falta de originalidad y de grandeza temática en historias que, como destaca En vida, “no significan un carajo para nadie, (son) un montoncito de verdadera tristeza”, muestran un modo muy especial de aproximación a la materia narrativa. Una insatisfacción que acompaña las idas y vueltas de héroes cuyas vidas no son heroicas, ni ejemplares, ni típicas, ni siquiera importantes: hombres que no tienen nada que contar, como no sea la historia de algún otro; tipos que pueden cruzar la calle o no, torcer para cualquier lado; gente que “va y viene en un tiempo que jamás se consume”.

Es un tiempo casi sin presente, que sólo vive desde el futuro de la memoria. Ella mana el presente: “Fue un lindo tiempo, si se quiere, sólo que estaba destinado a terminar. Todo tiempo está destinado a terminar, naturalmente, y el principio de uno no es más que el término de otro. Pero en éste resultaba tan claro que parecía un recuerdo desde el mismo principio” (Alrededor de la jaula). La falta de certidumbre lleva a la memoria errátil, como a un campo de producción de una escritura prerepresentativa. ¿Qué es, qué son, si no, ese espacio lunar, y esa luna presente, y ese barro, en Sudeste? Origen inapresable, presente sin datos, futuro contingente: se hace necesario recobrar un tiempo también incontaminado en un espacio restituyente.

Es esta narrativa esencialista la que siempre me conmovió, esa monotonía, esa persecución de lo fundamental, del ser y no del tener: los seres despojados de todo (el Oreste de En vida; igualmente, Milo y el viejo, en Alrededor de la jaula), personas que están frente a la naturaleza y al mundo y a las cosas y a los otros seres como desnudos, como desapropiados. Una escritura sin duda también desapropiada, pobre, con la riqueza de lo pobre, de lo trabajado hasta pelarlo, para quitarle todo lo accesorio y dejar sólo lo sustantivo, lo inmanente.

Siendo que “el lujo, el atavío y la disipación no son significantes que sobrevengan aquí o allá, son los perjuicios del significante o del representante mismo”, cabe preguntarse con Derrida cuál sería el agua, cuál el barro y cuál la noche, de estos signos.

No parece absurdo pensar que tan radical poética buscó las respuestas, quizá cerrando la parábola, en un libro como Mascaró el cazador americano, la última novela del escritor, tan premonitoria inclusive de su propio destino. Aquí, en esta fantasía donde los mascarones ya no son sólo máscaras sino proas y guías, la inmersión en un sueño que se quiere colectivo parece anunciar el movimiento de recuperación, aquel por el que la palabra sería de todos.

A esa extraordinaria coherencia entre escritura y vida, entre acción y pensamiento, creo que alude el título de esta nota.

Alberto Gerchunoff

La tierra prometida

Hitos > A pesar de su tono menor, afable e integrador, alejado de la grandilocuencia de los fastos, Los gauchos judíos de Alberto Gerchunoff quizá sea la obra literaria más destacable del Centenario. Cien años después se mantiene como un emblema de la búsqueda de la integración del inmigrante en la identidad nacional y de una incipiente diversidad que se siguió abriendo difícil camino a lo largo del último siglo.

Por Alejandro Soifer
/fotos/libros/20100530/notas_i/sl31fo01.jpg

En el marco de las discusiones acerca del concepto de Nación Argentina que se sucedieron en el primer Centenario de la Revolución de Mayo apareció el curioso primer libro de un judío inmigrante y veinteañero. Los gauchos judíos, la mayor obra de Alberto Gerchunoff, recopilaba una serie de viñetas, con cierto tinte autobiográfico, cinceladas por los recuerdos de la infancia y una armoniosa solemnidad que habían ido apareciendo desde 1908 en las páginas del diario La Nación.

El autor había nacido en 1884 en Tulchín (actual Ucrania) y emigrado a la Argentina, junto con su familia, a los cinco años de edad, apenas uno después de la fundación de la primera de varias colonias agrícolas judías, Moisesville, donde miles de inmigrantes de Europa oriental se establecieron escapando al horror de los pogroms.

Es en ese encuentro del gringo judío con la tierra productiva de Entre Ríos donde se ubican los relatos de Los gauchos judíos y se produce su intervención en el proceso de construcción de la identidad del Ser Nacional. En un contexto intelectual dominado por los llamados “Jóvenes del Centenario” que, encabezados por Manuel Gálvez y Ricardo Rojas, buscaban recuperar para ese sitial la tradición hispánico-católica, con la entronización ensayada por Leopoldo Lugones de El gaucho Martín Fierro como épica nacional, las masas inmigrantes y en especial las judías, eran vistas con desconfianza como mínimo, cuando no se las perseguía con la Ley de Residencia en la mano.

Ese nuevo sujeto nacional que empezaba a surgir de la mixtura de lenguas, costumbres, colores, cocoliches y vida de conventillo que terminaron siendo el cemento de la identidad nacional emergido de las grandes ciudades, era atacado con un esoterismo raigal por parte de estos jóvenes que veían en el gaucho la encarnación de un Ser Nacional auténtico, autóctono y anterior a la inmigración europea masiva.

Hay un detalle biográfico en la vida del autor que puede guiar la contextualización de su obra por este camino. Según se indica, el padre de Gerchunoff había sido un respetado rabino y talmudista en su pueblo natal que murió acuchillado por un gaucho de estas pampas luego de un malentendido producto de la incompatibilidad de lenguas.

La anécdota, reescrita en el cuento “La muerte del rabí Abraham”, condensa en el paisano don Goyo hundiendo la hoja en el pecho del rabino colono esa unión, esa fusión violenta de tradiciones contrapuestas cuyo resultado será la constitución de una asimilación del judío al país emergente ya desde la alegoría que opera en la sangre del rabino mezclándose con la tierra que lo recibió.

Pero aun antes de ese relato, en la primera página, donde dedica su libro al Centenario de la Revolución de Mayo, Gerchunoff compara el evento con la festividad de la liberación de los judíos de Egipto. Es la primera de una serie de operaciones que abre el libro; una cadena sutil en algunos cuentos y más explícita en otros tendientes a componer un cuadro de situación donde se puede ser gaucho y judío: argentino.

Con un lenguaje preciso y sin estridencias, el autor desarrolla una descripción de los tipos humanos y geográficos de Rajil, la colonia judía entrerriana donde pasó su infancia, en la cual los inmigrantes judíos van adaptando sus costumbres a la nueva realidad, encontrando en la Argentina una nueva tierra prometida donde vivir en libertad.

Las tensiones de la aculturación se presentan en esos espacios comunes del gaucho y la tierra (aunque sin la nieve ni las matanzas) y también en la asimilación de los hijos nacidos en el nuevo hogar que empiezan a abandonar de a poco las tradiciones judías estrictas, pasando del samovar al mate, de los sobretodos y sombreros de piel para el frío a las bombachas gauchas. Al mismo tiempo que se muestran esas fricciones, se van disolviendo en un estilo que mezcla la laconía con la grandilocuencia de palabras y pensamientos que la magna hora del Centenario exigía. En el último relato del libro, “El candelabro de plata”, un judío piadoso reza la oración del inicio del shabat en su casilla sencilla en medio del campo argentino mientras un ladrón se asoma por su ventana y roba el candelabro del título, único registro de su herencia europea. El judío sigue rezando, absteniéndose de hacer nada, y susurra que el día sagrado ha comenzado, implora al ladrón que se detenga pero no hace nada para impedir el robo. El cuento termina con su mujer recriminándole haberse dejado robar la herencia. El judío responde que no podía hacer nada, había comenzado el día sagrado.

Así, de forma alegórica también, el robo del candelabro puede pensarse como la pérdida de esa herencia traída de afuera, para la inserción en un nuevo contexto a pesar de lo cual no cambiará su esencia íntima, sino que se mezclará, aportará a esa nueva construcción.

Se va dando lugar al juego de la doble identidad que propone el título, compuesta por la disolución y el reacomodamiento de ambas tradiciones, la autóctona y la extranjera. En ese sentido se direcciona el relato “El himno”, donde la gente de la colonia, maravillada por ver cómo en otros pueblos cercanos se celebra el 25 de Mayo, decide también sumarse a los festejos pero, desconociendo los colores de la bandera nacional, cuelgan cintas de variados tonos, incluyendo, sin saberlo, los auténticos. Es en esa mezcla y asimilación donde trabajan los relatos de Los gauchos judíos, pero también en la apropiación de la tierra entrerriana como reflejo de tierras bíblicas, donde los nombres judíos, del Antiguo Testamento, son insertados en medio de gauchos, compadritos y mateadas. El texto de Gerchunoff se acomoda desde el telurismo de moda por esos años para darle un lugar a su gente en el entramado patrio.

Los gauchos judíos se constituye así en el documento nacional de identidad para la colectividad judía en la Argentina y su publicación en el marco del Primer Centenario de la Revolución de Mayo no es para nada casual.

El cuento “El caballo robado”, que relata una escena de antisemitismo en el campo argentino, señala en su último párrafo el deseo del narrador que se confunde en este caso con el autor: “Yo quiero creer, sin embargo, que no siempre ha de ser así, y los hijos de mis hijos podrán oír en el segundo centenario de la República, el elogio de próceres hebreos, hecho después del católico Tedéum, bajo las bóvedas santas de la catedral...”.

Mediante la apropiación literaria de una lengua que no le pertenecía como materna, y focalizando en un terreno nuevo para su gente, Gerchunoff colocó la piedra fundamental de la constitución del judaísmo argentino como un aporte ineludible a la conformación de la identidad nacional.

Jorge Baron Biza

logo libros

Lo bello y lo triste

Jorge Baron Biza había publicado una novela extraordinaria, El desierto y su semilla, cuando pocos años después se suicidó, en 2001. La tragedia de la historia familiar marca sin dudas su destino de escritor, pero siempre luchó contra la reducción autobiográfica. La publicación de Por dentro todo está permitido (Caja Negra-Cceba), donde se recopilan sus reseñas, retratos y ensayos, amplía la comprensión de un autor que merece mucho más que ocupar el casillero de descendiente de la raza de los malditos

Por Claudio Zeiger
/fotos/libros/20100606/notas_i/sl25fo03.jpg

Más de diez años antes de dar a conocer El desierto y su semilla, en un artículo que ahora se recopila en Por dentro todo está permitido, Jorge Baron Biza establecía un punto de vista respecto de su historia familiar. Era una respuesta, o más bien un comentario, a una nota de Enrique Sdrech que Baron Biza juzgó excelente, acerca de la trágica relación de sus padres, Raúl Baron Biza y Clotilde Sabattini. Ahí escribió: “He luchado con mi historia familiar, con la manera en que debo acomodar los hechos para seguir viviendo. Procuré durante muchos años no decir una palabra sobre el tema. Después traté de enfrentar fantasmas, girando con lupa y escalpelo en torno de viejos episodios. Ahora sé que no hay nada que acomodar, ni ocultar, ni exhibir. Que cada amor conserva sus huellas propias, en las que están impresos más allá de las palabras, los sentimientos; que éstos sólo son contradictorios para las palabras, pero que permanecen firmes, poderosos e inexplicables mucho después de que morimos”.

Cuando finalmente decidió romper el silencio y escribió –y publicó– la novela familiar, Baron Biza se consagró y marcó también un límite, su límite. Quedó encerrado en la dulce trampa de la autobiografía; digo dulce porque sus redes son tibias. Lo empujaban a pensar salidas del laberinto. Lo habían dejado en una suave disponibilidad. Ser otra clase de escritor sin negar lo hecho. Cambiar el rumbo. Empezar una nueva vida literaria. No nos dejó otra novela, pero este volumen que recopila reseñas, retratos y ensayos producidos entre mediados de los ’80 hasta su muerte, en 2001, ofrece indicios, pistas, señales que se fueron acumulando y destilando: su ironía nada ofensiva, su penetrante capacidad para entender, tratar de explicar desde adentro los mecanismos del arte, la belleza, la creación entendida como trabajo.

En el ensayo La autobiografía (ver aparte) también reflexionó acerca del papel del nombre, “un elemento autobiográfico no mentiroso”.

“El nombre va a ser lo que nos va a unir con nuestra muerte y nos va a permitir que después de que muramos sigamos siendo nosotros mismos”, señalaba. No se puede sino recordar que en El desierto y su semilla los nombres de la historia familiar están cambiados: Raúl es Arón; Clotilde es Eligia, Jorge es Mario. Estos reemplazos parecían sugerir un guiño para leer la novela como tal, para no atar más firmemente al lector al pacto autobiográfico, y sin embargo no le ha quitado el carácter de novela familiar: aire de familia, similitud con los hechos sucedidos, aunque con la posibilidad de amplificarse y no reducirse por medio de la ficción literaria. Y el nombre como sostén de una identidad más allá de la muerte no deja de mostrar la sombra de la sutil persecución de lo reprimido. Perpetúa la estirpe y la consolida en una novela que, única como un monumento, se singulariza aun más. Jorge Baron Biza es de aquí en más el autor de El desierto y su semilla, y es inevitable que sea a partir de la pieza única que se evalúe su lugar en la literatura argentina.

En el prólogo de Martín Albornoz de Por dentro todo está permitido, se despliega este tema que no está para nada cerrado. Pero es casi seguro que, más allá del suicidio, no corresponda situar a Jorge Baron Biza en una estirpe de malditos o marginales que siempre necesitarían de un momento reivindicatorio por parte de una crítica fascinada por el margen o de alguna otra fuente emanadora de malditismo o marginalidad ella misma para hablar de orilla a orilla. Sí es bastante posible entrever su conexión con una narrativa preocupada por los lazos entre vida y literatura, existencia y literatura. Pensar el lugar de la belleza y el arte en la vida es uno de los esfuerzos más notables que se lleva a cabo en El desierto y su semilla. Y esto sí que se retoma, se vuelve palpable y esencial en la recopilación de sus trabajos dispersos.

Por dentro todo está permitido Jorge Baron Biza Caja Negra-Cceba 203 páginas

Por dentro y por fuera

Jorge Baron Biza ejerció el periodismo desde joven y lo hizo como corrector, redactor fantasma y con firma, editor, coordinador de medios, de toda clase de revistas y secciones de revistas. Orbitó siempre alrededor de la cultura, el arte, pero también amplió su zona de interés a cuestiones de la sociedad, alta y baja. En una semblanza autobiográfica consignó que “me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios y museos...”. Siempre reivindicó el centro y la provincia, el arte provincial y no provinciano, como señala en uno de los ensayos.

La lectura de los trabajos de Por dentro todo está permitido lo sitúa como un cabal heredero del periodismo modernizador de los años ’60. Es un crítico de arte que parece mirar los fulgores de la vanguardia desde adentro, pero con una apreciable distancia como para preguntarse por las líneas de tensión entre lo culto y lo popular. A propósito de Emiliano Di Cavalcanti y la vanguardia brasileña surgida a partir de la célebre Semana de Arte Moderno de San Pablo, se permite reflexionar que el panorama brasileño se muestra en los antípodas del devenir argentino: “Nada más lejano que el rumbo hermético y elitista que tomaba la modernidad argentina de la mano de escritores como Borges y Girondo, mientras los pintores de nuestro país no podían articular una línea fuerte y constante de la vanguardia hasta la década del ’40. Estas vacilaciones permitieron que ex post facto apareciera el tema de la oposición Florida-Boedo, que no existió como guerra, pero sí como brecha íntima entre lo popular y lo moderno en muchos de los artistas argentinos”.

Esa percepción de la brecha íntima revela una verdadera sensibilidad para apreciar el arte, y lo mismo sucede con el análisis del rol de la caricatura o el cocoliche que tanto le interesarían. Y con la conexión entre belleza y dolor, inevitable en retratos como el de Frida Kahlo, pero latiendo en la apreciación de todos los grandes artistas plásticos a los que aquí se reseña.

Hay un párrafo de la novela que siempre me pareció de los más potentes, de lo más hondo que haya escrito Jorge Baron Biza, en el que un sacerdote da su sermón en la capilla de la clínica italiana donde atienden a la madre de sus heridas en la piel. El sacerdote tiene enfrente un auditorio de enfermeras y otras personas más bien indiferentes. Pero el sermón, referido a los males del cine y la televisión (de la corrupción por la cultura audiovisual), es terrible, a la altura del crítico de arte más despiadado: “¡Levantad por un momento un ángulo de esa pantalla de perdición! Espiad qué cosa hay del otro lado. Como si fuese una mortaja, la pantalla esconde detrás de ella vuestra propia calavera y despojos. Estáis vosotras mismas allí enterradas, al final de una vida de ociosidad, malgastada ante esas imágenes engañosas y tentadoras: contemplad vuestro cadáver, descomponiéndose detrás de la pantalla, como bien sabéis que ocurre con los cuerpos que, recubiertos por una sábana, todos los días sacáis de las habitaciones a las tumbas, carne ya indiferente a Dios, hasta que el Juicio Final la restituya. Sólo si durante la vida habéis aprovechado la oportunidad que os ofrece Dios, os reconciliaréis y reconciliaréis vuestra carne con el espíritu”.

Y hay verdad más allá del tono del sermón (para el que Baron Biza consultó un diccionario de teología, según aclara) y que sin dudas no es el arte religioso ni el pecado audiovisual lo que aquí interesa. Sí la profunda convicción de que detrás de la literatura y del arte se juega el destino de la carne. Razón suficiente para interesarse por los caminos de la belleza y el dolor.

Los retratos, reseñas y ensayos de Jorge Baron Biza son un fino equilibrio entre lo snob, lo culto y lo masivo, un paseo preciso, agudo, de algunas derivas del arte del siglo XX. No se trata de encontrar la exacta contracara del novelista de El desierto y su semilla, ni la estricta confirmación de su sino dolorido y angustiado. Hay una relación diferente entre ambos libros, que se juega más bien en pliegues y repliegues, en ese gesto de levantar la piel del arte para ver lo que hay debajo.

Se pueden entrelazar estos dos libros, El desierto y su semilla y Por dentro todo está permitido, para lograr un cuadro más acabado del escritor que hizo todo lo posible por escapar a su destino, escribiendo su destino.

La autobiografía

Por Jorge Baron Biza

Creo que el límite inferior de la autobiografía está en la lucha contra el chisme y la autocomplacencia. Son los dos peligros básicos que aparecen cuando nos sentamos a escribir sobre nosotros mismos.

Pero vamos a tratar de señalar también el límite superior. La biografía es el instrumento por el cual podemos insertar en la historia nuestras vivencias, de manera tal que –tanto la historia como nuestras propias vivencias– tengan un significado más rico. Es casi uno de los pocos medios que existen para que eso ocurra. Cuando hablamos de vivencias, nos referimos a los recuerdos en los que predomina más la sensación y la emoción que la simple memoria automática.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando escribimos una biografía y sobre todo cuando la publicamos? Sucede lo mismo que con todo libro; aparecen los lectores, que son el otro término fundamental de la biografía. Habitualmente, el pacto autobiográfico entre el escritor y el lector presupone, de parte del lector, el reconocimiento de que es posible escribir autobiografías. ¿Qué quiere decir esto? Presupone que el sujeto se puede conocer a sí mismo, puede expresar ese conocimiento que, además, tiene características especiales y privilegiadas en algunos aspectos. El lector acepta estas bases, estos supuestos, y decide que recibe un conocimiento privilegiado. Precisamente, para verificarlo, asume una actitud de juez; o sea: para saber cuánto dice de verdad este hombre y en qué momento ingresa en los límites inferiores de la autocomplacencia, el chisme o lo no auténtico.

En mi concepto, nada de esto es verdad ni funciona realmente así, si lo analizamos en profundidad.

Empecemos por el escritor. Es un tanto ingenuo creer que si uno escribe un texto sobre uno mismo, ese texto va a ser privilegiado por un conocimiento especial. Pensemos: cuando la gente habla sobre sí misma, habitualmente es cuando más se equivoca. Esa es una experiencia que todos hemos vivido alguna vez, y que sabotea la idea básica de la autobiografía.

Otro de los supuestos que corroen a la autobiografía es la idea de que uno tiene un punto de vista especial sobre los acontecimientos (además de un conocimiento preferencial). Si reflexionamos, no hay autobiografía inmediata. O sea, el escritor no va volcando en el texto los hechos a medida que ocurren, sin ninguna mediación. La vida no es como un torrente que cae sobre un papel y queda ahí plasmada. Hay mediación. Es más, existe la misma mediación que hay en todo conocimiento que tenemos de cualquier cosa o de otra persona. Si me senté ayer a escribir sobre lo que hice hace treinta años, en esa escritura va a estar la mediación de la memoria y lo que yo pueda creer que ocurrió hace treinta años. Entre ayer y hoy también pudo haber una explosión que me conmocionó, pude haberme tomado tres botellas de whisky o haberme enamorado y las perturbaciones que surgieron en mi interior me impiden tener una visión privilegiada de lo que ocurrió ayer, y mucho menos de lo que pasó hace treinta años.

La memoria es selectiva. La memoria es réplica –es embellecedora, también– pero nos tiende enormes traiciones. Así que tampoco creo en el privilegio de la persona que se sienta a escribir una autobiografía. Quizás estoy saboteando a muchos editores, pero verdaderamente creo que es así y mi experiencia así lo indica.

Finalmente, la interpretación que hago de los hechos va a estar también teñida por emociones tanto más intensas cuando son acerca de nosotros mismos que cuando tenemos que interpretar un hecho interno. De manera tal que la autobiografía, como se la concibió en el siglo pasado, sobre todo en la época del positivismo, no se puede sostener.

Entonces, la crítica empezó a buscar hasta qué mínimo podemos llegar a encontrar en la autobiografía algo que sea indudable desde el punto de vista literario. Y se encontró un elemento, una célula mínima que nos da pie para la autobiografía: el nombre. Nuestro nombre es, indudablemente, un elemento autobiográfico no mentiroso. Por lo tanto, hay que empezar a reflexionar sobre cómo funciona con respecto a nosotros.

Un nombre tiene una función intransitiva, digamos así, que es la de nuestra identidad. El nombre va a cubrir lingüísticamente los hechos más o menos conocidos de nuestra vida, las partes físicas –nosotros somos físicamente “esto”– y quizá las consecuencias físicas de nuestras acciones. Va a ser una especie de imán en torno del cual van a girar una suerte de limaduras dispersas que vamos a llamar el yo, lo que nosotros somos.

Pero también hay otra función, que es muy importante, y es transitiva. El nombre va a ser lo que nos va a unir con nuestra muerte y nos va a permitir que después de que muramos sigamos siendo nosotros mismos. En esta función transitiva, precisamente, quiero poner el acento.

Un gran poeta inglés, William Wordsworth, un romántico del siglo XIX, se planteó de igual modo estos temas y encontró que la gran metáfora de la autobiografía –la metáfora esencial y fundante– es la lápida. Trae los hechos fundamentales de nuestra vida: el nombre, el momento del nacimiento, el año de la muerte (el marco temporal), a veces una declaración de afecto, de amor, que también es un elemento clave de la autobiografía.

Reflexionando sobre esta metáfora, un ensayista inglés, Paul de Man –-quien escribió un texto muy interesante titulado La autobiografía como desenmascaramiento–, señala que la lápida tiene dos aspectos: uno abierto al mundo y otro enterrado. El aspecto abierto –esa parte de la lápida que tiene la escritura, que da la cara al sol, que representa los aspectos luminosos de nuestra vida– comunica con una parte enterrada que representa –o que es– la muerte. Esa pieza oculta también es todo aquello que no tiene forma, que permanece en nosotros de manera informe, y que por lo tanto no se puede expresar tan sencillamente, como por ejemplo el sueño o el subconsciente.

En esos aspectos profundos e informes, que nosotros somos y vamos a ser en la muerte, es donde se generan el sueño y el subconsciente y donde aprendemos que somos básicamente contradicción. ¿Por qué ocurre esto? Porque todos los aspectos subterráneos han dejado de lado el tiempo. Tanto el subconsciente, como el sueño y la muerte, son elementos atemporales.

Esto es importante porque lo temporal es lo que nos ordena. El orden de la sucesión es lo que nos da el sentido habitual en nuestra vida, mientras que aquello en lo que no hay tiempo tiende a desordenar nuestro ego y a desconcertarnos. En el subconsciente, ya se sabe, podemos seguir siendo niños, seguir sufriendo una herida de hace treinta o cuarenta años y se pueden seguir enviando pulsiones al consciente y desordenar esa prolija parte de la lápida que está al aire libre y que aparentemente es tan clara como un nombre, como una fecha.

¿Qué sucede con la contradicción? La contradicción profunda y vital, como es en este caso, nos comunica con el infinito. La contradicción fundamental –como la de la muerte, el sueño y el subconsciente– no tiene solución, por lo tanto es eterna. A diferencia de las contradicciones que podemos encontrar en el mundo del sol, nos plantea un diálogo eterno. Esto no quiere decir que sean contradicciones dramáticas. En ellas, sencillamente las cosas se dan fuera del tiempo, eternamente. Y lo que se da afuera del tiempo, contradictoriamente, o sea incomprensiblemente, es la esencia de la espiritualidad. En ese mundo vamos a encontrar nuestra espiritualidad de una manera que no se puede expresar directamente.

Vemos así que la autobiografía es un elemento integrador del ser humano. Y que el auténtico autobiógrafo no debe escribir para elogiarse ni para chismear, sino para salvarse de la muerte. ¿Cómo trata de salvarse? Escribiendo. Sabe o reconoce que gran parte de lo que escribe no se comprende, que él no se presenta como un proyecto cerrado, como un ser que se ha conocido a sí mismo totalmente. Se sabe incompleto e ignorante de muchos aspectos de sí mismo. Se sabe sorprendido por lo que ha hecho, y al mismo tiempo se sabe arrepentido. Porque también en el arrepentimiento está presente todo ese mundo subterráneo que nos desconcierta.

Y así, en ese estado imperfecto, reconociéndose no ya como un ser que sabe todo y lo va a contar desde un punto de vista privilegiado, sino con la humildad del que sabe que no domina, que no se conoce a sí mismo ni nunca va a poder conocerse completamente, se conecta con el mundo subterráneo y desde allí sale a relucir una nueva lápida, que es el texto autobiográfico. Este texto se produce en el mundo del sol y de lo diurno, en el mundo de lo consciente. Pero ahora viene impregnado de todo ese universo profundo de la contradicción, de lo infinito espiritual.

¿Y qué pasa con el texto de la persona que se reconoce incompleta, que sabe que ha fallado y que se arrepiente de muchas cosas que ha hecho? Es un texto necesariamente incompleto. ¿Quién tiene el poder de completarlo? ¿Quién tiene la llave para convertir al autobiógrafo imperfecto que reconoce toda su oscuridad? ¿Quién tiene el poder de recoger eso?

Aquí aparece un tema de importancia en la autobiografía: el lector. Porque es él quien le va a dar la verdadera inmortalidad al autobiógrafo. El lector va a ser el constructor de la realidad de esa vida mediante un arma poderosísima que se llama interpretación. La hermenéutica, la interpretación que hace el lector del texto.

Entonces, esa vida empobrecida por el error, por el desconcierto, por esas fuerzas oscuras que acechan al hombre, florece en centenares y miles de interpretaciones. Y así, el autobiógrafo llega por medio de ese texto al lector, y a través de la multiplicidad llega a lo colectivo; y a través de lo colectivo, quizás también llegue a esa gran concepción del ser humano que es Dios. Tal vez, el hermeneuta final del texto sea la suma de todos esos lectores, y el único que pueda hacer ese balance sea Dios.

Elogio de la reseña

Por Jorge Baron Biza

En los tiempos de los medios de comunicación social, vale la pena distinguir entre crítica y reseña. La crítica se pertrecha con la mochila de la filosofía. Hoy, sus preocupaciones metodológicas y su despreocupación por las prácticas del arte están tan acentuadas que han terminado por montar en ámbitos académicos su propia industria de la teoría, en torno de una función de análisis muy remotamente vinculada con las prácticas del arte. La crítica ya trabaja sin el combustible de textos y obras, o sólo con dosis homeopáticas de esta materia prima. Pero el aislamiento académico debería por lo menos resguardar la profundidad de los planteos. Sacar las terminologías críticas de su ámbito de publicaciones especializadas significa un cambio brusco en el plano de la recepción, cambio que modifica radicalmente los significados.

Por su parte, la reseña es la hermanita pobre. Se pertrecha con la mochila de la comunicación. Esta función informativa es benéfica, la aleja de los peligros del solipsismo o de las jergas incomprensibles, la mantiene dentro de una ética del emisor-receptor.

Hoy casi nadie quiere practicar reseñas. Tanto académicos como periodistas culturales se montan a las jerigonzas críticas, sin cuidarse del medio para el que escriben. Algunos artículos confeccionados con los vocabularios hegeliano, estructuralista, bourdiano, semiótico o lacaniano, y publicados en medios masivos, han espantado más gente de los libros y las galerías de arte que todas las represiones anticulturales. Además, tales artículos comprometen –tergiversándolas– el prestigio de esas profundas corrientes de pensamiento, al enviar irresponsablemente mensajes codificados de una manera que sólo el gran público podrá descifrar poniendo de su parte una gran dosis de creatividad dubitativa.

Los veteranos recordamos lo que ocurrió en los años ‘60 con las teorías de Freud y su difusión en revistas femeninas. Hoy se pueden leer parrafadas seudocríticas del tipo de: “El estilo de E. hace crucial nuestra relación con la idea de paisaje como una de las alternativas posibles a un sistema de signos en implosión, condenados por su síndrome de autorreferencialidad”.

En la reseña, creemos, está el medio que puede destrabar la crítica de su aislamiento académico. Consideramos pues a la reseña como una artesanía noble que no se apoya en prestigios sino en eficacias, que exige al que la practica con honestidad mucho talento para transmitir a grandes públicos mensajes complejos, sin distorsionarlos. Además, requiere la humildad de restringirse –kenosis, diría un teólogo– de la misma manera ejemplar que Dios se autolimita para permitir que exista la libertad.