miércoles, 21 de septiembre de 2011

Sarmiento - 200 años / Leonora Carrington

Domingo, 18 de septiembre de 2011



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Sombra terrible




Con motivo de los doscientos años de su nacimiento, pero, sobre todo, para celebrar y discutir su notable vigencia política y literaria, se realiza hasta el 4 de octubre, en la Biblioteca Nacional, una muestra biblio-hemerográfica sobre Domingo Faustino Sarmiento. Mesas, exposiciones permanentes de dibujos y textos, debates y conferencias que se inauguraron esta semana con la presencia de Horacio González y Ricardo Piglia. Radar reproduce las exposiciones de ambos intelectuales, traza una crónica de la velada y ofrece una agenda de actividades para pasarse un mes a plena civilización (y barbarie).





Por Juan Pablo Bertazza




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En la inauguración de la muestra sobre Sarmiento que tuvo lugar el lunes pasado en la Biblioteca Nacional con motivo del bicentenario de su nacimiento (él mismo gustaba decir que se contaba entre los primeros argentinos), flotaba como un fantasma una idea algo abyecta que expositores y concurrentes parecían compartir, aunque nadie terminara de formular de manera explícita. Una idea que, en cierta forma, fue sugerida por el director de la Biblioteca, Horacio González, no bien tomó la palabra, al decir con acierto que todos alguna vez pronunciamos su nombre, con admiración algunas, con fuerte rechazo otras, pero, que sin lugar a dudas, la tarea de la Biblioteca Nacional es justamente ésa: formular las preguntas pertinentes en torno de una figura tan grande y tan polémica.








Esa idea implítica también fue atendida y esbozada en la brillante exposición de Ricardo Piglia al expresar, en resumidas cuentas, dos paradojas. La primera es que quienes mejor supieron leer a Sarmiento no fueron sus presuntos seguidores, aquellos que lograron congelarlo en una infructuosa canonización en aulas y manuales escolares, sino justamente sus detractores, los malditos nacionalistas. La segunda paradoja, tal vez más importante, tal vez aun más polémica, es que a Sarmiento –el fundador de aquella antinomia que, a su vez, fundó y fundió nuestra nación (civilización y barbarie)– acaso le atrajera demasiado esa misma barbarie de la que despotricaba en sus originales libros (sobre todo Facundo y Recuerdos de provincia) y en sus tan literarias epístolas. Además del texto que tenía preparado, Piglia sorprendió al público del auditorio Jorge Luis Borges, al aportar algunas anécdotas divertidas (Sarmiento fue uno de los primeros en tener línea telefónica y, sin embargo, solía escribir extensas misivas comentando sus brevísimos diálogos telefónicos), propuestas interesantes (habría que publicar en breve una edición con las cartas completas de Sarmiento, algo que sería excepcional y que hasta el momento sólo existe de manera dispersa; a lo que Horacio González respondió con una lacónico: “El Estado ha escuchado”) y hasta una teoría temeraria según la cual Sarmiento forma parte de la tríada de escritores locos argentinos, que completan Roberto Arlt y Macedonio Fernández.








Hubo, en efecto, mucha participación por parte del público en esta inauguración: algunos formulando interrogantes realmente valiosos como, por ejemplo, la duda acerca de si Sarmiento había efectivamente enviado la totalidad de las brillantes cartas escritas, otros denostando su figura por evidentes razones políticas y alguno reclamando su escasa presencia en los festejos por el Bicentenario de la Patria.








Lo cierto es que las dos horas que duró la presentación sirvieron para demostrar una vez más la indudable actualidad de Sarmiento, una vigencia que responde a su doble figura de político y escritor. No sólo por el hecho de ser la persona con más nombres asignados en la ciudad de Buenos Aires sino también porque su figura, tal vez como ninguna otra, interesa y cala hondo en los argentinos. Y lo más atractivo es que su actualidad, además, presenta una gama notable que va desde el hallazgo literario en el sótano del edificio de la SADE en la calle Uruguay, en el que, entre documentos de varios autores, se localizaron cartas inéditas del sanjuanino escritas desde Nueva York durante su función de embajador en Estados Unidos antes de ser presidente, hasta su inesperada presencia en los programas de chimentos. Y ésa es justamente la idea que nadie se atrevía a formular directamente en la inauguración de la muestra de la Biblioteca Nacional, aunque permanecía flotando en el aire como un silencio incómodo y denso, algo que tal vez no pudiera formularse en un ámbito como ése.








Hace dos años, la figura de Sarmiento alimentaba, efectivamente, los programas de chimentos –un extraño logro que prácticamente ningún otro prócer podría ostentar– con una información revelada en el libro de Federico Andahazi sobre la sexualidad de los argentinos, generando un verdadero revuelo mediático. Sarmiento, el padre de las aulas, Sarmiento inmortal, el adalid de la educación era, además de un fanático de las orgías, el primer importador oficial de éstas a nuestro país, cuando durante su cargo de embajador en Chile fue enviado por el gobierno de ese país a Europa, para informarse acerca de las nuevas estrategias pedagógicas en el Viejo Continente. En esas boletas de gastos, entre algunos items como “café”, “cenas”, “ristreto”, “paseo”, “retrato de su santidad” (este último durante su visita al Vaticano), había otro que decía rotundamente “orgías” y que quería decir precisamente eso.








Por supuesto, estas declaraciones y estos hallazgos generaron diversos debates y discusiones y papelones televisivos en los cuales, entre otras cosas, se trataba de explorar los límites del chimenterío histórico. Pero hoy, que se cumple el bicentenario del nacimiento de uno de los padres fundadores, estas informaciones no valen tanto por su amarillismo como por lo que pueden aportar a una discusión que, con muchísima más altura, propusieron Horacio González y Ricardo Piglia; acaso Domingo Faustino Sarmiento, tal como explican los psicoanalistas de esas personas que critican en los demás lo que ven en ellos mismos, se viera muy identificado con aquello que él calificaba de barbarie, y acaso sea cierto aquello que alguien supo atisbar: tal vez lo que Sarmiento veía en Facundo no hablara tanto de Quiroga como de sí mismo.















Sarmiento y nosotros





Por Horacio Gonzalez



En la polémica entre Alberdi y Sarmiento, en 1852, hay una frase del primero que produce una puntada en el corazón. Imputándole a Sarmiento su alejamiento irresponsable de los cánones de la generación del ’37, escribe Alberdi: “Digo nosotros, porque los tres redactores de esa creencia –el Credo de la Asociación de Mayo– se hallan en el campo que usted combate. Echeverría no vive, pero su espíritu está con nosotros, no con usted, y tengo de ello pruebas póstumas”. Al que no menciona por el nombre es a Juan María Gutiérrez. En cuanto a Echeverría, su espectro condenaba a Sarmiento. A la luz de su biografía, de sus escritos, de las interpretaciones posteriores y de una polémica que no cesa, a Sarmiento puede considerárselo como aquel que rompe siempre un nosotros. Su figura está conformada por numerosos pliegues contradictorios entre sí, pero el complejo resultado final es el de la fundación de una individualidad posesiva, absolutista con su autoconciencia y presa de la difícil arrogancia del eximio escritor. Es sin duda el fundador de una escritura nacional y de una construcción de su propia biografía en el mismo acto de proceder a la polémica, de ser polémico en su misma esencia. Las polémicas fundan naciones. Y en el caso de Sarmiento, fundan un tipo específico de burgués que organiza su pensamiento y su ética personal alrededor de la confianza productiva de sus medios de expresión. Por eso, Alberdi –un tipo humano antagónico, refinadamente doctoral– clava un estilete que cree definitivo. Propone un Sarmiento apóstata, arbitrario, indiferente a los fantasmas del pasado que aparta de sí con exorcismos y caprichos de alta factura literaria.







Su espesura existencial nunca estuvo al margen de esas quebraduras anímicas que siempre están presentes en los movimientos de su escritura, y que hacen del Facundo un escrito desmesurado que todavía nos sorprende. Como indicio de su genialidad, contiene todos los principios capaces de negarse a sí mismos con la misma vehemencia con que se los afirma. “Facundo es usted”, le había enrostrado Alberdi en el ápice de aquellas polémicas que figuran entre las más importantes que ha habido en el país entre dos escritores políticos. La sospecha de que, en ciertos aspectos, sus demoledores ataques contra la “barbarie” son parte ineluctable de su secreto núcleo anímico. ¿No fue siempre éste el corazón de las mejores interpretaciones sobre su obra? Saúl Taborda lo sugirió en sus trabajos sobre lo “facúndico” en la historia argentina y en sus extraordinarias Meditaciones de Barranca Yaco.








Aun en la biografía del Chacho Peñaloza, que es una pieza literaria y sociológicamente sutil, en donde todavía perduran sus dotes de escritor romántico, queda todo coronado con una apelación a lo que hoy llamaríamos “doctrina de la seguridad nacional”, violentamente formulada. Son tramos que parecen un inicuo injerto en un escrito que parecía contener una pintura con ciertos pigmentos románticos de ese caudillo en cuyo asesinato había participado activamente. Algo se le escapa a Sarmiento cuando escribe, y lo que se escapa, como una astilla incontenible, es el átomo esencial que Sarmiento mismo contiene, su convicción de que hay que destruir la barbarie, sin que a un tiempo nunca deje de intuir que esa destrucción a él mismo le atañe. Lo que se desprende de Sarmiento es un Sarmiento que desmiente la interpretación compleja de su escritura para conformarse con una interpretación simplificadora, no pocas veces policial. Por eso no hay balance de Sarmiento sino un Sarmiento siempre balanceándose. Personaje insostenible bajo su propio aspecto de burgués que arrasa para construir, su alma fáustica lo lleva a crear una literatura esencial –y quizás funda así un trazo perdurable de la literatura nacional–, cuando percibe que lo que tiene entre manos es la negación de lo mismo que a él lo contiene.








Para enfrentarlo con sentido justo a su figura, hay que cotejar textos, revisar incongruencias y saludar esos poderosos escorzos literarios. Sus maneras expresivas son las que nos llevan inevitablemente a seguir pensando la relación entre literatura y violencia en la Argentina. Sus exquisitos recursos de escritor no lo eximen de la gran cuestión argentina: la vigencia de una forma culturizante que mal escondía su barbarie, y luego de una barbarie que había tomado, en excesivos y terribles momentos de nuestra historia, el nombre de civilización.








El Facundo, con sus grandes alegorías sobre “la tintura asiática” de la llanura argentina, es un monumento perenne, superior a muchos himnos y blasones. Es la protoforma de nuestra lengua, el anuncio de problemas irresueltos, la promoción misma de los elementos en que puedan basarse quienes quieran condenar a Sarmiento o colocarlo como un indicio de nuestras insatisfacciones más vivaces, muchas de ellas ligadas a problemas aún pendientes que él trató con su acostumbrado estilo vehemente, torrencial. Su última gran obra, Conflicto y armonías de razas en América, aunque poderosa en su escritura y razonamientos, es totalmente injusta con las etnias americanas y bordea una raciología científica que anuncia oscuros momentos futuros en relación con el tratamiento de la vida social popular. Hambriento de analogías –en el Facundo con el romanticismo orientalista, en Conflicto y armonías... con el cientificismo que pretende extraer de consignas bíblicas–, Sarmiento va desde el análisis político a partir de las indumentarias o los colores, a la odiosa prefiguración de un darwinismo social.








Sarmiento escribe como un litógrafo (antecedente de las aguafuertes) y piensa la política a través de desdichadas intervenciones sobre los modos culturales que sostuvieron montoneras y caudillajes populares –esa más que tolerancia suya hacia los actos sanguinarios con que propuso muchas de sus alegorías civilizatorias–, para que también sea necesario aclarar de inmediato que en el Facundo, en Viajes o en la polémica con Andrés Bello se hallan los síntomas más sorprendentes de una gran empresa literaria que, de desaparecer, haría desaparecer los cimientos intelectuales de las naciones mismas.








Al último Sarmiento le preocupan las pérdidas de territorio y las razas originarias. Lo primero debido a la preponderancia de la intranquilidad social que introducían las segundas. Cae así en profundos errores. Es al “conflicto de razas” al que se le atribuye la responsabilidad de la pérdida de territorios, en una hipótesis absolutamente descabellada que lo desmerece y que lo pone a la par de los despuntes primeros de un surgimiento del racismo contemporáneo. No lo consuma. Porque es Sarmiento. Porque es un escritor magnífico. Y porque su tiempo se agotaba. La sombra de Echeverría lo perseguía. No le importó. Decidió perseguir él la sombra de Facundo. Rasgo metodológico esencial de sus escritos y biografía, la persecución de un destello enigmático y velado en una historia es aquello en lo que él mismo se ha convertido ante sus lectores contemporáneos, imposible de ser despojado de la memoria que acosa nuestros más graves horizontes de actualidad.















La lectura enemiga



Por Ricardo Piglia




La calidad literaria de Sarmiento fue reconocida primero por sus enemigos. Una anécdota contada varias veces por el propio Sarmiento condensa la historia de esa recepción. Rosas, a quien le han enviado servilmente un ejemplar de Facundo, les dice a sus colaboradores: “Así se ataca, señores, a ver si alguno de ustedes es capaz de defenderme del mismo modo”. La lectura enemiga es la que mejor percibe, más allá de los contenidos, la eficacia retórica. La anécdota sobre la opinión de Rosas funda una tradición que se puede contraponer a la lectura liberal de Facundo (de la que las notas de Alsina son el primer ejemplo). Los nacionalistas han valorado la forma inigualable de los textos de Sarmiento. La tradición oficial, en cambio, ha canonizado la verdad de los contenidos y la lección histórica y política de la obra. Por supuesto que Sarmiento está mucho más cerca, en su concepción de la lengua y en su estilo, de los grandes prosistas del nacionalismo (Anzoátegui, Ibarguren, Irazusta, Sánchez Sorondo, Castellani) que de la deplorable tradición estilística de los ensayistas liberales que dicen ser sus discípulos (Mallea, Martínez Estrada, Murena, Isaacson).







Facundo es un caso claro (el más claro diría en toda la literatura argentina) de un texto escrito con una finalidad práctica y extraliteraria que ha ido ganando espacio en la literatura hasta convertirse en un clásico. Los procedimientos de construcción se han hecho más nítidos y han subordinado a los contenidos políticos y a las declaraciones ideológicas. Por una paradoja que es típica en la historia de la literatura este escritor panfletario y comprometido se ha convertido hoy en un escritor para escritores y el Facundo es un laboratorio de formas y de registros estilísticos y de resoluciones narrativas.








La lectura enemiga es una categoría clave en la historia del desplazamiento del Facundo de la política a la literatura. La lectura enemiga siempre lee otra cosa: no la verdad de la obra de Sarmiento, sino sus procesos de encubrimiento y de ficcionalización.








Si el político triunfa donde fracasa el artista, podemos decir que en la Argentina del siglo XIX la literatura sólo logra existir donde fracasa la política. De hecho, el eclipse político y la derrota están en el origen de las escrituras fundadoras de la literatura nacional. Facundo, El gaucho Martín Fierro, Una excursión a los indios ranqueles, las novelas de Eugenio Cambaceres fueron escritas en condiciones de libertad condicional o de autonomía forzada.








Durante el siglo XIX los escritores argentinos parecen vivir una doble realidad; hay un revés secreto en su vida pública: son ministros, embajadores, diputados, pero no pueden ser escritores. (“Yo estoy bien, relativamente bien, pero sólo estaré feliz cuando me dedique a escribir novelas”, le dice Eduardo Wilde a Miguel Cané.) La literatura argentina del siglo XIX podría ser una metáfora del infierno para un escritor como Flaubert. Por cierto hay una contemporaneidad estricta entre la conocida carta de Flaubert a Louise Colet de enero de 1852, donde expresa su aspiración de escribir un libro sobre nada y la escritura de Campaña en el Ejército Grande de Sarmiento. La aspiración de Flaubert sintetiza el momento más alto de independencia de la literatura: escribir un libro sobre nada, un libro que busque la autonomía absoluta y la forma pura. Se condensa un proceso histórico: Marx y Flaubert son los primeros que hablan de la oposición entre arte y capitalismo. El carácter improductivo de la literatura es antagónico de la razón burguesa: la conciencia artística de Flaubert es un caso extremo de esa oposición. Hace un libro sobre nada, un libro que no sirve para nada, que escape al registro de la utilidad burguesa: la máxima autonomía del arte es a la vez el momento más agudo de su rechazo de la sociedad. A la inversa, en enero de 1852, Sarmiento busca en la eficacia y en la utilidad el sentido de la escritura: en Campaña en el Ejército Grande discute con Urquiza (que no lo escucha, que no lo reconoce, que casi no le contesta) y trata inútilmente de convencerlo de la importancia y del poder social de la palabra escrita. La Campaña narra ese conflicto y en el fondo es un debate explícito sobre la función y la utilidad de la escritura.








La asimetría entre Sarmiento y Flaubert (que son los dos escritores que mejor escriben su lengua en ese tiempo) resume los problemas de la no-sincronía y del desajuste respecto de la cultura contemporánea que definen a nuestra literatura desde su origen. El lugar lateral y desierto de la literatura argentina (ajena a la herencia colonial y a las tradiciones prehispánicas, europeizada desde los márgenes) se manifiesta como escisión y doble temporalidad. Todo parece a la vez contemporáneo e inactual. Las primeras lecturas del Salón Literario (1837) intentan definir una estrategia que permita anular esa distancia y hacer presente la cultura. La tradición cultural dominante en la Argentina (hasta Borges) está definida por la tensión entre el anacronismo y la utopía. La pregunta básica es siempre dónde está el presente, o mejor, cómo estar en el presente. Y esa pregunta es un tema central en la obra de Sarmiento.








En el uso de la ficción se cifra de un modo específico la tensión entre política y literatura en la argentina del siglo XIX. Desde el comienzo mismo de la literatura nacional se dice que la ficción es antagónica con un uso político del lenguaje. La eficacia de la palabra está ligada a la verdad, con todas sus marcas: responsabilidad, necesidad, seriedad, la moral de los hechos, el peso de lo real. La ficción se asocia con el ocio, la gratuidad, el derroche de sentido, lo que no se puede enseñar.








Tratar de hacer la historia de ese lugar de la ficción es rastrear la historia de su doble autonomía: por un lado, sus relaciones con la palabra política y, por otro lado, sus relaciones con las formas y los géneros extranjeros de la ficción ya autonomizada (en especial la novela); en ese doble vínculo se define la escritura de Sarmiento.








Facundo se escribe antes de la consolidación de la novela en la Argentina y antes de la constitución del Estado nacional. El libro está en relación con esas dos formas futuras. Discute al mismo tiempo las condiciones que debe tener el Estado (capítulo XV) y las posibilidades de la novela americana por venir (capítulo II). Por un lado, el Facundo es un germen del Estado (en el sentido en que Lévi–Strauss decía que el totemismo era un germen del Estado) y, por otro lado, es el germen de la novela argentina. Tiene algo de profético y de utópico y produce el efecto de espejismo: en el vacío del desierto se vislumbra como real lo que se espera ver. El libro está construido entre la novela y el Estado: los anticipa y los anuncia y se coloca entre esas dos formas antagónicas. Facundo no es Amalia de Mármol, ni es las Bases de Alberdi: está hecho de la misma materia, pero transformada y en el origen y como cruza o como forma doble.








La clave de esa forma (la invención de un género) consiste en que la representación novelística no se autonomiza, sino que está controlada por la palabra política. Ahí se define la eficacia del texto y su función estratégica: la dimensión ficcional plantea una disputa sobre sus normas de interpretación que recorre la historia. La discusión sobre las distorsiones, los errores, las exageraciones y la novelización de la realidad que definió la lectura de sus contemporáneos está directamente ligada a esta cuestión. Desde la detallada revisión de Valentín Alsina hasta las opiniones de Alberdi, Gutiérrez, Echeverría, todas las críticas apuntan a que el libro no obedece a las normas de verdad que postula. Al mismo tiempo, todos reconocen en ese desajuste el fundamento de su eficacia literaria. (Recién cuando el libro se canoniza porque triunfa su ideología se resuelve ese debate.)








La escritura de Sarmiento es una respuesta megalomaníaca a esa doble demanda. Todas las reiteraciones en el uso del yo y en la autorreferencia y todos los excesos y salidas de tono que han terminado por entrar en la leyenda de Sarmiento y en su anecdotario biográfico y semipsiquiátrico son a la vez una táctica política y un efecto de estilo. Son una categoría de su obra en el sentido en que el dandismo es una categoría en la obra de Baudelaire. Se trata de un núcleo retórico básico al que podríamos definir como el sujeto fuera de lugar. Quiero decir que esta posición “fuera de lugar” del sujeto es a la vez una de las claves de su estilo y de su situación en la sociedad.








Esa escritura lo lleva al poder. Sarmiento hace pensar en esos folletinistas del siglo XIX de los que Walter Benjamin decía que habían hecho carrera política a partir de su capacidad de iluminar el imaginario colectivo. Pero Sarmiento llega más lejos que nadie; en verdad, hay que decir: el mejor escritor argentino del siglo XIX llegó a presidente de la República.








Y entonces sucedió algo extraordinario: Gálvez cuenta que Sarmiento escribe un discurso para inaugurar su gobierno, pero sus ministros se lo rechazan. Y el discurso inaugural de Sarmiento como presidente se lo escribe Avellaneda. Podríamos decir que se resuelven ahí, en una figura emblemática, todas las tensiones entre política y literatura que recorren su escritura. A partir de ahora Sarmiento tendrá que adaptarse a las necesidades de la política práctica. Y tendrá que adaptar, antes que nada, su uso del lenguaje.








Podemos imaginar ese discurso como el gran texto de Sarmiento escritor: el último texto, su despedida de la lengua. A veces pienso que los escritores argentinos escribimos, también, para tratar de rescatar y reconstruir ese texto perdido.






De amor y de guerra


Contar la vida de Leonora Carrington parecía un desafío desmesurado que sólo una escritora con talla de gran cronista como Elena Poniatowska podía llevar a cabo. Y así fue, aunque también hay que señalar los riesgos y recaídas de esta aventura biográfico-ficcional. Dos mujeres, una narrada y otra narradora, avanzan en espejo en Leonora, que obtuvo el Premio Seix Barral y que quedará sin dudas como una obra de referencia sobre las vanguardias históricas y sobre la situación de las mujeres en el arte y el amor del siglo XX.


Por Luciana De Mello

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Autorretrato por Leonora Carrington

Sentada en la cocina de su casa en el DF, Leonora Carrington está contestando las preguntas a una de las pocas entrevistas que concede a sus ochenta años. El pelo blanco y recogido, el acento inglés con el que pronuncia “chingada” y “Quetzalcoatl”, su largura desparramada en una silla. Está evocando a su nanny irlandesa, la educación entre las monjas que se cansaron de expulsarla por hablar de alquimia y escribir de atrás para adelante con ambas manos. La periodista le pregunta si fue con las monjas que aprendió a dibujar. “Todos los niños dibujan, nada más que yo no me paré de dibujar.” Leonora se sonríe, la respuesta le parece obvia, aunque sin saberlo acaba de retratarse en palabras.


Su mundo nunca se alejó de la infancia, los sueños, los sidhes –esos pequeños seres que según la mitología celta viven bajo la tierra, cerca de los bosques– le siguen hablando cuando se queda sola. Los animales salvajes no le temen, comparten el mismo lenguaje. Pero los adultos, excepto su nanny que le contó desde muy chica todo lo que sabía sobre el mundo mágico, le tuvieron miedo. Su padre la desheredó, los surrealistas intentaron volverla otra musa inspiradora; en España su padre la mandó internar en un neuropsiquiátrico. No, nunca paró de dibujar ni de escribir todo lo que se le aparecía desde las tierras de Hazelwood.


Elena Poniatowska escribió su vida en forma de novela, la tituló Leonora y con ella ganó el premio Biblioteca Breve de Seix Barral gracias a haberla entrevistado a lo largo de más de treinta años. La Carrington murió tres meses después de publicada la novela que nunca leyó, así como no leyó nunca nada de lo que se escribió sobre ella.


A pesar de que Elena llegó a México a los ocho años, compartía con Leonora no sólo la marca de un pasado de exilio sino también la huella de la infancia imperial. Su padre era el príncipe heredero de Polonia y su madre pertenecía a una familia porfiriana que había huido a Francia luego de la revolución mexicana. Elena nació en París y la Segunda Guerra Mundial hizo que la familia migrara a México, donde tan pronto como pudo aprendió la lengua y comenzó a rebelarse contra lo que el mandato de esa estirpe monárquica reivindicaba para una adolescente aristocrática. Así fue como aprovechando los contactos que el apellido le proveía, comenzó a entrevistar a gente importante dentro del círculo intelectual, político y artístico de su país adoptivo, despuntando desde muy joven el oficio del periodismo. Al igual que Leonora, Elena fue criada por una institutriz y apenas si conoció de cerca a sus padres. La soledad de la niñez desarrolló en ella una capacidad para observar el mundo con la agudeza de quienes saben que deberán aprender solos. En esa misma soledad, en los corredores oscuros de la mansión de Crookhey Hall, Leonora afiló su oído y abismó la mirada.



Leonora. Elena Poniatowska Seix Barral 510 páginas

Al escribir Leonora, Elena escribió un poco su propia vida, lo que compartió con la inglesa: la realeza, la soledad y el autoexilio del trono. Y lo que no. Lo que no se atrevió a ser, a hacer, esa falta de respeto total a los mandatos vinieran de donde vineran, esa manera de vivir de quien es tan violentamente libre que termina por caerse del mundo. Y así Elena sigue hablando de Leonora: “¿Fue feliz Leonora? Quién sabe. ¿Somos felices nosotros? Ustedes dirán. Alguna vez, Leonora declaró que no tenía nombre para la felicidad pero sí lo tuvo para la rebeldía y se levantó contra la Iglesia, el Estado, la familia. Su imaginación fue más allá de las leyes, de los cartabones, del qué dirán. Su único rito fue tomar el pincel o tomar la pluma o guisar”.


Hay en el recorrido literario de Elena Poniatowska un rescate de las historias de mujeres aguerridas, figuras reconocidas como la misma Leonora o la fotógrafa italiana Tina Modotti, como también de mujeres anónimas. El caso de la lavandera Josefina Bórquez, quien luchó en la revolución mexicana junto a Pancho Villa y con quien Elena conversó y entrevistó en varias ocasiones para luego escribir la novela testimonial Hasta no verte Jesus mío que junto con La noche de Tlatelolco le dieron a Poniatowska el reconocimiento internacional.


En Leonora, el recorrido de la historia es lineal y comienza con la infancia alrededor de los caballos que le estaban prohibidos montar y que sin embargo Leonora aprendió a cabalgar gracias a las escapadas junto al hijo del cuidador del establo. Luego se pasa rápidamente a los sucesivos internados de monjas hasta que su madre la lleva de viaje por Europa para domarla antes de presentarla en la corte ante los reyes de Inglaterra. Pero todo es en vano, el encuentro con las pinturas del Bosco, Brueghel, Simone Martini no hacen más que reafirmar su llamado al arte. Una vez en París, Leonora conoce a los surrealistas junto a Max Ernst, con quien vive un amor-pasión que termina en la locura.


La tortura, el aislamiento y la despersonalización que sufrió en ese tiempo fueron escritos por la propia Carrington en Memorias de abajo, y es Breton, compañero de exilio en México, quien primero trata de persuadirla a escribir esas memorias. Pero Leonora se resiste, él le habla desde la mirada clínica interesada en la histeria femenina: “Breton no se ofrece para amanecer desnudo embarrado en sus heces. El lo que quiere es que la mujer regrese del abismo para analizarla y completar su visión del inconsciente”.


En la novela, la lista de nombres y renombres que pasan por la vida o el ambiente de Leonora es interminable, casi agobiante. Hay personajes que aparecen sólo para pronunciar una frase. Lo que pasa un poco con Leonora es que el personaje se come la novela. Es tan grande, tan inabarcable en su hondura psíquica, artística, e histórica que la empresa de contarla se vuelve por momentos inasible. Entonces se relata anécdota tras anécdota, nombres y momentos tan privados como históricos y se deja de lado eso que en otras novelas Poniatowska ha hecho tan bien: el rescate de voces, de los tonos, de lo sutil. Sin embargo la novela, al pegarse a la biografía, logra conservar el encanto que la vida de Leonora Carrington le puede dar. “En mi opinión, no es bueno admirar por completo a alguien, incluido al propio Dios, porque al hacerlo se excluye una de las facetas más importantes del ser humano: su lado oscuro, que no debe despreciarse” dijo una vez Leonora, y este es el punto donde Elena quizás olvidó hacer pie. Ella misma aseguró que esta novela era un homenaje: “Pretendí rendirle con Leonora un tributo amoroso. Leonora nunca sacrificó su ser verdadero a lo que la sociedad convencional esperaba de ella, nunca aceptó el molde en el que nos cuelan a todos, nunca dejó de ser ella, escogió vivir en un estado creativo que hoy nos exalta y nos llena de admiración. Leonora Carrington nunca cedió, jamás le importaron las apariencias, nunca guardó la fachada”.


Esta buena intención es la que en la novela se lee como falta de distancia, una exaltación en lugares donde la propia Carrington no se hubiese perdonado. Sin embargo, Leonora permanecerá más allá de su valor literario. Será una novela de referencia, un relato de reflexión, no sólo sobre las vanguardias históricas sino sobre la situación de la mujer dentro del campo del arte, la guerra, el amor.


jueves, 15 de septiembre de 2011

El mundo post 11 de septiembre de 2001

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Y el mundo siguió andando



Updike, Amis, Carol Oates, Stephen King, DeLillo, Auster, Franzen, Rushdie, Schlink, McEwan, Lorrie Moore, Jonathan Lethem: en la última década casi no hubo celebridad literaria que no abordara el mundo post 11 de septiembre de 2001. La caída de las Torres Gemelas, la amenaza de un terrorismo capaz de provocar un daño mayúsculo con mínimos recursos, la paranoia, el miedo y la mente de un nuevo adversario fueron las nuevas obsesiones de una narrativa que volvió a enfrentar los problemas de la historia como no lo hacía desde la Guerra Fría. Hoy se cumplen diez años de aquel día y Radar traza ese nuevo mapa literario recordando sus principales hitos novelísticos.



Por Rodrigo Fresán



Cuando en 2006 el escritor Jay McInerney presentó su novela The Good Life tuvo que soportar, copa en mano, el asedio del siempre belicoso Norman Mailer, quien le reprochó el no haber esperado diez años antes de meterse con ese tema. Según Mailer –que no llegó a cumplir el plazo de prohibición– toda tragedia de no-ficción necesitaba, como mínimo, de una década para madurar y asumirse como ficción. McInerney, claro, no había esperado para presentar su versión del asunto envuelto en un romance entre millonario y plebeya de perfume casi fitzgeraldiano.



Pero no fue el único. Ni el más adelantado.



Uno de los grandes nombres en asumir el desafío fue John Updike. Primero con el magnífico relato del 2002 –“Varieties of Religious Experience”, del 2002, recopilado en el póstumo My Father’s Tears (2009) y, en su momento, rechazado por The New Yorker por considerarlo demasiado risqué– y después con la magnífica novela Terrorista (2006). Uno y otra se ocupaban –lateral y directamente– del mismo tema: cómo se forma o deforma un apocalíptico fundamentalista y el modo en que las petrificadas víctimas reaccionaban al horror de sus acciones. Paradójicamente, The New Yorker no tuvo problema alguno, casi tres años después del veto a Updike, en aceptar “Los últimos días de Mohamed Hatta”, cuento de Martin Amis –incluido en El segundo avión (2008)– como parte de una edición especial sobre viajes y turismo. Amis ya había rozado el espanto –mirando desde la otra orilla– en cuestión en su Perro callejero (2003) al igual que su colega y amigo Ian McEwan en Sábado (2006).



Ahora, mirando atrás, con talento u oportunismo, casi no hay novela neoyorquina donde no se pase junto al agujero negro de la Zona Cero. Y son varias, entre muchas, las nobles ficciones que se han nutrido de su materia oscura. Inmensas formas breves, como las detonadas por Deborah Eisenberg (“El crepúsculo de los súper-héroes”, con sus protagonistas adictos al cómic y a la onomatopeya CRASH!BOOM!BANG!), Patrick McGrath (“Zona Cero”, diagnosticando las patologías del sobreviviente), Rick Moody (la post-paranoica “The Albertine Notes”), Stephen King (la fantasmagoría redentora de “Las cosas que dejaron atrás”), o “The Mutants” de Joyce Carol Oates (con una mujer atrapada en su piso).



La efemérides, entonces, como eficaz telón de fondo para tramas en las que no hay peor/ mejor día y lugar mejor/peor donde y cuando hacer desaparecer a un personaje. En Mundo espejo de William Gibson (2003), Brooklyn Follies de Paul Auster (2005), El tercer hermano de Nick McDonnell (2005), The Good Priest’s Son de Reynolds Price (2005), The Writing on the Wall de Lynne Sharon Schwartz (2005), The Zero de Jess Walter (2006), Los hijos del emperador de Claire Messud (2006), Chronic City de Jonathan Lethem (2009), Netherland de Joseph O’Neill (2009), Al pie de la escalera de Lorrie Moore (2009), Que el vasto mundo siga girando de Colum McCann (2009), Libertad de Jonathan Franzen (2010), o An Object of Beauty de Steve Martin (2010), la caída de las torres funciona como suerte de deus ex machina arquitectónico, entropía utópica, línea de largada o destino a alcanzar. Pre o Post –disipado el fuego, el estruendo, las nubes de polvo, los gritos y la resaca de lo histórico y lo histérico– todo ha cambiado, ya nada volverá a ser igual. Y hay espacio para todos los humores: el luminoso y epifánico y casi mágico realista de la un tanto desagradable Tan fuerte, tan cerca de Jonathan Safran Foer (2005) y el negrísimo y bestial de la arriesgadísima y desopilante Un trastorno propio de este país de Ken Kalfus (2006). Allí, un matrimonio en guerra contra el terror del fin del amor suspira feliz en privado (y se lamenta en público) por la hipotética y tan deseada muerte del otro, en un rascacielos doble o en uno de esos aviones, o en donde sea.



Pero si hay que elegir al patriarca de la cuestión –al hombre que supo lo que se venía diez años antes de aquel día monstruoso– ese alguien es, sin duda, Don DeLillo. Paradójicamente, DeLillo fue uno de los últimos en subirse al carro con su un tanto fallida El hombre del salto (2007). El motivo, tal vez, sea la fatiga de materiales de quien lo supo antes que ninguno. En ese libro, DeLillo nos hace oír la siguiente conversación: “¿Qué sucederá después de esto?”, pregunta alguien. “Nada sucederá después. No hay después. Esto fue el después. Hace ocho años pusieron una bomba en una de las torres. Nadie dijo entonces qué sucedería después. Esto es el después. El momento para tener miedo es cuando ya no hay razón para tener miedo. Ahora ya es demasiado tarde.”



Una década antes del después, en Mao II (1991), cuando aún había tiempo para sentir terror y no terrorismo, DeLillo ya había propuesto la figura del asesino de masas ideológico como sustituto de la figura de los narradores, funcionando como explosivo motor de movimiento constante a la hora de generar ficciones. Y en la portada de la edición original de Submundo (1997), su magnum opus, nos enviaba la postal turbia de un World Trade Center envuelto en niebla y una última palabra en su última página: “Paz”. Algo así como el avance subliminal de aquella película que todos vimos en directo –por ventana o por pantalla– aquella radiante mañana del 11 de septiembre, casi diez años antes de que el cuerpo de Osama Bin Laden descendiese a las profundidades del mar, y todo cambiara para siempre.



Esa mañana en que John Updike escribió un breve despacho para la sección “The Talk of the Town” de The New Yorker que abría con un “De pronto convocados a ser testigos de algo inmenso y terrible, continuamos luchando para no reducirlo a nuestra propia pequeñez” y cerraba con “Al día siguiente, regresé al mirador desde el que contemplamos la terrible desaparición de las torres. El sol brillaba en las fachadas de los edificios con vistas al este. Unos pocos botes se movían cautelosamente por el río. Las ruinas continuaban humeando, pero Manhattan era una gloria. El día se nos ofrecía a sí mismo como si nada hubiese ocurrido”.



Pero algo ocurrió.



Y, esté donde esté, Norman Mailer comienza hoy mismo a escribir algo que, para él, no puede sino ser lo más grande que jamás se escribirá sobre este día marcado en rojo en los calendarios de la memoria planetaria.



Y la Historia continúa. Y las historias también.



Guerra.








El salto al vacío, de Colum McCann


El equilibrista en el aire



Por Omar Ramos


La circunstancia real y patética del hombre que camina por un cable a más de 400 metros de altura entre las Torres Gemelas, emblema del poder financiero antes de su destrucción, es un contrapunto entre su desprecio a la muerte y el que tuvieron y siguen teniendo los gobernantes que mandaron a la guerra a los jóvenes, mayormente de raza negra, y de baja condición socio-económica. Abajo del precipicio, los transeúntes asimilan al equilibrista a un suicida y, cansados de la tensión que supone el espectáculo macabro, como el de la guerra que reeditarán décadas más tarde en Afganistán e Irak, lo obligan a que salte. “No lo hagas”, gritan otros, como si todavía quedara en ellos un dejo de humanidad no reconocida. La misma que buscan esos dos artistas que se van de Nueva York al campo para escapar de las drogas farmacológicas y de las otras, las del “vasto mundo que sigue girando”, mientras se hace equilibrio a riesgo de perecer en la selva de redes de cemento.



(Publicado el 27 de junio de 2010)







Al pie de la escalera, de Lorrie Moore

Pánico y bromas


Por Rodrigo Fresán



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Y ahora es el turno de la joven veinteañera Tassie Keltjin: hija de una familia despareja, enamorada de un cada vez más inquietante falso brasileño, y atrapada en la vertiginosa órbita de un matrimonio disfuncional que la emplea como canguro todo terreno y la involucra en las maniobras de adopción de una pequeña afroamericana mientras, ahí afuera, se suceden los días que van del 11 de septiembre de 2001 a los inicios de la invasión a Irak. Y Tassie se mueve de un lado para otro y no deja de contarnos lo que sucede a su alrededor con los modales de una virtual Lady Seinfeld. Es decir: como si estuviera sobre el escenario de un club nocturno desempeñándose como experta stand-up comedian pero, al mismo tiempo, aquejada del mismo síndrome que sufre el Chandler Bing de la serie Friends. Es decir: Tassie (y Moore) no puede dejar de hacer chistes.



(Publicado el 29 de noviembre de 2009)










El hombre del salto, de Don DeLillo


Esas torres no eran para siempre

Por Juan Forn


Lo primero que pensó la intelligentzia norteamericana ante al derrumbe de las Torres Gemelas fue: “Don DeLillo lo vio venir antes que nadie”. En cierto sentido, era como si el gran pope de la ficción paranoica hubiese estado redactando paso a paso, desde sus primeros libros, el guión completo del 11 de septiembre de 2001. Desde principios de los años ’70, DeLillo hacía decir a sus personajes que el territorio estadounidense ya no era seguro, que la muerte filmada en directo y contemplada frente al televisor sería la única catarsis cotidiana de los norteamericanos y que los terroristas terminarían por apropiarse del modo de llamar la atención de los artistas conceptuales para sacudir el inconsciente colectivo de la sociedad. Incluso había adivinado cuál sería el perfecto objetivo para un atentado (en su novela Jugadores, una operadora de Wall Street mira desde la ventana de su oficina el flamante World Trade Center pensando: “Esas torres no parecen hechas para siempre; es como si se asomaran a su propia extinción”). Poco después del 11/9, DeLillo escribió un ensayo en la revista Harper’s titulado “En las ruinas del futuro”, donde se preguntaba cómo debían responder los escritores ahora que el terror había hecho impacto en su propia casa: “El relato termina en los escombros. Es nuestra responsabilidad crear el contrarrelato. Hay un vacío en el cielo. Los escritores debemos llenar de sentido y memoria ese vacío”. (...) Siguiendo literalmente aquella aseveración de Balzac (“la novela es la vida privada de las naciones”), el hombre del salto se propone retratar el efecto que tuvo el 11/9 sobre la esfera privada, íntima, de la nación norteamericana.



(Publicado el 20 de abril de 2008)








El fondo del cielo, de Rodrigo Fresán



Odisea 2001



Por Marcelo Figueras


Rodrigo Fresán entiende la tradición en un sentido distinto a la estrecha que predica, y además practica, el establishment local.



En muchos sentidos El fondo del cielo es Fresán en estado puro. Allí están todos los matices de la voz conocida. Empezando por el aluvión de referencias pop, trasplantadas desde la médula misma de la cultura (masiva y de la otra): lo que va de 2001: Odisea del espacio a la cientología, y de Dante Alighieri a Leonard Cohen, dos cronistas del infierno, pero ante todo (o inevitablemente, habría que decir, ya que no hay forma de obtener las mieles sin sufrir las picaduras) del amor.



(Publicado el 8 de noviembre de 2009)





El fin de semana, de Bernhard Schlink

Sin paranoia



Por Claudio Zeiger


Al principio, se puede llegar a tener la impresión de que Schlink nos lleva de la mano y de las narices hacia un teorema moral. ¿Está bien responder a la violencia con violencia? ¿Debe un guerrillero persistir en sus principios y dogmas aunque haya sido indultado? ¿Debe arrepentirse de lo que se consideran sus crímenes por una cuestión moral o porque admite que esos crímenes no sirvieron para nada? ¿Puede considerarse la traición como un profundo acto de amor? Los interrogantes que sobrevuelan son muchos, pero a decir verdad cada vez más nos iremos apartando del dilema ético para enfrentarnos a algo más oscuro y desordenado.



Más que un teorema moral, entonces, El fin de semana brilla como una novela de ideas llevada adelante por personajes que pronto se cansan de la dialéctica y la conversación y se sorprenden atrapados por los ruidos y estímulos de la naturaleza en pleno campo, en pleno bosque, en esa selva tan alemana. Probablemente ninguno de ellos llega a una verdad revelada sobre sus existencias después de pasar un fin de semana juntos y amontonados, pero es obvio que saldrán transfigurados de ahí. Y en parte los lectores, obligados a pensar sobre temas incómodos del pasado y del presente, también. Una novela, si se quiere, sobre el 11-S sin paranoia ni mala conciencia.



(Publicado el 22 de mayo de 2011)





Yo también tuve una novia bisexual, de Guillermo Martínez


Derrumbes

Por Juan Pablo Bertazza


Un profesor argentino obtiene un puesto como docente de español en Redground, una universidad de Georgia, al sur de Estados Unidos. A pesar de que detrás de esta contratación se oculta un interés político por fomentar la igualdad social entre blancos y negros en un lugar históricamente segregacionista, muy pronto el horizonte del profesor se va a reducir a una única cuestión: Jenny, una intensa adolescente blanca, especie de Lolita que pronto revelará un pasado bisexual reciente, y una inteligencia muy superior a la de la protagonista de Nabokov. A partir de ese contacto visual, que tiene lugar la primera vez que él toma lista, entablarán una relación intensa y clandestina.



Se le podría criticar a Martínez abrir demasiados temas sin resolución como el atentado a las Torres Gemelas y la superficialidad con la que se refiere a la bisexualidad. Sin embargo, hay veces que una obra compacta termina de dar sentido a una novela que no lo es, y eso es lo que sucede en este caso. Por momentos resulta notable la voz de este protagonista que sin vueltas, sin culpas pero tampoco sin exageraciones emprende su transgresión para actualizar uno de los elementos más clásicos que existen en la literatura: otra historia de amor que persiste al derrumbe del mundo, que persiste incluso al derrumbe de su propia posibilidad.



(Publicado el 31 de julio de 2011)






Chronic city, de Jonathan Lethem


Ciudad holograma


Por Martín Pérez



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Trabajando por un momento de autor de Chronic City, Jonathan Lethem cuenta que la novela está enmarcada entre el atentado a las Torres Gemelas y la última crisis económica. “El primer impulso antes de tener nada parecido a una novela entre mis manos fue notar cómo, durante la primera década del nuevo siglo, Nueva York se transformó en una caricatura de sí misma, una especie de realidad virtual o un holograma”, asegura Lethem, que asegura que a pesar de ese punto de partida, en última instancia, Nueva York no terminó siendo el tema de su libro. “Porque, más que la vida de una ciudad, la novela trata sobre la vida de una conciencia que habita la ciudad”.



(Publicado el 31 de julio de 2011)






El tercer hermano, de Nick McDonell


Regreso a Nueva York



Por Mauro Libertella

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La historia es la de Mike, “neoyorquino, blanco, rico”, que trabaja en un diario de Hong Kong y al que mandan a Bangkok para hacer una nota sobre los jóvenes que toman éxtasis, y también para buscar a un periodista perdido. (...) Hacia la mitad de la novela, el relato gira sobre su propio eje y se vuelve un poco más político. El personaje regresa a Estados Unidos y su vuelta coincide con los atentados del 11 de septiembre. Mike deambula por una Nueva York espectral, sitiada por el pánico, mientras busca a su hermano. Quizás este giro evidencie el hecho de que McDonell va pudiendo escaparle a la sombra totalitaria de Bret Easton Ellis y los relatos de jóvenes yonquis para esgrimir algo un poco más ambicioso. Por supuesto, los riesgos son muchos. El 11 de septiembre ya ha sido cristalizado en un puñado de clichés muy difíciles de evitar, y el cine parece haberse apropiado del tema con mucha más contundencia que la literatura. Lo interesante ante cristalizaciones temáticas tan fuertes siempre es el enfoque, lo imprevisible de una mirada. En este caso, el extrañamiento de un joven paseándose por una Nueva York modificada por la locura parece ser más productivo que la bajada de línea moral y política en la que han caído algunas superproducciones de Hollywood.



(Publicado el 21 de septiembre de 2008)





Sábado, de Ian McEwan


Debajo de la ducha



Por Leonardo Moledo

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Los fenómenos son objetivos, son benéficos, están allí, y pueden ser aprehendidos en toda su rotunda simplicidad. ¿Pero entonces para qué hace falta la literatura? Para nada: alterar la literalidad significa un peligro tan grande como el que Al Qaida hace correr a la civilización occidental. ¿Y entonces por qué esa punzante inquietud, esa percepción sobreagudizada que multiplica los significados, como si el recorrido no lo hiciera en realidad Henry Perowne, sino un flujo lingüístico que lo rodea y lo envuelve (como el flujo de aire que envuelve a un vehículo en movimiento) y que choca aquí y allá, permanentemente, contra cada punto de la realidad haciendo saltar significados como géiseres que rodean a los objetos y los enriquecen? Y justamente, si existe la felicidad de la objetividad, de una objetividad separada del lenguaje, el lenguaje también existe en tanto objeto, o fenómeno, tan amenazador como Bin Laden, y el mismo principio de objetividad le da poder.



No es la única amenaza, por otra parte. Lo es también el tiempo. El fondo de la manifestación contra la guerra es también el significante de la transitoriedad; así como esto se alcanzó (sabe Perowne), también se perderá. Y lo resume en un párrafo que evoca aquel bellísimo cuento “The Last of The Legions”, de Vincent Benet y donde probablemente se concentra, agazapado, el secreto de este libro magnífico: “Henry Perowne se coloca debajo de la ducha, una cascada potente bombeada desde el tercer piso. Cuando esta civilización se derrumbe, cuando los romanos, sean quienes fueren esta vez, se hayan marchado por fin y empiece la nueva era de las tinieblas, esto será uno de los primeros lujos que perdamos”.



(Publicado el 24 de diciembre de 2005)





Brooklyn Follies, de Paul Auster

Un minuto antes


Por Rodrigo Fresán


Cerca del adiós, a las follies de los personajes, se une la folly de las elecciones presidenciales del 2000. Y el final es muy feliz –atención–, tiene lugar y tiempo el 11 de septiembre de 2001, minutos antes de que suceda ya saben qué. Anunciada como su obra “con más corazón” (y por momentos, digámoslo, la más sensiblera), Brooklyn Follies es, también –sin por eso traicionar la estructura episódica de los libros de Auster, su firme voluntad de ramificarse al ritmo de la música del azar, su compulsión esquizofrénica por conectar con otros libros y con otros escritores como Hawthorne y Poe y Kafka– su obra más novelesca desde El palacio de la luna y Leviatán.



(Publicada el 23 de octubre de 2005)






Perros callejeros, de Martin Amis


El fin de los ’90

Por Rodrigo Fresán

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Perro callejero, su desaforada y descarrilada “comedia post-11 de septiembre” donde se mete y entromete con la industria del porno, la industria de la familia real, la industria de los tabloides amarillistas, y la industria que surgió una mañana en que varios aviones se desviaron de sus trayectorias habituales para convertirse en misiles...


Cuenta Amis que llevaba un par de meses escribiendo Perro callejero y una mañana encendió su televisor y vio lo mismo que vimos todos: “La caída del World Trade Center significó el fin de esas largas vacaciones que fueron los años ’90 en que perdimos años polemizando sobre cuestiones tan absurdas como Monica Lewinski y O. J. Simpson. De golpe se acabó esa tregua que había comenzado con el final de la Guerra Fría y el adiós al Muro y volvieron a encenderse los motores de la Historia. Y aquí estamos. En lo personal y profesional, yo sentí como si hubiera vuelto a nacer, como si hubiera perdido mi voz. No me reconocía en las páginas que tenía de Perro callejero y mucho menos en los libros que había publicado antes... Así que volví a empezar no sólo el libro en el que estaba trabajando sino que también repensé la idea que tenía de mí mismo. Y en eso estoy ahora”.



(Publicado el 2 de octubre de 2005)





Shalimar, el payaso, de Salman Rushdie

Un payaso que da miedo



Por Rodrigo Fresán


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Lo que cuenta Shalimar The Clown es nada más y nada menos que el proceso que lleva a un joven artista –un eximio equilibrista y payaso de circo– a convertirse en una implacable máquina de matar del terrorismo fundamentalista. Aunque, advierte Rushdie en Edimburgo: “Lo primero que se me ocurrió fue la historia de amor; después vino la historia de odio. Con esto quiero decir que no es una novela sobre el terrorismo”. Pero sí es una novela sobre el terrorismo entendido como una suerte de “educación sentimental”. En Shalimar The Clown es el amor el que desenvaina el cuchillo de Shalimar. Pero lo que convierte a Shalimar The Clown en un libro importante además de magnífico se encuentra en la cuarta parte –titulada igual que la novela– y donde, ya se dijo, verdadero núcleo argumental de la novela, se describe el modo en que un joven artista decide convertirse en un monstruo asesino en el nombre de Alá.


Después, enseguida, las balas, las bombas, el odio.


Y –nada se pierde, todo se transforma– atención: el primero de los muchos hombres a los que Shalimar asesina por encargo es definido como “un hombre sin Dios que ofendió a Dios, un hombre que vendió su alma a Occidente: un escritor”.


(Publicado el 11 de septiembre de 2005.)







Terrorista, de John Updike


Libertad y fundamentalismo

Por Juan Pablo Bertazza



El 11 de septiembre y sus secuelas movilizaron a más de un escritor a manifestarse a través de la ficción. Desde ya, no se trataría de una literatura que pueda divorciar fácilmente “idea” y “estilo”. La nueva novela de John Updike es, en esta dirección, un claro ejemplo de que el riesgo y la calidad literaria pueden ir de la mano. Pero el riesgo corrido por este doble ganador del Pulitzer y galadornado también con el Book Award no es tan simple como podría parecer. No se trata de una crítica despiadada a los Estados Unidos bajo la mirada de un terrorista árabe sino más bien de gritar a los cuatro vientos la última idea que podría aflorar en un cerebro norteamericano medio. Más cruel aun que los supuestos vínculos económicos entre la familia Bush y el grupo Al Qaida, Updike saca a la luz el sincretismo, la mescolanza y confusión entre dos palabras cuya separación constituye uno de los máximos custodios de la salud mental de los Estados Unidos: libertad y fundamentalismo.



(Publicado el 25 de mayo de 2008)

lunes, 5 de septiembre de 2011

El sentido de la Real Academia Española

¿De quién es el castellano?





Una filóloga española analiza el sentido de la Real Academia Española y sus análogas americanas, anticipando “El dardo en la Academia”, texto de pronta aparición en la editorial Melusina.



Silvia Senz Bueno, Revista Ñ

Las academias de la lengua pueden considerarse instituciones de ordenamiento de las hablas naturales, características de un modelo de organización político- territorial, social y económica genuinamente europeo, el Estado nación, del que Francia es paradigma y precursora. El Estado nación se desarrolla en cada territorio como resultado variable de una cadena de cambios sociales que, en Europa, arrancan en la época bajomedieval y se consolidan a inicios del siglo XX, y que incidirán drásticamente en la diversidad cultural y lingüística: 1) La creciente disputa por la hegemonía política entre los reinos expansivos de la joven Europa. 2) La progresiva conciencia de la diferencia que va surgiendo en una Europa lingüísticamente fragmentada. 3) La paulatina pérdida de preeminencia del latín como lengua de cultura, a medida que los reinos europeos mostraban su potencial cultural con la codificación de la lengua de la corte y del centro de administración, y a medida que la imprenta modelaba mercados impresos en lenguas vernaculares, creando a su vez imaginarios colectivos. 4) La emergencia y predominio de una nueva elite (la burguesía), impulsora de un nuevo modelo económico (el capitalismo) y del desarrollo de nuevos medios y herramientas de trabajo (la tecnificación y la industrialización). 5) La progresiva configuración de un sistema de organización política (el Estado moderno), favorable al asentamiento del nuevo sistema económico y de la nueva jerarquía social. 6) La formulación de ideologías (liberalismo burgués y nacionalismo) y corrientes de pensamiento (racionalismo, ilustración y romanticismo) que subvirtieron la visión del mundo y del hombre propia del sistema precedente (Antiguo Régimen) y que identificaron el concepto tradicional de nación (entendida como comunidad de pertenencia) y las ideas de progreso y modernidad con el modelo de Estado unitario, homogéneo y centralizado.

En los nacientes Estados nación, la acomodación de la diversidad lingüística y cultural —connatural a todas las sociedades— a las necesidades del nuevo modelo podría haberse planteado manteniendo su heterogeneidad. Pero, siendo las lenguas potentes identificadores sociales y culturales y, con ello, generadoras de diferencia, y suponiendo además una traba para la conformación de un mercado nacional y para la optimización de la eficiencia en la gestión del Estado, se optó mayoritariamente por asimilar la divergencia a la idiosincrasia del grupo dominante. Así, considerando que un medio común de intercambio lingüístico promovía una identidad compartida, facilitaba la cohesión social, favorecía la movilidad de las fuerzas de trabajo, engranaba el funcionamiento de la maquinaria burocrática centralizada, y que, con todo ello, se incrementaba el peso del Estado tanto hacia el interior como hacia el exterior, se impulsó la generalización de una lengua nacional única. Para afianzar su carácter común y garantizar su extensión se juzgó necesaria la elaboración de una forma estandarizada, es decir, de un modelo artificial y homogeneizado de lengua. Con este fin normalizador se integró en las políticas uniformistas a las academias de cultivo de las letras que las corrientes del humanismo vernáculo y de la Ilustración habían hecho florecer desde el siglo XVI. Asimismo, para garantizar la difusión de la lengua nacional normalizada se crearon estructuras estatales como la escuela pública, se dio cuerpo a ideologías que favorecían su aceptación, y se promulgaron medidas legales de implantación que conllevaban controles punitivos del uso público de otras lenguas.

Nace la Real Academia

En este contexto nació en 1713 la Academia Española, instituida como Real cuando, al año siguiente, el nuevo rey Felipe V la acogió bajo su protección. Felipe V era el primero de la dinastía francesa de los Borbones en ocupar el trono de la monarquía hispánica tras una larga guerra de sucesión que había enfrentado a sus partidarios con los del otro aspirante a la corona española, Carlos de Austria. Como temían los defensores de su oponente, la entronización del Borbón supuso el inicio de un proceso de centralización y unitarismo mucho más decidido, efectivo y sistemático que el que había ensayado la dinastía precedente desde Felipe IV. Pese a formar parte de una misma corona, España era hasta entonces un territorio jurídica, militar, política, monetaria y lingüísticamente plural, y esa pluralidad resultaba, a ojos del rey, un obstáculo para el libre ejercicio del autoritarismo monárquico y, según la perspectiva ilustrada y liberal que cobraría fuerza en la España de los siglos XVIII y XIX, también un escollo para el desarrollo de un Estado moderno.

Así las cosas, Felipe V procedió a asimilar los diversos ordenamientos territoriales de España al modelo de Castilla, lugar donde residía la corte y donde la autoridad del monarca se ejercía con menos cortapisas, y puso en marcha una serie de medidas —ampliadas en épocas posteriores— para amoldar la realidad española al modelo de Estado centralizado que consideraba conveniente: el de su país natal, Francia. Y en un momento en que la lengua y la cultura se utilizaban como armas políticas e instrumentos propagandísticos de puertas afuera, para exhibir por medio de ellas el poder de una nación y su influencia sobre las demás, y de puertas adentro como medios de consolidación de una identidad nacional única, el nuevo rey oficializó una academia que se proponía realizar un diccionario del español equiparable a los de sus homólogas italiana y francesa, y, con el tiempo, también una ortografía y una gramática, poniendo todo ello al servicio de la depuración, fijación, glorificación e implantación de la nueva lengua nacional —también lengua hegemónica de las colonias americanas y filipinas, en detrimento de sus idiomas aborígenes.

Con estas encomiendas echó a andar la Real Academia Española, bajo las riendas de un grupo de eruditos, clérigos y nobles con pujos culturales, que adaptaron la letra de la lengua nacional que iban a codificar a las melodías del pensamiento filosófico, político y lingüístico de la época. Un pensamiento que se mantuvo casi incólume con el paso de los siglos aun cuando el avance de la ciencia lingüística fue declarando obsoletos algunos de sus principios. ¿La razón? Simple: las ideas lingüísticas que manejaba la RAE, inoculadas a la población por vía escolar —y con el tiempo también a través de los media—, le permitían usurpar a los hablantes el control de su propia lengua y su confianza en su capacidad expresiva, retroalimentando el poder de la institución y el prestigio de sus miembros. En un ensayo reciente, el lingüista Juan Carlos Moreno Cabrera analiza estas creencias, evidenciando su naturaleza mítica y su nula base científica: —El mito de la lengua perfecta y del carácter universal de esa lengua. Según este mito, en cuya raíz está la idea clásica de la corrupción de las lenguas y el episodio bíblico de la Torre de Babel, la lengua coloquial espontánea carece de sistematicidad y consistencia y está llena de imperfecciones, pues está limitada gravemente por la inmediatez, informalidad e irreflexividad propias de las actividades cotidianas, como el habla; un grado de relajo que además la hace permeable a influencias perniciosas. Para remediar esas imperfecciones hay que someterla a un proceso de limpieza que no sólo la expurgue de “impurezas”, sino que la fije en una determinada forma “perfeccionada y esplendorosa”, que le conferirá una naturaleza superior. Esa condición de superioridad la convertirá, a su vez, en la única forma óptima para generalizarse como lengua de entendimiento universal. El lema tradicional de la RAE (“Limpia, fija y da esplendor”) se basa en estas ideas, y su labor ha perseguido casi siempre esta quimera.

—El mito del carácter convencional de las lenguas. Según esta idea, cada una de las lenguas naturales surgió mediante un contrato consensuado conscientemente y aceptado de forma explícita en una comunidad, bajo la dirección de una determinada autoridad. Este mito naturaliza el carácter artificial de la labor académica y legitima su actividad rectora. Junto al de la lengua perfecta, da origen a los conceptos de corrección e incorrección lingüística, de uso recto o desviado del camino que marcan esas supuestas convenciones instituidas por unos hablantes bajo tutela.

—El carácter sagrado de la palabra escrita y la actitud reverencial hacia lo escrito, tradiciones de pensamiento de origen grecolatino por las que se contempla la escritura como una forma más ideal de expresión verbal que la lengua oral (considerada, como hemos visto, imperfecta, degenerativa y segregadora). Esta idea ha marcado la manera en que durante siglos se han estudiado los fenómenos lingüísticos: desde la perspectiva estructural que proporcionan las gramáticas basadas en la lengua escrita (sobre todo literaria); desde la imagen restringida del léxico que dan de los diccionarios, y desde las representaciones simplificadas y distorsionadoras de las lenguas naturales que son sus ortografías.

—La idea de que las mejores realizaciones de la lengua corresponden a la gente instruida, es decir, a quienes dominan el arte de la escritura e incluso lo perfeccionan con su cultivo. Esta idea fundamenta el concepto de ejemplaridad, según el cual las formas de expresión de literatos y eruditos —y, por extensión, de los cultos— son modelos a cuya adquisición y dominio debe aspirar el resto de hablantes para salir del fango de su vulgaridad. La actual norma del español sigue manejando estos conceptos.

—El mito del genio del idioma, permanente en la institución académica española, que otorga a las lenguas en general —y al español en particular— una serie de atributos esenciales inconmovibles, que lo distinguen de otras lenguas y que son trasunto del carácter de la nación o supranación a la que la lengua representa.

—La idea del abolengo del idioma, que atribuye mayor dignidad a la variedad lingüística más cercana —formal o históricamente— a su lengua madre, y que a la vez confiere autoridad a los hablantes de dicha modalidad para guiar el devenir idiomático. Esta concepción genealógica y dinástica de las lenguas es la que convirtió el castellano centro-norteño en la única modalidad geográfica en que se basaría la norma académica durante siglos.

En el período poscolonial, todas estas creencias contribuyeron a cimentar la idea de que las hablas criollas americanas eran formas degeneradas de español que, desamarradas de España, irían distanciándose del tronco común hasta hacerse irreconocibles e inútiles como lenguas de cultura, y alimentaron la certeza de que, para evitar tal destino, era necesario someterlas a control, una labor que sólo podía seguir ejerciendo la Real Academia Española, como depositaria y garante de la lengua genuinamente española: la de Castilla, que, por su antigüedad y pureza, conservaba las esencias del idioma. De hecho, tras las emancipaciones, España mantenía una conciencia clara de que su peso en el orden mundial dependía de su capacidad para mantener vivo y operativo el ascendiente sobre sus antiguos dominios.

En esta nueva coyuntura, la lengua española siguió instrumentalizándose como arma política y estratégica, en el entendimiento de que mantener el control idiomático al otro lado del océano permitía mostrar simbólicamente al mundo la conservación de la influencia metropolitana sobre los nuevos estados americanos, amén de allanar los intercambios comerciales entre ambas orillas. Con el objeto de que las acciones encaminadas a mantener esta tutela resultaran aceptables para unas elites criollas en principio reticentes, desde mediados del siglo XIX se desarrolló desde España una estrategia diplomática de progresivos acercamientos, que incluía la elaboración y difusión de una ideología pannacionalista en la que la lengua ocupaba un lugar central: el panhispanismo.

La doctrina panhispanista aprovechó el convulso momento de conformación de las identidades latinoamericanas —en las que subyacía el temor al desarraigo cultural y a la caída bajo la influencia del naciente imperio estadounidense—, para introducir en ellas elementos que las anclaran firmemente a la metrópoli, ahora reconvertida en Madre Patria; en palabras del historiador Isidro Sepúlveda: la raza, “como valor de integración social y síntesis de la cultura”; el idioma compartido por las elites dirigentes españolas y criollas, como depositario de su comunión espiritual; la historia, “como memoria de un pasado común”, y la religión, “como factor de vertebración de la comunidad de valores. Este ejercicio de representación se complementaba con la negación de los elementos alternativos de otras comunidades”.

Entre las campañas estratégicas hispanoamericanistas, tiene especial relevancia la única que fue capaz de mantener efectivo el control de España sobre uno de estos elementos básicos de unión, la lengua, y de conservar con ello su valor operativo para los intereses peninsulares. Me refiero al progresivo nombramiento, desde mediados del XIX, de académicos honorarios de la RAE en América Latina y a la creación sucesiva de academias filiales, supeditadas a su control, desde 1870; dos fases de una campaña diplomática que permitiría a la institución española atajar la consolidación de los procesos de segregación ortográfica nacidos en Chile, y recuperar finalmente el pleno poder idiomático. La RAE no cedería ni un ápice de ese poder hasta mediado el siglo XX, en pleno franquismo, cuando, presionada por algunas de sus filiales y con la espada de Damocles de la secesión normativa en el horizonte, tuvo que empezar a admitir ante ellas la evidencia: que el centro demográfico de la lengua se había desplazado a América; que esta llevaba la avanzadilla de los estudios lingüísticos; que había desarrollado una excelente producción literaria; que resultaba científicamente imposible seguir afirmando que los americanismos eran expresiones bárbaras, y que la relación entre la RAE y sus correspondientes debía revisarse en favor de una mayor equidad. Así fue como se fundó en 1960 la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale), aunque el fruto del nuevo modelo de colaboración se haría esperar todavía mucho, por la incapacidad ejecutiva de unas academias asociadas a menudo carentes de medios y apoyo político. Así las cosas, la RAE siguió elaborando casi con completa autonomía una obra normativa fundamentada en las variantes ejemplares españolas.

Este statu quo no variará hasta finales del siglo XX, cuando España redescubre el valor estratégico de la lengua como compañera de lo que se ha dado en llamar la reconquista económica española de América. Un valor que César Alierta, presidente ejecutivo de Telefónica, definió a la perfección, precisando el impulso que le han dado las academias mediante la elaboración de una nueva norma del español, que, con alguna concesión obligada a su diversidad, subraya su unidad: “Desde el punto de vista del comercio, la lengua común se erige [...] en una variable determinante [...] dentro de los flujos actuales de mercancías. [...] En el caso del español [...], la comunidad de lengua —y de lazos interpersonales, históricos y culturales que ésta procura— ha sido un factor decisivo, sin el cual es imposible explicar el enorme montante de flujos de inversión orientados hacia América Latina desde [...] 1990. [...] Los dos ejes de cohesión hoy más activos en el mundo iberoamericano son la internacionalización empresarial y la política lingüística panhispánica de la Asociación de Academias de la Lengua Española”.

De hecho, empresas españolas como Telefónica, Aguas de Barcelona, Repsol-YPF, Endesa, BBVA, Grupo Santander, Planeta y Prisa-Santillana, entre otras, actúan desde 1993 como mecenas de las academias por vía de la Fundación pro RAE, complementando generosamente la financiación anual del Estado español —promotor a su vez de la internacionalización de estas firmas— con abundantes donaciones y con algún que otro pellizco para la Asale, lo que les garantiza el servicio de estos organismos y de la norma que elaboran a su “comunidad de intereses”. Así lo reconocía la propia Asale en la Tabula Congratulatoria de su reciente Diccionario de americanismos : “Son muchas las instituciones y empresas que han ayudado a la Asociación de Academias en la preparación del D iccionario de Americanismos . En primer lugar, la empresa Repsol, mecenas principal, siempre generosa con la labor académica y, en este caso, especialmente interesada en enaltecer los valores propios de España al otro lado del Atlántico”. La misma premisa guía el patrocinio que el banco BBVA realiza de la Fundación del Español Urgente, que en breve desembarcará en Argentina de la mano de la Academia local y del Foro de Periodismo Argentino.

Así pues, que la norma académica se llame hoy panhispánica y que participen en ella equipos interacadémicos —aunque se dirija desde Madrid— no se debe a ningún reconocimiento de las aportaciones americanas al caudal idiomático, ni supone aceptar que el español es un condominio de todos sus hablantes, sino que obedece a la comprobada utilidad que el imaginario común dibujado por la lengua española, con la ayuda de las academias, ha tenido y sigue teniendo, en la era global, para la geoestrategia y la economía españolas.