jueves, 21 de marzo de 2013

Historias ocultas del Colón

Una historia de triunfos y fracasos, amores y rivalidades, escrita por la memoria fervorosa del público

Por Hugo Beccacece  | Para LA NACION

"Cuando escucho música, sobre todo la voz humana, me disuelvo", dice Mario Orione, historiador del arte que, desde hace varias décadas, sigue las temporadas del Teatro Colón función tras función. Fue un habitué de asistencia perfecta por casi medio siglo. Este año, su rutina de espectador va a reiniciarse con la apertura de la nueva temporada. Quizá no se haya dado cuenta de que en sus palabras, de un modo inconsciente, se ha filtrado una expresión ilustre y exacta que proviene de la Grecia Antigua. Homero se refería a Eros, el amor, como el dios que "disuelve" los miembros. La música está abrazada a Eros. Esa coincidencia revela de qué naturaleza apasionada están hechos los lazos que mantienen prisioneros, entregados como a un hechizo, a los fans musicales. La pequeña historia del Colón, las anécdotas curiosas, las gaffes , los escándalos son infinitos. Hay varios libros consagrados al tema. Cualquier relato, cualquier selección en ese sentido es incompleta, arbitraria y también inexacta, porque el tiempo y la memoria cambian el pasado y le dan tantas caras como espectadores y protagonistas.
A propósito de Eros, en la madurez, Manuel Mujica Lainez, Manucho, contaba un episodio que le había sucedido en su juventud (cuando aún no estaba casado). Lo contaba con gracia pero también con una dosis de misterio. En aquella época, él circulaba por los salones de Buenos Aires con curiosidad y cierto desparpajo, protegido por una coraza hecha de ironía, frases punzantes y el don del relato. Un matrimonio muy elegante, de esos (según el decía) cuyos apellidos sonaban a música de Bach, lo había invitado a una función de ópera en el Colón. ¿Cuál? ¿ Tristán e Isolda ... ¿ Turandot ... Uno de los atractivos de esa noche era que el matrimonio tenía un palco baignoire , los famosos e inquietantes palcos enrejados, llamados "palcos de viuda", desde los que se escucha la música con gran concentración, porque están aislados de todo espectáculo mundano: no permiten ver el escenario con comodidad ni tampoco ser vistos. Manucho nunca había estado en una de esas curiosas "cavernas" de terciopelo rojo que preservaban la intimidad. Se sentó entre la esposa y el esposo en la penumbra de esa especie de gruta recorrida de modo irregular por los reflejos de las luces que provenían del escenario. Se sentía atraído desde hacía mucho tiempo por la mujer experimentada e inalcanzable que tenía a su lado: era hermosa, mayor que él, muy altiva y desenvuelta, pero con ojos brillantes de malicia. En cierto momento, llevado por el lirismo de la música, tuvo la impresión de que flotaba, de que ningún obstáculo se interponía entre él y sus deseos. Protegido por las tinieblas, sin pensarlo, tendió su mano derecha para apresar la mano izquierda de su vecina. Lo hizo con pasión, pero también con una temerosa ternura. Ella no lo rechazó, no apartó la mirada de la escena, fingió que nada había ocurrido, pero respondió con una leve presión a la de su joven amigo. El cuerpo del joven escritor había desaparecido o más bien se había concentrado, íntegro, en aquella mano; todo él era esa mano; sin embargo, de pronto, volvió a tomar conciencia de lo que lo rodeaba para reprimir la sorpresa: su otra mano, la izquierda, había quedado cautiva de la mano derecha del marido, que había replicado el gesto de Manucho. ¿Era una advertencia o una invitación? Los tres ocupantes del palco no se movieron ni se miraron, pero continuaron enlazados por la música y esa cadena de dedos cálidos que, de tanto en tanto, volvían a ajustarse y ensayaban una caricia distinta con la mayor discreción y temeridad. Los tres seguían contemplando el desarrollo de la acción y apretándose las manos como si no les pertenecieran, como si el trío no hubiera advertido lo que era imposible ocultar. El aire confinado del palco estaba cargado de tensión, invadido por la música incandescente y por todo lo que no se decía. Cuando el acto terminó, los tres se levantaron de sus sillas, comentaron las interpretaciones y salieron a caminar por los corredores y salones. Se volvieron a encontrar en fiestas, en comidas, en otros espectáculos, pero ninguno de los tres mencionó el episodio o lo evocó con una mirada cómplice.
Todos quienes han ido y van al Colón han tenido, al menos una vez, una de esas experiencias reveladoras que dejan huella en el espíritu.. Foto: Patricio Pidal / AFV

¡Ah, la oscuridad bienhechora, incitante, de los palcos baignoire ! Uno de los bailarines más talentosos y célebres de la Argentina de fines del siglo XX y comienzos del XXI conoció por primera vez el amor físico aferrado a la reja de uno de esos palcos, mientras veía, comprensiblemente exaltado y oculto, escenas del ensayo de un ballet (¿ Giselle ? ¿ El lago de los cisnes ?). Esa reja había hecho posible, de un modo paradójico, que abandonara el espacio cerrado de la virginidad para abrirse a una nueva conciencia de su cuerpo.
La historia del Colón está hecha no sólo de las temporadas doradas, de los triunfos de grandes músicos, cantantes y directores de orquesta, de la lista de óperas y ballets que se ofrecieron desde la inauguración en 1908; también es la historia de los fracasos, risas, lágrimas y rivalidades que brotaron entre bambalinas, en los camarines y, sobre todo, es la historia del fervor del público, de los fans de sopranos, tenores y étoiles de la danza, que bordaron y especiaron de modo imaginativo muchas de las anécdotas de esa trayectoria. Hay hechos comprobables, documentados, pero también están los que dieron origen a verdaderas leyendas teatrales, de las que existen tres, cuatro versiones, o quizá más. Por ejemplo, Margarita Pollini, en su excelente libro Palco, cazuela y paraíso , cuenta que la "Divina Claudia Muzio" fue contratada para cantar el papel de Leonora de La forza del destino de Verdi (una obra a la que todos temen porque da mala suerte). La supersticiosa madre de la cantante, que siempre acompañaba a su hija para asistirla, rociaba el escenario con agua bendita antes de cada función de la temible ópera. Pero en una representación Muzio resbaló sobre el líquido consagrado y terminó en el foso de la orquesta. Según otra versión, transmitida por el pianista Rafael González, que fue uno de los miembros del directorio del Colón en la década de 1930, la madre de Muzio roció el escenario con el agua bendita que llevaba en una botella de alcohol fino, pero la sala estaba a oscuras y la señora, deseosa de cumplir a conciencia su cometido, se aventuró hacia el proscenio sin tener demasiado claro hacia dónde avanzaba. Lo comprendió de modo cabal cuando fue ella, y no Claudia, la que cayó al foso, eso sí, bañada en agua bendita.
De Claudia Muzio, el crítico José Luis Sáenz recuerda una memorable frase de prima donna . En la versión de La Traviata de 1933, el escenógrafo Héctor Basaldúa había diseñado un decorado un poco chico para la escena final. Muzio miró con inquietud y cierta indignación ese cuarto pequeño y concluyó: "Yo no me muero en dos metros cuadrados".

Maria Callas contra Delia Rigal

El paso de Maria Callas por la Argentina quedó registrado en el libro Mi mujer Maria Callas , de Giovanni Battista Meneghini, editado por Vergara. La soprano todavía no había adelgazado, pero su voz estaba quizás en el mejor momento. En el Colón, interpretó Norma , Aída y Turandot en junio y julio de 1949. Las memorias de Meneghini reproducen las cartas que Maria le enviaba a su esposo desde Buenos Aires. Esas cartas la muestran llena de resentimiento, celos artísticos, divismo y soberbia. Después del debut en Turandot , cuenta que las críticas fueron favorables: "... incluso en el diario de Evita Perón adoptaron una actitud positiva".
Crespin bautizó como su "Mafia" a la guardia pretoriana que la adoraba; Nureyev llevaba facturas a los fans que hacían cola para verlo; abajo, Montserrat Caballé y Olga Ferri.. 

Callas estaba molesta porque el público local y los críticos la comparaban con la cantante argentina Delia Rigal, otra gran soprano. Maria quería interpretar Aída , pero no estaba segura de que le fueran a asignar las fechas. Temía que Rigal fuera la única que cantara la ópera egipcia de Verdi.
El 27 de mayo le comenta a Meneghini: "Aquí hacen estúpidamente las cosas. Dejan pasar diez días entre una representación y la siguiente. [...] Odio a Buenos Aires". Y el 8 de junio, se ilusiona con su debut en Norma :
En Turandot , el público no tiene oportunidad de juzgar mi arte. Mis colegas han tenido la buena suerte de no cantar conmigo, sino con esa horrible Rigal. Creen que han triunfado y ahora se sentirán muy importantes. Sobre todo ese hombre (Mario del Monaco), que se mostró tan desagradable conmigo.
Cuando cantó "Casta diva", Callas conquistó al público y a los críticos. En una carta se despacha sobre el asunto: "¡Mis pobres colegas! Dios, que es bueno y grande, me ha concedido la venganza. Y eso es así ciertamente porque nunca traté de perjudicar a nadie". Aída fue un triunfo memorable para Callas, que resume la situación con una sola frase: "¡Pobre Rigal!" Y en una carta del 3 de julio completa el cuadro:
Crespin bautizó como su "Mafia" a la guardia pretoriana que la adoraba; Nureyev llevaba facturas a los fans que hacían cola para verlo; abajo, Montserrat Caballé y Olga Ferri.. 

En el concierto del 9 de julio cantaré una parte de Norma prácticamente sola. [...] Rigal no cantará, porque Evita no la quiere. He sido afortunada, ¿verdad? Dios es siempre justo.

El escándalo de Tosca

Birgit Nilsson, Maia Plisetskaia, Victoria de los Ángeles y Richard Tucker, unidos por el Teatro Colón.. 

Hay varias versiones de un escándalo que, en 1965, conmovió el mundo de la ópera como si se hubiera producido un terremoto. ¿Cuál es la verdadera? En esa temporada, la gran soprano Régine Crespin vino para cantar cinco veces La condenación de Fausto , de Berlioz; cinco Werther , y cinco Tosca (que fueron seis y de allí surgió el problema). El régisseur de Tosca era su esposo, Lou Bruder. Régine coincidió en su visita con el tenor Giuseppe Di Stefano (Pippo), que se encontraba en decadencia; éste perdía todo lo que ganaba en las mesas de juego y se veía obligado a estirar su carrera. El crítico José Luis Sáenz resume la situación de un modo preciso:
Cantaba para pagar las deudas que contraía. Su voz ya no era lo que había sido. Vino a Buenos Aires para actuar en La forza del destino , pero prefirió hacer su debut un domingo a la tarde en Tosca . Se sentía más seguro en el papel de Cavaradossi, el bonapartista revolucionario, amante de Tosca.
De acuerdo con lo estipulado, Crespin no tenía por qué aparecer una vez más en Tosca . En el contrato original, sólo estaban previstas cinco actuaciones suyas. A partir de ese hecho, las interpretaciones de protagonistas, colegas y admiradores se multiplican. Según una tradición oral, Régine se empeñó en presentarse junto a Di Stefano porque ella y Bruder habían tenido algunos roces con el tenor. La soprano sabía que Pippo no estaba en plena forma y quería darle una lección. Crespin estaba en la plenitud de su carrera y planeaba humillarlo en público con la potencia de su garganta. Más aún, amenazó al director del Colón, Juan Montero, con no volver al teatro, si no hacía lo que ella quería. Ahora bien, Régine debía cantar la noche anterior, el sábado (en esa ocasión, su Cavaradossi era el tenor Richard Tucker), con lo cual, su voz no iba a descansar lo suficiente.
Crespin bautizó como su "Mafia" a la guardia pretoriana que la adoraba; Nureyev llevaba facturas a los fans que hacían cola para verlo; abajo, Montserrat Caballé y Olga Ferri.. 

En sus memorias, La vie et l'amour d'une femme , Crespin dice, en cambio, que el director del Colón, Juan Montero, la presionó para que actuara ese domingo en apoyo del "pobre" Di Stefano y ella, bondadosa y solidaria, aceptó. Como Montero no estaba seguro de lo que ocurriría con Pippo, le pidió a Tucker que no se fuera de Buenos Aires. En caso de emergencia, podría reemplazar a su colega.
A todo esto, había un tercero en discordia, el barítono Giuseppe Taddei, muy amigo de Di Stefano. Taddei interpretaba al odioso personaje de Scarpia, que termina por ser apuñalado y muerto por Tosca. Cuando llegó el momento de recibir la cuchillada, Taddei se dejó caer al piso en un lugar del escenario que no era el indicado por el régisseur . Crespin se desorientó porque el cadáver no estaba donde correspondía. Conjeturó que se trataba de una conspiración contra ella y Bruder. Como se acostumbra en todas las puestas de esta ópera, la soprano debía colocar dos candelabros, a modo de improvisado velatorio, a los lados del difunto Scarpia. Régine, furiosa, puso los candeleros en el preciso lugar donde se lo había indicado su esposo, el director, es decir, lejos del muerto: un detalle que resultaba cómico ya que las velas no "velaban" a nadie. No conforme con eso, se arrojó sobre el flamante muerto y le clavó las uñas con tal furia que, por un momento, el finado se movió, resucitado, y los que estaban en primera fila pudieron oír un levísimo y reprimido gemido póstumo.
Ese domingo, Crespin deslumbró a todos y cantó mejor que el sábado a la noche porque el médico del teatro, el doctor Forscher, le había inyectado un fortificante muscular que la dejó como nueva, convertida en una especie de atleta olímpica dispuesta a ahogar con su torrente vocal a su "amado" Cavaradossi.
Crespin bautizó como su "Mafia" a la guardia pretoriana que la adoraba; Nureyev llevaba facturas a los fans que hacían cola para verlo; abajo, Montserrat Caballé y Olga Ferri.. 

Contra todo lo previsto, Pippo hizo un primer acto no tan malo que dejó satisfecho a la mayoría del público, pero inquietó a los devotos de Crespin. Alguien, que la adoraba y consideraba un enemigo a todo el que pudiera molestarla, desde el paraíso, le arrojó un huevo al tenor. Ése fue el comienzo del descalabro para Di Stefano, que lentamente se quedó sin voz.
Los malentendidos se agravaron al final del segundo acto. Según la tradición, la soprano sale a saludar sola, después lo hace Scarpia, también solo, ya que no vuelve a aparecer en el tercer acto. Por último salen los tres cantantes juntos. José Luis Sáenz recuerda que Pippo estaba furibundo porque no había tenido un telón para él solo: "Pensó que todo había sido una estratagema de Régine y no una decisión del jefe de sala. El tercer acto, que debía ser pasión pura, fue gélido. No se puede amar a Tosca cuando se odia a la soprano". El enfrentamiento se hizo peor al final de la obra. Crespin y Di Stefano saludaron juntos, tomados de la mano, y él le dijo por lo bajo, delante del telón: "¡En el segundo acto, me la hiciste! Me impediste saludar solo". Régine le soltó la mano violentamente y lo dejó plantado en el escenario. Parte del público entendió al revés lo que había pasado y supuso que Di Stefano había retorcido el brazo de la soprano y la había lastimado. Según el relato hiperbólico de Crespin, Pippo debió salir del teatro a escondidas y no por la salida de artistas de Cerrito, temeroso de que lo atacaran; ella, en cambio, fue recibida en la calle por una multitud delirante de entusiasmo. Seis hombres cuidaban de su seguridad porque los admiradores la hubieran aplastado de encendido fervor. A duras penas subió al coche de Francisco de Erize y de su esposa, Jeannete Arata. De pronto, sucedió algo sorprendente. El público levantó en andas el Peugeot de los Erize y lo llevó en alto hasta la esquina mientras todos gritaban: "¡Viva Régine! ¡Viva la diva!"
Tosca , la ópera de Puccini, se presta para los problemas escénicos. En una versión de 1978 en que Giorgio Merighi interpretaba a Cavaradossi se había llegado al tercer acto. El pintor bonapartista enfrenta el pelotón de fusilamiento convencido de que Tosca ha logrado que las balas mortales hayan sido reemplazadas por otras de salva. Por lo tanto, debe fingir que cae muerto. Sonaron los disparos, Merighi cayó del modo más dramático posible, pero ya en el suelo sintió que se le humedecía el rostro. Una de las balas de fogueo lo había rozado y le había producido una herida superficial. Merighi pensó que la ficción se había convertido en realidad: seguramente un tenor rival, acaso su suplente, había cambiado las balas inofensivas por otras de plomo y había logrado que lo fusilaran de una vez por todas. El supuesto moribundo, sin importarle que Tosca aún debía cantar sobre el cuerpo de Cavaradossi y arrojarse desde la torre del Castel Sant'Angelo al Tíber, se levantó convencido de que agonizaba y se precipitó al backstage en busca de ayuda: un médico, o en el peor de los casos, un sacerdote.
La soprano Gina Cigna tuvo un contratiempo similar en la misma escena final de Tosca . Fusilado Cavaradossi, se trepó a las almenas del Castel Sant'Angelo para tirarse al río. Desde lo alto, veía la red que debía atajarla en su vuelo fatal; lo que no podía prever era que la red estaba mal atada. Mientras el público la ovacionaba de pie y esperaba inútilmente que saliera a saludar, una camilla la llevaba a la asistencia pública.

Ovaciones y abucheos

Birgit Nilsson, Maia Plisetskaia, Victoria de los Ángeles y Richard Tucker, unidos por el Teatro Colón.. 

Sergio Renán es uno de los régisseurs argentinos que tiene relación más estrecha con la música. Antes de dedicarse al teatro y al cine, estuvo a punto de ser concertista de violín. Sus recuerdos del Colón son privilegiados porque fue director general del teatro de 1989 a 1996 y brevemente de 2000 a 2001. Durante su primera gestión, el Colón volvió a tener el brillo de las grandes temporadas de la década de 1960 y de las anteriores a la Segunda Guerra. Aún hoy se evocan esos años como el último gran período del Colón. A la manera del coleccionista que pasa revista a las obras maestras que cuelgan de las paredes de su casa, recuerda: "Para Simón Boccanegra en 1995 los tuve a José Van Dam, Ferruccio Furlanetto, Karita Mattila. En Electra , las tuve a Hildegard Behrens, a Leonie Rysanek. Traje por primera vez a Renée Fleming, cuando era una desconocida. Cantó aquí antes que en el Met. Claro que eso fue el resultado de la deserción de otra artista, pero me arriesgué con ella y gané". Por cierto, también pasó por decepciones. "Una de esas decepciones fue June Anderson, contratada para Norma . Era un papel que nunca había hecho y se sentía insegura. La curiosidad de escucharla cantando en ese rol hizo que se vendieran entradas en varios países. Había gente que se vino desde Chile, Brasil, Alemania, los Estados Unidos. A medida que avanzaban los ensayos, advertí en ella pequeños desequilibrios emocionales, conductas raras. Ese comportamiento se acentuó a medida que nos acercábamos al estreno. No se presentó al último ensayo. La fuimos a buscar al hotel. En la conserjería nos dijeron que había desaparecido. Se había ido a la casa de una amiga. Fuimos a buscarla y la amiga nos mostró un certificado médico según el cual las cuerdas vocales de Anderson estaban afectadas. Buscamos con desesperación un reemplazo. La noticia de que ella no iba a actuar no fue difundida hasta la noche de la première . Cuando el locutor del teatro lo anunció en el estreno, el público lanzó un ...¡Aaahhh!' de desencanto. Nunca lo voy a olvidar. El daño que me causó no fue nada comparado con el abucheo que los espectadores le dedicaron a Harold Prince con su puesta de Madame Butterfly . En general, yo acertaba en la elección de cantantes. Tuve menos suerte con los puestistas. Prince como metteur en scène de ópera despertaba mucho interés por la manera en que había revolucionado la comedia musical. Por otra parte, Prince estaba entusiasmado con trabajar aquí, adoraba a la Argentina. Tenía un hijo que quería radicarse en Buenos Aires. Ese fracaso me hizo muy mal. Creo que fue el origen de los problemas físicos que tuve posteriormente. No me importaba ni siquiera que el teatro, por primera vez en su historia, casi se autofinanciara. Tengo las cifras que lo demuestran. Sin embargo, el abucheo... El público no se imagina la violencia que significa ese sonido para un artista. No se compensa con ninguna ovación. Tuve varias ovaciones en mi carrera de régisseur , por ejemplo, con la puesta de Lady Macbeth , dirigida por Rostropovich, con La flauta mágica y La Cenerentola e hice posible las ovaciones recibidas por muchos de quienes se presentaron durante mis gestiones como ocurrió en L'incoronazione di Poppea , dirigida por René Jacobs, en el Falstaff , de Renato Bruson y en La viuda alegre , con Federica von Stade. Pero nadie me quita la imagen de un grupito que abucheó mi puesta de Rigoletto . El resto de la sala me aplaudía, hasta me gritaban bravos; sin embargo allí estaban esas cinco, seis personas, no sé cuántas eran, pero no era muchas, que me abucheaban. Más tarde hice un Otelo en el que fui aplaudido, pero mi escenógrafo fue abucheado. Hubiera querido hundirme en el escenario aunque la reprobación no era en contra de mí. Le diría al público que cuando algo no le gusta, no aplauda o aplauda débilmente. El artista se da cuenta de esa falta de aplauso."

El diamante perdido y el travesti

Crespin bautizó como su "Mafia" a la guardia pretoriana que la adoraba; Nureyev llevaba facturas a los fans que hacían cola para verlo; abajo, Montserrat Caballé y Olga Ferri.. 

Víctor Fernández representa la nueva generación de fans de la ópera y de la danza. Ha incorporado la tecnología al culto de los divos. Se la pasa transcribiendo datos a su página www.avantialui.com.ar en la paragüería de Boedo que atiende con su padre A diferencia de los operómanos que conservan de modo fetichista los programas de cada temporada y ven sus casas invadidas por esos cuadernillos hasta el punto de que asoman debajo de las mesas, de las camas, de las puertas de los roperos, Víctor tiene todo escaneado en su computadora. Además, ha trabajado en este campo en el Colón, ha colaborado en algunas puestas de Renán y tiene una documentación de un valor extraordinario. "Mi ambición es tener toda la historia del Teatro informatizada, de modo que uno pueda encontrar en mi página todo lo que ocurrió en él, función por función, desde que fue inaugurado en 1908: una especie de diario con los elencos completos (artístico y técnico), los reemplazos, los actos que no fueron artísticos como los actos políticos del primer gobierno de Perón, pero también las presentaciones de libros o las fiestas. Por ejemplo, el 26 de marzo de 1990, a las 21.30 en el Salón Dorado hubo una comida de gala para la 62» entrega de los Oscar. Las mujeres debían ir vestidas de largo y los hombres de black tie según rezaba la invitación enviada por Diego Barracchini."
La memoria de Fernández es tan precisa como la de su computadora y abarca aspectos no sólo artísticos sino también sociales. "Durante muchos años, no hace mucho de esto, porque ellas todavía viven, había tres mujeres amigas con las joyas más fabulosas del Colón. La clase alta argentina, lo que el peronismo llamó la oligarquía, es más bien discreta, no exhibe demasiado las joyas, porque le parece de mal gusto, a diferencia de lo que hace la aristocracia italiana o la alta sociedad de Estados Unidos. Estas tres señoras, que no pertenecían al círculo tradicional, no tenían ninguno de esos prejuicios, les encantaban las joyas y las exhibían con placer y orgullo. No voy a dar sus nombres por razones de seguridad, pero todos las conocen en el ambiente. Nina K. fue a la fiesta del Oscar 'tapizada' de diamantes. Toda ella era de diamantes. La fotografiaron como si hubiera ganado el Oscar y su foto apareció en la tapa de un diario con el título 'La otra Argentina'. A veces, Nina se aparecía con un zafiro azul noche del tamaño de una baldosa bajo el cual su dedo desaparecía. Las otras dos integrantes de ese trío, al que el resto del teatro llamaba el trío de las piedras duras', eran Norma C. y Esther P. Las señoras tradicionales las miraban azoradas, pero con una envidia irreprimible, no sólo por la cantidad de quilates que portaban sino también por la audacia. Era como si las tres se colgaran en el cuello y en las orejas pisos en Libertador, villas en Italia. En una función Esther P. se sentó junto con sus dos amigas; de pronto, apenas la función empezada, Esther y Nina se empezaron a mover en sus asientos, buscaban algo en el piso; en unos minutos, ya no eran ellas solas las que buscaban, también lo hacían los vecinos de fila y después los de la fila de adelante. Era como si en un sector de la platea los señores y las señoras vestidos de gala se hubieran convertido en mineros, estaban arrodillados, tanteando el suelo, hurgando debajo de los asientos y la alfombra. A Esther P. se le había caído su célebre anillo de diamantes que era una de sus joyas más importantes, una pieza que conocían los abonados de la platea y los palcos, porque era algo imposible de no ver y que todos, en algún momento, le habían mirado de reojo, con disimulo y estupor. Cuando terminó el acto, el director de orquesta preguntó qué había pasado, si alguien había sufrido un infarto. Le dijeron que había sucedido algo aún más grave: el anillo de Esther P. había desaparecido. En el intervalo, el jefe de sala tranquilizó a la desolada Esther y le dijo que el anillo quizá se hubiera deslizado debajo de alguna de las planchas del piso. Él se iba a encargar de que se levantaran las planchas apenas terminada la función. El anillo jamás apareció."
Birgit Nilsson, Maia Plisetskaia, Victoria de los Ángeles y Richard Tucker, unidos por el Teatro Colón.. 

Otra de las anécdotas curiosas de Víctor sucedió en 1987 cuando se representó La fiamma de Ottorino Respighi. La cantante Janis Taylor, una mujer muy hermosa, de una presencia imponente, actuaba sólo en el primer acto, por lo tanto, le habían reservado una butaca en platea para que viera el resto de la representación. Terminada su labor, se cambió y pasó a la sala. "Caminó por el pasillo hasta su asiento cubierta por un vestido de lentejuelas doradas, que parecían hechas de bronce -cuenta Fernández-. Todos la miraron, aunque no la reconocieron. Se sentó a mi lado. En el intervalo, un amigo, Carlos Pevreul, que tampoco había identificado a la Taylor vestida de ese modo, me preguntó quién era esa mujer que parecía una instalación. Le respondí que se trataba de Janis, pero a mi vez le pregunté quién era una señora muy llamativa y muy distinguida que lo acompañaba. Pevreul me respondió: 'No es una señora. Es un señor: Hilario Bangó, el transformista. Es muy chic, ¿viste?' Jamás me hubiera imaginado que esa hermosa mujer era un hombre." En la actualidad, Bangó está casado con Jorge Navarro que fue su pareja durante 37 años. Fue el segundo matrimonio igualitario en la Comuna 12, Villa Urquiza.

Dioses y devotos

Todos quienes han ido y van al Colón han tenido, al menos una vez, una de esas experiencias reveladoras que dejan huella en el espíritu.. Foto: Patricio Pidal / AFV

Los fans de ópera y de ballet forman una especie de tribu en la que todos se conocen. Un grupo de ellos, entre los que se cuentan Jorge Luis Podestá, Amalia Repetto, Mario Orione, Gonzalo Bruno Quijano y muchos que viven en el extranjero como Jorge Binaghi, ahora convertido en crítico musical de diversos medios europeos, llegaron a tener amistad con varios de los artistas que admiraban. Las vidas de estos amateurs , en buena medida, giraron alrededor de la música y del Teatro Colón. Amalia Repetto, que trabajó hasta no hace mucho como secretaria ejecutiva, aclaraba en sus empleos que los días de función en el teatro, ella debía retirarse antes para conquistar su lugar en el paraíso o en la cazuela de pie. Por supuesto, estaba dispuesta a reponer otros días esas horas no trabajadas.
En las largas colas de las calles Tucumán o Viamonte, Amalia estaba siempre a la cabeza. En cuanto habilitaban la entrada, subía las escaleras de a dos peldaños, para asegurarse una buena ubicación. Pronto, aprendió a llevarse un banquito que le servía para la cola y también para la función. Integró junto con otros jóvenes, en las décadas de 1960 y 1970, lo que Régine Crespin bautizó como su "Mafia", una especie de guardia pretoriana que adoraba a la soprano. En 1965, Régine invitó a su "Mafia" a comer en Chez Tatave. Ellos le regalaron un medallón en el que le grabaron una R con una corona. En el reverso, una inscripción decía "La Mafia. Teatro Colón. 1965". Cada vez que Crespin llegaba a Buenos Aires, Repetto y sus amigos iban a buscarla y, a la partida, la despedían en coches desde los que coreaban el nombre de la soprano.
Birgit Nilsson, Maia Plisetskaia, Victoria de los Ángeles y Richard Tucker, unidos por el Teatro Colón.. 

Victoria de los Ángeles es quizás el nombre que todos los operómanos del Colón mencionan con más amor y nostalgia. Hizo su debut en el teatro en 1952, justo unos días antes de que muriera Eva Perón. El luto nacional impidió que Victoria siguiera actuando. Ella establecía una relación muy íntima con sus admiradores, a los que llamaba "sus argentinos". En una ocasión, Mario Orione le llevó una foto que le habían tomado a la soprano fuera del Colón. Javier Vivanco, el representante y secretario de la artista, le dijo a Mario que Victoria había quedado muy emocionada. A su vez, ella quería hacerle un regalo. Javier le preguntó a Orione en qué fila de platea estaba sentado para que la soprano pudiera ubicarlo. Y ella, durante la funcion, cantó un "Ave María" mirándolo directamente a él. Un gesto semejante tuvo con Amalia Repetto, a la que le dedicó, mirándola desde el escenario, el sueño de Elsa en Lohengrin . Amalia y el resto de los "argentinos" de Victoria la iban a esperar a la salida del teatro, la acompañaban a comer, la festejaban. Ella sabía que podía contar con sus amigos porteños. Amalia comenta: "Fascinada por la voz de Victoria y su modo de cantar, aprendí a gustar del canto de cámara, de los cinco siglos de la canción española. Me abrí al mundo. Le escribía y le contaba cómo evolucionaba mi formación musical".
Repetto explica con claridad qué la llevaba a esperar a los artistas extranjeros en Cerrito y a consagrarles la mayor parte de su tiempo libre: "Siempre pensé que estaban solos en un país que no conocían, que después de la función regresaban a la habitación de un hotel o de un apart hotel , donde no tenían sus muebles ni sus cuadros. Por supuesto, contaban con un representante, con colegas, pero no tenían a sus amigos más íntimos ni a sus familias. Me imaginaba que después de haber sido aplaudidos hasta el delirio, de haber escuchado corear sus nombres, de haberse sentido como dioses, de pronto, se encontraban en la calle o en una habitación, sin nadie al lado. Lo menos que podíamos hacer por ellos era ofrecerles nuestro afecto y el agradecimiento que sentíamos por todo lo que nos habían dado. Con Victoria de los Ángeles me unió una amistad muy profunda. Yo la llamaba a España. Ella me llamaba a Buenos Aires. Pocos días antes de morir, me telefoneó. Ésa fue su despedida. En el momento de la muerte, a su lado, estaba un argentino, Jorge Binaghi, que la adoraba, y al que ella ayudó muchísimo cuando él se vio obligado a irse de la Argentina en la década de 1970. Victoria no era la diva que acepta la amistad sólo para ser admirada; Victoria era una verdadera amiga que se preocupaba por aquellos a los que quería. No tuvo una vida feliz. Para el funeral de Victoria, Binaghi encargó una corona cuya faja decía: 'Sus argentinos', es decir, nosotros. Esa corona fue una de las tres que colocaron encima del féretro".
Durante la primera gestión de Sergio Renán como director general, el Teatro Colón volvió a tener el brillo de las grandes temporadas de la década de 1960.. Foto: Patricio Pidal / AFV

Jorge Luis Podestá, hoy convertido en director de teatro y régisseur de ópera, recuerda aquellos días de juventud. También él recibió un llamado de despedida de Victoria de los Ángeles. Pero Jorge no estaba en su casa y la cantante dejó grabado su mensaje: "Te quiero mucho". Repitió la frase varias veces. Podestá quiso conservar esa voz del final, pero maniobró mal, o quizá demasiado bien, el contestador telefónico y borró las palabras de su amiga. Sentado a una mesa de café, no puede ocultar las lágrimas. Pero cuando se repone, puede evocar la belleza, el refinamiento y el talento musical de Elizabeth Schwarzkopf, la gran soprano alemana que vino a Buenos Aires para dar tres recitales. La fue a despedir a Ezeiza con sus amigos y se puso a llorar. "No me resignaba a que se fuera. Pensé que nunca más la iba a ver ni a tener tan cerca. Ella ya se había ido por la pista hacia el avión. Yo me tapaba la cara con las manos y, de pronto, sentí que alguien me acariciaba la cabeza. Era ella que había vuelto para consolarme."
Otra despedida memorable fue la que le hicieron a la soprano sueca Birgit Nilsson, una de las grandes voces del siglo, a la que toda la tribu del Colón idolatraba. "Birgit era una mujer muy alegre y muy llana -dice Podestá-. Le gustaba divertirse, comer, bailar. Le encantaba la mortadela. Después de los ensayos, se compraba mortadelas enteras, se las ponía bajo el brazo y se las llevaba al departamento que le habían alquilado. Tenía una vitalidad asombrosa. Chiflaba los taxis con tanta fuerza que paraba el tránsito. Al final de una de sus temporadas, la fuimos a despedir a Ezeiza. Conseguimos una bandera sueca y con ella envolvimos el coche en que la íbamos a escoltar hasta el aeropuerto. En esa época, no dejaban llegar los coches de los pasajeros hasta la puerta de entrada. Pero a nosotros, los admiradores, nos dejaron pasar porque pensaron, gracias a las banderas, que éramos diplomáticos de la embajada de Suecia; en cambio, la Nilsson tuvo que bajarse del automóvil a bastante distancia del ingreso y arrastrar las valijas hasta donde nosotros la esperábamos. Le regalamos un broche y ella se subió a una silla y se puso a cantar para nosotros."
El entusiasmo de Podestá por Nilsson es compartido por Gonzalo Bruno Quijano, arquitecto y decorador de interiores. Para los dos, como espectadores, hubo un momento privilegiado, una especie de epifanía: el final del primer acto de Tristán e Isolda cantado por ella. Quijano, a diferencia de la mayoría de los aficionados argentinos, se inició en la ópera con el repertorio alemán. Tenía cinco años cuando lo llevaron a ver El anillo de los nibelungos . "Mi hermana, que era mayor que yo, se dormía. En cambio, durante los intervalos, yo me iba al pasillo a tararear lo que había escuchado y a repetir los movimientos que había visto en escena. Wagner fue quien me descubrió la música. Después pasé al repertorio italiano. Sentía una verdadera pasión por Birgit Nilsson. Trataba de verla dentro y fuera del teatro. Me encantaba descubrirla en el Palacio de la Papa Frita. Pedía panqueques con crema, chocolate y dulce de leche. La Nilsson me obsesionaba. Le pedía a mi padre, que tenía un cargo oficial, que intercediera para conseguirme entradas. Quería escucharla en todas las funciones. También la adoraba a Victoria de los Ángeles, la quería tanto que detestaba a Montserrat Caballé porque me habían dicho que hablaba mal de Victoria. Yo formaba parte de los grupos de platea, pero también del grupo de paraíso. Me divertía mucho más arriba. Allí conocí a una señora gorda, Felisa, que llevaba un gran mantel blanco a la salida de los artistas y les pedía que le escribieran los autógrafos sobre el mantel. Después ella bordaba sobre esas firmas. En el paraíso, yo tenía una especie de escondite secreto. Había descubierto en la terraza una puerta detrás de la cual había una escalera, por donde se bajaba directamente al escenario. Cuando terminaba una ópera, me escabullía, salía a la terraza y bajaba por la escalera a toda velocidad hasta el costado de la escena, así era de los primeros en estar con los cantantes. Nadie se explicaba cómo hacía para llegar tan rápido."
La entrada de la calle Cerrito era el lugar donde los admiradores esperaban a sus ídolos.. Foto: Patricio Pidal / AFV

Un acontecimiento que Podestá evoca muy bien es la llegada de Rudolf Nureyev. "Me acuerdo de que hice cinco días de cola para el Cascanueces de 1971. En el horario de oficina, me reemplazaba mi mamá. Pero yo me quedaba toda la noche; dormía en la calle. Conseguí primera fila, número 2. Los que hacíamos la cola tuvimos un premio que no nos esperábamos. A Nureyev lo impresionaba que estuviéramos allí durante tanto tiempo y, por la mañana, cuando iba a los ensayos en el Colón, nos traía facturas. Era como si él nos sirviera el desayuno".
En 1990, Maia Plisetskaia, la formidable bailarina rusa, bailó por última vez en el Teatro Colón. Estrenó el ballet El reñidero , con música de Astor Piazzolla, acompañada por Maximiliano Guerra. Al final, la ovación del público parecía interminable. Un puñado de espectadores logró filtrarse por la puerta que llevaba al escenario y allí, sin dejar que la bailarina se retirase, le pidieron autógrafos. Se decía que Maia odiaba atender al público; sin embargo, en esa ocasión no pudo ser más cortés. Firmaba y firmaba programas, se dejaba fotografiar y besar la mano, hasta que un empleado de limpieza desalojó a todos, estrella y fans. Maia hizo señas a sus admiradores de que la siguieran hasta el camarín, que terminó por parecerse al camarote de tren atestado de pasajeros que aparece en Una noche en la ópera , de los hermanos Marx. Allí continuaron las firmas. Nadie quería irse y Maia no podía cambiarse, hasta que por fin uno de sus asistentes pidió con mucha amabilidad que los visitantes se retiraran. No todos los presentes tenían sus programas firmados, pero nadie se atrevió a protestar. Alguien abrió la puerta del camarín para salir y, sin darse cuenta, apresó entre la puerta y lo que se suponía era la pared a un espectador, un abogado muy elegante y discreto, frecuentador del Colón, Jorge Quintana. Nadie lo advirtió. Ni siquiera lo habían visto. La nube de visitantes se fue retirando sin dejar de hacer fuerza contra el invisible Quintana. El resultado fue que éste era aplastado por la presión de los balletómanos, pero con sorpresa, de pronto, sintió que la pared contra la que se sostenía, misteriosamente, se desplazaba hacia un costado y que él se iba hacia atrás, sin apoyo. De improviso, se descubrió dentro de un pequeño espacio vacío; por fin, podía respirar con más libertad, dio un paso atrás y comprendió que había estado apoyado contra la puerta corrediza del placar de Plisetskaia. Los empujones de los fans habían terminado por meterlo dentro del armario. El último espectador cerró la puerta del camarín y dejó a Plisetskaia y a su admirador a solas. Por cierto, ella ignoraba la presencia de él, oculto involuntariamente, y se creía libre de miradas y acosos. Quintana, con serena dignidad y modales impecables, salió del placar como si se tratara de un truco de magia ejecutado para asombro de la étoile . A ella le resultó muy divertida la situación. Él, en vez de tenderle un alhajero con una joya de Cartier como se hacía en el siglo XIX, le tendió el programa y Plisetskaia no sólo se lo firmó, además lo premió con una de esas sonrisas encantadoras que ningún ser humano puede olvidar. Los dos se rieron de lo que había ocurrido y el abogado, dichoso, salió al pasillo. Cuando los adoradores lo vieron, no podían creer que ese hombre de modales casi oxonianos, que siempre cedía el paso a los demás, hubiera estado a solas con Maia.
Todos los que hemos ido y vamos al Colón tuvimos una revelación como la de Jorge Luis Podestá y Gonzalo Bruno Quijano en Tristán e Isolda . En verdad, hemos tenido muchas. Es cierto, sin embargo, que a veces una se impone sobre las otras. Recuerdo, por ejemplo, el saludo de Maia Plisetskaia al final de El reñidero . Estaba sola en escena. Se enlazó al borde del viejo y maravilloso telón del teatro con una gracia inefable. El movimiento de su cuerpo, la delicadeza con la que apoyó su brazo en el rojo terciopelo, la cuidada espiral que diseñaban sus dedos eran el resumen de una tradición centenaria. Esa pose que, en apariencia, no requería ningún esfuerzo (no estaba bailando) era la suma de toda su vida, de la historia del ballet ruso: la síntesis de la belleza perfecta que compensa los dolores y las miserias de la condición humana. Me gustaría saber cuáles fueron los momentos inolvidables, los de revelación, que ustedes, lectores, tuvieron en el Colón. Cada uno de ellos encierra la clave de una vida. Estoy seguro de que hemos compartido muchos.

Rimbaud en Java/Pratt/Artl, dominio público


Domingo, 17 de marzo de 2013
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El llamado de lo salvaje

Por Mariana Enriquez
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No hay muchos misterios que puedan compararse al de la vida de Rimbaud; no hay muchas vidas que puedan compararse a la de Rimbaud. Vivió muchas vidas, además; pero el acto radical, desgarrado, de abandonar la literatura a los 20 años, después de publicar uno de los libros más importantes de la historia de la literatura, Una temporada en el infierno, dejarlo todo cuando otros recién empiezan a encontrar su voz, siendo dueño no sólo de una voz sino de quizás el genio más indiscutible de la poesía francesa, es una decisión que interpela casi de manera insoportable y un enigma imposible de resolver, sobre todo porque Rimbaud jamás explicó esta decisión.
Rimbaud dejó de escribir y empezó a viajar. Primero por Europa, finalmente en el gran viaje de su vida –donde encontraría su trabajo y un nuevo cotidiano, duro y sacrificado, pero rutinario al fin– en el Cuerno de Africa, donde comerció armas, cueros, café, marfil. Ni una palabra escrita durante esta época, salvo las cartas a su familia, amigos y socios. Ni siquiera llevó diario. Sin embargo, los biógrafos y especialistas en Rimbaud han logrado reconstruir con bastante detalle su vida en Africa, con las cartas, por supuesto, pero también con testimonios de quienes lo conocieron y algún material documental. Rimbaud en Africa sigue siendo un misterio en otro sentido, en el de siempre: por qué el poeta genio eligió esta vida y de un modo tan definitivo. Pero los pormenores materiales están lejos de ser opacos.
Hay otro viaje más breve, muy significativo y que en la mayoría de las biografías de Rimbaud, incluso las muy detalladas y extensas, suele ocupar renglones. Es el que hizo a Java, Indonesia, en 1876. De ese viaje se ocupa Rimbaud en Java, el delicioso libro del novelista, crítico y ensayista Jamie James (crítico de arte y cultura de The Wall Street Journal desde hace 25 años, ex crítico de The New Yorker, puesto al que renunció para mudarse a Bali, Indonesia, donde vive hoy). Mezcla de ensayo, crónica de viajes y breve biografía, Rimbaud en Java describe su objeto en las primeras páginas: “En 1873, tras el desastroso final de su enloquecida aventura amorosa con un hombre mayor que él, el poeta Paul Verlaine, Rimbaud se embarcó en un agitado período de viajes por el extranjero, que alcanzó su punto geográfico más distante en la isla de Java. En mayo de 1876 se enlistó como mercenario en el ejército colonial holandés y viajó en barco hasta las Indias Orientales. Poco después de arribar a su guarnición en la zona central de Java desertó y se esfumó en la jungla. Desde ese momento hasta que reapareció en Francia, a finales de aquel año, no se sabe nada de su paradero. Este libro es un estudio sobre el viaje de Rimbaud a Java. Lo he denominado su ‘viaje perdido’ porque sabemos menos de él que de cualquier otro pasaje de su vida. Desde los quince años, Rimbaud fue un frecuente escritor de cartas. Su correspondencia abarca cientos de páginas de sus obras completas, pero de 1876 no sobrevive siquiera una misiva... Fuera de un puñado de lacónicos, opacos documentos oficiales relativos a su enlistamiento y deserción, el viaje a Java representa un vacío”.
Rimbaud en Java no promete lo que no puede cumplir. Desde el principio, James admite que no hay en estas páginas revelaciones con las que llenar ese vacío. Lo que sí hay es una reconstrucción de la época, su espíritu y el tránsito de Rimbaud por ahí, contada con gracia, inteligencia y una erudición amplia, pero nunca arrogante. La primera parte del libro, “Viaje a Java”, es una narración basada en los hechos de la aventura javanesa, con descripciones de los lugares y costumbres basadas en informes de otros cronistas y escritores extranjeros en los mismos sitios. La segunda parte especula, con fundamentos, sobre la laguna que representa la huida de Rimbaud como fugitivo militar a través de Java. Y la tercera plantea un ángulo muy poco visitado en los textos sobre Rimbaud: lo que Oriente pudo haber representado para el poeta, teniendo en cuenta el inescapable auge del orientalismo en la Francia del siglo XVIII, al que Rimbaud no era ajeno.
Rimbaud hecho graffiti hoy en día y dibujado por Verlaine, 1872
Hay mucho de trabajo detectivesco en este pequeño libro. Se detiene en pequeños enigmas, como el de la palabra “baou” del poema “Dévotion” de Iluminaciones (Baou –la hierba de estío zumbadora y apestosa–. Por la fiebre de las madres y los niños), repasa la controversia que ha desatado el vocablo entre los académicos (no es una palabra francesa, ¿qué significa, de dónde la sacó?) y se pregunta si no la habrá escuchado en Indonesia, aunque después parece descartar su propia hipótesis. Reconstruye el camino de Rimbaud con gran dedicación, desde su estancia en el monasterio medieval de Harderwijk antes de partir a Java —una ciudad conocida como “la cloaca de Europa”– hasta la llegada a Batavia, los hábitos de los soldados allí y en el siguiente puesto, Semarang, el campamento de Salatiga (“ubicado en las suaves laderas de un volcán inactivo, el Merbabu, quedaban ocho kilómetros, una abrasadora marcha de dos horas bajo el sol del mediodía”) y la placa de mármol que homenajea a Rimbaud ahí, en uno de los ex bungalows para oficiales, que es hoy parte de las oficinas del intendente. Fue colocada en 1997 por el embajador francés, Thierry de Beucé. Lleva como inscripción el familiar verso de “Democracia”: “Aux pays poivrés et détrempés” (“En los países picantes de pimienta y empapados”). Y finalmente la deserción dos semanas después de llegado a Salatiga, de la que poco y nada se sabe. “Se propusieron muchas teorías sobre sus movimientos en Java. La más fantasiosa es el relato de Paterne Berrichon –cuñado, hermano de Isabelle– de un Rimbaud que deambula por un paisaje similar a los del aduanero Rousseau... en compañía de orangutanes.” James especula sobre si visitó fumaderos de opio en la Java rural y se vale de descripciones tomadas de libros como la novela El enemigo del opio (1888) de M.T.H. Perelaer. Y, de manera apasionada, se mete en esos callejones sin salida que son lugar común para los rimbaudianos: cómo fue el viaje de vuelta a Francia desde Java. Según su amigo Delahaye, había regresado a Charleville el 9 de diciembre de 1876. Según Isabelle, el 31. Enid Starkie, su biógrafa inglesa –indiscutiblemente, la rimbaudiana más destacada–, llegó hasta límites increíbles para encontrar barcos que cumplieran con las fechas y lo trajeran a casa a tiempo. Jamie James hace constar cada teoría, aporta la propia, se obsesiona. Su fascinación con Rimbaud es vasta y data de sus años universitarios. Dice, en charla con Radar: “En mi college en Massachusetts, pasaba más tiempo leyendo y escribiendo poesía que cumpliendo con las lecturas de la cursada. Me atraía particularmente la poesía de la Escuela de Nueva York, Frank O’Hara y John Ashbery. Era 1970 y muchos de nosotros experimentábamos con drogas psicodélicas y el rock underground nos proveía la banda de sonido. En mi segundo día de college alguien tenía una copia de la traducción de Iluminaciones de Louise Varèse con las Cartas del vidente que se pasaba de mano en mano. Cuando lo agarré y leí ‘Después del diluvio’ por primera vez, pensé que era más extraño y hermoso y misterioso que cualquier tema de The Doors o The Velvet Underground. Yo tenía la misma edad que el poeta cuando dejó de escribir y era un aspirante a escritor yo mismo; confronté por primera vez su impactante decisión de decirle adiós a todo eso. He leído ‘Después del diluvio’ cientos de veces desde entonces y sigue siendo un misterio para mí”.

El camino del vidente

Rimbaud en Java, cuenta James, iba a ser originalmente una novela. Pero no funcionó. Dice: “Después de trabajar inútilmente por medio año con los pobremente organizados fragmentos de Rimbaud en Java, la novela, me senté y escribí la primera página de este libro y todas las otras siguieron rápidamente. Fue muy revisado, en un momento era el doble de largo. Pero nunca tuve dudas sobre lo que quería hacer. Desprecio la biografía ficcionalizada o la ficción biográfica, particularmente las de artistas y más particularmente las de escritores. El problema es siempre que el talento, la sutileza, la profundidad de pensamiento y la belleza de expresión del sujeto del libro excede por tanto la del autor, a veces hasta un grado ridículo. Una vez leí veinte páginas de una historia de detectives con James Joyce como el investigador, que lo tenía metiendo la nariz por ahí y preguntando como Miss Marple. Era absurdo”. No renunció, sin embargo, a hacer su peregrinación Rimbaud, poco después de mudarse él mismo al sudeste de Asia: “No pude hacer mucho más que seguir los pasos conocidos del Maestro hasta el punto en que se esfumó. Las únicas paradas fijas del itinerario fueron los puertos de Yakarta y Semarang, la estación de tren de Tuntang y la ciudad de Salatiga”.
Cuando empezó esta “peregrinación”, ¿esperó encontrar algo nuevo, alguna sorpresa, algo como la fotografía de Rimbaud adulto que apareció sorpresivamente en 2010? ¿O estaba convencido de que la opacidad de ese viaje era definitiva?
–No esperaba encontrar nada. Como fugitivo de la Justicia, él mantuvo el perfil más bajo posible. Y además ha pasado demasiado tiempo: todo se pudre aquí, hasta las piedras. No hay un “recorrido turístico”, no hay nada que ver que pueda ser definitivamente asociado con Rimbaud, excepto por la placa de mármol en la oficina del intendente en Salatiga. ¡Es un viaje demasiado largo para ir a ver una placa de mármol! Hace algunos años, un diario en Yakarta entrevistó a la esposa del intendente de Salatiga, que propuso establecer una ruta turística. Ella asegura que la casa con la placa de mármol había sido la residencia de Rimbaud cuando estuvo en Salatiga. La llamé y le pregunté cómo sabía que ésta había sido la casa de Rimbaud. Me respondió: “Porque la placa está ahí, en esa casa”. Típica lógica tropical.
¿Cuánto cree o de qué manera impactó la Java colonial en Rimbaud? ¿Por qué no escribió sobre esa experiencia? Algunos aventuran que ciertos poemas de Iluminaciones se escribieron después de este viaje. Usted no parece estar de acuerdo con esta hipótesis.
–La probabilidad es muy alta de que Rimbaud haya dejado de escribir creativamente antes de su viaje a Java. La conjetura de mi novela fallida fue que experimentar la vida en los trópicos, donde la imaginación y la realidad se funden continuamente, finalizó su proceso de abandono. No solamente dejó de escribir, ¡dejó de leer literatura! Java fue su primera inmersión en el islam, lo que le dio la oportunidad de experimentar la vida en un lugar donde la ley de la religión, incluso aunque era heterodoxa y enraizada en antiguas leyendas, era la única constante.
Según cómputos de los especialistas, Rimbaud pasó veintiuno de treinta y seis meses entre 1875 y 1877 en un barco o viajando por tierra, visitó trece países y recorrió más de 50 mil kilómetros. Esta errancia, esta inquietud, ha desvelado a los biógrafos, todos tienen una teoría. Usted parece des-romantizarla, sin embargo, cuando afirma que, en gran parte, se debía a que era prófugo de la Justicia.
–Es una de las posibilidades: puede ser cierta, usualmente es todo lo que uno puede decir sobre la vida y el trabajo de Rimbaud. No hay que exagerar los riesgos. Si lo hubieran atrapado en su huida a través de Java, difícilmente lo habrían puesto frente a un pelotón de fusilamiento; pero era un desertor del ejército holandés y no había cumplido su deber legal como ciudadano francés sirviendo al ejército de su propio país. La mejor explicación puede encontrarse en su escritura, cuando dice en Una temporada en el infierno: “Mi jornada está hecha; dejo Europa. El aire marino quemará mis pulmones; los climas perdidos me curtirán”. Pionero en todo lo que hizo, Rimbaud estableció el patrón para Gauguin y otros artistas europeos hacia el fin de la era colonial que escaparon de los lujos de la tecnología y la riqueza en búsqueda de una vida más simple.
Una de las muchas ilustraciones de Ernest Delahaye, amigo íntimo de Rimbaud, que solía dibujarlo como un viajero incansable en su correspondencia.

Vivir su vida

Uno de los primeros biógrafos de Rimbaud es Paterne Berrichon, cuñado del poeta, que ofrece en La vie de Jean-Arthur Rimbaud (1897) una visión de Rimbaud en Java como fugitivo en la selva donde es casi un Tarzán. ¿Cree que Isabelle le contó estas historias, que Rimbaud le mintió a su hermana?
–“Mentir” es una palabra demasiado poderosa. Creo que está más cerca de la común hipocresía que surge de la piedad religiosa. Isabelle dejó afuera partes que, creía, iban a dañar la reputación de la familia, es decir, todo lo importante. Y Berrichon dejó que su imaginación llenara los vacíos, como cuando dice que el joven Rimbaud había sido protegido en la selva por amables orangutanes, animales que se habían extinguido en Java hacía más de 200 años. Era una típica biografía de la época. El propósito no era decir la verdad sino influenciar la opinión pública, propaganda familiar.
Como especialista, ¿cuál es su opinión de la biografía clásica de Enid Starkie? ¿Y de la más reciente, la del escritor Edmund White?
–Para mi generación, el descubrimiento de Rimbaud dependió tanto de la biografía de Starkie como de la propia poesía. Ella sola creó un campo de estudios modernos sobre Rimbaud. Un puñado de académicos había empezado a estudiar aspectos de su vida basados en rigurosos standards modernos; D.A. De Graaf y Vernon Underwood, por ejemplo, habían empezado la búsqueda de un itinerario confiable de su viaje a Java, por ejemplo. Pero antes de Starkie el estado de la biografía rimbaudiana era mayormente hagiografía edulcorada, la alabanza al angelical niño genio. Sobre todo, Starkie es una enorme narradora. Se equivocó en muchas cosas, particularmente acerca de los años africanos, que retrata como un patético fracaso. Es cierto que estuvo solo y enfermo mucho tiempo ahí, pero también fue un explorador y comerciante exitoso. No obstante, tomado como un relato integral de su vida, su historia de Rimbaud no tiene rival. El libro de Edmund White es breve y muy útil para muchos lectores que se asustan ante la mera visión de 500 páginas. Está escrito bellamente, por supuesto, y su lectura de los poemas siempre es perspicaz y bien enfocada.
En Rimbaud en Java, usted usa sus propias traducciones de poemas de Rimbaud cuando necesita citarlos. ¿Por qué decidió no usar otras traducciones canónicas? ¿Qué decisiones tomó?
–Mi principal motivo fue sencillamente ofrecer textos buenos y claros para ilustrar mis ideas sobre los trabajos citados. Con los poemas en prosa hay menos problemas, los más básicos, como la fidelidad al texto y la satisfacción de los requirimientos de la buena prosa en inglés. No me propuse hacer sutiles traducciones literarias. Sencillamente no estaba satisfecho con las traducciones de las que disponemos en inglés. Mi principal objeción a las traducciones existentes –incluida la tan elogiada nueva versión de Iluminaciones de John Ashbery– es que cuando se alejan del significado literal del francés, le dicen al lector más cosas acerca del traductor que acerca de Rimbaud. Traducir versos presenta una cantidad de diferentes problemas y no me hago ilusiones de haber triunfado sobre los notables traductores que me preceden. Simplemente ignoré las demandas de la versificación para poner un texto lúdico a consideración de los lectores, difícilmente una solución, pero el problema es insoluble.
¿Por qué es tan fascinante que Rimbaud haya abandonado la poesía? Son incontables los textos que, sea reconstruyendo los viajes, sea analizando los textos, intentan llegar al corazón de este enigma.
–Su abandono de la poesía es uno de los misterios sagrados de la literatura. Es simplemente incomprensible, particularmente para los escritores, que alguien pudiera haber desechado semejante don. Nunca escuché una explicación satisfactoria. Indudablemente Rimbaud estaba disgustado con el ambiente peleador de la vida literaria en París y harto de su retorcida relación con Verlaine; pero incluso a los veinte años, cuando casi seguramente había dejado de escribir, le dio una copia de Una temporada en el infierno a un nuevo amigo que había conocido en Italia. Todos los escritores aman su trabajo, no importa cuán insatisfechos estén con él. Algunos lo aman secretamente, otros abiertamente, pero Rimbaud realmente parece haberles dado la espalda. Y nunca se arrepintió.
Hay algo de detective en los intentos de resolución del rompecabezas Rimbaud.
–El enigma de la vida de Rimbaud está en el corazón de su poesía: la lucha sin fin por identificar algo que sea verdadero. Las apariencias toman la solidez de los hechos, mientras que los hechos son siempre engañosos. “Los Reinos de la Experiencia se pudren en el viento precioso”, dice Bob Dylan en “Gates of Eden”. “El príncipe y la princesa discuten lo que es real y lo que no”, pero eso no importa dentro de las puertas del Edén.
Rimbaud en Java.
El viaje perdido
Jamie James
La Bestia Equilátera
157 páginas




Las cartas africanas ilustradas por Hugo Pratt

Etiópicas

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En 1991, cuando se cumplió el centenario de su muerte, Edizioni Nuages de Milán le encargó a Hugo Pratt ilustrar las cartas que Rimbaud envió a su familia y socios comerciales desde Africa. No podía haber un mejor ilustrador: Pratt conocía la región; vivió en Etiopía entre 1937 y 1943, años fundamentales de su vida, su última infancia, la primera adolescencia. No es excesiva especulación pensar que el estímulo de esa tierra diferente, extrema, intensa y hermosa debe haber determinado su imaginación para siempre: son los años de sueños aventureros, de primeras rebeldías, del despertar erótico. La familia de Pratt fue evacuada en 1943, pero su padre permaneció capturado en un campo de prisioneros francés, donde murió de cáncer. Etiopía, escenario de la Segunda Guerra Mundial tras la ocupación italiana, también le trajo a Pratt una de los dolores personales más desgarradores. En Etiopía, además, Pratt conoció a monseñor Jarosseau, que también conoció a Rimbaud.
Poco después, tras una vuelta a Italia, Pratt se instalaría en la Argentina, en editorial Abril y haciendo Misterix.
Veinte años después de aquella famosa “colaboración”, la editorial Gallo Nero lanzó la edición bilingüe de Cartas de Africa, que por estos días se distribuye en las librerías argentinas. En la introducción de Nadine y Dominique Petifaux se lee sobre estas cartas: “Abundan las pruebas del interés y la comprensión por aquella tierra y el respeto hacia sus habitantes. No describe ningún paisaje, ningún ambiente: él procede de la ‘literatura’, pero aprende somalí, ordena que le envíen una gramática amárica y solicita durante meses una traducción del Corán ‘que incluya el texto en árabe y su exacta pronunciación latina’. Insiste en proporcionar una imagen veraz, tanto geográfica como humana, de las zonas que recorre. Declara que ‘la gente de Harar no es ni más salvaje ni más canalla que los negros blancos de los países a los que llamamos civilizados’, para luego añadir que se puede esperar de ellos una fidelidad y un reconocimiento insólitos en Europa”.
Entre la correspondencia se incluye una carta al rey Menelik, futuro emperador de Etiopía, fechada en 1890; le escribe sobre negocios y firma como “negociante francés en Harar”.
Rimbaud llegó al Cuerno de Africa en 1880; vivió en Adén, Yemen, hasta fines de ese año, cuando se estableció en Harar, Etiopía. En 1891 volvió a Francia, enfermo de cáncer y murió en Marsella el 10 de noviembre, poco después de que le amputaran la pierna derecha, a los 37 años.
Cartas desde Africa
Arthur Rimbaud
Ilustraciones de Hugo Pratt
Gallo Nero
88 páginas




La cámara que escribe

Este año, la obra de Roberto Arlt ha entrado en dominio público. Pero no sólo sus novelas, sus cuentos y sus aguafuertes conocidas, sino esa parte inmensa que queda todavía inédita, producto del asombroso trabajo periodístico que hizo hasta su muerte. Mientras empiezan a llegar a las librerías las primeras ediciones de esta nueva etapa, Miguel Vitagliano repasa lo publicado para proyectar la poderosa actualidad que tendrán los inéditos que vayan apareciendo.

Por Miguel Vitagliano
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El 5 de abril de 1928, Crítica publicó una noticia desconcertante. Contaba que una mujer había llamado al diario diciendo que iba a suicidarse y que enseguida enviaron al lugar a un fotógrafo y a uno de los cronistas de policiales que, finalmente, forcejearon con ella hasta quitarle el revólver. El redactor se refería a la mujer como “la pre-suicida”, y al cronista por su nombre, era Roberto Arlt.
Ese suceso prefigura la relación que Arlt iba a tener con el periodismo: intervenir e interferir en la noticia. Más aún, traza la marca que recorre todos sus escritos, la obsesión por capturar el instante, el momento en que algo está terminando de ser y laten a la vez las múltiples posibilidades de lo que será. Una insistencia que parece condensarse en el mechón caído sobre la frente de su retrato fotográfico más clásico, el que llegó a tener destino de poster en los ‘70: el mechón como el signo de lo que se resiste a entrar en caja, y que es también lo quieto que subraya la inminencia de lo por venir.
Cuatro meses más tarde, Roberto Arlt comenzó a tener un lugar destacado con sus notas, dos columnas en espacio central, pero en un nuevo diario, El Mundo, donde no dejó de publicar hasta un día después de su muerte, el 26 de julio de 1942. Pero no se trataba de notas para policiales sino de aguafuertes y crónicas que escribía a partir de la escueta información contenida en los cables que llegaban a la redacción. Sobre un dato que cabía en dos líneas, como, por ejemplo, la instalación de una máquina expendedora de alimentos en un almacén de Memphis, Arlt interfiere la dirección de la noticia, la arranca del confort tecnológico para reconducirla a los lazos cotidianos en un barrio porteño y el mundo del trabajo. Otras veces se concentra en un dato de apariencia irrelevante, o decide que la ficción interpele los rumores, como cuando, en 1939, escribe el monólogo de un “doble” de Hitler. En todos los casos busca hacer saltar la banca del sentido común y ver el trayecto que tomarán sus restos hasta que se coagulen en un próximo juego.
¿Cuántos fueron esos escritos? Los cálculos despiertan asombro teniendo en cuenta lo que Sylvia Saítta asevera en El escritor en el bosque de ladrillos (2000), la más completa biografía del autor: “Durante todos los días de su vida, Arlt redactó una nota para El Mundo”. El mismo Arlt se mostraba interesado por las cantidades. “A veces me he puesto a pensar en los metros que he escrito”, escribe en una aguafuerte cuando aún no llevaba un año redactándolas: “Ciento treinta y tres metros de prosa hasta la fecha. Cuando me muera, ¿cuántos kilómetros de prosa habré escrito?”.
Más sencillo que ese cálculo, o al menos otro posible, es observar que después de cumplidos 55 años de su muerte se han publicado alrededor de diez libros con esos textos; en su mayoría inéditos en cada caso. El más reciente es El paisaje en las nubes (2009), editado por Rose Corral y con un prólogo de Ricardo Piglia, que reúne 236 crónicas. Un volumen de más de 700 páginas que, sumado a los demás, superarían con creces los dos tomos de las obras completas editadas en 1981. Aún hoy hay textos de Arlt que aguardan ser estudiados y reunidos en un libro. Lo que resulta significativo, si aceptamos que la desmesura de atrapar el instante es la obsesión que recorre de su obra. Y que en esos escritos explora las técnicas de lo que se llamaría después “Nuevo Periodismo”, que en la actualidad no deja de interpelar el lugar social de la literatura. Ya en 1932, Arlt practicaba el periodismo “gonzo”, cuando en una serie de aguafuertes recorre los hospitales de Buenos Aires para dar a conocer en qué estado se encuentran, lo hace bajo el disfraz de estudiante de medicina o de inspector municipal, y logra poner en jaque a las autoridades ante la población. Una modalidad que repetiría meses más tarde, visitando como cliente a brujas y curanderas.
El interés por “los kilómetros” de sus columnas no se debe a que Arlt asimile cantidad y valor informativo o valor estético, su interés está en mantener la cuenta de lo que invierte en su trabajo. Quiere avizorar lo que sus escritos son capaces de hacer, los sentidos posibles que pueden expandir y ahondar. Porque para Arlt los escritores son “buzos” que sumergen las palabras en las profundidades de su tiempo, y exploran el mundo a través de ellas. Cada palabra es un concentrado –se “tiñe”– de su propia época, y por eso su desazón en “La tintorería de las palabras” –una crónica del ’40 con fondo de Segunda Guerra–, al descubrir que el lenguaje se ha vuelto “tartamudo, impotente”. Ya nada orienta siquiera a los buzos que llegan a perder pie hasta en la superficie. “Han variado las velocidades”, escribe: “Para esta suerte de vida que ya no es vida, sino agonía, ¿qué estilo, qué palabra, qué matiz, qué elocuencia, qué facundia, qué inspiración dará el ajustado color?”. Arlt invierte porque quiere tener más para gastar, no es un pequeño ahorrista –es más, los detesta–, está convencido de que el desprendimiento es la respuesta efectiva contra la impotencia.
En las aguafuertes que dedica al cine, reunidas por Sebastián Gallo y con prólogo de Jorge B. Rivera en Notas sobre el cinematógrafo (1997), Arlt hace foco sobre tres constantes. La necesidad de captar la urgencia del presente (que a él lo llevaría a desplazar la novela por el teatro), la tendencia creciente hacia la imitación (todos quieren parecerse a Rodolfo Valentino o Greta Garbo), y por contrapartida la valoración hacia lo que resiste siendo diferente. Así como Valentino es siempre igual a sí mismo y emularlo es un modo de ahorrar para entrar en caja, el actor alemán Emil Jannings representa el puro despilfarro. Mientras los individuos se repiten, dice Arlt, en escasas expresiones, el actor de Alta traición “tiene un mundo” de gestos, y eso lo mantiene vivo, fuera de cualquier caja. Es como Chaplin: su “maravilloso arte” reside en seguir siendo hombre en la pantalla. Arlt se propone registrar los miles de gestos dispares que se mueven a su alrededor, es como si encarnara a El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertog, una película que no vio y, sin embargo, cuesta creer que no sea su propia máquina de escribir registrándolo todo en la ciudad.
Piglia sostiene, en El paisaje de las nubes, que Arlt concibe la literatura como un laboratorio donde examina “las conductas inesperadas y las especies ambiguas”, que son muestras “microscópicas de la vida social”. Es lo que hace en sus novelas, cuentos, obras de teatro, pero también en los textos que publica en la prensa. Los primeros debieron esperar dos décadas luego de su muerte para ser incuestionablemente clásicos, los segundos, más de medio siglo. Un modo de entender la literatura fue lo que signó en cada caso la postergación, y un modo de concebir la escritura fue lo que hizo posible también el reconocimiento. El conflicto no debería ser confinado al pasado, al menos para despabilar tanta historia de certezas. Eso es lo que sucede ante cada nueva edición de las crónicas y las aguafuertes de Arlt; se hace imposible leerlas sin tomarlas como capítulos de las novelas futuras que anunciaba en sus columnas, como si insistieran en que nada puede darse por terminado ni definitivo.

Derrida/Sara Gallardo/Irène Némirovsky


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El extraño arte de amar

Hijo de uno de los editores franceses más importantes de la segunda mitad del siglo, discípulo de Michel Foucault durante seis años y autor él mismo, Mathieu Lindon somete sus jugosas memorias de una vida en el corazón de la intelectualidad gala a ese ejercicio que sus compatriotas practican con impenitencia: pensar el amor al mismo tiempo que sentirlo.

Por Juan Pablo Bertazza
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Arriba, Mathieu Lindon. A la der., su padre, Jérôme, en las oficinas de su prestigiosa editorial Minuit.
En el ítem “comprender” de sus Fragmentos de un discurso amoroso, dice Barthes: “Querría saber lo que es el amor, pero estando dentro lo veo en existencia, no en esencia. Aquello donde yo quiero conocer (el amor) es la materia misma que uso para hablar (el discurso amoroso); estoy en el mal lugar del amor, que es su lugar deslumbrante: ‘El lugar más sombrío –dice un proverbio chino– está siempre bajo la lámpara’”.
En Lo que significa amar, obra merecedora del Premio Médicis 2011, el escritor Mathieu Lindon –prestigioso crítico literario del diario Libération– incurre también en el tan literario y prolífico error de hablar del amor desde adentro, es decir, intenta definirlo al mismo tiempo que lo experimenta: un sensible homenaje a sus seis años de relación con Michel Foucault, a quien define de manera magistral: “Un hombre tan fuera de lo común que no puede servir de ejemplo”. Manual de instrucción para convivir con la muerte, guía para sobrevivir, original autobiografía, Lindon tuvo la humildad no tan falsa de hablar de sí mismo hablando de su máximo referente, pero también de su padre, Jérôme Lindon, editor de Minuit (ver recuadro) y hasta de sus compañeros de ruta: entre ellos, Hervé Guibert, quien, dicho sea de paso, también había homenajeado al maestro con su libro Al amigo que no me salvó la vida, sobre los últimos años del filósofo y su muerte a causa del sida.
Lo que significa amar es un libro de linkeos, cruces y metonimias: Foucault es Michel, pero Foucault también es una especie de sustituto paternal y es la juventud idílica e irrecuperable de Mathieu y es también su emblemático departamento de Rue de Vaugirard donde fluían en iguales dosis el amor, la lectura, la alegría, el sexo y los ácidos.
Lo que significa amar. Mathieu Lindon Capital Intelectual 260 páginas
Valioso documento acerca de la literatura francesa en general, y de la gestación de una de las obras más importantes del siglo XX francés en particular, Lo que significa amar constituye un fusil automático que dispara odas simultáneas a las dos relaciones filiales más importantes de su autor. Un hombre atravesado por dos padres ya muertos: el padre elegido que literalmente le puso fin a su adolescencia tormentosa y con su extraña mezcla de inteligencia y vitalidad lo salvó, paradójicamente, de pasarse la juventud encerrado y leyendo; y el padre biológico con el que lo unen sentimientos encontrados: por un lado el fuerte rechazo a sus ideas conservadoras (de hecho, Jérôme lo obligó a Mathieu a publicar su primer libro, Nuestros placeres, en 1983, bajo el seudónimo de Pierre-Sébastien Heudaux para preservar su apellido de las extravagantes costumbres sexuales de su hijo); pero, por el otro, el respeto por su excelente trabajo como editor que, entre otras cosas, le permitió conocer de muy cerca a escritores de la talla de Samuel Beckett, Alain Robbe-Grillet, Claude Simon, Marguerite Duras, Pierre Bourdieu y Gilles Deleuze. Foucault era uno de los escritores del catálogo de Minuit aunque no de los que más relación tenía con Jérôme Lindon, quien no rechazaba ni tampoco celebraba la amistad entre el filósofo y su hijo. Pero Mathieu sí rescata un buen gesto de su padre el dificilísimo día de la muerte de Foucault: luego de un infrecuente abrazo, le dijo que él sabía muy bien lo que estaba sintiendo, en clara referencia a la larga amistad que había mantenido con Samuel Beckett. Dos padres, entonces, que no celaban por su hijo pero sí se tenían un respeto quizá demasiado frío. Dos padres, según cuenta Mathieu, unidos por una extraña paradoja: a pesar de constituir uno de sus temas de estudio más importantes, Foucault nunca se interesó por hacer valer el poder, mientras que su padre, que nunca escribió nada al respecto, siempre encontró la forma de ejercerlo.
Con un estilo que hace gala de la inexactitud, de la imprecisión (casi como una traducción realizada por alguien que no entiende del todo el idioma de partida), y a pesar del título, Lindon no pretende dar una definición concisa del amor, sino más bien descubrir nuevas vías para expresar el alcance y pertinencia del lenguaje a la hora de dar cuenta de sentimientos tan impactantes como laberínticos. En las antípodas de esa máxima de la literatura francesa que es la búsqueda de la palabra justa ordenada por Flaubert, Mathieu Lindon parece recurrir, adrede, a todo tipo de equívocos para que esa misma incertidumbre se tense hasta explotar de sentido, como es el caso de la palabra “amistad” con la que, a veces, alude a su relación con Foucault o incluso revelando lo que les respondía su correcto pero sincero padre a los escritores de otras editoriales que le enviaban sus libros: “Espero que su novela tenga el éxito que se merece”.
Libro tremendamente francés en la oblicuidad de su propuesta, además de resultar altamente disfrutable, Lo que significa amar es de esas obras que ofrecen el plus de funcionar como disparador para llegar a otras lecturas inolvidables.




Un hijo es un testigo

Figura imprescindible de la industria editorial francesa de la segunda mitad del siglo XX, Jérôme Lindon dirigió desde 1948 hasta su muerte en 2001 la emblemática editorial francesa Les Editions de Minuit que ostenta el record de haber publicado a tres premios Nobel. Además de resultar un faro para la literatura francesa, con la publicación de los escritores más destacados (a tal punto que, en cierta forma, la editorial catapultó a la fama al Nouveau Roman) tuvo también un destacado rol social durante los años de la guerra de Argelia, a partir de la publicación de numerosas obras que denunciaban la tortura y daban voz a los desertores. En 1989, Jérôme Lindon es nombrado miembro del consejo superior de la lengua francesa y también fue muy destacada su tarea como defensor del libro y de las librerías independientes contra la amenaza de las grandes cadenas comerciales: fue uno de los hacedores del proyecto que se convertiría en la ley de precio único del libro.
El mismo año de su muerte, el escritor Jean Echenoz (una de las últimas criaturas literarias más exitosas de Minuit) escribió una obra inclasificable, divertida, seria y reveladora acerca de uno de los editores más influyentes de su país: Jérôme Lindon, mi editor.
Sin embargo, faltaba la voz de su propio hijo para vislumbrar la otra cara de la moneda, los entretelones de la vida del editor consagrado. Sin concesiones, Mathieu elabora un listado completo de reproches a su padre: su conservadurismo, su fanatismo por el protocolo (a tal punto que si en una reunión se encontraba hablando con un ministro prefería no interrumpir esa charla para saludar a su hijo), cierto abuso de poder (parado sobre el indiscutible prestigio de su editorial escamoteaba el dinero correspondiente a los derechos de autor) y acaso cierta ceguera para entender el pulso del momento. Una ceguera que le impedía valorar, por ejemplo, lo que estaba produciendo Hervé Guibert. De todas formas, y a pesar de todos esos aspectos negativos, Mathieu siempre encuentra algún gesto capaz de reivindicar la imagen de su padre hasta quedar en paz con él. Sobre todo, y eso sí, por haber tenido la inconmensurable suerte de conocer a Michel Foucault.







Tapa libros


Por Gustavo Santiago
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Escribir una vida. Invertir el gesto divino: pasar de la carne al verbo. Con tamaño desafío se enfrenta todo biógrafo. Si la vida en cuestión es la de un filósofo, los problemas se tiñen de matices particulares. La vida de alguien que se ha dedicado fundamentalmente a escribir, a pensar, ¿puede tener algo suficientemente atractivo como para ser contado? ¿No alcanza con lo dicho y escrito por él? Si estuviéramos pensando en una figura de la Antigüedad, un Sócrates, un Diógenes, esta última pregunta podría carecer de sentido. La vida de un filósofo y su palabra constituían inseparablemente su filosofía. Desde la modernidad, la pregunta por la vida de un filósofo es muy lateral. Casi un pecado de curiosidad. Lo que interesa es qué dijo, qué escribió el filósofo, no cómo vivió. Quizás haya una excepción en aquello que concierne a cuestiones políticas. En ese terreno sí puede pedírsele a alguien que exhiba una cierta coherencia entre lo que sostiene en los textos y su modo de vida. Pero a nadie se le pregunta en un examen de la facultad por qué Rousseau, autor de un texto pedagógico de la altura de Emilio, depositó en el hospicio público a sus cinco hijos recién nacidos.
Benoît Peeters (París, 1956) es un escritor que más allá de haber incursionado en la novela, el comic y la ensayística, tiene especial predilección por la escritura biográfica. Su último trabajo, dentro del género, está dedicado a Jacques Derrida. Peeters estudió filosofía en La Sorbona, y fue dirigido por Roland Barthes en una maestría en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales. Conoce la tradición filosófica, maneja los recursos típicos del género. ¿Es suficiente para afrontar exitosamente la escritura de la vida de Derrida?
Anticipándose a algunos cuestionamientos de capilla, el autor se apura a confesar: “Mi intención no fue proponer una biografía derridiana, sino una biografía de Derrida. El mimetismo, tanto en esta materia como en muchas otras, no me parece el mejor favor que podamos hacerle hoy”. El texto de Peeters estará escrito, entonces, siguiendo las más habituales reglas del género: organización cronológica (con la correspondiente división: infancia y juventud, madurez, vejez), consulta de fuentes, entrevistas a testigos –en este caso, cerca de cien–.
Con esto le basta al autor para componer un libro ágil, por momentos atrapante, que lleva al lector a recorrer un camino que parte de la situación marginal del niño argelino, atraviesa el esplendor de La Sorbona y de las principales universidades norteamericanas y finaliza en el cementerio de Ris-Orangis. No sería de extrañar que, al llegar a este punto, al lector se le escaparan algunas lágrimas, como si perdiera al personaje de una película hollywoodense, de las que apasionaban a Derrida.
Para dar cuenta de la corporeidad del personaje compuesto por Peeters nos detendremos aquí no en la trayectoria intelectual –de la que también se ocupa el texto–, sino en algunos aspectos “marginales” de su vida.
EL NIÑO JUDÍO-ARGELINO-FRANCÉS
En los años de la infancia, su condición de judío-argelino-francés lo llevó a experimentar la marginación y el hostigamiento. Derrida nace en El Biar, un suburbio de Argel, el 15 de julio de 1930. Se trata de una sociedad atravesada por conflictos raciales y religiosos. En 1940, en una escalada de antisemitismo, se deroga el Decreto Crémieux, que concedía la nacionalidad francesa a los judíos de Argelia. A partir de dicha derogación, comienzan a establecerse cupos para los alumnos judíos en las escuelas primarias y secundarias. En 1942, el pequeño Jackie es expulsado de la escuela por su condición de judío (el año anterior ya lo habían sido su hermano mayor, René, y su hermana Janine). Como consecuencia de esto, es inscripto en el liceo Maimónides, que congrega a los chicos judíos. Peeters cita a Derrida: “Creo que fue entonces cuando comencé a reconocer, si no a contraer, ese mal, ese malestar, ese mal-estar que, para el resto de mi vida, me volvió inepto para la experiencia ‘comunitaria’, incapaz de disfrutar de cualquier forma de pertenencia”. El pequeño Derrida afirma haber sufrido casi del mismo modo la segregación antisemita como la “integración” homogeneizadora. Cuando dos años más tarde sean abolidas las medidas antisemitas y pueda reintegrarse al liceo, habrá dejado de mostrar interés por los contenidos escolares.
AMORES
El gran amor de su vida fue Marguerite Aucouturier, hermana de un compañero de la Ecole Normale Supérieure. Marguerite estaba comprometida con “un muchacho serio que caía muy bien a sus padres”. Derrida se convierte en amigo íntimo de la pareja y rápidamente desplaza al (ex) prometido. El noviazgo de Jackie y Marguerite provoca un escándalo en las familias de ambos. Los Derrida no aceptan que ingrese a la familia alguien que no pertenezca a la comunidad judía; los Aucouturier, no se resignan al desventajoso cambio de candidato. Un gesto de Derrida agrava la situación. El hermano de Marguerite cuenta que Derrida envía una carta a sus padres en la cual “en lugar de pedir la mano de Marguerite de modo clásico, exponía en detalle su concepción muy libre de las relaciones de pareja”. Finalmente, se casan, en 1957, lejos de ambas familias, en Estados Unidos.
Más allá de esta relación estable que dio lugar a una familia “tradicional” ampliada algunos años más tarde por la llegada de Pierre y Jean, a Derrida se le sospechan numerosos amoríos. Esto no significa, según Peeters, que haya sido infiel: “Para Derrida, seducir es una necesidad irresistible (...) en él, lo femenino siempre se conjuga en plural. Si Derrida halaga la fidelidad (...) es porque para él cada relación es un acontecimiento único, irreemplazable, por lo tanto piensa que es capaz de numerosas fidelidades”.
Entre esas fidelidades “paralelas” hubo una que le trajo serios dolores de cabeza: la vivida con Sylviane Agacinski, a quien conoció en 1972. Derrida era ya una celebridad en el mundo intelectual francés y Sylviane, una joven estudiante quince años menor que él, “de una belleza que cortaba la respiración”. En 1984, ella le comunica que está embarazada y que en esta ocasión –a diferencia de lo hecho algunos años atrás– piensa tener el hijo. Derrida se aterroriza por la posibilidad de que su familia se entere de la situación (aunque aparentemente todos lo sabían) y decide tomar distancia. Todo estallará algunos años más tarde, cuando Sylviane se case con Lionel Jospin. Durante la campaña electoral de 2002 se publican dos biografías del candidato, en las que queda expuesto que el hijo que Jospin “crió como suyo” es del –por entonces, ya célebre– filósofo Derrida. En toda su vida Derrida sólo vio una vez –por una circunstancia azarosa– a su hijo Daniel.
PLACERES
Además del placer de las fidelidades múltiples, Derrida disfruta de cosas simples como manejar un auto a gran velocidad, nadar, jugar al fútbol y al poker, ver cine y televisión. No disfruta tanto como uno podría esperar de la lectura. Cuando lee, no puede dejar de pensar que está trabajando. Lee para escribir. Y la escritura –o la exposición en conferencias o clases de lo escrito– no siempre le deparó satisfacciones.
PADECIMIENTOS
Por una cuestión de oficio, podría decirse que lo que más atormentó a Derrida a lo largo de su vida fue tener que someterse a tribunales académicos. Padeció los exámenes para ingresar en la Ecole Normale Supérieure (particularmente, claro está, en las dos ocasiones en las que fracasó); sufrió “hasta estar al borde del desmoronamiento psíquico” en sus dos presentaciones en el concurso de agrégation (en la primera ocasión reprobó y en la segunda obtuvo una nota mediocre). Y no se trata de un malestar de juventud. Cuando, en 1981, concursa por un cargo en la universidad de Nanterre, debe atravesar un nuevo calvario. Dominique Lecourt, que lo ve salir de la entrevista “blanco como un papel”, relata que el propio Derrida “más tarde me contó que algunos miembros del jurado se habían divertido leyendo fragmentos de sus libros en voz alta, de la manera más sarcástica posible”.
También se atormenta ponderando el reconocimiento (o la falta de él) por parte de sus pares. Enumerar a aquellos de quienes se distanció por cuestiones de ese estilo daría lugar a una lista casi de la misma extensión que la de quienes fueron sus amigos. Entre las batallas más célebres podrían citarse las que libró con Foucault, Lacan y Bourdieu.
LA VIDA Y EL INTELECTUAL
Sería exagerado afirmar que con este libro Peeters logra esclarecer el pensamiento del filósofo –no hay texto que pueda hacerlo–, pero no sería desacertado sostener que proporciona una buena introducción a él. Tanto por las correctas, aunque inevitablemente apretadas, síntesis de cada uno de los textos más importantes de Derrida que ofrece cuando el hilo cronológico lo permite, como por su atractiva composición de clima de época que permite entrever el marco en que esos textos fueron gestados. Insistimos: no se trata de una “biografía intelectual”. Es, en todo caso, la biografía de un intelectual, de un hombre: Ecce Homo.
Derrida
Benoît Peeters
Fondo de Cultura Económica
682 páginas





El centro ya no es el centro

Por Juan Pablo Bertazza
Es notable cómo a veces algunos conceptos de una obra pasan de nivel y se transforman en una especie de símbolo –o incluso de arma contundente– para dar forma e imagen a la trayectoria de su autor.
Tardíamente valorado en Francia, casi todas las miradas de los custodios del saber se empezaron a posar en Jacques Derrida durante la tumultuosa década del ‘60 en los Estados Unidos. Más precisamente en 1966, cuando el filósofo presentó en la Universidad Johns Hopkins su artículo “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, que luego sería publicado en La escritura y la diferencia.
En ese artículo, Derrida marcaba un antes y un después en el concepto de estructura, asestándole un fuerte golpe al estructuralismo reinante, a la sazón, en todas las disciplinas humanas. Hasta ese momento, decía Derrida, se buscaba asignarle a la estructura un centro, un origen fijo que organizaba coherentemente la estructura y limitaba su juego. Un significado trascendente que limitaba los sentidos. El centro totalizador se encargaba de cerrar el juego que abría y hacía posible. En ese centro quedaba prohibida la sustitución de los elementos porque, en tanto rey de la estructura, gozaba del privilegio de sustraerse a la misma. En ese sentido, concluía paradójico Derrida, el centro está dentro y fuera de la estructura. Es decir, si bien se encuentra en el centro de la totalidad por comandarla, al mismo tiempo sabe sustraerse de esa totalidad y dejar de pertenecerle, por lo que la estructura tiene, en realidad, su centro en otra parte. La conclusión era tan impensada como urticante: el centro ya no es el centro. Y el corolario era que la estructura sufría una distorsión mientras que el centro se transformaba en un no lugar donde sí se jugaban libremente, y hasta el infinito, las sustituciones. Derrida marcaba como antecedente de esto a Nietzsche, quien, en su crítica a la metafísica, sustituía ser y verdad por juego e interpretación y signo.
Lo notable es que al mismo tiempo que ese centro antes inmaculado se empezaba a caer a pedazos, Derrida comenzaba a dejar los márgenes para desembocar también en otro centro, el centro del saber. En ese sentido, resulta insoslayable el dato de que Derrida nació en los suburbios de Argel, hijo de una familia judía sefardí, y que sufrió la represión del gobierno de Vichy a tal punto que terminó siendo expulsado en octubre de 1942 de su escuela argelina. Un trauma que, además de problematizar con extraordinaria belleza en El monolingüismo del otro, lo acompañaría quizás para siempre.
Se podría pensar que Derrida es a la filosofía francesa lo que es Albert Camus a su literatura. Existen, por lo menos, algunas semejanzas en ese itinerario, en ese trayecto desde los márgenes hacia el centro en un país donde, se sabe, el centro es casi tan inamovible como aquel del estructuralismo. Ambos nacieron en Argelia, ambos soñaron con ser futbolistas profesionales (Camus llegó a ser un buen arquero en diversos clubes argelinos), Camus obtuvo el máximo galardón que ofrece el canon, el Premio Nobel de Literatura, y Derrida no lo ganó, al parecer, solo porque murió antes.
A pesar de que hoy es el filósofo francés más traducido en el mundo y uno de los que más polémica generaron en las últimas décadas (la publicación de su biografía por Benoît Peeters, sin ir más lejos, generó una rabia infantil en Michel Onfray, quien descalificó de manera vil y obsoleta al autor del libro por ser fanático de Tintín) los filósofos despreciaron y ningunearon durante mucho tiempo la obra de Derrida con el mismo fervor con el que la recibieron los críticos literarios. Otra vez, de la periferia hacia el centro: Habermas lo llamó, en su momento, “autor de una especie de teorización irracionalista posmoderna” y actualmente Derrida es considerado casi unánimamente el filósofo francés más importante de los últimos tiempos, sobre todo por su condición de desbaratador del discurso del saber.
Si dentro de la historia de la filosofía hay un lugar de poeta que ocupó Platón, un lugar de dramaturgo maldito que ocupó Nietzsche, no es descabellado pensar que a Derrida le cabe el lugar de crítico literario de la filosofía. Un lugar que es margen y centro al mismo tiempo. Un lugar desde el que Derrida prácticamente logró borrar las fronteras entre filosofía y literatura.




Ceaux: la biografía como amistad póstuma

De Hergé a Derrida

Por Pascal Ceaux
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Benoît Peeters nunca terminará con Derrida. A pesar de haber pasado tres años íntimos, tres años sumergido entre documentos, escuchando los testimonios de vida del filósofo siempre caótico y a veces increíble, el autor de la primera biografía de Jacques Derrida (1930-2004) confiesa: “Voy a continuar viviendo con este libro”. Y quizás también con este hombre singular –pensador que creó un mundo propio surcado entre la filosofía y la literatura– al que Peeters se siente ligado, a partir de ahora, por una suerte de “amistad póstuma”.
El sentimiento es más fuerte en tanto que el encuentro no fue premeditado. Ahora, con cincuenta y cuatro años de vida, Peeters se hizo conocer por el gran público gracias a Tintín. La vida de Hergé es la vida que el quiso contar desde su juventud. Está, por lo tanto, íntimamente ligado a la trayectoria de su compatriota belga, a tal punto que produjo en 2002 una biografía de cabecera: Hergé, hijo de Tintín (Flammarion). Escribió también historietas, novelas, relatos y fragmentos de todo tipo.
Pero a pesar de eso, Jacques Derrida no le resultaba tan lejano. Licenciado en filosofía, alumno de Roland Barthes, estrella de la escena intelectual, Benoît Peeters nunca dejó de leer al inventor de la deconstrucción, ese “artista del concepto”, como él lo define. “En una oportunidad lo fui a ver porque había publicado, en 1985, con Marie–Françoise Plissart, un relato fotográfico y él aceptó escribir un comentario para acompañar nuestro trabajo.”
Sin embargo, cuando decidió escribir una biografía, no pensó espontáneamente en Derrida. Jean-Luc Godard y Barthes le daban vueltas. ¡Pero no! Ya se había hecho. Muy complicado. El filósofo ofrecía la ventaja de un terreno virgen. “El corpus de documentos accesibles era importante, explica Peeters, al igual que la cantidad de testigos vivos para entrevistar.” No había más que una condición que cumplir: conseguir la autorización de la viuda de Jacques Derrida. “Ella pudo haber abortado el proyecto. Fue muy considerada y nunca pidió releer el libro: ni ella ni yo deseábamos una biografía autorizada.”
Así pudo comenzar la investigación sobre el niño judío de Argelia, expulsado del colegio por las leyes antisemitas de Vichy, el estudiante desarraigado, afrontando las angustias del ingreso a l’Ecole Normale Supérieure, y después de la admisión, el pensador incongruente que se establece fuera de la Universidad, fuera incluso de Francia, porque es Estados Unidos el primer país en propulsarlo al rango de héroe del pensamiento. Benoît Peeters no esquiva ningún tramo de ese trayecto a través del cual Derrida se revela, rápidamente, como un maestro estratega. “Es el filósofo que más viajó en la historia. Y lo hacía para ofrecer su palabra. Yo lo comparo con San Pablo por su esfuerzo en conquistar los espíritus, evitar el cisma y los desvíos.”
Al final de esta larga investigación acerca del hombre, Benoît Peeters sintió sólo un fuerte arrepentimiento. No haber podido dar con Sylviane Agacinski, la filósofa y esposa de Lionel Jospin, quien antes de casarse vivió, durante diez años, un amor secreto con Jacques Derrida. “Quizás la publicación de la biografía la haga cambiar de opinión”, se ilusiona Peeters, dispuesto a retomar su trabajo “de acá a algunos años”, aunque sean muy pocos los trozos que encuentre de esa vida de la que ya sabe demasiado. Decididamente, no terminamos con Derrida.




Roudinesco: las múltiples facetas de un filósofo apasionado

Al acecho de lo imprevisible

Por Élisabeth Roudinesco
Tratándose de un filósofo de la envergadura de Jacques Derrida, cuya inmensa obra –sesenta volúmenes, sin contar los seminarios aún inéditos– se tradujo y comentó a lo largo de todo el mundo, Benoît Peeters eligió, con razón, dedicarse no a la génesis ni al contenido de esa obra sino a la vida del hombre detrás del autor: su infancia, su familia, sus relaciones con las mujeres, sus amistades, su seducción, sus redes, sus angustias, sus gustos literarios, culinarios y hasta de ropa, su enseñanza y su itinerario político. En otras palabras, redactó una excelente biografía en el más puro estilo de la tradición anglosajona. Fue el primero en tener acceso a los archivos del filósofo, pertenecientes al Instituto Memorias de la Edición Contemporánea (IMEC) y a la biblioteca Langson de la Universidad de Irvine en California, y se entretuvo con un centenar de testigos esenciales.
También reconstruyó con la distancia necesaria las etapas de una vida que han conducido a un joven judío laico, nacido en 1930 en El Biar, en las alturas de Alger, después expulsado del liceo en octubre de 1942 por el régimen de Vichy, nada menos que a París en 1949 para seguir sus estudios en el liceo Louis le Grand e ingresar enseguida a la Escuela Normal Superior (ENS).
En 1966, después de iniciarse en la obra de Husserl, Derrida participa del célebre simposio sobre el estructuralismo, organizado por la Universidad Johns Hopkins, de Baltimore, donde se encuentran Roland Barthes, Jean Pierre Vernant, Jean Hyppolite, René Girard y Jacques Lacan. Un fecundo momento de la historia cultural franco-americana. Un año más tarde, conoce a Paul de Man, teórico modernista de la crítica literaria, que le abre las puertas de varias universidades estadounidenses. Muy rápidamente, y sobre todo con la publicación de De la gramatología (Minuit, 1967) y de La escritura y la diferencia (Seuil, 1967), obtiene un éxito considerable, transformándose en contemporáneo, diez años más tarde, de dos brillantes generaciones de intelectuales con los que no cesará de dialogar: Emmanuel Lévinas, Maurice Blanchot, Jean Genet, Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Louis Althusser, Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard, etc...
Derrida siempre ha sido un socialdemócrata, anticolonialista, feminista, hostil a la pena de muerte, heredero del Siglo de las Luces, ligado a la escuela republicana, admirador de De Gaulle y de Nelson Mandela. Sin embargo, a partir de 1987, tal como subraya Peeters, es tratado de nihilista, antidemócrata y adepto a dos teóricos nazis –Carl Schmitt y Martin Heidegger–, además de haber tomado, en 1987, una pobre defensa de su amigo de Man, cuyo pasado de viejo colaborador de un diario antisemita belga se reveló póstumamente.
Todas esas habladurías son puestas en evidencia gracias a la investigación de Peeters, que revela las múltiples facetas de este filósofo apasionado, gran viajero que temía a los aviones, inventor de una nueva escritura filosófica con la que buscaba transgredir las fronteras. De ahí su interés por todas las disciplinas –literatura, derecho, psicoanálisis–, por todas las situaciones sociales –los excluidos, los homosexuales, las minorías–- y por todos los combates contra el sufrimiento y la discriminación: racismo, antisemitismo, crueldad hacia los animales.
Derrida hizo escándalo, no porque fuera un fanático sectario, sino porque estaba al acecho de lo que ocurría: lo imprevisible, los márgenes, los extremos, la diseminación. Tal es el sentido de los dos términos que popularizó: la “deconstrucción”, proceso para desmontar un sistema de pensamiento hegemónico y resistir la tiranía de “lo Uno” (la Unidad) para avanzar hacia el devenir siendo fiel e infiel a una herencia; y la différance (con “a”), que posibilita pensar un universal de alteridad.
Entre los momentos más fuertes de esta biografía, encontramos lo que sucedía a principios del mes de octubre de 2004: pocos días antes de su muerte, se enteró de que podría llegar a recibir el Premio Nobel de Literatura. Terrible y última crueldad para este filósofo que se mantenía en las fronteras de las instituciones académicas sin nunca cuestionarlas: “Me lo quieren dar –dijo–, porque saben que me voy a morir”.
Onfray contra la biografía

Piedad por Derrida

Por Michel Onfray
Jacques Derrida les temía a los biógrafos y a las biografías. Tenía razón. De hecho, cayó en manos de un biógrafo, Benoît Peeters, tal como todos nosotros quedaremos a merced, algún día, de un empleado de pompas fúnebres. El biógrafo sostuvo un diario de su biografía, que apareció bajo el título de Tres años con Derrida.
Se trata de un hombre que se hizo conocido por haber hecho una biografía de Hergé, por sus colaboraciones en distintas historietas y por ser un especialista en Tintín –todos títulos de nobleza filosófica, por supuesto– que quería escribir una biografía pero ¡sin saber sobre quién! Y empezó a tantear: quizá Magritte, quizá Jérôme Lindon, pero ¿por qué no otra personalidad? Entonces se dejó tentar por una editora y aceptó el encargo de hacer un Derrida.
Preocupado por descubrir el “método” de este hombre, que ha subtitulado su libro Las libretas de un biógrafo, me sobresalté al descubrir que reivindica una ¡”lectura flotante” de la obra de Derrida! De la misma manera que Freud conceptualizó la escucha flotante en la técnica psicoanalítica para justificar el adormecimiento del psicoanalista en su sillón (confesión autobiográfica hecha en una carta al médico alemán Wilhelm Fliess, fechada el 15 de marzo de 1898), intentando explicarlo todo en términos de que, a pesar del sueño, los inconscientes se continúan comunicando, Benoît Peeters cree que él puede leer distraídamente la obra completa del filósofo sin que la calidad de su biografía se vea afectada.
Así se comprende por qué el hombre no ama a los que no les gusta Freud y tiene en tan alta estima a los defensores de la parapsicología vienesa. Comprendemos entonces que le pueda quedar tiempo disponible robado a su “no lectura” de Derrida, para emprender un gran uso de Google y de Internet y alcanzar así sus “verificaciones incesantes”, o que pueda ir de cita en cita para encontrarse con eminencias como Bernard-Henri Lévy, Julia Kristeva o Philippe Sollers, cuando no Jean Birnbaum, cuya única gloria consiste en... ¡haber sido el último periodista en haber entrevistado a Jacques Derrida! O incluso Elisabeth Roudinesco, cuyo extenso saber lo sumerge en abismos de inhabitual modestia –Peeters escribe después de un encuentro: “Me asusté y me fastidié por la amplitud de mi ignorancia”–. Conclusión de las visitas realizadas a personalidades de esa talla: “¡Qué suerte tengo de poder contactarme con gente tan destacada!”.
En ese sentido, valoramos algunos de los pasajes consagrados a Michel Delorme, fundador de la editorial Galilée (la que publicó al filósofo), que se negó a colaborar de cerca y de lejos en esta biografía en la que Google parece haber tenido más lugar, según cuenta su propio autor, que aquella fuente auténtica que no ha revelado ningún secreto. El silencio de Delorme vale como una invitación a una “lectura paciente” de la obra de Derrida, algo que exige, por otra parte, la forma misma de su obra –en las antípodas de esa “lectura flotante” que constituye una especie de insulto post mortem...–.
A manera de antídoto contra esa mala acción intelectual, podremos leer y meditar sobre Derrida, leer por ejemplo Políticas de la amistad o El derecho a la filosofía, o reflexionar acerca de cómo sería una auténtica biografía filosófica, que incluso volviera posible esa filosofía de la biografía que lastimosamente intenta construir en cinco páginas el especialista en Tintín. Pero una obra tal exige obreros trabajadores y aguerridos, es decir, obreros de otra temple.




Onfray contra la biografía

Piedad por Derrida

Por Michel Onfray
Jacques Derrida les temía a los biógrafos y a las biografías. Tenía razón. De hecho, cayó en manos de un biógrafo, Benoît Peeters, tal como todos nosotros quedaremos a merced, algún día, de un empleado de pompas fúnebres. El biógrafo sostuvo un diario de su biografía, que apareció bajo el título de Tres años con Derrida.
Se trata de un hombre que se hizo conocido por haber hecho una biografía de Hergé, por sus colaboraciones en distintas historietas y por ser un especialista en Tintín –todos títulos de nobleza filosófica, por supuesto– que quería escribir una biografía pero ¡sin saber sobre quién! Y empezó a tantear: quizá Magritte, quizá Jérôme Lindon, pero ¿por qué no otra personalidad? Entonces se dejó tentar por una editora y aceptó el encargo de hacer un Derrida.
Preocupado por descubrir el “método” de este hombre, que ha subtitulado su libro Las libretas de un biógrafo, me sobresalté al descubrir que reivindica una ¡”lectura flotante” de la obra de Derrida! De la misma manera que Freud conceptualizó la escucha flotante en la técnica psicoanalítica para justificar el adormecimiento del psicoanalista en su sillón (confesión autobiográfica hecha en una carta al médico alemán Wilhelm Fliess, fechada el 15 de marzo de 1898), intentando explicarlo todo en términos de que, a pesar del sueño, los inconscientes se continúan comunicando, Benoît Peeters cree que él puede leer distraídamente la obra completa del filósofo sin que la calidad de su biografía se vea afectada.
Así se comprende por qué el hombre no ama a los que no les gusta Freud y tiene en tan alta estima a los defensores de la parapsicología vienesa. Comprendemos entonces que le pueda quedar tiempo disponible robado a su “no lectura” de Derrida, para emprender un gran uso de Google y de Internet y alcanzar así sus “verificaciones incesantes”, o que pueda ir de cita en cita para encontrarse con eminencias como Bernard-Henri Lévy, Julia Kristeva o Philippe Sollers, cuando no Jean Birnbaum, cuya única gloria consiste en... ¡haber sido el último periodista en haber entrevistado a Jacques Derrida! O incluso Elisabeth Roudinesco, cuyo extenso saber lo sumerge en abismos de inhabitual modestia –Peeters escribe después de un encuentro: “Me asusté y me fastidié por la amplitud de mi ignorancia”–. Conclusión de las visitas realizadas a personalidades de esa talla: “¡Qué suerte tengo de poder contactarme con gente tan destacada!”.
En ese sentido, valoramos algunos de los pasajes consagrados a Michel Delorme, fundador de la editorial Galilée (la que publicó al filósofo), que se negó a colaborar de cerca y de lejos en esta biografía en la que Google parece haber tenido más lugar, según cuenta su propio autor, que aquella fuente auténtica que no ha revelado ningún secreto. El silencio de Delorme vale como una invitación a una “lectura paciente” de la obra de Derrida, algo que exige, por otra parte, la forma misma de su obra –en las antípodas de esa “lectura flotante” que constituye una especie de insulto post mortem...–.
A manera de antídoto contra esa mala acción intelectual, podremos leer y meditar sobre Derrida, leer por ejemplo Políticas de la amistad o El derecho a la filosofía, o reflexionar acerca de cómo sería una auténtica biografía filosófica, que incluso volviera posible esa filosofía de la biografía que lastimosamente intenta construir en cinco páginas el especialista en Tintín. Pero una obra tal exige obreros trabajadores y aguerridos, es decir, obreros de otra temple.






Un héroe mitad ángel y mitad monstruo

Después de un viaje a Salta a fines de los años ’60 y a instancias de su marido H. A. Murena –quien le había sugerido que escribiera “fuera de su clase”–, Sara Gallardo concibió su particularísima novela Eisejuaz, que le valió comparaciones con Di Benedetto, Rulfo, Guimaraes Rosa y Mario de Andrade. Eisejuaz es el monólogo místico de un indio mataco que, cree, está recibiendo señales de Dios. Pero además, es la invención de una lengua que nada tiene que ver con el mimetismo propuesto por los indigenistas. Extraña y única en la literatura argentina, Eisejuaz acaba de ser reeditada por El cuenco de plata, con la inclusión de una carta de Manuel Mujica Lainez a la autora –eran muy amigos– y un prólogo de Martín Kohan, que reproducimos.

Por Martin Kohan
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Toda ficción nos convoca a suspender nuestras creencias para poner, en su lugar, un sistema de creencias diferente. El pacto de lectura de Eisejuaz parece en principio proceder del mismo modo. Sin embargo, no tardamos en advertir que estamos ante un caso muy distinto, que estamos ante un libro excepcional. Porque una vez que, como lectores, dispusimos esa habitual suspensión de certezas previas, una vez que aceptamos descreer de lo sabido para poder creer de otro modo, en ese espacio así despejado Eisejuaz prefiere no poner nada. Las creencias desplazadas no encontrarán su reemplazo desde el mundo de la ficción. Lo que en cambio proporciona Eisejuaz es un estado de vacilación perdurable, que no podrá –ni querrá– resolverse. No se trata, por supuesto, de esa clase de vacilación propia del género fantástico o de lo maravilloso, que cuando se publicó por primera vez este libro, en 1971, está ya tan fuertemente codificada en la literatura argentina que hasta puede equivaler a una certeza.
El estado de vacilación en que Eisejuaz nos coloca y nos mantiene es sin dudas de otra especie. Porque su materia, justamente, está hecha de creencias, y su dilema, en gran medida, es discernir en qué se puede creer y en qué no. Sara Gallardo concibió esta novela a partir de algunos viajes que hizo a Salta a fines de los años ’60. Si esa experiencia tuvo el poder de suscitar la escritura de este libro es ante todo porque, en ella, se encontró con una nueva posibilidad para la lengua. Se trata de ese “idioma medio inventado” que tan genialmente se nutre de la despojada parquedad del habla indígena y que tan genialmente Sara Gallardo convierte en otra cosa; esa lengua que “en principio parece difícil de entender” aunque “enseguida se aprende”; ese insistente subrayamiento de la negación (“Nada no había”, “nada no pasó”, “nada no hablé”, “él tampoco no la tuvo”, “nadie no habló”, “nadie no contestó”) y esa forma inusual de lo impersonal (“se cumplimos años”, “se enfermamos”, “se vamos a morir”) que son tan profundamente existenciales y tan prodigiosamente literarios. La afinidad que la crítica literaria ha señalado entre Eisejuaz y la literatura de Juan Rulfo o de Joao Guimaraes Rosa encuentra allí su fundamento: lo estimulantes que pueden ser las hablas regionales para la exploración de nuevas formas literarias, siempre y cuando se las libere de la chatura mimética del regionalismo costumbrista. No obstante, hay en Sara Gallardo una originalidad tan radical, que lo más justo es inscribirla en esa zona de la literatura latinoamericana de los libros que no se parecen a nada, y que no encajan ni aun en el canon de la heterodoxia finalmente establecida, y que no van a aparecer o a recordarse sin dejar de ser un descubrimiento.
Aquel viaje a Salta que hizo Sara Gallardo la puso además en contacto con un ámbito en el que líneas sociales muy diversas se intersectan, se interfieren, confluyen, se refractan o se hostigan de manera por demás particular. Y Eisejuaz parece responder en gran medida a esa captación: está el universo aborigen, la presencia de la Iglesia Católica, los gringos que explotan y se aprovechan... ¿Desde qué perspectiva corresponde abordar el caso de las creencias de Eisejuaz? La pregunta es válida tanto para los personajes de la novela como para sus potenciales lectores. ¿Es posible creer en eso que habla Eisejuaz? ¿Y es posible creer en Eisejuaz mismo, cuando dice que cree en eso? Es cierto que lo más atinado es ver en su postura tan sólo un delirio o una farsa, el extravío personal de un pobre alucinado. Pero no es menos cierto que esos otros regímenes de creencias que aparecen en la novela, más asentados y establecidos, más severos e institucionales (el de la misión de San Francisco, el de la iglesia noruega, el de la fe cristiana) no resultan de por sí menos inverosímiles ni menos fabulosos.
Lo que cree o dice creer Eisejuaz es que Dios le ha enviado señales. Y él procede, siguiendo su figuración de otro mundo, cada vez más desencajado de las cosas de este mundo. Elena Vinelli habla de la “conciencia mística (o psicótica) de un indio mataco”, y cita una carta de Manuel Mujica Lainez a Sara Gallardo en la que habla de “un héroe mitad ángel y mitad monstruo”. Así queda escindido Eisejuaz, según se lo considere desde su propia perspectiva o desde una perspectiva exterior, según se decida admitir sus creencias o tomar distancia de ellas: será un salvador o un torturador, un santo o un traidor, un místico o un psicótico, un ángel o un monstruo, según se piense o no que es verdad eso que él cree, según se piense o no que lo cree de verdad.
Eisejuaz dice de sí: “No tengo dos palabras”. Y es verdad. Pero en cambio tiene dos nombres: es “Eisejuaz, Éste También” desde que lo ha elegido Dios; y es también Lisandro Vega, antes de que eso pasara. Dos nombres tiene, tiene dos vidas: la que llevaba antes, trabajando en una caldera, capataz de un campamento, y la que Dios al parecer un día le encomendó: Salvar a un hombre, esperar nuevas señales que pueda llegar a enviarle.
Sara Gallardo había indagado en cuestiones similares en los libros que preceden a Eisejuaz. En Enero, su primera novela, de 1958, aparecía un pecado indecible, el miedo a la confesión ante un cura, el amparo en el silencio, la tragedia de una chica de campo rodeada por ricos de estancia. En Pantalones azules, de 1963, es un militante católico el que peca y el que no encuentra, frente a un cura, ocasión de confesar, hasta verse forzado al silencio. En Eisejuaz esos mismos elementos (la falta, la culpa, la posible redención, la presión de la Iglesia, el silencio inexorable) reaparecen pero dispuestos bajo un cambio visceral. Porque el que guarda silencio es Dios. Y el que espera su mensaje es Eisejuaz, que ha dado por seguras señales inciertas y ahora se deja abrumar por la presencia de lo callado. La mitad monstruosa de ese ángel, la parte psicótica de ese místico que es Eisejuaz, tal vez esté cometiendo un pecado contra el hombre al que ha tomado para obrar su salvación. Pero cuando grita al Señor: “Si levanté un pecado contra vos hacémelo saber”, Dios permanece terriblemente en silencio: “No hubo contestación”.
Callar, no hablar, nada decir, es la cosa que más hace Eisejuaz. A imagen y semejanza de Dios. Los libros de Sara Gallardo transcurren siempre sobre esa franja, la que prefiere el no decir al decir. En Enero ese silencio es opresivo, tan opresivo como lo es el campo mismo; en Pantalones azules da cuenta de una imposible comunicación, la que brota de la confusión urbana; en Los galgos, se juega en el ida y vuelta entre dos tópicos del mundo de clase alta: la estancia y el viaje a París, hábilmente alterados, desviados, deslucidos.
En Eisejuaz el espacio es otro: un pueblo de provincia al que la lluvia ha dejado aislado. Y el recorte social también es otro (Leopoldo Brizuela sostiene que fue a instancias de Héctor Morena, su marido por entonces, que Sara Gallardo decidió salir de los límites de la clase que prevalecía en su literatura). El mundo de los indígenas es un mundo de trabajo y explotación, donde “el río tiene dueños”, donde es necesario enfrentar el avance de un nuevo orden económico: “Nos echan de aquí. Necesitan la tierra para plantar caña”. Pero precisamente de esa situación desertará Eisejuaz, atraído por otra clase de salvación, por otra redención posible. Un intento solitario, casi secreto, abstracto, acallado, en fuga, un intento que es apenas pura creencia y a la vez completamente increíble.
Sellado entonces por un doble silencio, el suyo y el de Dios, Eisejuaz admitirá: “Se me pegó la lengua”. Y de esa forma estará hablando de sí mismo no menos que de esta novela. Surgida de una lengua que se pega, brilla en el extremo insondable de una lengua pegada: va de esa lengua inusitada que se adquiere en la extrañeza, al límite de lo que se calla porque no hay más verdad que el silencio.



La mujer fría

El último rescate de la valiosa obra de Irène Némirovsky es una novela bella y despiadada donde el personaje principal, Gladys Eysenach, es un alter ego de la distante y frívola madre de la escritora, una mujer que pierde el control y llega al crimen cuando entiende que la juventud y la hermosura finalmente la han abandonado.

Por Alicia Plante
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Desde que sus novelas empezaron a publicarse en castellano, la trágica historia de la escritora Irène Némirovsky, nacida en Kiev, Rusia, en 1903 y asesinada en 1942 en el campo de exterminio de Auschwitz, es penosamente conocida. En 1919, frente a la expansión incontrolable de la revolución bolchevique y el consiguiente derrumbe de la Rusia zarista, el padre de la futura escritora, un acaudalado aristócrata, abandonó la patria y emprendió un largo y accidentado viaje con su esposa y su única hija adolescente, con las que se instaló en París. Habiendo puesto a salvo el pellejo familiar, posteriormente logró entrar en Rusia varias veces a fin de rescatar también gran parte de su fortuna.
Esa riqueza permitió que Irène se criara con cuchara de plata, aunque sin una madre que se la acercara a la boca. Una mujer frívola y egoísta que no se resignó jamás al destierro y la pérdida de los privilegios aristocráticos, Mme. Némirosvky se desinteresó totalmente de las necesidades emocionales y afectivas de su hija, que fue criada por mujeres contratadas que dejaban a la madre en libertad para entregarse a los encantos de la vida social europea de entreguerras. Irène, solitaria en un medio extraño pero no hostil, se educó en los mejores colegios y completó con honores sus estudios de Letras en la Sorbona. Su excepcional carrera literaria, inaugurada con el lanzamiento por parte de la editorial Grasset de su primera novela, David Golder, la colocó desde el primer momento en un lugar prominente del mundo occidental. Se casó con Michel Epstein –también asesinado por los nazis– con quien tuvieron dos hijas, custodias durante décadas del manuscrito de Suite Francesa, quizá su novela más importante. En 1942, sabiendo, como todo el mundo, que las tropas nazis avanzaban sobre París, eligió permanecer en la ciudad, donde fue hecha prisionera y enviada a una muerte prácticamente inmediata en Auschwitz.
Esa inmolación suya sólo puede entenderse desde la tristeza, una constante en su vida y en su narrativa, desde el abandono moral del que fue víctima por parte de su madre, desde la soledad en la que creció y a pesar de todo desarrolló su talento y elaboró una obra trascendente, traducida a más de treinta idiomas. Esa madre, que significativamente no sufrió persecución alguna a manos de los nazis, cuando su hija fue arrestada y sus nietas pequeñas acudieron a ella en busca de amparo, se rehusó a abrirles la puerta de su casa.
La presente novela, Jezabel, tiene un personaje central, Gladys Eysenach, que es evidentemente un retrato despiadado y sin embargo más dolorido que rencoroso de la madre de la autora. A Gladys no le interesa el amor, sentirlo, enamorarse. Es una emoción que nunca llega a conocer. Desde que toma conciencia de su belleza perfecta, de la admiración y la ambición de poseerla que despierta en los hombres, así como de la envidia y los celos que sienten por ella las demás mujeres, su único propósito en la vida, al cual consagra todo su tiempo y todos sus esfuerzos, es nunca dejar de provocar la pasión descubierta la primera vez, cuando, a los quince años, su enorme poder de seducción se le vuelve evidente sin todavía haber hecho nada por conseguirlo. La consiguiente necesidad de saberse objeto del deseo del otro finalmente la esclaviza y la somete hasta un punto en el que el terror a la vejez y a la pérdida de su poder la llevan a la angustia, la impiedad y la degradación. Su cuerpo es un altar nunca lo bastante venerado por sus devotos, hombres y mujeres, y a medida que el relato avanza y el tiempo también, Gladys verifica que la Fuente de Juvencia está seca, que en realidad su cuerpo privilegiado nunca se deslizó por las aguas sagradas porque la juventud era pasajera, apenas un préstamo, un hecho cruelmente provisorio.
En una ecuación del deseo del otro con la propia existencia, el hombre, finalmente cualquiera, debe confirmarla bella y deseable y sobre todo joven para que la vida tenga algo semejante a una razón de ser. Gladys Eysenach, alter ego de Mme. Némirovsky, no sabe en la novela qué hacer con el tierno amor de su hija, una niña delicada y frágil que sin embargo ostenta una personalidad más atada a la realidad que la de su madre. Mme. Némirovsky seguramente tampoco supo qué hacer en la vida real con el de la pequeña Iréne, y su indiferencia la condenó a no escapar de una muerte atroz que tal vez antes no se había animado a buscar.
El comienzo del relato coloca a Gladys ante un juez y un jurado, ante un público como todos, ávido de escándalo. La Eysenach, la notable, la famosa, la bella, ah, el placer de verla quebrada por la culpa: ¡la malvada mató de un balazo a un muchacho de apenas veinte años! La intriga acerca del papel que ocupó ese hombre sin gracia ni encanto en la vida de la hermosa Gladys acompaña al lector a lo largo de toda la novela. Y es naturalmente el dramático remate que los personajes merecen el que nos hace cerrar el libro con el sabor de la pena en la boca y el placer del contacto con un destello de la verdad y un reflejo de la belleza en el espíritu.
Jezabel
Irène Némirovsky
Salamandra
190 páginas