sábado, 1 de diciembre de 2012

Virginia Woolf-Biografía


Domingo, 4 de noviembre de 2012
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Atrápame si puedes

Convertida en mucho más que una escritora, símbolo y objeto de atención de las más diversas disciplinas, estudios feministas y de teoría queer, Virginia Woolf no deja de ser un misterio tan atractivo como aún vigente. Desde la biografía de su sobrino Quentin Bell, se le han dedicado muchos libros, películas y versiones teatrales, pero la publicación de Virginia Woolf. La vida por escrito llama la atención, en especial por estar escrita por una argentina y en castellano. Su autora, Irene Chikiar Bauer, docente de la Universidad de San Martín, explica el sentido de hacer esta asombrosa biografía desde Argentina y Esther Cross destaca los encantos de un trabajo tan meticuloso como atrapante.

Por Esther Cross
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Virginia Woolf con los labios pintados por insistencia del fotografo Man Ray.
Para contar la vida de Virginia Woolf, Irene Chikiar Bauer no se propone describir “una hipotética verdadera Virginia Woolf”. Así define el libro desde el principio, con una apuesta proporcional a su objetivo. Buscar una hipotética Virginia Woolf verdadera sería perderse lo mejor, sacrificar el registro de una vida por un relato cerrado, que es el error calmante y cómodo de muchas biografías. Una versión acabada implica un lector inactivo del otro lado de la página y esa pasividad sería una contradicción al tratarse de Virginia Woolf. Pero, ¿cómo hablar de la escritora que quería expresar, en palabras de Chikiar Bauer, “lo múltiple de la realidad, lo que tiene de inexplicable, de subjetiva y misteriosa”?
Chikiar Bauer elige dar cuenta “del transcurso de la vida” de la escritora, desde el contexto familiar hasta la aparición de su cuerpo en las orillas del río Ouse, y sigue un poco más allá, con las primeras marcas de su ausencia y el eco de su voz en quienes la rodeaban.
En el trayecto, Virginia Woolf, la vida por escrito busca lo que la misma Woolf buscaba en su novela Los años: contar el tiempo en continuado; tender la línea entre pasado, presente y futuro como se siente en la vida; captar su desarrollo íntimo y su dialéctica con el mundo exterior. Virginia Woolf creía que el pasado regresa si “el presente se desliza suavemente, como la superficie de un río” porque “entonces, a través de la superficie, se ven las profundidades”. En el libro de Bauer, la narración deja ver a la escritora. El deslizamiento sigue el curso de los años; cada capítulo corresponde a uno, como en los diarios que llevaba Virginia Woolf.
La biografía tiene dos partes, que se bifurcan en un momento clave: la mudanza de Virginia del barrio de Kensington a Bloomsbury. Esa mudanza equivale a otros cambios: de hija sometida a huérfana emancipada, de la era victoriana a la eduardiana, de los modales ásperos y diplomáticos de salón a las reuniones nocturnas de amigos. En Kensington, quedan el biempensante Henry James, la mano larga de su hermanastro y su futuro opresivo de ángel de la casa. En Bloomsbury, empieza a parecerse a la mujer que será el resto de su vida. Como Virginia y su hermana se mudaron a Bloomsbury cuando eran muy jóvenes, la primera parte de la biografía es breve aunque eso no contrarresta su importancia. La escritora revivió sus primeros años en textos autobiográficos de ficción y no ficción.
Virginia Woolf “podía traducir todas sus experiencias en lenguaje”, aun las que parecían más opacas, dice Chikiar Bauer, y desanda los pasos de la escritora en sus cuentos, novelas, teatro, crítica, diarios y cartas. En la biografía, como en la vida de Woolf, las experiencias se convierten en relatos que son, al mismo tiempo, experiencias decisivas. La escritora no es la misma antes y después de escribir un libro. El tema de la vida y la literatura se transforma, de a poco, en la literatura como vida. Las voces de las personas que rodean a la escritora, el tejido familiar de sus días, se suman a los textos públicos y privados que dejó.
Como comenta Irene Chikiar Bauer en la Introducción, con Virginia Woolf pasa lo mismo que ella notó con Shelley: cada generación siente la necesidad de contar su historia a su manera porque “su historia es la nuestra”. Cada biografía muestra una Virginia Woolf distinta porque ella “cambia en nuestra mente, como la gente viva” por decirlo de la misma manera en que ella hablaba de los fantasmas. Algunos creen que vivía en un mundo antagónico, porque leen su vida en términos de bipolaridad. Otros consideran que ya es inseparable de su leyenda y que se ha convertido en sus fanáticos y detractores. Hay versiones retocadas por la conveniencia familiar y otras signadas por el deseo de afiliarla a causas y partidos. Pero, como ella misma advirtió que pasaba con Shelley, con ella también “nos llega el turno de decidirnos” y cuando aparece una nueva biografía tratamos de conocerla un poco más, de entenderla mejor.
Virginia Woolf. La vida por escrito Irene Chikiar Bauer Taurus 952 páginas
A Virginia Woolf le gustaba definirse como una “mejoradora de vidas”. Podía transformar una anécdota trivial en un buen relato. Los hechos, los argumentos, importaban menos que la forma de contarlos, de vivirlos. Un episodio podía ser otro visto desde una perspectiva distinta, por eso están los hechos que vivió y su manera especial de contarlos en diarios y cartas. También creía que el yo era errático y cambiante, que una persona muestra algo diferente en cada una de sus relaciones, y en la biografía de Chikiar Bauer, a la Virginia Woolf de siempre (cara de Bloomsbury, equilibrada o psiquiátrica, rival del patriarcado, inteligencia record, esposa virgen y amiga homosexual) se suman otras. Virginia y sus perros, las casas y los jóvenes. Virginia de viaje. Virginia, snob –pero no frívola–. Virginia y el imperio, el agua, la maternidad, la comida, los médicos y la ropa. La indiscreción y la mordacidad de Virginia. Virginia y la cocinera, los bolos y las invasiones argentinas de Victoria Ocampo. También Virginia Woolf con ella misma, con el yo de la infancia que se hunde y reaparece, la vejez, la rapidez del tiempo.
Conocer a los otros era, para ella, una de las grandes dificultades de la vida y la escritura, también un incentivo mayor, un desafío. Siempre se preguntaba cómo contar a una persona. Apostaba por mostrar escenas de su vida, sus paisajes, su cuarto. Inventaba biografías de gente imaginaria en los ensayos sobre escribir. “La gente escribe lo que llama vidas de otras personas; reúne cierto número de hechos y deja que la persona a quien ocurrieron estos hechos siga sin ser conocida”, se quejó una vez. En la biografía de Chikiar Bauer los hechos, en cambio, funcionan como claves de la personalidad de la escritora. Era eso, la personalidad, lo que la misma Woolf buscaba a la hora de escribir una biografía. Pensaba que sólo el acercamiento a esa personalidad podía reunir los hechos de una vida en una biografía integradora.
Claro que con ella el tema tiene sus sutilezas. Como dijo Hermoine Lee, autora de otra biografía excelente, Virginia Woolf “era una escritora de autobiografías que nunca publicó su autobiografía”. A lo mejor la disuadió el miedo a la exposición y el ridículo, que tanto la preocupaba; a lo mejor era demasiado elusiva para dedicarse a ese ejercicio o se rindió ante las dificultades del género. No escribió su autobiografía, pero dejó muchos textos autobiográficos para que alguien pudiera reunirlos y hacer algo con ellos. “Me llamo Virginia Woolf. Atrápame si puedes”, son las primeras palabras de esta biografía que toma la posta una vez más.
Dicen que las personas mueren, pero las relaciones sobreviven. La historia de Virginia Woolf con los lectores lo demuestra. Sus lectores van más allá de su obra, extienden esa relación a su vida, escriben y leen biografías para renovarla con el tiempo. Algunas, como la de Chikiar Bauer, forman el cauce transparente que deja ver a la escritora, múltiple, misteriosa y cambiante como la realidad que ella misma quería expresar.
Virginia Woolf también habría aconsejado renunciar a una hipotética verdadera Virginia Woolf para dar paso a esta otra, más compleja y humana, que va por el campo con su perra o por la calle, alta y flaca, vestida a su manera, concentrada en lo que va a escribir desde su cuarto.



El desafío de una escritora

Por Irene Chikiar Bauer
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Virginia Woolf fotografiada por su marido Leonard en 1932.
Me llamo Virginia Woolf. Atrápame si puedes: más que una evocación de uno de sus textos (“El señor Bennett y la señora Brown”), puede considerarse un desafío lanzado a tantos lectores y admiradores de la escritora inglesa, quienes sienten que no pueden permanecer indiferentes ante el misterio de una vida y una obra que los interpela. Lo más curioso es que el convite proviene de alguien que defendió la filosofía del anonimato y nunca quiso dejar de ser una outsider, que rechazó la publicidad de su persona con la clara decisión de dejar que fuesen sus libros los que hablasen por ella. ¿Por qué, entonces, sentimos que nos desafía? ¿Qué nos lleva a desear conocerla, e incluso a creer, a veces, que lo estamos logrando?
Virginia Woolf es y ha sido una escritora célebre; precursora del modernismo y personaje de culto, fue una autora prolífica y una personalidad enigmática que siempre tuvo admiradores y detractores. Y si como autora su obra sigue convocando a los especialistas y cautivando a los lectores, también ha sido considerada precursora por las feministas, sujeto de interés para los estudios queer e incluso, en lo que atañe a su salud mental y a la decisión de acabar con su vida, materia de análisis para psicólogos y médicos. Haber confesado que sufrió el acoso en su infancia y adolescencia disparó especulaciones de parte de quienes llegaron a afirmar que fue “una niña abusada, una sobreviviente del incesto”. Tal vez por eso muchas de las biografías y estudios que la tienen como protagonista eligen como eje alguno de esos aspectos. Abuso, sexualidad, locura, suicidio no son cuestiones para pasar por alto y los biógrafos han tomado posiciones: ¿fue Virginia Woolf víctima de abusos sexuales?; ¿sufrió trastornos mentales?; ¿cuál sería el diagnóstico actual de sus problemas psíquicos?; ¿qué la llevó al suicidio?; ¿en qué consistió su feminismo?; ¿fue una heterosexual que experimentó relaciones lésbicas o una lesbiana camuflada tras un matrimonio convencional? Los intentos de etiquetarla o clasificarla han fracasado: decididas a profundizar, las feministas ponen sus reparos, considerando que, al fin y al cabo, no propuso cambios radicales; los especialistas en teoría gay y lésbica reconocen en ella una sexualidad poco transgresora, y los profesionales de la salud deben aceptar que, al estudiar sus trastornos nerviosos, no es fácil dar con un diagnóstico preciso y terminante.
Difícil de encuadrar, su compleja personalidad es probablemente uno de los principales atractivos de Virginia Woolf (...)
A pesar de los seis tomos de cartas en los que sus editores agruparon lo que se conserva de su correspondencia, ya de por sí abrumadora; de sus diarios de juventud y de los cinco tomos de los diarios personales que escribió desde 1915 hasta su muerte, siempre hay algo de elusivo en su personalidad que la misma Virginia Woolf se encargó de subrayar. Identificándose con una “buscadora”, se refirió al deseo de que hubiera “un descubrimiento en la vida (...) Algo que uno pueda coger entre las manos y decir: Esto es...”: algo que tuviera la capacidad de irrumpir en ocasiones en su conciencia junto con la sensación de la “propia extrañeza” de su ser, andando por el mundo. Aquella extraña que era para sí misma: ¿qué podría decir de su alma?, ¿era posible atraparla, como sucedía a veces con la realidad exterior? Su respuesta es negativa: “La verdad es que no se puede escribir directamente acerca del alma. Al mirarla se desvanece”. Como máximo, Virginia percibe que a través de sus diarios puede observar “cambios, rastrear el desarrollo de los estados de humor”. Curiosamente, en sus ensayos señala que es justamente la biografía la que puede oficiar como “registro de las cosas que cambian más que de las cosas que suceden”. En esa línea de reflexión, esta biografía pretende dar cuenta del transcurso de la vida de Virginia Woolf registrando el particular movimiento de las cosas que cambian y de las escenas que transcurren, renunciando así a fijar o transmitir al lector una hipotética verdadera Virginia Woolf. Así, a partir de 1904, año en que muere su padre y que junto con sus hermanos se muda a Bloomsbury y comienza una vida independiente, los capítulos de este libro siguen año a año su vida, de una manera que, creemos, no ha sido abordada aún.
En este punto, también se hace necesario hacer algunas consideraciones acerca de la pertinencia de una nueva biografía de Virginia Woolf. En principio creemos, con nuestra biografiada, que “hay historias que cada generación debe contar de nuevo”. Esta creencia no es arbitraria, ya que permite una toma de distancia no solo del protagonista o la protagonista de la biografía, sino también de las pasiones de su entorno. Refiriéndose a las memorias de William Rothenstein, en las que es mencionada junto con su madre, abuela y hermanas, Virginia Woolf le preguntó a su cuñado, Clive Bell: “¿Crees que todas las memorias sean tan mendaces como ésta? Me refiero a cada uno de los hechos, todos de un solo lado”. Esta pregunta, que alude a la parcialidad del género memoria, puede proyectarse a la biografía, en especial cuando el que la escribe está demasiado involucrado con su protagonista. Eso sucedió con Quentin Bell, sobrino de Virginia Woolf, autor de su biografía autorizada. Comprometido con la necesidad de transmitir una visión familiarmente consensuada de su tía, la de Bell, magnífica sobre todo por ser material de primera mano, falla al dar una visión “all on one side” (de un solo lado). Que ella no haya sido discreta en sus cartas y diarios, y que se haya referido con ironía e incluso con cierta crueldad a sus sobrinos y cuñado, podría explicar en parte la parcialidad de Quentin Bell, quien en numerosas ocasiones tiende a explicar las acciones, pensamientos o reflexiones de su tía, refiriéndose a su “locura”.
Con respecto a la pertinencia de escribir una biografía en castellano, hay que decir que a la barrera que supone la lengua para acceder a las muy completas e interesantes biografías académicas en inglés y no traducidas a nuestro idioma, se le suma la desventaja, para un lector no anglohablante, de que estos trabajos dan por sentado saberes que no son tales por parte de los hispanoparlantes, como ciertos movimientos culturales o personalidades destacadas en su país que no han trascendido las fronteras inglesas. Por otra parte, no existe aún en nuestra lengua una biografía que, como la que presentamos, dé cuenta de trabajos relevantes editados en los últimos cuarenta años y que permita al lector, gracias a las citas propias de un trabajo académico, recurrir a las fuentes cuando desee profundizar alguna de las cuestiones o temas planteados. Además, nuestra biografía prioriza el avance cronológico –una perspectiva encarada también por Quentin Bell–, mientras que algunos de los trabajos mencionados tratan la vida por temas, es decir, se refieren a su infancia, al llamado grupo de Bloomsbury, a su matrimonio o a los trastornos psíquicos, y otros toman como eje la obra y tratan en paralelo aspectos de su vida. Si bien la perspectiva cronológica supone un abordaje dificultoso para el investigador, ya que se corre el riesgo de que se pierda la ilación temática, el esfuerzo es recompensado porque lo que se obtiene es una visión no segmentada sino integral de la vida de Virginia Woolf. El lector está invitado a “ver” su desarrollo como si fuera un espectador o un testigo de las escenas que se suceden en el teatro de la vida.
Cuando emprendí la escritura de esta biografía, no tenía demasiada conciencia de la magnitud del trabajo que depararía. Aunque había leído con fervor sus principales obras, no sabía mucho acerca de la vida de Virginia Woolf hasta que encontré casualmente, en una librería, una edición en castellano de Vanessa Bell/ Virginia Woolf, el libro de Jane Dunn centrado en la relación de las hermanas, que me resultó muy sugerente y me llevó a leer las biografías de Virginia disponibles en castellano. Se trata de trabajos publicados en su mayoría hace muchos años, en los que si bien encontraba abordajes interesantes y complementarios, no alcanzaban a darme una visión que se ajustara a mis deseos –convertidos en necesidades– de conocerla en profundidad. Fue entonces que me decidí a acceder directamente a sus cartas y diarios personales; todas estas lecturas me estimularon a escribir sobre ellas. Había iniciado un trabajo detectivesco que oficiaría como motor del proyecto, ya que, junto con la obra literaria, los datos que iba acumulando comenzaron a darme una imagen o visión de Virginia Woolf que quise transmitir y que luego complementé con la lectura de la bibliografía que figura al final de este libro. Ya había iniciado la escritura cuando de pronto, en mitad de la tarea, tuve la sensación del nadador que en medio del río se pregunta si siguiendo la corriente se dejará llevar al punto de partida o si, en contra de ella, con más preguntas que respuestas, hará el esfuerzo y se aventurará a la otra orilla. ¿Había sido temeraria al proponerme escribir su biografía? En cierta manera, sí, y las bromas de mi entorno sirvieron de acicate. La pregunta: ¿quién le teme a Virginia Woolf?, era más que nunca: ¿quién le teme al Lobo Feroz? Sólo puedo decir que así como al principio me lanzó a la empresa aquel desafío de atraparla, fue la misma Virginia quien me hizo tomar conciencia, a medida que avanzaba en el trabajo, de las dificultades que implica delinear una personalidad: allí estaban sus textos autobiográficos, sus obras de ficción, sus ensayos sobre narrativa, y también todas las referencias al género biográfico.
Lectora ferviente de autobiografías, biografías y memorias, Virginia Woolf consideraba que “la fascinación que entraña la lectura de biografías es irresistible”, pero también denostaba el afán esquemático de algunos trabajos, que disponen a los habitantes del pasado como si se tratara de figuritas, “en toda suerte de dibujos, de los cuales ellos nada supieron en su día, pues creyeron que estaban vivos y que podían ir adonde quisieran y como les viniera en gana. Una vez que uno se encuentra en una biografía, todo cambia”. A su entender, lo que se les escapa a esas biografías no son los hechos, la verdad, lo fidedigno (“algo dotado de la solidez del granito”), sino la personalidad (“que posee lo intangible del arco iris”). Al señalar que el arte del biógrafo debía poseer “la sutileza y la osadía necesarias para presentar esa extraña amalgama de sueño y realidad, ese perpetuo maridaje del granito con el arco iris”, también indicaba las posibilidades del género. Así, Virginia Woolf invitó a sus lectores a estar atentos: “Vamos a buscar, quizá no tanto en lo escrito sino entrelíneas”. Ella misma, cuando escribió la biografía de su amigo Roger Fry, experimentó la necesidad de eludir ciertas cuestiones relacionadas con su sexualidad; y escribir sus memorias la llevó a nuevas reflexiones: “He estado pensando en los censores, en cómo nos amonestan los visionarios”. Pero además de los censores internos, que impedían que ni siquiera en sus diarios tratara ciertos temas privados o íntimos, al final de su vida reconocía lo que podríamos denominar otra dificultad que enfrenta el biógrafo: “La falsa V. W. que llevo como una máscara por el mundo”. La conciencia de la censura, propia y ajena, lo mismo que la idea de que hay una personalidad social y otra íntima y reservada, no alcanzaban, sin embargo, a opacar su curiosidad cuando se trataba de leer biografías, y de alguna manera confiaba en el biógrafo que “ha de seguir por delante del resto de nosotros, como el canario del minero, sondeando el ambiente, detectando falsedades, irrealidades, la presencia de convenciones obsoletas”.
También a través de su personaje de Mrs. Dalloway, Virginia Woolf me dio a entender que mi tarea sería tan fascinante y tan imposible como conocerse cabalmente a uno mismo. Si bien hacemos el intento hasta el fin de nuestros días, lo más probable y lo más honesto es que digamos, como ella, que no nos atrevemos “a afirmar de nadie, ahora, que fuera esto o aquello”, del mismo modo que “no se habría atrevido” a afirmar de ella misma “soy esto, soy aquello”.
Convencida de la imposibilidad de fijar descriptivamente a uno mismo u a otra persona, no es de extrañar que en sus cartas Virginia se preguntara “por qué los sucesos de una vida son tan irracionales que un buen biógrafo se vería forzado a ignorarlos por completo”. Sea como fuere, en la vida, como en la biografía, estamos dispuestos a presentar batalla, a tratar de llegar lo más cerca posible de ese conocimiento que siempre se escapa. Por eso, mi deseo fue hacer propias sus palabras respecto de lo que puede ser “el arte de la biografía”: “en lugar de saber de antemano lo que sucederá”, tenía que estar dispuesta a encontrarme “a cada paso, como sucede en la vida misma, desorientada y tratando de comprender”. Así fue como el desafío y el deseo se convirtieron en la convicción que me sostuvo hasta el final: era posible escribir una biografía que pudiera ofrecer una visión real de Virginia, pero que al mismo tiempo evitara fijarla y apresarla en el relato.


(Fragmentos de la introducción de Virginia Woolf. La vida por escrito)

Domingo, 25 de noviembre de 2012
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El gigante invisible

Tres autores brasileños, cuyas obras empiezan a difundirse en castellano y en Argentina, participaron la semana pasada de un encuentro en el Malba sobre la literatura de su país. Radar entrevistó a Andrea del Fuego, Altair Martins y Bernardo Carvalho para obtener un panorama del complejo universo cultural de un gigante que empieza a salir al exterior mediante estimulantes políticas de Estado, pero que lucha contra la falta de lectores y el peso de una lengua que permite los mejores experimentos, aunque cuesta hacer interpretar por el resto de América latina.

Por Luciana De Mello
“Para hablar sobre una generación literaria es preciso hablar de algún tipo de unidad, y la unidad es tal vez uno de los mayores problemas de Brasil, con el que se termina tropezando la ficción brasileña. Una región grande y fragmentada donde se van creando islas literarias. Brasil no es un país, es un archipiélago y uno vive en esa condición de fragmentación”, decía Altair Martins que, junto con Andrea del Fuego y Bernardo Carvalho, estuvo en Buenos Aires para el encuentro sobre literatura brasileña que se realizó el lunes pasado en el auditorio del Malba. Es precisamente por esa condición de archipiélago lingüístico que representa Brasil dentro del continente latinoamericano, que su literatura no ha tenido una trascendencia acorde con la magnitud de las obras, tanto clásicas como contemporáneas, que se producen en el país vecino. Contrarrestando esta situación, la actual política cultural del gobierno brasileño ha ayudado mucho a la difusión de su literatura en nuestro país, financiando traducciones y publicaciones que llevan adelante las editoriales Corregidor, Adriana Hidalgo y Edhasa –organizadoras del encuentro– con un criterio de selección focalizado tanto en la difusión de autores importantes que no han sido traducidos al español, como de los poetas y narradores contemporáneos que representan un hallazgo en cuanto al nivel de riesgo y experimentación dentro de su obra.

Rebelion contra el lector


Durante el encuentro, moderado por Florencia Garramuño y Damián Tabarovsky, los autores hablaron del proceso de creación de sus novelas, del estado actual de la literatura brasileña y de los riesgos de la profesionalización de la literatura dentro del mercado. En este sentido, Carvalho es muy crítico en cuanto a lo que se está escribiendo en este momento en Brasil: “Hay una ruptura que tiene que ver con un cambio dentro de Brasil. Es una literatura profesionalizante, direccionada al mercado, que se preocupa mucho por la eficiencia narrativa del libro como producto, del libro pensado para conquistar más lectores. Es un cambio fundamental, que no se da solo en Brasil sino en el resto del mundo y donde el gusto pasó a determinar qué es la literatura. El gusto es absoluto e impera, el gusto del lector es lo que determina lo que va a ser escrito, y vos publicás lo que los editores creen que va a tener un efecto en el mercado. Eso pasa en el mundo entero, sobre todo está muy claro en el mundo anglosajón. Cada vez hay menos editoriales pequeñas. La idea de una literatura que cause problemas, una literatura que a la gente no le guste, es un absurdo hoy. Sin embargo, hubo una época, tal vez no hace tanto tiempo, en que eso no era un absurdo y hasta era algo deseado”.
En relación con esta visión, el autor de Nueve noches –una de las más celebradas novelas de Carvalho, ganadora del premio Portugal Telecom 2003– habló sobre los motivos que lo llevaron a escribir ese libro reactivo, como él lo llama, escrito contra el desinterés por la ficción que él notaba en el público lector de ese momento. Frente a su enojo por el consumo cada vez mayor de la literatura de no ficción, donde los lectores esperan encontrar a un personaje de carne y hueso, el autor decide escribir una novela que partiera de un hecho real –como fue el suicidio del antropólogo Buell Quain– donde el relato testimonial se fundiese con la ficción más pura y, de esta manera, tenderle una “trampa” al lector. El resultado, sonríe Carvalho, fue que la gente hizo una lectura en primer grado de la novela y la leyó como si fuera un libro de periodismo autobiográfico.
La literatura, como sucede también con el resto de las artes en Brasil, estuvo siempre marcada por una búsqueda en lo formal y por un agudo trabajo con el lenguaje, que no se circunscribió únicamente al período de la vanguardia modernista sino que fue precedido y continuado más allá de las corrientes que prevalecieran en uno u otro momento. Grasciliano Ramos, Guimaraes Rosa, los poetas concretos y Luiz Ruffato son sólo algunos ejemplos de ahora y de entonces. El realismo urbano, sin embargo, también ha cobrado un espacio importante en la producción literaria más reciente, y es sobre la proliferación de esta estética que Bernardo Carvalho apunta: “Me parece que la búsqueda de esa eficiencia de la que hablaba tiene que ver con construir una estética y un lenguaje cada vez más realista en el sentido de que sea más fluido, donde haya menos ruido, menos interrupción. Hubo una época en la que el error era fundamental en la literatura, el defecto era interesante porque es el defecto lo que marca la diferencia, y hoy hay cada vez menos posibilidades de publicar el defecto. Cada vez es más profesional: vas a un taller literario donde aprendés técnicas, donde aprendés por qué un cuento es mejor que otro. Ahora, ¿por qué ese cuento muy malo no es maravilloso? Es eso lo interesante de la literatura. ¿Por qué el error y el defecto no es la cualidad? Hay un anhelo muy grande por parte de Brasil de querer participar en esa especie de concierto universal literario. El caso de Ruffato es un proyecto estético literario personal de él, que habla de una clase trabajadora educada, una clase de inmigrantes. Y es único, no se ve reproducido. Pero creo que Ruffato forma parte de una generación o de un mismo momento que yo, que no es el momento del ahora de la literatura brasileña sino un momento inmediatamente anterior. Recuerdo que cuando estaba en Berlín, conocí a una crítica alemana que me dijo: el problema de los brasileños es que son muy experimentales, pero ya no saben cómo contar una historia. Creo que con esas dos frases ella definió lo que Brasil tendría que ser hoy. Tendría que producir una literatura no experimental, donde el lenguaje fuera transparente. Si agarrás la literatura norteamericana, a Philip Roth, por ejemplo, o si agarrás a Coetzee, que es sudafricano, un autor diferente –los dos me encantan, son escritores geniales–, se nota que son modelos absolutos del mercado. Los dos son realistas, con personajes súper bien construidos desde un lenguaje transparente y que saben contar bien la historia. Entonces pienso que el modelo de literatura que se está creando es un modelo con varias diferencias entre autores, pero es un modelo basado en la tradición anglosajona reciente, que es el modelo del mercado”.

Archipielago Brasil


La novela de Altair Martins, La pared en la oscuridad (Premio San Pablo de Literatura 2009) y Los Malaquias, de Andrea del Fuego (Premio José Saramago 2011) son obras de una marcada diferencia en cuanto a poéticas y materiales. Sin embargo, podrían funcionar como paradigma de una narrativa que, si bien ya no puede leerse desde la pertenencia a un movimiento ni enmarcarse dentro de lo que fue el regionalismo en Brasil –generalmente asociado a lo nordestino–, en su prosa está contenido un residuo de lo regional. Martins como autor riograndense emplaza la historia en una pequeña ciudad cercana a Porto Alegre, mientras que Andrea del Fuego escribe sobre la región de Minas Gerais. Si bien no llega a transformarse en el eje de su estilo, ambas novelas recogen elementos del folklore y de la idiosincrasia típica de cada región. Estas regiones revelan a su vez, tanto en lo literario como en lo geográfico, más distancias que cercanías. Andrea del Fuego recuerda las controvertidas antologías del escritor paulista Nelson de Oliveira, tituladas Generación 90 y Generación 00. “En la visión de Nelson de Oliveira, yo formo parte de la generación ’00, que él define como la generación del bizarro... Pero en fin, dentro de ese monstruo de figuras que él compone, hay gente de los ’80, de los ’90, la generación ’00. Yo tengo casi 40 años y esa generación que él reúne tiene hasta autores de 19. Las antologías están ordenadas por el año de publicación, no por la edad o por la vivencia de cada uno. Sin contar que San Pablo –de donde sale gran parte de ese recorte– tiene autores que vienen de varios lugares. Yo por ejemplo fui criada en Sao Bernardo Do Campo, que es una zona industrial, pero ahora vivo en la zona oeste, un barrio de periodistas y escritores de San Pablo. Sin embargo, mi literatura va a hablar de una región rural, del sur de Minas Gerais. O por ejemplo Marcelino Freire, que habla en todos sus libros desde una voz de una señorita de Sertaña, que es el interior de Pernambuco. El está en San Pablo, pero tiene una voz que remite a otros lugares.”
Para Altair Martins, el problema de la región está dado por la fragmentación a la que hacía referencia al comienzo de la charla, y que de hecho se refleja en su prosa de manera contundente. En La pared en la oscuridad, Martins construye más de catorce narradores diferentes, cada uno con una voz definida por edades, ideologías y creencias singulares. Estas voces irán relatando una historia cifrada alrededor de varios silencios, de las palabras no dichas, de los diálogos truncos. Según Martins, en Brasil existe todavía el rótulo de literatura gaúcha, que hace referencia a toda la narrativa escrita en la región de Rio Grande do Sul. Y aclara que allí, las reglas del juego son otras: para ser un escritor gaúcho y ganar algún premio sureño es necesario no sólo haber nacido, sino haberse quedado a vivir dentro de la región. Martins se apresura a aclarar que este orgullo de los gaúchos tiene tanto ventajas como desventajas. El producto local termina teniendo mucha difusión y llega a ser muy conocido dentro de Río Grande, pero es muy difícil salir hacia el resto del Brasil. “Cuando fui publicado en Río de Janeiro, muchas reseñas hablaron de regionalismo. Si se referían a la lengua, yo no puedo huir de mi verdad, de aquello que para mí tiene poesía y mi poesía va a estar agarrada a mis cosas. No puedo comenzar como autor traducido, tengo que escribir con los elementos poéticos que me cercan, entonces hablar de regionalismo cuando los temas son universales, no me parece. Hay cosas en Río Grande do Sul que espantan a todos, palabras que son azorianas, españolas. Somos diferentes en el lenguaje, como los nordestinos, que a mí me encantan porque tienen una oralidad, una creatividad, y sufren el prejuicio del centro del Brasil. Me gustan mucho los escritores nordestinos, como Ronaldo de Brito. El con Galilea y yo con La pared en la oscuridad fuimos candidatos a una traducción en Francia que finalmente se la dieron a él porque según palabras de la editora, el libro de él era más solar, más representativo de Brasil, en cambio el mío era sombrío. ¿Lo podés creer?”

Perros de la calle


En los últimos años Brasil ha vivido una expansión económica que trajo aparejado un lento, pero notable crecimiento de la clase media baja. Esta clase se insertó con fuerza dentro del mercado de consumo de bienes tanto materiales como culturales. Según estudios realizados por el Instituto Pró Livro, el brasileño de hoy lee 4,7 libros por año. Un número bajo, pero que muestra un crecimiento importante, aunque la sensación térmica de los escritores sea otra. Todos señalan la poca importancia que la lectura tiene dentro de Brasil en comparación con otros países de la región. Y esta visión no sólo se expresa en entrevistas y artículos periodísticos sino que también toma la forma de crítica dentro del propio texto literario. En la novela de Martins, por ejemplo, hay un pasaje donde dos colegas profesores de una escuela secundaria hablan de la diferencia entre un alumno argentino con el resto del alumnado brasileño.
“Brasil tiene una tradición menor que Argentina en cuanto a lectura, de eso tengo certeza –señala Martins–. Leer no es algo brasileño. Hoy hay un orgullo económico brasileño muy grande, pero es una porquería porque viene de las personas que no tienen mucha instrucción, los turistas que vienen aquí a Argentina, por ejemplo. Porque hay un nuevo Brasil y se han generado cambios en nuestra propia percepción del país. Nosotros pasamos por cuatro gobiernos buenos, dos de derecha de Fernando Enrique, dos de Lula, y ahora el de Dilma, que también, para mí, tiene más aciertos que errores, pero ningún gobierno le ha dado una verdadera importancia a la educación. Brasil tiene una educación pésima, un sistema educativo equivocado. La universidad está bien, pero la base es terrible y el acceso a la educación universitaria es terrible. Sin embargo, éste es nuestro momento, porque la Biblioteca Nacional ha incentivado que la literatura brasileña saliera al exterior, hay un incentivo financiero muy grande para literatura, música, cine, danza, hay intercambio de estudiantes, hay inversión gubernamental. Nosotros en Rio Grande do Sul tenemos literatura riograndense, una literatura gaúcha, que nació con el Martín Fierro y hoy hablamos sobre los mismos temas que les interesan a los argentinos. Pienso que la narrativa de Río Grande es una literatura más interna, más psicológica, más milonguera. Y en cuanto a los clásicos, a mí me duele leer a autores brasileños tan grandiosos que nadie conoce, es triste. Machado de Assis fue tan grande como Borges y casi contemporáneo. Recién ahora empiezan a leerlo en Estados Unidos. Para mí, Carlos Drummond de Andrade es el mayor escritor brasileño de todos los tiempos. Brasil jamás ha ganado un Premio Nobel en ninguna área, y eso que ahora el mercado editorial está fuerte, es grande. Pero pienso también en la lengua portuguesa, que es una lengua periférica, no es como el español. A los brasileños, ahí donde vamos, nos hablan español como si todo brasileño supiera hablar español. Estuve en Nicaragua hace poco tiempo, donde me decían que el portugués les sonaba como un español mal hablado. La condición del portugués es la de una lengua marginal. Se habla de un síndrome de viralata: viralata es el perro de la calle, el perro sin dueño, y el brasileño es viralata en general. En literatura pienso que hay una desvalorización. Oswald de Andrade se adelantó a James Joyce, Machado de Assis hizo cosas geniales y modernas mucho antes que el modernismo europeo, pero nada.”
¿Cómo sucede entonces que se escribe tanto si se lee tan poco?
Bernardo Carvalho: –Cuando fui por esta beca a Alemania, conocí a un escritor islandés que era poeta, letrista de Björk. Un día, conversando, él me contó algo curioso. Cuando él hace encuentros y da conferencias, la pregunta del público actual no se basa en un interés de lector, sino en el interés del futuro escritor. Lo que ese público quiere saber es cómo ese escritor escribe, cómo tiene que hacer él mismo para escribir también. El público entonces ya no es más un público lector sino un público escritor potencial. Este es un mundo de escritores sin lectores. Inclusive en Brasil, no sé cómo se publican tantos libros, porque no hay lectores. Esta es una población gigantesca, donde las clases más pobres no leen, el libro es carísimo en Brasil, además de la cuestión del analfabetismo. La población que lee es la de clase media, acorralada entre los más pobres y las élites, y las élites brasileñas son las más groseras e ignorantes de la faz de la Tierra. Es increíble, porque la alta burguesía brasileña no tiene ninguna clase de interés, no sólo por lo que es literatura, sino que tampoco lo tiene respecto de ninguna cultura, nada. Están interesados en shopping, autos, helicópteros, playa, viajes, es sólo eso. Por ejemplo, que la alta burguesía en Brasil mande a los hijos a hacer trabajo social en lugares terribles, no existe. No le pasa por la cabeza a ningún padre brasileño que eso pueda educar a un hijo. Es una clase muy ignorante la élite brasileña. Creo que la que lee es la clase media, relativamente culta, pero en relación con la población de Brasil, es nada. No sé cómo es que se publica tanto, no sé para dónde va eso. Yo no sé para quién estoy escribiendo.
¿Y cómo perciben entonces la llegada de sus libros a los lectores brasileños?
Andrea del Fuego: –Yo comencé a publicar hace diez años y siempre estuve por debajo del radar de los lectores, del radar de la crítica, de las editoriales, de cualquier radar. Siempre escribí para una secta de quince personas, era publicada por editoriales pequeñas. Tengo un libro que se llama Niego todo, que son ciento siete ejemplares, yo digo que fue una edición confidencial. Yo sé quiénes son mis lectores, sé la dirección postal de esas ciento siete personas. El libro fue hecho a mano y como el diseño de la tapa era el rostro de un hombre, pasé la madrugada rasgando la boca y el ojo, cosiendo como si fuese una macumba, un trabajo de umbanda. Entonces de repente escribí un libro que salió en una editorial carioca, Língua Geral, que tiene un trabajo interesante de escritores en lengua portuguesa, de Africa, de Portugal, algunos conocidos y otros no tanto. Y ahí llegué, y de repente el libro ganó un espacio, tuve una lectura crítica, cosa que no había tenido antes con los libros de cuentos. Luego ganó el Premio José Saramago y entonces leí las primeras miradas críticas, sin la condescendencia de mis amigos, de esos confidentes; salí de mi vecindad. Y esa primera experiencia sucede en ese momento del que Bernardo habla, cuando el Estado llega pesado, queriendo hacer una marca, queriendo vender Brasil. Y yo creo que ése es un trabajo muy complicado, porque ¿cómo va a homogeneizar eso? No son Havaianas, que van del 35 al 40, que tenemos en azul, verde y amarillo. Es algo mucho más complejo. Cada uno tiene una voz muy propia.



Todo sobre mi madre

La escritora francesa Delphine De Vigan ya había publicado varios libros, incluyendo uno con seudónimo sobre su experiencia de la anorexia, cuando se consagró, recibiendo numerosos premios, al dar a conocer Nada se opone a la noche, la historia de su madre contada a partir del momento en que la encontró muerta en su departamento después de varios días, aparentemente, tras haberse suicidado. Convertida en cronista de la vida familiar, aborda su lado más oscuro, aunque no deja de correr el último velo de la madre ideal que confiesa seguir buscando.

Por Laura Galarza
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“Mi madre llevaba varios días muerta.” Comienzo más que prometedor el de Nada se opone a la noche, la novela con la que Delphine De Vigan, nacida en Boulogne-Billancourt (Francia) en 1966, se sube al escenario literario con medio millón de ejemplares vendidos y a la espera de ser traducida a otros varios idiomas. De Vigan, que actualmente vive en París y lleva publicados seis libros, decide escribir sobre la vida de su madre después de encontrarla muerta en su departamento. En Nada se opone a la noche se intercala la historia de la madre, Lucile, desde su niñez, con las cavilaciones de la escritora-hija, narradas en primera persona. De Vigan confiesa en el libro haber luchado contra la idea de escribir sobre el tema. A pesar de soñar con figuras fantasmales que le advierten: “No está bien lo que hacés”, De Vigan se da fuerzas escuchando de fondo una canción “Osez, Joséphine” (Atrévete, Joséphine), y saca a la luz cartas, escritos, dibujos de puño y letra de su madre; mira películas en súper ocho y fotos, y entrevista a sus tíos que aún viven. También desgraba los cassettes que su abuelo Georges dejó con los pasajes de su vida. “¿Conoce ese juego de unir con trazos unos puntos numerados para que aparezca la figura? Pues mi carrera literaria pasaba por fuerza por ese punto si no quería acabarse ahí”, responde De Vigan a la periodista que le pregunta por qué con la madre. Entre tantos escritores que no pudieron eludir el universo materno –Richard Ford, Roland Barthes, Georges Simenon, Ferdinando Camon– De Vigan define su lugar: “Soy una autora de ficción; sé que por las pesquisas fluctúo entre el periodismo y la literatura, al modo de Truman Capote, o de la Marguerite Duras de El dolor, sí, pero lo que escribo no es la verdad: es mi verdad, mi mirada sobre ella y quiero tener la libertad de aproximarme a los personajes. Me siento más cercana al estilo de Emmanuel Carrère”.
De Vigan encuentra a su madre en la cama, como dormida, con el cuerpo azul y en estado avanzado de descomposición. “Ignoro cuántos segundos, quizá minutos, necesité para comprenderlo, a pesar de lo evidente de la situación”, escribe, y se pregunta qué mecanismo operó para que ella no pudiese comprender de entrada que su madre estaba muerta. Peter Handke, quien también escribió un libro sobre su madre luego de que se suicidara, dice en él: “Esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje”.
Sin embargo, De Vigan se arremanga y cuenta. Lucile, su madre, es la tercera de los nueve hijos que, tras casarse en 1943, tendrán Liane y Georges. Una pareja de avanzada para la época, él un publicista exitoso e histriónico, ella una mujer que se pasea por la casa cantando despreocupada y consciente de su belleza. Ellos son una familia de propaganda. Y no es sólo una metáfora. En el libro se cuenta el día en que la televisión viene a la casa a filmarlos poniéndolos como modelo. “En una familia numerosa es raro aburrirse”, dice una voz afectada en off mientras la cámara se posa sobre la felicidad de los detalles. Pero el lector sabe a esta altura, gracias a lo que vino contando De Vigan, que esa imagen esconde lo peor. Y lo peor en las familias es lo que se silencia. En este caso las muertes de dos hermanos siendo niños, uno que cae a un pozo y otro que mete la cabeza en una bolsa de nylon. La menor, que se salva de milagro al caer de cabeza desde lo alto de una represa. Tom, el hermano Down oculto en el piso de arriba. Y lo que termina resignificándolo todo: Lucile, la madre de De Vigan, lleva un diario que la autora lee después de su muerte. Allí cuenta el día en que su padre (el abuelo George), le regala un reloj para que ella oculte su tatuaje “que él no lo sabe, pero tiene que ver con él”. Un reloj que marca las diez y diez, la hora en que su padre quizá la violó. “No lo sé. Todo lo que sé es que he sentido mucho miedo y me he desmayado. Ha sido la vez que más miedo he sentido en toda mi vida.”
“¿Tengo derecho a escribir que mi madre y sus hermanos fueron todos, en un momento u otro de sus vidas (o durante toda su vida), heridos, dañados, desequilibrados?”, escribe De Vigan como si por momentos retrocediera ante el objetivo. El escritor norteamericano David Vann, que también escribe novelas de sello autobiográfico, ha declarado recientemente que “lo peor que puede pasarle a una familia es tener un escritor en ella”.
Por su parte, no es la primera vez que De Vigan desnuda lo familiar. En 2001 escribió su primera novela, Días sin hambre, que publicó a pedido de su padre bajo el seudónimo de Lou Delving, basada en su experiencia con la anorexia. En ese libro hay una escena donde la madre de la protagonista, después de beber demasiada cerveza e incapaz de levantarse de la silla, se orina encima. De Vigan cuenta que su madre, después de leer aquel libro, se apareció en su casa borracha para decirle que la novela era hermosa, pero injusta. Llorando, le dice que ella “no es así”. De Vigan pensó en aquel momento, aunque no se lo dijo, que su madre había sido peor que eso. Años más tarde, el 31 de enero de 1980, y luego de visitar por primera vez a su madre en el neuropsiquiátrico, diagnosticada como bipolar, dice convertirse en escritora. Como la única manera de contrarrestar “el vértigo” escribe: “Sobre esas puertas cerradas detrás de mí, el tintineo de los manojos de llaves, los enfermos que erraban por los pasillos, el ruido de los transistores, esa mujer que repetía Dios mío, por qué me has abandonado”.
Claro que De Vigan debe soportar de parte del público y de la crítica la pregunta de si todo lo que escribió es verdad. “Son hechos reales, pero no verdades irrefutables”, contesta parándose del lado de la ficción y quizá, de la idea de que los recuerdos son, desde Freud, encubridores. Que las cosas hayan sucedido “de verdad”, ¿altera el valor de una ficción? “Como miles de familias, la mía se acomodó a la duda o se libró de ella.” La novela de De Vigan se lee como una tragedia familiar. Y el que esté libre, que tire la primera piedra.
Ahora bien, si a lo único a lo que se debe un escritor es a la literatura, lo que puede llegar a reclamársele a De Vigan es no ir al hueso. De ser por momentos condescendiente, velar con el lenguaje una realidad incontrastable, o más, limitarse a decir: “Esa época abriga sus zonas oscuras”, dando vuelta la página, atrapada ella misma en su humanidad. Y se disculpa frente al lector: “Al releerlo, no pude ignorar la madre ideal que planea a mi pesar sobre estas líneas”.
De Vigan pareciera ser consciente de que aquello que sabe, pero se guarda por temor a ser “indiscreta” deja agujeros en la historia y al lector, con hambre de más.
Nada se opone a la noche
Delphine De Vigan
Anagrama
369 páginas