viernes, 12 de abril de 2013

Escritores-aquí vivieron

Viernes 12 de abril de 2013 
Muros con historias

Por Natalia Blanc | LA NACION
 
 
El dormitorio de Julio Cortázar, en su piso del barrio Rawson. La propietaria actual de la casa admira la obra del escritor. Foto: Patricio Pidal y Mariana Araujo
Personajes, historias, fantasmas y musas suelen habitar los lugares en los que residieron célebres escritores. Al menos eso cree María Negroni, que vive en un departamento de pequeñas dimensiones con una gran biblioteca, que perteneció a Alberto Girri, uno de sus poetas predilectos. Algo semejante piensa la socióloga Nelly Schmalko, propietaria del piso de Artigas 3246 que fue el hogar de la familia Cortázar hasta 1978. Allí todavía se encuentra el armario de madera que alojaba los libros del autor de Rayuela .
Mansiones imponentes o ambientes austeros, escenarios de espectaculares fiestas y tertulias literarias o refugios de trabajo, lectura y estudio, en algunas se tejieron tramas de cuentos y novelas, en otras se escribieron febriles versos, y en buena parte de ellas se urdieron secretos y ocurrieron hechos que ya rozan la leyenda. Algunas siguen habitadas, otras funcionan ahora como museos, y muchas, lamentablemente, fueron derrumbadas para construir modernos edificios o locales comerciales. Es el caso de uno de los domicilios porteños de Manuel Mujica Lainez, en Marcelo T. de Alvear 1751, donde hay una playa de estacionamiento.
Es curiosa la situación del departamento de Maipú 994, donde Jorge Luis Borges vivió más de cuarenta años, la mayor parte de ellos junto a su madre, Leonor Acevedo. En el frente, una placa le rinde homenaje, pero puertas adentro del 6º B no hay quien evoque al autor de Fervor de Buenos Aires . Sus propietarios actuales (una pareja de extranjeros que no reside en la Argentina) lo mantienen vacío.

El refugio de Girri

 
Las casa de Alberto Girri. 
Una casualidad maravillosa, como ella misma la define, llevó a María Negroni a vivir en el departamento de la calle Viamonte al 300 que perteneció a Alberto Girri. A mediados de la década de 1990, cuando buscaba un inmueble para instalarse en Buenos Aires después de pasar un tiempo en Estados Unidos, la escritora visitó ese piso ubicado en la zona del Bajo porteño y quedó fascinada con la biblioteca. "Fue lo primero que vi. Aunque estaba vacía -no había ni una revista-, me encantó porque fue diseñada a medida y ocupa toda una pared. Tiene estantes altos y puertas bajas: mucho espacio para libros y papeles de trabajo. Ese hermosísimo mueble fue el principal motivo por el que decidí comprar el departamento", dice Negroni.
En la puerta de Viamonte 349 hay una placa con la inscripción: "Alberto Girri (1919-1991). Aquí vivió. Homenaje de sus amigos al poeta (28-11-1992)". La autora de Museo Negro había visto el letrero cuando concurrió por primera vez, pero confiesa que en ese momento no le prestó atención. "Al firmar la escritura me enteré de que la propiedad había pertenecido a él. Los vendedores (una pareja joven) nunca se habían referido al dueño anterior. Girri es un poeta que admiro. Varios colegas que lo conocieron, como Arturo Carrera, me contaron que aunque se le hicieron reformas, el departamento conserva algunos espacios intactos, como la biblioteca. Desde que descubrí esa casualidad maravillosa siento que el espíritu de Girri anda por aquí."
En Al pie de la letra. Guía literaria de Buenos Aires , Álvaro Abós describe el departamento como una "mezcla de cueva y taller de artesano". De estilo austero, como su dueño, en el piso había pocos muebles y objetos. Sólo algunos libros y una selección de discos de tango y música clásica. Poeta, traductor, corrector y colaborador del Suplemento Literario de La Nacion en la época de Eduardo Mallea, el autor de Quien habla no está muerto y Lo propio, lo de todos , se había instalado allí a mediados de los años cuarenta. Vivió solo desde que enviudó, en 1964, hasta su muerte, en 1991. Cercano al viejo edificio de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y a la redacción de la revista Sur , donde publicaba, ese espacio era el refugio y el lugar de trabajo del poeta. Allí, alguna vez lo visitaron Borges y María Kodama, según le contó a Negroni la propia Kodama. En el mismo ámbito, más de dos décadas después, reside una escritora, profunda admiradora de la obra de Girri.

Tras los pasos de Borges

 
las casa de Jorge Luis Borges. 
En los recorridos literarios que se ofrecen en Buenos Aires para visitar los sitios clave de los diferentes barrios donde vivieron y trabajaron escritores célebres, nunca falta el circuito borgeano. Es un clásico, aunque haya muy poco en pie para ver. La casa natal del escritor, en Tucumán 840, ya no existe. Tampoco, el solar de Serrano 2147 (actualmente, Borges, aunque él nunca quiso que su apellido se convirtiera en el nombre de una calle), donde el niño Jorge Luis vivió desde 1901 hasta 1914, año en que la familia viajó a Europa. "Era una construcción de planta baja y un piso, con azotea. Tenía un pequeño jardín; un muro con la verja labrada en la parte superior la protegía de la calle. La cancel era de hierro forjado", escribe Abós en el capítulo dedicado a Palermo de su completa guía literaria. Allí también recuerda que los Borges volvieron a la casa de Serrano en 1921, a su regreso de Europa.
Como señala la alemana Sieglinde Oehrlein en la Guía cultural de Buenos Aires , en varias calles de Palermo Viejo se recuerda a Borges con placas y grafitis. En la esquina de Borges y El Salvador, por ejemplo, se leen unos versos de "Fundación mítica de Buenos Aires".
Las anécdotas que no aparecen en las guías turísticas o culturales pueden encontrarse en las biografías, los diarios personales, las investigaciones periodísticas y los libros de historiadores. Para esta nota, acudimos a esas fuentes, además de consultar los testimonios de quienes viven actualmente en las antiguas residencias de los novelistas y poetas mencionados.
Dos fotografías del año 1959, publicadas en la edición minor del Borges de Adolfo Bioy Casares, muestran al poeta junto con su madre en el departamento de la calle Maipú. Tomadas por Bioy, en ellas se ve a Borges sentado al lado de Leonor "en el rincón donde ella le lee y él dicta", según anotó el autor de La invención de Morel .
Como el departamento B del sexto piso de Maipú 944 no está abierto al público, quienes quieran conocer cómo era el dormitorio de "Georgie" pueden ver una réplica exhibida en el primer piso de la fundación creada por su viuda, María Kodama. Ubicada en Anchorena 1660, la sede limita con una casona colonial en la que vivió el escritor entre 1938 y 1943. Allí escribió el cuento "Las ruinas circulares". Buena parte de su biblioteca, sus fotos y sus bastones se exponen en el Museo Borges, que está abierto de lunes a viernes, de 10 a 14.
El recorrido turístico en homenaje a Borges, impulsado por Kodama y el gobierno porteño en 2002, al cumplirse 103 años del nacimiento del escritor, incluía paradas en la fundación, el viejo edificio de Filosofía y Letras en Viamonte 340, la antigua sede de la Biblioteca Nacional en México 564, la manzana de Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga (donde el escritor situó la fundación mítica de Buenos Aires) y la casa de Evaristo Carriego (Honduras 3784), donde funciona desde 1981 una biblioteca popular especializada en poesía, que lleva su nombre. En esa casa museo se expone al público la pluma que el poeta empleó para escribir Misas herejes . Amigo del padre de Jorge Luis, Carriego, también vecino del Palermo de entonces, visitaba a los Borges todos los domingos.
 
La casa de Olga Orozco. 
Otra vivienda particular convertida en museo es la que perteneció a Xul Solar y su mujer, Micaela Cadenas, quien creó en 1986 la Fundación Pan Klub siguiendo una idea del escritor y artista plástico. Tras varios años de trabajo con un estudio de arquitectos, en mayo de 1993 se inauguró en Laprida 1214, domicilio de Solar y Cadenas desde 1928, un museo que alberga cuadros y esculturas de Xul, además de objetos personales y documentos de su archivo. En el sitio web xulsolar.org.ar se informa que próximamente se abrirá al público la biblioteca, con alrededor de 3500 títulos.
Una entrada de Borges , de Bioy Casares, registra una anécdota exquisita relacionada con Ricardo Rojas, otro escritor cuya residencia hoy también es un museo. Está fechada el 1 de noviembre de 1953. Escribe Bioy:
Ayer estuvo en casa de Ricardo Rojas, con la comisión de la Sociedad de Escritores; había allí mucha gente, que iba a saludar a Rojas, porque se cumple el cincuentenario de la publicación de su primer libro. Borges: "La casa parece un museo: un museo dedicado a él mismo. En vitrinas había ejemplares de sus libros. En marcos, páginas de Caras y Caretas , con uno de sus sonetos. [...] Había una gran biblioteca y yo pensaba: ´Tal vez no haya un solo libro que pueda leer'".
Más allá de la ironía típica de Borges, es curioso que se haya anticipado a lo que sucedería en 1958, un año después de la muerte de Rojas, cuando la propiedad donde había vivido el autor tucumano desde 1929 fue convertida en museo. Con una fachada inspirada en la casa de Tucumán, el palacio de estilo colonial está ubicado en Charcas 2837. Fue donado al Estado por la esposa de Rojas, María Julieta Quinteros, junto con muebles, obras de arte y objetos históricos de colección. En las visitas, se pueden apreciar el dormitorio original y la biblioteca, entre otros ambientes que se conservan.
Dice Bioy que Borges comentó, a modo de cierre de aquel relato: "Qué rico es Buenos Aires; pensar que a dos cuadras de esa casa estaba la tuya, y a dos cuadras la de Xul. No es extraño que esa gente coexista en el espacio, sino en el tiempo". El poeta se refería a la propiedad de Laprida al 1200, antes mencionada, y al departamento donde vivieron Bioy y Silvina entre 1940 y 1942, en Coronel Díaz 2730. De allí se mudaron a un tríplex en avenida Santa Fe y Ecuador, en el cual acostumbraban recibir a personajes célebres y no tanto.

Tertulias culturales

 
La casa de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. 
En uno de los capítulos de Romances argentinos de escritores turbulentos , best seller de Daniel Balmaceda, el autor comenta las veladas que solían organizar las hermanas Ocampo:
Al igual que Victoria, Silvina transformó su casa en un centro de reuniones culturales. La diferencia estaba en el tipo de invitados. Mientras que Victoria aglutinaba a personalidades relevantes en todos los campos, Silvina y Bioy se limitaban a los escritores y los artistas. En realidad, más Silvina que Bioy, ya que el escritor solía escurrirse de la reunión con su amigo Jorge Luis Borges (quince años mayor que él; lo había conocido en casa de Victoria) e instalarse en uno de los pisos para escribir en conjunto novelas policiales.
Balmaceda dedica varias páginas de su libro a revelar deliciosos encuentros furtivos de Bioy, pero el apartado que lleva como título "Ni siquiera me desagradaba" está centrado en Borges y Estela Canto. El departamento de los autores de Los que aman, odian , en Santa Fe y Ecuador -allí años más tarde viviría la escritora y académica Alicia Jurado- fue el lugar donde se cruzaron por primera vez.
La relación comenzó una noche de diciembre de 1944, con una caminata desde Barrio Norte hasta el Parque Lezama. Aunque Borges vivía en Maipú y Marcelo T. de Alvear, relativamente cerca de donde se encontraban, le propuso a Estela acompañarla hasta su casa, en Tacuarí y Chile. Estuvieron juntos hasta las tres y media de la mañana. "´Es tiempo de volver' -le dijo Borges a Canto cuando advirtió la hora, según cuenta Balmaceda-. Tomaron un taxi que llevó a cada cual a su casa."
De Barrio Norte, los Bioy se mudaron a Recoleta, al quinto piso de Posadas 1650, proyectado por Alejandro Bustillo para la familia Ocampo. "Aquí vivieron los escritores Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Sus libros, su lenguaje y su imaginación honraron a nuestro país y a la literatura universal", se recuerda en una placa. Vendido por los herederos del escritor hace casi trece años por, aproximadamente, dos millones de dólares, según consignó este diario, el departamento conservaba las altísimas bibliotecas pintadas de blanco y el estudio donde Bioy Casares trabajaba y recibía a los periodistas.
En su libro sobre los romances oficiales y secretos de los hombres y las mujeres de letras, Balmaceda relata que varias de las amantes de Bioy pasaron por el dormitorio del piso de Posadas. Cuenta también que su mujer, siempre acompañada por Jovita, el ama de llaves, lo espiaba desde un banco de Plaza San Martín.
Una cuadra de la ex calle Eduardo Schiaffino lleva el nombre Adolfo Bioy Casares desde septiembre de 2011. Es la que bordea la manzana donde está ubicado el edificio de Posadas 1650. Muy cerca, sobre la avenida Quintana, se encontraba su casa natal.
 
La casa de Oliverio Girondo. 
Si de salones de tertulias y reuniones sociales se trata, hay que mencionar los dos escenarios de los encuentros porteños más concurridos y escandalosos de su época: Suipacha 1444, residencia de Oliverio Girondo y Norah Lange, y O'Higgins 2150, casa de Manuel Mujica Lainez y Ana de Alvear.
Durante las veladas organizadas por Girondo y Lange en la casona donde hoy están las oficinas administrativas del Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, se podían cruzar Federico García Lorca, Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias, además de escritores locales como Macedonio Fernández y Borges. El periodista peruano Santiago Roncagliolo cuenta en El amante uruguayo , biografía de Enrique Amorim, que tuvo acceso a una foto de una agitada fiesta en la mansión de Suipacha entre Arroyo y Avenida del Libertador, en la que los hombres aparecen "borrachos" y "vestidos de marineritos" al lado de Norah, "disfrazada de sirena". La imagen fue tomada en 1933, en la presentación de la novela 45 días y 30 marineros , de Lange. Ése fue el motivo del look de los invitados y de los anfitriones: Girondo se vistió de capitán de barco y su mujer, de nereida. Llamaba la atención, en la entrada, un muñeco de dos metros de altura, que recibía a los visitantes. Era un espantapájaros que había utilizado el dueño de casa para promocionar su libro homónimo. Se conserva en el Museo de la Ciudad de Buenos Aires.
En 1972, Norah vendió a la municipalidad, la propiedad, lindante al Palacio Noel, sede del Museo Fernández Blanco, que adquirió gran parte de la colección de libros de la pareja, además de objetos personales y muebles. Desde 1998, la biblioteca de la institución lleva el nombre del autor de En la masmédula . Con entrada por Suipacha 1422, el edificio está cerrado por refacciones, ya que su estado era crítico.
Un antecedente de las fiestas del matrimonio Girondo fueron las tertulias de los padres de Norah. La casa, ubicada en Belgrano R, sobre la calle Tronador, tenía nueve habitaciones y un enorme jardín. Allí vivían Berta Erfjord, Gunardo Lange y sus seis hijos: cinco mujeres y un varón. "Berta hizo de la calle Tronador un centro mundano-literario -explica Abós en el capítulo de la guía dedicado al barrio-. A las reuniones que allí se celebraban no faltaba ninguno de los jóvenes escritores del momento [...]. Se declamaba poesía, se discutían temas culturales, se practicaban entretenimientos de salón, se hacía música: por supuesto piano, pero también bandoneón y hasta se bailaban tangos."
Entre los asiduos visitantes de la casa de Tronador 1746, actualmente subdividida en varios chalecitos, estaban Girondo, Borges, Leopoldo Marechal, Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Raúl González Tuñón y Macedonio Fernández. Al parecer, cuando se terminaron las veladas de los Lange, algunos continuaron de parranda en el palacete de Oliverio y Norah.
El hogar de Manuel Mujica Lainez y Ana de Alvear, en O'Higgins 2150, también fue sede de innumerables reuniones sociales. La pareja se instaló en esa vivienda, que recibió como regalo de boda, en 1936. Fue el lugar de trabajo y de placer de "Manucho" hasta fines de los años sesenta, cuando se mudó a Córdoba. Abós recuerda que "las fiestas de cumpleaños en la casa de O'Higgins, cada 11 de septiembre, eran, según un semanario de actualidad, el acontecimiento de la temporada". Como en otros casos, una placa en el frente le rinde tributo al autor de Bomarzo .
La finca El Paraíso, en Cruz Chica, La Cumbre, donde funciona la Fundación Mujica Lainez, aloja un museo dedicado a la obra del escritor. Donada por la viuda, la biblioteca tenía más de quince mil libros. Lamentablemente, muchísimos desaparecieron. Según se informa en la página oficial de la fundación, hubo denuncias e intervención judicial. Recién en 2007 comenzó una nueva etapa administrativa, pero los valiosos ejemplares jamás se recuperaron.
En Belgrano vivieron otros destacados autores, además de Manucho. Enrique Larreta, casado con Josefina Anchorena, heredó de su suegra un caserón con parque en Juramento y Vuelta de Obligado. El escritor habitó la propiedad, hoy Museo de Arte Español "Enrique Larreta", desde 1916 hasta su muerte, en 1961. Fue entonces cuando sus hijos la vendieron a la ciudad de Buenos Aires con una importante donación: obras de arte, volúmenes literarios y muebles, exhibidos en la actualidad en el museo. Los fines de semana, en los jardines, se presentan interesantes espectáculos infantiles.
 
La casa de Evaristo Carriego. 
Dos lugares históricamente vinculados con la cultura que están abiertos al público son Villa Ocampo, residencia de la familia Ocampo en Beccar, y la Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes (Rufino de Elizalde 2831). Propiedad de Victoria Ocampo, la mansión de Barrio Parque también fue diseñada por Alejandro Bustillo. Desde 1930 alojó la redacción de la revista Sur . Allí, en la imponente escalera pintada de blanco, se tomó en 1931 la foto del grupo fundacional de la publicación. Además de Victoria, en la imagen aparecen Borges, Mallea, Girondo, el español Ramón Gómez de la Serna y Norah Borges, entre otros.

El valor de la palabra

Nelly Schmalko compró en 1978 el departamento donde vivían la madre y la hermana de Cortázar, en el barrio Rawson, cerca de la Facultad de Agronomía. En diálogo con adncultura , recordó los entretelones de esa operación inmobiliaria que la llevó a entablar amistad con María Herminia Descotte y su hija Memé.
"Por aquella época yo vivía en el centro y buscaba un lugar más amplio para mudarme con mi marido y dos hijos pequeños. Recorrimos Agronomía y vimos un cartel de venta enfrente de una plaza con un jacarandá en flor que llegaba hasta la ventana del departamento. Nos encantó. Era domingo y al otro día volvimos con alguien de la inmobiliaria. Cuando esta persona toca el timbre, escucho que dice: ´Señora Cortázar'. Me sorprendí. Se abrió la puerta y nos atendió una mujer idéntica al escritor. Era su hermana, Memé. Adentro había libros y retratos del escritor. Le dije a la madre que era lectora y admiradora de la obra de Julio. Ella se alegró de que quien estaba interesada en comprar supiera quién era su hijo".
La venta quedó arreglada ese mismo día, pero surgió un inconveniente: el autor de Bestiario , también dueño de la propiedad, vivía en Europa y no podía volver al país. Nombraron un apoderado, pero pasaron siete meses hasta que la venta se pudo concretar. Mientras tanto, el precio de los inmuebles había aumentado. Doña Herminia, que necesitaba mudarse porque el edificio de Artigas 3246 no tenía ascensor y ella ya no podía subir las escaleras, se vio obligada a ajustar el valor convenido para poder comprar donde había señado. "Creí que iba a perder todo, ya que yo no tenía posibilidad alguna de conseguir más dinero -continúa Nelly-. Al poco tiempo Cortázar envió una carta en la que decía que él iba a pagar la diferencia a la madre para que me pudieran mantener el precio. Él me había dado su palabra y eso tenía un enorme valor."
 
Bioy y Silvina, en la biblioteca del departamento de la calle Posadas.. 
Cuando se mudaron a Villa del Parque, las mujeres Cortázar dejaron en Artigas 3246 una antigua biblioteca de madera, que había pertenecido a Julio, y un sillón de mimbre. En el mueble con puertas de vidrio, donde desde entonces Nelly guarda sus libros, no falta un ejemplar de Rayuela . El sillón, se lamenta la docente, que da clases en la carrera de Economía Social y Solidaria de la Universidad Nacional de Quilmes, se perdió en la mudanza de una amiga, a quien se lo había prestado por un tiempo.
Muchos años después de que Schmalko y su familia se instalaran en el edificio, el gobierno porteño colocó una placa para recordar a Cortázar. La mujer tuvo que acostumbrarse a recibir llamados de periodistas, estudiantes y curiosos, que pretenden conocer la casa por dentro. A veces lo permite, como cuando un joven sueco con novia española a punto de terminar una tesis sobre la obra de Cortázar le pidió permiso para sorprender a la chica con una visita privada al departamento. Nelly accedió y los esperó con vino y unos quesos. Eso sí, aclara ella, no prosperaron las propuestas comerciales que recibió en varias oportunidades. Una de ellas: cobrar en dólares a turistas para cenar en el mismo ambiente donde comía el escritor cuando volvía de dar clases en pueblos del interior.
Hasta 1984, año de la muerte de Cortázar, la socióloga visitaba una vez por semana a la madre y la hermana. Les llevaba la correspondencia, tomaban té, charlaban. Una sola vez se cruzó con el escritor. Fue en 1983, cuando él volvió al país luego de su exilio europeo. "Me lo presentaron e intercambiamos algunas palabras -rememora-. Me preguntó por el barrio y por la casa."
Unos primos del autor, que vivían en Lobos y viajaban a Buenos Aires en las vacaciones, le contaron que cuando eran chicos se sentaban en círculo alrededor del primo mayor para que les leyera cuentos de su biblioteca. También, que el joven Julio tenía que subir a la azotea para tocar la trompeta y evitar, así, las quejas de los vecinos.

Lo que el tiempo se llevó

Imponentes mansiones y amplios pisos o humildes pensiones de barrio, ¿qué sucedió con los lugares donde trabajaron, crearon, soñaron reconocidas figuras de las letras?
La casa del escritor y académico español Fermín Estrella Gutiérrez, en Beauchef al 200, cerca de Parque Rivadavia, conserva el frente y la estructura, pero el interior fue reformado. En la actualidad funciona un restaurante. En el hall de entrada se exhiben algunos objetos del autor nacido en Almería en 1900, quien vivió en esa casona de dos plantas hasta su muerte, en 1990. Hay obras de arte de su colección y una máquina de escribir.
En un pensionado de Olazábal al 2000, a pocas cuadras de la casa de Manucho, murió Roberto Arlt, en julio de 1942. Nada queda ya de aquel sitio. Tampoco de la vivienda de la calle Terrada, en Flores, donde vivió Alfonsina Storni. Aunque era considerada patrimonio histórico de la ciudad, en diciembre de 2011 fue derrumbada la casa de Terrada 578, último domicilio de la poeta.
Un artículo de LA NACION de enero de 1997 informaba que la propiedad estaba en venta. Su dueña le contó por entonces a este diario que en uno de los ambientes había un local de venta de trajes de baño. Se llamaba La Cueva de Alfonsina.

lunes, 8 de abril de 2013

La vida de Van Gogh


Domingo, 31 de marzo de 2013
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CRONICA FAMILIAR CON CUERVOS

La trágica y espiritual vida de Van Gogh forjó uno de los mitos más contundentes y conmovedores del arte moderno: el del artista atrapado entre el misticismo y la locura. Muchas veces, incluso, esa mirada parece filtrar la que se tiene sobre su obra. Biografías, películas, ensayos: no fueron pocos quienes abordaron su vida y su mito. El argentino Camilo Sánchez, autor de una biografía de Haroldo Conti y de una obra poética, se mueve entre la sutileza del lirismo y la solidez de la documentación para explorar, en su primera novela, la historia del pintor a través del hipotético diario de su cuñada, Johanna Van Gogh Borger. Esposa de Theo, militante, sufragista, antibovariana y madre viuda de un niño llamado como su célebre tío, la figura y la voz de este personaje extraordinario son las puertas de entrada privilegiadas a La viuda de los Van Gogh, un mundo lleno de pequeñas revelaciones epifánicas como las pinceladas de Van Gogh.

Por Guillermo Saccomanno
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Es cierto que la obra de Vincent Van Gogh (1853-1890) no se puede aislar de su existencia trágica. Pero leerla subrayando la locura le otorga un matiz de piedad inmunda a su valoración. En todo caso, la acomoda para sosegar los sentimientos de angst que puede despertar la belleza a la vez religiosa y quemante en quienes contemplan su obra. No es uno el mismo antes y después de conocerla. Tal vez no es uno quien contempla esa visión del mundo. Apostaría a que es esa mirada la que lo comprende a uno (y al decir comprende digo también abarca). En su Strindberg y Van Gogh, subtitulado “Análisis patográfico comparativo”, Karl Jaspers escribe: “Es un hecho sorprendente la influencia que en la actualidad ejerce una serie de artistas de relieve que se han vuelto esquizofrénicos y, precisamente, a través de las obras concebidas durante su enfermedad. De Strindberg, por ejemplo, lo más difundido hoy son los dramas compuestos tras el segundo brote de psicosis, ya en estado final. De Van Gogh, así, los cuadros que más repercusión han tenido son los pintados durante su demencia”. Es decir, según Jaspers, es la enfermedad la que produce la grandeza artística. Más acá, Gilles Deleuze sale al cruce de las interpretaciones a lo Jaspers. En Crítica y clínica Deleuze sostiene que no es en los períodos de enfermedad que los enfermos crean. Contra lo que una concepción burguesa y romántica de la relación entre locura y arte pretende, se crea desde la salud. Dice Deleuze: “La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso. El escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre”. Es en esas rachas de salud cuando la potencia creadora se manifiesta y produce. Una digresión y no tanto: cabe preguntarse, en estos creadores que supuestamente crean desde la locura, qué clase de obras producen y, una vez más, cómo se juzgan. Loco, bajo el régimen capitalista, es aquel que no produce, no rinde. No obstante, estos artistas producen. ¿Qué producen? Producen un cuestionamiento, ponen en evidencia una realidad negada. La posteridad, esa esperanza de pobres diablos, sin embargo, suele pasar, habrá de otorgarles un valor. A la historia le gusta el sarcasmo: a fines de los ’90, un magnate japonés comprará el Retrato de Paul Ferdinand Gachet en 82,5 millones y lo guardará para su deleite personal. Secuestro de un “tesoro de la humanidad”, se diría. Pero cabe preguntarse (Van Gogh lo haría) qué es la “humanidad” bajo el capitalismo.
Estas anotaciones se tornan lícitas como introducción a La viuda de los Van Gogh, primera novela de Camilo Sánchez (Mar del Plata, 1958). Es que su lectura legitima esta clase de asociaciones por todo lo que hace reverberar en el lector. Uno podría pensar en los diferentes caminos que Sánchez hubiera adoptado para una biografía novelada (o una novela biográfica). Evitando la estandarización, Sánchez eligió otro camino, la percepción de Johanna Van Gogh Borger (1863), la esposa de su hermano Theo (1857-1891) y cuñada de Vincent. Poeta, investigadora del British Museum, aficionada a Percy Shelley, feminista pionera, Johanna, toda una anti Bovary, adquiere una relevancia curiosa no sólo por el magnánimo gesto de salvar del ninguneo, la destrucción y el olvido la obra de Vincent (a ella se debe hoy que conozcamos su trabajo inmenso y ciclópeo: más de 900 cuadros y 1600 dibujos en tan sólo diez años). Lo que Johanna descubre al sumergirse en la correspondencia de su marido y su cuñado es que las cartas de Vincent conforman, además de un legado ideológico, la revelación de lo que hoy los suplementos literarios juzgan un “escritor secreto”.
No la pasó bien Johanna después del suicidio de Vincent y el derrumbe depresivo y la muerte de Theo, incapaz de soportar el duelo por su hermano. A los veintiocho años, viuda, madre de un recién nacido que portará el nombre del tío suicida, como el tío suicida recibió el nombre de un hermano anterior muerto al nacer, Johanna, mientras el bebé duerme, escribe: “Trato de calmar el dolor de los pezones agrietados por la demanda del niño con una crema de caléndula. Escribir me calma el cuerpo. Mi hijo, el pequeño Vincent, duerme en su cuna de roble: pienso, ahora, que tendrá que ser fuerte para quebrar el conjuro que lleva su nombre”.
No le resulta fácil adentrarse en esa obra pictórica que en su tiempo intimida a muchos que la califican de satánica y piden su destrucción. Durante la novela familiar (porque también lo es), en el machacar de Sánchez una y otra vez el nombre y apellido completo de Johanna parece empecinado en contrastar ese nombre, Johanna Van Gogh Borger, con la firma del cuñado en sus obras: Van Gogh firmaba, como un chico, sólo con el nombre, y prescindía del apellido. A tener en cuenta: Johanna sospecha que puede haber un destino marcado en el nombre. Decide entonces separar las aguas: a su hijo lo llamará Vincent (respeta, en esto, la tradición familiar) y a su cuñado, a partir del instante en que se pone a recuperar su obra, lo llamará Van Gogh. La respiración de ese diario, la detección de un relumbre, una imagen poética y el corte, con su silencio brusco, dicen más de ella que si realmente hubiera el autor accedido a su presunto diario.
“En cierto momento, Johanna se deja tomar por los ojos de uno de sus autorretratos. El que pintó poco después de la mutilación de su oreja. Tiene un gorro de invierno, un parche que le atraviesa la cara y enmarca aún más en el fondo de esos ojos. Johanna debe sortear una barrera de miedo”. Sin embargo, Johanna no afloja. No se conforma con el rescate de la pintura de Vincent. A medida que avanza en la clasificación de las cartas a Theo, la escritura de Vincent le presenta varios niveles de lectura: el autobiográfico, el narrativo, el poético y el teórico. También, un llamado radical al disenso y repudio de los circuitos de arte de la época y, por qué no, su visceralidad alcanza este presente y socava los cimientos de la crítica avant-garde y sus caprichos, las políticas museísticas, el star-system de las fundaciones, la tilinguería bienalera y obliga a repensar la función del arte. Para Van Gogh, un religioso que alterna la lectura de la Biblia con Shakespeare, el arte es una cuestión de fe. Y no de comercio. La fe supera las dimensiones de la tela, el cartón, el papel. “Encuentra bello todo lo que puedas”, le ha escrito a su hermano. Ese es su llamado. Así lo escucha Johanna.



La viuda de los Van Gogh. 
Camilo Sánchez 
Edhasa 
173 páginas.



La “locura” de los Van Gogh y, en especial, la inmersión en la obra del cuñado la inducen por lógica (Johanna no es una distraída) a preguntarse qué clase de pasión hermanaba a Theo y Vincent. “El estilo de los Van Gogh”, lo define. Además Vincent y Theo tienen dos hermanas. Elizabetha, la mayor, una mujer casada, formal y conservadora, y Wilhemina, la menor, más rebelde y aggiornada, culta y sufragista, que terminará en un hospicio psiquiátrico. Wilhemina es el femenino de Wilhem, el segundo nombre de Vincent. ¿Qué hay detrás de estos nombres que se repiten y cambian de género mientras las intervenciones psiquiátricas se suceden? A la vez, como si le explotasen en la cara, esas cartas de Vincent la hacen revivir escenas cotidianas a las que quizá en su momento no les había prestado atención suficiente. Las anécdotas mínimas ahora adquieren los rasgos de un amor hacia el cuñado que se negaba a admitir. ¿Ménage à trois con la muerte? Sería simplista pensarlo así. Porque si contra algo arremete la novela de Sánchez es contra el simplismo y las interpretaciones “oficiales” de la leyenda Van Gogh. Sánchez cuenta con una experiencia periodística vasta. En colaboración con Néstor Restivo publicó una biografía de Haroldo Conti, Biografía de un cazador, y es autor de una trilogía poética Del viento en la ventana. Reúne dos oficios, la crónica y la palabra poética. Es en la conjugación de ambas prácticas donde La viuda de los Van Gogh gana en sutileza y densidad con un aura poco frecuente al indagar en lo recóndito de la intimidad familiar.
La historia del arte hizo, con su drama, un mito. Y por qué no afirmarlo, al erigirlo como el héroe romántico, el artista atormentado, incomprendido, deriva modelo de coherencia que muchos quisieran adoptar pero no se animan. Y –habría que decirlo también– lo que su concepción del arte plantea como programa irreductible es la cuestión de la fe. Piénsese en Van Gogh predicando en la cuenca aurífera del Borinage. Piénsese en sus modelos campesinos deudores de Millet (El Angelus como imagen paradigmática).
No sólo para Artaud en El suicidado por la sociedad Van Gogh ha sido y es una fuente de inspiración. El cine no podía desaprovechar el mito. Vincent Minelli, Akira Kurosawa y Robert Altman han filmado sus respectivos Van Gogh personales. También abundan novelas que se aprovecharon del mito, cuyo paradigma es Anhelo de vivir de Irving Stone. No faltan tampoco las biografías. Monumental, la más reciente, la de Steven Naifeh y Gregory White Smith (ganadores de un Pulitzer por una biografía de Jackson Pollock), produjo cierto revuelo hace un tiempo cuando buscaron demostrar que Van Gogh no se habría suicidado. El disparo en el pecho que le dio muerte habría provenido de un muchacho, un “loquito” de campo, al que le gustaba creerse Buffalo Bill. Pero el método Sánchez, como dije, va por otro lado: recurre a la fantasía y también al vuelo poético y es, en esta zona de confluencia, en la pura ficción, donde ya no importa si el diario de Johanna es inventado. Si se piensa cómo influyó en Van Gogh el descubrimiento de Hiroshige y Hokusai en su pintura, no le debió ser ajena tampoco la poesía japonesa en un tiempo en que Francia asimiló el exotismo de ultramar. En este sentido son un hallazgo los tramos de las cartas de Van Gogh que Sánchez versifica convirtiéndolos en una reminiscencia de Basho.
Si se quisiera encontrarle antecedentes a La viuda de los Van Gogh, los tiene y son ilustres: Vidas imaginarias de Marcel Schwob y la Historia universal de la infamia de Borges, deudor a su vez de Schwob. Se encontrarán también alusiones y guiños a la literatura argentina: como ejemplo, ese dandy putañero que se pasea por París con su esposa lesbiana atormentada. Sánchez no botonea: deja librada al lector la suspicacia. De todos modos, para quienes exigen verosimilitud –como si los estatutos de la novela fueran la realidad–, no cabe duda de que Sánchez dedicó a esta novela una investigación de años. A lo largo de la novela no faltan ni los chismes de salón ni los nombres de una cultura: Mirabeau, Gauguin, Lautrec, Renard, Bloy, Zola, Pissarro, etcétera. Están de telón de fondo los conflictos sociales, las huelgas y, como no puede ser de otra forma, en los entresijos de lo personal, las intrigas familiares y sus inquinas. Desde esa documentación que opera de base del iceberg, Sánchez eligió contar los Van Gogh según Johanna y, en consecuencia, no es improbable que, desde la escritura del diario apócrifo, llegue más lejos que un historiador ortodoxo. En términos del crítico Luis Harss, la novela describe “un borde de sombra alrededor del que giran otros enigmas”. En este aspecto Sánchez “nos muestra que el arte es un cristal de una perfecta claridad tan impenetrable como la locura”.
En una de las historias de los sueños de Kurosawa, “Cuervos”, un muchacho japonés, pintor con dos telas bajo un brazo y un caballete en la otra, recorre las pinturas de Van Gogh colgadas en un museo. Se detiene ante una: El puente de Langlois en Arlés con lavanderas (1888). De pronto la pintura se vuelve realidad. El muchacho ingresa en el paisaje. Pregunta a las lavanderas si han visto a Van Gogh. Las aldeanas lo orientan. Y le advierten: “Tenga cuidado, estuvo en un manicomio”. Después se ríen. El muchacho cruza el puente. Después de una caminata, el muchacho encuentra en el campo al pintor (actuado por Martin Scorsese). Van Gogh está dibujando parvas. Lo arenga sobre el valor de la naturaleza y el sol. Después se pierde en un camino entre mieses. El muchacho queda solo, perdido. Camina en la pintura, esa otra realidad. Atraviesa paisajes. Mientras Van Gogh se aleja en el horizonte, del horizonte viene una bandada de cuervos hitchcockiana digna de Los pájaros. Como ese muchacho japonés que entra en Arlés, el lector de La viuda de los Van Gogh accede a ese mundo. Pero a diferencia del muchacho de Kurosawa, no se sale así nomás de un encuentro con el artista.

Omar Mollo/Dante Panzeri


Omar Mollo: M.A.M., mambo, Sumo, drogas, Divididos, Ricardo y tango

EL REY DEL MAMBO

En los ’70, fundó y comandó M.A.M., una banda de sonido pesado y alma hippie que sonaba increíble y que los productores perseguían, pero que nunca tocó en vivo ni grabó un disco hasta 30 años después. Su legado: de ahí saldría la base con que Luca Prodan armaría Sumo y de lo que después sería Divididos. Mientras, Omar Mollo seguía su camino de drogas y misticismo en Brasil, volvía a la Argentina, se distanciaba de su hermano y –por sugerencia de rockeros pero también de tangueros de ley– se dedicó al canto de arrabal. Hoy, reparte su tiempo entre Amsterdam y Ramos Mejía, es respetado en las dos veredas musicales y gira por Europa, donde lo presentan como “el Ozzy Osbourne del tango”.

Por Mariano del Mazo
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Sexo, droga, rock and roll, mente, alma & muñeco. La prehistoria de Omar Mollo es casi el comienzo y desarrollo de un cuento de Hans Christian Andersen. Porque el patito feo del rock pesado se transformó en un cisne de exportación del tango. Patito Mollo lo llamaban justamente de chico, por aquello de a cada paso una cagada. Ahora lo reciben embajadores. Pero ahora, ahora, este buen cantor con matriz inequívocamente goyenecheana está fumando en un bar de Palermo y diciendo: “En un momento me dediqué a vivir la vida loca. Estuve diez años metido en cualquiera. Si no me morí, no fui preso y si no me volví loco fue de pedo”.
La prehistoria de este menjunje donde metieron la cuchara el gurú Maharashi, Pappo, Antonio Carrizo, Sumo y Rubén Juárez –todo atravesado por un accidente de autos mortal que le cambió la vida del modo más extraño y oblicuo posible– habrá que rastrearlo en una fábrica de calzado de Pergamino. Mejor dicho, en el incendio de esa fábrica. El padre de Omar y Ricardo había puesto justamente la mente y el alma en su orgullosa pyme y entre las cenizas decidió rehacerse en El Palomar. “Yo ya en Pergamino hacía tango y folklore desde los cinco años. También bailaba malambo. En la esquina de casa vivía Tatín Sarlinga, que era guitarrista de Antonio Tormo. Tomaba clases con él. A los seis agarré la guitarra y se formó un grupito con chicos de mi edad, Los romanceros de Achalay. Llevamos a grabar un casetito. Hasta salió una nota en el diario de Pergamino. Figuro como el Patito Mollo. Cuando tenía siete nació Ricardo, y me vino una regresión de la gran flauta. Cacé de nuevo la mamadera, el chupete... Fue el primer quilombo que tuve con mi hermano.”
Ante la desaprobación de su padre, en El Palomar profundizó el berretín por el folklore. Un fileteador famoso en el pago chico, el Tano Peretta (“un artista en serio”), lo escuchó y pidió permiso a la familia para llevarlo a un concurso que tenía Antonio Carrizo en Radio El Mundo. “El programa se llamaba El Mundo de la guitarra. Fui cinco veces y gané las cinco. Gracias a Carrizo me hice de cinco guitarras. Mi viejo no me demostraba ningún orgullo, al contrario: me decía ‘te falta’. Después con los clientes y los proveedores se le caía la baba.”
Combinaba música, trabajo en la fábrica y escuela hasta que, como todo nacido en 1950 y caminador del legendario lejano oeste del Conurbano, fue mordido por el rock. A los 17 formó una banda, Año biciesto, que lo tenía a D’Artagnan Sarmiento en teclados. Hacían covers de Santana, Beatles. Llegaron a trabajar en el circuito marplatense de verano, en el sótano del boliche Jet, enfrente del Casino. A 400 kilómetros Ricardo Mollo podría haber parafraseado aquello de Serrat: crecía imitando a su hermano. Y superándolo. En la soledad de El Palomar se transformó en un guitarrista notable. Omar, en tanto, después de una actuación en el Canal 8 de Mar del Plata, se enteró por el diario que había salido sorteado para el servicio militar. “Fue un golpe en la nuca. Volví a casa, y ahí lo veo a Ricardo que la estaba rompiendo y que tenía ganas de formar un grupo. Cuando terminé la colimba armo M.A.M.”
Mente Alma y Materia, o Mente Alma y Muñeco, explica, sin aclarar la insólita diferencia entre “materia” y “muñeco”; “es indistinto”, agrega apenas. Omar Mollo se zambulló en el espíritu de la época e hizo todo lo que marcaba el manual del rocker. Hippismo, I Ching, Castaneda, Gurú Maharashi. “El M.A.M. viene del I Ching, que lo aprendí de un grupo de artistas de Castelar. Me fue cambiando el bocho, organizaba reuniones en casa. Además de la banda, que completaban un batero llamado Juan Rodríguez –que no era el de Sui Generis, otro– y Raúl Lagos en bajo, había una cosa muy espiritual. Con Ricardo hicimos un pacto, que después cada uno fue cumpliendo en la vida, sin que nos consultáramos. Nos regiría M.A.M. hasta la muerte. Fijate que todos nuestros hijos tienen las iniciales M.A.M. Yo tengo dos hijas: Melisa Alejandra y Maia Ailén; Ricardo también, del primer matrimonio, María Azul y Martina Adabel. Y ahora tuvo a Merlín Atahualpa con Natalia, una gratísima sorpresa para mí.”
¿Por qué?–Porque estábamos medio alejados, naturalmente. Y bueno, pasaron muchas cosas. Yo lo sentí como, no sé, un homenaje a los viejos tiempos.
M.A.M. empieza a volverse algo serio, con resonancias místicas y míticas, no sólo en los suburbios. Omar Mollo alquiló un sótano en una esquina frente a la Base Militar de El Palomar, Héctor Starc iba con su Fiat 1500 a zapar, salían notas en la revista Pelo, y desfilaban productores como Jorge Alvarez y Daniel Grinbank con la intención de sacarlos del ostracismo, en tiempos en que el llamado rock pesado movilizaba. Pero filosóficamente M.A.M. estaba más cerca de Arco Iris que de Pappo’s Blues: se movían dentro de una endogamia totalmente sectaria. Estuvimos cinco años ensayando ¡sin salir a tocar! Te imaginás cómo sonábamos. Yo estaba en un mambo muy volado. Rechazaba cualquier posibilidad de negocio, detestaba el materialismo. Es más: me llamaban el Gurú. Creo que al fin y al cabo era un tipo muy elemental. Iba a la sala, pasaba la aspiradora, encendía sahumerios, armaba una especie de templo y ensayábamos todos los días cuatro o cinco horas temas que duraban quince minutos. Después conocí a David Lebón, y fuimos a una conferencia del Maharashi. Nos engachamos. También estaba Carlos Cutaia. A los seis meses, a través de un mahatma obtuvimos el conocimiento en Córdoba. Ni me acuerdo cómo llegamos, pero fue en un campo. A mí me sirvió mucho ese conocimiento. Aprendí cuatro técnicas de meditación, aprendí la importancia del verbo. Okey, después la cagué. Pero me sirvió.
¿Por qué la cagaste?
–Uf, es largo. Me fui a Brasil e hice desastres. Drogas.
¿Qué drogas?
–Todas.

DADO VUELTA ESTAS VOS


En 1979 conoció a un tipo muy elegante, de Hurlingham, que vestía con pilotines ingleses y tocaba el bajo como un animal: Diego Arnedo. En M.A.M. se formó la dupla que destacaría en Sumo y Divididos. “Era impresionante lo que sonaba M.A.M. con Diego y Ricardo. Pero siempre teníamos problemas con los bateristas.”
Como Divididos.
–¡Es que Divididos es M.A.M.! La base es la misma. Si yo le enseñé a tocar a mi hermano, cómo manejar el tema de las bases. Yo le enseñé todo. A Arnedo también, loco. Y si no que hagan un careo. Yo no quiero hablar de eso, porque parezco un resentido. Pero es la verdad. Estoy laburando, me va realmente bien con el tango, pero la historia es la historia.
¿Cómo te llevás con tu hermano?
–Bien, bien. Normal. Yo era la oveja negra de la familia, él era el responsable. Siempre me cagaba a pedos. En un momento, cuando él tenía 13, 14, yo lo vareaba por mis amigos: era increíble lo que tocaba. Ya era el mejor guitarrista del país a esa edad. Iba a verlo a David Lebon, o al Flaco Spinetta, les mostraba cómo tocaba Ricardo y se caían de culo. Pero después mi hermano se puso muy serio. Se hizo cargo de la fábrica de mi viejo, se levantaba a la seis de la matina, laburaba, ensayaba, todo. Y yo era un bardero. No podía tocar y trabajar, quedaba extenuado. Tenemos mucha diferencia de edad. Yo le decía: “No me des bola a mí, hacé lo que vos quieras”. Puede ser que la relación haya sido conflictiva en algún momento, pero ya somos grandes. Llegamos a hacer terapia familiar para ver quién estaba loco. Mi viejo murió joven, a los 58. Ricardo quedó al mando de la fábrica y yo tenía un tallercito en el fondo donde hacía serigrafía y las etiquetas para los calzados.
El viaje a Brasil fue un punto de inflexión. Ante la caravana de excesos de su hermano mayor, Ricardo Mollo decidió con Diego Arnedo disolver M.A.M. Después de una experiencia con otro bajista –Rinaldo Rafanelli, con el grupo Demo– todos los caminos condujeron a Sumo. La historia es conocida. Omar pasó la década del ’80 complicada. “Ricardo y Diego eran muy claros. Sabían lo que querían. Yo también, pero... ¿cómo te puedo explicar? A mí me cagó la cabeza mi forma radicalizada de ver la vida. Tendría que haber transado. Vivís en sociedad, ¿qué vas a hacer, boludo? Nunca tenía un mango. Estaba contactado con todo el rock argentino. Todo, ¿eh? Me dedicaba a negocios non sanctos, hacía un asado en casa y venían todos: los que están muertos y los que están vivos. Si me preguntás si yo iba a ver a Sumo, te digo que no, ¡que ellos venían a verme a mí! Luca no, Luca era faso y ginebra. Yo estaba en cualquiera, y no le echo la culpa a nadie. Nunca lloré. La mochila me la banqué.”
¿Cómo viviste la etapa de Sumo?
–Ayudando. Cuando llegó el momento en vez de ponerme en la posición de “yo formé M.A.M, cómo me van a echar a mí”, dije “ok, está todo bien, ¿en qué puedo servirles?” Yo he manejado los camiones, he manejado el ómnibus, le he hecho la sala a Divididos cuando empezó con Federico Gil Solá en Hurlingham.

UN DIA EN LA VIDA


Los Mollo eran amigos de Ernesto Caldentey, un gerente de banco que iba a ver Sumo. Su mujer estaba muy deprimida y un día Caldentey le pidió a Omar que tratara de hacer algo. “Vos que sos gurú, hablale, intentá sacarla de la depresión a Graciela.” “Yo pensé que estaba loco, no le hice caso –dice Omar–. La fuimos a ver una vez y nada más. Al poco tiempo Ernesto se mató en un accidente de autos: un colectivo lo llevó puesto de contramano. Veinticinco años después de la tragedia yo estaba a punto de tocar en La Trastienda, me llamaron de una radio de Ramos Mejía y la conductora era Graciela. Me vio, me preguntó ‘¿cómo estás?’ No nos despegamos más. Ella me rescató, empezó a hacer las tareas de manager. Y me convenció para que me dedicara al tango.”
Desde hace una década Omar Mollo reparte su año entre Amsterdam y Ramos Mejía. Hace rato pasó los límites del “rockero veterano que coquetea con el tango”. Gira por Europa solo, con músicos europeos, con el sexteto de Carel Kraayenhof –el músico que tocó “Adiós Nonino” en la boda de Máxima– y últimamente con Astillero, la orquesta que dirige Julián Peralta, uno de los fundadores de la Fernández Fierro. Con un estilo fraseador y expansivo y una buena entonación, quedó a mitad de camino entre la guardia de los ’70 y la nueva camada de cantores. “Yo cantaba en las reuniones, informalmente. De pronto se formó una bola. Venía Andrés Ciro y me decía: ‘tenés que dedicarte al tango’. El Pelado Cordera, Ricardo Iorio, igual. A mí me daba miedo. Después vinieron los del palo. Rubén Juárez, por ejemplo, me bancó a muerte. ‘No cometas la boludez de disfrazarte de tanguero’, me dijo. En Europa, Carel Kraayenhof todavía me presenta ante la gente como ‘el Ozzy Osbourne del tango’. Una locura.”
A diferencia de las tendencias de los años ’90, Mollo recaló en la década del ’40. Su fuerte está en el vivo, donde da rienda suelta a un vigor interpretativo que subraya la emoción hasta las fronteras de lo teatral. En él confluye y se acerca a la realidad la curiosa definición que hacían algunos arribistas del género del Goyeneche crepuscular: “Cuando el Polaco canta tango hace rock and roll”. La frase es estrafalaria, y lo sigue siendo, pero en el caso de Omar Mollo adquiere cierto sentido.
Viene de presentar su último disco, Barrio Sur, en el ND Ateneo. Allí reúne clásicos como “Cuando me entrés a fallar”, “Los cosos de al lao” y “Afiches” con “Tango del diablo” (Andrés Ciro), “Rocanrol” (Edu Pitufo Lombardo) y hasta una extraña versión de “Muchacha (ojos de papel)”. Ya está pensando en el próximo álbum. “Tengo una asignatura pendiente. Quiero mandarme en la composición. En Barrio Sur escribí una canción, ‘Para Gra’. Vamos a ver.”
En M.A.M. componías.
–Sí, pero rock. El tango no es joda.



La pelota no se mancha

Si hay un mito periodístico en el deporte argentino, ése es Dante Panzeri. Admirado por sus pares y por los mejores que lo sucedieron, conflictivo en las redacciones por sus principios (su renuncia a la dirección de El Gráfico es memorable), denunciante del negocio y los dirigentes, enemigo del boxeo (golpea el cerebro, decía), el automovilismo (una actividad industrial, decía) y las entrevistas a los deportistas (no tienen nada que decir, decía), defensor de los jugadores y enfrentado al mito de los DT (cualquiera es DT, decía), autor de dos libros cruciales (Fútbol, dinámica de lo impensado y Burguesía y gangsterismo en el deporte), fue un pionero en proponer una manera de pensar el fútbol por encima de los resultados. Por supuesto, no ganó fortunas y murió poco antes del Mundial ’78, al que tanto se opuso en solitario. La inesperada y bienvenida edición de lo mejor de sus notas en Dirigentes, decencia y wines (“al fútbol de hoy le faltan tres cosas: dirigentes, decencia y wines”, decía) les da la oportunidad a muchos de descubrir al hombre que proponía pensar y disfrutar del deporte sin versos ni negociados.

Por Angel Berlanga
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A 35 años de su muerte, Dante Panzeri es mucho más una leyenda del periodismo deportivo que un autor leído, vivo a partir de la lectura de sus textos. Una leyenda que habla de un tipo insobornable, comprometido a fondo con su trabajo, que excede por lejos el deporte, implacable en sus opiniones: el mejor en lo suyo, dice la leyenda. Su libro clásico, Fútbol, dinámica de lo impensado, es mucho más citado a la bartola, para lucrar con su aura, que leído: fue publicado por primera vez en 1967, se reeditó el año pasado. Publicó, en vida, otro: Burguesía y gangsterismo en el deporte. Y ya. Por eso, el volumen que acaba de armar Matías Bauso, Dirigentes, decencia y wines, con una recopilación de textos de Panzeri, un centenar de artículos, guiones para televisión, alguna nota inédita, trascripciones radiales y hasta un “diccionario panzeriano”, viene a reponer la esencia que le dio cuerpo al mito: su producción periodística a lo largo de cuarenta años.
Una selección, claro: cuenta Bauso que leyó unos cinco mil artículos. En los ’60, después de renunciar a la dirección de El Gráfico, Panzeri llegó a escribir entre ocho y diez textos por semana para Así, El Día, Crónica y otros medios, a la vez que trabajaba en radio y televisión. Su salida de El Gráfico en 1962, tras diecisiete años en la redacción y tres como director, es de película: en medio del cierre de la cobertura de un River-Boca, Constancio Vigil –hijo del dueño de entonces– le indicó que tenía que publicar en un lugar destacado las opiniones del ministro de Economía, Alvaro Alsogaray, que confesaba que no solía ir a la cancha, que esta vez había aceptado la invitación de la revista y que “el entusiasmo desbordante” le “significó un índice de verdadero valor”. Panzeri no aceptó esa propaganda política en medio de sus páginas, junto a su texto, y se fue.
En un autorreportaje que publicó en 1973, en Satiricón, escribió: “El único que sabe algo de lo que ocurre en una puja deportiva es el que juega, el que interviene en ella. Los demás somos todos chamuyetas, simples espectadores que documentamos recuerdos de cosas que jamás podrán repetirse”. Una década atrás, en El Día de La Plata, mientras elogiaba a Rojitas (aquel centrodelantero de Boca “formado en la Universidad del Instinto”), decía: “Yo no participo de la comodidad del periodismo sin opinión que por allí suelen creer lo ideal del periodismo”. Vaya manera de opinar: parece incapaz de resignar la fidelidad a su opinión, a sus conclusiones, como para acomodarse. En los textos se lo percibe antiperonista, pero no le va a hacer el caldo gordo a Alsogaray, y también se reúne con el almirante Lacoste para tratar de convencerlo de que el Mundial ’78 sería contraproducente para el país. En su último trabajo, como jefe de deportes de La Prensa, duró cien días. “A esa altura ya estaba enfermo de cáncer y los Gainza Paz se habían dado cuenta de que habían cometido un grave error –dice Bauso–. No publicaba notas de boxeo ni de automovilismo, por principio. La gente compraba el diario y no salían las formaciones de los equipos que iban a jugar a la noche. ‘¿Y yo cómo sé cómo van a formar? –argumentaba Panzeri–. ¿Cómo voy a poner que van a jugar a estos 11, si nunca terminan jugando esos 11? Los demás diarios que mientan, nosotros no les mentimos’.”
Murió el 14 de abril de 1978, antes de ese Mundial que le parecía un despropósito. Anota Bauso: “Pocos acudieron al sepelio. Del fútbol apenas Peucelle, Pedernera, Duchini y alguno más. Unos escasos colegas y su familia. Amigos de otros ámbitos. Y casi nadie más. No es extraño. Los fastos oficiales, las necrológicas laudatorias y las multitudes son para los muertos consagrados e inofensivos. Panzeri murió como debía: sin apoyos, relegado, sumido en la oscuridad y la incomprensión. Uno de los precios por no ceder, por ser fiel a sí mismo hasta el final”.

EL PRECURSOR DEL BARCELONA


A Panzeri le gustaba el fútbol inteligente, vistoso, bello y efectivo. Le gustaba es decir poco: fue a fondo en la defensa de esa idea. Por eso, nunca paró de criticar a quienes en pos del resultado sacrificaron alguno de aquellos elementos, más allá de campeonatos conseguidos. Al Estudiantes de Zubeldía, con Bilardo como insignia del juego sucio, el alfiler para pinchar al contrario, lo criticó sin tregua, y eso desde las páginas del diario El Día de La Plata. También criticó al equipo de José, aquel legendario Racing campeón. Consideraba una chantada el protagonismo de los directores técnicos, abominaba de los cursos y del apoyo psicológico, creía que la gran mayoría de los dirigentes usaban al fútbol como trampolín hacia la política. Creía, también, que “el negocio” arruinaría la esencia del juego. Propone –al final de su Dinámica– cambiar el sistema de puntuación, incrementar el número de futbolistas jóvenes y “disminuir el dinero en juego”: está claro qué prosperó y qué no. “Al fútbol profesional se lo puede salvar desalentando su materialismo –escribió–. Cambiar este fútbol exige destruir. Destruir lo que se está construyendo. Para poder entonces construir.” En un programa de propuestas que armó planteaba que los partidos no se televisaran, que hubiera topes en los sueldos y límite de profesionales por equipo, y que no se pudieran transferir jugadores al exterior hasta que cumplieran 28 años. El panorama de hoy lo espantaría, se sospecha. “Sí: si el tipo viera que en un partido de fútbol le dedican cien planos a Caruso Lombardi, se moriría –dice Bauso–. Ve Fútbol para todos y se muere, también, porque la utilización estatal del deporte a él lo enfermaba. Lo mismo al ver a los jugadores saliendo más en Gente que en El Gráfico. Ni hablar de los dirigentes. Le hubiera gustado, en cambio, ver a 15 o 20 periodistas deportivos que tienen muy buen nivel.”
Dirigentes, decencia y wines. Dante Panzeri Edición a cargo de Matías Bauso Sudamericana 544 páginas
Y el Barcelona actual, ¿no encarna algunas de sus ideas centrales? “Es un equipo que le encantaría, porque es exactamente todo lo que él predijo que podía llegar a suceder –dice Bauso–. Jugar sin 9 de área, salir para generar espacios adelante, tocar, tener la pelota hasta que aparezca el espacio, ser vertical, que la mejor defensa sea la posesión de la pelota, la presión inmediata sobre el rival. El dice que eso lo hizo La máquina de River, Millonarios –aquel ballet azul que comandaba Pedernera–, el Santos de Pelé. Le decían que su idea de fútbol ya era absolutamente impracticable: cuarenta y cinco años después, el Barcelona es la mejor refutación.” Aunque no haya puntos de contacto en la híper profesionalización, el rol como técnico de Guardiola y la formación en La Masía, Bauso destaca dos coincidencias más entre el ideario de Panzeri y este Barça: “Honestidad y convicción –dice–. Este equipo y él comparten eso. Y eso es algo diferencial en Panzeri: no soporta reprocharse nada. En el libro publicó la transcripción de una intervención de él en un noticiero de Canal 11: la noche anterior se había burlado de la dicción de un presidente de la AFA. Se disculpa y le dice que le haga juicio, porque más allá del pedido de perdón, él ya no se limpiaba por haber hecho eso. Que podía criticarlo y denunciarlo como funcionario, pero que de ninguna manera se podía burlar del defecto de una persona”.
“El aporte fundamental de Panzeri fue crear la ‘Teoría Política del jugador’ –escribe Bauso–. La dinámica de lo impensado constituye la idea crítica más célebre del fútbol argentino. No sólo es célebre sino una de las únicas. Fue un gesto inédito y bastante audaz elaborar una teoría del modo de ver (o jugar) el fútbol. Se instala en el momento más inoportuno, cuando Helenio Herrera, Juan Carlos Lorenzo u Osvaldo Zubeldía cautivaban al público con discursos elaborados y pícaros e instalaban una cultura del trabajo. Parafraseando una célebre frase de un genio de otro arte, se podría afirmar que la disposición táctica es una cuestión moral. Eso es lo que parece sostener Panzeri a lo largo de toda su obra crítica. Siguiendo la política del jugador, quien decide, quien soluciona los inconvenientes o crea dentro del campo de juego siempre es el jugador, el único que puede determinar lo que sucederá.” “Uno puede pensar, como falla en su teoría, que Guardiola y Tito Vilanova son muy importantes –dice Bauso–. Digo: alguien los tiene que ir guiando. Porque el jugador de fútbol es distinto, su ritmo de vida es otro. Es lo que dice Bielsa: son millonarios precoces. Y es difícil que un tipo siga matándose en los entrenamientos, con todas la privaciones que ha tenido. Los futbolistas sudamericanos son tipos que vienen de la miseria, algo que, decía Panzeri, era indispensable para ser buen jugador.”

SI SOS BUENO, SOS BUENO, Y SI NO...


Es formidable la tarea de rescate que hace Bauso en Dirigencia, decencia y wines. Fue un año y medio de trabajo, que incluyó recorridas por hemerotecas, colecciones y, sobre todo, la inmersión en el Archivo Panzeri, que está en el Club Quilmes de Mar del Plata y casi no recibe visitas. Algunas de sus carátulas: Política y deporte; Estupideces; Delitos; Economía y finanzas del deporte; Salvajismo deportivo; Anecdotario; Estadísticas; Táctica y técnica del fútbol; Boxeo; Deporte y violencia; Guiones radiales; Renato Cesarini; Alberto J. Armando; Cuentos del tío; Camelos y ruidos; Declamación y dialéctica. El rescate de textos, que abarca entre 1951 y 1976, da cuenta de una escritura contundente, en la que abunda el humor, los nombres propios de los enfocados en sus críticas a veces despiadadas, y sus consideraciones, sin medias tintas ni paternalismos. Ante un partido, un jugador, un fenómeno o una circunstancia, quería que quedara clara su opinión: le parecía una estafa que el lector no encontrara la opinión del autor en el periodismo. “La idea fue que quedara algo que representara todo el espectro Panzeri, todas sus inquietudes, y para eso fue necesario que el libro fuera grande”, dice Bauso. Tras un ensayo inicial que enfoca vida, obra e ideario, este escritor y abogado organizó el libro en un puñado de capítulos temáticos: Visiones del fútbol, Mundiales, Boxeo, Periodismo, Los otros deportes, El Gráfico, Panzeri por Panzeri, Arbitros, Mundial ’78, Intercambio con lectores, Crítico de espectáculos. En este último ítem destroza Woodstock y a Isabel Sarli y ensalza a Bergman y a Astor Piazzolla, a quien ve como “un representante de la guerra entre mediocridad y lucidez”. El volumen incluye una entrevista a Fangio, crónicas de partidos, presentaciones en radio y televisión, elogios a la higiene del rugby, la reivindicación de los jugadores singulares (atorrantes, locos), glosarios de vocabularios futboleros y de avivadas picarescas, reivindicaciones a Fioravanti y a Amalfitani, respuestas a cartas de lectores, intimidades como jefe de Deportes. “Siempre me pareció que Panzeri era mucho más ‘el periodista’ que el autor de los libros suyos que circulan –dice Bauso–. El llegó a ser lo que fue por su trabajo cotidiano, y no tanto por esos libros, donde está más aplacado. La idea fue buscar al verdadero Panzeri, y eso implicó un desafío: ¿estará a la altura del mito? Y algo más: ver si se podía armar un buen libro suyo hoy, que esté a la altura.”
“Hay algo increíble: nunca se contradice, no se traiciona ni una vez –asevera Bauso–. Puede pasar que cambie de opinión, como le pasó con Artime: al principio decía que no sabía jugar, pero terminó reconociendo que estaba equivocado y que era muy productivo en sus equipos. Era un tipo de tremendas convicciones, y eso le hizo perder muchos amigos por el camino, porque cuando tenía que decir algo era más fuerte que él. Se peleó con Pepe Peña, con el que hacía un programa de radio en los ’50, y también con Pedernera, porque mientras dirigía a Gimnasia lo criticó, en esa postura que tenía de decir que el de técnico no era un trabajo digno. Recién se amigaron al final, cuando Panzeri estaba enfermo.” Algunos tipos le cayeron mal de arranque: José María Muñoz y su ampulosidad patriotera, sus latiguillos como relator que no significan nada, o Juan Carlos Lorenzo y sus “innovaciones europeas” para la Selección, a su cargo en los mundiales de 1962 y 1966. “En un partido en el de Chile llegó a darles papelitos a los jugadores, para que recordaran qué tenían que hacer –rememora Bauso–. Eso lo divertía a Panzeri, y siempre lo recordaba. En algún momento Lorenzo lo desafió a que fuera técnico él: le dijo que sí. ‘¿Cómo no voy a poder ser yo técnico’, si Lorenzo dirigió dos mundiales? Si dirigió Lorenzo, cualquier puede ser técnico.’ Para Panzeri el fútbol era bastante más sencillo: si sos bueno, sos bueno, y si no... Sin despreciar la organización y la solidaridad necesaria. Pero él creía que lo fundamental en el deporte era la inteligencia corporal, que no necesariamente se percibía en la vida diaria. Por eso detestaba hacer reportajes a deportistas: salvo casos excepcionales, creía que no tenían nada para decir. Cuando va a cubrir el Mundial a Chile se niega a hacer entrevistas: están todos los grandes jugadores y técnicos ahí, y él no hace ningún reportaje. Eso va acelerando su salida de El Gráfico, también, porque va a contramano de lo que el periodismo está empezando a hacer, de lo que el público reclama.”
Algunas respuestas de Panzeri a los lectores son memorables: ante uno de El Gráfico que amenaza con dejar de comprarla, anuncia: “Lo perdimos a Cafarella”; a otro, que lo acusa de resentido social, le da la razón. Denostaba al boxeo, porque creía que “mata e idiotiza por su naturaleza misma, por su regular obligación de golpear el cerebro humano”, y siempre lo raleó de las páginas que tuvo a cargo. Bauso opina que las mejores notas que escribió Panzeri son las de El Gráfico y las de La Opinión, donde escribió entre 1974 y 1976. A esa altura, sin embargo, su estrella empezaba a declinar: cada vez era más incómodo. Todavía iba a escribir en Satiricón e iba a durar ese poco en La Prensa. No alcanzó a empezar dos trabajos que tenía en perspectiva: para La Semana cubriendo el Mundial ’78, y en la inminente Humor. Escribe Bauso, al comienzo del libro que armó: “Dante Panzeri era un cabrón. Tenía carácter complicado. Era, también, entre otras cosas, testarudo, implacable, rígido, algo dogmático, obsesivo y difícil de llevar. Desde su salida de El Gráfico duró poco en la mayoría de sus trabajos. Su estilo literario es enrevesado y barroco. Es repetitivo. Sus obsesiones se parecían a manías. Poco veía del costado épico del deporte. Sus inclinaciones políticas lo alejaron siempre de lo popular. Era impiadoso con sus enemigos, los atacaba sin permitir tregua alguna. (...) Sus posturas muchas veces se excedieron en conservadurismo. Su crítica peca de impiadosa, pocas veces posaba una mirada cariñosa sobre el personaje inspeccionado. Aliviados ya de la carga, alejadas las sospechas del panegírico o de la hagiografía, podemos adentrarnos en la historia de Dante Panzeri, el periodista deportivo más importante de todos los tiempos”.
“La gente que hace vida pública cae en el frecuente error de suponer que su meta en la vida es la de pasar a la historia escribió Panzeri en aquel autorreportaje de Satiricón. El mayor servicio que en vida el hombre puede prestar es poniendo limpieza en la casa que ocupe mientras viva. Y no ocupando una página en algún libro luego de morir. De eso se encargarán otros que deciden si vivió para utilidad de los demás, o si sirve para ser usado como instrumento para con los demás. Pero nunca es el mismo hombre, consigo mismo, el que decide para qué sirvió lo que hizo.”




SUBNOTAS



Postales de Rep sobre García Ferré (1929-2013)


Domingo, 31 de marzo de 2013
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