jueves, 15 de enero de 2009

Tributo a Martin Luther King

Nueva York inaugura el tributo internacional y artístico a Martin Luther King

Más de 70 artistas y unos 40 escritores y pensadores de todo el mundo participan en la exposición itinerante Tengo un sueño (I have a dream), una evocación del espíritu de Martin Luther King, organizada por instituciones españolas, que se inaugurará el próximo día 21 en Nueva York.





TENGO UN SUEÑO. El famoso discurso de Marthin Luther King le dio el título a la muestra tributo que reunirá a Sami Nair, Susan George, Valentín Fuster y al Nobel de la Paz Mohamed El Baradei, entre muchos otros destacados intelectuales.

Video: http://www.youtube.com/watch?v=iEMXaTktUfA
(en ingles)

Obras de Louise Bourgeois, Hamilton, Pazos y las reflexiones de intelectuales como Sami Nair, Susan George, Valentín Fuster o el Nobel de la Paz Mohamed El Baradei confluirán en la muestra, organizada por el Ayuntamiento de la localidad española de Sitges, el Instituto Ramon Llull y los ministerios de Cultura y Exteriores.El comisario de la exposición, Gabriel Serrano, señaló este martes durante la presentación en Barcelona que se trata de "una reivindicación del mítico discurso que ofreció Luther King delante del monumento a Lincoln en 1963", y una invitación a "la reflexión y sensibilización sobre los derechos humanos".Con un presupuesto global de unos 400.000 dólares, Tengo un sueño se inaugurará en Nueva York un día después de la toma de posesión del nuevo presidente, Barack Obama, y se exhibirá en la sede de la Fundación Cristóbal Gabarrón hasta el 8 de marzo.Posteriormente, la muestra se podrá ver en Tennessee, Atlanta, Montgomery y Alabama, y finalizará su itinerario por Estados Unidos en Chicago.La exposición llegará a España en enero de 2010 y culminará su recorrido mundial en ciudades europeas como París o Berlín, a lo largo de 2011.

Fuente: EFE
Ojos de papel

Las cientos de fotos que las cámaras digitales permiten sacar en una sola noche, las miles que un click o un CD permiten almacenar, los retratos de novias y bebés en los celulares en vez de billeteras y la velocidad con que se pueden dar a conocer en los monitores de Internet, han sepultado un hábito que parecía inseparable de la fotografía misma: la copia papel. Pero, a pesar de las ventajas de la era digital, lo que estamos perdiendo es mucho más que cajas de zapatos llenas de recuerdos. ¿Pueden los píxeles almacenar sentimientos?
Por Dushko Petrovich

Estas fotos son algunas de las financiadas por el millonario Kahn, tomadas en la bahía de Tonkin (Indochina), hacia fines de los años ‘10. El proyecto consistía en registrar visualmente los cinco continentes para ayudar a la comprensión mundial. Las joyas de la colección son estas a color, impresas originalmente en vidrio y recientemente reunidas en libro por la BBC.
Cien años atrás, uno de los banqueros más ricos de París, tuvo un sueño quijotesco. De regreso de un viaje por China y Japón, Albert Kahn decidió construir un enorme archivo visual del planeta. Kahn creía que la falta de comprensión era la fuente de los conflictos mundiales; entonces, en 1909, comenzó a financiar a miles de fotógrafos para que salieran a recorrer los cinco continentes. Veintidós años después, cuando la Gran Depresión finalmente lo quebró, Kahn había logrado documentar unos 50 países y sus emisarios habían regresado a Francia con 120 horas de película y 4000 fotografías blanco y negro. Esto sólo hubiera sido un legado impresionante, pero las verdaderas joyas de la colección estaban impresas sobre vidrio, en un espectro completo que el mundo nunca antes había visto. La técnica recientemente inventada del autocromo –que hizo posible y transportable la fotografía color– significó que los enviados de Kahn también pudieran juntar unas 72.000 placas color.

Hoy, el proyecto de Kahn –aún guardado en los suburbios al oeste de París– es un monumento conmovedor y subvalorado: el primer gran trabajo de la fotografía color. La Universidad de Princeton está conmemorando su centenario con un libro impresionante. The Dawn of the Color Photograph es un documento lleno de ricas y memorables fotos. La mayoría de nosotros imaginamos el año 1909 en blanco y negro, por lo que es una revelación espiar unos cien años atrás y ver aquellas alucinantes gamas de colores brillantes. Los soldados franceses, vestidos en rojo, blanco y azul, cavan trincheras a través de las verdes praderas, miembros de la aristocracia india se agrupan para un retrato envueltos en su regalía de lavandas, dorados, marrones y naranjas. En aquellos tiempos, el Moulin Rouge aparece realmente en rojo. Los autocromos –los realmente fantasmales e hipnóticos– son aquellos donde la riqueza de los colores captura a personas cuyos modos de vida están al borde de la extinción. Granjeros, pastores, tejedores que se quedan quietos mientras sus herramientas y vestidos pasan a otra vida a través de un medio nuevo y revolucionario.
En los años transcurridos desde que Kahn envió a su equipo por el mundo con miles de placas de cristal, la impresión color se ha desarrollado y ha pasado a ser de una novedad costosa a un objeto accesible, casi omnipresente. Lo que solía llevar a especialistas muchas horas engorrosas ahora se puede hacer con una máquina en cuestión de segundos: 30 centavos hoy pueden comprar una fotografía precisa y brillante, mejor que la que cualquiera del equipo de Kahn hubiera soñado. Como objeto, la impresión color ha sido finalmente perfeccionada. Y aún así, el centenario del proyecto de Kahn no festeja tanto un momento triunfal como una elegía. Como los pastores, la impresión color ha casi desaparecido. Hoy hay quienes reciben para las Fiestas algunas radiantes fotografías familiares, algunas suertudas llegan a ser enmarcadas, pero la mayoría de las fotografías color que se sacan hoy en día –y las hay por millones– pasan por delante nuestras narices, sólo momentáneamente, en una pantalla.
Nuestros rituales ya han cambiado. Ya no nos pasamos pacientemente de mano en mano el álbum de fotos en medio de las reuniones. Y aún si buscamos un álbum notaremos que nuestra colección empieza a menguar alrededor de 2006. Las fotos familiares migraron de nuestra mesa de trabajo a nuestro desktop. Mostrar una foto familiar en la billetera es raro sino inusual. En vez, abrimos en un instante nuestros teléfonos celulares donde la foto en baja resolución de nuestros queridos compite con la fecha y la hora.
Imprimir sigue siendo igual de fácil y de barato pero, dada la opción, ahora preferimos “guardar” o uploadear. Eso nos dice algo sobre nuestro apetito por la conveniencia, pero más aún sobre qué queremos de la fotografía en primer lugar. El objeto en sí, no importa cuán permanente, cuán misterioso, termina importando menos que la habilidad por capturar la imagen, por guardarla y compartirla. Sin la impresión, la magia de la fotografía –congelar un momento en el tiempo– es aún nuestra. De hecho, aunque preferimos pensar en la fotografía como un objeto físico, descubrimos que cumple mejor con nuestras necesidades sin necesidad de imprimirla.
Pero, como con todos nuestros avances, algo se pierde en el camino. Es fácil pensar en la imagen impresa y la digital como la misma cosa, pero son muy distintas.
Aun cuando las cámaras siguen sumando megapíxeles, casi todo lo que vemos está proyectado a 72 puntos por pulgada, la resolución estándar de un monitor. La imagen obtenida está iluminada por detrás, es vívida y atractiva, y es difícil darse cuenta de lo inquietante que resulta mirarla. Nuestros ojos se mueven de un lado a otro, obtienen la información necesaria, pero si uno se queda un minuto, un minuto en serio, notará que la pantalla no acepta bien la mirada. Una imagen impresa, sin embargo, aun cuando pequeña o fuera de foco, siempre tiene una forma de dejarnos entrar. La superficie del papel es menos agresiva que el cristal líquido, entonces los ojos pueden vagar tranquilos por la imagen. El brillo de los píxeles tiene un precio. El espacio ilusorio de la fotografía es sutilmente reducido, junto a su invitación a recorrer la imagen, o simplemente descansar en ella.
Por supuesto, el espacio real que las fotografías ocupaban también ha sido reducido. Como mucha de la tecnología, la fotografías impresas parecían muy delgadas... hasta que comenzaban a apilarse. Una laptop puede, sin esfuerzo, guardar miles de fotos, muchas más que cualquier caja de zapatos. Ahora mandamos 50 imágenes con un solo click. Aun así, la tercera dimensión es un aspecto importante que completa las supuestas dos dimensiones de una foto. El contacto físico establece una intimidad. ¿Quién no ha tomado entre sus manos una fotografía y lagrimeado? ¿Quién no ha sentido la nostalgia anidar por un instante en la delgada superficie de una foto papel? Tomar una fotografía es tomar a una persona, o un lugar, entre las manos. Una ilusión momentánea que no tiene paralelo en el monitor.
Las gemas digitales pueden ser millones, o hasta miles de millones. Por supuesto, la idea es que cualquiera, o todas ellas, pueden ser impresas, si la ocasión lo requiere. ¿Pero cuál sería esa ocasión? Años pasan y nunca llega. La idea de imprimir todas se vuelve impensable. La razón por la que nunca se transforman en objetos es que ya han servido su propósito. Durante la fiesta, que quisimos que no terminara, posamos e hicimos click. Después nos mostramos unos a otros las pequeñas pantallas LCD y nos quedamos satisfechos: el momento duraría. (Un rato después, repetimos el ritual.)
Pero así como el formato digital borra un tipo de cercanía, puede abrir nuevos reinos de intimidad el minuto que presionamos upload. Mientras nuestras fotos guardadas en cajas son tímidas y lleva tiempo buscarlas, las que subimos a la web son gregarias e inmortales. Nunca antes la foto ha sido tan enfáticamente pública, anunciando sus logros y sus placeres con una rapidez que no hubiéramos soñado. Entonces aun cuando estas imágenes vienen a perseguirnos, no es a la manera de una foto papel –que puede conjurar sentimientos privados como deseo o pena–, pero con sentimientos cívicos como vergüenza y bochorno. Usualmente estas fotos son las que las personas postean, pero lo que resulta insoportable es que otras personas las pueden ver y copiar y distribuir. La vieja idea de “destruir el negativo” suena modosa en un mundo de eternamente reproducibles jpgs. Somos todos celebridades ahora. Pero es la fotografía, no el sujeto, la que es dios en sus movimientos.
La foto papel sólo puede existir en un lugar a la vez. Se puede dañar fácilmente, o perder. Pero es en estas debilidades donde yace parte de su encanto. Sólo unos años han pasado y ya estamos nostálgicos por los viejos procesos. ¿Recuerdas cuando había que esperar? La premeditación ha desaparecido. Así como la anticipación, la inversión y la sorpresa. La fotografía es menos una ocasión. ¡No se preocupen! ¡Podemos sacar otra! En la era de las impresiones, la imagen era parte de la foto. Las huellas digitales que no debían tocar la imagen, las arrugas accidentales, las horribles fechas estampadas en rojo... llegará el día en que extrañemos estas marcas. ¡Tómala por los costados! Pero las nuevas imágenes no tienen costados, son todo frente. Se ha vuelto común para los críticos y artistas llorar el paso de un formato –la Polaroid, la lomo, la kodachrome–, pero estos lamentos sólo rozan la superficie. Lo que realmente extrañaremos es la impresión misma.
Resulta raro que este tan aguardado milagro –este icono de la vida moderna– tuviera una vida útil. Pero después de un siglo de imprimir a todo color imágenes de nuestra vida, el hábito está agonizando. Por supuesto, las escuelas de arte y los aficionados mantendrán la técnica con vida. Y la viejas fotografías probablemente se usen como los sobres lacrados, para conmemorar alguna ocasión especial.
Pero los conmovedores autocromos de Kahn, que están rotos, ajados, imperfectos, frágiles, deberían recordarnos que hay magia cuando el objeto en sí, no sólo la ocasión, es especial. Si han cruzado continentes, o simplemente viajado en el bolsillo de alguien, hasta la foto más mediocre adquiere un espesor. Y mientras desaparecen, podemos empezar a darnos una idea de lo que realmente hacían estos objetos: transportaban sentimientos que las imágenes no pretendían, sentimientos que importaban más de lo que sabíamos en ese momento.
Yala Man

Héctor Tizón es ya desde hace décadas uno los autores insoslayables de la literatura argentina. Sus cuentos y novelas no sólo han creado desde el pueblo de Yala, en el Noroeste, un mundo de riqueza poética y densidad humana alejada de la siempre endogámica Buenos Aires, sino que también han sabido dialogar con soltura y autoridad con las sólidas tradiciones españolas y latinoamericanas. Por eso, la aparición de un primer volumen de memorias es un motivo de regocijo para sus lectores. Radar viajó a Jujuy para entrevistarlo y hablar de esos episodios iniciáticos, encuentros inesperados y homenajes que el libro reúne.

Por Angel Berlanga


–“Bueno, si lo termino quiere decir que termino ya con todo, y no sólo con el libro.” Me parece que pensaba eso, sí, y que por eso se demoró tanto la publicación. Creo que me jugaba en forma no tan inexpresada, con bastante claridad.
En el estudio de su casa del barrio Los Perales, en Jujuy, Héctor Tizón acaba de decir que no es supersticioso, que al contrario, que provoca, que ve una escalera y le pasa por debajo. Había encontrado, hace ya varios años, ese título impecable para unas memorias, El resplandor de la hoguera. “Refiere –dice– a ese recorrido y resumen que se hace frente al fuego encendido para no enfriarse, lo que se rescata mientras las llamas se consumen.” El libro se pub
licó a fin de 2008, mientras pasaba algunos problemas de salud. “Tenía miedo de que fuera una preeminencia expresa”, dice. La ligazón entre memorias y despedida. Quizá por eso, contra eso, el tono de estos textos breves, esencia de su vida y su literatura, no da música de final. Es más, Tizón cambió un parecer: “Quizá valga la pena escribir unas cuantas páginas más”, dice, en contraste con su opinión de los últimos tiempos en cuanto a si no le sería mejor, ya, el silencio.
Así es que, en el atardecer lluvioso en el que transcurre esta entrevista, comienzos de 2009, Tizón habla de ese libro, cuenta qué está escribiendo, anticipa parte de lo que hará este año, dice que los sueños son parte de la biografía de un hombre, recuerda amigos e historias, opina de Jujuy, de Cuba, de Bolivia.
Y al final convida whisky.



HABLA, MEMORIA

“A veces, percibimos la vida más intensamente cuando la recordamos, con más tranquilidad que en el momento en el que transcurre. Este es el impulso que lleva a un escritor a escribir diarios o anotaciones autobiográficas, esto y la certeza de que el pasado no permanece en su lugar, nunca se mantiene estático. Sólo puede revivirse en la memoria, y la memoria es un mecanismo que nos permite tanto olvidar como recordar; la memoria es arbitraria: redescubre, inventa, organiza. El verdadero instrumento de la creación es la memoria y de allí también que todo lo que un escritor escribe sea autobiográfico, con más o menos matices.”
La definición está en el comienzo de El resplandor de la hoguera y preconfigura su mirada sobre lo real y lo ficticio, lo biográfico y lo literario. En resguardo, quizá, de aquella sospecha de “final”, las memorias llegan hasta las “vísperas del regreso” del exilio en España, con la caída de la dictadura. El libro se nutre, por un lado, de textos que provienen directamente de anotaciones en diarios y, por otro, de recuerdos. “Alguna vez he pretendido darle, así, una estructura como onírica, que hace hincapié en una y otra cosa –dice–. Ha sido una especie de esfuerzo por no olvidarme de buenos momentos y de la gente que he conocido. Es una especie de homenaje a los demás. Es lo que al cabo de una larga vida se tiende a olvidar.”
El libro cuenta, entonces, de su infancia en Yala y de su etapa de formación universitaria, política e ideológica, de sus estadías como diplomático en México e Italia, de “la tarea de escribir” y de “la obra”, de amigos, del destierro durante el Proceso. Y se vale para hacerlo, por lo general, de anécdotas e hilachas de historias que podrían impresionar como laterales y acaban, quizá, siendo fundamentales: subir a los techos, de chico, para pasarse horas leyendo; alguien que cuenta cómo se le apareció el diablo; un compañero de pensión como influyente en el año en que se declaró comunista; su visita en La Plata sin invitación a la casa de Benito Lynch; la previa a la edición de Fuego en Casabindo, su primera novela publicada en la Argentina; su amistad con Martínez Estrada (“un hombre temperamental, huraño, atrabiliario, tímido y entrañable a la vez”) y Rulfo; su encuentro con Onetti en Madrid y las noticias que le llegaban sobre Malvinas.
Así que Benito Lynch y Martínez Estrada eran bastante cascarrabias.
–Sí, sí. A Benito Lynch lo traté poco, pero a Martínez Estrada lo conocí bastante, sobre todo en México. Venía mucho a mi casa, allá. Una vez le renové el permiso de residencia, porque él no quería ir a buscarlo. Me llamó un día Orfila Reynal, del Fondo de Cultura Económica, para decirme que no cobraba los sueldos de la universidad: se negaba a firmar los recibos si no le daban en el mismo momento la plata. Entonces le dije: “Don Ezequiel, ¿usted va a vivir del aire? ¿Por qué no quiere firmar?”. “Porque no muestran el dinero. A esos burócratas no hay que creerles nada.” Después se arregló: alguien debe haber firmado por él, porque era muy terco.
¿Y qué le parece, a la distancia, como ensayista y escritor?
–Creo que es un autor ineludible en la historia del pensamiento de la Argentina. Inclusive me gustan mucho los cuentos de él. Su poesía, en cambio, no me conmueve tanto. Lo que más conmovía a Borges era la poesía de Martínez Estrada. “¿Sabe por qué lo dice este cabrón?”, me dijo un día don Ezequiel. “Porque no quiere decir que soy un buen cuentista.”
En algún momento, al referirse al libro, mencionó que contaría sobre Antonio Di Benedetto. ¿No lo hizo por algo en especial?
–No, y me arrepiento, ahora. A pesar de que no era un hombre fácil, era muy querido, muy buena persona. Lo conocí bastante en Madrid, estaba dañado por el exilio, mucho más que otros. Se victimizaba hasta el punto de impedirle cumplir con los actos de la vida cotidiana. Tenía siempre unos deseos intensos de regresar. Total, que al muy poco tiempo de regresar, murió. Acá, de antes, nos conocíamos por carta; era, por cierto, el tiempo en que había varios escritores de lo que ustedes llaman “el interior”: Di Benedetto, Moyano, yo. Era muy formal; por ejemplo, cuando uno lo invitaba a comer, en la casa del exilio, que era como una casa de estudiantes, siempre venía con su traje más oscuro y elegante. Sus libros de cuentos me parecen estupendos. Y hay una cosa fundamental, que noté leyéndolo y también se lo oí decir a Saer, que lo estimaba mucho: es el creador del objetivismo. Los franceses se lo atribuyen a Robbe-Grillet, pero yo creo que fue él quien lo experimentó primero.



LOS LIBROS Y LAS GANAS

Enero es el mes más lluvioso del año. Llueve en Jujuy, dicen, desde antes de Navidad. La humedad le da a la vegetación, a su follaje y a sus colores, una intensidad que contrasta en estos días con la sequía bonaerense. Las casas pobres predominan en la treintena de kilómetros que hay entre el aeropuerto y el centro de San Salvador. La ciudad está rodeada de cerros que esta tarde se ven entre brumas. Para llegar al barrio Los Perales hay que cruzar el río Grande y subir la cuesta; la casa de Tizón y Flora Guzmán está al fondo de una cortada que balconea al caudal de agua marrón, sedimentosa, que viene desde Humahuaca. “Vivo aquí desde hace siete años –dice–. Sin dejar la casa en Yala, ¿no? Nada más que aquello es mucho más agradable en primavera. Incluso en invierno, con una buena calefacción, está bien. Porque el invierno es duro, allá. Hay días que nieva, inclusive, aunque ésos no son los días más fríos. Pero la lluvia es insoportable, uno se siente como apresado. Tampoco soy muy amante de salir a caminar kilómetros, pero con la lluvia hasta los perros se ponen tristes.”
¿Qué son las ganas, ahora?
–Creo que son el motor fundamental de la vida de alguien. Yo no concibo la vida sin ganas. Pueden ser específicas, pero estoy hablando de las ganas de existir, de estar vivo. Y de hacer lo que uno esté realmente motivado para hacer. Toda mi vida, de una manera u otra, han sido los libros. Como lector, como estudiante, como escritor, como periodista. Siempre. Ahora, no es que anduve con mis bibliotecas a cuestas, porque vivía de un lugar a otro. De casado, por ejemplo, creo que nos hemos mudado 33 veces. De manera que en cada lugar donde tenía la perspectiva de vivir un tiempo, hacía una biblioteca que, por rara casualidad, se repite. Uno queda fiel a las lecturas que alguna vez lo motivaron, con las que disfrutó, sintió placer. Cuando fui a España, por supuesto, no llevé un solo libro. No sé qué habrá hecho la policía con ellos.
La policía le allanó su casa.
–Sí, pero cuando ya no estaba. Cuando me vine sólo traje unos cuantos, nomás, muy escogidos. Sobre todo escritos por amigos y dedicados: de esos nunca me desprendo. Me acuerdo todavía de lo que me contaron que fue el allanamiento: quedó sólo un libro en los estantes y era de Paco Urondo, dedicado por él. Los que vinieron, evidentemente, no tenían la menor idea de quién era.
¿Trató mucho con Urondo?
–No mucho, no. La última vez que lo vi fue en Buenos Aires, muy poco antes de que muriera. Lo recuerdo con un excesivo entusiasmo en lo que hacía, que incluso me pareció sobreactuado, diría. Era una excelentísima persona y un gran poeta. Fuimos a tomar una copa con él y Antonio Seguí, el pintor.
Al lado de un ventanuco de este estudio, frente a la biblioteca, hay dos grabados de Seguí. En otra pared hay un Cristo: es una pintura popular mexicana que conserva desde los años ‘50. “Fijesé qué cosa curiosa –Tizón se levanta, va hasta el cuadro, señala–. Son judíos con cara de indios.” Aunque no sea creyente, Tizón relee la Biblia con frecuencia. “Buena parte de ella está inmejorablemente narrada –dice, toma una edición muy grande que aparece sobre una mesa ratona, vuelve a dejarla–. Hasta el Antiguo Testamento, que parece de una pedagogía tiránica. Pero no. Muchos de los versículos del Nuevo Testamento, además, son acápites para un libro.”
¿Qué lo asombra por estos días?
–Los días más plenos que vivo son cuando me asombro de algo. Descubrir, por ejemplo, que todavía hay gente honrada en el mundo. Hablo de la honra como sinónimo de dignidad. Yo, que creo que las relecturas son más placenteras que las lecturas, me asombro cuando descubro un placer o una enseñanza en un libro. Muy temprano, antes de empezar a trabajar, leo el Quijote: es asombroso el uso del lenguaje. Todos los días me doy cuenta de que había una cosa que nunca había visto escrita antes. Hace poco releí, también, Moby Dick, de Melville: es uno de los grandes libros de nuestra vida.
¿Cómo recuerda aquellas primeras publicaciones en El intransigente, cuando tenía 14 o 15 años?
–Con un poco de vergüenza. Escribir era un acto muy satisfactorio, al margen de lo que parezca ahora. No quisiera ver eso publicado, de ahí que casi nunca dé pistas para encontrarlas –no va a faltar algún becario que vaya y lo busque–. Uno empieza dando tropiezos memorables. Tanto el bípedo como el ave: se empieza a los golpes.
¿Ubica algún momento en el que se dijo “Bueno, ahora sí, ya soy escritor”?
–Es una respuesta difícil. Ahora, irremediablemente, sí: creo que lo dije en este libro. A veces pienso que haberlo escrito significa que ya me queda poco por decir, y que por eso uno habla de sí mismo, aunque en realidad hablo más de algunos de los que fueron mis amigos. Ponerse en lugar del otro sirve, también, para posicionarse uno mismo. Una relación. A menudo me pregunto si vale la pena seguir escribiendo, aunque eso quizá sea una especie de muletilla. Me siento bien cuando descubro que sí, que quiero escribir una cuantas páginas más. Es como decir: “Vale la pena que el corazón siga latiendo”. Sobre todo porque uno no sabe qué pasa cuando el corazón deja de latir. Ni siquiera por experiencia ajena. La muerte, ése sí que es un acto de imaginación.
Por estos días escribe unas notas inclasificables. “Como si fuera una larga conversación, por momentos con otra persona, por momentos conmigo mismo”, dice. “Por la forma en la que están saliendo no van a ser una obra de ficción, ni ensayo, ni memoria. Es decir, una cosa sin género. Tal vez una crónica, aunque no lo parezca del todo, o un diario, aunque tampoco parezca eso.” Tizón tiene escritas, además, lo que llama “una serie de crónicas del desierto”. “Nada de eso está publicado –dice–. De vez en cuando releo alguna, la aclaro, le pongo citas marginales. Tal vez me anime y lo publique como libro. Con estos textos no me apura nadie. Con las memorias, en cambio, los editores estaban muy encima.”



UN HOMBRE JUSTO

En octubre de este año cumplirá 80: nació en octubre del ‘29 en Rosario de la Frontera, Salta, en un hotel con aguas termales al que su madre, anota, “había ido en busca de remedio para sus males”. Eso, por supuesto, no desmiente que sea jujeño: Tizón es de Yala, 15 kilómetros al norte de San Salvador. De ahí su identidad. Publicó los cuentos de A un costado de los rieles, su primer libro, en México, en 1960. Luego vendrían Sota de bastos, caballo de espadas, La casa y el viento, Luz de las crueles provincias, La mujer de Strasser y El viejo soldado, entre otros títulos. Desde 1994 es juez de la Suprema Corte de Justicia de Jujuy. Veinte años atrás, en una entrevista, María Esther Gilio le preguntó si aceptaría ese oficio: “No podría jamás”, le respondió entonces. Ahora, cuando se le menciona, se ríe y dice: “Uno nunca sabe lo que le puede pasar”. Está a la espera de que este año le den la jubilación. “Estoy cansado, creo que es una etapa ya concluida –dice–. Llega un momento en que uno tiene que cambiar de pieza musical, digamos. Son muchos años.”
Escribió que, por lo general, la vida de un hombre es la persecución de un ideal. ¿Sabe cuál fue el suyo?
–No exactamente, pero en todo caso no es un ideal unívoco. Tampoco tan difuso que se confunda con un ideal utópico. Ser un hombre justo. Y lograr, así, el respeto de mis vecinos. Son, más bien, ideales ecuménicos y modestos. Sin hacer hincapié en nada que a uno le parezca permanente, porque eso no existe. Recuerde ese verso tan hermoso de Cardenal, que dice: “Tu rostro pasará como pasaron Grecia y Roma”. Y bueno, ahora podríamos agregar la Unión Soviética y, dentro de muy poco, Estados Unidos. O los sistemas que caracterizaron a ambos. El mundo se está occidentalizando cada vez más y en realidad se va a correr la misma suerte.
Arrancó optimista pero terminó medio sombrío.
–En los días que vivimos tenemos que esforzarnos para ser optimistas. No hay muchos motivos. En algunos países más que en otros, quizá. No ahora, pero mucho más en el futuro el hombre feliz va a ser el que vuelva a localizarse, es decir, lo contrario a globalizarse. La globalización nos ha traído esta... macdonalización de la vida. Hemos perdido hasta los sabores culinarios propios.
“No sé si el exceso de información sea sinónimo de progreso –dice–. La civilización ha pasado por etapas de analfabetismo casi universal, pero no fue un mundo más cruel e injusto que éste.” Tizón le reconoce a la fluidez de las comunicaciones el progreso en el achique de la brecha de los derechos entre hombre y mujer y algunas otras desigualdades. “Ahí creo que es positiva, y nos ha devuelto una mayor sensibilidad –dice–. No sé qué sentía el hombre medio a comienzos del siglo XIX ante las hambrunas y la esclavitud en Africa, por ejemplo. Por el impacto del libro de Gide, Viaje al Congo, uno se da cuenta de que la gente no tenía mucha idea de eso. Ahora nos enteramos de inmediato de las desgracias que ocurren: si eso sirve como objeto de reflexión, nos va a mejorar a todos. Pero si nos insensibiliza a fuerza de convertirse en una cosa crónica y cotidiana, no sé si va a ser demasiado útil.”
En el libro cuenta de su evolución política. ¿Cómo se define usted? Habla, también, de izquierda y derecha.
–Porque existen. Es la derecha la que niega eso. Porque tiene absoluta conciencia de lo que quiere, hacia dónde se encamina. Dice que las ideologías han muerto: las que no son de derecha. Por la obvia razón de ser juez no me puedo definir, pero tampoco puedo hablar por señas cuando hay que hacerlo. Soy antifascista. En algunas páginas de este librito que se acaba de publicar digo algunas cosas sobre eso y me refiero al neoliberalismo, a esta concepción todopoderosa que acaba de provocar uno de los desastres más señalados de la humanidad.
Que recién asoma, parece.
–Y que cada vez va a pedir más. Estamos ahora indemnizando a los incendiarios y a los ladrones.
¿Qué pasó con la noción de igualdad, de comunidad? ¿Percibe que está instalada irrevocablemente la idea de que la exclusión es inevitable?
–De ninguna manera admito esa idea de que “bueno, siempre fue y será así”, aunque esté instalado en algunos discursos cínicos, políticos. No es nuevo: cuando Cristo estableció los mandamientos a través del Sermón de la Montaña, la gente que lo rodeaba veía esto como una profesión de fe y de salvación, lo veía como un loco que decía disparates. Lo que conocemos como civilización occidental en eso ha avanzado más con la Revolución Francesa que con la revolución soviética. Creo que ha hecho más por la igualdad y la fraternidad, y por echar las bases de una civilización racional y laica. En el sentido de no reemplazar un dios por otro dios, en buscar la razón por sobre el oscurantismo. La escuela, la educación, ha hecho muchísimo en ese sentido. Sobre todo en este país, aunque asistamos a amagues por reimplantar la enseñanza religiosa: en Salta se la ha impuesto hace poco, lo que me parece una barbaridad atrabiliaria.
Tizón dice que Jujuy no es una provincia muy compleja. “No digo que tenga bien repartida la riqueza ni mucho menos –aclara–. Lo que pasa es que aquí no hay una gran riqueza. Y en consecuencia tampoco hay una polarización social. Eso se pone en evidencia en que es menos violenta que otras partes del país. Desde ya que no es una violencia aparatosa ni mucho menos. Los delitos que se cometen son más bien de orden pasional.” En Jujuy, dice, predomina la cultura altoperuana, que no tiene mucho que ver con la rioplatense: “Vivimos en la frontera y, culturalmente, se trata de una frontera viva, no es un trazado pétreo. Es curioso, pero la república nace, se produce, por la gente que se preparó ideológicamente en Chuquisaca, de donde viene el jacobinismo de Castelli, o lo que se dice del extremismo de Belgrano”.



CUBA, BOLIVIA, JUJUY

En unos días Tizón viaja a Cuba para ser parte del jurado del Premio Casa de las Américas. A cincuenta años de la Revolución, a cuarenta de haber sido premiado ahí mismo, considera que las “correcciones” sobre las libertades de los últimos tiempos son grandes avances. “Todavía falta un camino por andar, pero me parece que el yogui va a triunfar sobre el comisario, parafraseando al famoso libro de Koestler –dice–. El bloqueo ha sido el mayor obstáculo para que se morigeren los aspectos más hirsutos y duros de la revolución. No creo que esa estupidez, esa especie de agresión universal, pueda sostenerse ya ni siquiera meses. Cuba nos ha dejado la enseñanza de que cuando se tienen las cosas claras, se puede. Y también nos mostró qué cosas, desde lo político, no pueden hacerse, porque sólo sirven para afirmar al enemigo. La experiencia cubana es imposible de borrar del pasado de los pueblos de América latina.”
¿Cómo ve la situación en Bolivia a partir de Evo Morales?
–Es un fenómeno quizá mucho más notable y asombroso que el de Cuba. Nadie hubiera pensado que un indígena como él llegara a presidente con mayoría electoral y con los sistemas fabricados por los que crearon la discriminación. Creo que es uno de los fenómenos políticos mundiales más notables.
Más allá de lo electoral, ¿observa cambios de fondo?
–Sí. Ahí se intentó hacer lo mismo que en la ex Yugoslavia. Es más, el embajador norteamericano que Evo Morales expulsó había sido diplomático en Kosovo. Me refiero a la tentativa de secesión en Santa Cruz de la Sierra, que por rara casualidad es la zona más rica en petróleo y gas. Pero la fuerza que representa impidió esa barbaridad.
¿Y cómo se percibe el fenómeno en Jujuy?
–Aquí el 30 por ciento de la población es boliviana. Y es una inmigración bienvenida, a mi juicio. Muchos de los oficios son ejercidos aquí por ellos. Si no estuvieran se notaría una enorme carencia. Por otra parte tenemos tantos puntos en común que ya ni siquiera entre nosotros nos diferenciamos: cierta forma del habla, el arte culinario, la música, la cosmovisión en general.



EL SUEÑO DE LOS HOMBRES

“Creo que durante largos períodos uno vive más intensamente en los sueños que en la realidad –dice Tizón–. Para mí son una parte importante de la biografía de un hombre. Por lo demás, en la interpretación de los sueños no creo en absoluto.” El libro de Freud, confirma, no está en su biblioteca. “La interpretación que José hizo de los sueños del faraón ha sido una especie de arte del lambisconeo, como dirían los mexicanos –ejemplifica–. No hay nada más arbitrario que interpretar un sueño: es una forma de malversarlo. En cuanto uno pretende hacerlo, se esfuma. Siempre es equívoco, eso. Como aquello de la pitonisa; el rey va y le pregunta: ‘¿Entraré en guerra?’. Y ella le dice: ‘Si entras en guerra, destruirás un reino’. Pero no le dice cuál, si el suyo o el del otro. La interpretación es tamizar por la razón una cosa que no es racional.” Los sueños, dice, tienen mucha presencia en su narrativa. A los propios, sin embargo, no los anota: “Los pienso un poco y en la medida en que quiero tratar de darles un lugar en mi vida, pasado o presente, se esfuman. Son ligeros y tibios, como decía Cernuda en el poema”.
Afuera ya casi es de noche. La lluvia sigue. Quizá mañana, antes del regreso, haya mejor luz para unas fotos. Tizón pregunta: “¿Toma un trago de whisky?”.
Salud.



De novela a miniserie

A fines del año pasado Tizón recibió un llamado de Tristán Bauer, que le propuso hacer una miniserie en base a la segunda parte de la novela Sota de bastos, caballo de espadas. “En ese tramo, que se llama ‘El centinela y la aurora’, aparece Belgrano –comenta Tizón–. Aunque yo lo llamo ‘el caudillo’, que es como lo llamaba el pueblo. En este libro está la resistencia al invasor español en la guerra gaucha pero desde el punto de vista de la plebe, de los pobres. No hay una sola opinión de personajes, como se les llamaba antes, decentes.” El proyecto contempla ocho capítulos que se emitirán por Canal 7 y Canal Encuentro en 2010, enmarcados en el Bicentenario; Tizón se propone “ir echándole el ojo y el oído” al guión, sobre el que se empieza a trabajar en estos días. Está entusiasmado: se imagina a Gastón Pauls en el papel de Belgrano. La novela fue publicada por Crisis en 1975 y reeditada un par de veces.



Lavalle, Sabato y los huesos

“Una vez, hace ya mucho tiempo, vino Matilde, la mujer de Sabato, y me contó que él estaba escribiendo sobre Lavalle –rememora Tizón–. Luego me enteré de una cosa que dije no, no puede ser: él creía que Lavalle se había suicidado. A mí me pareció que por una razón: ésa es la versión de los apólogos fascistas del rosismo: Claro, es imposible enfrentarlo, entonces me suicido. Le dije que tenía una carta de un testigo presencial de cuando pasó eso; en esa época había ya fotocopias, pero no estaba muy difundido, eso, de manera que le llevé el original. Me lo dio un hombre que vendía rosquillas en la iglesia San Francisco, que está en la esquina de la cuadra en la que lo mataron acá, en San Salvador. En esa carta el testigo cuenta que sintió que una partida de la vanguardia de Oribe venía cruzando el Xibi Xibi, el otro río, dando voces y tiros al aire. Rosas había ordenado que le traigan la cabeza de Lavalle así que venían persiguiéndolo, pero no sabían que estaba alojado ahí, en esa casa. Cuando él los escuchó se acercó a la puerta y uno de los tiros, al voleo, le acertó: se desangró ahí, en el zaguán.”
Pero los federales no se enteraron: la escolta de Lavalle, apostada en el fondo del caserón –que hoy es el Museo Histórico Provincial–, cargó el cuerpo y huyó rumbo a la frontera. “En Yala le sacan las vísceras y en Humahuaca lo descarnan y se llevan los huesos en una bolsa, porque querían evitar que lo decapiten y le lleven la cabeza a Rosas –sigue Tizón–. Entonces le di la carta a Sabato y le dije: ‘Mire, Ernesto, no se suicidó, lo mataron, acá está el testimonio’. ‘¿Y podría prestarme eso?’ ‘Claro, cómo no’. Y no me lo devolvió nunca. Posiblemente se haya perdido. Una lástima, porque era un documento impresionante.”
Con la historia tan cercana, ¿nunca pensó en escribir sobre Lavalle? “En algún momento sí, pero estaba escribiéndolo Sabato”, dice Tizón, refiriéndose a Sobre héroes y tumbas. Es más: los huesos del prócer ya estaban presentes en su infancia, en la escuela: “En lo que era una especie de placard lo metían a uno cuando se portaba mal –cuenta–. Ahí, entre mapas y otras cosas, había un esqueleto, que usarían para enseñar anatomía. Frente a eso lo sentaban a uno, en la oscuridad, en una especie de poyo, y le decían: ‘Es el esqueleto de Lavalle. A portarse bien’.”



La ballena azul

“Como en Yala la escuela se derrumbó me mandaban a una acá, en una antigua hacienda que se llama Los Molinos, en la que Belgrano pasó unos días –-cuenta Tizón–. Con la maestra, que también vivía en Yala, venía yo. Era una de las abanderadas de lo que sería el feminismo ahora, porque conducía su auto y fumaba, y a mí eso me llamaba mucho la atención. De la escuela primaria me acuerdo de pocas anécdotas. Los bancos de los asientos eran dobles, sería por economía, y en ese tiempo no teníamos cuaderno, teníamos pizarra con tizas de colores. Un día la maestra nos dijo: ‘Bueno, ahora les voy a hablar de la ballena’. Debía ser la primera vez que oía esa palabra. No recuerdo la explicación, pero sí que la dibujó y la pintó, y que luego nos dijo ‘Ustedes cópienla’. Ella se paseaba por la fila de asientos y de repente sentí el grito de una compañera que recuerdo como gordita, a la que le dio no sé si una cachetada o un punterazo. ‘Pero animal, ¿cómo vas a pintar la ballena de azul? –le dijo–. ¿De qué color vas a pintar el mar?’. Nunca habíamos visto nosotros el mar.”





Dos fragmentos


Un encuentro con Benito Lynch
Sentado yo en un bar, frente al edificio del diario El Día, de La Plata, solía verlo salir y encaminarse por la acera rumbo al Club Social, del cual era un sempiterno asistente aunque no contertulio, según me dijeron luego.
—Es don Benito Lynch —dijo el mozo del bar—, el que escribe en el diario.
Yo no recordaba haber leído de él nada hasta entonces, tal vez algún cuento, pero sí recordaba la versión en el cine de El inglés de los güesos, encarnada por Arturo García Buhr y Anita Jordán en el papel de Balbina.
A mi modo de ver de entonces, cuando yo rendía exámenes de mis últimas materias en Derecho, era un anciano más bien claro, de frente amplia, cabellos grises, y enjuto y cabizbajo. De tanto observarlo en la calle y cumplir el mismo recorrido, comencé a buscar —tampoco entonces fue tarea fácil— sus libros en La Plata y en Buenos Aires. Hasta que un día lo seguí, cuando salía del Club Social para encaminarse luego por la diagonal 17, y lo vi entrar en una vieja casa, bastante arruinada, con rejas al frente y algunas plantas en la galería.
Luego de unos minutos, con el aldabón llamé a la puerta, y al cabo de una corta espera, apareció una vieja y me preguntó qué quería.
—Quiero ver a don Benito Lynch —dije.
—El no está —dijo la mujer luego de titubear.
—Lo acabo de ver entrar.
La mujer entró a la casa y reapareció para decirme:
—Don Benito dice que para qué quiere verlo.
—Para nada.
La vieja criada volvió a entrar y dijo:
—Siéntese aquí y espere.
Me senté en un banco de madera en la galería. El día era apacible y me entretuve observando a un colibrí entre las hojas de una begonia.
Al cabo apareció el novelista y me preguntó de dónde venía y qué es lo que hacía yo.
—Estudio —dije.
—¿Para qué?
—Para abogado.
—Hay muchos —dijo él—. ¿Y usted, aparte de sus libros de leyes, lee?
—Sí, estoy leyendo ahora La montaña mágica. Pero he leído cuentos de Horacio Quiroga y Nacha Regules, de Manuel Gálvez.
Don Benito parecía escuchar con desgano, pero alcanzó a decir:
—Bueno, esos están bien. Pero el que vale la pena es Lugones. ¿De dónde es usted?
—De Jujuy.
—Conozco Jujuy. Nunca fui allí, pero es como si hubiese ido.
Me explicó entonces que su preceptor había sido el maestro Salinas, que después fue ministro de Yrigoyen, que apenas hablaba de algo que no se refiriera a esa provincia.
Luego me tendió la mano flaca y fría y se despidió.
Muchos años después relaté este encuentro a Ulyses Petit de Murat, que escribió uno de los mejores, y pocos libros, sobre la vida y la obra de Benito Lynch, y me dijo:
—Lo raro es que te recibiera. Era lo que se dice un viejo seco y frío. Pero era el mejor. Aunque nadie lo lloró ni lo recuerda ahora.
Yo lo recordaré a partir de entonces como un anciano que debió de haber sido más alto que cuando lo conocí, que todavía lo era, de rasgos afilados, enjuto y de nariz notable.
Al igual que Horacio Quiroga, toda su vida había sido más que recatada, huraña y, como Quiroga, contaba con varios suicidas entre sus parientes. Pero él murió a raíz de los traumatismos al ser atropellado por un tranvía en diciembre del cincuenta y cinco.


Edipo en Yala

Desde el amanecer garrapateo notas en este cuaderno. Cuando el sol remonta e interrumpo mi trabajo para jugar un rato con los perros sobre el césped de los fondos, A.H., el viejo extranjero que vive en Yala desde el treinta y dos o treinta y tres, me llama dando voces y asoma su cara colorada sobre la pirca, y con el aliento aromado por el anís turco, dice: “¡Ah, me había olvidado ayer: esa mujer, ¿recuerda?, de quien estaba contándole, la de Ocloyas, que se hace concubina del hombre que vuelve después de veinte años, era en realidad la madre. Me faltó decirle eso. ¿Por qué no escribe esa historia?”.
Yo digo:
—¿Qué pasó después? ¿El se arrancó los ojos?
—Nada, hombre, nada —dice él—. Tuvieron once hijos.
Estos dos episodios están incluidos en El resplandor de la hoguera (Alfaguara).





En la tierra de la memoria

Por Claudio Zeiger

En la tierra de la memoria
El resplandor de la hoguera
Héctor Tizón
Alfaguara
161 páginas

De todas las confesiones, recuerdos, opiniones, conceptos e ideas vertidas por Héctor Tizón en las páginas de su último libro, El resplandor de la hoguera, quizá la más sorprendente resulta la aceptación de que le cuesta escribir; más aún, “incluso me es penoso escribir estas páginas”, dice. “Noto que este fenómeno de casi absoluta esterilidad es producido muchas veces por una cantidad de ideas, evocaciones, deseos, delirios que se agolpan impidiéndose el paso entre sí.”
Asociar a Tizón con la dificultad de escribir no resulta tan natural porque su escritura participa de las bondades de la claridad, la austeridad y la precisión. Parece el resultado de una decantación, sí, pero no de un tormento. Y sin embargo, si bien se lo piensa, ese fenómeno de “casi absoluta esterilidad” habla más de una poética que de un rasgo personal. No porque la esterilidad sea en sí una poética sino que en el esfuerzo por superarla puede amasarse algo así como una poética.
La literatura de Tizón se ha ido en cierta forma angostando, entrando por un desfiladero donde la palabra persigue la esencia del decir, la esencia de un paisaje, de un léxico, de una región que —según aprendemos a lo largo de la vida— no es otra cosa que la tierra de la memoria. Esta poética nacida de la dificultad parece al fin rendirse ante la evidencia de que hay que escribir de más para atrapar eso que se quiere atrapar: unas pocas páginas justificadas en una obra (pero ¡ay! no hay pocas páginas sin obra). Puede citarse, en leve digresión, el ejemplo tremebundo de José Donoso, quien quiso escribir una novelita corta en dos meses y terminó generando una de las novelas más deformes de América latina, El obsceno pájaro de la noche.
Dice Tizón: “Creo, desde hace mucho, que aquello que debiera escribir y aun no logro escribir, debe ser un libro breve, no un libro quizá, sino unas cuantas páginas, un par de páginas, no más. Pero para llegar a hacerlo debo prepararme largo tiempo, años tal vez, escribir y destruir lo que escribo o parte de lo que escribo, y volver a escribir; perder las pocas páginas logradas, sentir una gran angustia por esa pérdida y una gran nostalgia y aprovechar esa necesidad de decirlo, y rehacerlas. Y al cabo de esos años, al final de mis días, de esta lucha misteriosa y bella que es la vida, escribirlas de un solo golpe, de sol a sombra, en una jornada. Yo sé que así me sentiría apaciguado, mano a mano con las fantasmas, regresado a lo que más quise y dispuesto a desaparecer como una sombra, sin ruido, sin memoria, por esa misma rendija de la vida que lograra vislumbrar y convertir en palabras”.
Estas hermosas palabras que valen tanto para su obra ya hecha como para páginas futuras, también valen, especialmente valen, para caracterizar de qué se trata El resplandor de la hoguera. Recuerdos sin orden, ni método, pero no por ello inconexos o arbitrarios. Recuerdos de lugares, ciudades y amigos. Reflexiones sobre leer y escribir y también sobre los propios libros. Evocaciones (como la de la visita a Benito Lynch en su casona de La Plata o la de un tanto engolado Ricardo Balbín en la cárcel), fragmentos de historias y breves relatos de un lugar mítico llamado Yala... Y todo como si al cabo de años se hubieran escrito de un solo golpe en una sola jornada (aunque ya confesada la dificultad, deberíamos estar prevenidos de la sensación de claridad y sencillez).
Si bien el reconocimiento literario de la obra de Tizón es algo que no está en entredicho, creo que estaría bien subrayar que a veces no nos damos cuenta del tremendo escritor que tenemos tan cerca; no por un intento de totemizarlo, ni por menoscabar otros escritores que tanto la han yugado en la literatura argentina. Pero Héctor Tizón ha hecho opciones literarias muy fuertes volcándose a una región y una poética (en gran parte condensadas en este libro) fronterizas, y su enorme triunfo enarbolando las bellas banderas del idioma castellano se ha plasmado en una obra notable. Quizás así, como a la tierra yerma, se le arranquen a la Obra ese puñado de páginas que justifican el trabajo, la memoria y la vida.

miércoles, 14 de enero de 2009

El Prado y Google, socios
Las obras más representativas del museo español podrán analizarse y estudiarse en alta definición en Internet






MADRID (EFE).- El dicho de "una imagen vale más que mil palabras" se cumple en el proyecto lanzado por Google y el Museo del Prado, que permite contemplar catorce obras maestras pertenecientes a la colección de la pinacoteca española en mega alta resolución a través de Internet.





Esta iniciativa, denominada "Obras maestras del Prado en Google Earth", permitirá ver detalles de los cuadros que el ojo humano no puede percibir directamente y convierte al Prado en el primer museo internacional en el que es posible acercarse a catorce pinturas reproducidas a tamaño natural.


La costura en el lienzo de "Las Meninas" de Velázquez, los detalles escondidos en "El Jardín de las delicias" de El Bosco, las lágrimas casi imperceptibles de San Juan en "El Descendimiento" de Roger van der Weyden o la abeja que se posa en una flor de "Las tres Gracias" de Rubens se hacen visibles.


Este proyecto también da la posibilidad de contemplar en toda su dimensión "El emperador Carlos V, a caballo, en Mühlberg" de Tiziano.


Completan la lista de las catorce obras maestras "La Crucifixión" de Juan de Flandes; "El caballero de la mano en el pecho", de El Greco; "El sueño de Jacob", de Ribera; "El 3 de mayo", de Goya; "La Anunciación", de Fra Angelico; "El Cardenal", de Rafael; "La Inmaculada Concepción", de Tiepolo; "Autorretrato", de Durero, y "Artemisa", de Rembrandt.


La selección de estas obras responde a la propuesta que hace el propio Museo del Prado en su página web; son obras que se consideran imprescindibles desde un punto de vista didáctico ya que en ellas están representadas las escuelas presentes en la colección del Museo.


Así lo explicó durante la presentación el director del Prado, Miguel Zugaza, para quien también podrían haber sido seleccionadas cualquiera de las otras mil obras expuestas.


Aunque estas imágenes no pueden sustituir a la experiencia de contemplar la obra de arte en directo, "el nivel de calidad de excelencia del trabajo acerca la obra a nivel universal y permite llegar a un detalle inalcanzable con la obra en directo", comentó.


El director del Prado también dijo que no hay mejor manera de rendir tributo a los maestros del arte que universalizando sus obras.


Esta universalización es uno de los objetivos del proyecto pero también, "más allá del deleite de las imágenes", Zugaza quiso destacar la importancia del mismo para la investigación y la docencia, aspectos a los que incorpora un nuevo valor.


La precisión extraordinaria lograda "permite observar hasta los detalles de restauraciones llevadas a cabo, así como experimentar un placer extraordinario al poder contemplar cada uno de los fragmentos de una obra de una complejidad tan extraordinaria como el Jardín de las delicias", señaló Zugaza. Así, bromeó con el hecho de que Goya y Velázquez "estarían atemorizados" ante el descubrimiento de estas precisiones "y se sentirían fascinados como nosotros".


A través de la imagen digital "se ve la disección científica, aunque en ella no vamos a contemplar el alma que se halla en la contemplación directa de la obra", dijo el director, y aseguró que el futuro de los museos tendrá que ver con las nuevas tecnologías y las nuevas formas de comunicación".


El proyecto, único en el mundo, según recordó Javier Rodríguez Zapatero, director de Google España, "es un avance más en la democratización del acceso a la información y la cultura, en este caso acercando el arte a todo el mundo".


Sin costo alguno para el Prado, la iniciativa, que podría verse ampliada dependiendo de su éxito, permite contemplar imágenes con cerca de 14.000 megapíxeles y una precisión 1.400 veces superior a la que se obtendría con una cámara digital de 10 megapíxeles.







El 3 de Mayo, de Goya, es parte de la iniciativa Foto: AFP

Marcel Duchamp Por Bernard Marcadé

El juego de la ausencia

Bernard Marcadé realiza en Marcel Duchamp un retrato exhaustivo del huidizo creador que, con sus originales concepciones artísticas, promovió sin saberlo la mayoría de las vanguardias de posguerra

Por Ernesto Schoo
Para LA NACION

Marcel Duchamp
Por Bernard Marcadé
Libros del Zorzal/Trad.: Laura Fólica/584 páginas/$ 90

Crítico, curador de exposiciones, profesor de estética e historia del arte, Bernard Marcadé teje quinientas laboriosas páginas por las que transitan todas las vanguardias del siglo XX y sus protagonistas, sin que falte nadie a la cita. Lo curioso es que esta prolija, densa trama deja en su centro un hueco, un vacío, en el que se inscribe tan sólo el contorno del personaje central. Porque Marcel Duchamp (1887-1968) es, en la historia del arte occidental y desde la perspectiva de la entidad física, lo que deliberadamente quiso ser: una ausencia. Sin embargo, este hombre huidizo ("sabe, siempre existió en mí esa necesidad de escaparme") ha sido promotor y responsable de prácticamente todas las vanguardias posteriores a la Segunda Guerra Mundial: el op y el pop, el conceptualismo y el minimalismo, los happenings , las instalaciones.

Para alguien con tan aparente desinterés por la vida cotidiana, la de Duchamp resulta notablemente movida. Tal vez por aquella proclamada necesidad de escaparse y también porque, como lo reitera a menudo en cartas y entrevistas, se aburre soberanamente, salvo la atracción casi patológica por el juego de ajedrez. Puesto que reniega del calificativo de artista y prefiere ser llamado anartista, parecería adecuado aplicarle el de mecánico aficionado, o investigador de la física recreativa. Porque su más auténtica pasión fuera del ajedrez y, eventualmente, las mujeres, es la creación de artefactos derivados de ciertas relaciones entre las fuerzas que rigen la naturaleza. Él lo toma como un juego, una diversión, a partir de "una concepción subversiva de la vida y del mundo", compartida con sus compinches más cercanos: Francis Picabia y Henri-Paul Roché (autor de Jules et Jim , donde narra las relaciones de él y Duchamp con una novia compartida).

Su historia empieza un 28 de julio de 1887, en un pueblecito normando donde su padre ejerce como escribano. Marcel es el tercer hijo varón: sus hermanos mayores serán artistas conocidos, Gastón como pintor con el seudónimo de Jacques Villon, y Raymond Duchamp-Villon como escultor. Mientras éstos ya cursan estudios universitarios en Ruán, Marcel juega con su hermana Suzanne (nacida en 1889) y en 1902 empieza a dibujar, siguiendo los pasos de su abuelo materno, grabador aficionado. La veta artística es un rasgo familiar: Gastón y Raymond abandonan pronto sus respectivas carreras y se marchan a París, a estudiar arte. Marcel los seguirá, a los 17 años.

Tras una primera adhesión al impresionismo y un fugaz acercamiento al cubismo, ninguna vanguardia satisface a Marcel. Él quiere abolir lo que llama "el retinismo", es decir, la impresión sensorial que el color produce en la retina y, sobre todo, la representación, el simulacro de las apariencias del mundo. Respeta a Cézanne y nunca superará cierta desconfianza que le inspira Picasso (no así Matisse). En 1912, dice Marcadé, Marcel ya es un francotirador: le pinta bigotes y barba a una reproducción de la Gioconda, broma infantil que ha dado la vuelta al mundo como un rasgo de genialidad. Confesándose por sobre todo un perezoso esencial, Marcel declara: "No quería que me llamaran artista. Quería aprovechar la posibilidad de ser un individuo, y supongo que lo he logrado, ¿no?" Esa posibilidad entraña un compromiso, y también un desafío: abjurar de la ética del trabajo ("Tuve suerte, nunca trabajé para vivir", le dice a Pierre Cabanne en 1967) para, simplemente, entregarse a la vida y al capricho del azar: "El azar puro me interesaba como una forma de ir contra la realidad lógica". Tal vez por eso intenta combinar, durante una estada en Montecarlo, el juego de la ruleta con el ajedrez.

Eximido del servicio militar en la Primera Guerra y harto del clima bélico, en 1915 se marchó a Nueva York, que se convertiría en su ciudad predilecta. Entre 1918 y 1919 vivió con una amante esporádica, Yvonne Chastel, unos meses en Buenos Aires -que no le gustó nada-, enseñando ajedrez.

La fama de Duchamp nace en la famosa exposición del Armory Show neoyorquino, en 1913, donde presenta una obra inclasificable, el Desnudo bajando la escalera, que desconcierta o irrita a público y crítica, quienes se preguntan si el personaje es hombre o mujer? Poco antes, había comenzado a proyectar un derivado de aquél, el Gran Vidrio, o La novia desnudada por sus solteros, aún , curioso artefacto que le llevaría ocho años de trabajo, hasta 1923, cuando lo abandonó definitivamente. Pero fue la Fuente , de 1917, exhibida en el primer Salón de Artistas Independientes, en Nueva York, la obra que le dio fama perenne: un mingitorio de porcelana blanca, exhibido a modo de escultura, con la firma apócrifa de "R. Mutt". Es la creación del ready-made , o sea, el objeto anónimo, manufacturado, al que la firma del artista otorga categoría de arte. A su luz han surgido teorías y movimientos polémicos que aspiran a la seriedad y pasan por alto, al parecer, la cualidad de bromista, de fumiste (según el Larousse, "mistificador, el que hace bromas pesadas"), rasgo característico de Duchamp.

También en Nueva York conoció Marcel al único gran amor de su vida, la hermosa brasileña María Martins, a la que dedicaró su última y enigmática obra, Étant donnés , un desnudo femenino decapitado, de alucinante realismo, al borde de la pornografía, ambientado en un paisaje tropical y encerrado en un armario, sólo visible a través de una hendija en la puerta. Casado ya en edad avanzada con Teeny Matisse, ex nieta política del pintor famoso, Duchamp murió en París, de una embolia, el 1° de octubre de 1968. Tan misterioso y absorbente como los agujeros negros de las galaxias, abrió una caja de Pandora de la que no han terminado de brotar aún las energías más opuestas.

© LA NACION







Duchamp

Walter Benjamin

Pensamiento Alegorías
La enciclopedia mágica de Walter Benjamin
Los archivos del escritor alemán, que acaban de editarse en inglés, son un inventario de todo lo que le interesaba: citas, anagramas, dibujos. El conjunto es un compendio de signos secretos que el mundo le ofrecía para que los descifrara


Por María Negroni
Para LA NACION - Nueva York, 2009


La tecno-arcadia del Capitán Nemo y la Enciclopedia de Diderot y D´Alembert se parecen. Ambas son microcosmos en los cuales el código alfabético, la taxonomía o la nomenclatura permiten reemplazar el caos de la historia con un simulacro de orden. Toda colección, podría decirse, está hecha de especímenes embalsamados, reliquias que han sido puestas a salvo del continente referencial de la enunciación y la recepción, en un interior terco y voluptuoso. De ahí su coherencia, tan secreta como férrea. No existen las listas arbitrarias, ni siquiera las de Borges. Cualquier lista es una forma ordenada del arte o del juego, una lealtad exclusiva a los tiempos privados del sujeto.


Benjamin lo supo bien. De hecho, no hizo otra cosa en su vida que organizar fragmentos, cada vez más consciente del placer de enumerar y contabilizar los trofeos de su lucidez. Sus archivos (que acaba de editar la editorial Verso, de Londres-New York, bajo el título Walter Benjamin´s Archive: Images, Texts, Signs ) constituyen, en este sentido, un verdadero vademécum, un meticuloso inventario de cuanto le interesaba. Hay allí de todo: dibujos, diagramas, listas bibliográficas, índices de viajes sentimentales, constelaciones de citas, anagramas, juegos de palabras, incluso un muestrario de los hallazgos lingüísticos de su hijo Stefan, todo registrado con esa letra minúscula, de maniático o iluminado, que lo caracterizaba, siempre alerta a lo más incidental (lo más interesante).


De hecho, es así como Benjamin organiza sus referencias: apegado a las micrografías del deseo y a los alumbramientos de lo inesperado. Y después aplica la técnica del montaje y pasa revista a la moda, la publicidad, la arquitectura, la prostitución o la fotografía, es decir, a los datos del mundo, con su pobreza abyecta y su lujo insolente, sus fracasos y sus testamentos. Nada se le escapa, nada se le escurre de esa escena que lo fascina en la misma medida en que lo aterra. El resultado es un compendio de secretas afinidades. En uno de sus papelitos, por ejemplo, se lee: "Revolución y festival; distancia e imágenes; sueño soviético; intento de dar a todo un sentido; notas para una traducción de Proust; narrativa y curación; estilos del recuerdo; La boîte à joujoux de Debussy". En otro: "Haussmann y sus demoliciones; excursus sobre arte y tecnología; Marx y Engels sobre Fourier; París como panorama; Grandville, precursor de la gráfica publicitaria; cuerpo y figuras de cera; el Palacio de Cristal de 1851; estaciones de tren, afiches, iglesias: puntos en común". Imposible no pensar en un magazín de novedades. O más exactamente, en uno de esos pasajes parisinos que tanto le gustaban, donde los escaparates, realzados por la flamante iluminación a gas, semejaban las ménageries de los grandes circos, con sus jaulas vistosas y sus animales cautivos que teñían el entorno de un aire fabuloso.


Para decirlo quizá con más claridad: en el paisaje mental benjaminiano, las obsesiones son siempre imanes. No importa qué forma tomen. Un sueño de Kafka, una gruta, un museo de juguetes, el anaquel de algún bouquiniste o la incesante indagación detectivesca de la ciudad moderna, todo se transforma para él en una invitación a pasearse por esos bulevares imaginarios donde el deseo se yergue sin objeto y el sentimiento general de abandono, a la manera de lo que ocurre en Noche transfigurada del alma de Schönberg, abre la imaginación como un bisturí.


Reunir los papeles de Benjamin, por eso mismo, podría parecer tautológico. No lo es. Por el contrario, sirve para enfatizar, una vez más, su método de trabajo inimitable, para entender su proyecto intelectual como lo que fue: un archivo del pensamiento, de las percepciones, la historia y el arte del siglo que le tocó vivir. Fiel a las cosas que, en su materialidad, constituyen siempre una protesta contra lo convencional, Benjamin priorizó, no el valor utilitario del objeto, sino la escena donde éste encuentra su destino. Me refiero a esos detalles de los que se pueden ver surgir, de prestarse la debida atención, acentos de desacato, movimientos anárquicos, algo que, por un instante al menos, sustituya un mundo petrificado por una enciclopedia mágica.


Hay un episodio en el Wilhem Meister de Goethe, titulado "La nueva Melusina", que Benjamin menciona en una carta dirigida a Jula Radt-Cohn el 9 de junio de 1926. En el relato, una joven misteriosa aparece en un albergue alemán llevando consigo una caja/ataúd que la supera en tamaño. Siguen las peripecias de un viajero que, seducido por la belleza de la joven, asume el cuidado de la caja, mientras ésta aparece y desaparece de la trama, sin razón aparente. La caja, descubrimos al final, contiene un reino maravilloso (del que proviene la doncella) que se ha encogido en una miniatura. Como la caja/ataúd de Goethe que preserva, bajo una forma microscópica, algo precioso, así también la escritura de Benjamin, diminuta y frágil, sugiere al lector la existencia de un mundo oculto tras las figuras del mundo.


Vale la pena insistir. Quizá el rasgo más nítido de toda colección sea éste: en ella, lo que se busca es un encierro, una protección, un "ensoñadero": uno de esos lugares que -como el museo, la biblioteca, el gabinete o el poema- permiten albergar descubrimientos, rarezas, piezas únicas, es decir, presuntas huellas de una experiencia auténtica. He aquí un escenario proclive a la acumulación y la privacidad, simultáneamente adicto a lo infinitamente minúsculo y a lo infinitamente inasible, con que el yo cuantifica su deseo, lo ordena, manipula y carga de sentido. Digamos que ese espacio -por grande o cívico que sea- le sirve, como un Arca de Noé personalizada, para desplegar los enigmas del cuerpo y la memoria, es decir, un mundo anterior, siempre ligado a la infancia y los juegos. No sólo eso. También le muestra, con claridad feroz, que su tarea es ciclópea y su afán, por fortuna, inalcanzable. ¿Qué sería una colección completa sino una colección muerta? Al querer esto y lo otro y lo de más allá, acicateado por el fantasma de la pérdida y la interrupción, el coleccionista entiende pronto que eso que le falta, como en la escritura, relanza el deseo. No hay placer más intenso que aquél que se sustrae.


"Los grandes poetas ejercen su ars combinatoria en un mundo que vendrá después de ellos". La frase figura en uno de los libros más orgullosamente arbitrarios de Benjamin: Dirección única. También allí, en medio de una sorprendente galería de niños (Niño leyendo. Niño que llega tarde, Niño goloso, Niño montado en el tiovivo, Niño escondido, Niño desordenado), se lee: "Cada piedra que encuentra, cada flor arrancada y cada mariposa capturada son ya, para él, el inicio de una colección. No bien ha entrado en la vida y ya es un cazador: atrapa a los espíritus cuyo rastro husmea en las cosas". El objetivo no es, como se ve, encontrar algo nuevo, sino renovar lo viejo haciéndolo propio, perderse por horas en la selva del sueño, donde los papeles de estaño son tesoros de plata; los cubos de madera, ataúdes; los cactus, árboles totémicos y las monedas, escudos. La felicidad, para el niño, proviene de un tête-à-tête con las cosas que el azar le trae y que él guarda en cajones que son fortines, arsenales, zoológicos. No de otro modo el poeta urbano y flâneur , encarnado para siempre en Baudelaire, ejercerá su propio placer esquivo cuando proyecte sobre el mundo su mirada alegórica, es decir, transporte sus propios objets trouvés al desorden pautado de la poesía.


Se trata de algo muy simple y muy complejo: al abocarse a aquello que irremediablemente se les escapa, los poetas, como los niños, se embarcan en su propio viaje à la recherche du temps perdu , volviéndose arqueólogos lúcidos, testigos del vínculo preciso entre nostalgia y resistencia, aventura y tolerancia. En cuanto a Benjamin, en cada uno de sus libros, intentó cruzar una frontera. Después, a lo mejor, como en Portbou, comprendió que no tenía adónde ir y prefirió quedarse en su propio coto de caza donde es posible seguir siendo aún hoy y ayer y mañana un huésped inestable y belicoso.


© LA NACION



Benjamin. Durante horas se perdía en ensueños sobre los objetos y las imágenes que el azar o el destino ponían frente a él.

lunes, 12 de enero de 2009

“Plomo fundido” sobre la conciencia judía
Por León Rozitchner


“Si nosotros nos revelamos incapaces de alcanzar una cohabitación y acuerdos con los árabes, entonces no habremos aprendido estrictamente nada durante nuestros dos mil años de sufrimientos y mereceremos todo lo que llegue a sucedernos.”Albert Einstein, carta a Weismann, 1929.
¿Recuerdan cuando hace dos mil años los judíos palestinos, nuestros antepasados en Massada sitiada, enfrentaron las legiones del Imperio romano y se suicidaron en masa para no rendirse? ¿Recuerdan la rebelión popular y nacional de nuestros macabeos contra la invasión romana, cuando murieron decenas de miles de judíos y se acabó la resistencia judía en Palestina y nos dispersamos otra vez por el mundo? ¿No piensan que esa misma dignidad extrema que nuestros antepasados tuvieron, de la que quizá ya no seamos dignos, es la que lleva a la resistencia de los palestinos que ocupan en el presente el lugar que antes, hace casi dos mil años, ocupamos nosotros como judíos? ¿No se inscribe en cambio esta masacre cometida por el Estado de Israel en la estela de la “solución final” occidental y cristiana de la cuestión judía? ¿Han perdido la memoria los judíos israelíes? No: sucede que se han convertido en neoliberales y se han cristianizado como sus perseguidores europeos, que, luego de exterminarlos, empujaron a los que quedaron vivos para que se fueran a vivir a Palestina con el terror del exterminio a cuestas.
El meollo de la actual tragedia está en la Shoá. Si la memoria de su pasado define el sentido histórico que marcó el “destino” del pueblo judío, donde se van hilando las cuentas de nuestro derrotero, y si el acto final en el que culmina ese destino convoca a los judíos israelíes a aniquilar la resistencia de otros pueblos inocentes, algo del sentido histórico ha desaparecido de la memoria de los israelíes. ¿Puede ser invocada la Shoá sin ser infieles a los desaparecidos, cuando al mismo tiempo el sentido completo de ese acontecimiento monstruoso ha quedado oscurecido? ¿Cómo podríamos “hacer memoria” si la construimos con los únicos recuerdos de nuestro pasado que los culpables europeos del genocidio nos autorizan? Es cierto: si los israelíes recuerdan todo, pierden a sus aliados. Porque la memoria de la Shoá que llevó al retorno a una tierra perdida hace mucho tiempo tendría que volver a ser pensada.
Lo primero a recordar: nuestros perseguidores históricos no fueron ni son los palestinos. Nuestros perseguidores estaban y siguen estando en las naciones de cultura europea que nos expulsaron y masacraron, y sin embargo son ellos los que siguen marcando el destino de todos nosotros, sobre todo de los judíos israelíes. ¿Será por eso que se busca olvidar a los verdaderos culpables de la Shoá? Los israelíes ya no se preguntan por el pasado bimilenario judío. Nunca los judíos, salvo excepciones, acusan del exterminio judío a la religión cristiana y a la economía capitalista que produjeron necesariamente la Shoá, como la conclusión de un silogismo que se venía desarrollando en Europa cristiana desde su mismo origen, como si el nazismo hubiera sido sólo un accidente sin antecedente en la historia europea y todo comenzara con Hitler. ¿No será que luego de la Shoá ustedes, los descendientes de los judíos europeos asimilados, se aliaron luego con los exterminadores en un pacto oscuro que el terror dictaba, y volvieron ahora todos, de cierta manera, a ser judeo–cristianos? Porque seamos honestos: el Tercer Reich se ha prolongado en el 4º Reich del Imperio norteamericano. Es claro: prefieren no saberlo porque el Estado de Israel está –nosotros los judíos latinoamericanos sí lo sabemos– al servicio del poder cristiano–imperial de los EE.UU. ¿O van a creerse que los EE.UU. y Europa combatieron al nazismo para salvar a los judíos? ¿Por qué ahora habrían de seguir persiguiéndolos si mantienen lo que tienen de judíos congelado sólo en lo arcaico religioso? Pero ¿no les dice nada pasar a ocupar ahora el lugar impiadoso, como brazo armado de los poderosos capitalistas cristianos, contra una población civil asediada y asesinada por osar defenderse contra la expropiación ilimitada de un territorio que debía ser compartido?
Recordemos. Karl Schmitt, filósofo católico del nazismo, había puesto de relieve lo que la hipocresía democrática ocultaba: la categorías políticas son todas ellas categorías teológicas. Es decir: la política occidental (democrática y capitalista) tiene su fundamento en la teología cristiana. Es notable: Schmitt coincide con lo que Marx joven decía en Sobre la cuestión judía: el fundamento cristiano del Estado germano se prolonga como premisa también en el Estado democrático.
Y si la política occidental al desnudarse muestra su fundamento teológico oculto, sin el cual no hubiera habido capitalismo, entonces toda política de Estado capitalista era antijudía, porque ése era el escollo que el cristianismo había encontrado para consolidarse como religión universal. No contra los judíos cristianizados que, como ustedes en Israel, apoyan esa política, es cierto. Ustedes tienen de cristianos, sin saberlo, lo que ocultan en su propia memoria al ocultar que la Shoá como “solución final” fue un exterminio teológico (cristiano) político europeo. Schmitt la tenía clara. Lo que el sutil filósofo alemán católico necesitaba activar, en momentos de peligro extremo para el cristianismo y el capitalismo frente a la amenaza de la Revolución Rusa y las rebeliones socialistas, era el fundamento cristiano escondido en la política: el odio visceral y alucinado religioso antijudío para que en Europa reverdeciera con toda intensidad el fundamento grabado durante siglos en el imaginario popular cristiano. Y con ese vigor arcaico reverdecido pudieran enfrentar la amenaza revolucionaria del judeo–marxismo.
Por eso, frente a la apariencia liberal de la política democrática como una relación “amigo-amigo”, el fundamento de la política nazi extremaba las categorías de “amigo–enemigo” que Schmitt vuelve a poner de relieve en el “estado de excepción” como la verdad oculta de la democracia: el único enemigo histórico cuando entra en crisis el fundamento social europeo son nuevamente los judíos. En 1933, frente a la amenaza del socialismo tildado quizá con cierta razón de judío, resurgía para muchos europeos todo su pasado y encontraban en los judíos el fundamento más profundo de lo más temido para su concepción cristiana: las premisas judías de un materialismo consagrado, no meramente físico cartesiano como la economía capitalista requería. Por eso Schmitt vuelve a desnudar las categorías fundantes adormecidas que la teología católica mantenía vivas: volvía al fundamento religioso de la política cristiana del Estado democrático para enfrentar el peligro del “comunismo ateo y judío”.
Sucede que en ese momento los judíos laicos formaban parte de la creatividad moderna que en Europa alimentó el pensamiento político y científico: eran rebeldes todavía, no como tantos de ahora, y por eso Marx de joven pensaba que los judíos, una vez superada su etapa religiosa y se hicieran laicos prolongando la esencia judía más allá de lo religioso, podrían pasar a formar parte activa de la liberación humana.
Y cuando al fin los europeos creían haber logrado en el siglo XIX la universalización del cristiano–capitalismo que se expandía colonizando a sangre y fuego el mundo, aparece otra vez el materialismo judaico como premisa del socialismo, que no es físicamente metafísico sino que parte de la Naturaleza como fundamento de la vida del espíritu humano. Tiemblan entonces en Europa los fundamentos cristianos de la política y de la economía: un nuevo fantasma la recorre y se manifiesta en una teoría judía revolucionaria. De lo cual resulta que en momentos de crisis Hitler sólo representó, en términos estrictamente religiosos, culturales y políticos, el temor de toda la cultura occidental ante los comunistas y los judíos como los máximos enemigos de ambos, ahora renovados: del capitalismo y del cristianismo. El racismo de los nazis –esa “teozoología política”– no es más que el espiritualismo cristiano secularizado que el Estado nazi consagró laicamente en las pulsiones de los cuerpos arios.
Una vez aniquilados los millones de judíos –como luego fueron arrasando y aniquilando con la misma consigna a millones de soviéticos “judeo-comunistas”– el impacto aterrorizante de la “solución final” hizo que los judíos casi nunca, salvo muy pocos, se atrevieran a señalar a los verdaderos culpables del genocidio (como pasó entre nosotros con los genocidas). Con la derrota de los nazis como únicos culpables –según cuenta la historia de los vencedores– desapareció en Europa la historia de los pogromos y las persecuciones cristianas medievales y modernas que nos aterraron durante siglos: la de los franceses tanto como la de los italianos, los españoles, los polacos y los rusos mismos. Sólo los nazis alemanes fueron antijudíos.
Los judíos cristianizados por el terror del cristiano-capitalismo en Europa luego de la Shoá buscaron su “hogar” fuera de Europa: se instalaron en Palestina, como si el reloj de la historia, ahora teológica, se hubiera detenido hacía dos mil años. No se dieron cuenta de que la mayoría de los judíos que volvían a Israel no eran como nuestros antepasados que se habían ido: los descendientes de los defensores de Massada o de los macabeos. Buber, Gershon Scholem y tantos otros sí lo recordaban. Nadie quería que nos volviera a pasar otra vez lo mismo, es cierto; pero en vez de enfrentar y denunciar a los verdaderos culpables del genocidio –que ahora nos apoyaban para que nos fuéramos para siempre de Europa y termináramos nosotros mismos la etapa final democrática de la “solución final” judía que ellos comenzaron– los israelíes terminaron sometiendo a los palestinos como los romanos, los europeos y los nazis lo hicieron antes con nosotros. Pero primero tuvieron que vencer la resistencia de nuestros pioneros socialistas.
Los israelíes, apoyados ahora por el Imperio cristiano–capitalista que los había perseguido, crearon también en Israel un Estado teológico, pero la “parte” secularizada dentro de ese Estado judío siguió siendo la del Estado cristiano. Volvieron como judíos para culminar en Israel la cristianización comenzada en Europa: mitad judíos eternos en lo religioso, mitad cristianos secularizados en lo político y en lo económico. Por eso ahora en Israel el Estado mantiene la economía neoliberal capitalista y cristiana sostenida por los religiosos judíos sedentarios, detenidos en el tiempo arcaico de su rumiar imaginario. Y por el otro lado los iraelíes son neoliberales en la política y en la economía y en la ciencia “neutral”, cuyas premisas iluministas son cristianas. Mitad judíos en el sentimiento, mitad cristianos en el pensamiento.
Y por eso quieren que todos, también aquí y ahora, seamos como ellos: judeo-cristianos como el rabino Bermann, avalado por el cardenal Bergoglio, o judíos–laicos como Aguinis, neoliberal letrado avalado por el obispo Laguna. O como los directivos de la AMIA, que tienen la potestad de determinar si soy o no judío. Si soy judío “progresista” y no me secularicé como cristiano, entonces no soy judío, no podré aspirar a ser enterrado en un cementerio comunitario porque me faltaría la parte cristiana de mi ser judío. Pero judíos–judíos, esos que prolongan en lo que hacen o piensan los valores culturales judíos, quedan al parecer muy pocos, aunque sean muchos los que leen hebreo o reciten kaddish en la tumba de sus padres. Todos están aureolados con la coronita del cristiano-capitalismo que al fin los ha vencido por el terror cristiano luego de dos mil años de resistencia empecinada: convertidos ahora al “judeo-cristianismo”.
Por eso la creación del Hogar Judío en Palestina tiene un doble sentido: la “solución final” europea tuvo éxito, logró su objetivo, el cristianismo europeo se desembarazó de los judíos y muchos de los que se salvaron se fueron de Europa casi agradecidos, sin querer recordar por qué se iban y quiénes los habían exterminado. La Europa cristiana y democrática se había sacado el milenario peso judío de encima. Pero mis padres, que llegaron a las colonias judías de Entre Ríos, sí lo sabían.
Todos los judíos estamos pagando esta inmerecida transacción, ese “olvido” del Estado de Israel, al que seguramente se habrían negado los defensores del Ghetto de Varsovia, que murieron, ellos sí, sabiendo quiénes eran los responsables políticos, económicos y religiosos –estaban a la vista–- como los millones de judíos europeos que murieron en los campos de exterminio. Los judíos que vinieron luego, esos que estamos viendo, no quisieron ni pensar a fondo en los culpables: se unieron a los poderosos y saludaron alborozados que el socialismo stalinista antisemita se derrumbara arrastrando al olvido al mismo tiempo, como si fuera lo mismo, la memoria de los pioneros judíos revolucionarios asesinados por Stalin. Por eso sus sueños mesiánicos dependen ahora únicamente de los cristianos y del capitalismo para poder realizarse. Sólo tenían que hacer una cosa: permutar al enemigo verdadero por un enemigo falso.
Estamos pagando muy cara esta conversión judía. Los israelíes, ya vencidos en lo más entrañable que tenían de judíos históricos, se han transformado en la punta de lanza del capitalismo cristiano que los armó hasta los dientes para enfrentar el mayor y nuevo peligro que tiene el cristianismo: los mil millones de musulmanes que pueblan el mundo. Pero ni los musulmanes ni los palestinos fueron los culpables de la Shoá: los culpables del genocidio son ahora sus amigos, que los mandan al frente.
Y aquí cierra la ecuación política amigo-enemigo de Karl Schmitt. Antes, hasta la Segunda Guerra Mundial, el fundamento teológico de la política era “amigo/cristiano–enemigo/judío”. Ahora que los judíos vencidos se cristianizaron como Estado teológico neoliberal la ecuación es otra: “amigo/judeocristiano–enemigo/musulmán”. ¿Este es el lamentable destino que Jehová nos reservaba a los judíos? Porque de lo que hacen ustedes en Israel depende también el destino de todos nosotros.




Einstein, Israel, Gaza
Por Juan Gelman


El pasado sábado 27, a las 11.30 hora local, 50 cazas de combate israelíes demolieron unos 50 puntos de Gaza en tres minutos. Fue una violación de los Diez Mandamientos y de la santidad del sabbath, pero tal vez no se apliquen cuando de matar palestinos se trata: centenares en esta ocasión y más de mil heridos. Hay diferentes puntos de vista sobre las razones de esta matanza brutal. Tel Aviv asegura que es una represalia por la ominosa práctica de Hamas de lanzar cohetes al territorio israelí. Analistas varios opinan que más bien tiene que ver con las próximas elecciones en Israel, donde todavía es primer ministro –interino y renunciante por corrupción– Ehud Olmert. Los hechos históricos indicarían otra cosa: se trata del nunca olvidado intento de reconstruir el “Gran Israel” echando a los palestinos de su tierra.
Ben Gurion, que inauguró el cargo de primer ministro del flamante Estado de Israel, aceptó la partición de Palestina en territorios israelíes y territorios palestinos que la ONU estableció en 1947. Pero tenía un viejo pensamiento de fondo: en carta a su mujer confió que un Estado judío “parcial” –un proyecto de 1937 del ocupante británico que nunca se llevó a cabo– era sólo un comienzo y que planeaba organizar un ejército de primera y utilizar la coerción o la fuerza para absorber toda la extensión del país (Letters to Paula and the Children, David Ben Gurion, University of Pittsburg Press, 1971, carta de fecha 5-12-37, págs. 153-57). Esto se cumplió con la ocupación militar israelí de los territorios palestinos desde 1967 a la fecha. En el 2006, Tel Aviv se “retiró” de Gaza, a la que impuso un cerco implacable. El triunfo de Hamas en las inobjetables elecciones de ese año disgustó a Israel: un Estado que se dice democrático no tenía por qué respetar la democracia cuando de palestinos se trata.
Olmert es del partido Kadima, una escisión del derechista Likud, del que no se diferencia mucho, como prueban las guerras que sigue desatando. El Likud, a su vez, desciende del Herut, organismo que dio forma política al grupo paramilitar de Menahem Begin, también primer ministro de Israel (1977-1983). Los nombres cambian, pero la contumacia no. En diciembre de 1948, a siete meses de la declaración de independencia de Israel, Begin visitó EE.UU. y causó reacciones dispares. Por ejemplo, la de Albert Einstein, Hannah Arendt, el rabino Jessurun Cardozo y otros 26 destacados intelectuales judíos estadounidenses. Consta en una carta abierta que el New York Times publicó el 4-12-48.
El texto comienza así: “Entre los fenómenos políticos más inquietantes de nuestra época figura la aparición, en el recién creado Estado de Israel, del ‘Partido de la Libertad’ (Tnuat Herut), un partido político estrechamente emparentado con los partidos nazifacistas por su organización, sus métodos, su filosofía política y su demanda social. Fue creado por los miembros y partidarios de la ex Irgun Zvai Lemi, una organización terrorista de extrema derecha y chauvinista en Palestina. La visita actual a EE.UU. de Menahem Begin, jefe de ese partido, ha sido evidentemente calculada para dar la impresión de un sostén estadounidense a su partido y para cimentar los lazos políticos con los elementos sionistas conservadores de EE.UU.”.
Continúa así: “Muchos norteamericanos de reputación nacional han prestado su nombre para acoger esa visita. Es inconcebible que quienes se oponen al fascismo en el mundo entero, muy correctamente informados sobre el pasado y las perspectivas políticas de M. Begin, puedan sumar sus nombres y apoyar al movimiento que él representa”. Señala que es preciso informar a la opinión pública del país sobre el pasado y los objetivos de Begin –“uno de los que han predicado abiertamente la doctrina del Estado fascista”– para no dar la impresión en Palestina de “que una mayoría de EE.UU. respalda a elementos fascistas en Israel”. A continuación menciona la matanza que las fuerzas israelíes provocaron en la aldea árabe de Deir Yassin, “que no había participado en la guerra y que incluso había combatido a las bandas árabes que querían convertirla en su base de operaciones”. Precisa: “El 9 de abril (de 1948), bandas de terroristas (israelíes) atacaron esa pacífica aldea, que no era un objetivo militar, asesinaron a la mayoría de sus habitantes –240 hombres, mujeres y niños–- y dejaron a algunos con vida para hacerlos desfilar por las calles de Jerusalén. Invitaron a todos los corresponsales extranjeros a ver las montañas de cadáveres y los destrozos causados en Deir Yassin”. El texto acusa a Herut de preconizar en el seno de la comunidad judía una “mezcla de ultranacionalismo, misticismo religioso y superioridad racial”, signo indudable de un partido fascista para el cual el terrorismo “es un medio para alcanzar su objetivo de ser un ‘Estado líder’”. Agrega: “Es más trágico aún que la alta dirección del sionismo estadounidense se haya negado a hacer campaña contra los designios de Begin”. Han pasado 60 años desde que se publicó esta carta que Einstein firmó. ¿Habrá perdido actualidad? Muchas cosas cambiaron en Israel desde entonces. Su objetivo central, no.

jueves, 8 de enero de 2009

Le Clèzio, Lamborghini, la cisura de Rolando

El buen salvaje
El último 9 de octubre, Jean Marie Gustave Le Clézio llegó a la gloria literaria al obtener el Premio Nobel. Muchos en el mundo se sorprendieron, y aun se preguntaban quién es este autor. Entonces se encontraron con un maduro caballero de infinita elegancia y una extensa obra marcada por el multiculturalismo, la fiebre de los viajes y el afán por conocer nuevos horizontes. Al calor del gran premio, sus libros empezaron a aparecer en nuestras costas. Aquí ofrecemos un perfil de Le Clézio y una introducción a las obras más significativas que por estos días pueden conseguirse en las librerías del país.
Por Juan Pablo Bertazza
Centésimo quinto autor premiado, nonagésimo sexto hombre, decimocuarto francés, segundo en saber maya (el otro había sido Miguel Angel Asturias) y el primero, tal vez, en tener un aire de actor nouvelle vague tan marcado que, cuando lo eligieron en la revista Lire como el mejor escritor francés vivo, le preguntaron si no había desplazado a Modiano, Julien Green, Jean d’Ormesson y Julien Gracq un poco por su aspecto físico. “Eso no quiere decir nada pero, efectivamente, el físico puede contar”, respondió. El Premio Nobel concedido en 2008 a J.M.G. Le Clézio constituyó, sobre todo, una gran sorpresa: unos días antes del anuncio, los que buscaron en Google Noticias la nómina de los candidatos al Nobel pudieron detectar en la web de un periódico español el nombre del futuro ganador perdido entre los candidatos de más peso y curiosamente presentado como “Jean Marie Le Clézio, una escritora francesa que empezó a sonar con un poco más de fuerza”.
Hasta el jueves 9 de octubre de 2008, justamente, Le Clézio era en gran parte del mundo un escritor raro, es decir, casi un desconocido. Mientras que en Francia era un escritor rare, es decir, poco frecuente y, sobre todo, muy misterioso: a pesar de haber contado con importantes reconocimientos en ese país –ganó el Renaudot con sólo 23 años por su primera novela édita Le procès verbal (El atestado, 1963), el premio Paul Morand en 1980 por Desierto y, ahí va de nuevo, fue elegido en una encuesta de la revista Lire de 1994 como el más importante escritor francés vivo–, Le Clézio siempre les escapó a las costumbres intelectuales francesas tan adeptas a grupetes, cócteles y apariciones en TV. Lo cual no significa que sea un escritor indiscutible ni mucho menos pero sí que cuenta con una obra fuera de lo común, que se sostiene por sí sola, lo cual hoy por hoy no es poco.
Al respecto hay algo que lo distingue de lo que se suele asociar con la idea de escritor: mientras muchos simulan hablar de todo cuando en realidad hablan de sí mismos, la obra de Le Clézio, por el contrario, parte de su biografía para escapar de ella y, finalmente, hablar de un abuelo, su padre o quien sea con ánimo de universalidad. Mucho tiene que ver, seguramente, su impresionante bagaje cultural pre internet, que va de lo libresco a la botánica pasando por todo lo que se puede aprender en una vida a condición de dormir muy poco (cabe aclarar que Le Clézio sufrió toda su vida de insomnio). En cuanto a su estilo, si bien es cierto que es muy inestable, tiene un marcado realismo que siempre esconde algo mágico y, sobre todo, el don de recolectar la poesía del mundo sin hacer uso de frases poéticas ni palabras sospechosamente literarias.
Jean Marie Gustave Le Clézio nació el 13 de abril de 1940 en Niza, proveniente de una familia que, en el siglo XVIII, emigró a Isla Mauricio, donde el autor pasó los primeros años de su infancia y a la que considera su verdadera patria dentro de su naturaleza nómada. Luego esa familia atravesaría una diáspora entre Nigeria (su padre), Trinidad y Tobago (su tío) y París (su abuelo materno). En bretón, Le Clézio significa “les enclos” (“los cercados”), algo bastante paradójico para un hijo de un inglés y una bretona que, antes de recibirse de licenciado en Letras y de que le robaran la única copia de su tesis sobre Lautréamont en el aeropuerto de Albuquerque, quedó fascinado de chico con El libro de las maravillas de Marco Polo, a los ocho años viajó a Nigeria para conocer a su padre, provocó un escándalo al denunciar la prostitución infantil de Tailandia en una entrevista con Le Figaro luego de haber viajado a ese país, se volvió adicto a la ciudad de México y lo demostró por escrito en una novela que cuenta el amor entre Frida Kahlo y Diego Rivera y, sobre todo, en su brillante El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido (1988), fue definido por la Academia Sueca, justamente, como escritor de la ruptura, y hasta es tomado por Deleuze como ejemplo de lo que él llama, en su Abécédaire, los viajes inmóviles. Paradójico el significado de su nombre, en definitiva, si tenemos en cuenta que tan sólo para presentar sucintamente su vida hace estricta falta un planisferio.
El Nobel 2008 será recordado, entre otras cosas, por lo que dijo Horace Engdahl, secretario permanente de la Academia Sueca, días antes de la entrega: “la literatura norteamericana es incapaz de participar en el gran diálogo de la literatura”. Sin embargo, en varias oportunidades, Le Clézio confesó que su primer libro lo escribió bajo influencia de J. D. Salinger, a tal punto que, por entonces, empezó a hacer otra novela –con un guiño a Albonico y Daisy, personajes del escritor oculto– que nunca terminó pero fue absorbida por El atestado. Sobre el autor que la semana pasada cumplió 90 años, Le Clézio maneja una sorprendente hipótesis de lectura: “Yo pensaba que Salinger tenía una línea directriz que era el budismo zen, que sobre ese tema él hacía evolucionar sus personajes y construir su obra. Creo que todos sus relatos muestran algo de eso y, sobre todo, la adaptación del mundo neoyorquino al budismo zen, el mundo de la infancia así abordado no es otra cosa que una metáfora de ese encantamiento absoluto”. Por su parte, ya una vez enterado del Nobel, en una conferencia de prensa bajo la mirada del mundo, se animó a responderle a un periodista que le preguntaba si había entre los autores norteamericanos quien se mereciera ese mismo premio: “Sí, seguramente. La literatura norteamericana es muy atípica. Al contrario de la francesa, no tiene un centro. Emana de todo tipo de estados y escritores que son muy distintos y están lo suficientemente lejos unos de otros. Por eso no creo que pueda hablarse de la literatura norteamericana sino que es necesario distinguir porque se trata de una literatura multiforme”.
En cuanto a la recepción del Nobel por parte de los críticos, las aguas estuvieron bastante divididas, más allá de cierta indiferencia rencorosa de algunos medios norteamericanos. Sin duda, una de las críticas más llamativas fue, como decíamos, la del chileno Camilo Marks, que salió a decir que Le Clézio es “una lata, como todos los escritores franceses del Noveau Roman y de esa época, y será olvidado en dos años”.
Lo cierto es que Le Clézio es de esos escritores que parecen adelantarse varios años a las críticas que les hacen los que no lo leyeron nunca. Muchos le endilgan el aburrimiento característico del Nouveau Roman, movimiento del que aun cuando pueda compartir algunos rasgos, Le Clézio se cansó de negar no sólo su influencia sino también que le interese como lector. Pero la más absurda de todas las críticas es la que le reprocha bastardear la literatura usándola como un mero medio para expresar sus ideas políticas sobre el colonialismo y los aborígenes (universo al que admira pero jamás trató en términos idílicos), lo cual es desmentido en sus propias novelas (muchas de las cuales son lo suficientemente opacas para sostener ese argumento) y, otra vez, en diversas entrevistas en las que aclaró estar en contra de la literatura de tesis, y en una de las cuales hilvanó una frase preciosa: “Creo que los escritores no están para salvar el mundo sino para sufrirlo”.
Amor en los tiempos del cólera
La cuarentena
Tusquets
358 páginas
Entre los libros editados en nuestro país de Le Clézio, La cuarentena tal vez sea el mejor. Y viene a legitimar un poco aquello de la lectura como esfuerzo: si bien después de empezado el libro se vuelve un tanto disperso, una vez que se le encuentra el tono, que se lo habita, resulta excepcional. Uno de los últimos descendientes de la sinarquía que constituye la estirpe de los Archambau (que “de jóvenes, parecen viejos, y cuanto más viejos son, más rejuvenecen”) vuelve a su patria de Isla Mauricio para investigar, reconstruir o tantear un poquito el itinerario realizado por su abuelo Jacques, su esposa Suzanne –que quería convertirse en la Florence Nightingale de Isla Mauricio– y su hermano León, que habían sufrido un verdadero calvario durante el trayecto a la isla a causa de la cuarentena que se inició a raíz de un par de casos de cólera en su barco. Esa especie de Purgatorio (“esto es terreno neutral, una isla desierta”) antes de ingresar al supuesto paraíso de la isla Mauricio constituirá una especie de Odisea sin Itaca y con una Penélope a bordo pero casi muerta de cólera. Los dos viajes y los dos personajes que comparten nombre intergeneracional –Léon– sugieren una mezcla que tendrá como gran protagonista al mar: si bien los diversos narradores están identificados como repulgues de empanadas por distintos márgenes, inventarios de plantas y formato de diario, las distintas sociedades, el tiempo y los paisajes parecen fundirse en una gran ola.
La cuarentena les viene bien a quienes reducen la obra de Le Clézio a su corrección política. Y si es verdad que la historia denuncia el colonialismo, enamorándose de Suryavati –una india que lo unta con cenizas de muertos, le enseña estrellas, plantas, pájaros y leyendas–, León no sólo comete el terrible pecado de la corrección política sino que también deja a los suyos, abandona a su hermano y su esposa, que están muertos de tanto temerle a la muerte. Justamente esa mezcla de vida y muerte es lo que le inspira a Léon un amor que (además de hacer acordar un poco a “Historia del guerrero y la cautiva”) conjuga lo poético, lo erótico y un arrebato a la Rimbaud, personaje que va apareciendo en diversos momentos siempre ligado a la figura de Léon y al que, efectivamente, conocieron los antepasados de Le Clézio.
Aquella niña marroquí
El pez dorado
Tusquets
231 páginas
“Era un cuento que no iba a tener más de quince páginas como mucho y que se transformó, aun cuando traté de evitarlo, en una novela. No pude hacer nada: los capítulos que yo ni siquiera había previsto empezaron a escribirse solos. Y no estoy hablando de los personajes sino del relato mismo, me pregunto si no se trata de algo parecido a una invasión microbiana”, dijo alguna vez Le Clézio de esta novela relativamente nueva. El pez dorado (1997) es una aconsejable vía de acceso a las temáticas características de Le Clézio: el nomadismo, los viajes y la errancia, el colonialismo, la convivencia o no entre distintas culturas y sociedades, ahora en un amplísimo itinerario que va desde un campamento africano hasta París, pasando por Boston. Como sucede con otros de sus libros, el epígrafe es, en este caso, un proverbio náhuatl que dice mucho de la obra: “Oh, pez, pececillo dorado, ¡ten mucho cuidado! Son muchas las redes y trampas que te tiende este mundo”. Laila, una niña marroquí, es raptada a los seis años y criada por una mujer mayor, Lalla Asma, que se transformará en su abuela. A lo largo de su vida, Laila –que siempre se está escapando de todos lados, salvo de los sitios de los que podría irse fácilmente– no sólo irá llamando la atención tanto de hombres como de mujeres, sino que también va despertando en los otros un incontrolable deseo de propiedad, que se materializa en el hecho de que siempre quieren encerrarla con llave.
La llaneza que, en la primera parte del libro, muestran casi todos los personajes le da a la novela un delicioso aire de cuento infantil: “Vivía como un animalito doméstico, me parecía bien todo lo que me gustaba y halagaba, y mal todo lo que era peligroso y me daba miedo, como Abel, que me miraba como si quisiera comerme, o como Zohra, que hacía que la policía me buscara diciendo que yo había robado a su suegra”. Esos atractivos lugares comunes van tomando mayor significado hacia el final de esta novela con estructura circular, cuando la protagonista aprende a no fiarse de las apariencias excepto por un viejo en quien sí confía: El Hadj Mafobe, que sugestivamente la confunde con su nieta perdida. Entre los diversos modelos literarios de este libro puede rastrearse El lazarillo de Tormes en lo que hace a la astucia que va desplegando Laila para ganarse el pan de cada día entre sus diversos amos/jefes/criadores, y tal vez el aspecto iniciático de Jane Eyre.
La isla del tesoro
Viaje a Rodrigues
Norma
125 páginas
Cuando, en 1980, Le Clézio estaba por cumplir los cuarenta años, se le ocurrió una idea más obsesiva que disparatada: reescribir todos los libros que hasta entonces había publicado. Si bien el proyecto no fue llevado a cabo, sí dejó ciertas marcas en su obra compuesta de casi cincuenta novelas, y plagada de recurrencias, simetrías y reescrituras. Viaje a Rodrigues (1986) constituye además de una saga de El buscador de oro (1985), el germen, un boceto, un adelanto, la versión simplificada de La cuarentena en lo que hace a estilo, extensión y el uso de diversos narradores a partir de una especie de diario de viaje. También acá predomina el uso de imágenes que van de lo onírico a lo sensual non-stop. Otra vez, un hombre viaja para buscar no sé sabe bien qué de un abuelo, una persona mitad geómetra, mitad agrimensor que a principios del siglo XX dejó su familia y su destino para buscar el enigmático tesoro escondido por un corsario inglés que no se sabe si existe o es fruto de su imaginación. Historia inspirada en la biografía del escritor, parece que ya de grande Le Clézio tuvo acceso a un cofre que había guardado su padre con cartas, documentos codificados y crípticos de su abuelo en torno de un tesoro, algunos de los cuales se incluyen en este libro.
Claro que el escenario principal es ahora la pobre, ancestral y como detenida en el tiempo isla Rodrigues, una de las macareñas dependiente de Mauricio, “donde la vida de un insecto y de una planta es ya un milagro”. Justamente en una entrevista concedida a Le Magazin-Littéraire el Nobel explicó: “Cuando llegué a Rodrigues, me impresionó enseguida porque es una roca en el medio del mar. Un islote desierto, sin playa, con muros que caen al mar y que no tienen nada agradable. Es un sitio infinitamente salvaje, un lugar que no fue hecho para el hombre”.
Le Clézio relata, en todo su esplendor, el fracaso y la paradoja de quienes hacen todo lo posible por conocer a los enigmáticos antepasados que constituyen gran parte de lo que son ellos mismos: “La idea de mi supervivencia en mi posteridad no me conmueve demasiado. El porvenir, ese irritante enigma, me aburre. Pero elegir el propio pasado, dejarse flotar en el tiempo ya transcurrido como levantado por una ola, tocar en el fondo de uno mismo el secreto de quienes nos han engendrado: eso es lo que permite soñar, lo que da paso a otra vida, a un flujo refrescante”.
Llueve sobre mojado
El diluvio
Seix Barral
316 páginas
Casi como cuando se quiere ver un DVD formateado para una región que no es la propia. Cuente o no, ésa es la primera impresión que se tiene al leer las primeras páginas de otra de las grandes obras de Le Clézio. Como si se estuviera transitando el laberinto del Minotauro sin hilo de Ariadna, como una superficie lisa de la cual no hay nada para sostenerse. Descripciones abstractas, plagadas de colores, tonos musicales, movimientos diversos y la recurrencia de una ventana alta y una bicicleta que sustituyen a los personajes humanos. Hasta un gráfico injertado en el libro y lleno de cruces, como si se tratara de un cementerio en el que descansan, y no precisamente en paz, palabras y conceptos como “butaca”, “mano”, “sol”, “montaña”, “agua”, “pescado”. La calma que sigue a ese huracán de signos empieza cuando se nos cuenta, en términos un poco más tradicionales, la ¿historia? de François Besson.
Publicada en 1966, El diluvio constituye uno de los grandes volantazos en la obra de Le Clézio: si la mayoría de sus libros transcurren en paisajes abiertos donde los traslados y los diversos fenómenos naturales muchas veces tienen más poder que los propios personajes, esta novela asfixiante que muchos críticos ligaron a El extranjero de Albert Camus no se sale de las cuatro paredes de una ciudad que vendría a representar por la negativa la admiración de Le Clézio por las culturas y formas de vida milenarias vinculadas con el conocimiento práctico y la convivencia con la naturaleza. En este caso, el pobre itinerario de Besson no marca otra cosa que el crack-up de una civilización occidental contado de todas las maneras posibles, como cuando Besson abre un cajón y se encuentra con una especie de aleph del consumismo: “pañuelos sucios, calcetines sucios, agendas, gafas de sol con los cristales rotos, hojas de afeitar, pistola de juguete, trozos de tiza manchados de tinta, tarjetas postales, cajas de cerillas italianas, paquete de cigarrillos La nueva Habana, papeles y cartones de toda especie, formulario de inscripción de Air France para su correo de steward sobre las grandes líneas, fragmento de espejo, diccionario inglés-francés y francés-inglés-, imán, fotografía de él mismo en una calle de Londres bajo la nieve, rollo de cinta adhesiva y tijeras sin punta, pasaporte, botones de puño de camisa, pulsera de reloj sin reloj, llavero sin llaves, tubo de dentífrico sin cepillo”.




Historia de O
Adscribir a Osvaldo Lamborghini al mito es a esta altura un lugar común que no deja de ser rigurosamente cierto. Escritor mítico y con el aura de maldito aún iluminándolo, se extrañaba una biografía dedicada a su persona. Ricardo Strafacce cumplió con creces, elevando el nivel de un género poco frecuente en la literatura argentina.
Por Ariel Idez
Osvaldo Lamborghini, una biografía
Ricardo Strafacce
847 páginas
Mansalva
Osvaldo Lamborghini es un escritor que convoca al mito: durante años se habló en los corrillos literarios de una portentosa biografía “de más de mil páginas” sin que nadie pudiera aclarar si el libro en cuestión existía o si también formaba parte del ya extenso acervo mítico que rodea su obra. Pues bien, Osvaldo Lamborghini, una biografía no sólo existe sino que acaba de ser publicado por la editorial Mansalva y gracias a los buenos oficios de su autor, Ricardo Strafacce, viene a poner blanco sobre negro en la leyenda, al tiempo que aporta claves para una lectura renovada de un escritor sin el cual no sería posible entender la literatura argentina actual.
Autor siempre atento a las inflexiones de los géneros, lector devoto del Martín Fierro (¿poema o novela?), Osvaldo Lamborghini practicó él mismo esta política transgenérica, como lo revela una de sus frases más célebres: “En tanto poeta, ¡zas! novelista”. Sólo que su oscilación no se limitó al locus del libro sino que se desplegó en el escueto y vertiginoso espacio de la frase. Tal vez por eso no extrañe que su biografía pueda ser leída como una de las mejores novelas de los últimos años. A estos efectos concurren los buenos oficios de Strafacce, que aúna un trabajo de investigación rigurosísimo y un lúcido análisis crítico de los textos con una escritura fluida, plena de recursos narrativos y el aporte de la singular vida de su biografiado, quien asumió a conciencia el estigma del artista genial y maldito y lo encarnó hasta sus últimas consecuencias.
En el principio fue El fiord, una novela (¿o relato?) de escasas páginas que recreaba los aires de orgía política que campeaban en El matadero de Echeverría y, como aquél, estaba llamado a (re)fundar la literatura argentina. A partir de entonces muchos comenzaron a preguntarse, al igual que César Aira en la edición póstuma de sus textos, “¿cómo se puede escribir tan bien?”. Se trataba de un fraseo inédito en el que las consignas políticas del momento fraguaban en frío en los octosílabos de la gauchesca. Con ese librito se perfilaba al mismo tiempo un misterio, el del alumbramiento de ese estilo, que parecía haber sido parido (como en el mismo relato) de la nada. La biografía intenta dar cuenta de estos interrogantes; por un lado rastrea los escritos anteriores (muy escasos y desparejos, lo cual resulta aún más asombroso) y por el otro reconstruye con precisión el “clima de época” y la experiencia sindical de Lamborghini, su formación teórico-política y sus apasionadas lecturas de los poetas gauchescos, herencia directa de su hermano Leónidas, con quien mantendría una relación de amor-odio durante toda su vida, plasmada en obras maestras como la “Novena escena del paciente” de Leónidas y “Die Verneinung”, de Osvaldo. En lo que respecta a la reconstrucción histórica, la detallada documentación que aporta este trabajo permite asomarse a las tensiones y evoluciones del campo literario de la época y aborda episodios poco conocidos, como el caso de la revista Literal, fundada por Germán García, Luis Gusman y el propio Lamborghini, que introdujo el inédito cruce de psicoanálisis lacaniano y literatura, junto a los inicios literarios de Aira, Fogwill, Héctor Libertella, Arturo Carrera y Néstor Perlongher, entre otros y en virtud de cuya presencia también puede postularse a este libro como una historia naciente del canon actual de la literatura argentina.
Atentos a aquella “muerte del autor” decretada años atrás por el posestructuralismo, algunos se preguntarán si vale la pena internarse en la incierta selva de la vida de un escritor y si esta excursión a los pormenores existenciales modificará en algo la lectura de su obra. La respuesta es que sí, y por varios motivos. En primer lugar Strafacce no se limita a narrar las peripecias de su biografiado (ya de por sí extraordinarias) sino que también intercala un pertinente análisis de sus escritos. En segundo lugar, y más importante aún, la biografía permite constatar algo que ya se intuía en la lectura de la obra de Lamborghini: la fuerte impronta autorreferencial que recorre casi todos sus textos (exceptuando los de sus últimos años en Barcelona, en los que prescindió de este recurso para abocarse a la pura invención). Esta mención constante de acontecimientos personales está presente en la prosa, pero también, y tal vez más aun, en su poesía, que a la luz de las revelaciones de Strafacce cobra un cariz semántico completamente nuevo (sin alterar un ápice la genialidad del estilo que ya desde antes la volvían imprescindible) y puede ser leída de una forma completamente distinta bajo esta clave. También en esto Lamborghini parece haber anticipado (y superado al mismo tiempo) una tendencia de estos días, el “giro autobiográfico”, como él mismo escribía: “(...) a mí me salvará ese acceso a una escritura/ confesional megalómana, burdamente/ mitómana”. A esto cabe sumar que la biografía consigna absolutamente todo lo que escribió y publicó a lo largo de su vida, incluyendo sus artículos periodísticos, reseñas literarias, guiones de comics y cine. En este punto resulta clave la perspicacia del biógrafo, que no trata a estos materiales con deferencia sino que los lee atentamente y rastrea en ellos muchas veces el germen de desarrollos posteriores en la obra de Lamborghini.
Un lugar aparte merece su correspondencia, tal vez el último tesoro entre los inéditos lamborghinianos, de la que Strafacce hace un uso generoso para deleite del lector. En esas cartas Lamborghini despliega el teatro de la palabra y monta el drama del autor que comprende, entre resignado y lúcido, su inevitable destino: escribir para ser publicado y celebrado sólo después de su muerte, como él mismo confiesa: “El aire póstumo, el manuscrito encontrado entre los papeles del ‘maestro’ imaginario, en la tecnología de una botella de whisky”.
Libro imprescindible para los admiradores de Lamborghini y puerta de entrada ideal para quienes deseen abordar su obra, esta biografía le pone un piso muy alto a un género que en nuestras letras nadie había tratado con tanto rigor, seriedad y talento y es, al mismo tiempo, la apasionante crónica de un escritor genial que releyó la literatura argentina y la transformó –pervirtió– para siempre.




Conoce al que habla
Un chico se queda mudo sin motivo aparente. Y de grande, ya recuperada el habla, sigue indagando en las causas del trauma. Una original y bien construida novela de Gabriel Báñez con la que ganó el Premio de Novela Letra Sur.
Por Angel Berlanga
La cisura de Rolando
Gabriel Báñez
Editorial El Ateneo
221 páginas
Ah, la comunicación, la comunicación. “No preguntes qué es el lenguaje: conoce al que habla”, se lee en los Upanishads, y suena bárbaro, pero por qué no preguntar, cómo conocer al que habla, cuántos lados tiene ese por conocerse. Y ¿cómo hacer en el caso de Rolando, el protagonista de esta novela?: a los once años se quedó mudo, “una afasia temporal postraumática”, pero no tiene idea de cuál fue el trauma. Nadie, a su alrededor, parece saber la causa. Igual hay que buscar una solución: la madre, costurera, por ejemplo, prueba con unos cuantos especialistas médicos, expertos en cuerdas vocales, videntes, psicólogos, espiritistas, promesas a Pancho Sierra, pero no hay caso. El chico se maneja con notas escritas en papelitos y cree que “dejar de hablar fue una ventaja” que lo distinguía entre los pibes del suburbio, años cincuenta, pero la presión de mamá y de unas tías arpías para que sea normal y no una desgracia es fuerte, así que él también prueba por las suyas: electromagnetismo, ventriloquia por correspondencia. Luego, ya desalentado, se compenetra con el código Morse. Y después, con el transcurso del tiempo, una escritura más sistematizada.
“¿Hay alguien? Escribo por método, es como usar la armónica o el telégrafo –anota Rolando, Báñez–. El sonido es parecido también, aunque a veces me parece que repiqueteo para nadie.” Es casi al final de la adolescencia y de la primera parte de la novela: el chico narra sobre sus tentativas de comunicación, sobre la (problemática) relación que existía entre sus padres y, también, sobre sus fantasías y experiencias con las chicas: más allá de algunos destellos de felicidad, todo bastante fallido. Sordidez, frescura, crudeza, desamparo, iniciación: Báñez le da voz a este pibe con humor áspero y franqueza incorrecta y dan ganas de escucharlo, de leerlo, de ver qué le pasa a esa criatura, pongamos, arltiana. Una reivindicación, capaz, para su soledad en la ficción, bancada un tramo por un padre desopilante que recita el Eclesiastés en calzoncillos y por el ingeniero Behrenz, un técnico de radios y televisores con teorías electromagnéticas aplicadas a las relaciones humanas. Rolando aprende de él: cuando aparecieron las primeras antenas de tevé una tarde, justo con el comienzo de la señal de ajuste, cortó el cable y se colocó un polo en la coronilla, pegado con un chicle, y otro en la punta de la lengua: a ver si así. Estuvo como quince minutos, concentrado. “No sentí nada, salvo el riesgo de quedar calvo antes que mi padre”, cuenta.
En la segunda parte, Báñez (que ganó con esta novela el Premio Internacional Letra Sur 2008) da un salto fenomenal: Rolando sigue contando en primera persona pero ya anda por los cuarenta, es ingeniero topográfico, acaba de separarse y recuperó el habla hace más de veinte; se sabe, ahí, que pasó por episodios de disociación, chaleco químico, etc. Pero zafó, eso quedó atrás y ahora, inquieto por unas ganas bárbaras de adoptar un chico, se manda con un terapeuta lacaniano que lo maltrata a conciencia: es lo que necesita, el precio a pagar para conseguir “otra mirada”. “¿Nunca terminaste de asumirte, Rolando?”, le pregunta el pelado Moran en una sesión, la que recuerda como “la más brutal”. “De que sos más puto que las gallinas”, oye tras la repregunta. “Creo que le dije –evoca Rolando– algo así como que más puto sería él y su padre y su abuelo y lo único que atinó a responderme muy suelto de cuerpo fue que todos los hombres teníamos inclinaciones homosexuales. Pero no lo expresó en estos términos: “Tarde o temprano –murmuró–, todos quieren ser empomados”. Lo fenomenal del salto está dado por el contraste entre el chico y el adulto, sus relatos en primera persona, sus búsquedas de sentido detrás de las palabras y de las relaciones. Y, también, por las coincidencias: “El psicoanálisis es ilusión pura”, dice Moran, y de ilusiones puras estaba repleto aquel chico mudo. Báñez proyecta en el tiempo y en el relato una época sobre otra, una parte sobre otra, y le deja al lector para que componga las formas de los campos electromagnéticos. Y, no demasiado hindú, parece sostener: “Pregunta qué es el lenguaje: conoce al que habla”.