miércoles, 28 de octubre de 2009

Cartas y diarios/las cocinas salvajes

A RAIZ DE LA PUBLICACION DE "NIÑA ERRANTE", EPISTOLARIO DE LA POETA CHILENA GABRIELA MISTRAL

Cartas y diarios íntimos descubren la vida privada de los escritores

Entre el espectáculo y la autobiografía, modifican la relación con los lectores.

Por: Patricia Suárez
La publicación de las cartas entre Gabriela Mistral y su secretaria Doris Dana, en el libro Niña Errante, causó conmoción en el mundillo literario. El semanario chileno The Clinic publicó en la tapa una foto a toda página de Gabriela Mistral con el titular: "¡Era lesbiana! ¿Qué hacemos?" e igualmente tituló Benjamín Prado su nota en el diario español El País: "Gabriela era lesbiana, ¿qué hacemos?".

El lesbianismo de la autora ya habría sido insinuado en la biografía Gabriela Mistral pública y secreta, de Volodia Teitelboim (1996). Después, expertos de literatura se pusieron a explicar las preferencias de la señora en las universidades de Nueva York y Columbia. Al parecer, a muchos lectores la sexualidad de Mistral los afectó como una traición personal. Con cierta falta de imaginación o información algunos se preguntaban cómo podría haber sido lesbiana una mujer capaz de escribir, por ejemplo, el "Poema del hijo": "Un hijo, un hijo, un hijo, yo quise un hijo tuyo..." Pregunta que quizá no se harían si leyeran la lista de tareas diarias que Jodie Foster le deja a la niñera de sus hijos. Pero Foster es una actriz de Hollywood que salió del closet y Mistral el Premio Nobel de Literatura 1945. Otros lectores le reprochan a Gabriela precisamente el no haber salido del closet y haberse declarado públicamente gay.

Otro tanto le ha sucedido a muchos escritores donde la imagen pública se vio afectada por la lectura de sus correspondencias: el volumen que recoge las cartas de Lord Byron, donde cuenta cómo separó a su hija Allegra de la madre de ésta, lo vuelve un cretino, más allá de cuántos suspiros haya echado el lector imaginándose cruzar a nado el Helesponto. Otro tanto sucede con la correspondencia de Jane Bowles -donde siente su talento robado por su marido Paul- y la de Edith Wharton, apasionada por un amante indiferente. Luego de la lectura del promiscuo Diario Intimo, del dramaturgo Joe Orton, el lector comienza a pensar que era casi lógico que Halliwell, amante de Orton, lo asesinara. Es evidente, que para un escritor la vida pasa a través de las palabras, y en este sentido el escritor Franco Vaccarino dice que valora "el deporte póstumo de publicar correspondencias, notas íntimas y diarios, cuando ya no hay juicio que pueda afectarlos y entonces yo, acaso, pueda saber algo más, no ya de mi autor, sino de mí mismo, de mis elecciones, errores y aciertos". La lectura de la vida privada de otro escritor es, en estos casos, balsámica. Mary Shelley -según la biografía de ella que hiciera Muriel Spark- padeció tanto el mercado editorial de su tiempo, como los escritores contemporáneos padecen el de hoy. Sin embargo, Frankenstein trasciende a su autora y justifica las penurias propias de su condición humana.

Lo que las cartas de Gabriela Mistral hicieron fue poner sobre el tapete hasta dónde un lector quiere saber sobre la vida privada de un escritor. ¿De verdad afecta la apreciación de su obra? "Los textos literarios son autónomos", asegura el dramaturgo Ariel Barchilón. Y agrega: "No necesitan del conocimiento de la vida privada del escritor para comprender su obra". Sin embargo, otras voces consideran que el área privada de un creador ayuda a entender los procesos creativos y las estrategias de su oficio. "Un escritor escribe con su vida entera", apuesta el escritor Ariel Bermani.

La literatura autobiográfica también atraviesa este paradigma: los escritores de hoy exhiben su vida privada sin pudor, como si de artistas de la televisión se tratara. Esta exposición parte del supuesto de que sus textos -vale decir, su vida privada- son de por sí interesantes. Cuando en realidad, escribe Alberto Giordano en su ensayo El giro autobiográfico, en los comienzos el funcionamiento de esta escritura confesional estaba regulado por el principio de "querer ser sincero consigo mismo", aunque luego se convirtió en un suceso al ser absorbida por la cultura del espectáculo. Al respecto, Adela Basch (escritora) afirma: "El interés por la vida privada del escritor está relacionado con una puesta en escena de cosas que no involucran ni a la obras ni a la literatura, sino a los eventos privados de las personas. Existe, entonces, un corrimiento: es más fácil hablar de estas cosas que de las obras en sí mismas. Sin embargo, quizás algunos datos biográficos puedan ser relevantes para abordar críticamente una obra. Pero claramente no entra en juego la vida sexual, y menos convertida en escándalo mediático."

No obstante, hay puntos medios. Para el escritor Elvio E. Gandolfo la relación vida-obra de un escritor es importante. Dice: "Su peso se ha ido deteriorando por la manía farandulesca y chismosa (caso Mistral: un dato que se conocía por oídas, ahora confirmado con papeles). Pero creo que importa incluso en autores como Mallarmé, Valéry y César Aira. Ejemplos recientes de equilibrio logrado son la biografía de Borges escrita por Edwin Williamson, o la de Osvaldo Lamborghini, de Ricardo Strafacce".

En suma, desde el momento en que las literaturas auto/biográficas tienen una pretensión de verdad, rechazar a priori su lectura sería una falta a la verdad. Los lectores buscan en los libros de ficción una verdad poética y también la voluntad de verdad se manifiesta en un escritor que poetiza su vida en un libro. La búsqueda de la verdad es la ética del lector.



Inventario


Biografías

Vida del señor Moliere, de Mijaíl Bulgákov.

Chejov, de Henri Troyat.

Balzac, de Stefan Zweig.

Autobiografías

Las palabras, de Jean Paul Sartre.

Memorias de un nómada, Paul Bowles.

Infancia, de J. M. Coetzee.

Los hechos, de Philip Roth.

Las cocinas salvajes

La trastienda de los restaurantes se convirtió hoy en un sustancioso filón narrativo. Así lo explica el chef y escritor Anthony Bourdain.

Por: Diego Marinelli

COMER, OLER, SABOREAR. “La comida, el arte y la literatura son lenguajes que expresan sensibilidades”, opina el estadounidense Bourdain.

Llamas, gritos, armas blancas, animales muertos y un pelotón de tipos con los nervios al límite. No, no es un paisaje de batalla medieval. Son los elementos más o menos habituales que se encuentran en la trastienda de un restaurante cualquiera. Como todos los escenarios ocultos, las cocinas despiertan encanto y misterio, y constituyen un filón narrativo fabuloso que ha sido aprovechado por una selección bastante distinguida de escritores, que va desde Cervantes y Flaubert hasta George Orwell y Manuel Vázquez Montalbán. La razón de tanta fascinación es sencilla: las cocinas –sobre todo las buenas– son factorías secretas de placeres sensoriales y culturales, tal como los camarines de un teatro, el atelier de un pintor o el set de filmación de una película. Sólo que más salvajes. Mucho más.

Desde que los chefs dejaron de ser simples cocineros y se convirtieron en celebridades de la cultura pop global, aparecieron nuevas categorías como la del chef-artista, en la que reina a sus anchas el catalán Ferrán Adriá, cuyas invenciones gastronómico-conceptuales han sido recientemente recopiladas en un libro por Richard Hamilton, el pintor británico que sentó las bases del pop-art. El libro lleva el título de Comida para pensar, pensar para comer y en su portada trae una caricatura de Adriá firmada por Matt "Simpsons" Groening, un gesto que da por sí solo el boleto de entrada al Olimpo de la cultura contemporánea.

Otro fenómeno surgido de esta revalorización de la figura del chef es la aparición de otra categoría novedosa: la del cocinero escritor. No se trata de libros de recetas ni de reflexiones acerca de tendencias culinarias, sino de obras que describen el enigmático universo de las cocinas desde el lado de adentro, contado por sus propios protagonistas. En muchas de ellas, el eje es un acercamiento de tipo voyeur que intenta dar respuesta a las preguntas que el comensal anónimo se hace al sentarse en la mesa de un restaurante con un mínimo de pretensiones: ¿Cómo se prepara esta delicia?, ¿Escupirán en mi sopa?, ¿Esto será realmente pulpo chileno? Otras, sin embargo, sobrepasan el registro documental y avanzan sobre un objetivo mucho más ambicioso, que es convertir a la cocina en un territorio de ficción literaria.

Dentro de este segundo campo se mueve Anthony Bourdain, un chef que por aquí se hizo conocido gracias a un programa de cable que lo muestra viajando por el mundo en busca de epifanías gastronómicas. Neoyorquino hasta la médula y con un cierto aire a Keith Richards, Bourdain tiene varias novelas en su haber que recibieron el visto bueno de los críticos literarios estadounidenses. Una se titula Bone in the throat (Hueso en la garganta) y trata sobre un joven chef que se ve envuelto en un asesinato cuando entra a trabajar en un restaurante de la mafia italiana en Manhattan. Otra, The Bobby Gold histories, cuenta las peripecias de un asesino a sueldo cuya vida se trastoca al conocer a una chef atractiva y demente. Ambas se mueven dentro de los patrones característicos de la novela negra, un género que parece tener una empatía especial con las cocinas. Desde su casa en Nueva York, Bourdain se anima a tejer una teoría al respecto: "Quizás se debe a la naturaleza del sujeto. La clásica brigada de cocina, después de todo, está organizada a partir de un modelo militar y su lenguaje y sensibilidad suelen ser bastante rudos. Además, las cocinas siempre han sido un buen refugio para inadaptados y ex presidiarios, por lo que acaban reuniendo a una fauna amoral e imprevisible. En definitiva, son un escenario ideal para relatos de tipo hard boiled".

Bourdain confiesa desconocer la obra de Manuel Vázquez Montalbán, el escritor que probablemente mejor ha enhebrado los elementos comunes entre la novela negra y la gastronomía. Este español, que nació en Barcelona en 1939 y murió en el aeropuerto de Bangkok en 2003, concebía a la cocina como una metáfora de la cultura y dio vida a un personaje inolvidable, Pepe Carvalho, el primer, y casi el único, detective privado gourmet. En los libros de la serie Carvalho, Vázquez Montalbán mezcla misteriosos crímenes con recetas de la cocina popular española, tramas detectivescas con reflexiones acerca de las distintas maneras de preparar pescado. El perfil psicológico de sus personajes está definido por su relación con la comida: se es lo que se come. Así, en el sistema de valores de Carvalho, los malos son casi siempre vegetarianos o snobs que festejan cualquier tontería que huela a vanguardia culinaria, mientras que los buenos suelen ser gente capaz de percibir la grandeza emocional que se esconde dentro de platos esenciales como unos huevos fritos con chorizo o un cordero asado a la salvia.

Tras la muerte de Vázquez Montalbán, editorial Planeta reeditó el libro Las recetas de Carvalho, un objeto indispensable para los amantes de la literatura y la buena mesa que reúne las descripciones de casi todos los manjares que el detective preparó o degustó a lo largo de su saga. En la primera página hay una frase de Carvalho, hedonista y melancólica, que sintetiza a la perfección el imaginario de su creador: "Hay que beber para recordar y comer para olvidar".

Horno, drogas y rock and roll

"No sé lo que la gente ve de sexy en las cocinas", retoma Bourdain. "Quiero decir... yo sí creo conocer ese lado del asunto, pero no tengo idea de qué es lo que le ven los no-cocineros. Son sitios infames, la mayor parte de las veces". La obra más exitosa de Bourdain no es una de sus novelas de ficción sino Confesiones de un chef, un libro de tono autobiográfico en el que, precisamente, revela a los no-cocineros los entretelones de las muchas cocinas en las que ha trabajado a lo largo de su carrera.

Bourdain admira a Hunter S. Thompson y a los escritores de la Generación Beat, y eso se vuelve evidente en la musicalidad de la prosa que utiliza para narrar las distintas etapas de su vida como "sujeto culinario", que comienza cuando prueba por primera vez una ostra, a los nueve años, en un pueblito francés, y culmina al convertirse en el jefe de cocina de Les Halles, uno de los restaurantes más famosos de su ciudad.

Al igual que en los relatos de Thompson, la narración es una travesía de sexo, drogas y rock and roll, excitante, sarcástica, plagada de personajes insólitos y referencias a íconos culturales. Si bien hay abundantes infidencias (peleas de cuchillos en mano, cocinas atestadas de inmigrantes ilegales), el mundo secreto de los restaurantes no es más que el escenario de una trama que, por encima de cualquier otra cosa, se revela como un recorte de época. Corren las décadas del 70 y 80 en Manhattan y la banda de sonido la ponen los Ramones, Patti Smith y el resto de los grupos que se dan a conocer en el sótano del CBGB. Nueva York es una ciudad conflictiva y marginalizada donde siempre hay un dealer dispuesto a proveer variopintas clases de estimulantes a quienes necesitan pasarse catorce horas sudando delante de una hornalla incandescente. En ese contexto, Bourdain va dando tumbos por distintos restaurantes, coqueteando peligrosamente con el lado oscuro de la vida, mientras se forma como cocinero y va reuniendo la materia narrativa que lo hará convertirse en escritor.

Un recorrido diametralmente opuesto al que hizo Bill Buford para escribir Calor. En este caso se trata de un escritor que intenta convertirse en chef y decide plasmar ese proceso en un libro. Antes de asumir semejante desafío, Buford era toda una celebridad en la escena cultural estadounidense: había fundado la influyente revista literaria Granta, había sido editor del mítico New Yorker y su libro Entre los vándalos era considerado como una pieza maestra de la no-ficción. Pero eso, evidentemente, no le satisfacía del todo, así que decidió probar suerte en los fogones. Y para ello se integró en la brigada de cocina de Babbo, el restaurante de Mario Batali, un chef histriónico y amigote de celebridades como Gwyneth Paltrow o Michel Stipe del grupo R.E.M.

Publicado en 2006, Calor es al universo de la gastronomía lo que la película Entre copas (2004) a la cultura del vino: un acercamiento entretenido y superficial, que destila cierto oportunismo. El problema del libro es que Buford es demasiado consciente de que la cocina se ha convertido en un ámbito cool, así que la rodea de reflexiones ampulosas, sensibleras, y citas de teóricos y escritores que la legitiman como a una de las Bellas Artes. Con los libros de Bourdain comparte el paisaje de Nueva York y la intención de mostrar el lado lujurioso y desbocado de las cocinas. La diferencia es que Buford nunca abandona el papel de espectador, de periodista que toma notas y recoge testimonios, y jamás es realmente protagonista de las escenas calientes que mantienen la intensidad del relato, entre las que se destaca una en la que Batali se aparece entre sus cocineros con una bandeja de pizza desbordando de rayas de cocaína.

Finalmente, cuando la aventura acaba, Buford guarda sus cuchillos en un caro estuche de cuero y reconoce que lo suyo no es esto, que no será un chef. Que nunca quiso serlo. Es una profesión demasiado feroz, demasiado salvaje.

El lenguaje de la gastronomía

Hunter Thompson fue mi héroe y mi modelo estilístico desde que leí un artículo suyo en la revista Rolling Stone, cuando tenía 12 años. Otra gran influencia es la prosa salvaje, violenta, nihilista, apocalíptica, de William Burroughs, pero también algunos autores algo más románticos como Graham Greene, que sigue siendo uno de mis escritores favoritos. De todas formas, cuando escribí "Confesiones de un chef" tenía muy en mente la novela "Down and out in London and Paris", de George Orwell, y esperaba que de alguna forma mi libro plasmara una versión moderna de sus reminiscencias culinarias. En este sentido, creo que hay libros que están profundamente asociados con los recuerdos gastronómicos de los lectores. Para mí, por ejemplo, "El Americano impasible", de Graham Greene remite inevitablemente a un plato de sopa Pho, servida en un cuenco de plástico en un puesto callejero de Saigón, mientras que "El vientre de París", de Zola, siempre estará asociado con un trozo de "boudin noir" como el que preparan en el restaurante Chez Robert et Louise, en el barrio de Les Marais, en París.

La comida, el arte y la literatura son lenguajes que expresan sensibilidades. Comer, oler y saborear tienen un poderoso influjo sobre nuestros recuerdos y sobre la manera en que nos relacionamos con las cosas. Pero de allí a considerar que todo esto debe ser considerado arte... Honestamente, creo que muy pocos chefs son realmente "artistas". Ferrán Adriá es uno de los pocos que podrían ser considerados de esa manera.

Anthony Bourdain. chef, escritor

miércoles, 21 de octubre de 2009

William S. Burroughs

Por un arte impuro

Publicado en 1970 y traducido por primera vez al castellano, se da a conocer La revolución electrónica de William S. Burroughs. Ensayos panfletarios, válidos para la revolución como para la contrarrevolución, impulsan la teoría del lenguaje como un virus y las técnicas del cut-up que el mismo Burroughs aplicaría en su literatura. Mientras que del jueves 22 al sábado 31 de octubre se llevarán a cabo las Jornadas William Burroughs, aquí se publica el prólogo de Carlos Gamerro a la edición argentina de Caja Negra, con traducción de Mariano Dupont.

Por CARLOS GAMERRO
¿Qué es una literatura pública? ¿Puede el arte ponerse al servicio de una causa, sin perder su condición de tal? ¿Son antagónicos lo estético y lo político? Joyce ofrece una respuesta inequívoca en su Retrato del artista adolescente: “Los sentimientos excitados por un arte impuro son cinéticos, deseo y repulsión. El deseo nos incita al abandono, a apartarnos de algo. Las artes que sugieren esos sentimientos, pornográficos o didácticos, no son, por tanto, artes puras. La emoción estética es por consiguiente estática. El espíritu queda paralizado por encima de todo deseo, de toda repulsión”.
Entre las artes didácticas se incluye, por supuesto, el arte político: Stephen Dedalus, el héroe de Joyce, está reaccionando contra las palabras que uno de sus amigos, adalid de la causa revolucionaria, había pronunciado un rato antes: “Irlanda primero, Stevie. Después bien puedes ser poeta o místico, si quieres”. Característica de la inteligencia insidiosa de Stephen es la ecuación entre didáctico y pornográfico: es igualmente impura cualquier obra que nos incita a salirnos de ella e ir hacia el mundo, a pasar a la acción, se trate de masturbarse o hacer la revolución.
Cuestiones como éstas, y otras parecidas, lo tenían a William Burroughs bien sin cuidado. ¿Por qué, entonces, traerlas a cuento en este prólogo? En parte, por el efecto de contraste: apenas hayamos avanzado un poco, ayudarán a recordarnos de qué maneras tan distintas puede ser político el arte. En parte, para trazar continuidades: La revolución electrónica no es otra cosa, finalmente, que un manual de instrucciones para guerrilleros urbanos, una versión tecno de La guerra de guerrillas de Ernesto Guevara. En parte, también, para delimitar mejor fronteras temporales: si La guerra de guerrillas resulta, leído desde nuestro presente, un texto nostálgico, que mira menos al futuro que al pasado (una suerte de pastoril armada, digamos), su contraparte burroughsiana se revela, hoy, como un texto profético, en el cual la instrucción de utilizar la tecnología en contra de sus detentadores, toscamente esbozada en 1970 a través de la figura de un ejército de jóvenes invisibles ocultando grabadores bajo sus sacos, se cumple cabalmente en la actualidad, cuando jóvenes análogos, dotados de instrumentos mucho más sofisticados, vuelven sus computadoras y teléfonos celulares contra los poderes del Estado; ayer nomás en China, hoy en Irán y mañana en cualquier parte.
Hay pocas preguntas que le interesen menos a Burroughs que las demasiado transitadas “¿Qué es la literatura?” o “¿Qué es el arte?”. El de Burroughs no es un pensamiento que busque establecer límites sino derrumbarlos; no se trata de buscar diferencias sino continuidades; como cuando sugiere que la publicidad, en su trabajo sobre la interrelación entre palabra e imagen, va por delante de las artes (entre otras cosas, porque se ha liberado de pruritos estéticos); o cuando hace suyo el lema de su amigo pintor Brion Gysin, “la literatura está atrasada cincuenta años con relación a las artes plásticas”, o cuando propone, en The Third Mind, un nuevo paradigma o “nueva alianza” –como luego haría Ilya Prigogine en su libro del mismo título– entre ciencia y arte: “Creo que el arte y la ciencia tenderán a fundirse más y más. Los científicos están estudiando el proceso creativo, y creo que la división entre arte y ciencia se derrumbará y que los científicos se volverán más creativos y los escritores más científicos”.
Burroughs compartió con sus compatriotas-compañeros de ruta de los ‘50 y los ‘60 el ideal a veces algo vago, por demasiado vasto, de la liberación, entendido no como liberación nacional (ellos eran el imperio, al fin y al cabo) sino personal, o a veces grupal (mujeres, negros, homosexuales): la lucha era contra el “sistema” (denominación omniabarcadora, pero no por ello menos real, que incluye al Estado, al aparato educativo, a los medios masivos y al mercado). Novelas como El almuerzo desnudo y Nova Express proponen la metáfora de la adicción como figura de toda forma de control: en ellas entendemos que vivimos en un mundo de adictos, donde los poderes del Estado y el mercado nos dominan mediante la adicción a las drogas, al dinero, al poder, al consumo, al sexo y a la palabra.
Pero si lo que queremos es liberarnos, ¿cómo liberarnos de esta última –la palabra– que, según parece, constituye al ser humano en cuanto tal, lo que nos diferencia, pongamos el caso, de los animales? La primera parte de este libro, “Retroalimentación de Watergate al jardín del Edén”, nos ofrece una primera respuesta: no es la palabra en sí sino la escritura lo que nos separa de ellos. Porque, como Burroughs explica en La revolución electrónica y también en otros textos, “el lenguaje es un virus” que en tanto tal no ha sido creado por el hombre sino que lo ha invadido y vive en él como un parásito; y es un virus –y no una bacteria u otro organismo– porque es algo no viviente que al introducirse en un ser vivo usurpa las características de la vida; puede reproducir sus cadenas informativas dentro del organismo y luego infectar a otros (mediante un proceso que los lingüistas llaman “adquisición del lenguaje”) y puede, incluso, matar. Pero para darle a este descubrimiento todo su valor político hay que destacar que no se trata de una metáfora, ni mucho menos de una comparación: es una verdad literal. Burroughs no dice que el lenguaje es como un virus sino que el lenguaje es un virus altamente especializado, porque no sólo no es humano, ni siquiera es terrestre: “El lenguaje es un virus del espacio exterior”. En el momento de su formulación, la teoría de Burroughs pudo parecer delirante, fruto de una mente quemada por veinte años de adicción, o –lo que constituye una forma más insidiosa de descrédito– deliciosamente imaginativa, “poética”. Pocos años más tarde, la aparición de los virus de las computadoras –que son sin ninguna duda virus del lenguaje– probaría empíricamente la exactitud de sus predicciones. El descubrimiento de Burroughs permite también resolver la aparente contradicción de un escritor que dice estar contra la palabra: “Borren la palabra para siempre”. ¿Se puede combatir a la palabra con palabras? No hay otra manera, nos explicará: la tarea del escritor es trabajar el lenguaje como inoculación, como vacuna; la palabra literaria fortifica el organismo contra las formas más insidiosas del mal; las palabras de los políticos, de los militares, de los comunicadores sociales, de los médicos, los psiquiatras... Al igual que en yoga, en el Zen y en la obra de algunos autores como Beckett, la búsqueda de Burroughs es la búsqueda del silencio, es decir, de manera muy simple, los estados no verbales de la mente, la ausencia de palabras en la conciencia: el estado de silencio equivale a la cura del virus del lenguaje que, a la manera de la cura de los virus no verbales, no se alcanza expulsándolo del organismo sino volviéndolo inocuo: quien lo alcanza puede luego coexistir con el invasor sin ser dominado, manejado, dicho por él. Sólo quien ha alcanzado el estado de silencio puede ser dueño de su lenguaje.
Entre la redacción-ensamblaje de El almuerzo desnudo y Nova Express tiene lugar un hecho capital en la vida de Burroughs: conoce al artista plástico Brion Gysin y juntos desarrollan y empiezan a aplicar la técnica del recorte o cut-up, que consiste en cortar al medio, o en tiras, o en cuatro, a textos propios o de los otros (otros que pueden ir de James Joyce a la revista Time) y volver a pegarlos en forma aleatoria, para generar nuevos textos y nuevos sentidos. Burroughs utilizará este procedimiento en El almuerzo desnudo, en muchos capítulos de Nova Express y en las otras dos novelas de lo que se conoce como su tetralogía: La máquina blanda y El ticket que explotó. El cut-up proporciona otro medio de controlar o atenuar al virus del lenguaje, y permite aprender a pensar directamente en imágenes, o en bloques o “racimos” (clusters) asociativos de palabra e imagen. Este modo de pensar, sugiere Burroughs, es natural a las culturas de escritura jeroglífica, en las cuales la escritura remite directamente al objeto, sin mediación del sonido; nosotros podríamos obtener resultados análogos pensando en bloques asociativos, y el entrenamiento lo proveen, nuevamente, los cut-ups gráficos y sonoros, y los serapbooks que combinan palabra e imagen. Una de las cosas que desaparece junto con el pensamiento verbal es la sujeción a la sucesión temporal: el habla y la lectura son obligadamente secuenciales, mientras que la experiencia y la percepción visual pueden alojar diversos grados de simultaneidad. Como Burroughs le explica a Tamara Kamenszain en la entrevista que se incluye en este volumen: “Yo traté de introducir a través del cut-up el montaje en literatura. Creo que está mucho más cerca de reflejar los hechos concretos de la percepción humana que la mera linealidad. Por ejemplo, si usted sale a la calle, ¿qué ve? Ve autos, trozos de gente, ve sus propios pensamientos, todo mezclado y sin linealidad alguna”. Quien se libera del tiempo, se libera de la muerte; sardónico enemigo de toda forma de religión institucional u organizada, Burroughs no renuncia al más allá: lo único que exige es la posibilidad de alcanzarlo aquí y ahora. Apelando al tan popular DIY (Do It Yourself) de la tradición anglosajona, Burroughs propone el cut-up y otros ejercicios análogos como modos de dejar atrás el tiempo y al que a él nos ata: el cuerpo: “¿Quién nos encierra atemorizados en el tiempo? ¿En el cuerpo? ¿En la mierda?”, pregunta en Nova Express. “Voy a decíroslo: ‘la palabra’.”
Lo fundamental de estos ejercicios es la posibilidad de un cambio o toma de conciencia. Pero no es que la toma de conciencia lleve a la acción; la toma de conciencia es acción, consiste en una serie de acciones llevadas a cabo con diarios, revistas, tijeras, pegamento, grabadores y otros gadgets; de ahí su instrucción en “La generación invisible”, el texto hermano de La revolución electrónica: “Sácatelo de la cabeza y mételo en las máquinas deja de discutir deja de quejarte deja de hablar que las máquinas discutan se quejen y hablen un grabador es una sección externalizada del sistema nervioso humano llegarás a saber más sobre el sistema nervioso y a controlar mejor tus reacciones mediante el uso del grabador que permaneciendo sentado durante años en la postura del loto o perdiendo el tiempo en el diván analítico”.
La acción política de Burroughs se dirige así no contra algún sistema de control en particular (por eso no puede tomar partido) sino contra todos, o más bien, contra lo común a todo sistema de control; la manipulación del pensamiento mediante el uso de la palabra y la imagen. Sus posturas al respecto resultan a veces contradictorias: por ejemplo, por momentos sugiere que pensar en jeroglíficos nos libera de la sujeción al lenguaje, pero en otros denuncia a la escritura jeroglífica maya, dominada por los sacerdotes, como el más rígido sistema del control ejercido jamás en cualquier sociedad humana. Lo que hay aquí, empero, no es contradicción sino especificidad: la escritura fonética domina la civilización occidental, y si los jeroglíficos pueden ayudar a liberarnos, que se jodan los mayas.
Esta ambivalencia apunta a otra más radical: ¿quién utilizará estas técnicas? Hay momentos en La revolución electrónica en que no estamos muy seguros de si estamos leyendo un manual para jóvenes revolucionarios o para agentes de la CIA, una serie de instrucciones para resistir al poder o para ejercerlo. Esta determinación es, por supuesto, inherente al género: La guerra de guerrillas instruyó a la CIA en cómo combatir al Che Guevara; todo manual para revolucionarios corre el riesgo de convertirse en un manual para contrarrevolucionarios; o en las palabras más gráficas de Burroughs: “Me pregunto si alguien, a excepción de agentes de la CIA, leyó este artículo o pensó en poner estas técnicas en funcionamiento”.
Se puede hablar de tres momentos políticos en la obra de Burroughs: el diagnóstico, que comienza con sus tres primeras novelas –Yonqui, Queer y Cartas del yagé– y alcanza su momento cúlmine en El almuerzo desnudo, tiene por objeto rasgar el velo, sacarnos la venda de los ojos, ayudarnos a ver “lo que hay en la punta de los tenedores”, “atravesar la película de la realidad” y entrar en “la sala de proyección”. Es lo que corresponde al momento dialéctico de Sócrates, o al momento crítico del marxismo: purgar las opiniones y creencias erróneas que obstaculizan el camino a la visión clara. En términos de género literario, lo que predomina es la sátira, género político si los hay: Burroughs puede considerarse, junto con Swift, el gran escritor satírico de la lengua inglesa, y en ambos es la sátira política, más que la moral o la de costumbres, la que domina.
Ya diagnosticada la enfermedad, el segundo momento es el del tratamiento, que comienza en Nova Express y continúa en textos como La revolución electrónica: una vez en la sala de proyección, podemos hacer nuestras propias películas, crear –es decir, transformar; es decir, conocer– nuestra realidad. Este segundo momento es el momento netamente cinético, propiamente impuro, netamente destructivo: el objetivo declarado es sembrar el caos. La palabra que más se repite en estas instrucciones es riot (disturbio, motín espontáneo), y a esta altura ya debería quedar claro por qué la politización burroughsiana del arte no puede encuadrarse dentro de ninguna idea de compromiso o cosa parecida. No existe partido, ni plataforma política, ni ONG, ni causa social capaz de acomodar o canalizar las situaciones desencadenadas por algunos de los métodos propuestos en La revolución electrónica: “Imaginemos, por ejemplo, un virus sexual. Enardece tanto los centros sexuales del cerebro posterior que el huésped se vuelve loco por el sexo y todos los demás pensamientos son borrados. Parques llenos de gente desnuda, frenética, cagando, eyaculando y gritando. De manera que el virus puede ser maligno, eliminar todas las regulaciones y producir finalmente agotamiento, convulsiones y muerte”.
El tercer momento es aquel en el que Burroughs cede a la tentación de aportar una solución, un después para la sociedad desmantelada por sus guerrilleros informáticos; el momento utópico. Como en el siglo XX toda visión del futuro se da inevitablemente como distopía, Burroughs se vio obligado a situar sus utopías en el pasado, y sus últimas obras pertenecen al género de las utopías de las oportunidades perdidas: históricas en Ciudades de la noche roja, donde el autor nos presenta las colonias anarco-gay de los piratas caribeños del siglo XVIII, y en el western El lugar de los caminos muertos; ultraterrenas en Las tierras de Occidente, versión burroughsiana del Libro egipcio de los muertos; y biológico–evolutivas en El fantasma occidental, donde la oportunidad perdida la representan los lémures de Madagascar, primates inteligentes, pacíficos y dados a la colaboración; su extinción, lejos de ser una consecuencia fortuita del progreso, se presenta en la novela como un plan para quitarle al hombre el modelo que los irascibles, violentos y competitivos monos africanos no pudieron proveer, el de una civilización que no tuviera en el hongo de Hiroshima su máximo florecimiento.
Por todo lo dicho, el marco más adecuado para hablar de William Burroughs quizá sea, más que el de la literatura, el de las artes plásticas, en el sentido casi ilimitado que éste ha tomado en los últimos cien años, abarcando manifestaciones propiamente pictóricas y esculturales, pero también teatrales, cinematográficas, sonoras, escritas, conceptuales y hasta inmateriales. Se trata, después de todo, de un artista que además de cuentos y novelas ha realizado collages (sobre todo combinando palabra e imagen, muchos en colaboración con Brion Gysin), obras en colaboración con Rauschenberg y Keith Haring y, en forma individual, piezas que combinan diversas técnicas aleatorias, como la de disparar escopetas sobre planchas de madera terciada (su primera exposición fue en la Galería Tony Shafrazi, en 1987; lo mejor de su obra visual puede verse en Ports of Entry: William S. Burroughs and The Arts, el catálogo de la exposición realizada en Los Angeles Country Museum of Art en 1966). También colaboró en las películas que Anthony Balch realizó en los ‘60 y actuó en obras como Chappaqua, de Conrad Rooks y Robert Frank; y en Drugstore Cowboy, de Gus van Sant. Participó en performances junto a John Giorno y Laurie Anderson, y ha colaborado con músicos como Kurt Cobain, Tom Waits, Robert Wilson y los grupos Cabaret Voltaire, Material, Ministry y The Disposable Heroes of Hiphoprisy (el punto más alto de esta conjunción y un testimonio de lo mucho que le debe la cultura del rock, y en sentido más amplio, la musical, fue la “Convención Nova” celebrada en su honor en 1978, donde figuras como John Cage, Philip Glass, Patti Smith, Laurie Anderson y Frank Zappa se congregaron para rendirle los debidos honores. Las artes plásticas son, también, mucho menos quisquillosas a la hora de ponerle límites a la acción política: bajo rótulos como los de “intervención o ‘señalamiento’”, marchas y disturbios callejeros, denuncias públicas de criminales varios, repartos de alimentos o kits de supervivencia, programas de ayuda para indigentes, se presentan como hechos artísticos y a nadie se le mueve un pelo. Las artes plásticas son impuras en el más puro sentido de la palabra; y están siempre a la búsqueda de sus límites para dinamitarlos: basta que un crítico o artista diga “eso no es arte” para que cientos de ellos se lancen a cruzar la nueva frontera. Las múltiples actividades de Burroughs, más que construir una obra, constituyen una serie de intervenciones en el campo de la cultura y de la sociedad en general; y si la literatura fuera menos celosa de los límites que la dividen de las otras artes, y supiera reconocer a sus héroes no en los que la preservan sino en los que la hacen explotar, hacer rato hubiera reconocido en Burroughs a su Duchamp.
Pero el arte de Burroughs es impuro de manera aún más radical. No sólo quiere borrar, o cruzar las fronteras entre las artes, o entre arte y vida; también quiere salvar la distancia entre la palabra-representación y la palabra-acción: “¿Pueden las cintas sexuales codificadas, focalizadas en las reacciones del sujeto y en las ondas cerebrales, producir un orgasmo espontáneo? (...) ¿Pueden las cintas con risas, con estornudos, con hipo, con tos, producir risas, estornudos, hipo y tos? (...) ¿En qué medida una enfermedad física puede ser inducida por cintas codificadas? (...) Hemos considerado la posibilidad de que un virus pueda ser activado e incluso creado por pequeñísimas unidades de imagen y sonido (...) ¿Está quizá diciendo que éstas son palabras mágicas? ¿Hechizos, de hecho?”.
“En el principio era la palabra”, comienza el texto de Burroughs. La palabra divina es eminentemente creadora: “Y Dios dijo: hágase la luz. Y la luz se hizo”. Burroughs parece reclamar los mismos poderes para la palabra humana. La palabra poética nunca se ha resignado a la pérdida de este poder mágico que alguna vez fue suyo. Lo que equivale a decir que la palabra poética es, en su raíz, cinética. Y éste podría ser su vínculo más profundo con la palabra política. La utopía última de la palabra política se vería realizada en una revolución cuya historia posterior comenzara con las siguientes palabras: “Y entonces Burroughs (o Marx, si prefieren) dijo: hágase la revolución. Y la revolución se hizo”.

Burroughs en Barracas

Con el motivo de la publicación por primera vez en castellano de La revolución electrónica por la editorial Caja Negra, estas jornadas intentan diagnosticar el destino del cut-up como tecnología puesta en práctica para atenuar el control ejercido por medio del lenguaje y rastrear la expansión que esa forma disruptivo-compositiva ha tenido no sólo en la literatura sino también en diversas disciplinas tales como el cine, la música y las artes plásticas.
Programa:

Jueves 22 de octubre, a las 20
Mesa redonda
Expanded media. William Burroughs y las artes: cine, música y artes plásticas.
A cargo de Pablo Schanton, Rafael Cippolini y Pablo Marín.

Sábado 24 de octubre, a las 20
Ciclo de cine
¿Acaso Hollywood nunca aprenderá? El cine según Burroughs.

Jueves 29 de octubre, a las 20
Mesa redonda
Influenza. La presencia de William Burroughs en la literatura argentina. Tres escritores, Marcelo Cohen, Enrique Symns y Oliverio Coelho, reflexionan sobre la influencia de Burroughs en su escritura.
Sábado 31 de octubre, a las 20
Ciclo de música
Cut the music lines!!

Las jornadas William Burroughs tendrán lugar del 22 al 31 de octubre en el Centro Cultural MOCA, Montes de Oca 169.

jueves, 1 de octubre de 2009

Anthony Beevor sobre el Día D

"En el Día D las tropas aliadas no estaban dispuestas a sacrificarse como los alemanes"
Es uno de los historiadores que más estudió el hecho que cambió la suerte de la Segunda Guerra Mundial y de la Historia del siglo XX. Sin embargo, sus juicios no dejan de ser polémicos. Hitler, el impulso autodestructivo, Bush e Irak en la misma entrevista.

Por:
Matilde Sánchez


DOS MUNDOS. "No se puede esperar que un ejército democrático, compuesto por civiles bajo conscripción masiva, actúe con el fanatismo de un ejército totalitario", dice Beevor.

Una vez más el historiador inglés Anthony Beevor cuestiona con fuerza las versiones oficiales de la Segunda Guerra. En estos diez años, con Stalingrado y Berlín: la caída dio un giro a los tradicionales estudios europeos gracias a su acceso a la documentación soviética, embargada durante la Guerra Fría, y también por el arte narrativo con que combina el panorama y el primer plano: las vicisitudes de los civiles, el graffiti garabateado en una barraca. Éxitos de lectura, ambos libros desataron el repudio de las autoridades rusas, sobre todo por su denuncia de las violaciones masivas de las alemanas y rehenes soviéticas empleadas por los alemanes en el trabajo forzado, durante la liberación de los territorios recobrados por el Ejército Rojo. Ahora un monumental tratado sobre el Día D, el desembarco de los aliados en Normandía, cierra su ciclo de la Segunda Guerra y completa el fresco con otra certeza horripilante: "La pulverización de la ciudad normanda de Caen fue una estupidez militar de los aliados; no murieron soldados alemanes sino miles de civiles". Educado en Winchester, oficial del 11° Batallón de Húsares, Beevor dejó su carrera militar para consagrarse de lleno a escribir, primero ficciones (es nieto e hijo de escritoras) y luego un estudio sobre la resistencia en Creta y una historia exhaustiva de la Guerra Civil española. Pero fue con Stalingrado que se convirtió en el más ilustre historiador inglés; y en el más popular, con la traducción a trece idiomas. Allí despliega la invasión alemana en territorio soviético, en 1941, y el combate encarnizado entre las ruinas de esa ciudad, hasta la rendición de la Wehrmacht en el río Volga, un año y medio después.Beevor también fue, junto con Luba Vinogradova, el editor de Un escritor en guerra, los extraordinarios cuadernos del frente del corresponsal Vasili Grossman, de donde surgiría su novela Vida y destino.En el diálogo, que transcurrió en su casa de las afueras de Londres, no se privó de encadenar cigarrillos negros "a fin de concentrarse". Esa misma semana fue convocado por la reina para "ilustrar" al primer ministro Gordon Brown acerca de Afganistán, en vista del pobre desempeño británico.El Día D, el desembarco aliado en la Normandía ocupada (junio de 1944), fue el mayor asalto militar de la historia y remató al nazismo, ya perdedor del frente oriental. En un reciente reportaje usted dijo que la lluvia de bombas sobre Caen produjo una masacre de civiles equivalente a "un crimen de guerra". Fue una frase desafortunada. Le contestaré con la famosa respuesta de Talleyrand sobre la ejecución del Duque de Enghien, en tiempos de Napoleón: "Caen fue peor que un crimen, fue un error". Los bombardeos no dejaron alemanes muertos sino un cementerio de civiles. Su destrucción no significó ningún logro y las ruinas fueron más propicias para los alemanes: la ciudad en pie habría impedido la entrada de vehículos. Un crimen de guerra es algo deliberado; aunque esto no lo fue, expone una de las grandes paradojas de las fuerzas militares en países democráticos: sus comandantes siempre tienen más exigencia de no provocar bajas indeseadas y, por ende, dependen más de la exactitud del bombardeo. Para empezar, el asalto involucró 5000 barcos. Sin embargo, usted destaca cuánto de su éxito dependió de un pronóstico meteorológico.El desafío clave, en una operación de esta escala, es mantenerlo en secreto. Así, los aliados intentaron convencer a los alemanes de que Normandía era apenas una maniobra de distracción; estos sabían que los aliados iban a desembarcar pero se preguntaban si lo harían allí o al noreste, en el Paso de Calais. Uno de los factores que hicieron que los alemanes descartaran Normandía fue que hacía mal tiempo: ellos no tenían meteorólogos eximios, mientras que los aliados contaban con barcos científicos en el noroeste Atlántico. Los aliados necesitaban visibilidad para los bombarderos y calma en las aguas del canal para los barcos de apoyo. Esa primavera hacía un calor insólito y venían tormentas. Le debemos al experto Stagg que, contra todos sus colegas, evaluara que había una ventana de apenas un día de buen tiempo para cruzar a Francia. Lanzarse esa madrugada, tras posponerlo un día, fue una de las decisiones más arduas de la Segunda Guerra. El general Ike Eisenhower, a cargo del desembarco, tenía una tremenda presión, que lo llevaba a fumar varios paquetes de Camel al día. Pero decidió confiar en Stagg y lanzarse ese día, lo cual representó una gran ventaja pues los alemanes no enviaron naves y hasta el mariscal Rommel fue a visitar a su esposa en Alemania. El lanzamiento de paracaidistas, tanto como los posteriores bombardeos, hoy shoquean por su inexactitud y su desperdicio en vidas.El principal problema de las misiones aéreas, con los norteamericanos actuando por la derecha y los británicos por la izquierda, era que cuando las defensas antiaéreas empezaban a disparar, los pilotos perdían formación y por ende dirección, de manera que las bombas terminaban regadas por todas partes. Por el lado británico lo más exitoso fue la primera andanada, con la captura de los dos puentes; los planeadores depositaban paracaidistas en el sitio exacto. Pero los alemanes habían inundado la zona de manera que muchos murieron ahogados en el barro, enredados en las propias cuerdas. Al mismo tiempo, la dispersión impedía al enemigo distinguir los objetivos.¿Se puede sintetizar la Segunda Guerra como una confrontación de número (aliados) versus la superioridad tecnológica (alemana)? Hay detalles que observar. Pese a haber perdido en el frente oriental (el Este de Europa ocupado por el nazismo, y la URSS, con la batalla de Stalingrado, a fines del 42), en Normandía el ejército alemán había adquirido una enorme experiencia, sobre todo en la guerra sucia. Esto sorprendió a los británicos y americanos; hasta que se enfrentaron en Francia, éstos no tenían idea de lo brutal que podía ser la lucha. Las cifras de Normandía revelan que era tanto o más feroz que en el frente oriental. Francia daba ventaja a los alemanes en el terreno. En el combate antitanque los alemanes eran superiores y podían destruir los blindados británicos desde gran distancia. Los tanques, las defensas antitanques y las ametralladoras alemanas eran mejores. De hecho, uno de los mayores escándalos en Francia fue lo poco que había adelantado la tecnología británica en el curso de una guerra tan larga. No fue hasta 1945 que los tanques británicos, los Comet, pudieron superarse. Según el consenso de los estudiosos, la Segunda Guerra fue decidida por el poder aéreo. Sí y los aliados llevaban gran ventaja, pero todo se debe relativizar: ese junio el tiempo era tan malo que muchos días los aviones ni siquiera despegaban. Fue recién en julio del 44 que destruyeron a la Luftwaffe. Lo que sí podemos decir como síntesis es que el poder naval británico, sobre todo los acorazados, dieron un grandísimo apoyo de artillería al ejército y quebraron los ataques de los Panzer alemanes. En el campo aliado, la gran diferencia la hizo el despliegue abrumador de los mecanizados estadounidenses. ¡Nunca en la historia un ejército desplegó tal cantidad de vehículos! Una vez que rompían la defensa alemana, avanzaban a una velocidad inédita. A esa altura a los alemanes ya no les quedaban vehículos ni combustible. Una historia natural de la destrucción, el ensayo del alemán W. Sebald, nos recuerda a las víctimas de los bombardeos aliados.El bombardeo en Alemania es muy polémico; ellos dicen que eso también fue un crimen de guerra. Desde luego la Luftwaffe hacía lo propio pero no a una escala tan masiva. La razón de reducir a escombros setenta ciudades alemanas se debe en gran medida, una vez más, a la inexactitud del fuego aéreo. Los aliados no podían hacer blanco en las fábricas, que era lo que pretendían aniquilar. Esto desde luego motiva graves cuestiones morales acerca de si en la guerra es aceptable que los civiles sean los grandes blancos, como vemos en Caen. Desde el punto de vista militar, Normandía fue un acierto porque obligó a los alemanes a retirar los escuadrones del frente oriental para defender el Reich y permitió al Ejército Rojo arremeter recuperando la Ucrania y Polonia tomadas. Sin embargo, los historiadores rusos no aceptan la importancia de Normandía: se atribuyen por entero la derrota de Hitler. En el plano político, usted presenta esos dos últimos años de guerra como una ronda de mutuos recelos: Churchill sospecha de Stalin, De Gaulle sospecha de Roosevelt, los franceses -divididos entre los comunistas y los partidarios del gobierno de Vichy- tampoco confían por entero en De Gaulle.Fue así. Pero en el 44 el grueso de la Resistencia aceptaba a De Gaulle como comandante general, a excepción de los comunistas, que creían que la liberación debía conducir a la revuelta. En el sudeste de Francia había una situación rayana en la guerra civil y De Gaulle temía que esto podía estimular a los estadounidenses a no admitir una Francia independiente y ocuparla. Y Eisenhower aparece subyugado por el majestuoso Stalin.Sí, aunque el más subyugado era el propio presidente Roosevelt, en parte porque estaba seguro de que él era el seductor y creía tener amarrado a Stalin cuando en verdad el soviético era refractario a sus encantos.... Como se verá bien en Yalta, Roosevelt sigue confiando en que logrará reconvertir a Stalin en un socio fiable para la posguerra. Churchill era mucho más realista sobre las ambiciones del líder soviético. Claro que a esta altura el poderío británico había disminuido dramáticamente y los Estados Unidos eran los dueños indiscutidos del show. Los efectivos norteamericanos parecen muchachitos recién salidos de suburbios con música country.Por cierto, eran menos profesionales; era la primera vez que pisaban un país donde se hablaba otro idioma y tenían el prejuicio de que un país ocupado por el enemigo equivalía al enemigo.Esto nos lleva a un tema en el que usted hace hincapié en este ciclo de libros: las diferencias entre un ejército democrático y uno totalitario. Es una de las grandes cuestiones que se juegan en Normandía. No se puede esperar que un ejército democrático, compuesto por civiles de uniforme bajo la conscripción masiva, se comporte con el mismo fanatismo de un ejército totalitario, trabajado por el adoctrinamiento y la propaganda. Los efectivos aliados de elite eran tan buenos como los alemanes, pero el promedio no estaba dispuesto a sacrificarse con la misma entrega. En Normandía la mayoría de los alemanes habían sido persuadidos de que si no defendían la ocupación de Francia, Alemania sería arrasada; por el contrario, los aliados sólo querían terminar la faena y volver a casa. Uno de los hallazgos que me causó sorpresa fue la abrumadora cantidad de bajas psicológicas entre americanos y británicos. Los psiquiatras aliados se sorprendían de la poca cantidad de soldados alemanes en estado de shock; es que ellos habían sufrido mucho más los bombardeos y las granadas, que es lo que induce el shock de combate. Concluyeron que éstos habían estado mucho más preparados psicológicamente al cabo de una década de propaganda nazi.Sus libros insisten en los efectos de la propaganda en la psicología del combatiente. De hecho, en Stalingrado se enfrentan dos estados totalitarios con ambiciones imperiales y ejércitos fanatizados.El genio diabólico de Goebbels descubrió que el modo más eficaz de adoctrinar a los soldados para que atacaran sin escrúpulo era combinando odio y miedo. El odio solo no alcanza; el miedo es el sustrato pero el odio es el explosivo. Eso jugó de manera evidente en el ataque a la URSS, al comienzo de la Operación Barbarrosa. La propaganda y el adoctrinamiento dividen el campo también entre los aliados, me refiero a los soviéticos, mientras que entre los británicos también había propaganda, pero no fue eficaz. El historiador Eric Hobsbawm reconoce que el logro último de la experiencia soviética fue aplastar a Hitler. ¿Está de acuerdo? Es bueno oír que Hobsbawm, de militancia comunista y el último que uno esperaría, admita que la experiencia soviética fue desastrosa. Y en gran medida es cierto; no se debe subestimar el sacrificio de nueve millones de efectivos. Pero esto cobra otro sentido ante las recientes declaraciones de Vladimir Putin: debemos acatar la actitud de Rusia hacia 1945, saludar su gloria y heroísmo sin revisarlo pues el mensaje es que nadie debe atreverse a atacar esa nación.Usted fue de los primeros extranjeros en consultar los archivos del Ministerio de Defensa. Tuve muchísima suerte en el timing; accedí al archivo en 1994. Lo que enfureció a los rusos fue la denuncia de las violaciones masivas y la escala que adquirió.En Berlín: la caída usted hace graves acusaciones sobre las violaciones sistemáticas por patotas, de hasta setenta soldados en Bunslau. Sostiene que al menos dos millones de alemanas fueron violadas por el Ejército Rojo. Sí, muchas experimentaban catatonía o se suicidaban. En la Alemania ocupada por la URSS hubo dos millones de abortos entre el 45 y el 48, debidos a violaciones. Cruzamos esto con centenares de testimonios personales. Esto no quiere decir que no hubiera soldados soviéticos, en especial los de origen judío (y lo destaco pues encontré numerosos testimonios) que velaban por los civiles alemanes. Pero la mayoría de los oficiales soviéticos no podía controlar a sus soldados, mientras otros los alentaban. Cada noche el mecanismo consistía en emborracharse en las horas previas a estas salidas a violar, y de hecho era un ritual, como si necesitaran del alcohol para darse brío. En ese marco los oficiales ya no podían refrenarlos; se habrían arriesgado a que sus propia tropa les disparase. La paradoja interesante es que uno presupone en el estalinismo una sociedad muy reglamentada, mientras que en el Ejército Rojo reinaba la indisciplina. Se daba la situación opuesta en el ejército británico: la disciplina era flexible y había menos desmadre.Uno de los muchos méritos de Berlín es que legitima el punto de vista de las familias y mujeres. Por cierto, fue arduo para mí el tema de las violaciones sobre todo en el marco estadounidense, donde las académicas controlan ese campo de estudio. Una historiadora amiga me ayudó a estructurarlo. Llegado a un punto yo contaba con tantos testimonios, que tuve que renunciar a decenas de páginas a fin de no entrar en la pornografía de la guerra, dado que las más suaves ya eran repugnantes... De esto no sólo dan fe los cuadernos de guerra del escritor Vasili Grossman, existen informes detallados en los archivos rusos. Pero mi aporte fue cuestionar la posición clásica del feminismo, a saber: la violación no es un acto sexual sino un acto de violencia. Esto se ajusta al Ejército Rojo en Prusia oriental, donde las violaciones eran mero estallido de odio al enemigo, así se tratara de niñas o abuelitas. Cuando entran en Berlín, vuelven a mostrar una mezcla desconcertante de violencia irracional y lujuria alcohólica pero ya eligen a las mujeres. Hay numerosos relatos de cómo bajaban con antorchas a los sótanos iluminando los cuerpos para elegir a las más bellas o a las más gordas -se suponía que éstas eran esposas de jerarcas nazis. Así, a partir del 45 y por dos años, no se trata de venganza sino de oportunismo sexual, lo cual es mucho más grave: implica que los varones, cuando no hay chance de que los castiguen, apelan de manera directa a su superioridad física. Asimismo, tenemos la situación contraria, las alemanas que seducen a oficiales soviéticos a cambio de que las protegieran de las violaciones o para conseguir comida, lo que conforma esa zona gris de la prostitución en la posguerra. Todo esto viene a cuestionar al campo feminista que no se puede imponer la mera explicación ideológica a estas violaciones, como arma bélica o campaña de terror, tal como sí sucedió en la Guerra Civil española. Cuando el ejército africano avanza hacia Madrid por cuenta de Francisco Franco, las esposas e hijas de los sindicalistas a menudo son violadas y asesinadas por los marroquíes. Hace 15 años vimos este mismo fenómeno en los soldados serbios hacia las mujeres de Bosnia. Si tradicionalmente la violación es arma de terror, en la recuperación de Alemania se debió a la falta de control. Las jefaturas soviéticas, según la documentación, estaban al tanto.Lavrenty Beria, temible jefe del NKVD, el servicio secreto, lo sabía todo; yo mismo leí los informes que se le enviaban a Stalin desde Prusia oriental, Pomerania y Berlín. Pero ya conocemos el comentario de Stalin a un líder comunista eslavo: "¿acaso nuestros soldados no tienen derecho a divertirse?" En la última fase del combate berlinés, Stalin advirtió que el pánico de las mujeres enfurecía a los efectivos alemanes y trató de cambiar la línea en el tema de la venganza pero ya era tarde. La propaganda masiva a favor de las violaciones desde 1942, durante el avance alemán en la URSS (me refiero al eslogan constante de que "la madre tierra ha sido violada", sugiriendo que el Ejército Rojo podía vengarse a cómo diera) estaba tan implantada en la psiquis de los soldados que no podía remediarse. Además, las violaciones continuaron hasta bien entrado 1947: cada vez que una nueva unidad reemplazaba a otra en un territorio se desataban, era un ciclo. Al entrar en Prusia oriental, el Ejército Rojo colgó carteles que decían "En tierras de la bestia fascista". Si bien el periodista Ilya Ehrenburg fue acusado por los alemanes de promover la violación de mujeres, lo cual no hizo, no dejó de referirse reiteradas veces a "la bruja rubia" en referencia a Alemania. Hay que pensar, asimismo, que la mayoría de los soldados soviéticos habían recibido humillaciones de sus propios oficiales y quizá se verificaba en ellos la teoría de que el oprimido se venga oprimiendo a una víctima más vulnerable.¿Vincula esto al nacionalismo, a traumas históricos, a la represión estalinista? Algunos autores observan que en el estalinismo había una marcada desexualización -en las imágenes públicas, las mujeres llevaban ropa de trabajo que disimulaba sus pechos-; reinaba la idea de que toda emoción humana debía canalizarse al partido y a la devoción a Stalin. Aunque en los primeros años del soviet se apoyaba la descriminalización de la homosexualidad, esto sufrió un vuelco con Stalin. Como parte de las políticas represivas de la sexualidad, el aborto fue suprimido. La represión artificial produjo lo que los psiquiatras rusos llamaron un "erotismo de barricada". El código soviético era brutal en las propias filas. No sólo los desertores eran ejecutados; también el soldado "que no disparara de inmediato al camarada en el momento de desertar o rendirse al enemigo". Usted afirma que en Stalingrado hubo 13.500 ejecuciones. Stalin mismo sugirió, en la conferencia de Teherán, ajusticiar a 50 mil oficiales alemanes prisioneros. En el Ejército Rojo se superponen las categorías de víctima y perpetrador.Los francotiradores de Stalingrado tenían orden de disparar a los niños si veían que uno era tentado por algún alemán con comida a cambio de que llenara su cantimplora. Esto da idea de su absoluta impiedad y de la deshumanización del enemigo: el desertor era peor que el rival. Los alemanes, muy crudos naturalmente, no llegaban a tanto con sus soldados vacilantes. Los soviéticos tenían sus propios escuadrones de ejecuciones, unidades del NKVD que luego devinieron en el SMERSH, servicio de contraespionaje. Ahí tenemos a los supernumerarios Hilfsfreiwillige, los célebres Hiwis, prisioneros o desertores soviéticos que los alemanes reempleaban. Llegó a haber casi un millón y medio de Hiwis en el frente oriental como voluntarios con uniforme de la Wehmacht. Pero se debe ser cuidadoso pues esto nos plantea una distinción filosófica bien interesante: ¿un genocidio político, como el GULAG, es igual al genocidio racial? Es revelador que al final de la guerra y en los preliminares de las Naciones Unidas, la URSS garantizara que la definición universal de genocidio excluyera el exterminio político, para que no rozara a Stalin por su trato a las minorías nacionales.Según usted, Stalingrado representó "una nueva forma de combate"; miles de civiles quedaron apresados.Lo asombroso de Stalingrado es que el combate transcurría en las ruinas de la vida civil. Los bombardeos dejaron todo en escombros, en los que continuaba la lucha casa por casa. Es impensable que más de 10 mil civiles, incluidos mil niños, estuvieran todavía vivos entre las ruinas después de más de cinco meses de lucha. En las evacuaciones soviéticas, más de 50 mil civiles quedaron atrapados en la margen occidental del Volga. En las afueras, cuando había una tregua en lo bombardeo, mujeres y niños salían de sus refugios, agujeros en el suelo, para cortar tajadas de carne de los caballos muertos antes de que los pelaran los perros vagabundos y las ratas. Los principales hurgadores eran los niños.


Beevor Básico

Nacionalidad: inglésActividad: historiador militar especializado en la segunda guerraEn octubre se publica su monumental obra Día D, en Paidós. También es autor del exhaustivo estudio La Guerra Civil española y editor de los cuadernos del frente del escritor Vasili Grossman.



El investigador cuyas denuncias enfurecieron a los historiadores rusos

Los historiadores rusos no están dispuestos a permitir que los crímenes de Stalin opaquen el sacrificio soviético durante lo que siguen llamando la Gran Guerra Patriótica. Reaccionaron indignados a los libros de Antony Beevor y de otros autores por lo que juzgan maniobras para emparentar al Ejército Rojo con el nazismo. Este mismo año una iniciativa parlamentaria pretendió definir como delito de ofensa el atacar el desempeño soviético en 1945. De acuerdo con Beevor, "el proyecto llega a caracterizar cualquier crítica como el equivalente de la negación del Holocausto, lo cual es una osadía. Incluso existe una comisión "para prevenir la falsificación de la historia en detrimento de los intereses de Rusia", presidida por el mandatario Dmitri Medvedev. "Está claro que yo no puedo volver a investigar en los archivos rusos después de las denuncias de mi libro sobre la recaptura de Berlín", dice Beevor. Cuenta que algunos amigos le hacen bromas y lo sindican único responsable de que los principales archivos rusos, en especial el Archivo Militar de Podolsk, estén ahora casi bloqueados para los estudiosos occidentales. "La verdad es que se cerraron en 2000, poco antes del acceso de Vladimir Putin al poder, cuando mi libro todavía no estaba editado". El historiador observa que la academia rusa ni siquiera actualizó los eufemismos para caracterizar la violación sistemática de mujeres en los territorios liberados del frente oriental, a la que se sigue aludiendo como "acto inmoral" y "fenómeno negativo". En la revista World War II Quarterly, Beevor se lamentó de que "el profesor O.A. Rzheshevsky, que preside la Asociación Rusa de Historiadores de la Segunda Guerra, me acusara de repetir propaganda nazi cuando el grueso de la evidencia procede de fuentes soviéticas, en especial los informes de la NKDV." También fue acusado de perpetuar la imagen de los soviéticos como las ancestrales "hordas asiáticas".

Mario Trejo

El monstruo sagrado
Personaje mítico y leyenda viviente de la poesía argentina, Mario Trejo vuelve con la reedición de dos de sus más importantes obras: El uso de la palabra y Los pájaros perdidos (Fondo Nacional de las Artes). La praxis poética de Trejo no se limitó a la escritura, sino que participó activamente en grupos, revistas, colectivos, ediciones y traducciones desde los años ’50. Guillermo Saccomanno repasa en esta nota la intensa experiencia vital y el recorrido literario de una voz imprescindible.

Por Guillermo Saccomanno
1 Noche tarde. Tres jóvenes caminan con un veterano las calles del invierno porteño. Son los primeros años de la democracia. Todavía nadie acuñó el término flanneur que en unos años pondrá de moda la crítica tilinga, siempre afrancesada, para denominar el yiraje. Los jóvenes son poetas y, como ocurre cada vez que tres poetas jóvenes se reúnen, van a sacar una revista. Se han fumado un porro antes de buscar al poeta mayor. Les pegó su poema “Orgasmo”: “Breve vida feliz / breve muerte feliz”. Y también “El coño es una herida absurda”: “Reír todos/al mismo tiempo/alrededor de la cuna. // Aullar todos/ al mismo tiempo/ alrededor de la mesa. // Llorar todos/ al mismo tiempo/ alrededor del féretro”.
Los cuatro entran en El Ceibal: empanadas y vino. Un joven nombra a Kerouac. Empiezan a discutir sobre Kerouac. Otro habla con una presunta autoridad de la relación del alcohol, las drogas y la escritura. Menciona “El ángel subterráneo”. Más que escucharlo, el veterano lo tolera al presumido. Vos no sabés nada, le dice. El joven porfía. Alude a la traducción de Wilcock de “The Subterraneans” para Sur. El veterano se cansa y lo echa al joven: Andate, le dice. El otro se asombra, titubea. Te vas, le dice el poeta mayor. Aunque no es corpulento ni tiene aspecto de matón y es más bien bajo, canoso y está avejentado, el veterano impone respeto. El otro arruga, se levanta, mira a sus compañeros. Atónitos. Lo dejan ir. Se quedan dos. Wilcock no sabía nada ni de paraísos artificiales ni de literatura, sigue el veterano. Y recita, de memoria, en inglés, un pasaje de la novela de Kerouac, esa novela que empieza con una negra opinando que si Baudelaire hubiera comido más tal vez habría escrito menos, pero seguro habría sido más feliz. Uno de los jóvenes que se quedaron dice tener la traducción de Wilcock. Como vive cerca, se ofrece a buscar el libro. Traé el librito, pibe, le dice el veterano. El pibe se levanta como un resorte, sale, se apura, corre, se pierde en la noche y vuelve enseguida con la novela. El veterano toma vino. Abre el libro exactamente en el párrafo que termina de evocar en inglés. En la traducción la parte de la marihuana es un despropósito. Wilcock no sabía nada de drogas, dice el veterano. Y vuelve a repetir el fragmento en inglés.
2 Mario Trejo era, es, ese poeta mayor y no por su edad sino por su obra solitaria, que a través de décadas fue convirtiéndose en un manifiesto al cual acuden todos aquellos que desconfían de la poesía como carrera en el circuito de capillas del verso. No es de Trejo publicar con asiduidad. Además, como lo prueba la anécdota que transcribí hace un rato, no suele ser un tipo fácil. (Trejo debe estar, a esta altura, riéndose socarrón de lo que escribo, esta semblanza: “Huir de la pequeña historia. / La anécdota me saca de quicio. Vivamos el Gran Cuento”, ha escrito) Trejo, lo aclaro, tiene motivos fundados para no ser fácil. Estuvo en todas. Mejor dicho, picó en todas. Y de todas se las picó antes de que lo embalsamaran. Se destacó por una implacable lealtad con una poesía que, corrosiva, desconfía de su instrumento, la palabra, y la pone en cuestión: “La palabra lobo no muerde. / El que muerde es el lobo. // La palabra no muerde. / El que muerde es el poeta”. Que a su obra poética reunida la titulara El uso de la palabra (1964) no es una casualidad. Según Alberto Cousté en su prólogo a El uso de la palabra, “el mayor desencadenante de la irritación para su familia de lectores es la ambigüedad (esa madurez del espíritu por la cual se admite que cada formulación contiene el orden que la niega, cada imagen su reproducción especular, cada ente su contrario), característica en la que abunda la obra de Trejo, construida como está desde acechanzas e intuiciones, testimonio como es de un pensamiento que avanza en espirales cada vez más ceñidas y se niega al reposo”.
3 Algo más sobre la leyenda Trejo. Porque leyenda es un término que le cae perfecto. Una leyenda viva, como suele decir el periodismo cuando se trata de encarar algún monstruo sagrado. A propósito, Trejo es también un monstruo (como lo sugiere la variedad de inserciones que practicó en distintas actividades, ya fuera el teatro como el cine y la televisión) y también es sagrado porque, en su escritura, se toma conciencia de que “la poesía corre siempre el riesgo de cometer incesto con la magia y la religión. Cuando la transgresión se suma, se convierte entonces en una poesía esotérica, un rito de iniciación en el cual las palabras son a la vez velo y vestíbulo de una verdad que está más allá, en otra parte que no conocen las palabras”, escribe en El combate verbal. “El acto de crear, el momento mismo de la creación es, en estos casos, la experiencia más cercana a la mística, que es, por definición, no verbal. Puede argumentarse que una poesía que solicita el conocimiento de claves ocultas o de guiños culturales es hermética. Para que la ostra vuelva a abrirse y permita la esperanza de una perla es necesario, entonces, creer. Creer en la experiencia literaria”.
4 A Trejo, qué duda cabe, le gusta jugar con el tramado de una mitología personal. Es que tiene, como pocos, con qué. Su biografía puede empezar en 1926 con su nacimiento en Tierra del Fuego, Comodoro Rivadavia o La Plata. También se le atribuye un nacimiento en Temuco, Chile. En una entrevista contó hace poco que un tío suyo estaba preso en un penal patagónico. Y que su historia familiar bien puede empezar ahí. Pero como sucede con toda leyenda, hay una zona de imprecisión cuyo atractivo corre también por cuenta de quien lo lee, o lo escucha. En 1946 publica su primer poemario: Celdas de la sangre. En ese año, con Alberto Vanasco (con quien escribiría “No hay piedad para Hamlet”) montaba unos happenings callejeros: exhibiciones de pintura y escultura con lecturas de poemas. Todo duraba minutos. Y pasaba en el centro de Buenos Aires. Esto, subrayemos, antes del Di Tella. En 1948 se une a Tomás Maldonado y Edgar Bailey en el Grupo de Arte Concreto-Invención. En 1950 se lo encuentra con Bailey y Raúl Gustavo Aguirre en la revista Poesía Buenos Aires. Con una beca del Museo de Arte de San Pablo viaja a Brasil en 1951, donde estudia diseño. Regresa un año después y funda la revista Cinedrama. Entre 1952 y 1953 es secretario de redacción de Letra y Línea, la revista de Aldo Pellegrini, cuya redacción se reúne en la casa de Oliverio Girondo. Aquí se discuten traducciones de Aimé Cesaire y Dylan Thomas. En 1957, becado nuevamente, retorna a Brasil y toma contacto con los artistas del Museo de Arte Moderno y con el grupo de poesía concreta que integran Décima Pignatari y Haroldo de Campos. De esta época datan sus traducciones de Drummond de Andrade, Cabral de Melo Neto, Murilo Mendes y Vinicius de Moraes. Entre 1958 y 1960 realiza entrevistas para Canal 7 a la vez que escribe para Historias de jóvenes, el ciclo de David Stivel donde también colaboran Osvaldo Dragún, David Viñas y Dalmiro Sáenz. Desde 1960 hasta 1962 alterna Madrid, Roma y París. Hace crítica literaria, con Mario Vargas Llosa, para la Radio Televisión Francesa. Entre 1963 y 1964 está en Cuba escribiendo un documental sobre Wilfredo Lam. En 1964 recibe por El uso de la palabra el premio de poesía Casa de las Américas con un jurado presidido por Blas de Otero. Un año después se instala en Roma escribiendo para Bernardo Bertolucci Kill me future, un largo de ciencia ficción política que no alcanza a filmarse. “Prima della rivoluzione bisogna distruggere/ per non farsene dopo una preocupazione // E dopo? / Certe malinconie/ certe riflessioni verbali // Oh Europa/ mondo antico/ come sei pintoresca”, le escribirá a Bertolucci. Más tarde se interpreta a sí mismo en La vía del petróleo, un documental que, restaurado, se presentará en el festival de Venecia de 2007. En 1967 vuelve al país invitado por el Instituto Di Tella donde escribe y dirige, a partir de las enseñanzas del Living Theatre, Libertad y otras intoxicaciones, pieza adelantada en tratar la tortura, el aborto, el derecho a la diferencia. En 1968 escribe y dirige La reconstrucción de la Opera de Viena.
Incansable, como corresponsal free lance, 1971 lo encuentra en Medio Oriente: Egipto, Israel, Siria, El Líbano. En 1972, en Chile. Entre sus reporteados están Ernesto Guevara, Yasser Arafat, Salvador Allende, Abba Eban, Ben Gurión, dirigentes del MIR. Y en 1974 se exilia. “Acababan de matar a Ortega Peña y a un periodista amigo mío, Leopoldo Barraza”, cuenta en una entrevista. “Estábamos en casa de Martha Peluffo y hacíamos intercambio. Yo te doy coca, vos me das hachís. Y yo aportaba ácido lisérgico. Esa noche no aguanté más. Y me dije: Me voy, no aguanto más.
En esta resumida biografía de Trejo falta todavía acordarse de la relación entre poesía y música –como si no fueran una misma cosa–. Waldo de los Ríos y Astor Piazzolla les ponen música a sus poemas. De los Ríos a “La tristeza y el mar”. Piazzolla a “Los pájaros perdidos”, una elegía de la pérdida amorosa escrita en Villa Gesell, según él, mirando el mar una tarde. Este poema, el más popular, lo cantarán Amelita Baltar, Rosana Falasca, Milva, Susana Rinaldi, Julia Zenko, Lolita Torres y una innumerable cantidad de voces femeninas. Hay versiones griegas y japonesas. Más de cincuenta en el mundo. También Jeanne Lee y Enrico Rava graban sus Quotations Marks, poemas en inglés. Mientras su poesía aparece tanto en Barcelona como en Bombay, se junta en 1990 con Allen Ginsberg en Boulder, Colorado, y traducen a Nicanor Parra. En 2008 el Fondo Nacional de las Artes le publica una antología. También el año pasado la Fundación Argentina para la Poesía le entrega el Gran Premio de Honor. “Esta agitada vida/ me ladra como un perro”, ha escrito.
5 No obstante su trayectoria tan intensa como vertiginosa, más parecida a un raid que a un currículum en el que la poesía nunca parece ocupar el lugar central sino que corre, lateral, en una colectora por la ruta principal de los trabajos y los días, hasta no hace tanto Trejo era un nombre que operaba como contraseña entre iniciados. Lo que sucede con Trejo poeta lo explicó él mismo refiriéndose a sus preferencias en Juan L. Ortiz, mordido por la palabra: “Pero hay un exilio hacia adentro: el que comienza en la soledad que tiene el atrevimiento de asumirse y que, a veces, el olvido y la indiferencia de los otros perfecciona. Vamos al grano, daré nombres: Macedonio Fernández, Benito Lynch, Baldomero Fernández Moreno, Oliverio Girondo, Juan Carlos Paz, Jorge Enrique Ramponi, el chileno Juan Emar, los uruguayos Horacio Quiroga, Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti. A todos ellos les debemos algo; a algunos les debo, además de la amistad para el adolescente desconocedor y desconocido”.
En Opus yo, Trejo ya se anticipa a los gestos de apartheid crítico: “Yo tendré quién sabe cuándo y dónde/ soy un campeón que cada día lucha por el título/ yo escribo este poema/ yo ejecuto la poesía”. Con respecto al ninguneo, Trejo supo despacharse: “Estuve fuera del país no sé cuántos miles de años para que tengan pretextos. Pero creo que son un poco demasiado injustos conmigo. Por ignorancia. En primer lugar, no me han leído. Y tampoco han leído nada porque son muy ignorantes”. Trejo, siempre en movimiento, es una complicación para los críticos ya que se trata de un excepcional entre los poetas de su generación. Lejos de constituir una obra vasta, copiosa, reincidente en tics, su poesía trabaja por decantación y se concentra vital y expansiva en un único libro al cual, a lo largo de décadas, le fue sumando apenas algunos poemas. “No hay nada más honesto que la necesidad”, ha escrito. Porque la poesía, en Trejo, contesta una urgencia. Aunque sin apuro. Su palabra siempre está meditada.
Muchos poemas, la mayoría, están dedicados, y las dedicatorias, como las citas, refieren tanto afinidades como señas de identidad: Enrique Villegas, Paco Urondo, Juan Gelman, Umberto Eco, Alberto Cousté, Susana Constante, Marcelo Ravoni. Dedicatorias, cabe consignarlo, que fechan una generación. Y dentro de lo que esta generación ha producido, El uso de la palabra deviene rara avis: insular, Trejo parece consumirse en la espontaneidad, pero la persistencia en lo instantáneo es aquello que, justamente, destaca una manera de entender la pasión.
Agotado en ediciones anteriores, circulando a veces en fotocopias, de mano en mano, El uso de la palabra, editado en 1999 y reeditado en 2008, fue presentado por Noé Jitrik, su compañero de exploraciones del Grupo Zona de la Poesía Latinoamericana. Este año Trejo se sumó a Jitrik y Hugo Gola en el encuentro El Argentino de Literatura en Santa Fe. Más que de rescates y homenajes, quizá hay que considerar estas acciones como desagravios. Porque hasta acá Trejo pertenecía más a la leyenda que al cotilleo de actualidad de los suplementos literarios. Sin embargo, aún hoy, cuando uno lo menciona a Trejo no falta quien se asombra al enterarse de que está vivo. Quizá esta circunstancia, el aura de excéntrico (con respecto a todo canon) y de maldito, se deba a que su poesía tajea y su herida no cauteriza porque responde a una concepción de la belleza que se asume “tenebrosa, esta película transparente/ e infinita que une y separa la belleza del mal de la/ maldad de la belleza”. Nada más lejos de Trejo que la fingida inocencia rilkeana de mucho poeta contemporáneo suyo consagrado al verso de la melancolía rentable: “Toda palabra tiene precio”, dice terminante en “Ultimátum a un joven poeta”. Al leerlo, aunque a veces se escucha entre líneas una afinidad con César Fernández Moreno, Urondo y Gelman, se advierte en Trejo otra indagación. Una más solitaria.
6 Si bien Trejo no le hace asco a la poesía en el charco de la política, la considera con una tristeza. En “A un peronista” escribe: “Este hombre creyó porque lo necesitaba. / Creyó porque el país lo reclamaba. / Este hombre fue convocado por banderas y bombos/ y también fue a gritar sin que lo llamaran/ atravesando un diluvio (...) Volvió a atravesar el barro y la lluvia/ soportó días y noches sin dormir/ siempre bajo la lluvia para decirle adiós a Evita y al Viejo. // Este hombre tiene derecho a estar equivocado. / Este hombre tiene todos los deberes de quien se ha equivocado”. Y después, ahí está, la muerte: “Pasan ilusiones/ Pasan los recuerdos/ Amigos que fueron/ Derechos e izquierdos (...) Los hijos y hermanos/ Ya no están se fueron/ Y los cumpleaños/ Desaparecieron”, escribe en “Los abuelos huérfanos”. Porque también se trata de “convivir con los muertos”: “Hablamos de nosotros como de otra película. / Hemos aprendido a convivir con los muertos”. Una de sus lecciones de entonces, aún vigente: “De dos peligros debe cuidarse el hombre nuevo:/ de la derecha cuando es diestra/ de la izquierda cuando es siniestra”.
7 Lo que cuenta en Trejo es una escritura que responde, como pocas, a la urgencia y la voracidad de un destino “poético” llevado a fondo: “Escribo al dictado. / No me disculpo. / Hay poco tiempo”. Así Trejo atiende una necesidad salvaje de búsqueda: “La mejor manera de esperar es ir al encuentro”, anotó. Más que una “perla” poética (que lo es), esta frase resume una estrategia de vida, una consigna. De serle fiel, no de otra cuestión, nos habla su poesía.
8 El pianista Wynton Kelly intentó describir algunos aspectos de su relación con Miles Davis: “Es un gran tipo. Si lo conocieras, es único. Es más un acompañante que un líder. Y siempre está creando, toca fuera de los acordes y la sección rítmica y yo salimos a buscarlo. Cuando se lanza a fondo podés sentirlo en todo el escenario y a veces levanto la mirada y le veo esa sonrisita en la cara y me doy cuenta”. De Trejo estoy hablando.