martes, 25 de noviembre de 2008

La espera interminable
Obra maestra del escritor italiano Dino Buzzati, acaba de llegar a la Argentina una nueva edición de "El desierto de los tártaros". Aquí, el español Javier Cercas analiza la novela entre Kafka y Conrad, y el chileno Alejandro Zambra, sus relatos.
Por: Javier Cercas



BUZZATI Es considerado uno de los grandes autores del Siglo XX.


Al principio de El corazón de las tinieblas, Marlow declara: "Tengo la sensación de estaros contando un sueño, pero inútilmente, porque ningún relato de un sueño puede transmitir la sensación del sueño, esa mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica, esa sensación de ser capturado por lo increíble que constituye la esencia de los sueños". Pese a estas palabras, Joseph Conrad tal vez nunca estuvo tan cerca de conseguir un relato onírico como en El corazón de las tinieblas; en otras ocasiones –como en Los duelistas–, Conrad también parece a punto de apresar esa mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica, pero en el último momento la deja escapar, como si en realidad no quisiera capturarla o estuviera como Marlow convencido de que no es posible capturarla. Esta frustrada propensión de Conrad no es del todo infrecuente en su época, se la puede reconocer en algunos narradores del cambio del siglo pasado, quienes, según observó Borges de Chesterton, parecen estar defendiéndose de ser Franz Kafka. Por el contrario, una de las ambiciones más tenaces y publicitadas de la novela del siglo XX consistió en narrar historias regidas por la lógica de los sueños; no sé si como contrapeso natural –aunque puedo imaginar que con la natural pesadumbre de Conrad–, una de las más tenaces y publicitadas ambiciones de la novela del siglo XX consistió en narrar historias de las que hubiera sido extirpado cualquier recuerdo de la épica. En El desierto de los tártaros, como en algunos de sus cuentos, Dino Buzzati propone un relato dotado de la textura exacta del sueño y del olvidado pero inconfundible sabor de la épica; ese matrimonio insólito entre dos contrapuestas ambiciones de la novela del siglo XX constituye el rasgo más singular del libro, y también el ingrediente contradictorio que la impregna de su encanto irresistible.
El desierto de los tártaros se publicó en 1940. Por entonces Buzzati contaba treinta y cuatro años y había publicado ya dos novelas, pero el éxito inmediato de ésta supuso su consagración y el inicio verdadero de una prolífica trayectoria pública en la que siempre contó con la fidelidad de los lectores y con la reticencia de un establishment literario. Me dicen que la reticencia de la clase intelectual (o al menos de la clase intelectual italiana) se ha disuelto; me dicen que, después de años de purgatorio tras su muerte, acaecida en 1972, Buzzati vuelve a ser leído y apreciado en su país; me dicen que, de todas las obras de Buzzati, El desierto de los tártaros sigue siendo la que atrae más y mejores lectores, aunque no pase de ser considerada como un clásico menor.
El desierto de los tártaros narra una epopeya secreta. Recién nombrado oficial, Giovanni Drogo es destinado a la Fortaleza Bastiani, una remota posición militar situada en las fronteras del reino, más allá de la cual se extiende sólo un desierto árido y pedregoso, inquietado desde siempre por la amenaza siempre postergada de los tártaros; la Fortaleza es un desabrido laberinto de muros amarillos enclavado en medio de un paisaje forajido y abrumado por un clima inhóspito, un lugar con "un aire vago de castigo y de exilio" poblado por hombres ajenos y absurdos que parecen inmovilizados en un tiempo sin tiempo, siempre a la espera de unos tártaros que, como los bárbaros del poema de Cavafis, quizá no existan o sólo sean una invención enfermiza nacida de la irreprimible necesidad de dar sentido a su vida que aqueja a los hombres. Drogo no ha solicitado ese destino, no sabe por qué se le ha asignado ese destino, no sabe durante cuánto tiempo deberá permanecer en él y, aunque al principio trata de regresar a los placeres y seguridades de la ciudad, o al menos de que le envíen a un lugar menos ingrato, finalmente el hechizo del desierto se apodera de él y sucumbe a la enfermedad común de la espera. Sediento de gloria y de batallas, aferrado a la certidumbre ilusoria del destino heroico que le aguarda y que habrá de resarcirlo de su vida malograda en aquel lugar en que ha enterrado las alegrías y dulzuras de la juventud, Drogo espera en vano y hasta el último momento y contra toda esperanza la llegada de los tártaros, contemplando cómo la Fortaleza se convierte con el tiempo en un bastión ruinoso y él en un viejo sin redención al que se le ha ido la vida en una espera inútil.
Al final de El corazón de las tinieblas Marlow siente que "la vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano"; al final de El desierto de los tártaros, Drogo siente que toda su vida se ha reducido "a una especie de broma": "Por obra de una orgullosa apuesta todo estaba perdido". Ambas frases definen con exactitud la trama moral de la novela de Buzzati. La coincidencia es llamativa, pero no sorprendente, porque hay una escondida afinidad entre la imaginación y el temperamento de Conrad y el de Buzzati (si esa afinidad está en parte escondida se debe, quizá, a que Conrad se defendió a su modo de ser Buzzati o de ingresar en un terreno en el que Buzzati se movió sin temor); más visible es la afinidad que une a Buzzati con Kafka, y a nada conviene mejor que a la obra de Kafka esa visión de la vida como una bufonada trágica. Lo sé: a diferencia de lo que ocurre con Conrad, unir el nombre de Buzzati al de Kafka es un lugar común sobre el que el propio Buzzati ironizó. "Desde que empecé a escribir, Kafka ha sido mi cruz", escribió. "No he publicado cuento, novela o comedia donde alguien no reconociese semejanzas, derivaciones, imitaciones o plagios directos del escritor. Algunos críticos denunciaban culpables analogías incluso cuando enviaba un telegrama". Pero que aludir a la semejanza entre Kafka y Buzzati sea un tópico no significa que esa semejanza no sea verdad, aunque no sea una verdad culpable sino gozosa: del estilo de Buzzati, transparente y alérgico a cualquier vanidad ornamental, podría decirse lo mismo que Hannah Arendt dijo del de Kafka ("en esta prosa la falta de amaneramiento está llevada casi al extremo de la ausencia de estilo", porque lo único que Kafka persigue es "la verdad misma" y "todo estilo distrae de la verdad por su propio atractivo"); igualmente, de la imaginación de Buzzati podría decirse que es pariente próxima de la de Kafka. De hecho, el planteamiento de El desierto de los tártaros es rigurosamente kafkiano. Kafka descubre que la espera es la condición esencial del ser humano, y por eso muchos de los relatos de Kafka no son, como El desierto de los tártaros, sino la historia de un infinito aplazamiento: el protagonista de Ante la ley se pasa la vida esperando franquear una puerta que sólo está destinada a él, y que sin embargo nunca consigue franquear; el K. de El proceso nunca llega a ser procesado, ni siquiera a averiguar de qué se le acusa. Lo anterior salta a la vista, así que imagino que se habrá dicho muchas veces; no sé si se habrá observado tan a menudo que, pese a la similitud de sus imaginaciones, los temperamentos de Kafka y de Buzzati eran en cierto sentido opuestos, y que es precisamente esa oposición la que define la obra de Buzzati. No hay mejor forma de advertir tal disparidad que comparar el final de El proceso y el final de El desierto de los tártaros. Al final de El proceso dos hombres con levita y sombrero de copa, pálidos y corteses, van a buscar a su casa al protagonista. K. ignora quiénes son, pero –exhausto después de pasarse días tratando en vano de averiguar cuál es el delito del que se le acusa– los sigue sin protestar. Los dos hombres lo llevan a una cantera y allí le clavan un cuchillo en el corazón, y antes de morir K. ve cómo aquellos dos hombres, mejilla contra mejilla, le miran morir y piensa, "como si la vergüenza debiera sobrevivirlo", que está muriendo como un perro. El final de la novela de Buzzati es el reverso exacto de éste. Porque al final los tártaros llegan, pero la enfermedad, la vejez y la perfidia de un compañero de armas le impiden a Drogo satisfacer su sueño postergado de enfrentarse a ellos mientras contempla impotente cómo "los otros, que allá en la ciudad habían llevado una vida fácil y alegre", ahora llegan a la Fortaleza, "con superiores sonrisas de desprecio, para acumular su botín de gloria". Lejos del combate y de la gloria, solo y anónimo en la habitación en penumbra de una posada, Drogo siente que se acerca el fin, y comprende que ésa es la verdadera batalla, la que siempre había estado aguardando sin saberlo, "una batalla mucho más dura que la que esperaba antaño", una batalla "que podía compensar toda una vida"; entonces Drogo se incorpora un poco y se arregla un poco la guerrera, para recibir a la muerte como un hombre valiente. No hay muerte más abyecta que la de K., que muere sin saber por qué muere, observado impúdicamente por sus verdugos; no hay muerte más noble y más limpia que la de Drogo, que muere comprendiendo y asumiendo su destino, y muere a solas. El universo de Kafka es un universo sin esperanza: imposible resistirse al horror de ver en la muerte pública y atroz de K. un emblema o un espejo o una prefiguración de nuestra propia muerte; el universo de Buzzati es, en cambio, un universo esperanzado: imposible resistirse a la ilusión de que la muerte secreta y nobilísima de Drogo sea un emblema o un espejo o una prefiguración de nuestra propia muerte. Aunque seamos incapaces de concebir una vergüenza que nos sobreviva, íntimamente sabemos que Kafka dice la verdad, pero hay algo en nosotros –algo muy parecido al "temblor de rebelión agónica" del que hablaba Marlow– que se resiste a imaginar un mundo sin Buzzati.
Borges escribió que, cuando muchos nombres ilustres de nuestro tiempo hayan ingresado en el olvido, el de Buzzati permanecerá, porque su obra es perdurable. Me resisto a aceptar que los lectores de este libro no lleguen a la misma conclusión.
(c) Babelia y Clarín


Buzzati Básico
Belluno, 1906 - Milan, 1972
Escritor
Es un uno de los grandes autores europeos del siglo XX. Según Jorge Luis Borges, uno de sus contemporáneos, Buzzati era imprescindible. Fue periodista, escenógrafo y pintor, y luego se entregó a la literatura fantástica. En español se consiguen "El secreto del Bosque Viejo", "Un amor", "La famosa invasión de Sicilia por los osos", "El gran retrato", entre otros.
Las tres apariciones de Bolaño

En este ensayo exclusivo, el escritor Andrés Neuman recuerda la figura de Roberto Bolaño mediante anécdotas personales y un lúcido análisis de su obra. El legado del chileno será debatido, hoy y mañana, en el Festival de Literatura de Buenos Aires.

Por: Andrés Neuman



ROBERTO BOLAÑO. Para Neuman era un colosal escritor y un hombre tremendamente contradictorio.







En Sevilla, 2003. De izquierda a derecha, los escritores latinoamericanos: Rodrigo Fresán, Bolaño, Mario Mendoza y Jorge Franco, Edmundo Paz Soldán, Fernando Iwasaki, Gonzalo Garcés, Iván Thays, Santiago Gamboa, Cristina Rivero Garza, Jorge Volpi e Ignacio Padilla.

Me hubiera gustado preguntarle más cosas, de ex virgen a ex virgen."
(Los detectives salvajes)

1. Casa

Hace poco se cumplieron (y parece que fue ayer o hace siglos) cinco años de la desaparición de Roberto Bolaño. Me pregunto si el eufemismo de la desaparición es oportuno para hablar de alguien que supo metaforizar las atrocidades de las dictaduras latinoamericanas o los crímenes de Ciudad Juárez. La sensación, sin embargo, es la de que Bolaño ha desaparecido. Se fue joven, en la cumbre de sus facultades. Casi nadie conocía el alcance de su enfermedad. Y su presencia hoy, tanto en la biblioteca de sus lectores como en la memoria de sus amigos, sigue siendo tan intensa que parece que estuviésemos esperando a que volviera. A Bolaño le divertía la idea de esfumarse, de dar plantones en los momentos más inesperados. Su obra está llena de fugitivos que persiguen la huida misma. Beno von Archimboldi es un espectro literario, una ausencia rastreada durante un millar de páginas. Antes de vagar por el mundo, Belano y Lima pasan su juventud mexicana desapareciendo una y otra vez del DF. Los real visceralistas son prófugos hasta de su propia obra.

Una vez Bolaño me telefoneó desde su casa en Blanes, me pidió que buscara El País y le leyese una noticia sobre la Feria del Libro de Buenos Aires. Hice lo que me pedía y me encontré con una foto enorme de su cara. El texto anunciaba la presencia de Bolaño en la Argentina para ese mismo día. "¿Ves?", dijo Bolaño ahuecando la ronquera, "¿ves?, ahora estoy aquí y no estoy allá, ahora no estoy aquí y estoy allá, ahora no estoy aquí ni tampoco allá, esto es una grabación, me largo, este mensaje se autodestruirá en cinco segundos, cuatro, tres, dos, uno..." Y la comunicación se cortó. Al recordar esta anécdota, que parece inventada y no lo es, aunque merecería serlo, me vienen a la cabeza las conversaciones interrumpidas que mantienen X y B, los protagonistas del cuento Llamadas telefónicas.

El furor por Bolaño tiene varios motivos. El primero es elemental, aunque conviene subrayarlo: su inmenso talento y su evidente originalidad, capaz de añadirle vísceras y sexo a Borges, músculo narrativo a Nicanor Parra, intimidad lírica a Rodolfo Wilcock. Partiendo de este don incontestable, otros factores contribuyeron a llamar la atención sobre su grandeza. Uno de ellos era la falta de referentes unánimes en la literatura latinoamericana de los últimos años: pasado y casi enterrado el boom de los 60 y 70 (que por supuesto estuvo sembrado de escritores magistrales), evaporadas las vacilaciones de los 80, se respiraba un monótono aire de trono vacío. Bolaño ocupó ese vacío con todo merecimiento. Otro factor es el generacional: nuestro autor poetizó como nadie la trayectoria de rebeldía, búsqueda y desilusión de los jóvenes cuyas infancias y adolescencias transcurrieron entre la revolución cubana y el mayo francés. Queda un tercer factor de orden cultural: la tradición literaria latinoamericana tal como se entendía desde el boom, o sea como una identidad concreta y declarada, necesitaba un broche de altura y a la vez un cambio de tema. Bolaño cumplió esa función inmejorablemente. Hablamos del último escritor que revolucionó la literatura latinoamericana del siglo xx. Esta posición empezó a intuirse con la novela Los detectives salvajes, que aparte de ser el libro más a menudo señalado como su obra maestra (yo quizá prefiera otras), compendia el mundo literario del autor: sus cuentos a caballo entre la intriga literaria y la desgracia íntima, su poesía descarnada que planta un tronco beat en el jardín del surrealismo francés, su forma lúdica y sarcástica de entender el ensayo.

Además de un colosal escritor, Bolaño fue un hombre tremendamente contradictorio, como toda la gente profunda. Era capaz de una ternura de niño o de crueldades hirientes, del entusiasmo más desinteresado o el desprecio más instintivo, de una absoluta libertad al escribir y a la vez de una inconfesada preocupación por los rumores del gremio. En lo personal, a mí me tocó la suerte de conocer lo bueno, lo conmovedor, lo generoso. Apenas lo traté durante tres años. Sin embargo, o por eso, demoro cada momento que me deparó esa amistad como quien repasa un manuscrito incompleto. Me acuerdo de su devoción incondicional por cualquier página de Borges, incluyendo sus peores poemas de senectud, que era capaz de defender como un espadachín que salva el honor de su abuelo. Me acuerdo de su aversión hacia el soneto, estrofa que según él afirmaba, salvo Vallejo o Rilke, no dio ni media docena de poemas decentes en todo el siglo XX. Lo cual es raro, si tenemos en cuenta que Borges escribió sonetos a raudales, y que muchos de los poemas que se citan en los libros de Bolaño son poemas rimados y con métrica, a veces sonetos, como el que figura al principio de Los detectives salvajes. Me acuerdo de una larga partida de ajedrez en su casa, y del estridente rock-protesta de Alex Lora que sonaba de fondo y que Bolaño se encargaba de aullar al unísono: "¡Pero quién le dio el poder para decidir/ el destino de los mexicanos...!" Y me acuerdo sobre todo del estudio que tenía frente a su casa: aquella guarida mohosa, llena de cajas y desprovista de muebles que Bolaño jamás remodeló, la misma en la que urdió sus grandes páginas, y en cuyas demacradas paredes iba pinchando papelitos y recortes de periódico, detrás de una aparatosa computadora 486 que ya por entonces resultaba jurásica.

Bolaño seguía un horario de vampiro: se acostaba al amanecer, se levantaba para comer y se atrincheraba en su estudio por las noches. Las madrugadas en vela le proporcionaban un desfase con el mundo, esa consciencia desincronizada de los noctámbulos que se describe en el cuento Sensini: "lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad". Este pasaje me transporta a la única noche que pasé en el estudio de Bolaño, tumbado en un catre incomodísimo. Como debía alcanzar el primer tren hacia Barcelona, me llevé un susto cuando, al acostarme, descubrí que en aquel lugar no había despertador. Aunque hoy parezca raro, yo tampoco tenía teléfono móvil. Bolaño acababa de marcharse, y la posibilidad de cruzar a su casa, tocar el timbre y sobresaltar a su familia a las cinco de la mañana me pareció inaceptable. Decidí concentrarme en mi reloj de pulsera y prometerme que abriría los ojos a la hora indicada, experimento mental que jamás me había funcionado. Para mi sorpresa, al despertar miré el reloj y comprobé que acababa de amanecer. Me levanté y salí a la cafetería donde había quedado con Carolina, la esposa de Bolaño, para desayunar. Me extrañó que ella tardase en llegar, porque madrugaba a diario. Cuando al fin la vi entrar, fue Carolina la sorprendida: "faltan veinte minutos", me saludó, "¿qué haces aquí tan temprano?" Al ver mi cara de pasmo, ella se echó a reír y me recordó que esa misma madrugada los relojes se habían atrasado una hora para ajustarse al horario de invierno. Lo cual quiere decir dos cosas: que esa noche tuvo lugar el tercer domingo de un mes de octubre, y que apenas pegué ojo en el estudio insomne de Bolaño.

Retengo, me retienen, anécdotas personales e imágenes que iluminan su obra. El vuelo vil de los halcones por los claustros, el sótano infernal de Nocturno de Chile. El viaje en automóvil a través de la noche, el diálogo siniestro de los detectives en Llamadas telefónicas. La escritura del aeroplano en el cielo, tan bella como atroz, en Estrella distante. La detestable poeta argentina con la que se inicia La literatura nazi en América, la habitación de Poe que ella se afana en reproducir. El hospital oblicuo y enfermante de Monsieur Pain, su sala de cine en blanco y negro. La apoteosis vacía, la llegada al desierto en Los detectives salvajes. ¿A qué desierto irán los escritores que se marchan dejando una novela inconclusa? ¿Cuánto le faltaba a Bolaño para rematar 2666? Cierto día, por teléfono, me habló de un novelón de mil páginas que llevaba tiempo escribiendo. Una novela, explicó angustiado, "tan larga como Las mil y una noches". Le sugerí que la dejara en 1001 páginas, cosa que por supuesto no hizo. En un momento de la conversación, Bolaño dijo que quizás abandonaría esa novela. Desconociendo su estado de salud, le pregunté por qué. Su respuesta exacta fue: "Porque no soy Tolstói".

2. Hospital

En las últimas temporadas, a excepción del abrumador edificio multitentacular de 2666 (que se convirtió en libro de culto antes de ser leído e incluso antes de ser publicado), nuestra sed de Bolaño se ha venido saciando con desiguales volúmenes póstumos. El primero fue El gaucho insufrible, un compendio de relatos y conferencias. Aunque no resista una comparación con Llamadas telefónicas o Putas asesinas, El gaucho contiene dos o tres textos de la más alta gracia literaria. Especialmente impresionante es el titulado "Literatura + enfermedad = enfermedad", lección de cómo entreverar una conferencia improvisada, un relato autobiográfico y un comentario de texto. Esas veinte sobrecogedoras páginas hablan de la escritura como una conversación con la muerte, como una lucha desde el centro del malestar. Bolaño vivió durante bastantes años como un moribundo que se despedía. También escribió así: con la furia de las últimas oportunidades, con la melancolía vitalista de los enfermos graves. Pienso que eso es lo que habría que hacer: escribir siempre como moribundos. Como moribundos sanos. "Literatura + enfermedad", texto legible como un testamento, jocosa y seriamente dedicado a su hepatólogo, traza un alucinado recorrido por la poesía francesa, la literatura de viajes, las ganas de follar (palabra que le encantaba) y las consultas médicas. La conclusión es que la escritura, incluida la maldita, no enferma a nadie, sino que más bien vive en nuestras enfermedades: es síntoma y fruto de nuestro afán por sobrevivir. En un tono cargado de verdad, de risa con eco (como salida del pasillo de un hospital), ese texto formula la salvación poética de "volver a empezar, aun a sabiendas de que el viaje y los viajeros están condenados". Quizá gracias a eso Bolaño consiguió terminar a duras penas el borrador de su última novela, cuyo título apunta a un futuro inalcanzable.

El segundo de los libros póstumos, Entre paréntesis, recopila los discursos, artículos, reseñas y textos de circunstancias que Bolaño escribió en sus últimos cinco años. Y nuevamente aquí, entre teorías estéticas y fobias personales que llegan a confundirse, muy por encima de la contingencia de algunos textos, se eleva la inteligencia rebelde, caprichosa y sagaz de su autor. Además de interesantes lecturas de autores españoles y latinoamericanos contemporáneos, Entre paréntesis contiene piezas reveladoras sobre Chile y su literatura, las consecuencias íntimas del exilio, los regresos y los desencuentros. Mi pieza favorita es "Fragmentos de un regreso al país natal", serie que narra el primer viaje a Chile tras su largo exilio. Bolaño volaba con su hijo Lautaro y su esposa, ambos españoles y ambos dormidos con absoluta placidez, mientras él no era capaz de descansar en todo el vuelo. Su condición de chileno, ironiza Bolaño, lo obligaba a permanecer despierto para "sostener mentalmente las alas del avión". Esa es la diferencia existencial entre europeos y latinoamericanos: unos confían en llegar a buen puerto, los otros no pueden evitar temerse lo peor. El volumen se cierra con una entrevista publicada en Playboy poco antes de su muerte. En un ping-pong hipnótico, y yo diría que conscientemente, Bolaño se autorretrata por última vez. Cada respuesta es un aforismo cargado de lucidez: ¿Con quién le gustaría encontrarse en el más allá? "No creo en el más allá. Si existiera, qué sorpresa. Me matricularía en algún curso de Pascal". ¿Qué cosas lo hacen reír a mandíbula batiente? "Las desgracias propias y ajenas". ¿Qué cosas lo hacen llorar? "Lo mismo: las desgracias propias y ajenas". Declaración de principios en forma de diálogo, el personaje que nos deja esta entrevista con Mónica Maristain se parece bastante al hombre conmovido y sin afeitar que fue Roberto Bolaño. A la pregunta de qué cosas variaron en su carácter al enterarse de su enfermedad, él contesta: "Supe que no era inmortal, lo cual, a los treinta y ocho años, ya iba siendo hora de que lo supiera". Así era la sabiduría de Bolaño: ruda y a la vez exquisita, mezcla de maestro zen y viejo cowboy, de vagabundo y ajedrecista. Como leemos en el cuento Sensini: "si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria". En la escritura de Bolaño todo pasa por el filtro eléctrico de la memoria. Sólo que esa memoria no se limita al testimonio, sino que se comporta como una facultad visionaria. Donde Perec decía je me souviens, me acuerdo, Bolaño gime soñé que.

3. Desierto

Si tuviera que destacar uno de los múltiples dones de Bolaño, creo que elegiría la desesperación. Bolaño no narraba las historias: las necesitaba. Su escritura tiene una cualidad profundamente agónica y quizá por eso conmueve tanto, hable de crímenes o enciclopedias, de sexo o metonimias. Uno de sus aciertos consistió en saltar del infrarrealismo a la metaliteratura visceral, a una ficción emotiva sobre el hecho literario. Como se apunta en La literatura nazi en América, la novela contemporánea tiende a la falta de compasión, a la incapacidad "de comprender el dolor y por lo tanto de crear personajes". Bolaño desnuda de golpe la intimidad de sus personajes, mientras estos discurren sobre pormenores literarios. La metaliteratura de Bolaño es más bien una apariencia: su referente último no es la literatura misma sino una moral vital. Esa pulsión vital se echa en falta en la mayoría de autores metaliterarios. No es que vida y literatura sean realidades separadas: es que, precisamente por hallarse tan unidas, lo que uno le pide a la vida es que sea literaria, y a la literatura que sepa ser vital. En esa imbricación Bolaño era un maestro. Nada consta como dato en sus textos, todo está en estertor. El resumen de esta poética podríamos buscarlo en el relato Otro cuento ruso, donde un soldado sevillano sobrevive a la tortura gracias a la suerte de su lengua, que está siendo brutalmente retorcida con unas tenazas. Sangrando por la boca, el soldado intenta gritar coño, pero emite un sonido que sus torturadores confunden con kunst, que en alemán quiere decir arte. Así es como "la palabra coño, metamorfoseada en la palabra arte", le salva la vida.

Al principio de La universidad desconocida, recopilación póstuma de su poesía de juventud, leemos la frustración de Bolaño por los rechazos editoriales que hasta entonces había recibido. Los poemas de este tomo funcionan como una autoafirmación en el vacío. Si estoy solo en el desierto, parece profetizar Bolaño, entonces ese desierto es mío. Y así fue: se apropió de un espacio nuevo y gigantesco en el que no estaba nadie. Un siglo después de Virginia Woolf, Bolaño tuvo su desierto propio. Casi todos sus libros se fascinan ante imágenes desérticas (literales o metafóricas, claustrofóbicas o a la intemperie, paredes o paisajes), ante la epifanía del páramo que alguien contempla a solas como un Friedrich canalla: un desierto dentro de otro desierto.

El sentido del desierto en la obra de Bolaño fluctúa. A veces el desierto es contemplado como una forma de exilio, como ese lugar ajeno o vacío donde no se desea estar. Otras veces adopta el carácter ambiguo de un lugar de paso, de un misterio visitable. Y otras veces se sugiere que el desierto podría ser un hogar, el único posible para los desarraigados. Estas tres aproximaciones podrían nombrarse así: lamento del desierto, estudio del desierto y aceptación del desierto. En "Prosa del otoño en Gerona", del libro Tres, encontramos un trío consecutivo de textos que ilustra estas fases. Lamento del desierto: "El dinero que no tendré jamás y que por exclusión hace de mí un anacoreta, el personaje que de pronto empalidece en el desierto". Estudio del desierto: "La pantalla atravesada por franjas se abre y es tu ojo el que se abre alrededor de la franja. Todos los días el estudio del desierto se abre...". Y aceptación del desierto: "Aquello que se aparta puede ser llamado desierto, roca con apariencia de hombre, el pensador tectónico".

Algunos admiradores triviales prefieren imaginar a Bolaño tocado de un incontaminado ascetismo, recluido en el malditismo como si fuera un sacerdocio. En realidad fue un hombre atravesado de pasiones opuestas, ambiciones terrenales y paradojas de conciencia. Sin esa fuerza interior compleja, jamás habría sido el escritor desgarrado que fue. Resultaría ingenuo suponer que Bolaño jamás deseó tener éxito: lo que le sucedió es que, a determinada edad, como muchos de sus personajes, se hartó de esperarlo. Justo antes de obtenerlo a raudales. Bolaño siempre quiso ser reconocido. Y siguió persiguiendo esa meta incluso después de lograrla, como se advierte en la rencorosa (y quizá gratuita) diatriba final de El gaucho insufrible, sembrada de lugares comunes que garantizaban el aplauso complaciente del público supuestamente inconformista. La diferencia entre él y otros escritores no era la pureza, que puede ser un valor cobarde o hipócrita. Ni siquiera la valentía, que el propio autor sobreestimaba con cierto énfasis románticamente correcto. La diferencia fue su singular talento. Y su convicción inquebrantable de que, pase lo que pase, se realicen o no los sueños de grandeza, un escritor de sangre se educa escribiendo, vive escribiendo y se muere escribiendo. Contra viento y marea. Contra todo y contra todos. También contra sí mismo. Esa fue la radical universidad de Bolaño.

Hoy no sólo las universidades o la crítica aplauden su legado. Sino también los escritores más jóvenes, que lo admiran hasta la devoción y lo imitan hasta la equivocación. Bolaño tenía un principio (entre el romanticismo y la estrategia) que cumplía con sarcástico rigor: toda la complicidad para los jóvenes, ninguna piedad para los consagrados. Aunque alcanzase a asistir a los primeros fuegos de su consagración, esa consagración le llegó casi tarde, lo cual le permitía ponerse en el lugar del aspirante, del desconocido. Su literatura genera una corriente de adhesión fanática entre los lectores, que terminan buscando a Bolaño como sus personajes buscan a poetas raros. Claro que el ejemplo de un autor contestatario debería inocularnos tanto el virus bolañista como sus anticuerpos. "Todos los poetas, incluso los más vanguardistas", comenta Maples Arce en un fragmento de Los detectives salvajes refiriéndose a Belano y compañía, "necesitan un padre. Pero éstos eran huérfanos de vocación". Sospecho que, más que el gusto por las vanguardias o el mesianismo, la parte del realismo visceral que mi generación suscribiría tiene mucho que ver con esta afirmación.

Cuando un Bolaño joven y enfermo se lanzó a revisar desesperadamente los poemas de La universidad desconocida, no imaginaba el tiempo, los libros y los aplausos que por fortuna le quedaban. Si (como él temía) se hubiera ido entonces, quizás ahora no estaríamos hablando de él: fue sobre todo durante los siguientes años de supervivencia, en titánica carrera contra sí mismo, cuando un Bolaño inmensamente provisional le propinó a la eternidad media docena de obras maestras. Milagro terrenal que, aunque nos entristezca recordarlo, nos deja una lección conmovedora sobre el poder de lo efímero.


Bolaño Básico

Santiago, Chile, 1953 - Blanes, 2003.
Poeta y Escritor

Alguna vez en una entrevista, le preguntaron a Bolaño qué le debían sus novelas a la vida. "Todo", respondió. "No hay nada que no le deba todo a la vida". Considerado el último escritor latinoamericano, a los 15 años vivía en México, donde formó parte de un grupo de poetas llamados los Infrarrealistas. En el 73 regresó a su país y se exilió en España después del golpe militar. Su novela "Los detectives salvajes" (1999) obtuvo el premio Herralde y el Rómulo Gallegos.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Las arenas del tiempo


Alfonsina Storni supo construir su imagen de poeta y artista entre la maestra normal y la mujer moderna. El pasado 25 de octubre se cumplieron 70 años de su mítica muerte ingresando en el mar, mientras desde entonces su poesía no ha cesado de difundirse y de convertirse en lengua popular. En esta entrevista realizada en 2002, su hijo Alejandro Alfonso Storni, nacido en 1912, realizó un jugoso contrapunto entre la vida de la escritora y la suya propia, dedicada en gran parte a preservar la memoria de su madre.


Por Maria Moreno


Copi decía que Coco Chanel había inventado la mujer moderna. Un chovinismo de aniversario permite refutarlo: a la mujer moderna la inventó Alfonsina Storni. Setenta años después de su muerte, su vida y obra, al alcance en cualquier kiosco y que un Borges torpísimo y clasista consideró propia de una “comadrita”, sigue apostando a la vanguardia sin que ella abandone, desde las fotografías, su sombrerito de budinera y su pundonor de normalista. El decó de sus versos que refriegan la soberanía lúcida de la mujer sola, sus agudezas de periodista que opina de mal talante que el feminismo es la carrera de las fracasadas, su cualidad de bronce nacional con vista al mar han ocultado en parte las invenciones de su
vida cotidiana.

Alejandro Alfonso Storni, que no cesa de sobrevivirse para evocarla, dice que Alfonsina lo llamaba “hermano” –él a menudo la llama “Alfonsina”–, que ante las luminarias que la rodeaban solía presentarlo como a un príncipe. ¿Sostén narcisista para el hijo, entonces llamado natural, o estrategia para desacralizar a la “runfla” intelectual y no empujar a la repetición del propio destino de célebre?


–Yo le podía decir cualquier cosa a Alfonsina. El único castigo ejemplar que me dio alguna vez fue dejarme sin fútbol.

¿Nunca recibió el histórico sopapo?


–Nunca. Se habrá enojado alguna vez pero si le decía la verdad se quedaba tranquila. Yo solía ir al bañado de Flores con los amigos y ante el solo hecho de que alguien de allí nos llamara “fifí” nos agarrábamos a las trompadas. Un día, uno de mi barra le pegó a uno del bañado y lo metió en una zanja. Casi se ahoga. Lo sacamos entre todos, así nos hicimos amigos.

Parece una escena de Adán Buenosayres.


–Creíamos que si íbamos a pelear éramos más hombres. Un día me pusieron una trompada y Alfonsina me empezó a curar. Yo no sabía qué decirle. Al final atiné a balbucear: “Me pegaron, mamá”. “¿Y con razón?” “No tenían razón, mamá, fui a pelear y perdí.” No me castigó.



LA PURA VERDAD

Como maestra normal Alfonsina era de respetar el escalafón y negarse a los privilegios. Es decir, Alfonsina fingía no saber que era Alfonsina en nombre de la joven de medias rotas que había sido y de ese socialismo sin libreta que la llevó a apoyar el proyecto del senador socialista Enrique del Valle Iberlucea en pro de las madres solteras.


–Con Alfonsina almorzábamos casi siempre juntos. ¿Cómo sabía cuándo le pasaba algo? Por ósmosis. Yo respetaba sus silencios pero un día la vi tan “baja” que le pregunté si le pasaba algo. Me dijo que no. Insistí y al final me contó. “Estuve con el señor presidente de la Nación”... (no con Carlitos ni con Marcelo ¡con el señor presidente de la nación!) “Me ofreció ser inspectora de escuelas y yo me negué.” “¿Cómo que te negaste?” “El de maestra normal rural es todo mi título, entonces no puedo ser inspectora.” Le agradeció sin decirle que no quería saltar escalafones, pero ése era el motivo. Entonces Alvear pidió a un funcionario que era amigo de Alfonsina: “Búsquele algo que no esté en un escalafón, porque Alfonsina es la persona que lee mejor en el país”. Entonces la nombraron “profesora de lectura artística”.

Era honesta...

–Y muy enérgica. Una vez mientras era jurado de un concurso literario le dijo al presidente: “Usted se ha vendido a la amistad, que es una manera de venderse porque el libro que he votado yo es muy superior al libro que han votado ustedes y el tiempo lo va a decir”. Y al otro jurado le dijo: “Con usted ni siquiera hablo porque se vende al mejor postor”. Alfonsina había votado El hombre que está solo y espera. El otro era un libro de un poeta francés, una composición hecha por un chico de quinto año. Entonces los que lo habían votado le dijeron a Alfonsina: “Usted lo tendría que conocer al autor”. Y entonces ella les contestó: “Yo no lo conozco, lo que hubiera sido necesario es que ustedes lo conocieran”.

Alfonsina, pedagógica a la manera clásica, prefería la implacable persuasión al imperativo.

Su hijo fue menos escritor que lector y más flânneur arrabalero que profesor: conoció los andurriales con Pichuco y Fiorentino y se hizo narrador de cuentos de una escuela que mezcla los parlamentos a la Pedrito Quartucci con el humor de la revista La Codorniz. “Usted que es periodista seguramente habrá visto a un perro morder a un hombre. Pero yo vi a un hombre morder a un perro. Fue un amigo mío en ocasión de ir de visita a lo de Horacio Quiroga en Vicente López. Tampoco habrá visto como yo chocar dos motos. ¿Sabe cómo se llamaban los conductores? Lofeo y Bello.”

Alejandro Storni no pudo evitar la amistad de segunda generación.


Usted era muy amigo de los hijos de Horacio Quiroga.

–Yo era como un hermano de Egle. Tenía un año y medio más que nosotros. Y con Darío solíamos ir un lugar que tenía circo. Había un bar al lado y todos los que tomaban café, que costaba 15 centavos, dejaban 20. Darío y yo queríamos independizarnos de Egle, entonces la idea era levantarnos los centavos, pero nunca pudimos. Porque una mirada de Egle nos petrificaba.
Una mirada como la del padre.


–Claro. Cuando en la mesa Horacio Quiroga quería agua, miraba la jarra y los hijos le servían. Un día –yo debía tener 13 años– estábamos comiendo y de pronto Quiroga me dijo: “Yo te pedí que me dieras agua”. “Perdone, yo no le escuché a usted.” Y entonces Quiroga me explicó cómo pedía él. “A mí eso no me va porque mi madre me pide por favor”, le contesté. Otro día me saludó: “¿Qué dice la lunática de Alfonsina?” Y yo le dije: “Y... dice que usted es loco”. Contestarle así a Quiroga era como morir. Amigos no podíamos ser. Una sola vez tuvo el derecho de haberme pegado unos cuantos cachetazos, pero no lo hizo. Nos habíamos escapado con Darío mientras Egle dormía. Al volver Darío me dijo: “Vos que sos más flaco, entrá mientras yo te agarro la pierna. Cuando toqués el suelo, avisá y te suelto”. Pero yo avisé cuando, en lugar del suelo, había tocado con el pie una estantería llena de estatuitas y armé un desastre. Quiroga se levantó en piyama. “Ahora me mata” pensé. Darío se había quedado afuera. No me hizo nada.

No eran amigos pero fue a verlo al hospital cuando enfermó.


–Y me recibió como yo esperaba: “Aquí estoy, vine a ver una exposición de flores”. Toda la conversación fue en ese tono. Pero yo lo vi muy decaído. Cuando mi madre me preguntó: “¿Cómo lo encontraste a Quiroga?”, le dije: “Mamá, si Quiroga es la persona que yo conocí, no creo que viva un día más”. Al día siguiente compró el cianuro y se mató. Fui la última persona que lo vio.


LAS ALFONSINISTAS


Una vez, Alejandro le dijo a su madre que la consideraba la mejor poeta de América y ella le contestó como si colaborara en la construcción de una anécdota taquillera para el mito: “¿Cómo decís eso? ¿No sabés que hay una señora que se llama Gabriela Mistral?”. Alejandro dijo que cómo no iba a conocerla si le había abierto la puerta de calle. Entonces, Alfonsina respondió: “Parece que no la conocés, no digas nunca más eso, porque a mí no me interesa estar en un ranking primera, ni segunda ni tercera. Yo escribo porque es un don, y sabés perfectamente cuál es mi pasión: la docencia”.

Desde los tiempos en que recitaba por 60 centavos en un teatro mientras deshojaba unas rosas con la mano –en eso de recitar haciendo diversas operaciones con flores la siguió la uruguaya Marosa de Giorgio–, Alfonsina era carismática. Cuando Alejandro la reemplazó en la materia castellano de un colegio nocturno, las “alfonsinistas” le hicieron la contra:


–Yo soy profesor de lenguas, que primero se decía “de lengua nacional”, después “castellano” pero que no era para Castilla sola sino para toda España, hasta que se llamó “español”. Ahora quedó “lengua”, que parece una entrada de restaurante. Al nocturno fui con el nombramiento, entonces la directora me designó en un grado y me dijo: “Mire, discúlpeme, yo tengo que retirarme un momento...” Al rato me fui hasta la dirección, porque siempre me gustó amenizar las cosas directamente: “Señorita directora, ¿no tiene un revólver usted?”. “Pero... ¿para qué necesita un revólver?” “Y, porque estoy tan solo que tengo miedo.” “¿Cómo? Si usted tiene 27 alumnas de su madre.” “Señorita, no tengo ninguna.” “Tiene razón, no hay ninguna; bueno, entonces váyase a su casa.” Me quedé. La cátedra era día por medio. Iba pero no venía nadie. Hasta que un día vino una alumna. “Vamos a ver la primera lección”, dije y seguí adelante. Al otro día vinieron tres, al final se llenó. ¿Sabe qué habían hecho? Me lo confesaron: huelga a mí, porque querían ser alumnas de Alfonsina.


OCTUBRE


En su poema final Voy a dormir, que Alfonsina envía a La Nación, hay una frase soberana: “Ah, un encargo,/ si él llama nuevamente por teléfono/ le dices que no insista, que he salido”. Pero Alejandro Storni, el testigo, terminará por sugerir que es un equívoco; “soy yo” dice dando por sentado el pacto autobiográfico en el poema y su propia identidad como quien parece querer interrumpir el repliegue último de Alfonsina. O bien ese “él” es un secreto que escapa a su testimonio.

–Mi madre se dio cuenta de que estaba enferma por el dolor que le causó en el pecho el golpe de una ola estando en Uruguay. Aquí los análisis dieron totalmente desfavorables. La operaron. Ella me tranquilizaba diciéndome que no era nada. Yo tenía 23 años. Le hicieron rayos, pero no había que hacérselos como a una persona común. (Lógicamente, quien escribe versos de esa categoría no puede ser una persona común.) Y la persona no era común, porque cuando la operó el doctor Arce, no la podían dormir, y después no la podían despertar. Era de una sensibilidad extrema. No quiso seguir con los rayos.


Alfonsina creía que el cáncer contagiaba.

–Y eso que el director del Instituto, que era amigo de ella, le había demostrado que el cáncer no se podía contagiar, tomando un tumor maligno con la mano y rompiéndolo.
¿Pero era una creencia común en la época?


–¿Una creencia del pueblo? Alfonsina estaba fuera de eso. Pero cuando uno está enfermo, m’hija, siempre piensa mal, pierde su razonamiento, lo pierde aun siendo una persona inteligente. Alfonsina se ponía alcohol antes de que yo la besara. Entonces yo le decía: “¡Pero, mamá! ¡Son disparates!”. “Bueno, por si acaso”, me contestaba. Ingenieros la mandó a Córdoba diciéndole: “Vaya ahí, que se va a curar de lo que cree usted o de lo que creo yo que tiene”.

¿Qué creía Ingenieros?


–Que era una neurastenia. Más que una neurastenia era el cansancio mental provocado por la vida agitada que hizo Alfonsina. Decir que era neurastenia era como pensar que si se escriben versos es porque se toma cocaína, si se es jockey se tiene que ser invertido. Por eso una vez dije en una conferencia “desgraciados los que quieren ser famosos”. Porque la fama lo único que trae es desazones, ¿me entiende?

¿Era católica Alfonsina o creyente en algún sentido?


–Alfonsina era una atea, muy rara porque nombra a Dios en muchos versos. Cuando fui creciendo, ella me dijo: “Yo no quiero que seas católico sino que conozcas todas las religiones y elijas la que vos quieras”. Entonces me fue explicando todas. Por eso digo que yo no tengo rabia a los judíos, ¿me entiende? En cambio les tengo rabia a los ingleses, pero no por las Malvinas sino porque mataron a todos los hermanos de Sandokán en las novelas de Salgari. ¿Sabe que Salgari murió ahorcado? Se suicidó porque fue estafado por los editores.

En aquel viaje a Mar del Plata, usted no acompañó a Alfonsina porque ella no quiso.


–Pero el 18 de octubre de 1938 yo la acompañé hasta la estación Constitución, donde ella embarcó para Mar del Plata. No quería que fuera porque me había dejado una serie de encargos por los que yo tenía que ser muy torpe para no darme cuenta de que no la iba a ver más: por ejemplo, órdenes para cobrar los sueldos de ella y unos versos publicados en La Nación el 16 de octubre. Pero yo no cobré ni su sueldo ni el mío.

Usted sospechaba.


–Imagínese qué se puede pensar de alguien que le deja una orden en octubre para cobrar plata en enero. Mi madre era una persona de mucho carácter. Lo que ella decía era lo que valía. No cabía decirle: “Pero si vos vas a estar de vuelta acá”. Yo sabía que no iba a estar de vuelta. Lloré toda la noche.

¿Usted pensaba que era difícil de disuadir?


–Nos conocíamos mucho, ¿me entiende? Alfonsina era amiga acérrima de la verdad. Uno con un halago no la podía conseguir a mi madre, pero con la verdad sí. La verdad para ella era una cosa definitiva, porque ya en enero, a meses de su muerte, ella me dijo que tenía un ganglio inflamado en la garganta y que podía ser que el cáncer se le reprodujera, “en cuyo caso –dijo– no vamos a hablar más de esto”. Y efectivamente no hablamos más hasta el mes de septiembre, en que volvió a enfermar.


HERENCIA


El escritor Emeterio Cerro bautizó Pierre al mocasín de Alfonsina supuestamente encontrado en un travesaño de la escollera de Mar del Plata pero eso es, amén de homenaje, mitología. Alejandro quiere ser preciso con los hechos.

–Me llamó a las 8 de la mañana una persona que debía saber ya, pero no me dijo nada, para contarme que Alfonsina estaba bien. Entonces me pasó una cosa terrible. La radio estaba prendida, y yo le dije a la muchacha, que estaba limpiando, que la bajara, pero me pareció que la seguía escuchando. Me llamó por teléfono una compañera de la facultad. Entonces, de lejos, escuché la noticia de la muerte de Alfonsina en el mar. Que la habían encontrado flotando entre las aguas. Y entonces, cuando se lo conté a la muchacha, me dice: “No puede ser, si yo apagué la radio”. Si ella no me mintió, yo lo imaginé todo. Abajo me estaba esperando un amigo con el auto para ir a Mar del Plata. Entonces me llamó Salvadora Medina Onrubia, la mujer de Natalio Botana, para decirme: “Mirá, Alejandro, no vayas a Mar del Plata para nada porque yo ya arreglé todo. La van a velar en Mar del Plata, después en Buenos Aires”. Después me vine a enterar de que quien pagó todo fue ella. Eran muy amigas aunque hayan tenido muchos encontronazos. Me acuerdo de uno: Salvadora era de izquierda, entonces un día vino a casa y le pidió a Alfonsina que firmara por la libertad de alguien que estaba en Devoto por haber dicho que el presidente de la república era un invertido. Alfonsina leyó la nota y dijo “no la voy a firmar”. “¿Cómo que no la vas a firmar?” preguntó Salvadora. “Esa es la vida privada de cada uno. Si es suficiente hombre para sostener lo que dijo, que se quede preso...” Entonces Salvadora se fue enojada. Una vez vino alguien a preguntarme sobre la sexualidad de un escritor a mí.


¿Y usted qué contestó?

–“No sé nada. Como yo nunca me acosté con él...” “Pero es que todo el mundo dice...” me contestó ese alguien. ¿A mí qué me interesa todo el mundo? Salvadora era muy amiga de Alfonsina y también mía porque Pitón, su hijo, tenía mi edad. Cuando él se suicidó ella se acercó mucho a mí. Siempre se estaba separando de Botana y cuando estaban separados, él le pasaba dinero. Un día Salvadora me llama por teléfono diciendo: “Alejandro, me tenés que acompañar al banco de préstamo, porque tengo que empeñar una ‘lata’ –era una joya que valía como para vivir un año–”. Ibamos en un taxi al banco. De repente Salvadora me dice: “Mi marido me pasa 10.000 pesos por mes, ¿vos creés que yo puedo vivir con 10.000 pesos?”. El chofer empezó a parar la oreja, y yo que ganaba 180 pesos en la escuela, le contesté: “Pero, che, ¿te quiere matar de hambre?”

En el poema Voy a dormir, ¿ese “él” que podría llamar por teléfono forma parte de un artificio poético?
–Soy yo. Por Alfonsina hice todo lo que pude, pero cuando murió, nueve años estuve sin publicar sus libros a pesar de pasar momentos muy difíciles. Nunca cobré los sueldos que Alfonsina me dijo ni el poema en La Nación.

¿Por qué?


–Porque yo no quería que mi nombre se usara. Porque un escritor que se mata vende más libros que un escritor que se muere de gripe y yo no quería lucrar porque siempre había vivido de mi sueldo, de mi trabajo. Cuando Alfonsina murió, Fernández Moreno, que era muy amigo de ella, pidió que le dieran el primer premio nacional post mortem, y se negaron, porque post mortem no se da, pero el gesto está presente para mí. Alfonsina era de un gran talento. Recuerdo un poema que le dedicó a Gabriela Mistral.

“Llegará un día en que la raza humana /Se habrá secado como planta vana, /Y el viejo sol en el espacio sea /Carbón inútil de apagada tea...” Yo soy de herencia salteada.


¿De herencia salteada?

–Porque soy más futbolero que escritor.


Mitos > A cien años del último golpe de Butch Cassidy en Bolivia
Una de cowboys en la Puna
Este mes se cumplieron cien años de la muerte de Butch Cassidy. Muerte de la que algunos dudan, aunque los historiadores sostienen que la eterna huida del líder de la Pandilla Salvaje, acompañado por su amigo Sundance Kid, se terminó en San Vicente, sur de Bolivia, después de un robo que salió mal. Radar visitó la zona donde Cassidy pasó sus últimos días y encontró a un juez que planea abrir un museo sobre los bandoleros con material de su extensa colección personal, tours de 300 dólares al cementerio donde se encuentra la supuesta tumba del dúo, ex alcaldes convencidos de que los ladrones escaparon y hasta oficiales de la policía de Tupiza que todavía se enorgullecen de la labor cumplida por sus antecesores.
Por Nicolás G. Recoaro

Butch Cassidy, imagen clásica.El juez Félix Chalar, fan de Cassidy y Kid, con su Winchester.Revólver y foto de la Pandilla Salvaje en la alcaldía de Tupiza.Acta judicial original con el cierre del caso en la justicia boliviana.

El tren serpentea por la ladera de una montaña en plena Puna. En el vagón popular, varias cholas se cubren las narices con sus mantillas para evitar el polvo seco que se cuela por las rendijas de las ventanillas. Las abarcas curtidas que cobijan los pies descalzos de los campesinos que viajan hacia Oruro se asoman entre las frazadas, mientras unas cacerolas y unos cajones con gallinas bailan en el pasillo. Hace ya tres horas que el convoy del Wara Wara del Sur avanza apunado y a los tirones ganándole terreno al altiplano boliviano. El sol cae detrás de los cerros y la bocina de la locomotora interrumpe el diálogo quechua-aymara-español que navega en el vagón. “Tupiza, señores. Llegamos a Tupiza, mamita. Cancelando sus pasajes con sencillo, por favor”, avisa el guarda mientras las primeras casas de adobe y la arboleda del valle le ganan la partida al polvo y se dibujan detrás de los vidrios manchados. “Ay... caballero, ese billetito no se lo puedo aceptar. ¿O acaso no ve cómo está este papel?”, dice el guarda antes de devolverlo. Deben ser las paradojas de seguirle el rastro a uno de los bandidos más legendarios del Far West. El guarda tiene razón, es un auténtico dólar marcado.
En la estación de Tupiza, las caseras ofrecen choclo con queso, lechón asado y hojas de coca. “Mi compadre no tiene trabajo hace años. Apenas la pensión que dio el Evo ayuda alguito. Cómpreme pues, caballero. Baratito le va a salir”, susurra una vendedora antes de recomendar el alojamiento donde trabaja su hija.
La región minera de Sud Chichas ya no vive sus épocas doradas de antaño. Aquellos tiempos en que el “metal del diablo” extirpado de las entrañas de la Puna hacía nadar en billetes a los “Barones del estaño” y atraía la sed de fortuna de aventureros, buscavidas y, sobre todo, de bandoleros. Así fue como a mediados de 1908, luego de un agitado periplo a mano armada que incluyó el arrabal porteño, los bosques patagónicos, varios cruces cordilleranos y ciudades de la costa chilena, llegaron a estos pagos los ahora legendarios Butch Cassidy y Sundance Kid. Cuentan que planeaban dar el último gran golpe de sus vidas. “Ahicito, mi amigo”, señala la vendedora, “hacia la entrada del andén. El hospedaje frente a la estación está. Y me le dice a m’hijita que me le haga descuentito más. A ver si lo ve gringo así y le cobra cualquier cosa. Aquí nadie es ratero, señor.”

Ruta de escape
Una descripción a vuelo de pájaro que debe haber notado Butch cuando comenzó a planear el último de sus golpes. El diseño urbanístico de Tupiza es tradicional: plaza principal flanqueada por la iglesia, la alcaldía y la escuela. En el extremo sur está el banco y en el norte, a media cuadra del parque, la comisaría. Un diariero me comenta que las dependencias no han cambiado mucho desde aquel tiempo. El banco pasó a ser la nueva alcaldía, pero todavía se conservan el interior y la bóveda en las mismas condiciones de antaño.
Sobre una de las calles laterales de la plaza, una cantina desentona con sus aires de lejano oeste norteamericano. “Pregunte por Cuqui, que es el dueño. Sabe mucho del Butch Cassidy”, sugiere el diariero. En la cantina de Cuqui no hay muchos cowboys bebiendo whisky. Unos turistas gringos apuran un licuado de banana mientras señalan un mapa de Bolivia que tienen abierto sobre su mesa. ¿Buscan un buen plan de escape con rutas seguras? Nada de eso, los gringos planean una excursión al cercano salar de Uyuni.
Cuentan que Butch Cassidy y Sundance Kid llegaron a Tupiza en agosto de 1908. Los meses anteriores los habían pasado arriando ganado y domando mulas en varios pueblos perdidos en la Puna boliviana, aunque las malas lenguas también les adjudican dos cronometrados atracos a trenes, sucedidos durante aquellos días. Los estudiosos de las andanzas de Butch cuentan que estaba cansado de la mala vida.
Soñaba con un retiro digno en las fértiles tierras de Santa Cruz de la Sierra, en el oriente boliviano. Pero aún faltaba solventar aquella jubilación anticipada. Butch visitaba con frecuencia la ciudad y tomaba apuntes sobre las rutinas del banco y las posibles rutas de escape. Pero el destino, mejor dicho el ejército boliviano, le jugó una mala pasada. Un destacamento de caballería del Regimiento Abaroa llegó a la ciudad por aquellos días. Maldita suerte, los militares se hospedaron en un hotel lindante al banco. Cansado de esperar la partida de los soldados, su mira apuntó a la fortuna de la Compañía Aramayo y Francke, propiedad de Carlos Aramayo, uno de los tres miembros de la santísima trinidad de los “Barones del estaño” –una suerte de sultanes petroleros de la actualidad, capaces de manejar el destino político y económico de todo el país–. Un soplón le avisó que para principios de noviembre, un empleado de la compañía minera iba a llevar una suculenta remesa de medio millón de dólares a través del desolado altiplano. El golpe parecía ser un juego de niños para un bandolero de la talla del legendario líder de la invencible Pandilla Salvaje. Un verdadero profesional con decenas de robos a bancos y trenes en todo el continente –desde Utah hasta la Patagonia–, pero también un fugitivo con mil dólares de recompensa por su cabeza y la agencia Pinkerton siguiéndole las pisadas. El retiro estaba cerca, y su leal Colt calibre 45, lista para salir de su letargo.

Spaghetti western
Cuqui es el apodo de Jorge Pereyra Ganam, “un tupiceño querendón” de su tierra, próspero empresario y ex alcalde de la ciudad. En el living de su casa, un programa futbolero de Fox Sports es la banda de sonido que acompaña a Cuqui mientras apura unos spaghetti con salsa de carne. “Creo que los tupiceños tenemos más de argentinos que de bolivianos. Y hay actas que avalan lo que digo. En 1810, cuando se da la revolución en Buenos Aires, Tupiza apoya ese movimiento. Estamos en las actas, creo que firmamos en cuarto lugar. Acá se peleó la famosa batalla de Suipacha y se llegó a la vida republicana más por influencia argentina, y no nos preguntaron a los tupiceños si queríamos anexarnos a Bolivia. Pero le voy a ser franco, soy un apasionado de los pueblos que habitaron estas tierras antes de la llegada de los españoles. La cultura chicha es la que nos puede ayudar a discernir mejor el futuro”, comenta Cuqui mientras acaricia a uno de sus perros de vigilancia.
Cuqui explica que hace varios años compró la residencia de la familia Aramayo y que la está refaccionando para abrir un lujoso spa, para que los turistas que visitan el salar de Uyuni puedan quedarse más días por sus pagos. “Muchos vienen por nuestros valles y el color de las montañas, pero también están los que llegan por lo de Butch Cassidy.” Cuqui recuerda que cuando era alcalde se le dio por investigar un poco la historia del atraco. “Agarraba mapas y trazaba líneas sobre posibles caminos de escape. Desde Tupiza hasta San Vicente, donde supuestamente murieron Cassidy y Kid, y la ruta llegaba hasta Iquique. Creo que querían salir a la costa y huir con la plata en barco. Hay dos hipótesis: murieron o escaparon.”
¿Y cuál le cierra más?
–Yo creo que escapan. Si no los pudieron agarrar en Norteamérica, ¿los van a agarrar acá? No me cierra. Igualmente, creo que es una historia apasionante y que puede funcionar como buena metáfora del cambio de época. La muerte de Cassidy y Kid representa el cierre de los tiempos de los grandes cuatreros. Ya nadie hace plata fácilmente y se extiende la sociedad industrial, donde todos ganan, pero trabajando.
El hijo de Cuqui invita a visitar las obras de remodelación en la ex mansión de Aramayo. El sol de la Puna no guarda piedad por los obreros que mezclan cemento en la obra. La casa es imponente, con detalles traídos de Europa y un sistema de calefacción y agua corriente del que seguramente más de la mitad de la población actual de Bolivia no tiene ni noticias. La sociedad industrial no ha sido tan bondadosa por estos pagos.

Ultimo momento
“Tupiza, Noviembre 5. Ayer, cuando regresaba de ésta para Quechisla, propiedad minera de los señores Aramayo, Francke y Compañía, el señor Carlos Peró, administrador de la empresa, que conducía 15.000 bolivianos para el pago de los empleados y demás gastos, fue asaltado entre Saló y Guadalupe, por dos individuos que, según se dice, deben ser norteamericanos o chilenos. Felizmente el señor Peró pudo escapar ileso.
Hay opiniones de que deben ser los norteamericanos que asaltaron el Banco de la Nación de Villa Mercedes (Argentina), que después se refugiaron en esta República, donde han llevado a cabo varios asaltos. El coronel Valdivieso mandó, inmediatamente de conocer el hecho, seis hombres, en persecución de los delincuentes.”(La Prensa, Buenos Aires, 7 de noviembre de 1908).

Mula plateada
En un almacén frente a la Fiscalía General de Tupiza venden LP legendarios de Raphael, Leonardo Favio, Dyango, Los Iracundos y Roberto Carlos. “Piensa que la alambrada sólo es / un trozo de metal, / algo que no puede detener / sus ansias de volar..”, canta Nino Bravo desde los parlantes del local, para matizar la espera del juez Chalar Miranda. “Dígame Félix, por favor. Porque si viene por lo de Butch Cassidy, acá tiene un amigo.”
Aparte de ser hombre de leyes, Félix es un auténtico coleccionista a pulmón. Hace décadas que viene juntando material periodístico, documentación oficial y objetos históricos para abrir un museo sobre las andanzas tupiceñas del líder de la Pandilla Salvaje. “Cuando yo era niño soñaba con ser cowboy. Pero la pasión por el Butch Cassidy me viene de cuando vi la película de Paul Newman y Robert Redford. Creo que fue en Potosí, en el año 1969. No lo podía creer, esos personajes mitológicos habían estado en Tupiza”, dice mientras desempolva un Winchester original que cuelga en las paredes del improvisado museo que erigió en el garaje de su casa. “En Tupiza no se tiene noción de lo importante que es tener presente esta historia. Sólo ven lo malicioso de Butch. Antes la gente del pueblo hablaba y me criticaba. ¿Cómo un juez iba a ser fanático de dos maleantes?, me decían. Pero ésta es mi pasión”, explica Félix mientras me convida un mate de coca para evitar el apunamiento que regalan Tupiza y sus 2900 metros sobre el nivel del mar. “El problema del robo fue que Butch Cassidy y el Sundance Kid no consiguieron el botín esperado. Peró sólo llevaba 13.500 bolivianos, que era una suma muy chica. Entonces le robaron una mula, que en esa época costaba como un Mercedes Benz de ahora. Aramayo no les perdonó el atrevimiento”, expone Félix y muestra algunos de los partes telegráficos de aquel entonces. “El telégrafo fue otro de los elementos que les jugaron en contra. Todas las dependencias policiales de la zona estaban al tanto del robo casi el mismo día. Y por último, la presencia del regimiento de caballería y los furiosos mineros que habían perdido su jornal no los iban a dejar escapar así porque sí.”
Félix invita a dar una vuelta en camioneta por los alrededores de Tupiza. En el estéreo hace sonar una ranchera algo deslucida, escrita por el famoso guitarrista tupizeño Luis Rico. “Cuentan los paisanos cuentos de vaqueros, / que vivían tirando tiros y llegaron hasta aquí / Buscaban aventura, / cuentan que en los Andes afilaban sus navajas / y en el tren desde Argentina / se les hizo la piel de gallina / cuando a Tupiza llegaron. / Eran los famosos Butch Cassidy y el Sundance Kid...” Cuando pasamos por la plaza, Félix me hace notar que en el centro se erige una estatua en homenaje al barón Aramayo. “Las remesas del robo nunca aparecieron. Una de las hipótesis es que se las repartieron entre la gente del pueblo de San Vicente, donde supuestamente fueron asesinados. En una carta a las autoridades, Aramayo hace una reflexión sobre el robo y dice que para recuperar las remesas en poder de la Justicia tenía que llevar adelante una lucha más difícil que la emprendida contra los asaltantes”, dice el juez mientras estaciona la camioneta frente a la iglesia.
Antes de la despedida, Félix explica su hipótesis sobre aquella balacera furiosa en San Vicente. “Le voy a explicar algo. En los Estados Unidos se gasta mucha plata en la persecución de los delincuentes que le roban al Estado y a los particulares. Ellos tienen la CIA, la DEA, el FBI, y supuestamente son invencibles. Pero además, ellos inventan mitos peligrosos: Butch Cassidy, el Che Guevara, Bin Laden. Lo raro es cómo esos mitos les terminan jugando en contra. Butch Cassidy no era un asesino, y a mí me duele mucho su muerte, la siento muy cercana, como la de un buen amigo.”

El tour a San Butch
Los historiadores dicen que la suerte de Butch Cassidy y Sundance Kid se jugó no muy lejos de Tupiza, en un pueblito minero de mala muerte llamado San Vicente. Cuentan que mientras compartían su última cena de latas de sardinas y cervezas en un ranchito, una partida de seis soldados intentó detenerlos. Dicen que un certero disparo de la Colt de Butch hirió de muerte al soldado Víctor Torres. Dicen también que ésta fue la primera vez que Butch mataba a alguien. La balacera fue digna del Far West. La tapera quedó más agujereada que un colador y después vino un silencio de ultratumba. Cerca de las seis de la mañana del 7 de noviembre de 1908, los guardianes del orden entraron en la casilla y encontraron a Sundance sentado en un banco detrás de la puerta, abrazado a un jarrón de adobe, y con un disparo en la sien. Butch estaba recostado en el piso de tierra; tenía una herida en el brazo y otra en la cabeza. Su Colt no fallaba nunca.
En la entrada de la empresa de turismo que ofrece tours a San Vicente y al salar de Uyuni hay pintada una caricatura algo deforme de Butch y Kid que promete 30 mil dólares de reward por sus cabezas. El dibujante los esbozó feroces, con ciertos aires del villano Pierre Nodoyuna en versión western. Juan, un empleado de la empresa, dice que no están haciendo tours a San Vicente porque la camioneta está en el mecánico. Es un alivio escuchar esas noticias cuando informa el precio del tour: poco menos de 300 dólares, un verdadero lujo, reservado para turistas de billeteras gordas. “En San Vicente queda poco y nada. Se puede visitar el pueblo y conocer el cementerio. Aunque –susurra bajito– la tumba que dicen que es de Cassidy es una farsa. Hace años hicieron un ADN y los huesos eran de otro hombre”, confiesa Juan. “Hay historias que cuentan que al Butch Cassidy se lo vio años después en Ecuador, otros dicen en Uruguay, otros en el país de los gringos. El hombre tenía más vidas que un gato.”

La fiesta de los polizontes
En la plaza de la ciudad la policía está de fiesta; es su día. Los petardos, tres tiros y matasuegras explotan en el aire y quiebran el tranquilo mediodía tupiceño. Luego del discurso de honor y el desfile de los uniformados, la comitiva se traslada al patio del cuartel general. Chicha, tamales, trompetas y bombos de morenada se mezclan en un baile de danzarines lookeados de gala en tono verde oliva. El suboficial mayor Oscar Moscoso informa que anda a las corridas y que solo puede brindar algunos minutitos. “Sí, señor. La policía boliviana, juntamente con el ejército, pudo eliminar a estos delincuentes norteamericanos que violaron la ley en aquel tiempo. Y es todo un honor que ponderó a nuestra policía desde hace un siglo”, comenta Moscoso mientras muestra un cuartito donde cuelgan fotos de los delincuentes más buscados del país. “Tupiza es una ciudad muy tranquila, con muy poco índice de delincuencia. Pero siempre tenemos el problema del cruce de cocaína a la Argentina y algún ratero peruano, que son los más peligrosos. Pero se sabe, el que las hace, en Tupiza las paga. Bueno, y que le vaya bien”, y Moscoso cierra el diálogo abruptamente –sin dar chance de repreguntas– y se une al trencito de policías y cholas que bailan en el patio.
En la puerta de la comisaría, un cadete pide un cigarrillo y dice que la fiesta va a durar hasta bien entrada la tarde. Esa sí que hubiera sido una buena noticia para Butch Cassidy y Sundance Kid. Tupiza: zona liberada hasta el atardecer. El convoy que va para La Quiaca debe traer algunas remesas. Ya casi son las tres de la tarde y es mejor apurar el paso hasta la estación. Si hasta el horario de salida tiene nombre de western: es el tren de las 3.10.
Francia se prepara para rendir homenaje a Lévi-Strauss en su centenario


Un sinnúmero de homenajes están previstos en Francia con ocasión del centenario del nacimiento del padre del estructuralismo. El 28 de noviembre, fecha de su cumpleaños, habrá una jornada especial en el Museo del Quai Branly y una exposición en la Biblioteca Nacional. También se anunciaron numerosas reediciones de los mejores libros del antropólogo y lingüista.





CLAUDE LEVI-STRAUSS en pleno trabajo en el Amazonas, en Brasil. "Los etnólogos me acusan de haber hecho un trabajo de aficionado, y el público un libro de erudición", se quejaba el etnólogo luego de publicar Tristes Trópicos, en 1954.











INVENTOR DE UN PARADIGMA. El casi centenario pensador francés es doctor honoris causa de las universidades de Oxford, Chicago, Stirling, la UNAM,Yale, Harvard,y Columbia, entre muchas otras.



Con el título Claude Lévi-Strauss tiene 100 años, el museo parisino dedicado a las artes y civilizaciones de América, África, Asia y Oceanía, consagra un día excepcional al padre del estructuralismo. Una programación especial a la que el público tendrá acceso gratuito.

Unos cien intelectuales –entre los que se destacan escritores, filósofos, antropólogos o lingüistas-- leerán textos de Lévi-Strauss en las salas donde se exponen las colecciones permanentes. Erik Orsenna, Bernard-Henri Lévy, Claude Lanzmann y Julia Kristeva son algunos de los nombres que ya confirmaron su presencia.

La exposición de fotografías del fondo Claude Lévi-Strauss del museo y proyecciones de documentales figuran asimismo en el programa. Por último, se instalará una placa conmemorativa delante del teatro que lleva su nombre en el museo.

La Biblioteca Nacional de Francia (BNF) también rendirá homenaje a Lévi-Strauss. Será entre 27 y el 29 noviembre, con una presentación de sus manuscritos que permitirá descubrir "documentos excepcionales" del fondo Claude Lévi-Strauss de la BNF: el manuscrito de "Tristes trópicos", cuadernos de trabajo de campo y croquis, entre otros documentos.

Paralelamente, el "mes del filme documental de la BNF" (hasta el 6 de diciembre) tiene por tema este año el trabajo etnológico.

Reediciones a la vista

Numerosos libros sobre la obra de Claude Lévi-Strauss son editados o reeditados para la ocasión. Diversas editoriales reeditan también los libros del antropólogo. Los dos primeros tomos de sus obras completas en la célebre colección La Pléiade de Gallimard, en tanto, ya fueron publicados en abril pasado. Además varios canales de televisión organizaron también programaciones de homenaje a Lévi-Strauss.


Fuente: Agencias




Lévi-Strauss Básico

Bruselas, 1908


Junto con Roman Jakobson, es considerado el padre del estructuralismo antropológico, que entiende las civilizaciones estructuradas como un lenguaje. Lévi-Strauss plantea asimismo que ciertas estructuras constituyen el bagaje común de la mente humana. Realizó su primer gran trabajo de campo en Brasil y perfeccionó su perspectiva teórica en los años de la Segunda Guerra Mundial. Escribió, entre otros libros, con estilo de gran literato, Razas e historia , Tristes trópicos , El pensamiento salvaje , Lo crudo y lo cocido , De la miel a las cenizas , El origen de las maneras en la mesa , La ruta de las máscaras , La mirada alejada y Mirar, escuchar, leer .
Pensamiento Un mundo que muta
La civilización de los bárbaros
A propósito del libro Los bárbaros, de Alessandro Baricco, éste y el autor de Microcosmos dialogan sobre la actual crisis de valores. Hay un cambio en acto, según este debate, que no sólo es cultural, sino antropológico y genético y que puede producir una humanidad radicalmente nueva, distinta de la nuestra




Por Claudio Magris y Alessandro Baricco
Corriere della Sera



Durante la campaña electoral de 2001 me di cuenta de que no entendía el mundo. Un manifiesto de Forza Italia mostraba a Berlusconi en mameluco, con la inscripción "Presidente obrero", una idea que podría habérsenos ocurrido a mí y a mis amigos como una bufonada estudiantil que lo pusiese en ridículo. Habría sido cómico proclamar a Veltroni o a Prodi "Presidentes obreros". Pero si algo que para mí era una caricatura satírica funcionaba en cambio como una propaganda eficaz, quería decir que las reglas del juego, los criterios de juicio, los mecanismos de la risa habían cambiado; me encontraba en una mesa de póquer creyendo que el as era la carta más alta y descubría que, al contrario, valía menos que el dos de picas.



Alessandro Baricco se adentra en el paisaje de esta mutación de época con extraordinaria agudeza; con esa profundidad disimulada bajo la ligereza que caracteriza su modo de narrar. Quizá Baricco sea un escritor del siglo XIX y del XXI más que del XX, a pesar de que Novecento es el título de un célebre libro suyo. Se mueve en el mundo saqueado por los bárbaros, como él los llama, con la agilidad de un antílope en un territorio que no es precisamente el suyo, pero en el cual no se encuentra de ningún modo incómodo. Los bárbaros lo son respecto a aquello que se considera la civilización (es decir, respecto a nosotros, que nos consideramos como tal), una civilización que se siente devastada en sus valores esenciales: la duración, la autenticidad, la profundidad, la continuidad, la búsqueda del sentido de la vida y del arte, la exigencia de absolutos, la verdad, la gran forma épica, la lógica habitual, toda jerarquía de importancia entre los fenómenos. En lugar de todo esto, triunfan la superficie, lo efímero, el artificio, la espectacularidad, el éxito como única medida del valor, el hombre horizontal que busca la experiencia en una girándula continuamente mutable. Vivir se convierte en un surfing , una navegación veloz que salta de una cosa a otra como de una tecla a otra en Internet; la experiencia es una trayectoria de sensaciones en la que la pulp fiction y Disneylandia valen tanto como Moby Dick y no dejan tiempo para leer Moby Dick . Nietzsche ha descrito con genialidad única el advenimiento de este hombre nuevo y de su sociedad nihilista, en la que todo es intercambiable con cualquier otra cosa, como el papel moneda. Todo esto nace ya con el romanticismo, que ha infringido todo canon clásico, más aún, todo canon; como recuerda Baricco, la primera ejecución de la Novena de Beethoven fue despedazada por los críticos musicales más serios con términos análogos a los que hoy se emplean para despedazar, acusándolas de complicidad con los gustos más bajos y vulgares, muchas performances artísticas o seudoartísticas. Baricco busca describir -o, en sus novelas, contar- y sobre todo entender el mundo, en vez de quejarse de él, y sostiene justamente, en el bellísimo final de Los bárbaros (Anagrama), que toda identidad y todo valor se salvan no erigiendo una muralla contra la mutación, sino operando en el interior de la mutación que es, de cualquier modo, el precio, a veces pesado, que se paga por un gran progreso, por la posibilidad de acceder a la cultura dada a masas antes inicuamente excluidas y que no pueden haber adquirido todavía un señorío coherente.



Si bien todo puede ser comprendido -le planteo cuando lo encuentro en su, y un poco también mía, Revigliasco- no todo puede ser aceptado...



Claudio Magris: -Tú mismo escribes que es preciso saber qué debe salvarse de lo viejo -que por lo tanto no lo es- en esta transformación total. Esto implica un juicio que no identifica por lo tanto, como hoy se pretende, el valor con el éxito. También Il piccolo alpino [N. E.: novela de Salvator Gotta que se utilizó en la época fascista como lectura de formación para los jóvenes] vendía hace un siglo muchos más ejemplares que las poesías de Saba, pero no por esto quien lo leía entendía mejor la vida. Si los diarios -como dices- no hablan de una tragedia en África hasta que no se convierte en un chimento para papel ilustración o de subsecretarios, ésta no es no una buena razón para no corregir esta información paupérrima más que falsa. Es, por otra parte, lo que hacen muchos blogs , en los que se encuentra a menudo más "verdad" que en los medios tradicionales.



Alessandro Baricco: -Cierto, no todo puede ser aceptado, tienes razón. Pero entender la mutación, aceptarla, es el único modo de conservar una posibilidad de juicio, de elección. Si se reconoce a la nueva civilización bárbara un estatuto, precisamente, de civilización, entonces se hace posible discutir sus rasgos más débiles, que son muchos. Por otra parte creo que la misma barbarie tiene cierta conciencia de sus límites, de sus pasajes riesgosos y potencialmente autodestructivos: en cierto sentido siente la necesidad de los viejos maestros, tiene un hambre espasmódica de ellos. El hecho es que los viejos maestros a menudo no aceptan sentarse a una mesa común, y esto complica las cosas.



C. M.: -Creo que no existe una contraposición entre los bárbaros y los otros (¿nosotros?). Aun quien combate muchos aspectos "bárbaros" no está patéticamente out , y puede contribuir a la transformación de la realidad. La civilización de los Habsburgo, tan experta en invasiones bárbaras, no las demonizaba ni las enfatizaba; se limitaba a decir: "Sucedió que..."



A. B.: -"Sucedió que...", bellísimo. Cuando pensé en escribir Los bárbaros tenía precisamente un estado de ánimo de ese tipo... Está sucediendo que... No tenía en mente contar un apocalipsis ni tampoco anunciar alguna salvación... Sólo quería decir que estaba sucediendo algo genial, y me parecía absurdo no tomar nota de ello.



C. M.: -Indagas espléndidamente la estrecha relación que había entre profundidad, rehuida por los bárbaros, y esfuerzo, sublimada y honda moralidad del trabajo y del deber, que a menudo conduce al sacrificio y a la violencia. Pero la profundidad no está necesariamente ligada a la falsa ética del sacrificio. Sumergirse y volverse a sumergir en un texto -en un amor, en una amistad, en vez de tocarlos de pasada como lo hacen hoy los bárbaros- no quiere decir deslomarse cavando como un forzado en una mina, pero es como zambullirse repetidamente en el mar y descubrir cada vez nuevas luces y colores, que enriquecen las precedentes, o como hacer el amor muchas veces con una persona amada, cada vez más intensamente gracias a la libertad de la confianza incrementada.



A. B.: -La profundidad, ése es un hermoso tema. Sabes, mientras escribía Los bárbaros consagré mucho tiempo a entender y a describir la formidable reinvención de la superficialidad que esta mutación está realizando. Y me parece fantástico lo que hemos logrado hacer al rescatar una categoría que oficialmente era la identificación misma del mal, y devolverla a la gente como uno de los lugares reservados al Sentido. Pero me doy cuenta de que esto no significa de ningún mundo demonizar, automáticamente, la profundidad. Tú precisamente hablas de amistad, de amor, y si observas a los jóvenes de hoy, casi todos típicos bárbaros, encontrarás el mismo deseo de profundidad que podíamos tener nosotros. O si piensas en su necesidad religiosa, encuentras un ansia de verticalidad que no logras conjugar del todo con la cultura del surfing . En definitiva, ¿sabes qué pienso? Que la mutación ha desmontado la dicotomía de lo superficial y lo profundo: ya no son dos categorías antitéticas. Son las dos movidas de un único movimiento. Son los dos nombres de una única cosa. Te diré más: la superficialidad, en las obras de arte bárbaras, ya no es distinguible como tal, no más de cuanto tú puedas distinguir entre la cosa y el adorno en un cuadro de Klimt, o la pura aritmética en una suite de Bach.



C. M.: -Aunque soy más alérgico que tú a los bárbaros, querría defenderlos de una imagen totalitaria. En Google veo también una -aunque inmensa- redecilla semejante a aquella con la que los niños pescan en el mar cangrejos y conchillas. No tengo necesidad de Google para saber algo sobre Goethe, "linkeadísimo", porque lo encuentro también fácilmente en otra parte, como en el pasado. En cambio Google me ha dado información sobre un personaje mínimo en el que me estoy interesando, una negra africana del siglo XVI, convertida en dama de corte en España, raptada por caribeños, que llegó a ser más tarde su reina. Los blogs corrigen la unilateralidad bárbara de los medios, que hablan sólo de aquello de lo que se habla y se sabe. No creo que Faulkner pueda desaparecer, sería mejor que desapareciese Google; pero creo que Google puede en todo caso ayudar a hacer redescubrir la grandeza de Faulkner a muchos ignorantes. Los bárbaros que invadieron el Imperio Romano fueron sus herederos, leyeron y difundieron los Evangelios...



A. B.: -Los bárbaros que invadieron el Imperio Romano eran a menudo poblaciones ya parcialmente romanizadas, guiadas por caudillos que procedían de las filas de los oficiales del ejército imperial...



C. M.: -La profundidad, escribes, es a menudo fundamentalista. Ha conducido, en nombre de valores fuertes, a la guerra y a la destrucción. No creo sin embargo que la muchedumbre bárbara, inocente, pacifista de los consumidores de videogames sea idónea para exorcizar la violencia; la veo en todo caso desarmada e ingenua y, por lo tanto, fácil presa de las persuasiones colectivas que llevan a la guerra. En tu extraordinaria Apostilla a Homero, Ilíada dices -y concuerdo plenamente- que la guerra no se derrota con el abstracto pacifismo, sino con la creación de otra belleza, desligada de aquélla, por más alta que sea, siempre atroz del pasado, como en la Ilíada . No veo, sin embargo, en los consumidores de Matrix a estos constructores de paz...



A. B.: -Aparentemente es así. Pero cada tanto me pregunto, por ejemplo, si una de las razones por las cuales, después de las Torres Gemelas, no nos hemos precipitado en una verdadera guerra de religión en amplia escala, no es justamente la barbarie difusa de las masas occidentales y cristianas: la nueva sospecha que les inspira todo lo que se da en forma mítica les impide adherir en modo visceral a los posibles eslóganes guerreros que en el pasado, y por siglos, han abierto una brecha muy grande entre la gente.



C. M.: -Los bárbaros de los que hablamos son occidentales, aunque comprenden elementos de otras culturas. Hoy, la así llamada globalización mezcla en escala planetarias otras culturas, tradiciones, niveles sociales, casi épocas diversas, e introduce también valores de profundidad y de esfuerzo, absolutos, fundamentalismos. Una nueva muchedumbre de excluidos se asoma al mercado de la civilización: respecto de ellos, nuestros bárbaros pronto parecerán aristocráticos de otro ancien régime . Por cierto, pasará tiempo antes de que los clandestinos de cualquier lengua y cultura levanten verdaderamente la voz, pero...



A. B.: -Es cierto. Cuando hablamos de humanismo o de romanticismo, hablamos de mutaciones relacionadas con un mundo pequeñísimo (Europa, y ni siquiera toda), mientras que hoy, cualquier mutación se debe confrontar con todo el mundo, porque está obligada a dialogar con todo el mundo. Será una aventura fascinante.



C. M.:-Hay otra mutación en acto, no sólo cultural, sino antropológica, genética, biológica, que podrá generar una humanidad radicalmente distinta de la nuestra, dueña de su corporeidad, capaz de orientar a su gusto el propio patrimonio genético y de conectar las neuronas propias a circuitos electrónicos artificiales, portadora de una sensualidad que no tiene nada que ver con la que, más o menos, es todavía la nuestra. Por cierto, pasará mucho tiempo de todos modos antes de que algo así pueda ocurrir. Pero no tendrá sentido preguntarse si este hombre o su clon será verdaderamente "otro" respecto de nosotros, si será horizontal o profundo, así como no tendría sentido preguntárselo respecto de nuestros antepasados simiescos o quizá roedores...



A. B.: -¿Lo crees? No sé. A mí me parece una frontera bastante más cercana, un destino que pertenece al hombre como lo conocemos hoy, a ese animal. Porque creo que una de las adquisiciones fundamentales del hombre moderno ha sido la de imaginar y generar una continuidad en su camino, una continuidad casi indestructible. No importa cuánto tiempo será necesario, pero cuando conectemos nuestras neuronas con circuitos electrónicos artificiales habrá todavía, junto a nosotros, una mesa de luz y sobre ella un libro: quizá sea de titanio, pero será un libro. Y lo que hacemos cada día, hoy, quizá sin siquiera saberlo, es elegir qué libro será: ¿puedes imaginarte una tarea más alta y divertida?



[Traducción Hugo Beccacece]





Magris Foto: EFE

Aniversarios fantasía colectiva
Unidos por la tinta y la sangre


El escritor William Dean Howells tuvo hace cien años la idea de que doce colegas escribieran sendos capítulos de una novela, The Whole Family, donde se contaría la vida de los Talbert. Cada novelista adoptaría la voz de un miembro o amigo de esa familia. Entre los autores, se encontraba Henry James y la obra se publicó por primera vez en Harper´s Bazaar



Por Eduardo Berti
Para LA NACION



Hace cien años, a fines de 1908, la editorial estadounidense Harper & Brothers publicó una de las novelas más singulares que se hayan escrito en la historia de la literatura; se llamó The Whole Family ("La familia entera") y en primera instancia podría definirse como un acabado ejercicio de perspectiva, ya que doce autores se ocuparon de contar, a lo largo de doce capítulos, la historia de un núcleo familiar desde sus diferentes puntos de vista.



La idea había sido concebida por el escritor y crítico William Dean Howells (1837-1920), que por entonces gozaba de una sólida reputación y que, en décadas pasadas, como editor de Atlantic Monthly y otras publicaciones, había presentado al gran público estadounidense a autores todavía en ciernes como Emily Dickinson, Frank Norris o Abraham Cahan.



Los doce textos de The Whole Family , que conforman un mosaico, fueron publicados primero en la revista Harper´s , aunque sin firma, de modo que los lectores de la revista enviaban cartas tratando de adivinar el nombre de cada autor. El encargado de abrir el fuego, en diciembre de 1907, fue el propio Howells, mediante un capítulo que exponía los hechos básicos, no a través de la primera persona del padre (curiosamente Howells, promotor de la idea, empleó una primera persona ajena a la familia), sino de un vecino cercano, un periodista llamado Ned Temple: "En cuanto supimos la grata noticia -supongo que la noticia de un compromiso nupcial siempre debe ser vista como grata-, se decidió que yo sería el primero en hablar acerca de ello, y que debía hablar con el padre", reza la frase inicial.



Si bien existen varios libros de ficción escritos a dos manos (lo que los franceses llaman double pupitre , o "doble escritorio"), por ejemplo las colaboraciones entre Borges y Bioy, entre Charles Dickens y Wilkie Collins, entre Joseph Conrad y Ford Madox Ford, entre Colette y Willy, o entre Fruttero y Lucentini, mucho más extraño es el caso de novelas con más de dos autores. Hace algunos meses se editó en España Primeras noticias de Noela Duarte , concebida "a seis manos" por José Ovejero, Antonio Sarabia y José Manuel Fajardo. Pero las novelas de autoría colectiva tuvieron su verdadero auge hace un siglo, como explica June Howard en el ensayo Publishing the Family , un estudio sobre la literatura y la cultura popular estadounidenses que toma como excusa o, mejor dicho, como punto de partida la novela The Whole Family . "La ficción de producción colectiva fue muy usual a fines del siglo XIX e inicios del XX, aunque muy pocos de esos libros tuvieron éxito o incluyeron escritores que hoy sean recordados", sostiene allí Howard.



El primer caso relevante quizás haya sido Six of One by Half a Dozen of the Other (1872), una novela sobre tres parejas que hacen un viaje conjunto a tres ciudades de los Estados Unidos; el libro contó con seis autores, pero sólo dos de ellos son recordados en la actualidad: Edward Everett Hale y, ante todo, Harriet Beecher Stowe, autora de La cabaña del tío Tom . Poco después, a principios del siglo XX, un cuarteto de escritores (Mary y Jane Findlater, Allan McAulay y Kate Douglas Wiggin) plasmó dos novelas en colaboración: The Affair at the Inn (1904) y Robinetta (1910). Y también existen casos como el de A House Party (1901), donde Paul Leicester Ford sentó el marco narrativo (inclemencias del tiempo que obligan a doce personas a permanecer encerradas y a contarse historias para no aburrirse) de algo semejante a un Decamerón a doce voces, hecho de relatos independientes.



Para el proyecto de The Whole Family (de todas las novelas colectivas de ese período, la más leída y la que congregó a más autores de relevancia), Howells tuvo como principal aliada a Elizabeth Jordan, editora de Harper´s Bazaar de 1900 a 1913. En verdad, Jordan fue la gran organizadora de la novela y la encargada de que cada autor estuviera al tanto de lo que iban escribiendo los demás. En su listado original, Howells y Jordan incluyeron a varios escritores que rechazaron la invitación, entre ellos Mark Twain, Frances Hodgson Burnett o la recién mencionada Kate Douglas Wiggin, a la sazón amiga íntima de Jordan.



"Realmente no puedo escribir el capítulo de la madre; y me pregunto si usted se ofenderá mucho si le digo que, incluso si pudiera hacerlo, el proyecto no me atrae", reza una carta que la escritora Margaret Deland le envió a Jordan y en la que tilda a la iniciativa de "sándwich". Heidi Michelle Hanrahan cita esa carta en un completísimo ensayo consagrado a The Whole Family , el cual forma parte de un trabajo más extenso: Competing for the Reader . Allí señala asimismo que la misión de Jordan lejos estuvo de ser sencilla.



ontar lo que podría denominarse la primera superproducción editorial fue "un verdadero lío", según evocó años más tarde, en su autobiografía, la propia Elizabeth Jordan. A los problemas de ego o de incompatibilidad estética, se sumaron disputas económicas, por ejemplo, cuando Elizabeth Stuart Phelps exigió 750 dólares (unos 15 mil dólares actuales) por su texto.



La gran compensación fue que Henry James aceptó el reto de escribir el séptimo capítulo, el del hijo casado. Convocar al reverenciado James no fue una idea original de Howells sino de Jordan, según sostiene June Howard. Es muy posible que James aceptara, entre otras razones, porque conocía bien a Jordan o porque en 1882, en el marco de una polémica entre defensores de la ficción romántica y la ficción realista, Dean Howells había salido en su defensa, y en defensa del realismo en general, con un artículo publicado en The Century .



Que James escribiese un texto para una revista de moda, principalmente dirigida al público femenino, hoy puede llamar la atención. Sin embargo, como apunta Howard con gran perspicacia, de todas las revistas femeninas ninguna era más "jamesiana" que la cosmopolita y refinada Harper´s .



Como sea, lo cierto es que la "otra familia", la de los autores, quedó finalmente conformada, además de Howells y James, por Mary E. Wilkins Freeman (la tía), Mary Heaton Vorse (la abuela), Mary Stewart Cutting (la cuñada), la propia Elizabeth Jordan (la escolar), John Kendrick Bangs (el ahijado), Elizabeth Stuart Phelps (la hija casada), Edith Wyatt (la madre), Mary Raymond Shipman Andrews (el escolar), Alice Brown (Peggy) y Henry van Dyke (el amigo de la familia).



En el capítulo inaugural de The Whole Family , Howells intentó sentar las bases para el libro: la familia Talbert, de clase media, se entera de que su hija Peggy, recién egresada del college , planea casarse con un muchacho llamado Harry Goward. En los capítulos siguientes, otros once autores/personajes examinarán el impacto de esta noticia sobre los diversos integrantes de la familia Talbert. En sus obras precedentes, Howells ya había procedido de manera similar: la novela A Modern Instance (1881) narraba las consecuencias sociales de un divorcio, algo totalmente novedoso para la época.



Edward Wagernknetch dice en el ensayo biográfico The Friendly Eye que Dean Howells "soñaba con varias colaboraciones con Mark Twain", pero que todas ellas eran en el fondo "emprendimientos imposibles". En lo que atañe a The Whole Family , estos sueños de colaboraciones literarias se convirtieron más bien en pesadillas cuando la escritora Mary Eleanor Wilkins Freeman (1852-1930) entregó un segundo capítulo completamente apartado de los deseos y los cálculos de Howells, ya que hizo de su narradora, la tía solterona, una mujer llena de energía, aún atractiva pese a su edad y capaz, incluso, de coquetear con el prometido de Peggy.



Elizabeth Jordan confesó en su autobiografía Three Rousing Cheers que el texto de Freeman había caído como "una bomba" en la redacción de Harper´s . La prueba está en una carta que le escribió a Jordan el autor Henry van Dyke, quien aguardaba no sin temores el desarrollo de los acontecimientos antes de sentarse a escribir el capítulo final. "¡Qué catástrofe!", sostiene allí Van Dyke. "¿Quién iba a imaginarse que la tía solterona iba a volverse loca en el segundo capítulo?".



Más categórica fue la reacción del propio Dean Howells. Con el propósito de que Jordan no publicara el segundo capítulo, le envió una carta que concluía: "¡No permitas que ella estropee nuestra hermosa historia!". Puesta en una complicada disyuntiva, Jordan mandó a imprimir el capítulo de Freeman. Los lectores esperaban la segunda entrega y no había tiempo para otro texto; o, como indica Alfred Bendixen en su prólogo a la reedición de 1986 de la novela, no había otro escritor disponible para entregar ese segundo capítulo con celeridad. Por otra parte, Freeman era una de las principales y más exitosas colaboradoras de la revista: imposible rechazar su texto.



En su estudio sobre The Whole Family , Heidi Hanrahan muestra muy a las claras el impacto que tuvo la tía Elizabeth (o Lilly) inventada por Freeman: su presencia se convirtió en el foco de la novela; su personalidad la desplazó del margen al centro de la historia. De la mano de su tía, Freeman "editó" el plan original y dio pie a una historia totalmente distinta.



Intriga saber hasta qué punto Freeman fue consciente de que el personaje de la tía se llamaba igual que la editora profesional del libro. Lo concreto es que, en una carta dirigida a Elizabeth Jordan, Freeman explicó con franqueza las razones que la habían llevado a sacar a la tía solterona de la pasividad y a inventarle, para disgusto de Howells, un antiguo romance nada menos que con Ned Temple : "A decir verdad, semejante innovación me asustaba bastante, pero la antigua concepción de la tía solterona era tan trillada... Pienso que la trama tenía que ponerse en marcha, y no se me ocurría otra manera".



Tras la "bomba" de la tía, el siguiente capítulo publicado por Harper´s fue el de la abuela, a cargo de Mary Heaton Vorse. En él abundan las reflexiones acerca de las crisis familiares. Claro que a esta altura es casi imposible no leer entrelíneas, en los soliloquios de los personajes, las reafirmaciones estéticas de cada uno de los autores o sus alusiones no tanto a la "familia ficticia" como a la ardua convivencia de la "familia real", la de los escritores.



La novela oscila, en los capítulos centrales, entre narradores que condenan la conducta de la tía Elizabeth y otros, los menos, que la retratan con cierta simpatía, como es el caso de la mismísima Elizabeth Jordan. Pero "no sólo está la tía" (como indica June Howard en Publishing the Family ), sino la forma en que cada autor toma o descarta los datos previos según su conveniencia y sus convicciones.



El primer gran intento de encauzar las cosas se produce, tal vez, en el capítulo a cargo de Henry James, quien introduce un personaje (un hombre de negocios llamado Chataway) para que los siguientes narradores lo aten a Elizabeth. "James estaba convencido de haber tramado el plan perfecto para salvar a The Whole Family ", dice Hanrahan. Sin embargo, su plan no fue ejecutado del todo por quienes vinieron después, con la notable excepción de Alice Brown (y su narradora Peggy), quien hace aparecer en la novela a un tal Stillman Dane, un mejor candidato para la hija, y muy "jamesianamente" manda de viaje a Europa a la tía Elizabeth y al señor Chataway. Insatisfecho con la novela (y, sobre todo, con quienes habían escrito tras su intervención), James le envió una carta a Elizabeth Jordan en la que solamente ponderó las decisiones tomadas por Alice Brown.



A ojos de Bendixen, Brown fue quien realmente "resolvió la trama del libro", aun cuando lo hizo a expensas de Freeman y de la tía Lilly, reformulando al personaje de Elizabeth hasta hacer de ella una mujer débil y vulnerable. "En la escena final Brown presenta una Elizabeth totalmente cambiada, una Elizabeth casta", señala Hanrahan. "En consecuencia, cuando van Dyke escribe el ultimo capítulo puede permitirse liquidar a Elizabeth con una sola frase."



Publicada la novela en forma de libro, la campaña publicitaria que encaró la editorial Harper & Brothers anunció una obra de asombrosa cohesión pese a haber sido el fruto de doce escritores distintos. Algo similar sostienen las reseñas bibliográficas de la época. La coherencia de la novela es vista como el mayor logro; de las tensiones más o menos evidentes entre los muchos narradores (léase, como pocas veces, autores), ningún comentario.



Elizabeth Jordan dio por concluida la aventura prometiéndose no volver a meterse en tamaño lío. La novela se vendió bien, le dio una considerable cuota de prestigio a la revista y cayó pronto en el olvido. Su rescate, en las últimas décadas, ha deparado algunos ensayos agudos. En uno de ellos, Heidi Hanrahan lamenta que lo que empezó como una historia ficticia y con "grandes posibilidades de reinventar los roles familiares" terminara de la forma más tradicional: con una boda, con la eliminación de cualquier personaje problemático y de cualquier idea conflictiva.



Nota del autor: este artículo no se podría haber escrito sin los textos, ya citados, de Heidi Hanrahan, Alfred Bendixen, Edward Wagenknetch y June Howard.



Henry james escribió el séptimo capítulo donde buscó solucionar los malentendidos producidos entre los autores. Aquí se lo ve en un retrato de Sargent