viernes, 23 de mayo de 2008

Viena era una fiesta
Por Jorge Fernández Díaz Director de adn*CULTURA

Parece un eterno niño prodigio. Es delgadísimo y pálido, y a veces su cuerpo parado semeja un signo de interrogación. El arte camina levemente encorvado. Como si miles de libros invisibles, leídos con voracidad de erudito, le fueran venciendo la columna. Pablo Gianera es un erudito en literatura, pero a la vez (cosa rarísima) es también un experto en música. Da clases en el Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla. Estudió piano y lo abandonó a los 19 años para entrar en Filosofía y Letras de la UBA. Con la crítica musical logró aunar sus dos pasiones: la música y la literatura. Una vez, en un cóctel, el gran escritor y editor argentino Luis Chitarroni le escuchó la prosapia musical y le miró la melena menguante, y lo bautizó "el joven Franz Liszt". Chitarroni vigila las primeras páginas de un libro que Pablo está escribiendo, que publicará en Editorial Sudamericana y que se llamará Improvisados, una investigación acerca de la improvisación musical. En la redacción de adn CULTURA no habla mucho de música, pero se enreda en eternas y fascinantes discusiones sobre novelas y escritores. Por idea de Verónica Chiaravalli, Pablo tomó un avión y viajó a Viena para entrevistar al extraordinario músico argentino que el 29 y el 30 de este mes y el 2 de junio dirigirá la Staatskapelle de Berlín en el Teatro Coliseo, y que el 1° de junio homenajeará en el Luna Park al Teatro Colón, que cumple cien años. Barenboim nació en Buenos Aires en 1942 y diez años después se instaló con sus padres en Israel. Desde entonces lleva adelante una intensa actividad como pianista, director de orquesta y militante comprometido con el acercamiento de las partes en el conflicto entre palestinos e israelíes, sobre todo a través de la creación de la West-Eastern Divan Orchestra, integrada por jóvenes músicos israelíes y de los países árabes. Gracias a ese proyecto recibió el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Barenboim vive en una Babel lingüística: piensa en inglés, en alemán, en italiano, en hebreo y en francés. Puede cambiar de idioma con la misma naturalidad con la que cualquier otra persona mira la hora de su reloj de pulsera. Y, sin embargo, a pesar de los años que lleva fuera del país, su acento español es profundamente porteño. Y está preocupado tanto por las dificultades actuales del Colón como por la alarmante versión de que La Cumparsita, un boliche de tango de San Telmo, está cerrado. Le confesó a Gianera que le gustaría aprovechar el tiempo de la gira para que los músicos alemanes de su orquesta conozcan los sonidos de la patria de su infancia. Gianera y Barenboim simpatizaron de inmediato. La entrevista se realizó en el Musikverein de Viena, uno de los teatros más espectaculares del mundo, y Barenboim descubrió que también debía volar ese día e insistió en llevar al periodista hasta el aeropuerto. El músico se alojaba en el Hotel Imperial, y apareció con un sombrero de ala ancha y un sobrio pantalón negro a rayas. En la puerta, lo esperaba el productor de ópera Michael Ecker, viejo amigo que conoció hace 20 años a través de otro amigo común: Zubin Mehta. Pero la camioneta de Ecker tenía poco espacio: estaba ocupada con bolsas y una bicicleta. No entraban todos. Cuando Gianera le dijo a Barenboim que no se preocupara, que tomaría un taxi, el músico le preguntó: "¿Por qué? ¿No quiere viajar conmigo?" Fue imposible que Pablo se resistiera. Aunque Barenboim es generoso con su tiempo, no le gusta perderlo. Viena es una ciudad muy ordenada, pero a las cuatro y media de la tarde de un viernes el tránsito puede volverse tan enredado como el de Alcorta y Salguero. Inquieto por el bloqueo, Barenboim se bajó de la camioneta para increpar a una señora que entorpecía el tránsito con su auto. Por supuesto, y aun sin haberlo reconocido, la señora movió de inmediato su auto. Luego Gianera y Barenboim se despidieron con un abrazo. El resultado de ese encuentro es la nota de tapa de adn CULTURA. Le añadimos un texto autobiográfico que el músico envió a Chiaravalli. Barenboim no solo es un genio de la música, es también un humanista trascendental. Tengo la tentación de decir que, además de todo eso, es argentino. Pero Gianera no me permitiría una demagogia semejante. Me la ahorro.

Daniel Barenboim
"La notoriedad crea obligaciones"
En una entrevista realizada en Viena, el pianista y director argentino-israelí, que la semana próxima se presentará en el Teatro Coliseo y en el Luna Park al frente de Staatskapelle de Berlín, invitado por Mozarteum Argentino, explica por qué eligió un repertorio exigente para interpretar en Buenos Aires, reflexiona acerca del significado profundo de la música y sobre los valores humanos, que trascienden las prácticas políticas. Además, en un artículo de su autoría recrea aspectos autobiográficos y de la historia de Israel
Por Pablo Gianera De la Redacción de LA NACION Recién concluido el ensayo con la Filarmónica de Viena, Daniel Barenboim toma agua mineral sin gas en una salita -mitad lugar de reunión, mitad sala de ensayo, amueblado con una mesa ratona, un par de sillones y un piano de media cola- ubicada a la derecha del escenario de la sala principal del Musikverein. En la puerta, lo espera un grupo de gente ávido por saludarlo. No está cansado, y podría pensarse que la fatiga no es una sensación que lo visite muy a menudo. Más bien, hay en el pianista y director una dimensión casi fáustica, en el sentido de que parece encontrar en la actividad la justificación plena de su vida. Otro gran pianista, Sviatoslav Richter, dijo de él que era "diabólicamente talentoso". Lejos de ser negativo, el matiz demoníaco de la definición apunta al talento multiforme y proteico del músico que, sin embargo, nunca incurre en la dispersión. Su concentración es sencillamente asombrosa. Solo así se explica que durante su carrera haya sobrevivido a pruebas de fuerza intelectualmente agotadoras como la interpretación en una única semana de las 32 sonatas para piano de Beethoven. Y solo así se explica, también, que se hunda por completo en aquello que lo ocupa en cada momento, como si viviera en un continuo presente. A lo largo de la entrevista con adn CULTURA hubo varias interrupciones. Su teléfono celular sonaba y recibía insistentes mensajes de texto porque en esas horas estaba resolviéndose una crisis muy ardua y prolongada en la Staatsoper de Berlín, institución de la que Barenboim es director musical, que derivó finalmente en la renuncia del director general, Peter Mussbach. De hecho, viajaría el día siguiente a Berlín, después de otro ensayo, para ofrecer una conferencia de prensa a los medios alemanes. En todo ese tiempo, sin embargo, nunca perdió el hilo de la charla, retomada invariablemente en el punto en el que había quedado suspendida. Tampoco dejó de mirar fijamente a los ojos. Su mirada compromete al interlocutor, lo obliga a seguir el curso de su inteligencia, a estar alerta, a esforzarse por ser cómplice de esa inteligencia, a estar siempre en vilo. Hablar de música con Barenboim es hablar de música pero, también, y sin riesgo de que se pierda la autonomía del discurso musical, de muchas otras cosas, desde la política hasta la educación. La música es la matriz de su pensamiento, el campo de fuerzas a partir del cual mide el mundo. Según Barenboim, el poderío de la música reside en su capacidad de interpelar cada uno de los aspectos humanos: el animal, el emocional, el intelectual y el espiritual. La música enseñaría que, en el fondo, casi todas las cosas mantienen una conexión secreta, y sería por lo tanto una especie de divinidad en el sentido que esta palabra tenía para el filósofo Baruch Spinoza, es decir, una sustancia dotada de infinitos atributos. No es casual que la Etica de Spinoza siga siendo el libro de cabecera de Barenboim. "Con los años no ha disminuido para nada la relevancia de ese libro", asegura. "Por el contrario, se volvió más importante. Es un libro clave. Comparándolo con lo más importante que se ha escrito en la historia, Albert Einstein decía siempre que la Biblia, y todo lo que tiene que ver con la religión, es una demostración del miedo y, por lo tanto, es una demostración de la superstición del ser humano. Y la Etica es para mí una demostración de la inteligencia del ser humano." -¿Podría concebirse la Ética como una biblia de la razón? -Sí, exactamente. Es un libro que describe las herramientas que tiene el ser humano para superar sus miedos, sus angustias y sus supersticiones. Es todavía más importante que otros libros que tienen belleza literaria, y más importante también que los libros religiosos porque confía justamente en la capacidad del ser humano para razonar y desarrollar las capacidades que nos distinguen de los animales. Sobre todo, tiene rigor; y el rigor es algo que no está muy bien considerado hoy en día. En el Musikverein, Barenboim estuvo ensayando (véase aparte) la Sinfonía n° 9 , de Anton Bruckner, obra que formará parte de uno de los conciertos con la Orquesta Staatskapelle de Berlín (el del 2 de junio en el Teatro Coliseo, junto con las Variaciones op. 30 de Arnold Schoenberg) que dirigirá en Buenos Aires para el Mozarteum Argentino, institución que organiza su visita al país. El 29 de mayo dirigirá la Sinfonía n° 7 , y el 30, la Sinfonía n° 8 , ambas también de Bruckner. Y el 1° de junio ofrecerá en el Luna Park un concierto de homenaje por el centenario del Teatro Colón con una programa que incluye el Preludio de Los maestros cantores de Nuremberg , Preludio y Muerte de amor de Tristán e Isolda , de Richard Wagner y la Sinfonía n° 5 , de Gustav Mahler. -Sé que las sinfonías de Bruckner fueron el instrumento para que usted se acercara, alrededor de los 20 años, a la música de Richard Wagner, pero me gustaría que contara cómo fue su primer encuentro con la música de Bruckner. -Yo me fui de Buenos Aires a los nueve años, así que hasta ese momento no había escuchado óperas de Wagner. Mis padres no eran tan zaristas como para forzarme a escuchar una ópera entera de Wagner. Después fuimos a Israel, donde Wagner no se tocaba. Pero en Israel la persona que me enseñó todo lo que tiene que ver con orquestación fue Georg Singer, un director de orquesta muy bueno. El me enseñó el problema de las transposiciones con las tubas de Siegfried . Ahí están en dos pares: unas en Fa y otras en Si bemol. Entonces, muy hábilmente, me explicó acordes de cuatro voces. En esa época me interesé por Wagner, pero desde un punto de vista puramente técnico. La primera vez que recuerdo haber entrado en contacto con Bruckner fue con la Sinfonía n° 9 . Cuando tenía 15 años, estaba en Australia con Rafael Kubelik y él hizo la Novena de Bruckner. Me acuerdo de que ensayó minuciosamente con las tubas porque son instrumentos raros que no se tocan mucho. Gracias a Bruckner, se me ocurrió la idea de dirigir música sinfónica. Me entusiasmó sobre todo el "Scherzo", que en los años cincuenta sonaba muy moderno, parecía Shostakovich. Y la Novena de Bruckner fue una de las primeras grandes sinfonías que dirigí. -Las sinfonías de Bruckner tienen una considerable densidad sonora, derivada acaso del hecho de que el compositor fuera organista. ¿Cómo logra usted transparencia en Bruckner? -En primer lugar, es muy importante tener una estrategia no solo de la construcción del tiempo sino también una estrategia dinámica, sobre todo tomando en cuenta la densidad de Bruckner. Un piano que viene antes de un pianissimo tiene que ser un poco más fuerte que un piano que viene después de un forte . El piano no es un atributo independiente, no tiene un valor absoluto. En Bruckner, las modulaciones, la estructura armónica, se construyen en un enlace muy fuerte con la dinámica: La mayor en pianissimo , Si bemol menor en pianissimo y La mayor en piano . Uno no siempre se da cuenta de las diferencias entre piano y pianissimo , pero entre Si bemol menor y La mayor tiene que haber un cambio tan drástico de atmósfera que debería parecer un territorio ajeno, tan remoto que sería necesario un visado. Eso es lo primero. Luego está la transparencia en los acordes. No hay que olvidarse de que los músicos de la orquesta tienen solamente su parte y no siempre cuentan con el tiempo de preguntarse qué función cumple en el acorde la nota que están tocando. Sin saber eso, no se puede tocar. Aun con la Filarmónica de Viena, es necesario trabajar con la afinación. Hay un matrimonio entre el equilibro y la dinámica, de ahí sale la transparencia. -¿Hay que variar el tempo en lugar de seguirlo como un metrónomo? -En un director o en un intérprete, la decisión sobre la velocidad con que se toca algo es importantísima, tal vez la más importante de todas. Pero es una decisión que se toma a último momento, porque el tempo no se oye; lo que se oye es el contenido. Necesito un cierto tempo para el contenido que tengo: si es demasiado rápido, no se entiende nada; si es demasiado lento, se derrumba todo en pedazos. Cuando se ensaya, la decisión del tempo es la última. Siempre queda allí lugar para experimentar. No digo que esto ocurra entre un adagissimo y un presto , desde ya. Los músicos que empiezan decidiendo la velocidad son como un ciudadano que no toma ninguna responsabilidad. El metrónomo no puede ser algo que dicte. Es un instrumento que sirve solamente para autocontrolarse. De lo contrario, sería como alguien que no tiene ningún sentido de la moral y se limita a obedecer órdenes. Los criminales nazis también decían que obedecían órdenes, seguían al metrónomo. -Es interesante que en los programas de Buenos Aires vaya a dirigir obras de Bruckner con otras de Schoenberg. El propio Schoenberg observó que la construcción temática de Noche transfigurada procedía en parte de Bruckner y le interesaba especialmente la asimetría que detectaba en el tema principal de la Sinfonía n° 7. ¿Cómo entiende usted la influencia de uno sobre el otro? -Hubo dos razones por las que armé el programa con Bruckner y Schoenberg. Una, claro está, por la conexión entre ambos. La otra por el hecho de que las grandes obras de Schoenberg se tocan todavía demasiado poco; hay mucha gente que les tiene alergia y miedo. No hay que olvidarse de que las Cinco piezas para orquesta op. 16 se escribieron hace cien años. Yo creo que si el público me dio una cierta notoriedad después de tantos años es una señal de confianza hacia mí. La notoriedad no me sirve para mirarme en el espejo todas las noches y decir: "Mirá qué famoso que sos y cuánta gente va venir a escucharte". El regalo de la notoriedad crea obligaciones. Me obliga a mostrar ciertas cosas. Me da mucha satisfacción que venga gente y me diga que descubrió a Schoenberg en un concierto mío. Siempre se habla de las dos formas de ver la atonalidad: como algo que rompe, o como el desarrollo inevitable del cromatismo que estaba en Tristán e Isolda de Wagner. En realidad, la pregunta es innecesaria. Es un poco las dos cosas: hay una ruptura porque se pierde la jerarquía de la tonalidad, pero de todas maneras es indiscutible que aquello que llevó a Schoenberg al atonalismo fue el cromatismo. El cromatismo expresa la ambigüedad. Cuanto más cromatismo existe, más posibilidades de resolución se presentan. Mientras que fuera de la música la ambigüedad es una posición de falta de coraje, en la música confiere una riqueza singular. Entonces el oído, que es para mí el órgano más inteligente, tiene una sensación de incertidumbre. El dodecafonismo de Schoenberg es el punto sin retorno al que se llega en el último movimiento de la Sinfonía n° 9 de Bruckner. Además, creo que ni Bruckner ni Schoenberg se escuchan con tanta frecuencia en Buenos Aires. -Usted dijo alguna vez que algo estaba mal si un músico viajaba en avión y usaba celular pero se dedicaba solamente a tocar música de los siglos XVIII y XIX. ¿Cómo entiende su responsabilidad con la música contemporánea? -No creo en ninguna obligación respecto de la música contemporánea. Creo en la obligación de buscar qué cosas de la música contemporánea le interesan a uno. A mí no me gusta toda la música contemporánea. Hay compositores a los que no tocaría por nada del mundo, lo mismo que a compositores del siglo XIX. Simplemente, tengo curiosidad por lo que se está escribiendo ahora. -A propósito de esto último, este año Elliott Carter cumplirá cien años y, al mismo tiempo, es también el centenario del nacimiento de Olivier Messiaen. Usted conoció a ambos y tocó su música. ¿Qué podría decir sobre ellos? -Con Messiaen trabajé solamente en la grabación del Cuarteto para el fin del tiempo , pero tuve poco trato con él. De Carter puedo asegurar que es un fenómeno. Un fenómeno físico, me atrevería a decir. A los cien años, sigue escribiendo música. El 11 de diciembre, el día de su cumpleaños, voy a estrenar con James Levine en el Carnegie Hall un concierto para piano que escribió, y después lo voy a tocar también en Berlín con Pierre Boulez. Para mí, Carter es uno de los más grandes compositores de la actualidad. Consiguió seguir desarrollando su música después de los ochenta años. En mi opinión, su música anterior es una música en la que peca de un exceso de complejidad. Lo que escribió en los últimos años no se reblandeció en absoluto, pero alcanzó un grado inusitado de transparencia y de refinamiento del idioma musical. No se trata de una aceptación de la vejez sino de la posibilidad de expresar la misma complejidad de antes con medios más directos y sencillos. -Usted escribió que su meta, cuando tocaba obras del pasado, era lograr que el público se olvidara de que las conocía para que les parecieran nuevas. ¿No es posible que la interpretación de la música contemporánea busque, por el contrario, una suerte de reconciliación o continuidad entre el pasado y el presente? -Claro que sí. La música dodecafónica no tiene la jerarquía de la música tonal pero no es el comunismo, del mismo modo que la Unión Soviética no era la igualdad de todo el mundo. Había allí un secretario general del partido que tenía una posición privilegiada comparada con el dueño del almacén. La idea del dodecafonismo como doce sonidos iguales no funciona. Y así como en la Unión Soviética la igualdad no funcionaba por la personalidad de la gente que utilizaba el poder, en la música no funciona porque el oído tiene memoria. Cuando viene una nota que tiene una significación especial, y cuando esa nota vuelve, después de haber pasado por las otras once, hay un recuerdo que le confiere a esa nota un sentido más importante. La memoria del oído es lo que le da al oyente el sentido de la jerarquía. La repetición en la música no es mecánica. La grandeza de la música pasa por su carácter irrepetible. Cuando se repite algo, ya es diferente porque se pasó por ese material. Y cuando se recuerda, cuando se produce una rememoración, también aparece la jerarquía. -Mientras preparaba el estreno de su Segundo cuarteto para cuerdas, el compositor estadounidense Morton Feldman les pidió a los músicos: "Quiero que suene como Schubert". Aunque se refería al aspecto tímbrico, había allí también una impugnación implícita de la especialización en un cierto tipo de música. ¿Cómo evalúa esa situación? -No es posible ocuparse solamente de la música moderna y tampoco puede ignorársela. Si uno se dedica solamente a la música contemporánea, termina poniendo esa música en una torre de marfil. La calidad de una partitura contemporánea se puede apreciar mucho más si se la ubica en el mismo programa con una sinfonía Beethoven o con la Sinfonía fantástica de Berlioz. La verdad es que todos los compositores quieren ser apreciados como revolucionarios en la historia, pero aceptados como "evolucionarios". -Resulta curioso que usted, que pensó tanto la naturaleza del sonido, no haya escrito demasiado acerca de la voz humana. ¿Cómo entiende la voz desde la perspectiva tanto de la dirección como del piano? -Los instrumentos musicales son desarrollos de la voz. La voz humana es la base de todo. Cuando un gran violinista toca una melodía, se dice que tocó como una voz humana. Es el cumplido más grande que existe. La pregunta es cómo se llega a que las características de la voz humana alcancen al instrumento. ¿Cuál es la gran dificultad del instrumentista? Que tiene el instrumento fuera del cuerpo. O sea, cómo hace uno para volverse una sola cosa con el instrumento. El violín se lo tiene apoyado, el violonchelo se abraza, pero el piano tiene sus propias piernas, es independiente. ¿Cómo hace uno para sentarse al piano y confundirse con el instrumento, del mismo modo que el cantante, que tiene el instrumento dentro de su propio cuerpo? -Con un acto de ilusionismo. -El piano es el instrumento de la ilusión. El legato no existe en el piano. El arte de tocar el piano es el arte de crear una ilusión. Pero eso es el virtuosismo, y no saber poner los dedos sobre el teclado para que el instrumento suene bien. Hay algo existencial en la relación con el instrumento. -¿Se puede enseñar a crear esa ilusión o es un descubrimiento que debe hacer cada pianista por sus propios medios? -Cuando enseño, no doy respuestas. Jamás digo cómo hay que hacer las cosas. Lo que sí hago es explicar el proceso de comprensión para llevar al alumno a que sepa qué preguntas formularse. Porque si le doy respuestas, no aprende nada. Simplemente adquiere información. La base de la enseñanza es llegar a conclusiones propias. -¿Qué maestros le enseñaron a hacerse preguntas? -En realidad, el único maestro de piano que yo tuve fue mi papá. Muchas de las cosas que pienso hoy en día son el resultado de lo que aprendí de él. Lo que mi papá me dio es la curiosidad. Entender que si no se tiene curiosidad, no se aprende nada porque no importa nada. No hay conocimiento sin curiosidad. Todo lo que hago, lo que hecho, lo que pienso es el resultado de eso. -En Paralelismos y paradojas, su libro de conversaciones con Edward Said, usted afirmaba que "la diferencia entre el artista y el político es que el artista, si quiere ser fiel a sí mismo, debe tener el valor de no comprometerse; mientras que el político, para ser fiel a sí mismo, debe dominar el arte del compromiso". ¿Cómo encontró usted una diagonal entre esas dos posiciones? -En español existe un doble sentido que se pierde en otros idiomas. Siempre sentí el compromiso de no tener compromisos. -¿No podría pensarse que la curiosidad, el hecho de ser o no ser curioso, señala también otra diferencia entre el artista y el político? -Posiblemente. Pero me parece que la comparación más interesante tendría lugar entre el especialista y el político. El especialista es alguien que sabe más y más sobre menos y menos. Cuando yo era chico, se iba al otorrinolaringólogo. Ahora hay un especialista para el oído izquierdo. Y creo que, en cambio, el político del siglo XXI sabe menos y menos sobre más y más. Es peor. De economía, no entiende; de humanidades, claro que no; de cultura, tampoco. -Uno de sus conciertos en Buenos Aires será un homenaje por el centenario del Teatro Colón. ¿Está al tanto de la situación del teatro? ¿Qué piensa al respecto? -No, no sé mucho. Yo creía que la postergación de la reapertura de la sala era simplemente una cuestión de tiempos. -Considerando no solo la dimensión pública de su figura sino el hecho de que dirige la Ópera Estatal de Berlín, ¿se comunicó con usted alguna autoridad del teatro para consultarlo? -Últimamente, no. Menos mal, ¿no es cierto? Es evidente que, aunque no lo diga del todo y aunque el "menos mal" haya estado seguido por una estridente carcajada, Barenboim se siente un poco preocupado y ansioso respecto del futuro del Colón. Preocupado, porque naturalmente entiende mejor que nadie la relevancia cultural y social de la sala; y ansioso porque, más íntimamente, el 19 de agosto de 2010 se cumplen 60 años de su primer concierto y tiene el deseo de celebrar el aniversario ese día con un recital en el Teatro. -¿Extraña algo de Buenos Aires? ¿Hay algo en la ciudad que le recuerde su infancia? -Como todas las veces que he vuelto en los últimos veinte años, lo primero que me llama la atención es la gastronomía. Mis padres nacieron en la Argentina y, cuando fuimos a Israel, yo seguí viviendo en un hogar argentino. Hay detalles insignificantes, como que la ensalada se condimente ahora con aceite y limón, y no con vinagre como lo hacía mi madre. Ahí empieza. Y sigue con el idioma. -¿En qué idioma piensa? -En el idioma del país en el que estoy. Por ejemplo, cuando estoy en Milán, pienso en italiano. Con los años, se pierden palabras, como la vista, que está más floja. Tengo que buscar una palabra que conozco perfectamente bien. Hace diez años no me sucedía. Pero considero que ya he vivido por cinco personas, y cada día que vivo es, no diría un regalo, pero sí un suplemento. No tiene que ver con la edad sino con la forma de vivir. -En el texto que escribió a propósito de los 60 años del Estado de Israel (véase aparte), usted cuenta que cuando la chelista Jacqueline du Pré se convirtió al judaísmo alguna gente habló de la existencia de una "mafia de músicos judíos". ¿Quién fue esa gente? -Hubo un poco de todo: periodistas, colegas Hay que reconocer que era una generación privilegiada. No hay muchas generaciones de las que salgan Itzhak Perlman, Pinchas Zukerman, gente como ellos. Era la primera vez que había tanta gente talentosa tocando junta. Y casi todos en ese grupo eran judíos. Entonces había celos de colegas no judíos. A mí me irritaba, pero Perlman, Zukerman y los demás pensaban que era un gran cumplido. Yo no soy un judío profesional. Tengo mucho respeto por nuestra historia pero no creo que haya valores judíos como no creo que haya valores americanos o europeos. Hay valores humanos o valores no humanos. Ya está. Eso de lo más grande a lo más chico. El hecho de que en Francia se acepte el vino y en Alemania la cerveza es un accidente geográfico. No me gusta cuando se habla de eso en términos de cultura. ¿Que en Francia hay una cultura del vino? ¡Qué cultura del vino! Les gusta el vino y el vino es bueno. ¿Qué son los valores judíos? El cuadro antisemita muestra a un judío mezquino. Pero la mezquindad no es un defecto judío, es un defecto humano. A mí sí me irritaba eso. Los judíos estadounidenses tienen un talento especial para reunir las peores características de ambos. ¿Qué hacen los grandes sionistas norteamericanos? Siguen ganando mucho dinero y piensan que porque mandan dinero a Israel y sostienen las políticas de ese gobierno son sionistas. Son desgraciados. Digamos las cosas como son. Un verdadero sionista es alguien que se sacrifica, deja su fortuna y va a trabajar a un kibutz. -¿Qué lo irritó más: la acusación de "mafia", en ese momento, o el hecho, más actual, de que algunos sionistas pretendieran retirarle la ciudadanía israelí cuando usted aceptó la ciudadanía palestina? -Eso último lo entiendo. Además, fue una minoría, alguien del Partido Religioso Nacionalista. Recibí en cambio muchísimas cartas de apoyo. Por otro lado, me pidieron que fuera a Israel para el aniversario por los 60 años del Estado. No fui por muchas razones. Sobre todo, porque, si bien encuentro mucho de lo cual se puede estar muy feliz y orgulloso de lo conseguido por Israel en esos años, hay algo de base que no está resuelto: el conflicto. Es un veneno, es un cáncer para la población. Antes de celebrar sesenta años habría que reconocer ciertas cosas. El conflicto entre Israel y Palestina no es un conflicto político. Es un conflicto humano. Es el conflicto entre dos países que sienten el derecho de vivir en una misma tierra. Ahora bien, en el año 1920 la población judía en Palestina era el 10 por ciento. Después vino el drama del Holocausto. No digo que todo sea malo, pero después de sesenta años podría reconocerse que hubo errores por los cuales disculparse. Ese sería el mensaje por los sesenta años. Y del lado palestino Es terrible lo que voy a decir, pero el único terreno de encuentro es que los israelíes puedan decir eso y los palestinos los disculpen. Por supuesto, no hay un palestino en el mundo que los vaya a disculpar. Israel necesita honestidad y los palestinos, generosidad. No son valores políticos, son valores humanos. Pero no empecemos con ese tema porque no paro más -Hay una cuestión que no tiene que ver con el conflicto árabe-israelí pero es acaso igualmente política. Hace unos años, su interpretación de El clave bien temperado, de Bach, tuvo críticas divergentes y ataques de las corrientes historicistas. ¿Mantiene su posición contra el fetichismo de la fidelidad a la partitura y el uso de instrumentos originales? -Me he convertido en historicista. ¿Sabe por qué? Una de mis grandes felicidades diarias es fumar cigarros. Y hace poco me mostraron una foto de la orquesta del Gewandhaus, de la época en que Mendelssohn era director, donde los músicos de la orquesta fumaban cigarros mientras tocaban. Entonces dije: ahora sí.


Foto: AFP

Del no al sí
Por Pablo Gianera

Hay por lo menos dos maneras de ser persuasivo. La primera consiste en la simple y crasa coacción; la segunda, en la voluntad de convencer a los otros de que hacen lo que quieren cuando en realidad hacen lo que uno quiere. Durante los ensayos de la Sinfonía nº 9 de Antón Bruckner en el Musikverein, Daniel Barenboim se acerca un poco a esta última posición, con la salvedad de que parece convencer a los instrumentistas de la Filarmónica de Viena de que hacen no lo que él quiere ni tampoco lo que ellos quieren, sino sencillamente lo que debe hacerse para que la forma de esa obra resulte cabalmente audible. Barenboim subió al escenario a las tres y media en punto, tal como estaba anunciado. Desde el principio, se notó que su preocupación excluyente era la audibilidad. Como él mismo lo explicó en el libro Paralelismos y paradojas: "Se parte de una cuestión muy simple de equilibrio, de audibilidad, sin entrar en cuestiones de interpretación". Después de una lectura completa de la sinfonía, Barenboim aísla los momentos críticos y empieza a trabajar cada uno de los movimientos. En el inicio del primero, acentúa el costado más solemne que Bruckner tenía en mente, pero sin perder nunca de vista la claridad del crescendo: los timbales y los metales tienen que hacer el crescendo a último momento, cuando el resto de la orquesta ya agotó su potencia. Se crea así una especie de crescendo progresivo, como si fuera acumulándose poco a poco. El crescendo es así menos un estado que puede arrebatarse (como una carne que se cocina demasiado rápido) que un proceso que debe construirse. Tanto aquí como en el "Scherzo" del segundo movimiento, los metales tocan separadamente, sin las cuerdas, para corregir ocasionales desajustes. El director conoce muy bien a la orquesta y los instrumentistas de la orquesta conocen muy bien al director. El respeto recíproco resulta evidente. Siempre que debe detener a la orquesta porque un pasaje no lo satisface del todo, Barenboim precede la interrupción con un cortés Entschuldigung ("perdón", en alemán). Durante un breve intervalo del ensayo, en el café del Musikverein, un músico observaba que la Filarmónica se comportaba de otra manera cuando era dirigida por Barenboim. Aunque mantiene una amable pugna con el nerviosismo del concertino, Barenboim relaja esa tensión y logra naturalidad en la ejecución. De hecho, en el ensayo del día siguiente, las correcciones habían sido ya plenamente incorporadas por los músicos. Se consuma así aquello que Barenboim entiende que debe ser un ensayo: muchas maneras de decir "no" con la esperanza e decir "sí" durante la actuación.

Aniversario
Presente incierto, futuro esperanzado
En este artículo, el músico argentino, israelí, español y palestino recrea pasajes de su vida, estrechamente vinculada a los comienzos y las vicisitudes del Estado de Israel, de cuya creación se cumplen 60 años
Por Daniel Barenboim Para LA NACION Hay fotografías sobre las paredes de mi camarín de la Staatsoper de Berlín, fotografías que me recuerdan lo que veo cuando miro por las ventanas de mi casa de Jerusalén. Están levemente desteñidas y aquí y allá el papel está arrugado, pero las vistas se reconocen fácilmente. La ciudad vieja, el Domo del Rock con su cúpula reluciente, las murallas, las puertas. A veces me siento en esta habitación antes de una función, mirando esas fotos y pensando en Jerusalén, en Israel, mi hogar. Antes de 1989, esta habitación fue supuestamente un refugio de la Stasi de Alemania Oriental, la policía estatal; si yo fuera una persona sentimental ese hecho seguramente me ayudaría a dejar de serlo, pero no soy una persona sentimental. La situación de Medio Oriente está demasiado próxima a mí, es demasiado personal para permitirme algún sentimentalismo al respecto. He tenido pasaporte israelí desde 1952. Desde los quince años he viajado por el mundo como músico. He vivido en Londres y en París y viajé durante años de Chicago a Berlín. Antes de tener pasaporte israelí, tuve uno argentino; más tarde me equipé con uno español. Y en 2007 me convertí en el único israelí del mundo que también puede mostrar un pasaporte palestino al cruzar una frontera israelí. Soy, por así decirlo, la prueba viviente del hecho de que solo una solución pragmática que implique la creación de dos Estados (o mejor aún, por absurdo que parezca, una federación de tres Estados: Israel, Palestina y Jordania) puede traer paz a la región. ¿Cuál es mi respuesta a aquellos que dicen que soy un ingenuo, un artista solamente? Que no soy una persona política, aunque les haya estrechado la mano a Ben Gurión y a Shimon Peres cuando era un niño: lo que siempre me ha interesado no ha sido la política, sino la humanidad. En ese sentido me siento capaz y, como artista, especialmente calificado para analizar la situación. Tanto mis abuelos paternos como maternos eran judíos rusos que huyeron a Buenos Aires durante los pogromos de 1904. Desafortunadamente, nunca interrogué demasiado a mis padres acerca de la historia de nuestra familia. Para empezar, cuando era niño estaba demasiado preocupado por mí mismo, y además, era "normal" que estuviéramos en un estado de cambio permanente. La historia de mis abuelos maternos, sin embargo, es muy especial. Cuando llegaron al puerto de Buenos Aires (él tenía 16 años; ella, 14) después del viaje terriblemente largo, se anunció que solo se les permitiría desembarcar a las familias: el cupo para todos los demás se había colmado. Los dos estaban solos, y mi abuelo se dirigió a mi abuela diciéndole "¡Casémonos!" Y lo hicieron. Una vez en tierra firme, cada uno se fue por su lado. Al cabo de dos o tres años se reencontraron por casualidad, se enamoraron y pasaron juntos el resto de sus vidas. Esta abuela era una fervorosa sionista. Ya en 1929 había ido a Palestina por un año y medio con sus tres hijas -incluyendo a mi madre, que tenía 17 años- para ver si era posible vivir allí. Por su parte, la familia de mi padre se había asimilado completamente; la "Tierra Santa" no significaba nada para ellos, al menos hasta que descubrieron que yo tenía talento musical. De repente a mis padres les pareció importante que yo, como futuro artista, creciera como parte de una mayoría y no como parte de una minoría en la Diáspora. La convicción de que la normalidad sería un elemento fundamental de mi desarrollo intelectual fue, por así decirlo, combustible para el fuego del sionismo de mi abuela: la familia Barenboim decidió emigrar a Israel. Nuestra primera escala en el largo viaje fue Salzburgo, donde participé del concierto final de la clase magistral de verano del director Igor Markevich. El viaje completo insumió 52 horas, con escalas en Montevideo, Río, San Pablo, Recife, la Isla del Sol, Madrid y después tomamos el tren desde Roma hasta Salzburgo. A los nueve años yo hablaba solamente español y un poco de yiddish , que había aprendido de mi abuela. Eso no resultaba demasiado problemático ya que no planeábamos quedarnos en Austria, y yo estaría mayormente en compañía de músicos. Aunque en Buenos Aires no había tenido conciencia de que existiera un problema judío, empecé a advertirlo en Salzburgo. Un día unos amigos judíos me llevaron a Badgastein a ver una gran cascada y me dijeron que, durante la época nazi, habían arrojado allí a los judíos. Tuve mi primer atisbo del destino del pueblo judío; las historias que mis padres me habían contado sobre el Holocausto también me perturbaron profundamente, aunque no pude comprenderlas por completo en ese momento. En diciembre de 1952 llegamos a Israel. Era invierno, el año escolar había empezado hacía mucho, y tuve que aprender un nuevo alfabeto y un nuevo lenguaje. No era nada fácil, pero como yo era un niño poco complicado y extrovertido, me adapté rápidamente, y fue el principio de una maravillosa e intensa vida nueva. Todo estaba al borde del cambio y el progreso. Imaginen: ¡fue en las calles de Tel Aviv donde, entre todos los lugares del mundo, yo aprendí a jugar al fútbol! Más tarde formé parte de un movimiento juvenil y todavía recuerdo cómo desdeñábamos a los jóvenes de bigotes y a las muchachas que se pintaban los labios; sentíamos que eran superficiales, que ignoraban lo esencial. Como mi familia no tenía dinero, al principio nos mantuvo un tío de Brasil. Su hija es ahora embajadora de Brasil en Eslovenia, por lo menos un Barenboim llegó a alguna parte En cuanto al apellido, mi familia fue instada a traducirlo al hebreo, inspirada por el nuevo espíritu de autoconfianza que reinaba entre los judíos israelíes. Ben Gurión, por ejemplo, a quien yo admiraba muchísimo como estadista y visionario, provenía de la ciudad polaca de Plonsk y se llamaba originalmente David Grün. Fue él quien intentó convencer a mis padres de que yo nunca me haría famoso con el apellido Barenboim (la versión yiddish de birnbaum , peral); le parecía que Agassi, el término hebreo por "pera", sería mucho mejor. Siempre podían pensar que yo era italiano. Sin embargo, ninguno de nosotros quedó entusiasmado con la idea. En términos estrictos, el tiempo que pasé en Israel no es sustancial. Se redujo a los años entre 1952 y 1954 y entre 1956 y principios de la década de 1960. Cuando no estaba en la escuela, estaba en giras de conciertos en Zúrich, Ámsterdam o Bournemouth. En el invierno de 1954 fui a París a estudiar composición y contrapunto con la famosa -y famosamente estricta- Nadia Boulanger durante un año y medio. Ella me enseñó que el músico ideal debe pensar con el corazón y sentir con el intelecto. Mis padres me acompañaron en todos los viajes, ya que opinaban que era necesario que yo tuviera la vida familiar más "normal" que fuera posible. La Europa de la década de 1950 estaba profundamente marcada por las consecuencias de la guerra. Por ser un viajero entre los dos mundos, el contraste entre Europa e Israel me resultó especialmente severo. En esa época Israel era el Estado más social e idealista que se pueda imaginar. Fue una suerte para Israel y para nosotros que fuéramos jóvenes al mismo tiempo. Nadie sentía que estuviera trabajando "para el Estado" porque eso no existía. El Estado literalmente se desarrolló ante nuestros ojos, alimentándose de nuestro idealismo, nuestro compromiso cotidiano y nuestro trabajo. Vivir en Israel como judío ya no significaba dedicarse a las profesiones llamadas liberales, como en la Diáspora (artista, abogado, médico, banquero), sino también convertirse en agricultor, agente de policía, soldado o, como podía darse el caso, incluso delincuente. El Estado y el hogar, el hogar y el Estado se fundían en una unidad. La izquierda israelí, el partido de los trabajadores, estuvo en el poder hasta 1977, un hecho que suele olvidarse. Veintinueve años. ¿Por qué fue así? Los tradicionalistas no tuvieron ninguna posibilidad después de la guerra de la independencia en 1948; esa guerra ya había sido ganada. Los judíos religiosos aún seguían esperando al Mesías. Eso solo dejaba a los socialistas. Solo después de la Guerra de los Seis Días de 1967, cambió la situación. La idea de una "Israel comunitaria" perdió vigor. De repente empezó a haber mano de obra barata procedente de los territorios palestinos y poco después aparecieron los primeros millonarios israelíes. El sistema socialista se desequilibró; la idea de Israel empezó a tambalearse. Crecí en Israel con cultura y valores europeos; la directora de mi escuela secundaria era una historiadora del arte, la clase de mujer que uno podría encontrar en Berlín-Dahlem. Eso me vino muy bien, porque en mi fase de rebeldía adolescente yo no quería tener nada que ver con la Argentina, el español o cualquier otra cosa de la Diáspora. Para mí todo eso era historia. Lo que importaba era el presente y el futuro de Israel. A los 19 o 20 años, me convocaron para hacer el servicio militar obligatorio en la Argentina. Pude postergarlo dos veces, hasta que finalmente argumenté que debía ser exceptuado porque era ciudadano israelí. El resultado fue que podía ir a cualquier parte con mi pasaporte argentino salvo a Israel, y que podía ir a cualquier lado con mi pasaporte israelí salvo a la Argentina. En 1966 conocí a la chelista Jacqueline du Pré en Londres. De inmediato nos sentimos mutuamente atraídos, tanto en lo personal como en lo musical, y dos o tres meses más tarde decidimos casarnos. Sin que yo ejerciera ninguna presión, Jacqueline decidió convertirse al judaísmo. La idea de tener hijos en algún momento influyó sobre su decisión, así como el hecho de que conocía a muchos grandes músicos que eran judíos. Su conversión no fue de gran ayuda para su carrera; leímos y oímos decir que se había unido a la "mafia judía de la música". En junio de 1967 nos casamos en Jerusalén, poco después de la Guerra de los Seis Días. Ben Gurión, que no tenía a la música en alta estima, estuvo presente en nuestra boda. Lo impresionó que una joven inglesa, no judía, pudiera identificarse tan intensamente con su país. El 31 de mayo, cuando la guerra parecía inevitable, habíamos volado a Israel en uno de los últimos aviones de pasajeros. Habíamos dado conciertos casi todas las noches. El último fue el 5 de junio en Beersheba, una ciudad a mitad de camino entre Tel Aviv y la frontera con Egipto. Cuando salíamos del concierto para regresar en auto a casa, los primeros tanques empezaron a acercarse a nosotros. Después de 1967 Israel se acercó mucho a Estados Unidos, no necesariamente para su bien. Los tradicionalistas dijeron: "no cederemos los territorios recientemente ocupados". Los judíos religiosos dijeron: "estos no son territorios ocupados sino liberados, territorios bíblicos". Y con eso se selló el fin del socialismo en Israel. Desde entonces, el conflicto en Medio Oriente ha sido instrumentado por la política mundial. Durante décadas hemos leído titulares sobre los estallidos de violencia; una guerra sucede a otra, un acto terrorista sucede a otro. Eso ha endurecido la opinión de la gente. Hoy, en la época de Irak e Irán, casi no leemos nada al respecto, lo cual es peor aún. Muchos israelíes sueñan que, cuando despierten, los palestinos ya no estarán allí. Ambos bandos ya no pueden distinguir entre el sueño y la realidad, y ese es el núcleo psicológico del problema. Desde la década de 1960 no me siento cómodo en Israel. Por supuesto que es mi hogar; mis padres vivieron allí y ambos están enterrados en Jerusalén. Siempre que hubo guerra en Israel he tocado allí: en 1956, 1967, 1973. La música era mi lenguaje, mi "arma". Sin embargo, después del negro septiembre de 1970, Golda Meir dijo, ¿qué es esto de hablar de los palestinos? ¡Nosotros somos el pueblo palestino! En ese punto me di cuenta: era algo moralmente inaceptable. Sí, los judíos tenían derecho a tener su propio Estado, y tenían derecho a que el Estado fuera este. Esa exigencia se había fortalecido con el Holocausto y la culpa de los europeos después de 1945. Sin embargo, suele olvidarse fácilmente que había entonces un sionismo moderado, gente como Martin Buber que dijo desde el principio que el derecho a un Estado judío debía ser aceptable para la población existente, los no judíos. El sionismo militante, por su parte, no desarrolló su pensamiento. Incluso hoy sigue basándose en una mentira: que la tierra en la que se establecieron los judíos estaba vacía. Hoy muchos judíos no tienen idea de lo que debe sentir un palestino, cómo es vivir en una ciudad como Nablus, que es una cárcel para 180.000 personas. Allí no hay restaurantes, ni cafés, ni cines. ¿Qué se ha hecho del famoso intelecto judío? Ni siquiera estoy hablando de justicia o de amor. ¿Por qué se sigue alimentando el odio en la Franja de Gaza? Nunca habrá una solución militar. Dos pueblos luchan por la misma tierra. Por más fuerte que llegue a ser Israel, siempre habrá inseguridad y miedo. El conflicto se devora a sí mismo y devora el alma judía; se le ha permitido que lo haga. Quisimos ser dueños de una tierra que nunca perteneció a los judíos y construimos colonias allí. Los palestinos consideran ese gesto como una provocación imperialista, y es cierto. Su resistencia es absolutamente comprensible, no los medios que emplean con ese fin, no la violencia ni la destrucción inhumana, sino su "no". Nosotros, los israelíes, debemos por fin encontrar el valor necesario para no reaccionar ante la violencia, el coraje de respetar nuestra historia. Los palestinos no pueden pretender que hubiéramos podido cuidar a alguien fuera de nosotros mismos después del Holocausto: teníamos que sobrevivir. Ahora que ya lo hicimos, ambos pueblos debemos mirar hacia adelante colectivamente. El primer ministro israelí que puede logarlo aún no ha nacido. Esencialmente, no hemos avanzado respecto de donde estábamos en 1947, cuando las Naciones Unidas votaron a favor de dividir Palestina. Peor aún: en 1947 todavía se podía imaginar un Estado binacional; sesenta años más tarde, resulta impensable. Hoy, la gente de Israel habla de separación, de divorcio con respecto a una solución de dos Estados: ¡cuánto cinismo! Normalmente, un divorcio solo es posible entre personas que alguna vez se amaron Sufro a causa de esta situación, y todo lo que hago tiene que ver con ese sufrimiento, ya sea dirigir a Wagner en Israel (¡y no fui en absoluto el primero que lo hizo!), citar la Constitución israelí en el Knesset, fundar la West-Eastern Diva Orchestra con el escritor Edward Said, crear un jardín de infantes musical en Berlín o -como ocurrió recientemente en Jerusalén- ofrecer un concierto para dos pueblos. Algunas de estas cosas son inmerecidamente exageradas por los medios, pero las hago porque me vuelve loco ver cuántas injusticias cometemos los judíos cada día, y cuánto ponemos en peligro la futura existencia de Israel. Por cínico que pueda resultar, me alegra haber nacido en 1942 y no en 1972. Así, tengo la esperanza de no estar vivo para ver el día en que sea posible que el Estado de Israel ya no exista, tal como no estaré vivo para ver el día en el que tal vez la música clásica ya no influya sobre la manera en que pensamos y sentimos. Ahora hace ya muchos años que no vivo en Israel, y soy muy consciente de mi perspectiva de espectador. A veces la gente me pregunta "¿Qué es un judío?". La respuesta es la siguiente: un judío que tiene experiencias antisemitas en Berlín en 2008 es diferente del judío que pasó por experiencias antisemitas en 1940. El judío de 1940 se sentía amenazado; el judío de hoy puede pensar en su propia tierra, en Israel. Hoy puedo decir: "O aprendes a tratar conmigo, antisemita, o nuestros caminos se separan, y punto". Eso genera una diferencia existencial. A corto plazo, soy pesimista respecto de Medio Oriente, pero soy optimista a largo plazo. O encontramos una manera de vivir juntos o nos aniquilamos mutuamente. ¿Qué es lo que me da esperanza? Hacer música. Porque ante una sinfonía de Beethoven, ante Don Giovanni de Mozart o Tristán e Isolda de Wagner, todos los seres humanos son iguales.
© Daniel Barenboim
[Traducción del inglés: Mirta Rosenberg]
Este artículo fue publicado por primera vez en Der Tagesspiegel, editado por Christine Lemke-Matwey

DICIEMBRE DE 1947. Miles de personas celebran en Tel Aviv el momento en que la ONU anuncia el plan de división territorial para la creación de un Estado judío Foto: AP

1 comentario:

Cynega dijo...

¡Propongamos al genial pianista/director argentino Daniel Barenboim para la nominación al premio Nobel de la Paz!
Su esfuerzo por llevar el arte a los más terribles conflictos bélicos es loable.
Es hora de que el Estado Argentino proponga nombres no por demagogia ni por descarte ni porque es políticamente correcto.
http://cynega.blogspot.com/2008/05/barenboim-y-su-staatskapelle-en.html

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