BELLOW
El lugar de donde viene la forma humana
Saul Bellow, el hombre que creía en la novela como parte de guerra de su época, que ganó un merecido Nobel por eso, pero sobre todo ganó la admiración de toda la gran generación de la literatura norteamericana que lo sucedió (la de Mailer y Roth), abordó el cuento recién después de los 50, cuando empezaba a alejarse de la época en la que vivía y a mirar retrospectivamente el pasado. De ahí el inmenso y peculiar valor de sus Cuentos reunidos por primera vez en castellano.
Por Juan Forn
Cuentos reunidos Saul Bellow
Traducción de Beatriz Ruiz Arrabal
Alfaguara, 2007
619 páginas
Auden decía que la única manera apropiada de reseñar un buen libro de poesía era reproducir sus mejores líneas, sin comentarios. Una necrológica, si se lo piensa un poco, es una especie de reseña sobre la vida de alguien, y cuando murió Saul Bellow todas las necrológicas parecían escritas según aquel criterio de Auden: rebalsaban sin excepción de citas textuales de Bellow. Era la única manera apropiada de despedirlo: tipiando algunas de sus frases por el puro placer de sentir en los dedos esa parrafada gloriosa, como si se la estuviera recitando a gritos en una borrachera. Es que, en Bellow, la voz era el primer cross a la mandíbula. Pero tuvo mala suerte en la traducción a nuestro idioma: nunca le tocó un Wilcock, un Pezzoni o un Pitol que pudiera acercarnos la formidable expresividad que tiene su frase en inglés.
Bellow era una anomalía en la literatura de Estados Unidos, empezando por el hecho de que en realidad era canadiense (llegó a los ocho años a Chicago, sus padres eran judíos mencheviques que habían abandonado Rusia en 1905). Se americanizó callejeando, pero el padre lo obligaba a escuchar a Tolstoi y Dostoievski en yiddish. En las calles de Quebec mamó los rudimentos de francés que le sirvieron después para leer en ese idioma, tal como en los años de la Depresión en Chicago aprendió los rudimentos de marxismo que le enseñaron a entender los mecanismos invisibles de la sociedad norteamericana. Pasó por la universidad (becado), pero nunca se graduó, y le quedó para siempre ese rechazo contra toda torre de marfil que tiene el polizón de biblioteca pública. Tuvo la idea loca de sentarse a escribir sus novelas tal como Balzac, Dostoievski, Conrad o Thomas Mann habían escrito las suyas: como quien envía partes desde ese campo de batalla que es la época en que se vive. Eso decía que era escribir. Nada del falso candor típico de los escritores norteamericanos: yo-sólo-cuento-historias. El trató de pensar todo lo que pudo adentro de sus novelas. El tuvo el descaro de apostar a La Gran Novela en épocas de culto excluyente a la vanguardia, a La Anti-Novela. Y lo hizo desde Chicago porque Chicago, con su materialismo rampante, con su pujanza multiétnica sin ley, anticipaba según él la sociedad que se venía. Por eso los personajes de sus libros, “la voz Bellow” en general, produce ese efecto tan adictivo: porque tiene yeca y biblioteca por igual. Alguien que se ha vivido todo, lo cuenta todo.
Bellow le encontró la gracia al cuento como género después de alcanzar maestría en la novela: su primer libro de relatos (Las memorias de Mosby) apareció en 1968, cuando ya tenía publicadas Augie March, Henderson y Herzog, y estaba por cumplir 54 años. Y el siguiente libro de cuentos vendría década y media después, en 1984, cuando Bellow estaba por cumplir setenta. Menciono esto porque, para Bellow, el cuento era el territorio de la memoria, del mirar atrás. Especialmente ese formato entre cuento largo y novela corta que terminó siendo su última marca de fábrica (La conexión Bellarosa, El robo, La verdadera). Con las novelas, con sus novelas importantes (que, según él mismo, llegaban hasta Son más los que mueren de desamor), había enfrentado la pregunta que le hace la sociedad a todo aquel que se atreve a semblantearla: ¿tenés algo que decir, vos? Los cuentos, en cambio, eran viajes al pasado, según Bellow, al mundo de su infancia y juventud. Para contestar otra clase de pregunta, a saber: ¿dónde está ese mundo del que viene la forma humana?
No es casual que Bellow encontrara de viejo el formato justo para estos relatos, cuando ya era un maestro de la novela y cuando empezaba a sentir que ya no era más un hombre de la época sino de otra época. En su obra no hay casi señales de los 80, ni de los años posteriores. Hasta 1982 escribió sobre su época; desde entonces escribió sobre el pasado. Basta ver los libros que publicó desde 1984: Him with his Foot in his Mouth (cuentos), Un robo (cuento largo, o novela corta), La conexión Bellarosa (ídem), La verdadera (ídem), Something to Remember me by (cuentos). Todos esos textos, más aquellos de Mosby, aparecen en estos Cuentos reunidos de Alfaguara. Hay, además, un precioso prólogo de Janis Bellow (contando cómo iba armando Saul sus historias) y un epílogo del propio Bellow. Hay –para terminar– un cuento en estos Cuentos que se llama “Zetland: impresiones de un testigo”. El protagonista es Isaac Rosenfeld, el mejor amigo que tuvo Bellow en su juventud, el buen chico judío que se hizo marxista brillante y llegó a Nueva York dispuesto a conquistarla y murió prematuramente. Hay en “Zetland” ecos de El legado de Humboldt (donde Bellow retrataba de manera fascinante la competitividad que había tenido con Delmore Schwartz, talentoso poeta borracho que se autodestruyó) y también los hay de Ravelstein (donde Bellow retrataba el ocaso de su otro gran amigo, el gurú de derechas Allan Bloom, como un puto viejo, rico y en paz). El biógrafo de Bellow, James Atlas, cuenta que en la colección de manuscritos de la Universidad de Chicago donde se hallan todos los papeles de Bellow hay una carpeta con doscientas páginas dactilografiadas adentro. En la carátula, a máquina, dice “Charm and Death. A Novel”. Y debajo, escrito a lápiz, en mayúsculas: Zetland. Atlas cree que eso habrá de publicarse algún día porque, sencillamente, es demasiado bueno para no existir. Ojalá. Mientras tanto, acá están estos Cuentos reunidos: estos viajes de Saul Bellow al mundo de donde viene la forma humana.
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