jueves, 12 de noviembre de 2009

CLAUDE LEVI-STRAUSS (1908-2009)

El último de la tribu
Hijo de Freud y Marx, formado en la filosofía pero llevado hacia la etnología a partir de un viaje a Brasil, investigador de los mitos, la magia, la religión, los vínculos humanos y las costumbres, Claude Lévi-Strauss fue autor de un pensamiento único por el que fue considerado el padre de la antropología moderna y una influencia fundamental en las humanidades y la filosofía de la segunda mitad del siglo XX. Fundador del estructuralismo francés, parte de una célebre polémica con Sartre, autor de investigaciones como Tristes trópicos o Mitológicas que lo revelan también como un gran escritor, murió la semana pasada, pocas semanas antes de cumplir los 101 años. María Moreno lo despide como al último de su tribu. Y Eduardo Grüner rescata un aspecto poco frecuentado de su pensamiento: la hipótesis del fin de la humanidad y los esfuerzos de Lévi–Strauss por delinear nuestro legado cuando ya no estemos.

Por Eduardo Grüner
Hay algo en la teoría de Lévi-Strauss que no ha recibido –que sepamos– tantos comentarios y/o exégesis como lo merecería. Es el hecho de que su antropología está construida teniendo siempre a la vista la hipótesis del fin de la humanidad. Es posible que esa escasa atención a los alcances (ciertamente inquietantes) de semejante hipótesis sea la responsable de ciertos –a veces interesados– malentendidos, que pretenden hacer de Lévi-Strauss un precedente, o un “puente” hacia, o al menos una condición de posibilidad de, el pensamiento llamado “posmoderno” (que, por otra parte, hoy ya no existe). Es cierto que, en su celebérrima polémica con Sartre, lo amonesta a veces con cruel ironía por su excesivo –¿cómo llamarlo?– “optimismo” (aunque, ¿Sartre, optimista?) respecto de la posibilidad de cambiar radicalmente la lógica de las “estructuras”. Y es cierto también que, en algún sentido restringido, el pensamiento post–estructuralista (que no es exactamente lo mismo que el “posmoderno”) fue una operación filosófica contra Sartre. Es cierto, también, que se atrevió a escribir que el objetivo último de las Ciencias Humanas era disolver al Hombre en la química de las circunvalaciones del cerebro (y esta boutade, como se verá, no es una muestra de ramplón positivismo: todo lo contrario, es una muestra de sagacidad poética).
Pero en la hipótesis lévi-straussiana del Fin de la Humanidad –al contrario de lo que sucede con otras hipótesis sobre diversos “fines” históricos– no se trata del “fin” de ese concepto moderno de Hombre que ha dado lugar a las denominadas Ciencias Humanas, según conjeturaba Foucault. Tampoco del “fin” de una idea filosófica de la subjetividad moderna tal como fue configurada a partir de Descartes, según interpretan los (ex) “posmodernos” (ésta es una crítica a la noción de Sujeto, por otra parte, que ya puede encontrarse de maneras muy distintas –entre sí, y desde luego con relación a los “post”– en Freud, y antes en Marx, y quizás antes aún en Hegel). No, en el caso de Lévi-Strauss se trata de algo mucho más radical: es el fin literal de la Humanidad como tal. No solamente, como ya es obvio, del registrado del principio al fin de su obra (desde Tristes Trópicos hasta La historia de Lince, por ejemplo) como fin de unas sociedades “primitivas”, o “míticas”, o –como prefería decir–- “frías”, destruidas irremediablemente en el torbellino de su invasión por el colonialismo (externo e interno). Para Lévi-Strauss este “etnocidio frío” –si se nos permite– es nada más que un anticipo de lo que indefectiblemente sucederá con la Humanidad en su conjunto: así como las sociedades “míticas” han sido disueltas en el ácido implacable de la modernidad técnica, la Humanidad “histórica” quedará, y por su propia obra destructiva, nuevamente disuelta en la Naturaleza de la cual emergió. En ese extraordinario libro llamado El pensamiento salvaje, y nuevamente en el curso de su debate con Sartre, Lévi-Strauss formula una pregunta muy sencilla, y muy sensata, y quizá por eso mismo insoportable: si el Universo se las arregló durante millones y millones de años sin la especie humana, ¿por qué no pensar que seguirá impertérrito su camino después que nos hayamos destruido a nosotros mismos? No es, hay que entender, un mero alegato “ecologista”, al menos en su sentido vulgarizado. Es una declaración profundamente filosófica (Lévi-Strauss, es sabido, renegaba de la filosofía en la cual se había iniciado, pero, por suerte, nunca pudo realmente romper con ella): es como decir que a la Naturaleza no le es necesario el Hombre –este Hombre, el que hemos llegado a ser–, y más aún: le es perjudicial. Y es como decir, parafraseando a Freud, que Lévi-Strauss vino a infligirle a la humanidad su cuarta gran “herida narcisista” (después de las de Copérnico, Darwin y el propio Freud). Sólo que ésta es la definitiva.
Tal vez en esta suerte de melancolía anticipada por el destino de la humanidad –palabra que a partir de él debe escribirse sin mayúsculas– esté la clave de otra famosa boutade: los mitos (esos a los cuales les dedicó amorosamente la descomunal sinfonía en cuatro movimientos que es las Mitológicas) no son algo pensado por los hombres sino algo que se piensa entre los propios mitos, en los hombres. Lévi-Strauss, se diría, quiso salvar esa conmocionante poética de los mitos de la catástrofe, para que la Naturaleza los recupere cuando ya no estemos para escuchar su advertencia. Cuando ya no haya estructuras del parentesco, ni ilusión totémica, ni pensamiento salvaje, ni alfareras celosas, ni miradas distantes, al menos quedará flotando en el aire una música diferente al chirriar de la “metafísica de la técnica”.
Esta última referencia no es caprichosa. Es más que evidente que en aquella idea originaria de Lévi-Strauss sobre el fin de la humanidad podría trazarse una vinculación con cosas tan diferentes como: a) el camino que, otra vez en Freud, va del origen de la cultura (en Tótem y tabú) a la posibilidad cierta de su fin (en El malestar en la cultura); b) el camino que, en Heidegger, va de una acentuación de la “autenticidad” del “respecto-de-la-muerte” en el DaSein a la acentuación de la historia del “ocultamiento del Ser” en la “imagen del mundo” promovida por el andamiaje técnico, hasta el borde peligroso en el que la Técnica se confunde con el Ser mismo y hace superflua a la humanidad; c) el camino que, en Adorno, va del “pensamiento identitario” (la reducción de la Cosa singular y concreta a puro Concepto abstracto) a la sujeción de toda posibilidad de Razón crítica en la “racionalidad instrumental”. A estas formas de destrucción es que oponía Lévi-Strauss su lógica de las cualidades sensibles, que creía haber encontrado en ese pensamiento “salvaje”, “mítico”, en el cual las formas de conocimiento de la Naturaleza no estaban al servicio de su dominación cuantitativa sino de un cualitativo pensamiento de lo concreto que preserve, sí, lo mejor de la cultura, pero también el derecho a la existencia, y la dignidad, de todo lo que no ha sido creado por el hombre.
Para aclarar otro equívoco, entonces: contra lo que suele pensarse, no hay en Lévi-Strauss un pensamiento rígidamente “binario” que divide la realidad humana en oposiciones dicotómicas, partiendo de la más fundante: Naturaleza/ Cultura. La Ley más universal y originaria (la prohibición del incesto) separa Naturaleza y Cultura tanto como las articula; como lo dice el propio L-S, “es lo que ya hay de Cultura en la Naturaleza, y lo que todavía hay de Naturaleza en la Cultura”. Lo mismo sucede con otras “dicotomías” recurrentes en su obra: Estructura/Historia, Mito/Literatura, etcétera. Lejos de una intención puramente “clasificatoria” de las complejidades de lo real, buscaba –también lo dice él mismo– no sólo las semejanzas por detrás de las diferencias sino las diferencias en las aparentes semejanzas. En esos “cruces” –más dialécticos de lo que se ha percibido habitualmente– hay siempre un sutil espacio de indeterminación por el cual se cuela el “significante flotante” de una escritura y un estilo fascinantes en su discreción, que han hecho de L-S un “clásico” de las letras, y no solamente de la antropología, del siglo XX. Es casi inevitable la tentación de comparar el resultado de esa búsqueda con un gigantesco bricolage –en el mejor sentido lévi-straussiano del término– que hace del autor, en sí mismo, un exemplum de esa “ciencia de lo concreto” que él reclamaba para sus indagaciones: un montaje de retazos por detrás de cuyo “pensamiento salvaje” se dibuja el entramado de una estricta lógica, en la que el equilibrio entre lo inteligible y lo sensible (para abusar de sus propias categorías de origen matizadamente kantiano) hace de esa obra una auténtica obra de arte en la más plena acepción lévi-straussiana: un sistema de transformaciones ubicado en el gozne, en la bisagra, entre la ciencia y el mito, como a su vez el mito lo está entre la ciencia y el arte.
¿Es Lévi-Strauss, después de todo lo que hemos dicho, un crítico de la modernidad? Claro que sí. Pero lo es no a la manera de los “posmodernos”, ni de los “premodernos”. Más bien lo es –aunque en un estilo, otra vez, más discreto, casi susurrante– a la manera de aquellos (como Marx y Freud, a los que siempre atribuyó su principal inspiración) que abren la posibilidad de una autocrítica de la modernidad desde ella misma. Incluso de la modernidad política: su definición del mito como un tipo de discurso que busca resolver en el registro de lo imaginario los conflictos que no pueden resolverse en el de lo real, y su afirmación de que eso eran las ideologías políticas modernas (que ejemplificaba con el “mito” de la Revolución Francesa, nada menos que el acontecimiento supuestamente fundador de la Modernidad), así como un persistente aunque poco “dramatizado” anticolonialismo que asoma por las rendijas de toda su obra, no deja dudas sobre su posición, para nada “desatenta” a las contradicciones trágicas de una época violenta como pocas.
Frente a todo eso, la hipótesis del “fin de la humanidad” es un llamado a la humildad dirigido hacia un Sujeto Moderno cuya omnipotencia es una forma del suicidio: no es un anti-humanismo sino, en todo caso, y a falta de mejor término, un contra-humanismo; una propuesta para que el Hombre retorne a un lugar de convivencia no privilegiada con “las palabras y las cosas”. Ahora, él mismo ha ingresado a ese universo mitológico que fue, casi, su vida entera. Seguramente no hubiera querido otra cosa que transformarse en “una versión más” de su propio mito. Por fin, dejaremos de confundirlo con las modas y contra-modas parisinas, y empezaremos a escuchar la música de su insistencia.



Un retrato

Por María Moreno
“Odio los viajes y los exploradores.” Luego de esa provocación lanzada a su propia cultura, Claude Lévi-Strauss hizo el relato de unos trópicos que fueron desapareciendo mientras la muerte, prórroga tras prórroga, le hacía cosechar un triunfo biológico: ser el último gran viejo de la tribu estructuralista.
Siempre me sorprendió ese escritor en quien el dato riguroso del etnógrafo, en el ejercicio del retrato modernista, arrastraba a la exageración y entonces podía describir el cuerpo de su maestro Georges Dumas “coronado por una cabeza abollada, semejante a una gruesa raíz blanqueada y desollada por una estadía en el fondo del mar”.
La enumeración caótica suele ser el ritual recurrente de la asimilación. El Lévi-Strauss de Mercados cifra en cada elemento la prueba de un saber sometida al encuentro con el objeto. “He recorrido todos los mercados, en Calcuta, el nuevo y los viejos, el Bombay bazar de Karachi, los de Delhi y los de Agra –Sadar y Kunari–, Dacca, que es una sucesión de sukh donde viven familias agazapadas en los rincones de las tiendas y de los talleres, Riazuddin bazar y Khatunganj en Chittagong, todos los de las puertas de Lahore, Anarkali bazar, Delhi, Shah, Almi, Akbari, y Sadr, Dabgari, Sirki, Bajori, Ganj, Kalan en Peshawar.” “He recorrido” es la declaración soberana del que ejerce un derecho: escribir sólo luego de haber hecho la experiencia, no como turista sino desde el corazón mismo de los sitios, exhaustivamente, no de uno sino de todos los mercados, con suficiente atención como para poder nombrar subgéneros (“el nuevo y los viejos”) y el rasgo propio (“una sucesión de sukh donde viven familias agazapadas”).
Lévi-Strauss no utiliza la lengua como los cronistas de la conquista para un informe de lo rentable a la corona –mapa de las tierras fértiles, de los ríos navegables y de las tribus mansas– sino que goza del francés mientras enumera los estragos de quienes lo utilizan. No adhiere a la poética del otro y en Muchedumbres la enumeración, para dar alguna idea de lo que podía haber de pálido enunciado político en Pasaje a la India de E.M. Forster, no escatima detalles de lo que significa dormir en la calle, en medio de excrementos, orina, pus, humores, basura, barro que llega a adquirir cierto status doméstico, la voluptuosidad de las víctimas a las que todo reconocimiento de humanidad horroriza y cuya angustia de sumisión jamás adquiere la forma de un principio de motín o de resistencia, e insisten en ofrecer nada en medio de lloros y súplicas, horrorizadas ante cualquier acto que achique la distancia con el blanco y con nostalgia de la soberanía despótica del antiguo amo británico.
A veces, Lévi-Strauss hace el cronista clásico y traduce a la cultura alta y blanca, entonces, en los tonos y variaciones de ritmo arrancados a los octavines de bambú por cuatro ejecutantes nambiquara, sobre todo en una pieza titulada Acción ritual de los antepasados, reconoce la semejanza con La consagración de la primavera de Stravinsky. Tampoco es un aventurero: la aventura para un etnógrafo es un contratiempo –por ejemplo, la sospecha entre los nambiquara de que unos aerostatos de papel de seda contienen nandé (veneno, todo mal, muerte)– que interrumpe la observación a la que debe dedicarse día y noche. Su selva, su Amazonia es también estructural: como techo, un degradé de copas y de cimas; como suelo, un fango de profundidad incalculable oculto bajo un enredo de raíces y musgos que se mueven y por el que él ha caminado con una mona de cola prensil llamada Lucinda aferrada a su bota izquierda (convertida en mascota, había desaprendido la selva y lejos de servir como lenguaraz del tanteo peligroso, gritaba como un bebé). Allí, el etnógrafo necesitó del poeta y se acostumbró a marchar avanzando al ritmo de una musiquita de letra hipnótica compuesta por él mismo: “Amazone, chére amazone / vous que n’avez pas de sein droit / vous nous en recontes de bonnes / mais vos chemins sont trop étroits” (“Amazona, querida amazona / vos que no tenés seno derecho / vos nos contás lindezas / pero tus caminos son estrechos”). Letra en la que, como en los relatos de sus observados, la mujer suele tener la culpa de todo.