lunes, 30 de diciembre de 2013

Leonardo Padura: “No hay historia cubana sin Fidel”

Periodismo y literatura. El escritor cubano vuelve sobre sus textos de no ficción escritos en los 80. Allí se leen los trazos invisibles de la identidad nacional.


Desde la isla llega la voz de un hombre que es ícono de la cubanidad, y en particular, de la literatura y el periodismo de su país. Leonardo Padura acaba de publicar en la Argentina El viaje más largo (Capital intelectual y Futuro anterior) donde compila sus crónicas publicadas en el periódico Juventud Rebelde. Durante los años 80 el periódico dio lugar al vuelo poético de retratos y relatos que componían una serie de notas distintas para esos tiempos. Hoy Padura es un reconocido escritor que también tiene espacio para filmar. Acaba de finalizar el rodaje de una película que tiene como títuloRegreso a Itaka , una interpretación del exilio. Y en poco tiempo retomará el camino de la ficción escrita. Aquí habla el Padura periodista.
–¿Qué distancia existe entre el Padura de ficción y el que escribió estas crónicas en el diario Juventud Rebelde?
–Creo que el haber hecho este tipo de periodismo donde utilizo elementos, recursos, estrategias de la ficción para contar historias reales fue fundamental en mi desarrollo como escritor, en el uso de un lenguaje de experimentación, y el enriquecimiento del lenguaje literario. Tanto que entre mi primera novela, –que escribí antes de ingresar al periódico–Fiebre de caballos , y otra que escribí al salir del periódico, Pasado perfecto , se ve el salto de un escritor aprendiz a otro con recursos profesionales. Y eso se lo debo a esa etapa.
–¿Cómo fueron recibidos en los años 80 esos artículos? ¿Qué decían los lectores de Juventud Rebelde?
–Fue increíble. Tuvieron tanta repercusión que todavía hoy se me acercan y me dicen “Padura, cómo me gustaban aquellos trabajos que tú escribías en el periódico” y hace de eso más de 25 años en algunos casos. Fui conocido primero en Cuba como periodista antes que como escritor y durante muchos años seguí siendo el periodista que escribía estos largos reportajes para Juventud Rebelde. Fue una relación muy cercana con los lectores porque la gente estaba aburrida de un periodismo muy didáctico, político, ideológico y yo les estaba ofreciendo historias en las cuales se hablaba de personajes, lugares, la historia que todo el mundo conocía, pero desconocían cómo se habían desarrollado. Y fue una relación muy estrecha la que se estableció con los lectores.
–Finalizado ese ciclo, ese tipo de artículos ¿abrió el camino para que otros periodistas retomaran ese género?
–Lamentablemente no. Yo termino en el periódico a fines de los 80, cuando empieza la crisis económica en Cuba y prácticamente desaparecen los periódicos en el país. Juventud Rebelde pasó a ser un periódico semanal y no había espacio para estos reportajes. Además el ánimo de las cubanos no estaba para estos textos, fue una época en la que se luchaba por la supervivencia, por no morirte de hambre. Fue realmente terrible. Y después que pasó esa época tan dura, nunca el periodismo cubano volvió a ese camino y ha seguido siendo un periodismo más propagandístico y utilitario que literario y educativo.
–¿Cuándo fue la primera vez que oíste hablar de Rodolfo Walsh?
–Estando en la universidad leí Operación Masacre , se había hecho una o dos ediciones en Cuba, pero una de ellas fue muy masiva, era una colección de libros muy económicos que se llamaba Ediciones Huracán. Lamentablemente el papel con el que se hizo era tan barato que los libros de esa edición son ilegibles, pero deben haber circulado fácilmente 50, 60 mil ejemplares. Fue un libro que me marcó, porque pensé en algún momento que si alguna vez escribía periodismo iba a escribir un periodismo como el de Walsh; y que si alguna vez escribía novela también me hubiera gustado escribir algo como Operación... que parecía una novela.
–En tus textos hay fondo y figura, los protagonistas y los lugares donde desarrollan las historias lo cual le da una tensión y un interés que en otros textos no encontramos. ¿Cómo ves el panorama periodístico en ese sentido?
–Ese periodismo que yo pude hacer en los años 80 y que tres o cuatro periodistas cubanos practicaron en aquellos años de manera más notable, es un periodismo que es prácticamente imposible de hacer hoy. Recuerda que estamos hablando de una época en la que todavía los periódicos se hacían con recursos que venían desde el siglo XIX, la forma de componer los textos, los linotipos, las líneas de plomo, y ha habido una revolución tecnológica con la era digital, Internet, que cambió por completo la forma de hacer periodismo, de entender el periodismo, de concebir la noticia. Cada vez hay menos revistas, o son cada vez más superficiales, ya no hay esas grandes revistas periodísticas o quedan muy pocas de esas que existieron hasta los años 80 o 90. Los periódicos cada vez tienen menos páginas y luchan contra la rapidez de otros medios. Cuando escribo mis columnas para la agencia de prensa IPS en Roma no puedo excederme de las 50 líneas. Eso impide que el contexto esté presente en el texto periodístico, tanto que muchas veces tengo que buscar alternativas para poder explicar situaciones que fuera de Cuba no se entienden y que sin ese entendimiento lo que yo estoy explicando no tiene sentido. Yo añoro ese periodismo con historias contadas en la plenitud de sus posibilidades. Pero son cada vez menos los espacios y cada vez menos los lectores que tiene ese periodismo.
–¿Qué pasa con los lectores?
–Hay un lector nacido en la era digital, que ya es un lector importante, la generación que tiene entre 20 y 25 años, que se acostumbró a ese texto breve y estamos los lectores nostálgicos de mi generación, los que tenemos más de 40, 50 años, que crecimos con un periodismo mucho más analítico, más de fondo y añoramos esa lectura. Sin embargo, curiosamente ocurre esos lectores que quieren un periodismo muy sintético leen con mucha tranquilidad una novela de Harry Potter de 600 páginas y no resisten leer un reportaje largo. Sin embargo, en mi época, El Extranjero de Camus, que tenía apenas 100 páginas, era una novela de la cual creamos un culto literario; y al mismo tiempo también disfrutábamos de un reportaje de 15, 20 páginas en una revista...
–En el libro hay un texto sobre el ron Bacardi... ¿hablar de Bacardí es hablar de Cuba?
–En estos momentos la situación es completamente diferente. Bacardí ya no se fabrica en Cuba. Con esa tecnología se hacen rones que tienen otro nombre, el ron Santiago o una de las producciones de la línea Habana Club que se fabrica en Santiago de Cuba donde estaba la antigua fábrica Bacardí. Es difícil identificar hoy a Bacardí con Cuba pero durante casi un siglo fue una relación muy elemental el ron cubano por excelencia era el Bacardí, tanto que se creó una bebida internacional que todavía hoy se toma que es la mezcla del ron con el refresco de cola que se llama Cuba Libre, que se ha mitificado su origen y que identifica un poco lo que es Cuba. El Bacardi que hoy se bebe en el mundo no es de la misma calidad que el que se hacía en Cuba. Cuando en gastronomía elevas mucho la producción pues pierdes calidad.
–Teniendo en cuenta el subtítulo de tu libro: “Buscando una cubanía extraviada”, ¿qué imágenes constituyen la identidad cubana hoy?
–Cuba es un país que tuvo la fortuna de crear señas de identidad que muy pronto fueron reconocidas como símbolos de lo que era Cuba. La más importante es la música cubana, creo que es un elemento que desde el siglo XIX comenzó a recorrer el mundo y todavía hoy tiene esa presencia tremenda en el mundo, algo parecido al tango. Hablas de tango y estás hablando del Río de la Plata, hablas de son, de rumba y estás hablando de Cuba. La geografía cubana, el habano, el tabaco cubano, y el propio ron cubano siguen siendo marcas de identidad. Por supuesto indiscutiblemente se suma la Revolución Cubana. En América Latina tiene una presencia muy importante y el pensamiento y la iconografía guevarista, aunque tiene su origen en la Argentina, tiene su expresión en lo que significó el Che para Cuba, donde hizo su obra, la obra que lo convirtió en el Che. Tener una bailarina y una compañía como la de Alicia Alonso es un lujo; el Canon Occidental de Harold Bloom incluye entre 30 escritores de lengua española a cinco cubanos. Siempre digo que Cuba es un país más grande que la isla. La isla siempre nos ha quedado chiquita y por eso nos acusan de ser “los argentinos del Caribe”.
–¿Y a qué viene esa expresión?
–Nosotros tenemos la tendencia a magnificar, no sólo a creernos que somos diferentes, sino a tratar de demostrarlo filosóficamente y entonces en ese sentido un poco egocéntrico, creo que argentinos y cubanos nos damos la mano. Somos más pretenciosos que nuestros vecinos.
–Y en la lista de los íconos, ¿también está Fidel Castro?
–Fidel es una persona política que llena un espacio importante en el siglo XX, especialmente en América Latina, marcó la vida cubana durante 50 años y no se puede escribir la historia de América Latina y de Cuba sin la figura de Fidel; para bien o para mal. Desde el punto de vista que tú lo quieras analizar, tu perspectiva ideológica, tienes que contar con la figura de Fidel.
–Y a pesar de estar hoy en un segundo plano...
–Creo que la importancia política de Fidel se ha ido apagando y sobre todo en la medida en que se han ido introduciendo cambios en la sociedad cubana, esa importancia de Fidel ha ido disminuyendo, incluso el gobierno del propio Raúl Castro ha ido desmontando muchas de las estructuras que durante años Fidel creó para gobernar. Cuba no ha cambiado todo lo que debería haber cambiado en estos últimos seis años, pero ha cambiado muchísimo. Creo que estos cambios aunque lentos y fundamentalmente económicos y no políticos, han sido para bien y van a traer otros cambios, porque cuando empiezas a mover la estructura económica inmediatamente mueves la estructura social; y cuando mueves la estructura social al final mueves la estructura política.
–Obama y Raúl Castro se saludaron en el funeral de Mandela. ¿Qué te pareció esa actitud, cómo se vio en Cuba?
–Lo considero simplemente un gesto de cortesía entre dos personas, que actuaron como deben actuar los seres civilizados en un contexto tan especial como era el homenaje final que se le rendía a un hombre que había sido el gran maestro de la tolerancia y de las vías pacíficas, para conseguir objetivos políticos. Ojalá pudiera ser el principio de muchas cosas que se han especulado, de posibles acercamientos entre Cuba y EE.UU. Pienso que una de las pesadillas más terribles que hemos vivido en Cuba en estos años ha sido el diferendo con los EE.UU., la existencia del bloqueo, que es real y cómo ese embargo, ha servido a los intereses políticos de uno y el otro lado del estrecho de la Florida y cómo ha perjudicado sobre todo a los cubanos normales que vivimos del lado de acá o del lado de allá del estrecho.
–¿Qué continuidad hay entre el joven Padura y el actual desde los ideales políticos y culturales?
–Hoy soy muchísimo más escéptico, que tengo mucha menos fe en determinados proyectos colectivos, porque es lo que me ha enseñado la experiencia de estos años. Sigo pensando que muchas veces el objetivo de los políticos no es hacer el servicio público, sino tener una cuota de poder y todas esas experiencias me hacen ser bastante pesimista. De todos modos trato de buscar los lados buenos de los proyectos sociales, políticos, que existen. Con la muerte de Mandela creo que todos hemos pensado un poco en lo que puede ser un político realmente entregado a una causa, alguien que cumplió su misión y después salió de la escena política activa de una manera absolutamente en claro. Un ejemplo para muchos otros políticos sobre todo aquí en América Latina donde los políticos son tan adictos al poder.

CÓMO FESTEJA EL AÑO NUEVO CADA SIGNO

ARIES
Llega primero a la cena de año nuevo, termina de poner
la mesa y corta el pan para los chorizos. Se va a las
12 y un minuto porque lo esperan en una fiesta en Ramos
un sub grupo de un grupo de amigos de un amigo.

TAURO
Come pionono con ananá que le dá alergia. Se brota pero
 finge que no pasa nada, al igual que el resto de la familia.
Consulta la hora en el 113.

GÉMINIS
Le gusta la cena con la familia pero en realidad quisiera
estar con sus amigos que están San Bernardo y encima
alquilaron una carpa. Se va a dormir temprano porque al
otro día sale a correr a las 8 am.

CÁNCER
Cena con sus padres y hermanos aunque ellos no lo
invitaron. Propone juegos de mesa y conversaciones
sobre el nacimiento del hermano menor o un sobrino.
Se queda a dormir en lo de sus padres.

LEO
Leo llega tarde y hace comentarios sobre su vestuario y
su estado de ánimo. Hace un balance en voz alta de todo
lo que le pasó en este 2013. Cuando termina con el balance,
son las 12.

VIRGO
Se queda hasta las 2 am limpiando todos los tuppers
de comida. Quiere todo el tiempo contar cosas que le
pasaron, del orden de los emocional, pero nadie lo llega
escuchar.

LIBRA
Sonríe a todo el grupo familiar, media entre la relación tirante
de la nona y la tía con frases como "más contento que puto
con dos culos" o "sabés lo que es un asco? un sorete en
un frasco".

ESCORPIO
Es el hijo de puta que mete púa. Le recuerda a todos quién
le debe plata a quién. Critica la vajilla sin ironía.

SAGITARIO
A los gritos cuenta chistes de gallegos, se vuelca la fresita y
revolea al bebé por el aire muy cerca del ventilador. Es de
los que te explota el chasquibún en la espalda.

CAPRICORNIO
Llega solo y les cuenta a todos que tiene un pez gordo entre
las manos para el 2014, un proyecto que les va a dar a todos
de comer: quiere hacer tinturas para perros.

ACUARIO
Propone hacer un amigo invisible para Reyes y la foto grupal
tipo equipo de fútbol con los abuelos en los extremos. Nadie
acepta, se ofende y no habla más con nadie durante toda la
noche.

PISCIS
Llega solo y se va solo. Propone una oración para los espíritus
de año nuevo que dice que existen porque lo vió en un programa
en Infinito. Les cuenta a todos de su nueva religión y explica el
sentido de la vida en la tierra.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Nabokov

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Contratapa|Viernes, 6 de diciembre de 2013


El secreto del mundo

Por Juan Forn
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El acápite de novela más extraordinario que leí en mi vida dice: “El roble es un árbol. La rosa es una flor. El ciervo es un animal. La golondrina es un pájaro. Rusia es nuestra patria. La muerte es inevitable”. Son palabras de un tal Piotr Smirnovsky y, si le creemos a Nabokov, vienen de un manual de gramática rusa que se usaba para educar a los niños en Berlín durante la primera gran oleada de la emigración, después de la revolución bolchevique. Había muchos rusos que tomaban estas palabras como un dogma de fe en aquellos tiempos. Bajaban a caminar por la calle en Berlín y esperaban encontrarse con el otoño en San Petersburgo. Si se subían a un tranvía y se les caía un guante por la ventanilla, tiraban el otro para que quien lo encontrara tuviera el par, aunque no les quedara en los bolsillos ni una moneda para tabaco, carbón o té. Todos eran escritores, todos creían tener algo que decir porque les dolía Rusia. Leían los periódicos de la emigración como si leyeran a Tolstoi y los escribían como si fueran Pushkin. No sólo no entendían la revolución que los había expulsado de su mundo idílico; tampoco les entraba en la cabeza que la edad de oro de la literatura rusa (ese medio siglo de Pushkin a Tolstoi) hubiera dejado su lugar a la edad de plata (Ajmátova, Maiacovski, Blok). Para ellos no había terminado todavía: continuaba en ellos. Habían tenido delante de sus narices a los acmeístas y a los futuristas y a los imaginistas, antes de abandonar la patria, pero seguían pensando que la literatura rusa la hacían ellos, en salones prestados en Berlín.
Había un muchacho que iba a esos salones, uno de “esos jóvenes rusos en Berlín que vendían pobremente las sobras de su educación aristocrática dando lecciones particulares de inglés, boxeo y tenis”. El también llevaba a Rusia en el corazón. De hecho, se creía con más derecho que todos esos vejestorios de salón a sentir que Pushkin y Tolstoi corrían por su sangre, porque en su caso el parentesco no sólo era metafórico, sino sanguíneo: el joven Nabokov se creía el príncipe heredero de la literatura rusa, y un poco así lo trataban esos vejestorios (a fin de cuentas, su padre había muerto por la patria poco antes, poniéndole el pecho a las balas que pretendían asesinar a Kerensky a la salida de un mitín político en Berlín). El joven Nabokov asistía a aquellas veladas con el cuello de la camisa abierto y zapatillas de tenis sin medias, el rostro y las manos y los tobillos siempre bronceados y una inalterable indiferencia en su expresión helénica, pero por dentro se sentía “como una casa a la que han privado de su piano de cola”. En sus prolongados ratos libres entre clase y clase, leía a Pushkin como si lo inhalara (“El lector de Pushkin siente que su capacidad pulmonar crece”). Lo hacía como entrenamiento, pero no para escribir poemas: sabía ya que sus poemas podían engañar a otros pero a él no; necesitaba encontrar otro envase para la voz que tenía adentro. Y, así como descubrió temprano frente a un tablero de ajedrez que no tenía pasta de gran maestro pero sí tenía un talento tan endiablado como elegante para inventar problemas que vendía después a la revista 8x8, supo en aquellos tiempos en Berlín (cuando una muchacha hermosa que se convertiría en la mujer de su vida le dijo: “Me gustan tus poemas pero las palabras parecen un talle más pequeño de lo que deberían ser”) que la única manera que tenía de ser poeta era disfrazándose de novelista.
Años después, cuando ya había escrito todas sus fabulosas novelas en inglés, dijo que sólo se había limitado a aplicar la idea que se le ocurrió en ruso, en aquellos tiempos en Berlín: la de enmascarar la poesía en la prosa, la idea de que la gran narrativa es “poesía inadvertida”, opera sin hacerse evidente. Todos esos años de indolencia en Berlín, Nabokov estuvo en realidad entrenando el instrumento, escribió primero siete novelitas una tras otra para ir familiarizándose con el formato, y después puso sobre la mesa el libro que quería escribir desde un principio: la biografía de la mente de un escritor. Puso todo ahí: el Berlín opaco, la añoranza permanente de Rusia, las enfermas rivalidades literarias, las mujeres, las estrecheces económicas y también los delirios de grandeza de ese joven escritor, la manera en que va escribiendo su vida en la cabeza mientras tanto. Fue la última novela que escribió en ruso; después se pasó al inglés y, si se fijan un poco, repitió la táctica: un puñado de novelitas para ir tomándole el punto al idioma y entonces los grandes libros, Lolita, Pálido fuego, Habla memoria, Mira los arlequines.
Nina Berberova, que tenía la misma edad que Nabokov, dijo que cuando leyó La dádiva en París en 1939 sintió “que toda mi generación había sido justificada, estábamos salvados, teníamos sentido”. Pero el resto de la emigración detestó el libro y se sintió ultrajada. Nadie quiso pagarle la publicación, Nabokov terminó encontrando un editor alemán de poca monta que dejó morir al libro, y después, cuando logró cruzar a salvo hasta Estados Unidos huyendo de los nazis, no confiaba en nadie para que la tradujera, y él mismo no se decidía a hacerlo porque le resultaba demasiado doloroso tener que enfrentar en inglés los dilemas estilísticos que tan bien había sabido resolver en ruso, de manera que La dádiva (que en su lengua original se llama Dar, un título que habría sido perfecto para su traducción al castellano) durmió el sueño de los justos durante años y años, y todavía hoy es un libro semiolvidado: las editoriales que publican con pingües ganancias a Nabokov lo tienen fuera de catálogo, es una hazaña conseguir un ejemplar, sea en castellano o en inglés, para no hablar del ruso.
Había tanto que ofendía en La dádiva a los emigrados rusos en Berlín (y a los de Praga y a los de París, que participaban a la distancia), fue tal la catarata de cartas quejándose a los diarios sobre distintos momentos del libro, que nadie se sintió escarnecido por una escena en que el joven protagonista compara la vida de los rusos en Berlín con un cuento de los muchos que le hizo su padre (muerto, como el de Nabokov, e idealizado como el de Nabokov): en los confines de Chang, durante un incendio, un viejo chino tira agua sin cansarse al reflejo de las llamas en las ventanas de su casa, convencido de que la está salvando. Otro de los personajes de La dádiva dice en cierto momento: “La vida como viaje es una ilusión estúpida. No hay viaje, no vamos a ninguna parte, estamos sentados en casa y el otro mundo nos rodea, siempre”. Los rusos de Berlín evitaban en lo posible el trato con los “aborígenes” (ajj, krautz), desconfiaban y evitaban a los nuevos rusos que llegaban (espías, todos espías) y seguían tirando agua contra el reflejo de un fuego en el vidrio. No había mundo más pequeño. Y sin embargo, en el centro mismo de La dádiva una voz dice estas fabulosas palabras: “No es fácil de entender pero si lo entiendes lo entenderás todo y saldrás de la prisión de la lógica: el todo es igual a la más pequeña parte del todo, la suma de las partes es igual a una de las partes de la suma. Ese es el secreto del mundo”.

Tratado sobre las manos-Miguel Vitagliano

Domingo, 1 de diciembre de 2013
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ESCRITO EN EL MARGEN

El legado de un profesor de literatura está en sus manos: los subrayados que hizo en los márgenes de los libros que leyó, anotó, estudió y amó a lo largo de su vida. A partir de esta premisa, Miguel Vitagliano reconstruye en Tratado sobre las manos un camino emocional e íntimo en el que la reflexión sobre la literatura y su posible sentido encuentra un cauce afectivo que deposita en el corazón de los lectores.

Por Mara Laporte
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Algunos escritores tienen una historia para contar; otros prefieren salir a su encuentro. Miguel Vitagliano se encuentra, sin duda, entre estos últimos. Tratado sobre las manos, su última novela, probablemente sea menos una historia que una búsqueda, un recorrido que parecen transitar a la par el propio autor, cada uno de los personajes y, en consecuencia, el lector, que a lo largo del trayecto no puede sino agradecer el haber sido invitado a la aventura. Hacia dónde va esta historia lo iremos vislumbrando de la mano de Lidia, su protagonista, una maestra retirada que, a los 62 años, sufre la muerte de su marido, Víctor, un profesor de literatura latinoamericana a quien dedicó toda su existencia. En medio del duelo, Lidia comienza a recorrer la biblioteca de Víctor, y es allí donde empieza a mitigar su dolor, reencontrándose con su marido en los subrayados y comentarios al margen dejados por él en los miles de libros que ha leído a lo largo de su vida. Entonces, la idea que se le ocurre a Lidia alcanza la dimensión de su pena: transformar esas escrituras marginales en el último y verdadero libro de Víctor, el que él mismo fue escribiendo en los márgenes de otros, casi sin advertirlo, durante toda su vida. Porque “la muerte era estar quieta y ella estaba viva, y Víctor también, mientras mantuviera sus palabras en movimiento”. Y este proyecto, tan descomunal como maravilloso, acaba reencontrándola no sólo con Víctor, sino también con su propia familia, con quien comienza a reconstruir los lazos de un vínculo que parecía hasta entonces deshecho.
“Nada sucede de la nada: todo lo que es, antes dejó su huella”, se anima Lidia envuelta en las palabras de La eternidad de los astros, aquel fantástico ejemplar de Auguste Blanqui en cuyos márgenes Víctor había apuntado algunas de sus cavilaciones. Y aquí, como si se tratara de un juego de muñecas rusas, es probable que quienes tenemos la costumbre de leer “lápiz en mano” volvamos a agradecer al autor –por Blanqui y por la aventura– y nos encontremos de pronto, también, subrayando lo subrayado por Víctor en un libro que fue de otro pero que de algún modo es de todos. Porque si de algo trata este Tratado sobre las manos es precisamente del diálogo, de esa conversación absolutamente íntima que se establece entre el lector y aquello que lee, de la multitud de voces que dialogan o confrontan con otras voces a partir de un texto. Y de cómo, en una sucesión dialógica que nunca acaba del todo –qué otra cosa, si no, es la Literatura– cada texto viene a cuestionar o continuar a otros, abriendo a su vez siempre una pregunta que algún texto futuro tal vez se atreva a responder. Así, Lidia, en su papel de escriba del libro último de Víctor, no hace más que inscribirse en esta cadena de diálogos y conversaciones. Como ejemplo de este espíritu dialógico (en el sentido más bajtiniano del término) que atraviesa toda la novela, valga uno de sus primeros pasajes, en el que la protagonista se encuentra con un ejemplar de Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, en el cual Víctor había subrayado una serie de palabras dispersas. Lidia las une y las transcribe en forma de versos, y de ese modo acaba escribiendo un poema: “... hace unas páginas/este fantasma femenino/forma la página escrita/yo me dejo encontrar/alejarme/desaparecer/tú querías unos pocos elementos/queda escondido qué hay que no sea”. ¿No representa este poema escrito con palabras ajenas la más profunda dimensión del diálogo literario? Es Calvino prestándole sus palabras a Víctor; es Víctor hablándole a Lidia, es Lidia respondiendo con la construcción de un nuevo texto.
De esta manera, de Blanqui a Calvino, pasando por Borges, Gombrowicz, Fogwill, Márai, William H. Hudson, o Novalis, entre las múltiples lecturas de Víctor cuyos márgenes va recorriendo Lidia, se va abriendo paso, paralelamente, otra historia. Una historia que comienza cuando la protagonista, empujada por una situación fortuita, acaba teniendo que pasar una temporada en la casa de su familia política. Allí, en el que supo ser el hogar familiar de Víctor y con el tiempo se convirtió tanto en un club de squash venido a menos como en la casa de su hermano Joaquín, su esposa y sus tres hijos, continúa Lidia con su colosal proyecto. Y así, mientras lee y transcribe acunada por el golpeteo anacrónico de las pelotas de squash, reconstruye los vínculos con su familia. Una familia en la que cada uno esconde un misterio o una herida: Joaquín, su cuñado; Elena, la esposa de Joaquín y, principalmente, sus sobrinos: Miranda, que todo lo mira; Joaco, que retoma como puede su vida tras un accidente y, especialmente, Vicky, que se siente segura en el dolor de los demás, y que acaba desempeñando un papel fundamental en la vida de Lidia y en la historia.
Y si Tratado sobre las manos es una novela dialógica, el tratamiento que Vitagliano hace de los personajes la vuelven una obra polifónica. Porque el autor, lejos de imponer su voz, permite que las conciencias y mundos de sus personajes se entrecrucen a través de sus propias voces, presentándose a sí mismos en sus actos y palabras. Es ésta una de las particularidades de esta novela: el lugar desde el que elige hacer oír su voz quien la escribe, jugando a esconderse por momentos, a reaparecer en alguna Nota de Autor, pero nunca por encima de sus personajes sino a su mismo nivel, en igualdad de condiciones.
Tratado sobre las manos. 
Miguel Vitagliano 
Eterna Cadencia Editora 
288 páginas

Cuenta Vitagliano una anécdota que, aun siendo un elemento extratextual, mucho tiene que ver con la génesis de su libro. Refiere el autor que un amigo le regaló una vez un libro de teoría literaria marcado en los márgenes por David Viñas, a quien había pertenecido el ejemplar. El amigo, al entregárselo, le comentó además que en su interior había un recorte de una publicación cuyo contenido ignoraba, ya que no había llegado a leerla. Cuando Vitagliano la abrió vio que se trataba, casualmente, de un artículo sobre Bajtin. Al terminar de leerlo, descubrió que quien firmaba el artículo era él mismo, Miguel Vitagliano. El episodio, que podría tener que ver con “la insolencia de lo aleatorio”, surca este Tratado sobre las manos en varias de sus coordenadas, y profundiza en una de las grandes preguntas que viene a plantear el libro: ¿existe realmente el azar, o las casualidades no son más que “invenciones fútiles o revelaciones que se cuelan desde alguna zona misteriosa”?
Tratado sobre las manos es un libro que viene a recordar de qué manera “cada uno de nosotros debe decidir cuál es el encuentro que define nuestras vidas”, qué parte de la vida merece ser subrayada y en cuál de sus márgenes tal vez tengamos algo por agregar. Y quizá la mejor definición posible de esta novela la haya proporcionado Lidia, al intentar explicar esa maravillosa hazaña suya que es el libro final de Víctor: “Es un libro complejo y amigable, como son las relaciones íntimas verdaderas”. Eso es Tratado sobre las manos: una novela que habla sobre Literatura, pero que no olvida que la Literatura –y ahí su lado íntimo y emocional– también puede ser acariciada con las manos.