Internet > El libro sobre las zonas oscuras de Google
Toooooooooodo sobre Google
¿Qué relación existe entre Google y Platón? ¿Y entre Google y la noción de democracia que se propaga hoy en día? ¿Y entre Google y el capitalismo? ¿Y qué tiene que ver George Bush en todo esto? ¿Y Sarkozy? Estas y otras cuestiones alrededor de la empresa virtual más poderosa e intencionadamente simpática del mundo son las que aborda la francesa Barbara Cassin, filósofa y filóloga especialista en Grecia antigua, en su libro Googléame. La segunda misión de los Estados Unidos. Respuestas que, por supuesto, no se pueden buscar en Google.
Por Natali Schejtman
Todos sabemos más o menos cómo empezó, o probablemente tengamos presente esa imagen vaga y mítica de un campus con dos alumnos brillantes, simpáticos y descontracturados demostrando al mundo, desde una clase en Stanford, cómo un algoritmo iba a cambiar para siempre nuestros usos y costumbres. Hoy, la fórmula de ese algoritmo conocido como Page Rank e inventado por ellos para clasificar páginas, ha reemplazado a la de la Coca-Cola en el trono de secreto mejor guardado del mundo. Pero no alcanzó sólo con inventarlo: Larry Page y Sergey Brin hicieron lo posible durante años por volver redituable su invento, ya que en su principio más defendido, el buscador que opera sobre ese algoritmo separaba la publicidad paga de los resultados pertinentes.
Con lemas morales y un entendible afán megalómano, estos jóvenes proclamaron: “Nuestra misión es organizar toda la información del mundo”, por un lado, y “No seas malvado”, por otro (slogan que ya cambió a “Búsqueda, publicidad y aplicaciones”). Fueron ésas las insignias que, entre otras cosas, atrajeron a la filósofa y filóloga francesa Barbara Cassin, especializada en la Grecia antigua (por estos días también estuvo presentando El efecto sofístico), para llevar a cabo un filoso, irónico y profundo estudio llamado Googléame. La segunda misión de los Estados Unidos. Allí, esta investigadora se vale de historias empresariales, datos bursátiles, entrevistas y teoría dura –Heidegger, Arendt, Aristóteles y Deleuze– y pone el ojo crítico en estos mellizos de Silicon Valley, en estos caballeros blancos, estos cancheros autoproclamados libertadores y democráticos (en oposición con ese monje nerd y monopólico llamado Bill Gates), en fin, en los que supieron posicionarse como alternativos, para ir discutiendo y derrumbando, una por una, cada una de estas cartas de presentación.
LA BANALIDAD DEL MAIL
Y aunque no parezca, la relación entre la Grecia antigua, los sofistas y Google existe, y Cassin se ocupará en Googléame de pensar los reproches que Platón podría hacerle al modo de operar de Google, entre muchos otros cruces sesudos: cómo podría Platón acordar con un buscador “sofista” que pretende saberlo todo y que sólo se ocupa de las opiniones, a las que ubica, como si fuera poco, en el mismo plano. La cuestión, más allá del diálogo lúdico, le sirve a Cassin para indagar en las premisas sobre las que se erige el conocimiento hoy en día. Una parte de su interés filosófico por el buscador radica en una equivalencia de procedimientos entre el actual sistema académico y el algoritmo que hace de Google lo que es. Se trata del “factor H”, un factor de “bibliometría”, cuenta Cassin, según el cual se evalúa la calidad de un artículo en función de cuántas veces ha sido citado en algunas revistas especializadas, y así se considera al investigador en cuestión. Con Google sucedería algo similar, ya que el puesto en el ranking de aparición de una website responde no sólo a las palabras clave sino también a los links que van hacia él, que lo citan, o lo “sitan”, como juega ella: “Es una medida estrictamente cuantitativa. El fondo del problema es que la calidad es estrictamente una propiedad emergente de la cantidad. Eso pasa con el algoritmo de Google. Para la investigación esto es muy grave, porque quiere decir que jamás algo que es nuevo y que es sorprendente y difícil de comprender será conocido”.
En su crítica al software y al hardware del corazón Google, la mirada sobre las incongruencias entre cantidad y calidad guardan un paralelismo elocuente con la idea de información y formación, una escisión que es, sin duda, signo de los tiempos; de ahí a cuestionar el concepto de cultura según Google y su enlace directo con lo que se entiende por democracia, según las grandes potencias, hay una concatenación de razonamientos, datos y hallazgos técnico-políticos sin desperdicio. Pero eso dejémoslo para el final, cuando Barbara Cassin explique por qué para ella Google es “la segunda misión de los Estados Unidos”, entendiendo como primera la inacabable lucha contra el terrorismo, contra el mal o contra los que no son “nosotros”.
UNA CUESTION MORAL
Porque en el ensayo de Cassin, pasar de lo técnico al marketing, del marketing a lo político y de lo político a lo moral es deslizarse por una cinta trabajosa pero aceitada. Sobre todo, teniendo en cuenta que Google hizo de una moral –la de no hacer depender sus resultados de los anunciantes– su marca distintiva. Y sobre todo, también, porque un lema como “No seas malvado” (Don’t be Evil) no se escucha todos los días en una empresa. Ellos, cita Cassin de una famosa entrevista con Playboy, definen esta premisa como “ser una fuerza para el bien, hacer siempre lo que es justo, lo que es ético”. Entre las cosas que hacen de Google una entidad activamente buena aparece: procurar la buena información rápido, a bajo costo, para todos. Así como Apple cada tanto hace regodear a los pensadores con sus slogans entre cínicos y provocadores (“Think different” o “Era hora de que un capitalista hiciera una revolución”), Google enfatiza el componente lúdico, cambiando sus letras según el acontecimiento, poniendo fondo negro cuando hay que recordarle a la gente sobre el ahorro de energía, y sale a la ayuda pública de Yahoo! cuando es Microsoft el que la quiere comprar. Cassin está convencida de que la imagen de estos chicos como “caballeros blancos” ya no es tal. Google entró en la Bolsa en el 2004 –sus acciones aumentaron el valor exponencialmente–, el 99 por ciento de su negocio está basado en la publicidad, y eso compromete, por ejemplo, la venta de palabras clave que garantizan la aparición de un producto determinado en el margen derecho de la pantalla de quien busca esa palabra comprada (ad-words). Así, las palabras tienen distintos valores según la oferta y la demanda, los plurales valen más que los singulares (“el plural de digital camera es más caro que el singular, porque los compradores, que quieren comparar, clickean sobre el plural, mientras que una mayoría de curiosos clickea en el singular”, explica Cassin en Googléame) y se atesoran unas cuantas perlitas: una de las palabras más caras de la historia, por ejemplo, fue “mesotelioma”, un tipo de cáncer causado por exposición al amianto que era el mettier de un grupo de abogados. Pero Cassin también se ocupa de los datos más polémicos: los que tienen Gmail (el webmail de Google) saben que no bien uno manda un mail a alguien, en los márgenes de la pantalla van a aparecer unas cuantas publicidades directamente relacionadas con el tema del mail, así se trate de caballos, teoría actuarial o unas vacaciones a Ipanema. Esta fue una de las razones que hicieron apuntar contra Google y sus condiciones de privacidad. Claro, la respuesta vino por el lado de que no es que había “alguien” leyendo sino que se trata de una especie de robot indispensable que lo escanea todo. Otras noticias tiñeron de gris a los Google Guys: su ingreso al mercado chino vino de la mano de una sonada censura, tan en contra de la afanosidad informativa que hubo explicaciones por parte de la empresa (la noticia y sus repercusiones, en Google). Esa sería, en definitiva, la moral del capitalismo. “Constantemente Google ha elegido el mercado. El ejemplo del mercado chino es muy claro. Todo lo que uno acuerda con Google de la cuestión de confidencialidad está sumido a un fin comercial legítimo”, dice ella.
Si uno de los temas más resonantes de este tiempo es la convivencia de lo real y lo virtual, Google, como un elemento fundamental del presente, también levanta la mano en ese asunto y ha jugado siempre entre uno y otro. Cómo hacer cosas con palabras clave y cómo hacer de un motor de búsqueda algo lucrativo, pero casi casi, diríamos, sin que se note. Cassin sostiene: “Hoy en día entre lo virtual de Google y lo real de Google –una fortuna colosal sostenida sobre la publicidad– hay un enorme abismo. Es interesante pensar la manera en que Google disfrazó este abismo con la pretensión convulsiva: Nuestra misión es organizar toda la información del mundo, Nosotros no seremos malos y Nosotros somos la democracia cultural”, dice, estableciendo relaciones entre el presente de la mercadotecnia googleana a la vez con los conceptos de La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Weber y con una idea bushista de una globalización hegemónica.
BUSH EN GOOGLE
Otro de los puntos a los que Cassin se dedica es, justamente, la democracia. Como ella explica, el dispositivo de Google depende, más o menos directamente, de la cantidad de clicks de cada sitio. Algo de esto hay en que Google se autoproclame “democrático”. Sin embargo, hay evidentes trampas posibles: los clicks generados automáticamente para hacer ascender su sitio pueden alterar este esquema prístino. O aparecen las Google Bombs, diversos chascos para manipular la búsqueda, cosa que puede derivar en chistes como poner “Miserable Failure” y que el primer resultado sea la biografía de Bush (como pasó hasta hace unos años). El comercio de Google permite otras cosas, como que Nicolas Sarkozy haya comprado la palabra “banlieue” (“suburbio”) y que durante un tiempo al margen se encontrara el link de su partido para debatir sobre la seguridad.
Para Cassin, el vínculo de Google con la política (¡la virtualpolitik!) sería tan nítido hasta habilitar un subtítulo como el de su libro. La idea de la misión de organizar toda la información del mundo y la idea de no ser malo (la lucha contra el mal) son, según este razonamiento, muy similares a las ideas que propaga George W. Bush después de los atentados. Pero ella en ningún momento deja de reconocer la calidad de Google como herramienta de búsqueda: “Yo no me opongo a Google, me opongo a la pretensión de Google, digamos, político-ética. Sería estúpido ser hostil a un motor de búsqueda. Tampoco soy hostil a Estados Unidos en sí mismo, si no a un cierto tipo de imaginario americano misionero”.
Googléame no pretende ser una crítica al presente informatizado ni a Google como motor de búsqueda. Es en todo caso un ensayo crítico sobre una nueva realidad y subjetividad desde todos los puntos de vista, sobre las renovadas formas que adquiere el negocio en el siglo XXI –con sus cookies que fichan los perfiles de usuarios, sus publicidades inasibles o sus Patriot Acts entre empresas y gobierno–; sobre lo “sancto” y lo “non sancto” y sobre los diversos aspectos, algunos inevitables, otros prácticamente imprescindibles, que vienen de la mano de esta herramienta que puede hacernos informados y paranoicos en un mismo click.
Google respoooooooooonde (11/05/08)
El domingo pasado, aprovechando su visita a Buenos Aires para presentar su libro Googléame. La segunda misión de los Estados Unidos, Radar entrevistó a la filósofa francesa Barbara Cassin para hablar del buscador más usado de Internet. En la nota, Cassin exponía los argumentos fundamentales de su libro y explicaba los aspectos negativos de Google en relación con la democracia, el saber y la información. Después de leer sus declaraciones, la oficina de Google Latinoamérica responde y aclara lo que considera una serie de inexactitudes y errores.
Por Natali Schejtman
A propósito del artículo sobre la filósofa francesa Barbara Cassin y su libro Googléame. La segunda misión de los Estados Unidos publicada el domingo pasado en Radar, Alberto Arebalos, director de comunicaciones y asuntos públicos de Google Latinoamérica, que ya cuenta con oficina colorida y amigable –hasta tiene una sala de masajes y comida gourmet para la planta–, puso a disposición de este suplemento la perspectiva de la empresa, explicando que, según ellos observaban, en los razonamientos de la autora francesa hay una serie de saltos lógicos, inexactitudes o, directamente, errores.
El primer equívoco que él quiere señalar es la relación entre Google y Bush. Cassin encuentra puntos de contacto conceptual entre el Bush mesiánico post 11-S y los dos lemas corporativos de la firma: “Nuestra misión es organizar toda la información del mundo” y “No seas malvado”, lema que, aclara también Arebalos, “es una cuestión interna. No es algo que mercadeamos”: “Yo viví seis meses en California cuando empecé a trabajar para Google, y llevo viviendo 14 años en Estados Unidos. Empresa menos republicana que ésta no hay. Sugerir que Google forma parte de una conspiración norteamericana para la dominación del mundo no tiene asidero. No podés tomar ese salto lógico y deducir que, de la misma manera que Bush es mesiánico, porque la empresa dice Don’t be evil o dice que queremos ordenar y hacer accesible toda la información util, es equiparable con el regimiento Nº 83 aerotransportado que está en Irak. No tiene nada que ver ni ideológica ni política ni económicamente. Nosotros nunca ocultamos que somos un negocio, pero lo hacemos sin joder a nadie, por lo menos no conscientemente. Entonces poner en la misma bolsa China, los objetivos de la compañía, Estados Unidos y Bush, si bien vende, ¡no es cierto!”, dice el hombre que tiene accesible en su pantalla la cuenta regresiva de cuánto le queda a Bush en el gobierno. “Google fue la única empresa que cuando el gobierno de Estados Unidos pretendía mantener la data privada cinco años, apeló y ganó en la Corte Suprema de Justicia.”
Otro de los núcleos a responder involucra al buscador en sí. En su estudio, Cassin expone cómo funciona el algoritmo de búsqueda de Google y observa en una de sus cualidades más características –la cantidad de enlaces que apunten a una página es uno de los criterios de jerarquización, la cantidad de clicks, más o menos directamente– el tema de que la calidad podría verse como una característica emergente de la cantidad. PageRank, además, se anuncia desde Google como “un campeón de la democracia”: “El algoritmo, que es una forma matemática que jerarquiza los sitios, tiene 200 variables, una de esas variables son las referencias, con lo cual toda la deducción de que es una democracia o no, si el número o la cantidad... Hay que saber exactamente cómo funciona el algoritmo, y para entender cómo funciona el algoritmo hay que ser matemático, son fórmulas súper complicadas. Google tiene que ver, clasificar y ordenar más de 6 mil millones de páginas. Es un trabajo muy complicado, y el algoritmo se ha ido refinando con los años. En los primeros buscadores de Internet buscabas algo y venía con un montón de basura porque lo que hacían era comparar palabras. Larry (Page) y Sergey (Brin) dijeron: tiene que haber una forma en que la información sea relevante. Es todo un trabajo de interpretación de la intencionalidad del que busca para definir el algoritmo. Primero están las páginas que hacen referencia a ese sitio, los links que salen de ahí, qué nueva o qué vieja es la información de ese sitio, cada cuánto se renueva, se actualiza, la calidad de cómo está hecho el site... tiene toda una serie de cuestiones que van más allá del ‘voto’ de la gente”.
De acá se desprenden otras cuestiones que hacen al análisis –a veces más valorativo, a veces más técnico y a veces más dedicado a discutir al capitalismo en su conjunto– de Googléame, sobre todo en cuanto a la escisión cada vez más pertinente que la autora expone entre cultura e información.
Una discusión posible es hasta qué punto Google debe tener en cuenta la “calidad” en sus sitios. Según Arebalos, lo que Google no quiere es ser Gran Hermano: “Y por eso tenemos los problemas que tenemos... Porque nosotros tenemos dos fuerzas: tenemos la fuerza de los gobiernos que nos piden información y del otro lado las ONG u otros grupos que dicen no den data. Hay regulaciones de los países que te obligan a mantener la data y hacerla accesible por cuestiones de investigaciones judiciales. Hoy en día, Internet es uno de los lugares en donde se hace el seguimiento de delincuentes, por ejemplo. Por otro lado, pasa seguido que viene alguien y se queja del contenido de algún sitio o blog que no le gusta. Nosotros decimos cuáles son las cosas que no permitimos: incitación a la violencia, discriminación racial, sexual, religiosa. Ahora, si no viola ninguno de estas condiciones, ante la queja nosotros lo que decimos es: ‘Necesitamos el fallo del juez que diga que ese posting, por ejemplo, viola alguna ley local y nosotros sí lo vamos a sacar’. Porque entendemos que pueda molestar, pero también entendemos la libertad de una persona a colgarlo. Preferimos equivocarnos siempre para el lado de más libertad de expresión que para menos. Y tratamos siempre de no ser nosotros los árbitros del contenido”. Mientras que Google, entonces, ratifica lo lejos que quiere estar de un Gran Hermano, Cassin lo califica así en función del asunto, por ejemplo, de las publicidades laterales que aparecen en el Gmail y vende productos con relación al tema de la correspondencia.
Por otro lado, en Googléame se menciona el caso de la censura de Google en China, y Arebalos se detiene: “Primero, hay que entender que quien censura el contenido en China es el gobierno chino. En China está la opción de tener los resultados filtrados, que los filtra el gobierno chino, o podés acceder a resultados sin filtro, pero a riesgo de que te corten la conexión a Internet por un año o por toda la vida. Nosotros le decimos al usuario chino: ‘Ojo, esto ha sido filtrado, acá pueden tener los resultados sin filtrar, pero usted asume las consecuencias’. Si vos me preguntas qué opino, a mí me parece que es terrible que haya censura en cualquier país, pero son muy pocos los países en los que la libertad es absoluta. Incluso países europeos: en Alemania no podés hacer un sitio con una bandera o un logo nazi. El problema de China es desde 1946. Entonces me parece que lo que tendrían que hacer las ONG o la gente interesada en la libertad de expresión no es decirle a Google ‘no vayas a China’, es decirle al gobierno chino ‘no censure a sus ciudadanos’”.
Por último, Arebalos explica –ante inquietudes y acusaciones variopintas, más o menos fundadas– por qué Google no podría convertirse en un monopolio, como el que condenó a Microsoft a ser un personaje de imagen bastante demoníaca para el usuario básico, si bien reconoce el volumen monumental que tiene la marca hoy: “El 65 por ciento de la población que usa Internet en el mundo usa el buscador de Google. ¿Vos te creés que si mañana aparece uno que es mejor que el de Google la gente no lo va a usar? ¿Y quién impide hacer un buscador mejor que el de Google? Como nadie le impidió a Larry y a Sergey hacer un buscador mejor que el que había antes. Eso es parte de la competencia, pero vos no estás agarrando a nadie e impidiéndole que vaya a otro lugar. En Internet es muy difícil establecer un monopolio. Google es un negocio diferente: reside, como yo lo llamo, ‘en la nube’.”
Mayo del '68
Pidamos lo imposible
La relación cero y la alegría
Por Alan Pauls
Grosso modo, los 40 años de Mayo del ’68 han producido tres reacciones:
1) “Mayo del ’68 es responsable de todos los males que vivimos hoy: falta de autoridad, relativismo absoluto, crisis de valores”;
2) “Mayo del ’68 es responsable de todas las conquistas de las que puede jactarse el presente: pluralismo, derechos de las minorías, laicismo, antiautoritarismo”;
3) “Mayo del ’68 tuvo cosas geniales y cosas estúpidas”.
La peor, la más mediocre, conformista, ignorante y reaccionaria, es por supuesto la tercera. Las dos primeras son desoladoras porque son apenas una representación vaguísima de dos categorías vaguísimas, derecha e izquierda, que ya ni siquiera necesitamos saber qué son para que no nos interesen. La tercera es desagradable por su “frialdad”, su “equidistancia”, su “objetividad” higiénica, como de tasador o director de casting, pero es contemporánea (y por lo tanto es atroz) porque no dice nada del fenómeno que la suscita (“Mayo del ’68”) y todo, en cambio, de la posición del que lo evalúa. Es la posición de quien, a la hora de juzgar algo, no tiene a mano más que una triste herramienta cronológica: ser más joven que lo que juzga.
No es sólo un juicio que usufructúa las prerrogativas del post facto; es un juicio que confunde la mera posteridad con una superioridad moral, histórica, política. Un juicio que extrae de esa posteridad una especie de derecho inalienable, el más inhumano de todos los derechos humanos que nos ofrece (gracias, dicho sea de paso, a esa segunda Revolución Francesa que fue Mayo del ’68) el presente. “Tengo derecho a juzgar lo que sucedió por el solo hecho de haber llegado más tarde. Soy superior a lo que juzgo; lo que juzgo tiene conmigo ciertas obligaciones; es decir: lo que juzgo tiene que satisfacerme. La Historia tiene que satisfacerme.”
La primera y segunda reacción suenan torpes, desmañadas, tan generales que parecen diseñadas para impactar mentes extraordinariamente básicas, pero al menos postulan alguna relación de tensión –por retrógrada que sea– con la Historia de la que forman parte; la tercera, en cambio, postula la relación cero. Simplemente porque la posición del que piensa que la Historia tiene que satisfacerlo es la posición de cliente. Decimos que Mayo del ’68 tuvo cosas geniales y cosas estúpidas con el mismo tono con que, enfrentados con el escándalo de un producto que no fue lo que esperábamos, un servicio que no nos sació o un espectáculo que dejó que desear, debatimos en silencio si estamos en condiciones de exigir que nos devuelvan el dinero. (Lo sofisticado es que aquí no se trata de dinero. Aquí el capitalismo no necesita dinero para funcionar. Aquí el único capital es hablar cuando Mayo del ’68 ya “está muerto”.) El que opera ese reparto salomónico de 50 (“cosas buenas”) y 50 (“cosas estúpidas”) es el que cree que, más que pensar, lo que hay que hacer hoy es poner en la balanza, sopesar, medir, comparar. Y sacar conclusiones.
El que opera ese reparto es un juez, alguien que, por una ficción extraordinariamente eficaz, está lo suficientemente fuera de lo que juzga para juzgarlo. La conmemoración de los 40 años de Mayo del ’68 no debería preguntarse tanto qué fue o es Mayo del ’68 sino: ¿cómo podemos recordarlo en una época en que la memoria que domina es la memoria del cliente, memoria expeditiva, rapaz, capaz de recordar perfectamente que no quedó satisfecho pero nunca de por qué, en qué condiciones, por quién, cuáles eran en ese entonces sus expectativas, etc.? La memoria del amnésico: alguien para quien el único sentido que tiene la Historia es probarle si hizo bien o no en invertir en determinado acontecimiento. Ese es el neoclientelismo que campea entre nosotros, tan imperceptible y unánime como el que ya conocíamos, pero mil veces más siniestro.
Puede que Mayo del ’68 haya delirado una sociedad de jóvenes, de hippies, de drogones, de tirabombas, de fornicadores, de frívolos sexies, pero sin duda no deliró una sociedad de clientes. No sé si eso no hace hoy toda la diferencia. Eso, y la experiencia extraña, compleja, sorprendente, de no poder pensar en Mayo del ’68 –para celebrarlo o aun escarnecerlo– sin una sonrisa haciéndonos cosquillas en los labios. El hormigueo irrefrenable que nos despierta hoy cualquier emblema de la época (un slogan como Bajo los adoquines, la playa, el plano de La chinoise –profético Godard, como siempre– en el que Anne Wiaszemsky come un bol de arroz con una pantalla de lámpara invertida en la cabeza junto a un surtidor de nafta que dice “Napalm/Extra” o la foto de Danny El Rojo desafiando a un policía con una mueca) no miente. No creo que sea poca cosa. Porque ¿con qué otra puta época del Siglo de lo Real podemos decir lo que decimos del ’68: que tenemos con ella una relación de alegría?
El último acto
Por José Pablo Feinmann
Dos años antes de Mayo del ‘68, la nueva estrella del pensamiento francés, Michel Foucault, había proclamado la muerte del hombre. De pronto, las calles de París se llenan de estudiantes ruidosos, impulsados por una furia que asombró a todos, sobre todo a De Gaulle, imaginativos al extremo, capaces de crear consignas de alto valor literario y filosófico, exquisitas: “Debajo de los adoquines está la playa”, “Seamos realistas, pidamos lo imposible” o “La imaginación al poder”. Nada que ver con “Saúl querido, el pueblo está contigo”. El primero que ve llegar la hora de la venganza es Sartre, que hace ya tiempo es agredido por los estructuralistas. Foucault había dicho hasta el agobio (sobre todo el agobio de Sartre) que la Crítica de la razón dialéctica era el patético intento de un hombre del siglo XIX por resolver los problemas del siglo XX. Sin embargo, las calles llenas de jóvenes iracundos se parecían más a la Comuna que a las estructuras de Althusser, el sujeto barrado de Lacan o el sujeto no trascendental que Foucault se había empeñado en impulsar desde su, brillante, análisis de Las Meninas de Velázquez en Las palabras y las cosas.
La Crítica del supuestamente enterrado Sartre (enterrado por todos los condicionamientos que la lingüística, la semiología, el inconsciente y ese poder que Foucault encontraba por todas partes y por ninguna la resistencia al mismo imponían al sujeto) es la herramienta más eficaz para explicar lo que pasa. Al cabo, no es tan difícil de entender. Sólo una filosofía que se empeña en sofocar al sujeto de una y mil maneras y de vivir consagrada a demostrar su muerte o su insignificancia ante un poder omnipresente podía tener ciega su mirada ante una rebelión de jóvenes que querían cambiar el mundo. Toda praxis se explica a partir de ella y del sujeto que la protagoniza. ¿Cómo el Mayo del ’68 no habría de remitir a Sartre? La Crítica explicitaba, brillantemente, que la libertad es el fundamento de la alienación. Que de la alienación siempre se puede salir. Siempre que se postule, en principio teóricamente, la posibilidad inherente al hombre de su ser para la libertad, para la praxis. Si algo demostraba la Crítica era que, por más que los individuos estuviesen alienados, sumergidos en el mundo de lo práctico-inerte, siempre podían salir de la serialidad por un acto en el que se comprometían, por una praxis que era fundada por su libertad. Esta praxis daba forma al grupo, el grupo en fusión iniciaba su aventura dialéctica que era el desarrollo de la praxis libre de los individuos, la que va, por fin, a erosionar la solidez del grupo, porque el grupo requiere el juramento, que todos juremos pertenecer a él y someternos a sus reglas, y la libertad no se somete a ninguna instancia, no puede ser ahogada por la coseidad del juramento, la praxis es la negación de lo cósico. Si bien la libertad erosiona al grupo, no por eso lo torna inútil: todo lo contrario, sólo señala que el peligro que puede corroerlo es el mismo que permitió fundarlo: la libertad del sujeto. El sujeto, en el estructuralismo, aparece devaluado, sometido a las sobredeterminaciones, impotente. Sólo una filosofía de la libertad, de la praxis, una filosofía del sujeto, del sujeto en acción, del sujeto en tanto praxis, podía dar cuenta del acontecimiento de Mayo. En este punto teórico, el acontecimiento, que los estructuralistas habían leído bien en Heidegger, y que Sartre escasamente toca pues abominó del segundo Heidegger, hay algo valioso para la intelección de un suceso revolucionario. Un acontecimiento no es resultado de una teleología: no es resultado de ningún decurso histórico que lo incorpore a una “cadena de hechos” (como lo dijo Benjamin en sus Tesis sobre la Filosofía de la Historia) y encuentre en él la confirmación de una racionalidad o de, digámoslo, una dialéctica que se exprese internamente a los hechos. El acontecimiento, al producirse, establece una teleología hacia atrás. Es el acontecimiento el que señala todo lo que tuvo que ocurrir para que se produjera. Pero todo lo que se produjo no llevaba En-Sí la producción del acontecimiento, el cual pudo no haberse producido. El acontecimiento genera una teleología hacia atrás y una persistencia hacia adelante. Pero no hay una dialéctica histórica, interna a los hechos, que produzca necesariamente, como muestra de su devenir, al acontecimiento. De una u otra forma (y no pese a partir de la praxis individual) esto estaba dicho en la Crítica. Pero La arqueología del saber fue un texto necesario para explicitarlo decididamente. Si no hay dialéctica universal y necesaria, la historia no es azarosa, digamos más bien que es libre, es libre y son individuos, aun inmersos en la serialidad, quienes la hacen. La salida de la serialidad es el gran tema de la Crítica. El grupo es la superación de la serialidad. Y Sartre vio al grupo en acción por las calles de París. Las estructuras, por el contrario, no salieron a la calle. Y por un motivo que aún cuesta que los ya tardíos, envejecidos posestructuralistas y posmodernos, entiendan: los que salen a la calle son siempre los sujetos libres, arrojados por su praxis libre que se va constituyendo en tanto se lleva a cabo. Todo ocurre simultáneamente. Pero sin la praxis del sujeto libre, del sujeto que, aun en el más nivel más bajo de su enajenación, puede retomar su libertad, su praxis y pelear por lo que cree justo, no hay nada: no hay historia, no hay revolución, no hay sino cosas que andan por el mundo como cosas. No niego que el hombre, hoy, sea eso: una cosa inmersa en un universo de cosas. Marx lo vio perfectamente: cualquiera puede leer el capítulo del fetiche de la mercancía. Pero Sartre siempre pensó que de la peor de las enajenaciones se podía regresar a la praxis del sujeto libre. Por eso fue el héroe del Mayo Francés. Por eso fue el único gran intelectual al que le permitieron hablar en el anfiteatro de la Sorbona. Por eso, cuando murió, fueron a su entierro 50.000 personas y una de ellas dijo: “Este es el último acto de Mayo del ’68”.
Filosofía y fugacidad
Por Horacio González
Mayo del ’68: difícilmente la conjunción de un año y un mes nos encaminen tan directamente hacia un acontecimiento, hacia un país, hacia una lengua, hacia un mundo completo de actos. Todo pasó en poco más de 30 días. Ventaja para los historiadores, la cronología es dócil, a la mano. No se lo llamó “Parisazo”, la lengua francesa quedaría mal parada frente a esa ostentación. Es que no fue una irrupción en regla, una novedad absoluta, “un rayo en un cielo sereno”, según una frase del siglo XIX que le gustaba usar a Marx. Estaba en los textos y en los sueños. Sin embargo, no faltan hoy los estudios sobre las “raíces y antecedentes” de Mayo del ’68. Para el marxismo, para Hegel, un “pistoletazo” era una excitación gozosa, pero la historia debe ser otra cosa, ni serenidad ni asalto. ¿Pero no preferimos siempre una manualidad histórica, un hecho breve y reluciente, una repentina serie, casi portátil? A ese Mayo del ’68 lo queremos apretado, etéreo, constante y siempre a punto de disiparse, como una quimera.
Hasta con Atahualpa Yupanqui, que estaba cantando en París en ese mes, fueron a hablar los estudiantes de París. El hombre de la pampa, piedra y camino, les dijo que no hacía canciones de protesta. ¿Qué les dijo Marcuse? Sus libros ya estaban escritos y publicados antes de la fecha magna, de ese encuentro marcado. En los años ’40 había publicado Razón y revolución, donde presentaba un Hegel disponible para la teoría social y poco antes del ’68, el El hombre unidimensional, libro en que sobrevolaba una idea de dialéctica negativa, no la “chispa mesiánica” de Benjamin –aún no era lectura universitaria– sino la crítica a la cultura de ese nuevo capitalismo que había integrado a los obreros.
La nueva “negatividad” ya no era proletaria. Ahora podía ser estudiantil, erótica, mitopoética. Antigua: crecía alrededor de barricadas urbanas, con sabor a Louis Blanc y vagos aromas de Blanqui. Vanguardista: criticaba la sociedad del espectáculo para retornar al presente real, a las experiencias comunitarias verdaderamente vividas. Deliberadamente artesanal: escribía en las paredes con tizones, aunque se empezaba a decir la palabra “aerosol”. Absolutamente moderna: una revolución surgía de un cambio de lenguaje, y nuevas metáforas políticas ya eran una revolución.
Nada más antagónico que las figuras del general De Gaulle y de Daniel Cohn-Bendit. Dany le Rouge era un socialista libertario –como en una remota Argentina lo fueron Lugones e Ingenieros en su periódico La Montaña, hacia 1897, recordando precisamente a la Comuna de París de 1871–, y el General era alguien que en nombre de la Francia de los Capeto y de Renan le gustaba conversar en penumbras con su ministro Malraux, que con su ética de derecha y su épica de izquierda pudo convencernos de que era casi maoísta en China, como se había aventurado a ser aviador de la República Española. No les gustaba la NATO. Años después, al elegir el punto de vista ecologista, Cohn-Bendit pudo llegar a ser mucho menos crítico hacia las posiciones de esa alianza militar que aquellos dos personajes áulicos.
Una insurrección generalizada irriga mágicamente todo el sistema político. Aparece pasmosamente –inútil que los sociólogos e historiadores busquen después sus causas, lo que es justo pero exiguo–, y se retira como si no hubiera ocurrido. Esa es su fuerza “inactual”, como escribe hoy nuestro amigo Patrice Vermeren. Es la volátil condición para considerarla “fundadora de nuestra modernidad social”. Sartre y Foucault se acoplaron al mito sesentyochista, aunque el pensamiento de ninguno de los dos lo contenía. Una foto que debe datar de esos tiempos muestra a Foucault megáfono en mano y un Sartre en segundo plano. Veracidad postrera de la imagen. El primero parece hoy teóricamente más cercano a las barricadas –habiendo sido esencialmente un pensador del orden– que ese otro hombre que ofreció su imagen vendiendo un periódico maoísta en las calles de París, cual acto tan recordable como su Crítica a la razón dialéctica.
En 1871 París fue gobernada por proudhonianos federativos, biólogos positivistas, conspiradores blanquistas, nostálgicos jacobinos, combatientes polacos, soñadores garibaldinos, educadores anarquistas, geógrafos libertarios y contó al principio con la simpatía del joven Clemenceau, que a lo largo de su carrera sabrá encarnar los temas del traidor y del héroe. En cambio, en 1968 no había nombres nítidos. Es cierto que los publicistas de barricadas intentaron proclamar “las tres M”, Mao, Marcuse y Marx. Pero allí hubo climas más que ideologías, atmósferas más que doctrinas, visiones más que textos, utopías más que análisis, graffitis más que fundamentos, evocaciones más que autores, rimas más que ciencia, iluminaciones más que clases, pulsiones más que exámenes. Tal su fuerza.
Althusser ya había puesto la noción de corte epistemológico sobre el legado de Marx, Derrida acababa de lanzarse contra Levi-Strauss, Sartre había intentado mejorar al marxismo con su fastuosa idea de lo “práctico-inerte”. Pero ni eran tan solicitados como lo fue la lectura de Proudhon un siglo antes, ni existió la posibilidad de pensar en un gobierno que pusiera en marcha el sueño comunitario desde el Hôtel de Ville, el gobierno de la Ciudad. No haber gobernado permitió que Mayo del ’68 perdurara en su grata leyenda. Su destino ligado a un grandioso proyecto de quitarles trivialidad a los conocimientos y liberarlos de sus rutinas disciplinarias.
Más que una institución fue un mes, un año. Un evento del calendario y no de las organizaciones. Cuando la CGT puso realidad y clasicismo a la protesta, y los trabajadores de la Renault volvían a ser una verdadera fuerza sindical antes que hijos filosóficos de un hegelianismo de izquierda, el conflicto se hará por fin duro pero comprensible. De Gaulle se apoyará en lo que le quedaba, que era mucho y era poco: en el ejército y en lo que costumbristamente se llamaba la “Francia profunda”. Ganará las elecciones. Y en el museo imaginario de su casa en Colombey-les-deux-Eglises, pensativo, nunca logrará entender a ese mes y a ese año. Es que para hacerlo quizás había que trascender a la política, y también a la historia, porque eran una forma, la menos modesta que podía imaginarse, de hacerse mundo de la filosofía. De ahí su intensidad, y también su recordable fugacidad.
Sarkozy vs el 68
Una de las últimas declaraciones de Nicolas Sarkozy antes de ganar las elecciones fue un llamado a “liquidar” los valores de Mayo del ’68. Pero la frase se da en un contexto particular: el de una feroz crítica y una relectura por izquierda y derecha de aquellas jornadas históricas. Por eso, Radar traza un mapa de la situación intelectual al respecto en Francia.
Por Eduardo Febbro
desde Paris
Extraña conmemoración. 40 años después del Mayo Francés, la sociedad, sus protagonistas, la prensa, los intelectuales y hasta el poder han hecho de esa fecha un tema no de reconocimiento colectivo sino de polémica, de crítica y hasta de culpa. De manera transversal, el debate lo abrió el año pasado el actual presidente francés, Nicolas Sarkozy. Antes de ser electo, en un meeting de cierre de campaña, Nicolas Sarkozy dijo que había que “liquidar” la herencia de Mayo del ’68. Más aún, según la versión que el entonces candidato dio del Mayo Francés, aquellos acontecimientos habían dado forma y contenido al mundo que conocemos hoy: vean cómo el culto al dinero rey, del provecho a corto plazo, de la especulación, vean cómo los desvíos del capitalismo financiero fueron impulsados por los valores de Mayo del ’68. Vean cómo la puesta en tela de juicio de todos las marcas éticas, de todos los valores morales, contribuyó a debilitar la moral del capitalismo. De allí, entonces, la necesidad de “liquidar” aquella influencia. El hecho más sobresaliente no fue tal vez la misma frase de Nicolas Sarkozy sino la asombrosa aprobación que recibió de uno de los antaño líderes del Mayo Francés, el ensayista y ex maoísta André Glucksmann. Con su presencia en ese acto, su decisión anterior de llamar a votar por Nicolas Sarkozy y su defensa posterior de la frase del presidente, Glucksmann provocó un terremoto. ¿Cómo es posible que, en la edad tardía, los revolucionarios de antaño pasaran tan profundamente hacia el otro territorio? Este intelectual francés no es una excepción sino una suerte de línea continua que ha sigo seguida por muchos de los hombres claves del Mayo Francés. Para su principal actor, Daniel Cohn-Bendit, Mayo de 1968 sigue siendo, sin embargo, un faro que cambió la ruta de la navegación social: “El movimiento que se inició en los años sesenta y que continuó luego del ’68 transformó la sociedad en profundidad: las costumbres, la relación entre los hombres y las mujeres. El ’68 desencadenó la idea según la cual la acción colectiva autónoma sólo es posible con personalidades autónomas. Eso es lo que desencadena y refuerza la idea de la autonomía de las mujeres, de las sexualidades, de los niños y las nuevas relaciones en la pareja. Es decir, se trata de la destrucción de la relación autoritaria y la construcción, la idea o las ganas de una relación igualitaria entre personas autónomas”.
A través de una avalancha de libros, debates y discusiones Francia vive una intensa relectura de los acontecimientos de hace 40 años. El ciclo lo inició Jean Pierre Le Goff con su libro Mayo del ’68, la herencia imposible. Le Goff reconoció que el ’68 “abrió la vía a una destrucción efectiva de los principios y las marcas de la acción colectiva”. Al mismo tiempo, el autor de este ensayo trazó los límites y el alcance de esa destrucción. Le Goff puso en tela de juicio menos las transformaciones a que Mayo dio lugar que los excesos de vocabulario y de definiciones que empaparon la llamada cultura del izquierdismo libertario. El ensayista francés ataca la lógica de militarización del “izquierdismo”, su lógica violenta y la mitología de la violencia revolucionaria e insurreccional. Le Goff, anticipadamente, parece también coincidir con Nicolas Sarkozy cuando habla de los “excesos” y los “caminos sin salida” oriundos de Mayo del ’68 y cuyo resorte es, según él, la “idea delirante” del principio del placer sin freno. El análisis del ensayista ha encontrado un eco consistente desde hace 10 años, no sólo en el seno de la derecha sino, también, entre quienes participaron en las revueltas y en sus propios hijos. De hecho, la imposible herencia es, de una manera paradójica, un hecho: las generaciones posteriores se beneficiaron con las libertades conseguidas hace 40 años pero también cortaron los lazos con sus actores centrales, en muchos casos sus propios padres. Durante los últimos años, la juventud francesa puso en el banquillo de los acusados a aquellos soixente-huitards “egoístas”, “nihilistas” que jugaron en dos bandas y ganaron en ambas: la de la Historia de la Revolución y la del éxito social. La contradictoria cosecha de libros que aparecieron este año oscila entre el culto testimonial, el ataque acérrimo contra aquella generación “inmoral y despreocupada”, la demolición a la que se dedican sectores conservadores y algunos de izquierda y algunas perlas que merecen un lugar en el altar del ridículo. Entre estas últimas cabe destacar el libro del filósofo y ensayista André Glucksmann, que lleva el título tramposo de Mayo del ‘68 explicado a Nicolas Sarkozy. El libro pretende establecer un diálogo intergeneracional entre los de antaño y los de ahora a través de una serie de preguntas y respuestas entre el mismo Glucksmann y su hijo Raphael. Huelgan los intentos de resumen, sobre todo cuando el hijo le pregunta al arrepentido maoísta: “Papá, ¿por qué apoyas a Nicolas Sarkozy?”.
Lejos de ese ejemplo lastimoso está el libro de Virginie Linhart, hija de Robert Linhart, una de los hombres claves del maoísmo francés y autor del célebre libro El Establecido. Robert Linhart cayó en el lado oscuro de la vida, es decir, la locura, inmediatamente después de Mayo del ’68. Su hija Virginie, a través de las 182 páginas de El día en que mi padre se calló, establece un rico diálogo generacional a través del paradójico silencio de su padre y la voz de sus camaradas y de los hijos de los antiguos militantes. Este libro se une a otros en el testimonio escrito por hijos de líderes del ’68 que cuentan, todos, “esos años de abandono progresivo del militantismo, a la vez fructuosos y destructivos”. Mathias Weber, Nathalie Krivine –hija de Alain Krivine, ex secretario general de la Liga Comunista revolucionaria– o Julie Faguer narran desde adentro lo que fue ser hijo de un hijo de Mayo del ’68. Samuel Castro, hijo del famoso arquitecto y militante político Roland Castro, escribe en su libro: “Creo que mi apolitismo viene de mi profundo asco por la política en exceso”. Lauriel Barret-Kriegel afirma: “No hay un solo día en que no me diga: sobre todo, no proceder como mis padres lo hicieron conmigo”.
Las relecturas de Mayo también son legión. Casi todas buscan reubicar el exacto valor de los hechos en el contexto técnico en que se produjeron. Otras obras, en cambio, contienen una suerte de crítica o burla radical formulada desde el seno mismo de la izquierda. Entre estos libros sobresale la reedición de un panfleto escrito por quien fuera el compañero del Che Guevara en la aventura final de Bolivia, Régis Debray, Mayo del ’68, una contra revolución resucitada. Cabe resaltar que Debray es el enigma ejemplo de esa generación que pasó de la lucha armada a la socialdemocracia, de allí a los postulados ultra conservadores y desde ahí a una suerte de reformulación de la revolución, transformada en “necesidad de reformas”. Muchos recordarán una célebre frase de Debray: “La reforma en Francia, la revolución en otras partes”. Para Debray, el Mayo Francés “también funda los males contemporáneos”. A su manera, Debray afirma que el ’68 funcionó como una suerte de aliado objetivo del capital, como una cuna donde se hamacó el hombre que conocemos hoy, “el hombre burbuja, el hombre del instante, el hombre feliz”.
En una línea más lucida y exhaustiva, ensayistas o filósofos como Serge Audier demuestran los orígenes de ese eslogan absurdo que destilan los medios y los comentaristas: “Todos contra el ’68”. En su ensayo El pensamiento anti ’68, Audier demuestra cómo la crítica contra el Mayo Francés proviene tanto de la derecha como de la izquierda. Serge Audier explica: “Se ha desarrollado un pensamiento conservador anti ’68 difundido mediante ensayos que adelantan diagnósticos paradójicos. Por ejemplo: si Mayo del ’68 era en apariencia un movimiento crítico del capitalismo, en verdad resultó la matriz directa del capitalismo actual, con todos sus excesos”. Audier pasa en limpio lo que es en Francia una evidencia, es decir, esa suerte de histeria que rodea la celebración y donde se trata de ensuciar el mito, de destruirlo, de vaciarlo de su contenido y, por consiguiente, de su influencia positiva y, por consiguiente, de su utilidad. Todo el pensamiento contemporáneo que confluye en el análisis del ’68 tiende a deslegitimar a sus actores y a poner en las jornadas de protesta contenidos que le son y le eran imposibles. En este sentido, en su más que brillante ensayo, Audier da cuenta de los intentos –exitosos– de los detractores de Mayo por poner allí donde no estaban las ideas y los hombres para defenderlas. Ejemplo de esa paradoja: Michel Foucault, Louis Althusser, Roland Barthes, Lévi-Strauss o Pierre Bourdieu, en suma, todos los grandes intelectuales franceses con etiqueta de revoltosos o forjadores del Mayo Francés, no se encontraban ahí donde se cree: Foucault estaba en Túnez; Althusser, que estaba enfermo, evocó la existencia de un “movimiento progresista” pero luego se encerró en muchas reservas. Claude Levi-Strauss odió siempre el ’68, Roland Barthes no le encontraba sentido y la evocación del Mayo Francés lo ponía nervioso. Jaques Derrida, en esa época, no se metió en la ola por “desconfianza” mientras que Pierre Bourdieu observaba la revuelta con un escepticismo que los manuales de historia no siempre resaltan. Como lo resalta el editor del libro de Audier, “el odio a Mayo del ’68 se ha vuelto un tema de moda”. La frase no es un gancho editorial sino una verdad tangible. La retórica reaccionaria anti ’68 consta de ingredientes contradictorios, comunistas, socialistas, extrema derecha, todos los discursos convergen en un mismo blanco. Para Serge Audier, esos ataques concentrados, a menudo carentes de fundamentos y equivocados en las cabezas sobre las que eligen disparar, han conducido a una profunda restauración ideológica: de la moral, de la República, del liberalismo. Todos esos años de bombardeos contra lo que la crítica llamó “los anti humanistas” –los pensadores del ’68– parecen haber servido a preparar la gran restauración que empezó a operar en 1980.
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