miércoles, 13 de enero de 2010

Sartre/Masotta/Luis J. Medrano/Leyendas urbanas

EL GUION DE SARTRE SOBRE EL COLONIALISMO
Los condenados de la Malasia

En 1943, la Liberación de París podía olerse pero no verse aún. Las naciones imperialistas de Europa todavía tendían sus tentáculos sobre Africa y Asia. Y el cine estaba en su cumbre como arma de propaganda y propagación de ideas entre las masas. Fue entonces cuando Jean-Paul Sartre recibió el encargo de un guión. Inédito y sin filmar durante décadas, Tifus es rescatado en forma de libro. José Pablo Feinmann lo leyó, lo celebra como una pieza maestra sobre la libertad, le imagina directores y lo compara con las películas de su época.

Por José Pablo Feinmann







Nelly Dixmier no aparece definida desde el principio. Se va eligiendo (más sartreano imposible) a través de la trama. Nos preguntamos: ¿llegará hasta la prostitución? Depende de ella. Todo indica que sí, pero un acto de libertad puede arrancarla de ese destino. Y otro acto (también de libertad) puede hundirla en él. Los dos actos serán libres. La libertad es el fundamento del ser.




Qué pena: nadie se animó a filmar este poderoso guión. Era demasiado para 1943. No por el costo. No porque no fuera atractivo para cualquier productor. Menos aún porque fuera hermético. Al contrario, se entendía todo y posiblemente se entendiera más de lo conveniente. Sartre fue un hombre de una coherencia filosófica y moral notables. Murió, con él, todo posible acercamiento entre la filosofía y la política, la historia, la injusticia, el hambre. Me detengo con alguna frecuencia a ver la foto del 19 de abril de 1980 que exhibe la biografía de Annie Cohen Solal. Es la foto de los funerales de Sartre. Gobernaban aquí los guerreros de la peste. La muerte del gran filósofo fue anunciada como la de otro “subversivo” caído en un enfrentamiento. Las frases eran horribles, asqueantes: “Ideólogo de la subversión marxista, de notable influencia en las guerrillas que asolaron el continente americano, amigo del régimen de Fidel Castro, admirador del Che Guevara y de Mao Tsé Tung...” Hablaban del autor de El ser y la nada, Saint Genet, comediante y mártir, Crítica de la razón dialéctica, El idiota de la familia, del novelista de La náusea, del exquisito, sensible literato de Las palabras. En París –que fue su ciudad, su ciudad-situación– fueron a despedirlo 50.000 personas. Miro otra vez la foto. Difícil creerlo: ¿toda esa gente va a despedir a un filósofo? Algunos dicen: “Es el último acto del Mayo francés”. Sí y no, como le gustaba escribir a Sartre en la Crítica. Es, en 1980, el entierro de la política. El fin de la voluntad de cambiar el mundo. Es, también, como si se hubiera dicho: enterremos a Sartre, enterrémoslo de una vez por todas, ya estamos hartos de él, no queremos que nadie nos recuerde que el mundo es injusto y que nada hacemos para que no lo sea, que en el mundo hay hambre, guerras, que el imperialismo sigue existiendo, el racismo, la tortura, que nuestros héroes militares de Argelia dan clases en países como Chile y Argentina, donde se masacra a miles de seres luego de interrogarlos según el método de nuestros pares, del héroe de la Resistencia Paul Aussaresses, donde se los tortura para obtener información y a eso se le llama tarea de inteligencia. Enterremos a Sartre: ya no vende bien. No lo quieren en la academia americana. Toleran más a Michel Foucault, que demuestra tan exhaustivamente la magnificencia del Poder que no quedan vericuetos para la rebelión contra él. Toleran más a Derrida y a todos los posmodernos. Enterremos a Sartre y –con él– a Marx. ¿Quieren una crítica a la modernidad? Búsquenla en Heidegger. Es despiadado con el tecnocapitalismo. Pero de su crítica no extrae la antipática, incómoda –especialmente esto: incómoda–, necesariedad de enfrentarlo en el campo de la política, de la lucha social, o de clases. No: derrotaremos al tecnocapitalismo, saldremos de la modernidad desde el lenguaje, desde el claro del bosque y el Ereignis, nuestra propiación del Ser, nuestro pathos de la escucha. Echen a Sartre del canon. Es cierto que Adorno dijo que él asume el pathos de la escucha al sufrimiento de los otros en lugar del pathos de la escucha en lo abierto, en nuestra propiación del Ser. Pero Adorno es nuestro: cambió el eje del marxismo. Pasó de la lucha de clases al dominio del hombre sobre la naturaleza. Ahí entró en Heidegger. La razón instrumental surge de la crítica al tecnocapitalismo del segundo Heidegger. Adorno y Horkheimer no lo dicen. Pero tampoco citan las Tesis de filosofía de la historia de Benjamin, y eso que eran sus amigos, y Benjamin murió en la frontera española, suicidándose, y ellos escribieron Dialéctica del Iluminismo en la soleada California, en tanto Adorno dialogaba sobre el atonalismo con Schoenberg, tarea a la que dedicó años de su vida. Todo está muy bien sin Sartre. El mundo académico es lo que es y el resto es la maravilla de la pura diferencia, jamás entendida como conflicto. Todo conflicto lleva –de un modo u otro– a la dialéctica, a Hegel, a Marx y a Sartre. Y Sartre, para colmo, rechaza la dialéctica como teleología, huye de los determinismos del Manifiesto y de la conciliación final de la Fenomenología y de la Lógica hegelianas. Mejor editemos la Dialéctica negativa de Adorno. Digamos todo el tiempo que Adorno dijo lo más genial que filósofo alguno dijo sobre la dialéctica: que el momento negativo no debía suprimirse nunca, que la conciliación es la negación de ese momento. Callemos, olvidemos decir que lo dijo en 1966 y que Sartre ya había publicado hacía una década casi Cuestiones de Método y luego la Crítica, una summa metodológica insuperable. No importa: Sartre fue el único filósofo que pudo hablar a los jóvenes durante el Mayo francés, en tanto, en Alemania, Adorno llamaba a la policía porque una alumna decidió mostrar sus tetas en una de sus clases. Sartre la hubiera aplaudido.






Además, Adorno, curioso marxista, terminó escribiendo un libro tras otro sobre Schoenberg y Alban Berg. Lo admito: Sartre también nos pegó una buena patada enloqueciéndose con su Flaubert cuando esperábamos otra cosa de él. ¡Cuatro tomos y ni siquiera llegó a Madame Bovary! Pero la muerte nos negó la obra que planeaba: Sujeto y poder. ¡Ah, lo que eso hubiera sido! No importa: es un legado, un mandato. Tendrá que escribirla alguno de nosotros.
El guión de Tifus, que edita Edhasa sobre un original que lanzó Gallimard en 2007 (¿otra vez las editoriales se interesan por Sartre, incluso por este guión olvidado, casi inexistente?), es una joya, un puro placer de lectura. Una lectura que convoca sin cesar imágenes. Que es la función esencial del guión de cine. La casa Pathé se lo encargó a Jean-Paul en 1943. No le faltaban ideas sobre el cine, sobre su función y sobre cómo debía hacerse. La “Liberación” de París estaba a la mano y todos eran proyectos para el nuevo tiempo que se abría. “Sartre (escribe Arlette Elkaïm-Sartre, la encargada de publicar sus textos póstumos, joven de menos de treinta años cuando Sartre la adoptó y le dijo: ‘Cuando me haga viejo, empujarás mi carrito’) tenía su propio punto de vista, que había expresado en la prensa clandestina: sólo el cine tenía la capacidad de hacer reflexionar al mismo tiempo que distraer y emocionar, y de llegar así al gran público; tras la aparición del cine sonoro, creía, habíamos olvidado el poder de evocación del séptimo arte, la ampliación del horizonte que éste es capaz de ofrecer, y que los grandes realizadores del cine mudo habían sabido llevar tan bien a la práctica (...). Sartre soñaba con equivalentes modernos de Metrópolis, de El nacimiento de una nación, que dieran a los espectadores plena conciencia de que existían no sólo como individuos, sino también como colectivos; había que ‘hablar de la multitud a la multitud’”.
Tifus es una película anticolonialista de aventuras. Sucede en Malasia. Un territorio bajo el poder del Imperio Británico. De pronto, la mala noticia: se desata una epidemia de tifus. El guión –desde ahí– establece dos categorías de seres humanos: los colonos y los malayos. Los colonos quieren irse, salvarse. Los malayos son los que más contraen el mal. De modo que la presencia de un nativo es la de la peste, la del contagio y la muerte. El punto de partida es atractivo: un autocar está a punto de partir con una serie de europeos. En el techo están las pertenencias, atadas con fuerza, seguras. Adentro, un calor intolerable. Todos quieren partir. Falta sólo una pareja: Tom y Nelly Dixmier. Han trabajado en distintos lugares nocturnos. Ella canta. El es un aventurero sin gloria ni dignidad, un pobre tipo. Por fin, llegan. El autocar se prepara para partir. El chofer retira una escalera por medio de la que colocó en el techo los equipajes. De pronto aparece un malayo, trepa por la escalera y se queda en el techo del autocar. Nadie consigue que baje. Emprenden el viaje con él. Los europeos se horrorizan. Llevan la peste en el techo del autocar. Una mujer, que viaja en los últimos asientos, muy fina, muy europea, tiene una crisis de nervios: “¡Sí, y nuestras maletas también están en el techo, y mi bicicleta, y un cochecito de niño, los piojos van a meterse en todos lados, en nuestros vestidos, en nuestra ropa blanca, en todos lados, en todos lados!”. Que nadie crea –como se ha dicho al aparecer este texto– que tiene algo que ver con La peste de Camus. Si bien el diálogo de la señora burguesa desesperada que acabamos de citar tiene semejanzas con el texto que cierra la novela de Camus, con el sentencioso doctor Rieux advirtiendo a la humanidad que la peste siempre espera, el guión de Sartre no pretende funcionar como alegoría de nada. La peste es la peste y punto. No es el stalinismo, ni el nacionalsocialismo ni ninguna dictadura imaginable. Siempre me irritó esa carga metafórica de la novela de Camus, a la que nunca estimé como –por ejemplo– a El extranjero. Sus pretensiones alegóricas erosionan gravemente a La peste. Por el contrario, la enfermedad, en Tifus, es sólo una enfermedad. Sirve para demarcar una situación: la contraen sobre todo los malayos y los europeos buscan huir a la civilización para salvarse. Tal como habrá ocurrido varias veces en la historia colonial de Europa. El autocar sigue su marcha. Penetra en el desierto. El juego entre los que viajan recuerda a La diligencia de John Ford. Nelly Dixmier sería Claire Trevor, la mujer de vida incierta pero buena, generosa. Thomas Mitchell, el médico quebrado, borracho sin retorno, que se reencuentra con su dignidad cuando tiene que atender a un moribundo y pide, imperioso: “¡Coffee! ¡Coffee!”, John Carradine, el caballero misterioso, indescifrable. El comerciante y... John Wayne, que no está en Tifus. Ford habría dirigido genialmente esta secuencia de Sartre. Aunque: no sé. Porque hay algo que reclama más a Wes Craven que a Ford. La cosa viene así: el autocar marcha velozmente a través del desierto. Adentro, los europeos se abanican, beben agua o alcohol. Sudan interminablemente. Pero Sartre –que da indicaciones a la cámara– pide un plano en picado arriba del autocar: el malayo se está rascando, se arranca la piel, se retuerce, gime de dolor. No podemos dudarlo: tiene la peste. Otra vez vamos dentro del autocar. El conductor mira fijamente a través del amplio vidrio delantero. Sólo el desierto se dilata ante su mirada. De pronto, el parabrisas se inunda de sangre. El tipo grita como loco, sin poder evitarlo. ¿Qué haría acá Wes Craven? Haría aparecer la cara del malayo pegada al vidrio, ante la mirada de todos, con los ojos desorbitados, escupiendo sangre. ¿Qué tal? ¿No es mala la escena, eh? Mírenlo a Sartre: miren cómo disfrutó con un efectismo escalofriante. No lo hace aparecer al malayo, pero la sangre que cubre el parabrisas es la de un vómito suyo, signo irrefutable de su condición de apestado. Falta todavía. El chofer y Tom, el compañero de Nelly, toman coraje y bajan para liberarse del malayo. Con asco, con miedo al contagio, lo bajan del techo y lo tiran sobre el desierto.
Chofer: ¿Aún vive?
Tom: No tengo idea. Ayúdame.
“El malayo (escribe Sartre) está tendido sobre el camino, con los ojos en blanco, la boca abierta y los puños crispados. Tom y el chofer están inmóviles ante ese cuerpo inanimado y lo miran con repugnancia. Tom se enjuga el sudor de la frente con el pañuelo.”
Chofer: ¡Oye, todavía está caliente!
Tom: ¡Oh, no importa! Es él o nosotros, ¿eh? Dirás que estaba muerto. Además, tal vez lo esté.
Tom regresa al autocar. Nelly le pregunta por el malayo.
Tom: Estaba muerto, Nelly.
Nelly: ¿Estás seguro?
Tom: Ya estaba frío.
Tal vez Tifus exhiba un par de arquetipos que luego serían muy transitados por el cine. El mayor, el de Nelly Dixmier. Pero no aparece definida desde el principio, como Claire Trevor en La diligencia. Se va eligiendo (más sartreano imposible) a través de la trama. Nos preguntamos: ¿llegará hasta la prostitución? Depende de ella. Todo indica que sí, pero un acto de libertad puede arrancarla de ese destino. Y otro acto (también de libertad) puede hundirla en él. Los dos actos serán libres. Porque se sabe: la libertad es el fundamento de la alienación. Si el hombre no fuera libre, la alienación no existiría. Ergo, la libertad es el fundamento del ser.
Sartre se detiene morosamente en describirnos honras fúnebres de malayos. Marchas de seres oscuros, entre la resignación y la rebeldía. Cantos malayos, bailes malayos. Son los condenados de la tierra, condenados, también, por la peste. Entre todo este aquelarre hay un personaje central, indefinible: George. Ha sido médico, pero lo extravió la bebida. Ahora se viste de malayo y disfruta con su bajeza. Es –entre otras cosas peores– informante de la policía. De tanto en tanto, algún viejo orgullo aflora en él. Un inspector le dice:
Inspector: Jamás te negué un whisky. Mira, incluso en marzo pasado, viniste a darme una información, no gran cosa, y bien, te fuiste con tres botellas. ¡Ah, mi viejo cochino!
George: ¡No me toque! Soy un cochino, eso está claro. Pero no su viejo cochino.
Inspector: Como quieras, George. Lo importante para mí, sabes, es que seas un cochino.
Sí, George y Nelly se encuentran. Los dos arquetipos. La cantante que se derrumba en la prostitución. Y el ex médico que está en el abismo. Recordemos, sin embargo, esto es de 1943: algunas (muchas) películas funcionan muy bien con los arquetipos que instrumentan. ¿Alguien cree que Casablanca (1942, Michael Curtiz) no es un desaforado muestrario de arquetipos? Bogart (Rick Blaine), el tipo desengañado. El que no arriesga su cuello por nada. Ni por nadie. El que está de regreso de todas las pasiones de este mundo. Sobre todo del amor, que lo perdió en París. Ilsa Lund (Bergman), la mujer noble que sigue al hombre que encarna una gran causa pero ama al aventurero que sólo encarna la suya. El capitán Louis Renault (Claude Rains), el corrupto policía que se vende al mejor postor, pero, en el final, hace lo correcto y se aleja con Bogart en busca de una perdurable amistad. Victor Laszlo (Paul Heinreid), el héroe de la Resistencia francesa (inventada en gran medida por este gran film), tan noble y puro... ¡que viste de blanco en medio de nazis que lo persiguen! Conrad Veidt, el toque alemán, el monstruo de El gabinete del doctor Caligari, transformado aquí en el temible, malvadísimo, Major Heinrich Strasser. Peter Lorre, el pícaro ladronzuelo que paga caros sus compromisos con la Resistencia. Madeleine LeBeau, que se ha entregado a los alemanes, pero cuando escucha “La Marsellesa” la acompaña fieramente con su guitarra, y canta y llora... y se redime. Y el buenazo del negro Dooley Wilson, el prototipo del negro de los ‘40, fiel a su patrón, a quien sigue en medio de la lluvia y la desdicha rumbo a Casablanca. ¿Se pueden concebir más arquetipos? Todo, sin embargo, funciona, y Leonard Maltin la considera la mejor película que hizo Hollywood.
¡Qué bueno habría sido el film basado en el guión de Sartre! Lo que asombra –insisto– es la pasión del maestro por contar sucesos, acciones, hechos. Y si George es un arquetipo, no es cualquiera. Tiene sus buenas complejidades. Su capacidad de autodestrucción supera la de cualquier personaje de Hollywood de la época y aun de otras cinematografías. Será Nelly la que lo desenmascare, la que lo hiera y le exija que vuelva a ser un hombre, a encontrarse con algunos pedazos de vieja dignidad.
Nelly: Ha bebido.
George: ¿Y qué? (...) Con el dinero que usted me arrojó a la cara, ¿creía que iba a hacer confeti?
Nelly: ¿Se ha bebido ese dinero?
George: ¡Pues claro!
Nelly: ¡Miente! Miente. Empiezo a conocerlo. No lo ha tocado (...) Y esta noche, ¿cree que no he comprendido la comedia que representaba? Pero, ¿qué es ese asco que lo lleva a empeñarse en ser más abyecto de lo que es? Está ahí, como un pusilánime, un sucio, un borracho, me miente y yo... Me avergüenzo de usted.
Si llegara a surgir un amor entre George y Nelly no pareciera tener tonalidades rosadas, sino oscuras y hasta sanguinarias. Tal vez, ellos dos, europeos, son tan víctimas como los malayos y los acompañarán en su desgracia. El momento decisivo que marca la diferencia entre colonizadores europeos y colonizados malayos es cuando el gobernador de la colonia pregunta:
El Gobernador: (A los médicos.) Los barrios europeos no han sido afectados, ¿no es cierto?
El doctor Thomas: Aún no.
El Gobernador: Bien. Entonces hay todavía muchas esperanzas.
Para ellos, sí. Para los nativos, para los malayos, no. Creo que será inevitable adosar este notable guión cinematográfico del gran maestro del sujeto, de la libertad y la praxis contra el poder, a las líneas poderosas, feroces a veces, del Prólogo a Los condenados de la tierra, completándolo, entregándole mayor carnadura aún. Será ése su lugar más adecuado, el que le entregará su más honda transparencia.


Tifus. Un guión

Edhasa, Barcelona, 2009

216 páginas





Introductor de la obra de Lacan en castellano, lúcido lector de Roberto Arlt en pleno borgismo y personaje clave en la formación de toda una generación, desde hace años la figura de Oscar Masotta pertenece al ámbito de las mejores leyendas orales de la intelectualidad argentina y a la vez se trata de un autor cuya obra parece siempre estar a punto de revelar su oculto secreto. Guillermo Saccomanno aborda su producción interrogando la posibilidad de hablar del escritor despojado de la armadura de su propia leyenda.



Por Guillermo Saccomanno

1 ¿Por qué no considerar estas anotaciones sobre Oscar Masotta escritor a la manera de sus “Seis intentos frustrados de escribir sobre Roberto Arlt”? Si algo obliga la imitación, es pensar desde el otro su voz. Pero, ¿en qué consiste la frustración de escribir sobre Masotta? En principio, en que no parece haber únicamente un Masotta sino varios. Pocos escritores se han buscado en expresiones tan diferentes y a la vez tan complementarias. Como un detective de sí mismo, Masotta se subyuga por un género, una corriente de moda y, cuando cree haber dominado su mecanismo, al igual que el chico que desarma un juguete (¿rabioso?) lo vuelve a armar, lo abandona y pasa a otra cosa. En su Introducción a la lectura de Jacques Lacan pone su propia escritura en entredicho: “Con un breve seminario de seis clases sobre un seminario de Lacan sobre un cuento de Poe, una conferencia pronunciada en un instituto de música y una nota periodística, no se puede pretender que el resultado sea un libro. Pero para una época donde no sólo en las policiales de Raymond Chandler los editores son tanto o menos burgueses que los escritores, lo que hace un libro de un libro es el hecho de su impresión más su diferencia con otros libros. He aquí un ejemplar raro de esa ave vulgar, lector. Todo aquí es diferencia. Un autor sospechoso que escribe sobre temas de psicoanálisis sin ser un psicoanalista, un libro escrito en el español del Río de la Plata y que no intercambia casi una palabra en común con otros libros escritos sobre el tema escritos en el mismo español, un texto que



Foto historica de Contorno: David Viñas, Masotta y Sebreli

repite y transforma el texto de un autor europeo sin dejar de avisar al lector que ahí donde se repite tal vez traiciona y ahí donde transforma no es sino porque quiere repetir”.
¿En qué consiste ser un autor sospechoso? ¿No lo era acaso, en su tiempo, Freud, lector de Conan Doyle? ¿Cuál es la culpa que debe pagar el sospechoso de sí mismo? Lacan pudo insinuarlo: quienes mejor lo comprendieron no provenían del psicoanálisis. Uno de sus amigos fue Simenon. Parafraseando, a esta altura me pregunto, además de las relaciones entre escritura como cuestionamiento y delito, si esto que escribo no debería llamarse “Introducción a la lectura de Oscar Masotta”. En una de esas, este es el camino. Imitar un estilo puede ser también comprender qué le pasa por la cabeza a uno mientras escribe esto o aquello, “esto” que en Masotta es y no es escribir, “aquello” que parece engañosamente no ser literatura –al menos en un sentido ortodoxo– pero que en Masotta siempre es literatura. Un ejemplo: ¿acaso la historieta no le resultaba “literatura dibujada”? De ser así, si todo en Masotta es hacer literatura, se debe a que nunca dejó de ser escritor, de pensar como piensa un escritor, acercándose y a la vez distanciándose del fenómeno que quiere captar. Soy consciente de que plantear “Masotta escritor” puede ir contra los intereses de quienes pretenden reducirlo al campito de estudios lacanianos. La pregunta sobre la frustración que formulaba al comienzo: ¿cuál es la obra que prueba que Masotta es escritor? ¿Cuál es, digamos, su gran novela, su cuento memorable, ese ensayo voluminoso y definitivo? Pero, ¿qué quiere decir definitivo cuando se es consciente de la transitoriedad? ¿Y si la gran novela de Masotta fuera su vida? No hay en Masotta géneros, por diferentes que parezcan, compartimentados. Todo tiene que ver con todo. Y todo con uno. Digamos: una escritura en la vida. ¿Y si su cuento memorable fuera apenas una crispada semblanza autobiográfica? ¿Y si su gran ensayo fuera una compilación de sus escritos centrados en intereses siempre cambiantes que, en esa mutación constante, permiten atisbar una coherencia que incomoda al crítico académico? Falta una edición completa de su obra, es verdad, para comprobar esta presunción.












Oscar Masotta, Carlos Correas y Juan José Sebreli


2 Hace unas semanas Diego Caramés y Gabriel D’Iorio me acercaron el recién impreso Nro. 3 de la revista que hacen: El río sin orillas. Es una revista libro. Y se edita una vez al año. Exquisitamente diagramada, con una presentación cuidada, integra artículos sobre filosofía, cultura y política. En el Nro. 3, la sección Archivo, a cargo de Mariano Dorr, se publican de Masotta Los muertos (fragmento de una novela) y Reflexiones sobre la historieta (introducción a Técnica de la historieta, publicado por la Escuela Panamericana de Arte. Como no se conoce ficción de Masotta, me llamó la atención el fragmento de la novela. También la propuesta de Dorr: “Arrancar a Masotta de donde estaría introducido. Arrancarlo de la historia (del psicoanálisis, de Contorno, del Di Tella) para contar una historia, la suya”. Pero, pregunto, ¿se puede aislar a Masotta de su itinerario y el correspondiente contexto sociopolítico de las publicaciones en que interviene? ¿Sin Contorno, sin el psicoanálisis? Se trata de hitos y contextualizan. Lo que no significa que no concuerde en lo que –me da la impresión– Dorr insinúa, y redondeo: extraer a Masotta de una esclerotización institucional en la que, además de no encajar, de estar vivo, putearía. A la vez, es cierto, se dirá que mis conocimientos de la fenomenología sartreana, la semiótica y los presuntos misterios del hermetismo lacaniano son insuficientes y me restan autoridad para meterme en esta cuestión. Me atajo desde Masotta: “Yo de psicoanálisis no sé nada, o sé tan poco que lo que sé puede leerse en cuatro libros de Freud, pero eso sí, aprendí a odiar. Lo mejor que tengo ahora son mis odios”. Gesto arltiano el de Masotta al enunciar un conocimiento escaso del psicoanálisis que más tarde sería su objeto de investigación, ocupándolo desde los casi ‘70 hasta su muerte en Barcelona, en 1979.
Arlt y Masotta constituyen una relación visceral padre/hijo. Una herencia. El padre auténtico de Masotta no sería, desde esta perspectiva, el genético, aquel que le dio un nombre, un apellido y le asignó un destino que sería burlado, sino aquel otro, el literario, padre adoptado por el escritor. Su padre entonces, ya que de literatura hablamos, es electivo y es literario: Arlt, digo. Aunque sostuvo que, al escribir su ensayo Sexo y traición en Roberto Arlt, no pensaba en Arlt tanto como en Sartre escribiendo sobre Genet. Como Masotta no se queda quieto, traiciona. Quienes lo siguieron en lo sartreano serán traicionados por su descubrimiento de Lévi-Strauss, quienes lo adoraron en la modernidad del pop art, serán traicionados por su hallazgo de Lacan. La traición deviene entonces, al modo siempre arltiano, su coherencia. Nunca volverá donde lo estaban esperando. Nunca volverá atrás.


3 Busco explicarme: Roberto Arlt, yo mismo, insular dentro de la multifacética obra de Masotta, entrevero de autobiografía intelectual y confesión pública, me ha parecido siempre uno de los más desgarrados autorretratos de nuestra literatura. Se me puede cuestionar lo que digo, pero es indiscutible que en su brevedad, por su consistencia dramática y espesor ideológico, se manifiesta como escritura de una dialéctica que atraviesa nuestra literatura desde “El matadero” hasta la actualidad: violencia y política. Roberto Arlt, yo mismo es la presentación escrita de Sexo y traición en Roberto Arlt. El texto fue escrito en 1965 y recopilado recién con el ensayo sólo en la edición de Sexo y traición... de Centro Editor de 1982. Es una falta que no se volviera a publicar hasta hace poco y que iluminaría algunas de las situaciones que acá intento esbozar. Todas en torno de un propósito: “Masotta escritor”. Masotta cuenta en esta presentación sus procedimientos para hacerse escritor: un grueso cuaderno Avon, la manipulación de las palabras, una experiencia del mundo y un contenido siniestro. “Esto significa: que quería ser escritor y que, cuando intentaba hacerlo encontraba que no conocía ninguna palabra, por ejemplo, que sirviera para distinguir el estilo a que pertenecía un mueble. Y tampoco conocía el nombre de las partes de un edificio. Si el personaje de mi novela bajaba por una escalera, y apoyaba una mano mientras lo hacía, ¿dónde la apoyaba? ¿En la ‘baranda’ o en la ‘barandilla’? Y si el personaje miraba a través de un balcón, ¿cómo nombrar a los ‘travesaños’ del balcón? Travesaños, simplemente. O tal vez ‘barrotes’. Pero me perdía entonces en el sonido material de las palabras y me parecía grotesco y desmesurado, por ejemplo, llamar ‘barrotes’ a esos ‘travesaños’. Y si me decidía por la palabra ‘travesaños’ me parecía de pronto pobremente descriptiva para contentarme con ella. Si mi personaje debía caminar por la calle, y creía imprescindible envolverlo en la atmósfera propia de un determinado momento del día, había que decir ‘que caminaba bajo los árboles’. ¿Pero qué árboles? ¿‘Pitas’ o ‘cipreses’? ¿Se dan cuenta de la locura? Lo siniestro era el descubrimiento de aquel idiotismo. Yo, seguramente un idiota mental, pretendía escribir. Tenía miedo.”
No obstante, Masotta terminó esa novela. El fragmento recobrado ahora por El río sin orillas fue publicado originalmente en la revista Centro de la Facultad de Filosofía y Letras en 1954. Y está dedicado a David Viñas, por entonces amigo y compañero de Masotta en Contorno, el grupo político y literario que cargaría contra el establishment cipayo/tilingo (léase La Nación, léase Sur) y practicaría, además de una revisión no xenófoba del peronismo, el rescate tajante de Roberto Arlt. De este período son afiladísimos los pequeños ensayos de Masotta sobre el platonismo en Güiraldes o el antiperonismo colonialista en Sur más tarde republicados en Conciencia y estructura. El fragmento de Los muertos describe dos escenas de cuartel. El primer bloque cuenta una típica escena de sometimiento, un sargento bailando cuarenta reclutas, ensañándose con un conscripto del interior. Masotta pone el foco en los cuerpos, en la tensión y su jadeo. El segundo lo protagonizan dos soldados, Martín, un muchacho pequebú, que fue separado del PC, y Benasar, un universitario de derecha. En un descanso, mientras fuman, conversan sobre el país y la política. Benasar dice: “El argentino es el prototipo del hombre sin heroísmo”. Aunque proviene de la izquierda, Martín “no estaba en desacuerdo con todo lo que Benasar había dicho, pero conocía. Conozco: las palabras de la verdad o de la semiverdad en cualquier boca pero sin uso posible”.









Masotta y Sebreli


Masotta termina esta novela antes de los veinticuatro años. Todavía gobierna el peronismo. Y Masotta, junto con Carlos Correas y Juan José Sebreli, son atraídos por el lado popular del peronismo. Si publicaba su novela a los veinticuatro, imaginaba Masotta, superaría a Faulkner. No obstante, no la publica. Una hipótesis: la dedicatoria a Viñas revela, además de una amistad y cofradía en Contorno (junto con Rozitchner, Alcalde, Halperin Donghi y Jitrik entre otros), un oficio narrativo común, aunque más endeble en Masotta. A Masotta le costaba esa escritura que en Viñas se manifestaba con plasticidad y soltura. En mi opinión Masotta no publica porque se percata de que no hay novedad en lo que cuenta y como lo cuenta: ya lo contó Viñas. El dilema en Masotta no es tanto si baranda o barandilla sino un deseo de originalidad. Pero, además de Viñas, como antes de Viñas están Hemingway y Dos Passos, antes de Masotta está Sartre. Por cierto, el fragmento respira un aire del Sartre novelista. En este punto, una vez escrita su novela, una vez leída y repensada, aborta. Masotta debió percibir –además de que Viñas le había ganado de mano– que sus palabras ya habían sido usadas. Es en este punto donde, al no publicar, se llama a silencio como narrador. Quizá será para muchos un psicologismo juzgar este silencio inicial como un anticipo del que padecerá intelectualmente a raíz de una depresión tras la muerte de su padre. Dos silencios que a su vez derivan en un silencio mayor, cuando ya de vuelta de todo, en los ‘70 termina padeciendo una sordera progresiva. En síntesis: un escritor que viene de Floresta y ha participado del barullo de la modernidad en Plaza San Martín desemboca en el silencio de los grupos de estudio y la escucha del paciente, ese otro, mientras su sordera avanza implacable. Una interpretación: Masotta hace su sordera para escuchar/se mejor. Pero, ¿se puede curar si se prescinde de la palabra del otro? ¿Por qué no pensar esta situación como un koan? Cura, escribí. Pero, ¿de qué cura hablamos bajo el capitalismo?, nos interroga el Masotta sartreano. Y se dará cuenta, también en este punto, de la imposibilidad de una “salud mental” bajo un sistema enloquecedor. (Como maestro reconocerá únicamente a Enrique Pichón Rivière, quien se había animado a descender a la miseria de la locura, hundir su “ciencia” en el barro de la historia a la vez que escribía sobre Lautréamont.) Acá, de nuevo, un eco sartreano. Me atrevo a conjeturar que, en el fondo, Masotta nunca renegó de su formación sartreana. “La enfermedad mental es inútil”, dice en Roberto Arlt, yo mismo. Lo que prenuncia, a lo Foucault, qué loco es aquel que no produce. Masotta, curado presuntamente de su angst, se lanzará a una producción intelectual frenética. “Los libros me salvaron”, había dicho.


4 Una novela y una nouvelle dan cuenta de lo que va desde el Masotta pibe al Masotta exilado en Barcelona introduciendo a los “gallegos” en los arcanos del psicoanálisis. Aunque ambos relatos tienen forma de ensayo, si se está interesado en comprender la evolución del Masotta que deja afuera el dogmatismo de su discipulaje, es decir, el hombre literario, habrá que recurrir a estos dos textos: La operación Masotta de Correas y El joven Masotta de Sebreli. Se trata de dos cantos de amor perdido. Ambos relatan que Masotta coqueteaba con la homosexualidad. Sebreli se enamora de Masotta en el colegio, se prenda de un pibe bello y malvado, de guardapolvo, que toca Gershwin en el piano durante un recreo. Pero Masotta lo ignora. Recién años más tarde, en Filosofía y Letras, Masotta reparará en Sebreli al advertirlo leyendo Proust. Ya en esta época Masotta es amigo de Correas, no menos seducido por un Oscar compadrito que imita a James Dean y Marlon Brando, les copia el look, y cuando descubre al Belmondo de A bout de soufflé, abrocha definitivamente una imagen deseada y deseable: cierto desaliño al ponerse el saco, el cigarrillo permanente, una sonrisa que oscila “entre la pena y la nada”. Se conforma un triángulo donde menudean lecturas avant-garde, cartas y maledicencias. Correas no deja de apuntar el rencor de sentirse a menudo despechado por este Masotta que se pasea canchero por la facultad en impermeable y bluejeans. Si el modelo que acuña Masotta es Belmondo, por qué no pensar la relación del trío cinéfilo, según los enamorados de Oscar, como un Jules et Jim gay. Ambos coinciden en señalar que ese elegantísimo traje que Masotta viste en el sepelio de su padre, donde los parientes deben arrastrarlo hacia el ataúd, ese traje cruzado lo obtuvo prometiéndole favores sexuales a un compañero de la colimba, favores que dejó incumplidos. Su experiencia homosexual, como demasiado, habría sido dejársela chupar una vez por una marica. En cuanto a lo literario, en este período de iniciación Masotta se jacta de escribir páginas y páginas sin un nombre propio. Sebreli le acusa, al espiar su biblioteca, la inestabilidad y el capricho: la mayoría de sus libros tienen subrayadas apenas las primeras páginas y el resto permanece sin abrir. Punzante y sombrío el relato de Correas (quien también ha escrito sobre Arlt), roza la canallada al narrar un Masotta ambiguo, nocturno, viajando entre pesados en un auto, “secuestrado santón” o “jefe mafioso”, en tiempos de las Tres A, frente a una librería de la avenida Santa Fe. Más contenido, Sebreli evoca un Masotta juvenil, con quien compartió, como Correas, una correspondencia abundante, una suma de lecturas, la marca de Les Temps Modernes. Sebreli, a diferencia de Correas, prefiere recordar “un amigo olvidado, íntimo, secreto, desconocido para sus amigos tardíos que ya no fueron mis amigos, un Masotta vuelto hacia mí”.


5 El mito Masotta no defrauda a quien busca un personaje literario en extremo. No es desatinada la idea de Dorr: la historia de Masotta merecería ser historietizada. Un escritor, se dirá, que se preocupó, en ocasiones, por ser más un personaje real que crear uno en la ficción. Y acá habría que ver cuál es el Masotta real: ¿el de los actos, el autor de sus escritos o el mitológico? Masotta docente, en una escuela, pidiéndoles a sus alumnos una composición: “Perón o Dios”. Cambiando de aire, mozo en un restaurante cordobés. El acercamiento a Puiggrós y Clase obrera: la comprensión del peronismo. Estudiante que desafía desde el autodidactismo el pensamiento académico (su cruce con Verón, quien lo descalifica por falta de rigor, aunque más tarde volverán a cruzarse y, más acá, Verón lo recordará con admiración). Masotta “enloqueciendo” tras la muerte del padre, intentando un suicidio en el que combina ahorcarse, cortarse las venas y empastarse, todo al mismo tiempo, rescatado mediante un lavaje, como cuenta Jorge Lafforgue. Masotta, botella de ginebra por día. Masotta turbulento en una pasión desenfrenada con su tormentosa pareja, Reneé Cuellar, alimentando un cocodrilo bajo la cama. Masotta enfant terrible del Di Tella. Masotta en New York propulsando a Julio Le Parc, Marta Minujin y Luis Felipe Noé.
En esa época, donde mucha polémica se dirimía a las trompadas, Bioy Casares registra en su Borges el temor que inspiraban en los plumíferos los hermanos Viñas, capaces de sacudir a quienes se les oponían. Una época donde las palabras y los actos no se diferenciaban o, mejor dicho, las palabras impulsaban a la acción. Acá, Masotta trompeándose con Abelardo Castillo a partir de la crítica que le disparó en El escarabajo de oro contra la muestra de historietas que organizó con Romero Brest. Una digresión y no tanto, un detalle a pensar: el segundo nombre de Masotta es Abelardo. En esta instancia, conviene resaltarlo, Castillo es el modelo antagónico de Masotta: el escritor austero que se confina el tiempo que haga falta para cincelar una obra versus el neurótico incurable a quien nada, ninguna tendencia lo conforma, y como un pibe pobre que entra en una juguetería, (¿rabioso?, insisto) quiere jugar con todos los chiches. Si para Masotta la vida es un happening, un ocurriendo, para Castillo siguen vigentes el marxismo y el existencialismo. La pregunta pendiente ahora, ¿contra qué Abelardo se trompea Masotta? Su fe en la literatura se venía deteriorando. ¿Y si su dandismo es una venganza de personaje arltiano de clase media que, con su resentimiento a cuestas, concreta su sueño de dinero, mujeres, prestigio?
“Arlt y yo habíamos salido de la misma salsa, conocimos los mismos ruidos y los mismos olores de la misma ciudad, caminamos por las mismas calles, soportamos seguramente los mismos miedo económicos.” Pero ningún sueño realizado es como se lo esperaba. Después de la consagración como intelectual de elite, ¿el desencanto, el crack up? Entonces su interés en Freud y Lacan, el psicoanálisis como monasterio personal. Se hace maestro. “Uno que anduvo en todas”, titulaba una producción sobre Masotta un suplemento cultural de Tiempo Argentino en noviembre de 1984. “Alguien que se leía a sí mismo como si fuera otro; un maestro, no un profesor; un hombre que no rechazaba a nadie; un marginal de nuestra cultura; alguien en quien la preocupación teórica se articulaba con los intereses cotidianos: cómo leer un texto, cómo arreglar un calentador Primus; un escritor que, como tal, no se resignaba a utilizar la palabra como instrumento porque iba a descubrir algo en ella”, dice la bajada anónima. En la producción intervienen nombres de prestigio intelectual. Roberto Jacoby: “De Masotta hay mucho para decir y ese exceso dificulta”. Eliseo Verón: “Masotta trabaja sobre el pensamiento lacaniano bajo la forma de un discurso que no es, en modo alguno, lacaniano. Lo que tal vez marque el encuentro de Masotta consigo mismo, a través de Lacan”. Jorge Jinkis: “Será tentador buscar el rasgo común de esa serie heterogénea de intereses para dibujar la figura unificada de alguna originalidad, convertir a Masotta en lo que Darío llama `un raro’. El mismo construyó un anecdotario propicio para alimentar el mito”. Luis Gusmán: “Reflexionar acerca de lo que Masotta escribió sobre literatura exige lo mismo que él se proponía en la lectura de los libros: el rigor”). Y Oscar Steimberg: “Era tan escritor. (...) Una vez en un prólogo escribió: `Un cierto borgismo siempre será pertinente’. Dicho por Masotta es algo que contiene alguna distancia, como el reconocimiento de algo que cuesta reconocer. Porque él no era un personaje borgiano, ni en términos de su práctica como intelectual que se relaciona con otros y su público, ni en términos de su escritura. Su lugar era otro. Y señalando ese lugar uno podría decir: la posición de Masotta en relación con la cultura de este país es algo que, como referente de límite, siempre será pertinente”.


6 Sexto intento ahora: subrayar qué significaba para Masotta el compromiso de escribir. Lo dice en su ensayo sobre Arlt: “Para defenderse de la gratuidad del acto de escribir había que escribir sobre temas que lo pusieran a uno en situación de peligro, que lo descolocaran ante los demás. Y hay entre otras (puesto que si se redacta un panfleto político el peligro es bastante inminente, policial y real) una manera de hacerlo. Escribir sobre uno mismo. Para desnudarse o para confesarse. Pero quien se confiesa se confiesa de algo, y para hacerlo es preciso un juicio retrospectivo y negativo, sobre ese algo. ¿Sería este mi caso? Y por otra parte, es difícil sortear el peligro de la falta de peligro. Es necesario decidirse entonces a sumarse en todos estos peligros para intentar sortearlos”.




LA OBRA DE LUIS J. MEDRANO HECHA LIBRO
Costumbres argentinas



Dibujante exquisito, amante del detalle, dueño de un repertorio gráfico poco común, preciso y sutil para el humor urbano, Luis J. Medrano marcó un hito del dibujo argentino con sus Grafodramas. Y aunque hubiera merecido ser padre de una escuela más evidente, su circulación en diarios tradicionales y por afuera de las revistas del género lo dejaron en el lugar de una influencia acaso menos evidente pero no por eso menos notable. Ahora, la reedición ampliada de Grafovidas (la primera edición voló de las librerías en semanas) amenaza con revertir esa discreta presencia de Luis J. Medrano en la estirpe de los dibujantes argentinos.


Por Miguel Rep


Tengo una imagen clavada en esa especie de plancha de corcho que es nuestra memoria, y en la mía, una foto coexiste con los héroes de mi mitología personal. En ella está Luis J. Medrano, riguroso blanco y negro diurno, en su panóptico de Diagonal con vista a Florida. Desde ahí, Medrano observa el hormigueo de gentes que marchan urgidos cada cual con su existencia, estampa que ya de por sí invita a la caricatura. Y el dibujante toma apuntes mentales, que luego transportará a su línea clara. Digo línea clara a propósito, recordando aquel revival de la historieta de los recientes años ‘80 con epicentros en Madrid, Barcelona y Bruselas, basada en la escuela fundada por George McManus en Trifón y Sisebuta, y que estandarizó Hergé en su Tintín: rigurosa línea, blancos extensos, negro pleno y escasísima trama o medio tono, toda una invitación para un color que acompañe pero no dibuje. Medrano, en blanco y negro, es línea clara. Y hubiera estado de moda en la España de las movidas.
¿Y su humor?
El de Medrano es un humor de dibujante. Pocas veces se ha visto tanto gag dependiente de un resultado gráfico. Los dibujantes sabemos que para lograr los grafodramas hay que poseer un arsenal gestual, escenográfico y de credibilidad casi realista en cada elemento dibujado, muy poco usual en nuestro género. Y la gráfica, tan precisa, siempre requiere para su remate de la palabra exacta y lacónica que, cuando aparece, complementa e ilumina el chiste. En los grafodramas una imagen vale una palabra.
Medrano es un hombre de observaciones normanrockwellianas: descubre travesuras en las más rígidas normalidades, y las dibuja con precisión. Y, como aquél, con un profundo carisma de lo popular. Más respetuoso que molesto, está siempre a punto de desmontar alguna solemnidad. Me encanta Medrano, me transporta a una patria que hubiera querido vivir, tan llena de sombreros y reglas de juego claras. Un dibujante afectivo, que ama lo que hace y a sus criaturas, a quienes ve con comprensión desde su panóptico, al que sube para estar a la par de ellos.
Otro capítulo de este libro es el color. Sus almanaques. Ahí el color dibuja, describe, naturaliza. Aquí el color determina el clima, y todo se vuelve afectivo.
También está el hallazgo del Contreras, el impertérrito antiperonista, pero eso lo expone con precisión Tomás Sanz. Y la experiencia de Medrano como editor de Popurrí, una revista demasiado anglo para los porteños.
Indudablemente, Luis J. Medrano dejó escuela. Si no la tuvo más es porque se recluyó demasiado en los diarios: La Nación, El Cronista Comercial. Pensemos que su trabajo no circuló ni por las populares Patoruzú semanal, ni por Rico Tipo, ni en la Tía Vicenta. Y en su último año de vida, Medrano fue contemporáneo de la exitosa Satiricón, pero tampoco estuvo en sus páginas. Así y todo, me voy a animar a perpetrar una pequeña lista de influenciados por su estilo, todos ellos brillantes: Antonio Seguí (sus hombres con sombreros), Calé (su producción es posterior, seguro vio los grafodramas, y, por antagonismo, es el Medrano de la vereda de enfrente) y Quino (por el amor por la puesta y los detalles). Y seguramente en el terreno literario, pero eso se lo dejo a alguien más ducho.
Qué libro tan hermoso es éste. Su alma mater ya no está con nosotros: Andrés Cascioli le puso tanto empeño y tanto amor, fácilmente observable en este volumen. El Tano no lo conoció personalmente, y eso agiganta su obra, este libro. Cascioli cuidó cada página, decidió su edición, diseño, hasta el taller. La primera edición voló en pocos meses. Es muy necesario que la obra de Medrano siga circulando, y es tarea de sus hijos que los dibujos rompan ese cerco clasista y se derramen en todo el campo popular, al que los grafodramas pertenecen. Su vigencia radica ahí, en meterse en un constante diálogo con las producciones actuales. Los que indagan en el ADN de nuestro humor verán elegancia y también garitas, postes-paradas de colectivos y polainas, ya que fueron diseñados hace muchas décadas, pero esos curiosos llegarán a la conclusión, con sabiduría, de que estos dibujos hablan, como muy pocos, de nuestra identidad.






Mi familia en el diario
Por Mauricio Kartun


Se heredan cosas de los padres. Ya lo sabrá Elisa Medrano, que tan amorosamente cuida el patrimonio cultural del suyo, como este libro es evidencia. Heredé del mío el gusto por ciertas formas de humor. Cierta materia hilarante del ADN que ojalá haya transmitido a mis hijos por la misma vía. Tengo de aquel humor paterno algunos recuerdos fundantes: unos chistes ingeniosos de sobremesa, algunos sketchs de teatro de revista que lo hacían enrojecer de risa y un comic que seguía con devoción: los grafodramas. Esas caritas inconfundibles que aprendí a reconocer en el diario que comprábamos religiosamente en el kiosco de la estación San Andrés y hojeábamos camino a casa doblado con solvencia papirofléxica por papá para volverlo más manuable.
Papá murió cuando yo era un adolescente. Dejamos de comprar el diario. Los diarios son siempre cosas de padre y uno vuelve a comprarlo cuando tiene a su vez edad para serlo. Edad para opinar sobre cosas de los diarios. Cuando llegué ahí mi cabeza opinaba ya lejos de La Nación. Y el señor Medrano había dejado de publicar sus caritas.
Una tarde años después, revolviendo una librería de viejo en la calle Paraná, aparecieron entre otros papeles seis hojas de un almanaque de Alpargatas. De fines de la década del ‘40, allí por donde nací. Me bastó ver esas caruchas, esas sombras de barba, esas imágenes del barrio de mi infancia para reconocer en ellas al dibujante de aquellos grafodramas. Fue tan fuerte el impacto, tan notables resultaron esas imágenes retratando aquello que yo creía que existía sólo dentro mío: ese cotidiano colorido, esa mirada entrañable sobre el pequeño hombre de barriadas, que las compré en un impulso, y enmarcadas después me acompañaron durante décadas en la pared de cada casa que habité: luminosas, sugestivas, ocupan aun hoy un espacio privilegiado en mi estudio. No hubo jamás visita en la sala que no se distrajera sonriéndole a esas láminas, que no preguntara por su origen, por su dibujante. Y cuando alguna vez comencé a dar en mi casa clases de dramaturgia, y era de rigor buscar disparadores para algún ejercicio, bastaba con pedirles a los alumnos que se acercaran a esa pared, eligieran alguno de los seis cuadros y tras observarlo y dejarse ganar por ese universo se sentaran y comenzaran a escribir con su impulso. Curiosísimo: cada tanto, aún hoy, muchos años después, me cruzo en concursos en los que leo como jurado con piezas que contienen de alguna manera aquel impulso generador: un hombre que sueña sonriente rodeado de papel picado junto a un disfraz de Zorro doblado en la silla, una familia brindando a las doce mientras una cañita voladora cruza la ventana, el patio techado de una casa chorizo en que acaba de terminar una fiesta familiar, una mesa de comedor en la que el padre ayuda a su hijo con la composición escolar, una timba en un club social y deportivo. Un buen poema, suele decirse, es aquel que tras leerlo impulsa a escribir otro. Algo así terminaron resultando esos almanaques. Inspiración pura.
Luis J. Medrano pintó aquello que yo hubiese querido pintar de haber sido dibujante. Bajó a su soporte exquisito el mundo de mi infancia y a sus personajes. La cara de sus señores pelados es la cara de mi padre. Y lo rodean siempre mis tíos. El chalet que asoma en la ventanilla del tren es el de mi tío Gregorio en San Andrés frente a la vía. La señora en malla que pasea por la Bristol es mi mamá, qué duda cabe. Soy el gordito en tranvía que cruza frente al cine. Y el estudiante angustiado que mira somnoliento el cuaderno.
Un creador es siempre un poeta. Aunque no escriba jamás una palabra. Medrano es un vate suburbano que ha superado en su sutileza cualquier límite costumbrista. Un verdadero artista.






Leyendas urbanas
Por Daniela Pasik


La dama de blanco
Portezuelo: restó a pasitos de la esquina favorita de nuestra fantasma más famosa.



En una esquina de Recoleta, un joven encuentra a una chica vestida de blanco. Llora desconsolada. El la invita a tomar algo y le presta su saco cuando tiene frío. Se enamora en el lapso de una noche. Al amanecer, ella corre hacia el cementerio. El muchacho la sigue hasta ver cómo la doncella se pierde entre las bóvedas y, finalmente, encuentra su saco sobre una tumba... con nombre de mujer. El galán enloquece. O se suicida. O ambos.
En 1942, Enrique Santos Discépolo llevó esta trama al cine bajo el literal título de Fantasmas en Buenos Aires con Pepe Arias y Zully Moreno. Pero en realidad la historia es un mito urbano. El actor Arturo García Buhr (tal vez lo recuerden de clásicos como Un guapo del 900 o Los muchachos de antes no usaban arsénico) juraba haber visto a la misteriosa chica una vez y, durante años, los jóvenes porteños evitaron seducir mujeres en Vicente López y Azcuénaga por temor a cruzarse con la dama de blanco.
A pasos de la misteriosa esquina está Portezuelo, un Resto & Wine Bar instalado en un antiguo conventillo que, si bien está reciclado con el estilo de los tradicionales pubs irlandeses, guarda un aire sepulcral. En el corazón de Recoleta y detrás del famoso cementerio, gran cantidad de turistas y locales se amuchan al ritmo que les proponga el DJ, que alterna entre funky, disco y house para amenizar los happy hours y cenas.
La carta es variada y se destacan los polpetines de lomo con salsa italiana, el salmón rosado con vegetales grillados, la gran milanesa porteña con huevos y papas fritas y la variedad de tapas y pizzas a la piedra. Se puede comer a todo lujo por $ 150, o sólo ir a tomar algo preparado para gastar arriba de $ 50. Exclusivas etiquetas de bodegas boutique y una de las mejores y más completas barras de la ciudad para olvidar, o recordar, que ahí a unos metros puede estar llorando la bonita y triste dama de blanco.
Portezuelo queda en Vicente López 2160 y está abierto de lunes a jueves de cuatro de la tarde a cinco de la madrugada y de viernes a domingo desde las 11 de la mañana. Reservas al 4806-9462




Espíritus en el jardín
Museo Fernández Blanco: donde Girondo y Mujica Lainez aseguraban haber visto “algo”.



La barranca de Suipacha, entre Arroyo y Avenida del Libertador, estaría encantada. En el siglo XVII, en ese solar funcionaba una compañía importadora de esclavos. Hoy, aquellas víctimas serían almas en pena que aparecen por el Palacio Noel, residencia construida en 1920 donde funciona desde 1937 el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco.
Siempre pasaron cosas raras en esa cuadra y, más aún, en la hermosa y escalofriante propiedad. Los testigos no son las malas lenguas, sino figuras de la política y la cultura mundial. En 1928, el entonces presidente de Estados Unidos Herbert Hoover fue alojado en la residencia y declaró haber escuchado lamentos durante la noche. Los miembros de su comitiva juraron haber visto una figura que paseaba cerca del aljibe. Corrían los años ’40 cuando el poeta Oliverio Girondo y su esposa, Norah Lange, que vivían en la casa de al lado, contaban anécdotas de presencias extrañas. Cuando iba Manuel Mujica Lainez, nunca quería quedarse solo. En enero de 1989, el Ballet Hispania de Graciela Ríos Sáiz ensayaba en el patio cuando apareció una figura femenina que de pronto se desvaneció. Muchos aseguran haber hablado con un fantasma que se describe como una joven de 17 años muerta de tuberculosis que vivió en el lugar cuando el terreno pertenecía a la parroquia del Socorro, a inicios del siglo XIX. Escalofrío de por medio, su existencia consta en actas. Se cree que en el museo habitan los espíritus de quienes fueron dueños de los objetos expuestos y se cuentan diversas historias, pero las autoridades prefieren enfocarse en la calidad de sus muestras, que también es innegable.
Durante enero y febrero se puede visitar la colección permanente, que cuenta con platería de Potosí, figuras jesuíticas y arte decorativo peruano entre otras maravillas que brindan un panorama de los ámbitos culturales sudamericanos. Los visitantes pueden disfrutar, además, de los amplios jardines. Si se animan.
El Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco queda en Suipacha 1422 y está abierto de martes a viernes de 14 a 19 hs. y los sábados, domingos y feriados desde las 11. Entrada general: $ 1. Jueves, gratis.


La casa de la palmera
Instituto de Pensamiento Socialista Karl Marx: una biblioteca en la mansión embrujada.



Hay una mansión de dos pisos con una palmera en la entrada, sótano y nueve habitaciones, escondida en una calle oscura cerca de la plaza del Congreso. Muertos todos sus habitantes, a lo largo de 62 años, permaneció mucho tiempo vacía. Parece que se empeña en seguir así. Cerrada.
En 1930, una viuda compró el lugar en el que, cuando falleció, siguieron viviendo sus hijos: Elisa Galcerán, profundamente religiosa, y cinco varones que disfrutaban de su soltería y ponían en conflicto la moral de su hermana. Jóvenes, profesionales y exitosos, de pronto comenzaron a morir. Ella iba cerrando, después de cada entierro, una a una sus habitaciones.
La casa fue achicándose y vaciándose hasta que se clausuró el subsuelo, donde el último Galcerán solía encontrarse a escondidas con la mucama. Algunos dicen que Elisa los fue envenenando, pero ese secreto se lo llevó a la tumba en 1992. Desde entonces, los herederos tratan de vender la propiedad. Y no lo logran.
Durante los últimos 18 años, la casa estuvo cerrada todo el tiempo, salvo en dos ocasiones. En 1997 funcionó una escuela primaria que se llamaba, paradójicamente, Puertas Abiertas. El sereno jura haber visto fantasmas y dice que las puertas siempre se cerraban solas, violentamente. En 2005, el Partido de Trabajadores por el Socialismo (PTS) logró alquilarla —se dice que— muy por debajo de su valor para poner el Instituto de Pensamiento Socialista Karl Marx.
Ahora, en la casa de la palmera hay cursos y seminarios en donde fue el salón comedor; en la planta baja, un bar; en el sótano funciona la primera señal de televisión socialista online (www.tvpts.tv) y, en las habitaciones del primer piso está la biblioteca del Centro Trotsky, especializada en marxismo y ciencias sociales, que cuenta con una hemeroteca de periódicos y materiales de corrientes de izquierda a nivel mundial. La mansión está otra vez abierta. Y un fantasma la recorre.
El Instituto del Pensamiento Socialista Karl Marx queda en Riobamba 144 y la biblioteca abre al público todo el verano, de lunes a viernes de 18 a 21 hs.




El palacio de los bichos
Le Chateau Spa: relajación y bienestar en el castillo trágico.



Frente a las vías del tren que pasa por la estación Villa del Parque hay un castillo que acompaña al barrio desde 1911. Un magnate italiano le pidió al ingeniero Muñoz González que construyera un palacete de cinco pisos, con torreón y cúpula, decorado con gárgolas en las paredes. Los vecinos empezaron a decirle “el palacio de los bichos” y, aún hoy, se lo conoce así. Llama la atención desde lejos por su imponencia y, como si esto fuera poco, tiene una historia trágica que intenta mantenerse callada, pero no deja de salir a la luz.
El castillo fue el regalo de boda de Lucía, la única hija del millonario europeo, y ahí celebraron la fiesta. Fue un sueño. La felicidad y el lujo se podían respirar. Antes del amanecer, los invitados salieron a despedir al flamante matrimonio a la puerta, que cruzó las vías para subirse al carruaje que los llevaría a su luna de miel. La oscuridad les jugó una mala pasada y no vieron que se acercaba el tren. Los dos jóvenes murieron arrollados.
Al cumplirse el primer aniversario del accidente comenzaron a verse luces que se encendían en el interior vacío del palacete. También se oía música y, a veces, incluso gritos y lamentos. El padre de la novia decidió cerrar la mansión para siempre y así estuvo hasta 1990, cuando se loteó en departamentos que aún hoy funcionan. En la planta baja abrió un salón de fiestas que al poco tiempo fracasó, pero desde 1996 funciona Le Chateau Spa, uno de los primeros centros de spa urbanos en la Capital.
Delicadas habitaciones decoradas con pétalos de rosas, sala de relax y servicios innovadores como vinoterapia, cervezaterapia y chocoterapia: todo a la orden del cuidado estético, pero también para “reducir el stress que hoy en día las actividades habituales nos ocasionan”, avisan los dueños. Eso sí: si ven una parejita enamorada, sospechen. Y al salir, mucho cuidado cuando crucen las vías del tren.
Le Chateau Spa queda en Campana 3234 y está abierto de miércoles a sábado de 9 a 20 hs. Turnos: 4504-7360 / 4502-3457

martes, 5 de enero de 2010

Zygmunt Bauman/Capitalismo parásito

Del capitalismo como "sistema parásito"
"Todavía no empezamos a pensar con seriedad en la sustentabilidad de nuestra sociedad impulsada a crédito y consumo", afirma el sociólogo polaco. Para el autor de Modernidad líquida gobiernos e instituciones han aprendido muy poco de la crisis económica reciente: la respuesta a la quiebra fue endeudarse aun más.

Por: Zygmunt Bauman


WALL STREET, octubre de 2008. Pérdidas millonarias y caras de preocupación ganaron los mercados internacionales.

Tal como el reciente "tsunami financiero" demostró a millones de personas que creían en los mercados capitalistas y en la banca capitalista como métodos evidentes para la resolución exitosa de problemas, el capitalismo se especializa en la creación de problemas, no en su resolución.
Al igual que los sistemas de los números naturales del famoso teorema de Kurt Gödel, el capitalismo no puede ser al mismo tiempo coherente y completo. Si es coherente con sus propios principios, surgen problemas que no puede abordar; y si trata de resolverlos, no puede hacerlo sin caer en la falta de coherencia con sus propias premisas. Mucho antes de que Gödel escribiera su teorema, Rosa Luxemburgo publicó su estudio sobre la "acumulación capitalista" en el que sugería que el capitalismo no puede sobrevivir sin economías "no capitalistas"; puede proceder según sus principios siempre cuando haya "territorios vírgenes" abiertos a la expansión y la explotación, si bien cuando los conquista con fines de explotación, el capitalismo los priva de su virginidad precapitalista y de esa forma agota las reservas que lo nutren. En buena medida es como una serpiente que se devora la cola: en un primer momento la comida abunda, pero pronto se hace cada vez más difícil de tragar, y poco después no queda nada que comer ni tampoco quien lo coma...
El capitalismo es en esencia un sistema parásito. Como todos los parásitos, puede prosperar un tiempo una vez que encuentra el organismo aún no explotado del que pueda alimentarse, pero no puede hacerlo sin dañar al anfitrión ni sin destruir tarde o temprano las condiciones de su prosperidad o hasta de su propia supervivencia.
Rosa Luxemburgo, que escribió en una era de imperialismo rampante y conquista territorial, no pudo prever que las tierras premodernas de continentes exóticos no eran los únicos posibles "anfitriones" de los que el capitalismo podía alimentarse para prolongar su vida e iniciar sucesivos ciclos de prosperidad. El capitalismo reveló desde entonces su asombroso ingenio para buscar y encontrar nuevas especies de anfitriones cada vez que la especie explotada con anterioridad se debilitaba. Una vez que anexó todas las tierras vírgenes "precapitalistas", el capitalismo inventó la "virginidad secundaria". Millones de hombres y mujeres que se dedicaban a ahorrar en lugar de a vivir del crédito fueron transformados con astucia en uno de esos territorios vírgenes aún no explotados.
La introducción de las tarjetas de crédito fue el indicio de lo que se avecinaba. Las tarjetas de crédito habían hecho irrupción en el mercado con una consigna elocuente y seductora: "elimine la espera para concretar el deseo". ¿Se desea algo pero no se ahorró lo suficiente para pagarlo? Bueno, en los viejos tiempos, que por fortuna ya quedaron atrás, había que postergar las satisfacciones (esa postergación, según Max Weber, uno de los padres de la sociología moderna, era el principio que hizo posible el advenimiento del capitalismo moderno): ajustarse el cinturón, negarse otros placeres, gastar de manera prudente y frugal y ahorrar el dinero que se podía apartar con la esperanza de que con el debido cuidado y paciencia se reuniría lo suficiente para concretar los sueños.
Gracias a Dios y a la benevolencia de los bancos, ya no es así. Con una tarjeta de crédito, ese orden se puede invertir: ¡disfrute ahora, pague después! La tarjeta de crédito nos da la libertad de manejar las propias satisfacciones, de obtener las cosas cuando las queremos, no cuando las ganamos y podemos pagarlas. A los efectos de evitar reducir el efecto de las tarjetas de crédito y del crédito fácil a sólo una ganancia extraordinaria para quienes prestan, la deuda tenía que (¡y lo hizo con gran rapidez!) transformarse en un activo permanente de generación de ganancia. ¿No puede pagar su deuda? No se preocupe: a diferencia de los viejos prestamistas siniestros, ansiosos de recuperar lo que habían prestado en el plazo fijado de antemano, nosotros, los modernos prestamistas amistosos, no pedimos el reembolso de nuestro dinero sino que le ofrecemos darle aun más crédito para devolver la deuda anterior y quedarse con algún dinero adicional (vale decir, deuda) para pagar nuevos placeres. Somos los bancos a los que les gusta decir "sí". Los bancos amistosos. Los bancos sonrientes, como afirmaba uno de los comerciales más ingeniosos.
La trampa del crédito
Lo que ninguno de los comerciales declaraba abiertamente era que en realidad los bancos no querían que sus deudores reembolsaran los préstamos. Si los deudores devolvieran con puntualidad lo prestado, ya no estarían endeudados. Es su deuda (el interés mensual que se paga sobre la misma) lo que los prestamistas modernos amistosos (y de una notable sagacidad) decidieron y lograron reformular como la fuente principal de su ganancia ininterrumpida. Los clientes que devuelven con rapidez el dinero que pidieron son la pesadilla de los prestamistas. La gente que se niega a gastar dinero que no ganó y se abstiene de pedirlo prestado no resulta útil a los prestamistas, así como tampoco las personas que (motivadas por la prudencia o por un sentido anticuado del honor) se apresuran a pagar sus deudas a tiempo. Para beneficio suyo y de sus accionistas, los bancos y proveedores de tarjetas de crédito dependen ahora de un "servicio" ininterrumpido de deudas y no del rápido reembolso de las mismas. Por lo que a ellos concierne, un "deudor ideal" es el que nunca reembolsa el crédito por completo. Se pagan multas si se quiere reembolsar la totalidad de un crédito hipotecario antes del plazo acordado...
Hasta la reciente "crisis del crédito", los bancos y emisores de tarjetas de crédito se mostraban más que dispuestos a ofrecer nuevos préstamos a deudores insolventes para cubrir los intereses impagos de créditos anteriores. Una de las principales compañías de tarjetas de crédito de Gran Bretaña se negó hace poco a renovar las tarjetas de los clientes que pagaban la totalidad de su deuda cada mes y, por lo tanto, no incurrían en interés punitorio alguno.
Para resumir, la "crisis del crédito" no fue resultado del fracaso de los bancos. Al contrario, fue un resultado por completo esperable, si bien inesperado, el fruto de su notable éxito: éxito en lo relativo a transformar a la enorme mayoría de los hombres y mujeres, viejos y jóvenes, en un ejército de deudores. Obtuvieron lo que querían conseguir: un ejército de deudores eternos, la autoperpetuación de la situación de "endeudamiento", mientras que se buscan más deudas como la única instancia realista de ahorro a partir de las deudas en que ya se incurrió.
Ingresar a esa situación se hizo más fácil que nunca en la historia de la humanidad, mientras que salir de la misma nunca fue tan difícil. Ya se tentó, sedujo y endeudó a todos aquellos a los que podía convertirse en deudores, así como a millones de otros a los que no se podía ni debía incitar a pedir prestado.
Como en todas las mutaciones anteriores del capitalismo, también esta vez el Estado asistió al establecimiento de nuevos terrenos fértiles para la explotación capitalista: fue a iniciativa del presidente Clinton que se introdujeron en los Estados Unidos las hipotecas subprime auspiciadas por el gobierno para ofrecer crédito para la compra de casas a personas que no tenían medios para reembolsar esos préstamos, y para transformar así en deudores a sectores de la población que hasta el momento habían sido inaccesibles a la explotación mediante el crédito...
Sin embargo, así como la desaparición de la gente descalza significa problemas para la industria del calzado, la desaparición de la gente no endeudada anuncia un desastre para el sector del crédito. La famosa predicción de Rosa Luxemburgo se cumplió una vez más: otra vez el capitalismo estuvo peligrosamente cerca del suicido al conseguir agotar la reserva de nuevos territorios vírgenes para la explotación...
Hasta ahora, la reacción a la "crisis del crédito", por más impresionante y hasta revolucionaria que pueda parecer una vez procesada en los titulares de los medios y las declaraciones de los políticos, fue "más de lo mismo", con la vana esperanza de que las posibilidades vigorizadoras de ganancia y consumo de esa etapa aún no se hayan agotado por completo: un intento de recapitalizar a los prestadores de dinero y de hacer que sus deudores vuelvan a ser dignos de crédito, de modo tal que el negocio de prestar y tomar prestado, de endeudarse y permanecer así, pueda retornar a lo "habitual".
El Estado benefactor para los ricos (que, a diferencia de su homónimo para los pobres, nunca vio cuestionada su racionalidad, y mucho menos interrumpidas sus operaciones) volvió a los salones de exposición tras abandonar las dependencias de servicio a las que se había relegado sus oficinas de forma temporaria para evitar comparaciones envidiosas.
Lo que los bancos no podían obtener –por medio de sus habituales tácticas de tentación y seducción–, lo hizo el Estado mediante la aplicación de su capacidad coercitiva, al obligar a la población a incurrir de forma colectiva en deudas de proporciones que no tenían precedentes: gravando/hipotecando el nivel de vida de generaciones que aún no habían nacido...
Los músculos del Estado, que hacía mucho tiempo que no se usaban con esos fines, volvieron a flexionarse en público, esta vez en aras de la continuación del juego cuyos participantes hacen que esa flexión se considere indignante, pero inevitable; un juego que, curiosamente, no puede soportar que el Estado ejercite sus músculos pero no puede sobrevivir sin ello.
Ahora, centenares de años después de que Rosa Luxemburgo diera a conocer su pensamiento, sabemos que la fuerza del capitalismo reside en su asombroso ingenio para buscar y encontrar nuevas especies de anfitriones cada vez que la especie que se explotó antes se debilita demasiado o muere, así como en la expedición y la velocidad virulentas con que se adapta a las idiosincrasias de sus nuevas pasturas. En el número de noviembre de 2008 de The New York Review of Books (en el artículo "La crisis y qué hacer al respecto"), el inteligente analista y maestro del arte del marketing George Soros presentó el itinerario de las empresas capitalistas como una sucesión de "burbujas" de dimensiones que excedían en mucho su capacidad y explotaban con rapidez una vez que se alcanzaba el límite de su resistencia.
La "crisis del crédito" no marca el fin del capitalismo; sólo el agotamiento de una de sus sucesivas pasturas... La búsqueda de un nuevo prado comenzará pronto, tal como en el pasado, alentada por el Estado capitalista mediante la movilización compulsiva de recursos públicos (por medio de impuestos en lugar de a través de una seducción de mercado que se encuentra temporariamente fuera de operaciones). Se buscarán nuevas "tierras vírgenes" y se intentará por derecha o por izquierda abrirlas a la explotación hasta que sus posibilidades de aumentar las ganancias de accionistas y las bonificaciones de los directores quede a su vez agotada.
Como siempre (como también aprendimos en el siglo XX a partir de una larga serie de descubrimientos matemáticos desde Henri Poincaré hasta Edward Lorenz) un mínimo paso al costado puede llevar a un precipicio y terminar en una catástrofe. Hasta los más pequeños avances pueden desencadenar inundaciones y terminar en diluvio...
Los anuncios de otro "descubrimiento" de una isla desconocida atraen multitudes de aventureros que exceden en mucho las dimensiones del territorio virgen, multitudes que en un abrir y cerrar de ojos tendrían que volver corriendo a sus embarcaciones para huir del inminente desastre, esperando contra toda esperanza que las embarcaciones sigan ahí, intactas, protegidas...
La gran pregunta es en qué momento la lista de tierras disponibles para una "virginización secundaria" se agotará, y las exploraciones, por más frenéticas e ingeniosas que sean, dejarán de generar respiros temporarios. Los mercados, que están dominados por la "mentalidad cazadora" líquida moderna que reemplazó a la actitud de guardabosques premoderna y a la clásica postura moderna de jardinero, seguramente no se van a molestar en plantear esa pregunta, dado que viven de una alegre escapada de caza a otra como otra oportunidad de posponer, no importa qué tan brevemente ni a qué precio, el momento en que se detecte la verdad.
Todavía no empezamos a pensar con seriedad en la sustentabilidad de nuestra sociedad impulsada a crédito y consumo. "El regreso a la normalidad" pronostica un regreso a vías malas y siempre peligrosas. La intención de hacerlo es alarmante: indica que ni la gente que dirige las instituciones financieras, ni nuestros gobiernos, llegaron al fondo del problema con sus diagnósticos, y mucho menos con sus actos.
Parafraseando a Héctor Sants, el director de la Autoridad de Servicios Financieros, que hace poco confesó la existencia de "modelos empresarios mal equipados para sobrevivir al estrés (...), algo que lamentamos", Simon Jenkins, un analista de The Guardian de extraordinaria agudeza, observó que "fue como si un piloto protestara porque su avión vuela bien a excepción de los motores".
© Zygmunt Bauman y Clarín, 2009. Traducción de Joaquín Ibarburu.
Bauman Básico
Znan (Polonia), 1925.
Sociólogo.
Formado en la Universidad de Varsovia, donde enseñó hasta que las purgas antisemitas del gobierno comunista lo obligaron a exiliarse, Bauman desarrolló en Israel, EE.UU. e Inglaterra (donde es profesor emérito) sus estudios sobre la relación estrecha entre holocausto y modernidad. Desde los años 90 trabaja la contraposición entre una pasada Modernidad sólida y la actual, como una Modernidad "líquida", caracterizada por la incapacidad de individuos e instituciones de solidificar sus lazos. Entre sus libros se destacan Modernidad líquida y El arte de la vida.

domingo, 3 de enero de 2010

Anne Brontë/Carl Jung

La maestra normal



Lejos de los fuegos de artificio de las geniales Emily y Charlotte, Anne Brontë fue la más normal de las hermanas, pero no por ello menos radical en su literatura. Destinada a ser una institutriz de jóvenes adinerados e insoportables, utilizó esa experiencia para escribir su primera novela, contraparte realista del desmesurado romanticismo de la familia.



Por Mariana Enriquez

Agnes Grey

Anne Brontë
DeBolsillo
243 páginas



En vida fue la más exitosa de las tres hermanas Brontë, pero la historia de la literatura la dejó injustamente en un lugar secundario. Como si Anne Brontë hubiera sido no sólo la menos talentosa sino la más dócil, como si no hubiera sido igual de genial que Emily y Charlotte, pero de manera completamente diferente.
El caso de las Brontë es único en la historia. Las tres hijas menores de Patrick Brontë –un clérigo irlandés pobrísimo, emigrado a Inglaterra y casado con Maria Branwell, la hija de un comerciante próspero– vivieron una vida de relativo aislamiento e intensa imaginación en el pequeño pueblo de Haworth, West Yorkshire. Anne era la menor de seis hermanos, y tenía apenas un año cuando quedó huérfana de madre. La tía Branwell se instaló en la casa para cuidar de los niños, especialmente de la bebé Anne, y les permitió el acceso a todos los libros que quisieran: a pesar de que eran muy religiosos, ni el padre Brontë ni la tía Branwell creían en limitar demasiado a sus hijos (el clérigo les permitía a las chicas leer incluso al famosamente perverso Lord Byron).
La vida de la familia se vio sacudida otra vez cuando las dos hermanas mayores, Maria y Elizabeth, murieron de tuberculosis mientras estudiaban en un internado de Lancashire. Emily y Charlotte también estaban en el colegio, y fueron inmediatamente traídas de vuelta a casa por su apenado y muy asustado padre. Durante los cinco años siguientes, los jóvenes Brontë –a las mujeres hay que sumar a Branwell, talentoso pero malogrado– fueron educados en casa, y no tuvieron vida social alguna. Lo que sí tenían era una intensa vida imaginaria: crearon un mundo propio, llamado Angria, que hasta ilustraron en mapas y acuarelas, y al que le inventaron diarios, crónicas y revistas, todos los textos escritos en una letra tan pequeña que sólo podía ser leída con lupa, y guardados en cajas de miniatura. Fueron los primeros escarceos literarios de la familia.
A los 15 años, Anne Brontë dejó por primera vez la casa familiar para estudiar. Estuvo allí durante dos años, y en 1839 consiguió el casi único empleo que una mujer pobre pero educada podía encontrar entonces: entró a trabajar como institutriz para la familia Ingham.
Sus alumnos eran claramente insoportables, difíciles, caprichosos. Anne tomó nota de cada dolor de cabeza, y del desprecio de sus empleadores para escribir la primera parte de su novela Agnes Grey, que se completaría con sus experiencias mucho más satisfactorias en su segundo empleo como institutriz de los hijos de la familia Robinson. En la novela usaría, también, su posible amor frustrado por William Weightman, un ayudante de su padre que moriría de cólera antes de poder iniciar cualquier tipo de relación afectuosa con Anne.
Antes de Agnes Grey, Anne se unió a sus hermanas en un proyecto que, en aquel momento, todavía resultaba extrañísimo para un grupo de mujeres: editar un libro de poemas, pagado por el dinero que les había dejado su tía al morir. Anne y Emily contribuyeron con 21 poemas, y Charlotte con 19. Usaron seudónimos para publicarlo, claro: Currer Bell, Ellis Bell y Acton Bell. En 1846 salió a la venta como Poems by Currer, Ellis and Acton Bell y fue un desastre comercial: en el primer año se vendieron solamente dos ejemplares. Pero eso las fogueó: ese mismo año, las tres enviaban sus primeras novelas a editores de Londres. Emily mandó Cumbres borrascosas, Anne, Agnes Grey; y Charlotte, The Professor. Charlotte fue la única que no consiguió editor y decidió cambiar de libro; enseguida mandó el otro manuscrito que terminó prontamente, el de Jane Eyre. Fue publicado rápido, y con éxito. Para 1847 las tres hermanas habían sido publicadas, y las tres tenían mucho éxito. Pero del trío de novelas, Agnes Grey se distinguía por su evidente falta de estridencia.
El proyecto de Anne Brontë como escritora era muy diferente al de sus hermanas Emily y Charlotte, aunque esa clara diferencia nunca significó una pelea entre ellas, o un posicionamiento público de enfrentamiento con sus hermanas por parte de Anne. Cumbres borrascosas es un libro de gran violencia emocional, potencia lírica, alto romanticismo: es una novela desaforada, guiada por su protagonista, el gigante oscuro Heathcliff. Jane Eyre es una relectura del gótico tan de moda entonces que incluye aires realistas: un internado donde cunde el sadismo, una institutriz no muy agraciada que sin embargo enamora a un aristócrata medio disoluto, una mujer loca en el ático, una familia adoptiva de insoportable crueldad. Ambas son novelas extraordinarias. También lo es Agnes Grey. Pero el tono y el tema no pueden ser más diferentes. Agnes Grey es una novela realista, reposada, reflexiva, muy vívida, de gran contención e inteligencia: está muy cerca en calidad a la producción de sus hermanas, pero lejísimo de sus fuegos artificiales. Fue la primera novela en contar con una protagonista normal y común; la biógrafa de la Brontë, Juliet Barker, escribe: “Llena de un humor poco estridente, es una exposición mucho más palmaria de las condiciones de vida de una institutriz de familia pobre por aquellos años que la ofrecida por la novela mucho más famosa de su hermana, Jane Eyre. Agnes es una mujer dura y tranquila, estoica; oculta su amor por el clérigo –que, desde luego, no es ni Rochester ni Heathcliff: es un hombre serio, amable, algo anodino– y su amor propio, sobre todo ante los altaneros empleadores y los vanidosos alumnos. Le falta dinero, no puede visitar a su familia, es tratada sin respeto ni afecto. Y ella, sin embargo, sigue adelante.
Fue la segunda novela de Anne la que cimentó su fama y, en su momento, el éxito: hasta logró una segunda edición. Esta novela extraordinaria se llama The Tenant of Wildfell Hall y la protagonista es una mujer casada que escapa, junto a su hijo, de un marido alcohólico. Se oculta en una mansión abandonada y vive de la pintura, hasta que se independiza y logra alquilar su propia habitación. La novela, dijo en su momento May Sinclair, contenía la escena del abandono de la esposa, “un portazo que se dejó oír en toda la Inglaterra victoriana”. Es que entonces dejar al esposo no sólo era inmoral sino ilegal: la salvación de esta mujer, que escapa de un hombre violento, era castigada por la Justicia británica del siglo XIX. Muchos creen que Anne se inspiró para el alcohólico en su hermano Branwell; los críticos se horrorizaron ante el realismo de las escenas de violencia y degradación, que Anne en su momento defendió con gran entereza. No era para menos: se trataba de su obra maestra.
Anne Brontë murió de tuberculosis a los 29 años en la ciudad costera de Scarborough, donde decidió pasar sus últimos días junto a su hermana Charlotte. Era 1849; sus hermanos Emily y Branwell habían muerto, también de tuberculosis, un año antes. Charlotte, la sobreviviente –por poco tiempo: moriría en 1855 durante su único embarazo–, decidió no volver a publicar The Tenant of Wildfell Hall porque la consideraba demasiado brutal. Incluso se cree que fue la respuesta realista a Cumbres borrascosas, con su mirada carente de romanticismo sobre la violencia doméstica. El gesto de Charlotte fue de protección, pero acabó siendo una mezquindad, porque dejó a Anne en el lugar de la hermana menos “vistosa”. Cuando en realidad era tan radical, o quizá más, que las otras geniales Brontë.







La crónica de un viaje psicodélico


Cuando ya era un psiquiatra exitoso, Carl Jung se perdió en la niebla de su propia mente: visiones y voces lo acosaban. Registró esa crisis durante 16 años en un texto secreto. Celosamente silenciado por décadas, el Libro rojo acaba de editarse en inglés, como "la obra inédita más influyente en la historia de la psicología".
Por: Sara Corbett


CARL JUNG, 1961. El fundador de la psicología analítica en Zurich, poco tiempo antes de morir. Al recordar su crisis, un “cara a cara con el inconsciente”, lo comparaba con un experimento con mezcalina.

Esta es la historia de un libro de casi cien años de antigüedad, encuadernado en cuero rojo y que ha pasado el último cuarto de siglo guardado en la bóveda de un banco suizo. El libro es grande y pesado y su lomo tiene grabadas letras doradas que dicen Liber Novus, que en latín significa Libro nuevo. Sus páginas son de un grueso pergamino color crema y están llenas de pinturas de criaturas de otro mundo y diálogos manuscritos con dioses y demonios. Si uno no conociera el origen del libro, lo podría confundir con un volumen medieval. Y, sin embargo, entre las pesadas tapas del libro, se desarrolla una historia muy moderna. Es la que sigue: El hombre llega a la mediana edad y pierde el alma. El hombre sale en busca de su alma. Tras un sinnúmero de didácticas penurias y aventuras –que tienen lugar en su cabeza– vuelve a encontrarla. Algunos opinan que nadie debería leer el libro y otros que deberían leerlo todos. La verdad es que nadie lo sabe. La mayor parte de lo que se ha dicho del libro –qué es, qué significa– es producto de conjeturas, porque, desde el momento en que se lo comenzó en 1914 en un pueblito suizo, sólo unas dos docenas de personas han logrado leerlo o echarle una ojeada. De los que lo vieron, al menos una persona, una inglesa culta a quien se le permitió leer parte del libro en los años 20, consideró que contenía una sabiduría infinita –"En mi país, hay personas que lo leerían de cabo a rabo sin detenerse a respirar", escribió–, mientras que otra, una figura literaria muy conocida que le dio un vistazo poco después, lo halló fascinante e inquietante y llegó a la conclusión de que era obra de un psicótico. Por eso, durante casi todo el siglo pasado, pese al hecho de que se lo consideraba una obra crucial de uno de los grandes pensadores de la época, el libro existió sólo como un rumor, arrebujado en la maraña de su propia leyenda, venerado y visto como un enigma.Es por eso que una noche lluviosa de noviembre de 2007 tomé un vuelo en Boston y cabalgué sobre las nubes hasta despertarme en Zurich y llegar a la salida del aeropuerto a la hora aproximada en que abría la casa central del Union Bank of Switzerland. En aquel momento, se estaba produciendo un cambio: el libro, que había pasado los últimos 23 años en una caja de seguridad de la bóveda subterránea del banco, estaba siendo envuelto en una tela negra y colocado en el interior acolchado de un discreto maletín con ruedas. Pasó rodando frente a los guardias hasta salir al sol y al aire diáfano y frío, donde se lo cargó en un auto que velozmente se lo llevó.Sé que esto parece el comienzo de una novela de espías o una película sobre el robo a un banco, pero en realidad es un relato sobre el genio y la locura, sobre la posesión y la obsesión, en el que un objeto –este viejo y extraño libro– deambula entre todo eso: el Libro rojo secreto de Carl Jung –escaneado, traducido al inglés y anotado– está disponible desde este mes, publicado por W. W. Norton y promocionado como "la obra inédita más influyente en la historia de la psicología". Descenso al infiernoCarl Jung fundó el campo de la psicología analítica y, junto con Sigmund Freud, fue responsable de popularizar la idea de que la vida interior de una persona merecía no sólo atención sino una esmerada exploración, concepto que desde entonces ha llevado a millones de personas a la psicoterapia. Freud, que comenzó como maestro de Jung y luego se convirtió en su rival, veía a la mente inconsciente como un depósito de deseos reprimidos, que luego podían ser codificados, caracterizados como patológicos y tratados. Con el tiempo, Jung llegó a ver la psiquis como un lugar intrínsecamente espiritual y fluido, un océano donde se podía pescar en busca de iluminación y cura.Lo haya querido o no, hoy día Jung –que se consideraba un científico– es recordado más como ícono contracultural, como defensor de la espiritualidad fuera de la religión y un adalid de los soñadores y los buscadores, lo cual le ha valido tanto el respeto como el ridículo póstumos. Las ideas de Jung sentaron las bases del conocido test de personalidad de Myers-Briggs e influyeron en la creación de Alcohólicos Anónimos. Sus dogmas fundamentales –la existencia de un inconsciente colectivo y el poder de los arquetipos– se han filtrado en el pensamiento New Age, pero permanecen en los márgenes de la psicología tradicional.Jung pronto se vio enfrentado no sólo a Freud sino también a la mayoría de los que se dedicaban a su especialidad, los psiquiatras que constituían la cultura dominante en esa época y hablaban el idioma clínico de los síntomas y los diagnósticos tras los cerrojos de los pabellones para enfermos mentales. La separación no fue fácil. Cuando sus convicciones empezaban a cristalizarse, Jung, que en aquel momento era un hombre exteriormente exitoso y ambicioso con una joven familia, un próspero consultorio privado y una elegante casona junto al lago Zurich, sintió que su mente comenzaba a vacilar y tambalearse, hasta que finalmente cayó en una crisis que cambiaría su vida.Lo que a continuación le ocurrió a Carl Jung ha dado lugar, entre los jungianos y otros estudiosos, a perdurables leyendas y controversias. Se lo ha interpretado como una enfermedad creativa, un descenso a los infiernos, un ataque de locura, una autodeificación narcisista, una trascendencia, una crisis de la mediana edad y una perturbación interior que reflejaba el cataclismo de la Primera Guerra Mundial. Sea como fuere, en 1913, Jung, que entonces tenía 38 años, se perdió en la niebla de su propia mente. Lo acosaban perturbadoras visiones y oía voces interiores. Ante el horror de lo que veía, por momentos temía estar "amenazado por una psicosis" o "haciendo una esquizofrenia", según sus propias palabras.Más tarde compararía este período de su vida –este "cara a cara con el inconsciente", como lo llamaba– con un experimento con mezcalina. Decía que las visiones le llegaban como un "río incesante", que eran como piedras que le caían en la cabeza, como una tormenta eléctrica, como lava fundida. "Muchas veces tuve que tomarme de la mesa", recordaba, "para no caerme a pedazos".Como psiquiatra y alguien con una veta decididamente rebelde, trató de derribar el muro que separaba su yo racional de su psiquis. Durante seis años, Jung se esforzó por impedir que su mente consciente bloqueara lo que quería mostrarle su inconsciente. Entre las consultas con sus pacientes, después de cenar con su mujer y sus hijos, cada vez que tenía una hora o dos, Jung se sentaba en el escritorio tapizado de libros del segundo piso de su casa e inducía las alucinaciones –que él llamaba "imaginaciones activas". "Para comprender las fantasías que se agitaban en mí 'subterráneamente'", escribió Jung más tarde en su libro Recuerdos, sueños, reflexiones, "sabía que tenía que zambullirme de cabeza en ellas". Se descubrió en un lugar liminal, tan lleno de riqueza creativa como de posibilidades de destrucción, que, según creía, era la misma zona fronteriza que transitaban los locos y los grandes artistas.Jung lo registró todo. Primero tomó notas en una serie de pequeños diarios negros y luego interpretó y analizó sus fantasías y las escribió con un tono majestuoso y profético en el librote de cuero rojo. Este detallaba un viaje desenfadadamente psicodélico a través de su propia mente, una progresión vagamente homérica de encuentros con seres extraños en un paisaje de ensueño curioso y cambiante. Escribiendo en alemán, llenó 205 páginas con cuidada caligrafía y pinturas de ricos colores y sorprendente detalle.Lo que Jung escribió no pertenecía a su anterior canon de ensayos desapasionados y académicos sobre psiquiatría. Ni tampoco era un diario hecho y derecho. El libro era una especie de moralidad fantasmagórica, surgida del deseo de Jung no sólo de trazar un mapa del manglar de su mundo interior sino también de traer consigo sus riquezas. Fue esto último –la idea de que una persona podía oscilar provechosamente entre los polos de lo racional y lo irracional, la luz y la oscuridad, lo consciente y lo inconsciente– lo que constituyó el germen de su obra posterior y de lo que llegaría a ser la psicología analítica.El libro cuenta la historia de cómo Jung trató de enfrentar los demonios que surgían de las sombras. Los resultados son humillantes y a veces desagradables. En él, Jung recorre la tierra de los muertos, se enamora de una mujer que luego resulta ser su hermana, es aprisionado por una serpiente gigantesca y, en un aterrador momento, devora el hígado de un niño. ("Trago con desesperados esfuerzos –es imposible– una y otra vez... casi me desmayo... ya está".) En determinado momento, hasta el demonio dice que Jung es aborrecible.Trabajó en Libro rojo de manera intermitente unos 16 años, hasta mucho después de superada su crisis personal, pero nunca logró terminarlo. Se impacientaba pensando qué hacer con él y preguntándose si debía publicarlo o guardarlo en un cajón. Pero respecto de la importancia de lo que contenía el libro, Jung no tenía dudas. "Toda mi obra, toda mi actividad creativa", recordaría después, "proviene de esas primeras fantasías y sueños".Cuando Jung murió en 1961, no dejó instrucciones específicas sobre qué hacer con él. Su hijo Franz, arquitecto, el tercero de sus cinco vástagos, se hizo cargo de la administración de la casa y decidió dejar el libro donde estaba. Más tarde, en 1984, la familia lo trasladó al banco. Cada vez que alguien pidió ver el Libro rojo, los familiares dijeron, sin titubear y a veces sin decoro, que no. El libro era privado, afirmaban, una obra estrictamente personal.Sonu Shamdasani, un historiador residente en Londres, se acercó a la familia con una propuesta de editar y publicar el Libro rojo en 1997, momento que resultó oportuno. Franz Jung acababa de morir y la familia estaba golpeada y aturdida por la publicación de dos libros controvertidos y muy comentados escritos por un psicólogo estadounidense llamado Richard Noll, quien planteaba que Jung era el profeta autoproclamado y mujeriego de una secta aria de culto al sol y que varias de sus principales ideas habían sido plagiadas o se basaban en falsas investigaciones. Shamdasani se presentó con la moneda de cambio indicada: dos borradores parciales (sin ilustraciones) del Libro rojo escritos a máquina que había descubierto en otra parte. Uno descansaba en la biblioteca de una casa del sur de Suiza, hogar de la anciana hija de una mujer que había trabajado para Jung como transcriptora y traductora. Halló el segundo en la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale. El hecho de que fueran copias parciales del Libro rojo significaba dos cosas: una, que Jung lo había entregado al menos a algunos amigos; y dos, que el libro, considerado confidencial e inaccesible durante tanto tiempo, en realidad no era inhallable. El fantasma de Richard Noll y de todos los que quisieran ensuciar el nombre de Jung citando selectivamente pasajes del libro se perfiló en el horizonte. Con o sin la bendición de la familia, el Libro rojo se haría público en poco tiempo, "probablemente", escribió inauspicioso Shamdasani en un informe a la familia, "de manera sensacionalista". Durante dos años, Shamdasani fue y vino de Zurich, tratando de convencer a los herederos de Jung. Tuvo almuerzos, tomó café y dio una conferencia. Finalmente, luego de tensas deliberaciones en el seno de la familia, Shamdasani recibió un pequeño sueldo y una copia en color del original del libro y la autorización para comenzar a prepararlo para su publicación, aunque debió firmar un estricto acuerdo de confidencialidad. Después de vivir prácticamente a solas con el libro durante casi una década, Shamdasani –amante del buen vino y las complejidades del jazz– ahora tiene el aspecto ligeramente azorado de alguien que acaba de encontrar la salida de un enorme laberinto. Cuando lo fui a ver este verano, estaba agregando al Libro rojo la nota al pie número 1.051. "Es el reactor nuclear de todas sus obras", dijo Shamdasani y destacó que los conceptos más difundidos de Jung –entre otros, su creencia en que la humanidad comparte un caudal de sabiduría antigua que denominó inconsciente colectivo y la idea de que las personalidades tienen componentes tanto masculinos como femeninos (animus y anima)– hunden sus raíces en el Libro rojo. La creación del libro también llevó a Jung a reformular la forma en que trabajaba con sus pacientes, como testimonia una referencia que Shamdasani encontró en el libro autopublicado escrito por una ex paciente, en la que esta recuerda el consejo que le dio Jung para procesar lo que se desarrollaba en las zonas más profundas y a veces aterradoras de su mente.Después de escaneado, el libro regresó a su bóveda del banco, pero volverá a trasladarse, esta vez a Nueva York, acompañado por un grupo de descendientes de Jung. En los próximos meses se expondrá en el Museo de Arte Rubin. En el Libro rojo, luego de que el alma lo exhorta a aceptar la locura, Jung todavía tiene dudas. De pronto, como ocurre en los sueños, el alma se convierte en un "profesor pequeño y gordo", que manifiesta una especie de preocupación paternal por Jung.Jung le dice: "Yo también creo que me he perdido por completo. ¿Verdaderamente estoy loco? Todo es terriblemente confuso".El profesor responde: "Ten paciencia, todo saldrá bien. De todos modos, duerme bien". © The New York Times y ClarIn, 2009.

Traducción de Elisa Carnelli.




Jung Básico
Suiza, 1875-1961.

Fundador de la Psicologia Analítica


Médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo, figura clave en la etapa inicial del psicoanálisis y posteriormente, fundador de la escuela de Psicología analítica, Carl Gustav Jung fue un hombre corpulento, de risa estentórea y afición por lo experimental. Le interesaban los aspectos psicológicos del espiritismo, de la astrología, de la brujería. Mientras trabajaba en el hospital de psiquiatría Burghölzli de Zurich, Jung escuchaba con atención los desvaríos de los esquizofrénicos y pensaba que contenían las claves de verdades tanto personales como universales. Afirmaba que los sueños ofrecían una narración rica y simbólica que surgía de las profundidades de la mente. En determinado momento, comenzó a percibir que el alma humana –no sólo la mente y el cuerpo– necesitaba un cuidado y un desarrollo específicos, idea que lo arrastró a un territorio habitado por poetas y sacerdotes. Escribió entre otros libros: Sobre la psicología de lo inconsciente , De la esencia de los sueños, El hombre y sus símbolos.




El largo mundo interior de Jung

Como anticipó Ñ, "El libro rojo", de Carl Jung acaba de editarse en inglés, como "la obra inédita más influyente en la historia de la psicología". Ahora, una muestra en Nueva York exhibe las imágenes del viaje cosmológico del genial psicoanalista.
Por: Edward Rothstein para The New York Times y Clarín


EL LIBRO ROJO. Imágenes del recuento que hace Jung de sus visiones y sueños, que consta de 600 páginas y puede verse en Nueva York.



Carl G. Jung trató de describir su viaje interior en un texto de ela­borado diseño, lleno de fantasías e imaginación surrealista. Conocido como "El libro rojo", hasta hace poco no lo había visto casi nadie más allá de la familia extendida de sus descendien­tes. El título no exige una compleja explicación simbóli­ca. En realidad el libro es rojo, y se lo puede ver hasta mediados de fe­brero en una muestra organizada en su homenaje en el Museo de Ar­te Rubin de Manhattan: "El libro rojo de C. G. Jung: La creación de una nueva cosmología". Jung, que para el momento en que empezó a trabajar en su texto ya había roto con Freud y desarro­llaba su mítica concepción de la psiquis humana, se aseguró de que la importancia del libro no pasara desapercibida para sus futuros acólitos. Se trata de un volumen enorme encuadernado en cuero rojo que tiene más de seiscientas páginas y lleva el título formal de "Liber Novus" (libro nuevo). Jung le dio un tono de autoridad antigua y gran seriedad, y lo pre­sentó como un Nuevo Testamento.El recuento que se hace en el libro de las visiones, fantasías y sueños de Jung también está sal­picado de sus pinturas (algunas de las cuales pueden verse en la exposición), imágenes plasmadas durante los años de la Primera Guerra Mundial y la década posterior que ahora parecen mis­teriosas anticipaciones del arte folk New Age de fines del siglo XX. Presentan diseños florales abstractos y simétricos que Jung identificó como mándalas, junto con representaciones casi infanti­les de llamas, árboles, dragones y serpientes, todos de colores vivos y audaces. Sin embargo, lo que resulta es­pecialmente extraño del libro no es su grado de pretensión o pompo­sidad, sino su fuerza talismánica. Durante décadas estuvo olvidado en un armario de la familia. Luego se lo ocultó al análisis académico debido a su presunta naturaleza reveladora. Desde que se lo presentó en público, en parte gracias a los es­fuerzos del historiador y estudioso de Jung, Sonu Shamdasani (que también es el curador de la mues­tra), se convirtió en un éxito. "El libro rojo" es un facsímil que se reprodujo con minuciosidad y que publicó en octubre W. W. Norton & Company con detalladas notas al pie y comentarios de Sham­dasani. El precio es de 195 dólares y ya va por la quinta edición. Se trata en verdad de un objeto notable, y no sólo por su excéntrica insistencia en su propia importancia. Repre­senta el pensamiento de Jung durante un período en que se en­contraba desarrollando su idea de "arquetipo" y de "inconsciente colectivo", planteando un sustrato de la mente humana que conforma el lenguaje, la imagen y el mito a través de todas las culturas. Cuando trabajaba en sus ideas sobre la terapia psico­lógica como forma de autoconocimento, daba la impresión de haber incursionado en un autoanálisis de ese tipo. El libro proporciona una vía sorprendente y aparentemente sin cen­sura a la vida interior de Jung. Shamdasani es­cribe: "Es nada menos que el libro central de su obra". Eso es algo que los estudiosos de la vida y la obra de Jung pue­den meditar mientras intentan ubicar esos relatos gnómicos en un contexto intelectual y biográfico. Como el propio Jung advirtió en 1959 en un epílogo que no completó para su libro también inconcluso: "Para el observador superficial, parecerá locura". Tal vez también lo parezca a los ojos del observador no superficial. Casi cada una de las visitas tiene una mezcla semejante de colora­ción exótica, mítica y primitiva. Una de las pinturas que pueden verse en la muestra presenta un dragón de múltiples patas que abre las mandíbulas para tragar una bola amarilla. La explicación de Jung: "El dragón quiere comerse el sol y la joven le ruega que no lo haga. Pero se lo come de todos modos". Una inscripción entra en más detalles y nombra a las figuras del relato sin explicarlas: "Atmavictu", "joven seguidor", "Telesforo", "espíritu maligno de algunos hombres". Shamdasani sostiene que el tema central del libro es cómo Jung recupera su alma y supera la enfermedad contemporánea de la alienación espiritual. Así comenzó la empresa de autoanálisis de Jung, una áspera demolición de la mente racional occidental, sumergiéndose en un peregrinaje por la tierra pagana de su propia psiquis. Ese arque­tipo nos sigue atrayendo, si bien no parece brindar la iluminación que Jung sostenía. Ver su libro y la exposición, sin embargo, es vislumbrar una extraordinaria reliquia de una forma especial de pensamiento sobre la mente y su historia. La muestra comprende un mándala tibetano del siglo XIII que era propiedad de Jung. Cuando se deja atrás el libro, en el piso superior hay una asombrosa muestra de esos antiguos diseños tibetanos, cada uno de los cuales encierra un universo enciclopédi­co que abarca deseo, venalidad, sabiduría, éxtasis y pasión. Tal vez "El libro rojo" merezca un diagnóstico: Jung envidiaba los mándalas.