lunes, 30 de junio de 2008

RadarLibros/Domingo, 29 de Junio de 2008
Un tal Lukács
Por Hugo Salas

Dominada por las dos grandes guerras y la posibilidad (frustrada) de una revolución internacional, o cuanto menos europea, la primera parte del siglo XX fue generosa en destinos épicos, aun entre intelectuales, usualmente tan poco dispuestos al despliegue de la fuerza. Lejos de la preceptiva clásica –y bajo el influjo, tal vez, del último aliento romántico–, durante aquellos años se escribió en el exilio, al borde de la muerte y con las armas en la mano, pero muy pocos lo hicieron, además, desde una participación activa en la vida política gubernamental. Comprometerse no implicaba, en sí, ensuciarse las manos con el vulgar desarrollo de la historia, salvo para unos pocos, como György Lukács.
Nacido en 1885, este hijo de un prominente banquero judío de Budapest, filósofo y crítico literario de formación alemana, se convierte al comunismo (lo suyo no fue una mera adhesión) hacia fines de la I Guerra Mundial. A diferencia de otros colegas de su tiempo, debió entender que un pensamiento marxista no podía ir disociado del porvenir del socialismo como realización concreta, y por ello ya en 1919 participa del fugaz levantamiento húngaro, primero como subcomisario del pueblo, luego titular del Ministerio de Educación y más tarde comisario político de la Quinta División Roja. En un siglo donde la mayoría de los grandes teóricos marxistas piensa el socialismo desde afuera, como pura utopía o apuesta al porvenir, Lukács se anima a pensar una política cultural interna (la otra excepción sería Gramsci, lamentablemente reducido al encierro).
Exiliado en Viena entre 1920 y 1929 tras el aplastamiento de la rebelión, publica allí dos de sus obras mejor conocidas: Teoría de la novela e Historia y conciencia de clase. Este último, debido a sus audaces reinterpretaciones hegelianas de puntos especialmente sensibles de la teoría de Marx (como la relación entre base y superestructura), genera hondo malestar en la ortodoxia, provocando duras críticas durante el V Congreso Mundial de la Internacional Comunista. Su autocrítica pública no se hace esperar, y tampoco será la última (de hecho, en 1967, cuatro años antes de morir, escribirá un duro e interesante prólogo para la edición española). Más tarde emigra a Moscú, donde permanece hasta el fin de la pesadilla fascista y formula una muy personal teoría estética del realismo (que muchos leen en consonancia con el realismo socialista impuesto por Stalin), que le vale una durísima respuesta de Adorno.
Estos datos, sin mayores precisiones, han contribuido a generar una imagen de Lukács (muy difundida dentro de la academia argentina) como un filósofo de primera línea que termina abjurando de su talento para someterse a los dictámenes soviéticos; un burócrata. Más allá de no concordar con la evidencia histórica (la relación del filósofo con el Partido distó mucho de ser pacífica, tanto que en 1956 participará de la revolución de Nagy, que procuraba implantar en Hungría un socialismo de corte democrático), esta interpretación ha permitido que se ignore su producción posterior a Historia y conciencia de clase (en particular, su monumental Estética y la póstuma Ontología del ser social), así como también las válidas objeciones estrictamente filosóficas que el pensador supo formular a aquellas obras de juventud, escritas aún desde un conocimiento muy imperfecto de la obra de Marx.
Es justamente ese hueco en el espacio de las lecturas españolas el que procuran llenar las compilaciones de Antonino Infranca y Miguel Vedda, miembros de la Sociedad Internacional György Lukács, comprometida con la preservación de su legado. El último volumen, György Lukács: ética, estética y ontología, abre con un interesante abanico de textos inéditos que van desde 1922 (“Origen y valor de la obra poética”) hasta 1970 (“Marx y Goethe”), entre los que se destaca “Gran Hotel Abismo”, escrito en 1933. Si bien es preciso situarlo en un contexto de juventud, donde el filósofo rechaza la cultura burguesa y la socialdemocracia en bloque (actitud muy distinta de la que rige, por ejemplo, “Marx y Goethe”, última pieza de la antología), en la caracterización que allí hace de ciertos intelectuales burgueses como individuos prestos a criticar el capitalismo siempre que esto no implique abandonar sus comodidades, sus dádivas, Lukács parece responder de antemano, con gran clarividencia, a quienes hoy lo tildan de burócrata. En efecto, ¿qué posibilidades había, en plena guerra mundial, de sostener cualquier apuesta por el socialismo fuera del bloque soviético?
“A modo de comparación, es muy útil ver qué pasa en Brasil”, reflexiona Vedda. “Allí, Lukács es un clásico. Ocurre que entre ellos la costumbre es procurar desarrollos originales, adaptar los aportes de los distintos pensadores marxistas a la realidad brasileña. Así, buena parte de sus grandes críticos literarios son no sólo marxistas sino en particular lukacsianos. La tradición argentina, por el contrario, importa versiones armadas, y en el caso de Lukács se contentó con la difundida por Adorno durante su exilio en Estados Unidos. Eso, sumado al desinterés por las teorías marxistas en el campo de los estudios literarios, complotó para que Lukács permaneciera casi desconocido en la Argentina, situación que recién cambia con el gran vuelco de 2001, donde muchos estudiantes vuelven a interesarse por el marxismo.”
Otra explicación del desinterés, no vislumbrada por su compilador, radica seguramente en su prosa escueta, severa y disciplinada, muy distinta de los alardes estilísticos que la escuela francesa terminará de imponer en la segunda mitad del siglo XX e incluso del tono brillante de algunos contemporáneos como Adorno y Benjamin.
Según Vedda, la lectura errónea lleva a muchos a considerar a Lukács como un teórico del realismo socialista, “cuando en realidad, en sus trabajos sobre realismo y en particular la novela histórica, nunca se refiere a ningún escritor del realismo socialista salvo a Gorki, que por otra parte difiere mucho de los postulados de la era stalinista”. Al igual que se desprende del emotivo artículo de Agnes Heller, “El fundador de escuela”, que da inicio a la segunda parte del libro, consagrada a trabajos de especialistas, Vedda pone de relieve la peculiar hibridación, en la vida del filósofo, entre rigor intelectual y coherencia ideológica: “Lukács nunca dejó el ámbito del socialismo real, y esto lo llevó a ir tomando distintas decisiones. De hecho, después de la revolución de Nagy fue deportado a Rumania y permaneció expulsado del Partido Socialista Húngaro de los Trabajadores hasta 1969, cuando lo rehabilitaron. Conoció los campos de concentración stalinistas; es más, el suyo es el único caso de un intelectual al que hubo que secuestrar de un campo para poder salvarlo, porque se negaba a fugarse mientras hubiera otros camaradas detenidos”. Luego de su rehabilitación, que implicó el cese de los ataques dirigidos contra su persona desde Hungría, la RDA, la Unión Soviética y otros países del este, recibe sendos doctorados honoris causa en Zagreb y Gante. En 1970 le conceden el premio Goethe, pero también le diagnostican el cáncer que habría de terminar con su vida en poco menos de un año. En su departamento se encontraron varios manuscritos inéditos, sobre todo de juventud, y –como era costumbre también de la época– una nutrida correspondencia.
El fundador de escuela
Tenía dieciocho años cuando vi por primera vez a György Lukács, en la cátedra del aula Nº 4 de lo que entonces era la Universidad de Ciencias Pázmany-Péter; y cuarenta y dos cuando me despedí del agonizante, en el solitario cuarto de enfermo de la clínica Kutvölgyi. Para conjurarlo en cuanto profesor, tengo que remontarme a los comienzos. Lo que la reincidente memoria vuelve hoy a vivenciar es la manifestación de su esencia, tal como la vi desarrollarse de año en año.
Por Agnes Heller

Logos
En el comienzo era el Logos.
Con un paso apresurado se dirigía a la cátedra; extendía sobre la mesa el manuscrito –siempre extenso– de la conferencia. Luego, se sentaba; entonces, comenzaba a hablar; siempre en voz muy baja.
Para entenderlo, era preciso concentrar persistentemente la atención. Nunca alzaba la voz, no se esforzaba en buscar un efecto inmediato: nada de teatralidad. No se ponía de pie, no caminaba de un extremo al otro, no se dirigía a la audiencia: ninguna captatio benevolentiae. El texto mismo nos interpelaba, el pensamiento desprovisto de ornamentos. El Logos puro.
No quería poner en movimiento nuestra fantasía, sino nuestra inteligencia. No quería brillar con lo que suele designarse como encanto de la personalidad. Hacer comprensible el pensamiento, a fin de que pensáramos juntamente con él, a fin de que él desapareciera detrás del pensamiento: esa era su intención.
Profesores conocidos por ser maestros en cuanto al modo de exponer –maestros de la exposición siempre deslumbrante, ingeniosa– sólo por unos meses podían resistir a la comparación con él. Pues la palabra tenuemente pronunciada y la impersonalidad voluntaria, intencional del pensamiento, alcanzaban cierto brillo. Cada vez más fuerte era el encanto de la explicación. Esa fuerza no emanaba sólo del pensamiento sino que, inseparablemente de éste, procedía también del pensador que procuraba ocultarse detrás del Logos. No teníamos noción de quién era realmente ese György Lukács: su pasado era, entonces, un misterio; su obra –en su mayor parte– desconocida. Y sin embargo, en la sucesión de estas explicaciones, cobró expresión algo casi imposible de explicar, cuyos signos, nosotros –jóvenes de entonces– pudimos “captar” y descifrar. La emanación de la personalidad significativa.
Un hombre pequeño explicaba, en voz baja, desde la cátedra. Y eso se convirtió, para algunos de nosotros, en destino.
La ascesis
Nadie podrá decir que exigía a los otros más de lo que se exigía a sí mismo.
Todas sus necesidades estaban subordinadas a una; más aún: todas las demás necesidades confluían en una. Desde temprano hasta tarde, se sentaba ante su escritorio y trabajaba. Un solo ser humano era el lazo de unión con la vida: su mujer. Sus amigos eran para él “aliados ideológicos”. No sentía el frío, el hambre o la sed. Las “incomodidades” no lo perturbaban, pues no las advertía. No tenía idea de lo que tenía puesto. No conocía la vida cotidiana: ni sus molestias ni sus alegrías.
No era un “profesor distraído”. Y sin embargo, una vez apareció en la universidad con el saco del pijama. Al regresar a casa, respondió a la mirada sorprendida de su mujer: “Gertrud, hoy di mi mejor conferencia”.
En una ocasión –mucho después–, a todos les llamó la atención cuán gastado se encontraba su sobretodo; alguien aludió sutilmente a que era tiempo de encontrar uno mejor. “¿Para qué?” preguntó, sorprendido. “Es un abrigo excelente, que adquirí en Rumania: nunca en la vida tuve un abrigo tan bueno”. Y no cambió de opinión.
En Viena había vivido durante mucho tiempo de la sopa de papas que suministraba la asistencia pública; en Moscú, a comienzos de la guerra, trabajaba en un cuarto sin calefacción, vestido con un chaleco de piel. (También se trataba de un “excelente chaleco de piel”, según nos decía a menudo.)
Rara vez abandonaba la casa. Las estaciones llegaban y se iban sin que lo notara. Se sentaba ante el escritorio y trabajaba: eso era su vida.
Remontandose en el tiempo
Ya fuese por la vejez o por la atmósfera amistosa, o porque se relajaba paulatinamente una vieja inhibición (aparentemente, los tres factores interactuaban), cada vez narraba más cosas sobre sí mismo. Comenzó el viaje común hacia el pasado; primero, a la madurez; luego, a la juventud; finalmente, a la infancia.
Con las más intensas emociones recordaba al niño al que la madre consideraba tonto; al niño que continuamente andaba en bicicleta y que, en París, no quería entrar a ningún precio al Louvre: quería ir al zoológico. Recordaba al niño que había aprendido a leer antes que los tres hermanos mayores aunque no le enseñaban: como se sentaba del otro lado de la mesa, leía las letras al revés; ese niño nunca pedía disculpas, prefería permanecer durante todo el día encerrado, sin comida ni bebida, en el oscuro armario de madera, esperando el momento en que el querido padre regresaba, lo rescataba de la prisión y lo llevaba en brazos a la casa, a su cuarto de trabajo; el buen padre, que prefería al hijo menor porque él mismo lo había sido, y conocía las humillaciones que se derivan de esa condición.
Y narraba sobre el niño que al leer a Fenimore Cooper y a Homero, descubrió que existe un mundo puro y auténtico; que el mundo en que vivía era sólo mentira y engaño. Desde ese momento quedó convencido de que el libro es más auténtico que la vida.
Narraba sobre las amistades juveniles. Sobre el verano que pasó en lo de Elek Benedek, sobre la conmoción que le ocasionó encontrar en él a un “hombre recto”. Sobre su admiración por Leo Popper, sobre las experiencias compartidas durante las tardes, dominados ambos por la misma pasión por el arte. “Era mucho más talentoso que yo” decía a menudo sobre el amigo muerto en plena juventud.
“Tendría que volver a narrarnos eso” volvíamos a pedirle siempre. Lo narraba, y lentamente lo conocimos.
Al final, se encontraban sobre su escritorio las obras de Sigmund Freud.

La sentencia
Cuando nos enteramos de que tenía cáncer, supimos que había que decírselo. (...) Tomó conocimiento de la sentencia sin pestañear.
Cuando después entramos al cuarto, estaba enteramente preocupado por mitigar nuestra congoja. No era un artificio, no se trataba de ninguna actuación. Comenzó, simplemente, a charlar, como siempre. No tenía necesidad de representar el papel de sabio estoico; el estoicismo pertenecía a su personalidad.

Lo mas importante
Estaba cada vez más consumido, apenas si podía caminar. Pero el sentimiento de la dignidad no lo abandonaba; superaba las debilidades corporales. A menudo, citaba a Plotino, que se avergonzaba de su cuerpo. También él se avergonzaba de su cuerpo, del atributo vulnerable del espíritu.
Hospital. Sostenemos su mano, le hablamos. Hablamos de sus obras que son leídas y reverenciadas en todas partes. De que sus ideas ahora son conocidas también en América; de que se escribe y discute mucho sobre él. Asiente, pero sus pensamientos están en otra parte.
Súbitamente, dijo: “Lo más importante, lo más importante, no lo entiendo”. Le preguntamos qué era lo más importante. Respondió:
“Todavía no lo sé”.
Murió como el árbol. Y, sin embargo, fue, hasta el final, el Logos.

Fragmentos del ensayo de Agnes Heller, discípula de Lukács, publicado en György Lukács. Etica, estética y ontología, con traducción de Miguel Vedda.
Gran Hotel Abismo
Por György Lukács

Cada día se hace más evidente que los problemas del capitalismo decadente se vuelven insolubles. Permanentemente se amplían los sectores de la mejor parte de la intelectualidad que ya no pueden taparse los ojos ante esta pesadilla, ante la imposibilidad de resolver aquellos problemas cuya solución es la base vital específica de estos sectores y cuya respuesta conforma la base material y espiritual de su existencia. Precisamente la parte más seria y mejor de esos sectores llega hasta aquel abismo que permite percibir la insolubilidad de estos problemas. Al borde del abismo desde el que se divisa la doble perspectiva: por un lado, el callejón sin salida intelectual, la anulación de la propia existencia intelectual, la caída en el abismo de la desesperación; del otro lado el salto vitale hacia el campo del proletariado revolucionario, el salto vitale hacia el futuro luminoso. Esta elección es de una extraordinaria complejidad para un productor literario, precisamente, en cualquier circunstancia. Porque, para lograr dar el salto, tales productores deben transformarse espiritualmente en un grado mucho mayor que cualquier otro sector de la sociedad.
El Gran Hotel “Abismo” ha sido dispuesto –sin intención– para dificultar todavía más este salto. Ya hemos hablado aquí del confort material, por supuesto relativo, que la burguesía parasitaria del período imperialista puede ofrecer a sus opositores ideológicos. Pero la relatividad de este confort material, su austeridad e inseguridad en comparación con aquello que la burguesía ofrece a sus alcahuetes ideológicos directos, cuenta también entre los elementos del confort espiritual. Refuerza la ilusión de la independencia respecto de la burguesía, de “estar por encima de las clases”, la ilusión del propio heroísmo, de la propia disposición para el sacrificio, la ilusión de haber roto ya con la burguesía, con la cultura burguesa, y todo esto cuando todavía se está con ambos pies sobre terreno burgués.
El confort espiritual del Hotel se concentra en la estabilización de estas ilusiones. Se vive aquí en la más exuberante libertad espiritual: todo está permitido; nada escapa a la crítica. Para cada tipo de crítica radical –dentro de los límites invisibles– hay habitaciones especialmente diseñadas. Si alguien quiere fundar una secta en busca de una mágica solución ideológica para todos los problemas de la cultura, allí encontrará a su disposición salas de reunión destinadas a este propósito. Si uno es un “solitario” que, solo e incomprendido por todos, busca su propio camino, allí recibirá una habitación extra especialmente diseñada en la que, rodeado por toda la cultura del presente, puede vivir “en el desierto” o en la “celda monástica”. El Gran Hotel Abismo se presta para todos los gustos y está acondicionado previsoramente para todas las orientaciones. Toda forma de embriaguez intelectual, pero también toda forma de ascetismo, de autoflagelación, está igualmente permitida; y no solo permitida, sino que hay allí bares equipados con gran esplendor, que cuentan con instrumentos y aparatos de tortura fabricados con excelencia para esta necesidad. Y no solo para la soledad; también está equipado para la sociabilidad de todo tipo. Cada uno, sin ser visto, puede ser testigo de la actividad de cualquier otro. Todos pueden tener la satisfacción de representar el único ser sensato en una Torre de Babel de la locura universal. La danza macabra de las cosmovisiones que tiene lugar cada día y cada noche en este hotel se vuelve, para sus habitantes, una agradable y excitante banda de jazz, con cuya música pueden recuperarse luego de la agotadora cura del día. ¿Deberíamos asombrarnos de que muchos intelectuales, al final de un camino agotador y desesperante, se contenten con dar cuenta de los problemas insolubles de la sociedad burguesa desde un punto de vista burgués; de que, al llegar al borde de este abismo, prefieran instalarse con comodidad en este hotel antes que quitarse sus resplandecientes vestidos y atreverse a dar el salto vitale por encima del abismo? ¿Deberíamos asombrarnos de que este hotel, lujosamente equipado para las cumbres más elevadas de la intelectualidad, tenga por todas partes sus copias más provincianas y menos lujosas en el interior de la intelectualidad y de la pequeñoburguesía?
En la sociedad burguesa de nuestros días, hay toda una serie de transiciones que van desde las bandas de jazz, orquestadas con refinamiento, de la danza macabra de las cosmovisiones, hasta los coros ordinarios y los gramófonos de los bares auténticos, donde también se bebe y tienen lugar las danzas macabras de las cosmovisiones burguesas, la mayoría de las veces, de un modo por completo inconsciente para el pequeñoburgués que está presente.

Fragmento de Gran Hotel Abismo, artículo escrito por Lukács en pleno ascenso del nazismo pero no publicado en vida del autor, ahora traducido al castellano e incluido en este volumen, y también con traducción de Vedda.
Radar/Domingo, 29 de Junio de 2008
En el camino

Con lápices que llegaría a comerse, en pedazos de papel que también servirían para parar la hemorragia de una herida, nutrido de una biblioteca escondida en una cueva, en los altos de marchas fatigosas, el Che Guevara llevó siempre un diario (luego conocidos como Diario de motocicleta, Pasajes de la guerra revolucionaria, El diario del Che en Bolivia, Diario del Congo). En ellos, consignó su prehistoria revolucionaria, cifró esa pulsión por el camino que lo emparienta con los beats norteamericanos, registró el rigor con que comandaba a sus hombres y hasta sembró claves que hoy, con los resultados a la vista, podrían tentar a leer en ellos profecías de un destino ineludible. Pero sobre todo, registran una vocación que –a diferencia de Walsh– no está reñida con el revolucionario y revelan a un escritor que marcha hacia la muerte en una gesta contra el imperialismo pero también contra el imaginario del oficinista de Kafka y del ingeniero de Sartre.
Por María Moreno

LAS MANOS DEL CHE DURANTE UNA ENTREVISTA EN LA HABANA, 1963.

Leer los diarios de alguien que ya no existe puede convertir en canalla. Invita a aprovecharse de servidas asociaciones y de los acontecimientos que el azar propone como encadenados para leer en el principio las profecías de un destino cuyo final se conoce de antemano. Por ejemplo, al leer los diarios del Che Guevara (Notas de viaje, diario de motocicleta, Pasajes de la guerra revolucionaria, El diario del Che en Bolivia, Diario del Congo) tienta trazar una curva entre el episodio en que éste narra cómo se vio obligado a descargar su diarrea desde lo alto de su alojamiento en Temuco sobre los duraznos que alguien había puesto a secar sobre unas chapas más abajo y que cataloga “como un error de apreciación” en el primer diario, y aquel en que registra preocupado: “Salimos 17 con una luna muy pequeña y la marcha fue muy fatigosa y dejando mucho rastro por el cañón donde estábamos que no tiene casas cerca” en el último, cuando ya ha escrito que la radio chilena ha anunciado que son 1800 hombres los que lo buscan, y así suponer un derrotero cuajado de errores de apreciación. O, menos gravemente, tienta mostrar el aprendizaje que va de matar un perro viejo en Nahuel Huapi al confundirlo con un tigre a matar a un soldado en Sierra Maestra en donde la condición de médico del agresor le hizo constatar la eficacia de su disparo que partió el corazón de la víctima provocándole una muerte, por rápida, menos dolorosa. ¿Cómo no sonreírse con módica suspicacia al leer que el objetivo del primer viaje por Latinoamérica es “países lejanos, hechos heroicos, mujeres bonitas”, o escuchar con oído lacaneano en el “Thu Che” de ecos vietnamitas con que Guevara se autobautiza para firmar alguna carta a su mujer, Aleida March, el touché del caído en duelo? Pero es el Che mismo el que nos ha puesto esas emboscadas, ya que se ha ocupado en cada texto de organizar cada escena de su vida invertida en su formación de guerrero ejemplar con un celo igualmente ejemplar. El camino de la revolución que sugiere en Pasajes de la guerra revolucionaria, en su diario de Bolivia, está lleno de chapucerías de las que él es el primero en culparse: luego de capturar su primera gorra de soldado batistiano, se la ha puesto, contento, casi provocando una ráfaga de su propia vanguardia; de acuerdo a lo que recuerda de una novela, agrega agua de mar en la ración de una cantimplora y la hace intragable; guía a sus hombres hacia Sierra Maestra bajo la Estrella Polar, sólo que... no es la Estrella Polar. El camino de la justicia estaría tapizado por las injusticias: fusilar al dudoso de haber incurrido en los tres delitos capitales de la guerrilla, la insubordinación, la deserción y el derrotismo; castigar negándole sus próximas raciones al que, hambriento, ha robado una lata de leche condensada; ejecutar a un perro que no para de ladrar. Las opciones pueden ser graves: por ejemplo durante una retirada, entre la mochila de la medicina y la caja de balas. (Che elegirá la de balas, ¿de haber hecho lo contrario se habría convertido en un Dr. House?) Luego están las penurias naturales como la yaguesa, el jején, el mariqui, el mosquito y la garrapata que saben sacar sangre sin disparar un solo tiro, las cotidianas que obligan a beberse la orina o a recoger agua con la bombita de un nebulizador antiasmático en los bordes del yuyo llamado “dientes de perro” para distribuirla en el ocular de una mirilla telescópica en una suerte de versión inversa de la multiplicación cristiana de los panes y los peces, muy evocadora de la vida de santos como Santa Catalina de Siena que se alimentaba –y sin adelgazar un solo gramo– de la ostia diaria de la comunión. La revolución está hecha sobre el lance de que un campesino lleno de miedo y que entra en acción por obediencia o debido a una provisoria sugestión retórica, pueda resistirse a la tentación del bandidaje o de volver a la inercia del despojado. “De Davides que no entienden bien –escribe Che– y de Banderas que murieron sin ver la aurora”.
Su prehistoria del revolucionario se establece con la visita del joven médico y de un amigo a esas ciudades míticas y aisladas por el tabú de contacto: el leprosario: “La gente que está a cargo de él cumple una labor callada y benéfica, el estado general es desastroso, en un pequeño reducto de menos de media manzana del cual dos tercios corresponden a la parte enferma, transcurre la vida de estos condenados que en número de treinta y uno ven pasar su vida, viendo llegar la muerte (por lo menos eso pienso) con indiferencia”. Antes de aspirar a liberar a los proletarios del mundo, Che aspira a liberar al otro, precisamente de ser otro; curarlo es menos mejorar sus condiciones de vida que reconocerlo, escucharlo, tocarlo, ver en él a un hombre. En El último lector, cuando Ricardo Piglia hace el retrato del Che lo asocia a Lucio V. Mansilla y a Victoria Ocampo por el uso de una lengua que simula, en su naturalidad inventada, un efecto oral. Y el Che que visita leprosarios y convive con los enfermos (“Después algunos vinieron a despedirse personalmente y en más de uno se juntaron lágrimas cuando nos agradecían ese poco de vida que les habíamos dado, estrechándoles la mano, aceptando sus regalitos y sentándonos entre ellos a mirar un partido de futbol”) no deja de recordar la escena de Una excursión a los indios ranqueles en que el coronel personaje levanta en brazos, ante la tribu aterrada, el cuerpo infectado de viruela del indio Linconao y, antes de subirlo a un carro que lo llevará a su propia casa para curarlo, se lo acerca al rostro –sede mítica de la espiritualidad y de los cinco sentidos– soportando el efecto que describe como de “lima envenenada”. Para Che, como para Mansilla, el acceso al hombre a quien el mundo no reconoce la categoría de tal comienza por la prueba de su roce. En esa primera identificación antiburguesa a una vida peligrosa de leprólogo no debe estar ausente la figura del doctor Schweitzer que, en un sentido muy distinto, se pasó al otro seguido por las cámaras de la revista Life y ganó el Premio Nobel de la Paz un año antes de que el Che partiera con su amigo Granados en motocicleta por los caminos de Latinoamérica. Y si a Piglia no se le escapa que en ese Che primerizo la pulsión del camino tiene la marca de la de los escritores beats de su época, es válido reconocer en esos escritos de puño y letra llamados diarios, bajo la forma de una insistente contabilidad de bajas y de alimentos, de armas ganadas y perdidas, de prisioneros y de traidores, un resto de enumeración caótica a lo Aullido de Ginsberg.
Claro que fuera de los contextos de época, conocidos los precios y vencidas las épicas, ¿como no sobresaltarse con esa serie de horrores pormenorizados que incluyen el casi forzar a la mujer de un mecánico durante un baile –ella cae al suelo en una confusa escena presenciada por el marido–, el ventajeo con el título de médico, la bravata petitera de intentar robarse unos vinos durante una comida a la que ha sido invitado, narrados en Diario de motocicleta, y luego, ya en Sierra Maestra, con la educación por el insulto y la provocación machista que pone a los guerrilleros en el brete de desear la muerte antes de ser degradados –uno, en efecto, se suicida luego de perder el rango y el Che, previa una explicación pedagógica, le niega honores militares: “Tuvimos un pequeño incidente debido a mi oposición a que le rindieran honores militares, ya que los combatientes entendían que era uno más caído y nosotros argumentábamos que suicidarse en unas condiciones como las nuestras era un acto repudiable, independientemente de las buenas cualidades del compañero”–. Y entonces queda la duda entre si ese Che que organiza las escenas para su propio mito es de una sinceridad ejemplar y por eso no evita aquello que podría poner en cuestión la ejemplaridad de su figura, o cree de verdad en el valor aleccionador de los hechos que cuenta. En todo caso, no hay mayor déspota que el que se exige a sí mismo rigores mayores que los que ordena.
Claro que luego de leer los textos teóricos que han puesto en cuestión la identidad entre literatura del yo y experiencia no nos es permitida ya esa lectura ardiente y literal con que, en los años ’60, fascinados por esa retórica que primero desnudaba a una revolución en el poder y luego un fallo trágico, saltábamos sobre los hechos pasando por alto las operaciones de un escritor.


PAGINAS DEL CHE EN BOLIVIA, 1967.

A vencer y a escribir
Tocar el piano en la gesta se hace difícil –una mula no toleraría su peso, una helada lo reclamaría para leña–, arrastrar por la manigua a través de las propias emboscadas el bastidor y la caja de acrílicos parece imposible, pero un lápiz y un papel ¿quién no puede retenerlo? Aunque sea el lápiz que nos comeremos apurado con orines y el papel que parará la hemorragia de una herida de Thompson, porque lo que es imposible de garantizar en estos casos es que el texto llegue a destino.
Puede escribirse en toda circunstancia, como los burgueses –Robert Frost lo hacía en la suela de los zapatos, Gertrude Stein en una libreta mientras esperaba que el mecánico reparara su auto–, incluso en revolución.
Si no vean a Che, Mao, Marcos. Vaya sinvergüenzas, éstos que han persuadido a tantos de que la pluma debía ser reemplazada por el arma no retrasaron un solo minuto su desplazamiento armado hacia el mármol de la estatua conmemorativa para pergeñar cosas como éstas: “Así te quiero, con recuerdo del café amargo en cada mañana sin nombre y con el sabor a carne limpia del hoyuelo de tu rodilla (...) Si sientes algún día la violencia impositiva de una mirada, no te vuelvas, no rompas el conjuro, continúa colando mi café y déjame vivirte para siempre” (Che). “A un lado y otro de la Gran Muralla/ hay espacios sin límite,/ el Gran Río,/ entre montes y valles,/ ha detenido su rumbo impetuoso./ Los montes, serpientes danzarinas de plata,/ las mesetas, elefantes de cera al galope,/ compiten en altura con el Cielo/ Esperamos un día de sol:/ rojo mantel sobre blanco/ os parecerán seductores y fascinantes” (Mao). “Como si llegaran a buen puerto/ mis ansias,/ como si hubiera donde/ hacerse fuerte,/ como si hubiera por fin/ destino para mis pasos,/ como si encontrara/ mi verdad primera,/ como traerse al hoy/ cada mañana,/ como un suspiro/ profundo y quedo,/ como un dolor de muelas/ aliviado,/ como lo imposible/ por fin hecho,/ como si alguien/ de veras me quisiera,/ como si, al fin,/ un buen poema me saliera” (Marcos).
Che no siente como Walsh la disyuntiva entre la revolución y la escritura. No puede, puesto que es su propio cronista. Tampoco blasfema contra el editor y sus módicos adelantos, él mismo edita sus diarios virándolos un poco a otras escrituras del yo como las memorias. Si se carece de fe revolucionaria, fe que en este caso, como en muchos, coincide con creerle al Che, allí están sus compañeros para desmentirlo porque, en efecto, algunos de ellos también han escrito y, como para confirmar que sus correcciones, sino de estilo –el Che no se mejoraría a posteriori– son para lograr una mayor exactitud, los retoques que las últimas ediciones marcan en negrita se limitan a reforzar datos topográficos o funciones. Cuando escribe en sus cuadernos originales es para usarlo más tarde en sus diarios definitivos, salvo el último, lo que es imposible por razones obvias, entonces lo que Che hace es –qué increíble la oportunidad de esta palabra– un machete.
Sólo la sangre de un compañero le hace abandonar el tono de parte de guerra un poco contaminado por lecturas de London y entonces desliza entre comillas un epitafio lírico: “Tu cadáver pequeño de capitán valiente ha extendido en lo inmenso su metálica forma”.
Ya en Bolivia, Che ha guardado en una gruta, cerca de donde se almacenaban los víveres y funcionaba el aparato emisor, su biblioteca –dice el francés Debray que se le ha puesto en contra en Alabados nuestros señores–, una educación política pero dejando a sus pies todas las fintas de la lengua de Racine que es casi una carta de amor. En ese botín pesado para la marcha, el volumen militante no excluye al de poesía. Entonces, sentado a horcajadas en una rama, bajo el efecto de una inyección de adrenalina y hasta ¿por qué no? llevando entre los labios uno de esos puros repugnantes made in la fábrica de tabaco de Sierra Maestra –cada pitada tiende a la regularidad, a una suerte de repetición periódica que sumada a la de recorrer con los ojos cada línea de izquierda a derecha, hipnotiza la respiración invitándola a acoplarse en una suerte de autoayuda selvática– aislado de sus compañeros, Che lee ¡a León Felipe!

PUNTA DEL ESTE, 1961, EN LA CONFERENCIA INTERAMERICANA DURANTE LA QUE EL SECRETARIO DEL TESORO NORTEAMERICANO PROMOVIO LA ALIANZA PARA EL PROGRESO DE KENNEDY.
Sueños
Hacia el final de Diario en motocicleta el narrador propone, a través de un apretón de manos con una figura que habría pertenecido a la diáspora europea de los antidogmáticos y esperaba en América el gran acontecimiento, una suerte de pase vocacional pero, poco a poco, el devenir del relato titulado “Acotación al margen” parece revelarlo como un doble. “...Usted morirá con el puño cerrado y la mandíbula tensa, en perfecta demostración de odio y combate porque no es un símbolo (algo inanimado que se toma de ejemplo), usted es un auténtico integrante de una sociedad que se derrumba, el espíritu de la colmena habla por su boca y se mueve en sus actos, es tan útil como yo, pero desconoce la utilidad del aporte que hace a la sociedad que lo sacrifica”, le habría dicho el hombre. Esa sombra terrible que no es de Facundo profetiza el porvenir al pueblo pero aclara que a éste es preciso civilizarlo no antes sino después de tomarlo. Che ha dejado páginas atrás muestras de su admiración a Valdivia llevando su ejército a través de 60 kilómetros sin una gota de agua ni árbol bajo el que refrescarse y culminado con la calificación de esa civilización como “superior ya que encontraron al fin de la aventura guerrera el dominio de reinos riquísimos que convirtieron en oro el sudor de la conquista”.
En ese Che cachorro la liberación de los dominados comienza por arrebatar el dominio a los dominadores.
Y el profeta o doble al que el Che dice ver con dientes feroces y confundido con la noche, lo sumerge en una sangrienta exaltación: “...Sabía que en el momento en que el gran espíritu rector dé el tajo enorme que divida toda la humanidad en sólo dos fracciones antagónicas, estaré con el pueblo y sé –porque lo veo impreso en la noche– que yo, el ecléctico disector de doctrinas y psicoanalista de dogmas, aullando como poseído, asaltaré las barricadas o trincheras, teñiré en sangre mi arma y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga entre mis manos. Y veo, como si un cansancio enorme derribara mi reciente exaltación, cómo caigo inmolado a la auténtica revolución estandarizadora de voluntades, pronunciando el mea culpa ejemplarizante.”
Nadie puede leer aquí un proyecto protopolítico ni la prueba que los resultados del futuro buscan hacia atrás y sería difícil verificar la fecha de los originales, de los cuales conocemos algunas fotos, y es sospechable que el párrafo ha sido puesto después, para ser leído como mito de origen a la luz de la una revolución sedentaria y frente al mar Caribe. Pero. ¿Cuántos bramidos revolucionarios impúberes y sedientos de sangre quedaron en el placard de aquellos cuya vida los hizo irrisorios como profecía? El mismo Che ha escrito sus descargos al comienzo de esas notas imberbes:
“Esta es la interpretación que un teclado da al conjunto de los impulsos que llevaron a apretar las teclas y esos impulsos han muerto. No hay sujeto sobre quien ejercer el peso de la ley (...) En cualquier libro de técnica fotográfica se puede ver la imagen de un paisaje nocturno en el que brilla la luna llena y cuyo texto explicativo nos revela el secreto de esa oscuridad a pleno sol, pero la naturaleza del baño sensitivo con que está cubierta mi retina no es bien conocida por el lector, apenas la intuyo yo, de modo que no se pueden hacer correcciones sobre la placa para averiguar el momento real en que fue sacada. Si presento un nocturno créanlo o revienten, poco importa, que si conocen personalmente el paisaje fotográfico por mis notas, difícilmente conocerán otra verdad que la que les cuento aquí”.
Cabe quizás trazar un módico paralelo entre ciertos párrafos de los diarios del Che y los de Rodolfo Walsh, ese otro argentino entramado entre la literatura y la revolución en la serie trazada por José Martí. En el relato de un sueño que Walsh hace hacia el final de su Carta a Vicky, éste elige como elemento, en lugar de la sangre, el fuego: “Anoche tuve una pesadilla torrencial en la que había una columna de fuego poderosa pero contenida en sus límites que brotaba de alguna profundidad”. El católico que hay en Walsh sabe que la zarza es la señal de Dios para que Moisés conduzca al pueblo lejos de su opresor. ¿Inspira a Walsh, Moisés, mientras que a Che, Cristo?
“Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo. En cualquier lugar en que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese nuestro grito de guerra haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestra armas”, escribe Che.
Y Walsh, cuando se autorreprocha, en su diario, por su tentación de proponerse al mundo como un “figurón, ligeramente martirizado por las circunstancias”: “Lo que sucede es que me paso al campo del pueblo pero no creo que vamos a ganar en vida mía, por lo menos ¡en vida mía! Porque esa es la clave. Lo que pase después no me importa mucho y entonces sigo siendo un burgués, más recalcitrante aún”.
No pensemos en las épocas en que estos textos fueron escritos, saquémolos de las circunstancias, ya que sus autores sostuvieron esa relación con la muerte más allá de la razón y la radicalización: para uno el cuerpo es un instrumento técnico a relevar, una inversión; para el otro, algo a proteger y a administrar deplorando que una revolución triunfante se sustraiga al testigo por los límites biológicos de éste.
Logos
Es absurdo oponer moralmente al Che de las remeras y de las latas de cerveza al de los ideales y el sacrificio. Todo supremo ha debido alcanzar su logo, una síntesis que funcione hipnóticamente como una intimidación semiótica. No se trata de la belleza: al feúcho Hitler le bastó la línea torcida de su melena frontal sobre la agudeza breve de su bigote. Evita proyectaba subliminalmente en su rodete el entrelazado de los laureles en el escudo nacional. Perón, cuya cabeza no era rentable para el croquis, tuvo un logo fónico, un efecto de vestuario –descamisarse– y un elemento de arma, el caballo. Si Hitler era decó, el Che es pop. De su diseño hasta se han hecho cargo sus enemigos que, como se arregla una pieza de caza, lo aprestaron a hacer de sí mismo favoreciendo la visibilidad de la cabeza, desplegándole la melena y abriéndole los ojos hasta perderle la mirada en el futuro para lograr un efecto vívido –¿es que hasta sus asesinos necesitaron, bajo su influjo, prometer la revolución para más adelante?–. Y no es malo que los chicos que vacían la latita de cerveza con su figura o la manchan de sudor cumbiero en la camiseta, mucho menos enterados que los otros que la llevan a la protesta conociendo en mayor o menor medida su legado, en este momento en que la política, no diríamos la revolución, no parece estar hecha por lectores, mucho menos por escritores, la asocien inmediatamente con un no vivir por la mera libra de carne aunque nadie pueda garantizar que no asimilen Sierra Maestra a un lejano camping peligroso ni que no sean, con la misma remera, hacedores del pos pos pos capitalismo.
Se quiere ver en los diarios del Che el libro satánico de un baño de sangre futuro, como lo habría sido para las generaciones inspiradas por lo que Severo Sarduy llamó La entrada de Jesucristo en La Habana, cuando no la apoteosis del error, el suicidio inconsciente que da brillo al propio nombre. Pero ningún texto puede ser causa de un ciego pasaje al acto, ni despreciado en su autonomía genérica, ni desatendido en su objetivo de autofiguración de autor, ni recibido como prueba de un fracaso radical. El Che no se equivocaba en sus análisis al expandir Cuba en Bolivia sino que pretendía la utopía de lograrlo, como señala Piglia, “haciendo depender la intervención, exclusivamente de su fuerza propia, de la formación de su grupo y no de las relaciones concretas ni del análisis de la situación del enemigo”. Para Piglia, Guevara no es sólo la experiencia y lo intransferible de esa experiencia construida sobre la política y la guerra sino que evoca la figura del lector. “El que está aislado, el sedentario en medio de la marcha de la historia, contrapuesto al político. El lector como el que persevera, sosegado, en el desciframiento de los signos. El que construye el sentido en el aislamiento y la soledad. Fuera de cualquier contexto, en medio de cualquier situación, por la fuerza de su propia determinación. Intransigente, pedagogo de sí mismo y de todos, no pierde nunca la convicción absoluta de la verdad que ha descifrado.”
El Che no va al muere por razones que caben a los psicoanalistas, busca menos un resultado que una autoformación que no cese; puede decirse, sino fuera un cliché extraído de la poesía de Antonio Machado, que “hace camino al andar” y que lo hace contra la oficina de Kafka y el ingeniero de Sartre, iconos de la mediocridad sedentaria de los puestos de vida en donde no hay comandantes sino gerentes.
En El último lector Piglia recuerda al Che cuando permanecía herido en un aula de la escuela de La Higuera y lo visita la maestra Julia Cortés. En el pizarrón hay escrita una frase en una de cuyas palabras falta el acento. El Che se lo señala y al hacerlo le permite señalar, a su vez, a Piglia: “La frase (escrita en la pizarra de la escuelita de La Higuera) es “Yo sé leer”. Que sea ésa la frase, que al final de su vida lo último que registre sea una frase que tiene que ver con la lectura, es como un oráculo, una cristalización casi perfecta”. Esa cristalización es la de una posición autobiográfica en donde Che sostiene la certeza de haber aprendido a descifrar y, al mismo tiempo, la de que ahora, aunque aún pueda leer, sólo puede ser otro el que escriba por él.
Es la lectura de Piglia la que libera al Che de toda tasación realista que permita leer en sus anotaciones del 7 de octubre, previos a su captura (“Se cumplieron once meses de nuestra inauguración guerrillera, sin complicaciones, bucólicamente...”), los despojos literarios de una ceguera militar que resultará trágica. Bucólicamente es el adverbio que acuñará por sobre las circunstancias adversas, desde un lugar no enajenable por amigos o enemigos, que sea afín a la palabra pastoral invita menos a juzgar al combatiente que a continuar el hilo del sentido.
Si la revolución ha sido tan a menudo un derrotero de escritores, la política exige lectores sutiles.
Parte de este trabajo de María Moreno ha sido leído en las jornadas El Che, héroe, mito o marketing realizadas en el Centro Cultural Parque España, de Rosario, a lo largo del mes de junio.

viernes, 27 de junio de 2008

adnCultura
Política
Los orígenes del terrorismo

En Terror santo (Debate) - que llegará a las librerías la próxima semana y del que reproducimos un fragmento- el crítico literario británico rastrea las raíces históricas y míticas de uno de los mayores problemas de la actualidad.



Al igual que muchos otros fenómenos en apariencia antiguos, el terrorismo es en realidad una invención moderna. Como idea política, apareció por primera vez con la Revolución francesa; lo cual equivale a decir en realidad que el terrorismo y el Estado democrático moderno son hermanos gemelos. En la época de Danton y Robespierre, el terrorismo dio sus primeros pasos bajo la forma de terrorismo de Estado. Era una violencia infligida por el Estado contra sus enemigos, no un ataque contra la soberanía lanzado por unos enemigos encapuchados. La palabra "terrorista" surge en el contexto de otros términos de los revolucionarios franceses como "girondino"; y aunque no exista fundamento histórico para ello, resulta sugerente interpretarla como una parodia satírica de ellos. El sufijo "ino" evoca burlonamente una especie de filosofía; pero se trata de una filosofía que se reduce a esparcir vísceras y cortar cabezas, y por tanto una suerte de teoría en bancarrota. Así pues, recibir el apelativo de terrorista supone ser acusado de carecer de ideas y de conjurar por el contrario una doctrina grandilocuente a partir de simples actos de barbarie. Se parece un poco a calificar a alguien de "copulacionista", lo cual supondría que sus altisonantes conceptos son tan sólo una estrambótica tapadera para fornicar. El término puede hacernos parecer pretenciosos además de siniestros. Por ello, es peligrosamente equívoco. Tanto si pertenecen a la variedad jacobina o moderna, a la de los fundamentalistas islámicos, a la de los promotores de la estrategia de "conmoción y pavor" del Pentágono, o a la de los teóricos de la conspiración que se agolpan en las colinas de Dakota, los terroristas no suelen carecer de ideas, por malignas o absurdas que puedan resultar. El terror que infunden pretende contribuir a materializar sus concepciones políticas, no a sustituirlas. Y en la Europa de los siglos XIX y XX hay toda una filosofía del terror político que en modo alguno puede reducirse a la mera matonería. La palabra "terrorista" lleva implícita cierta infravaloración. En un sentido más amplio de la palabra, el terrorismo es sin duda tan antiguo como la propia humanidad. Los seres humanos han venido desollándose y masacrándose entre sí desde el principio de los tiempos. En un sentido aún más específico del término, el terrorismo se remonta incluso a épocas anteriores a la modernidad, cuando el concepto de lo sagrado ve la luz por primera vez; y la idea del terror, por inverosímil que resulte, está estrechamente ligada a este ambiguo concepto. Es ambiguo porque la palabra sacer puede significar tanto "bienaventurado" como "maldito", santo o vilipendiado; y en las civilizaciones antiguas hay variedades de terror que son al mismo tiempo creadoras y destructivas, vivificantes y mortíferas. Lo sagrado es peligroso, y debe guardarse en una jaula, mejor que en una urna de cristal. La idea se enmarca en una reflexión sobre el enigma que plantea el animal lingüístico: ¿cómo es posible que sus capacidades generadoras de vida y mortífera procedan de una misma fuente, que equivale a decir el lenguaje? ¿Cómo es este animal fracasado que acaba siendo perseguido por sus propias capacidades creadoras? La afinidad entre el terror y lo sagrado puede resultar singular e incluso ofensivamente irrelevante para el terrorismo de nuestros días. Arrancarle a alguien la cabeza en nombre de Alá misericordioso o quemar vivos a niños árabes por la causa de la democracia no tiene particularmente nada de santo. Sin embargo, no se puede comprender del todo la idea de terror sin comprender también este curioso doble filo. El terror nace como idea religiosa, que es lo que continúa siendo en realidad hoy día gran parte del terrorismo; y la religión se ocupa por entero de capacidades profundamente ambivalentes que son al mismo tiempo arrebatadoras y aniquiladoras. Uno de los primeros cabecillas terroristas fue el dios Dioniso. Dioniso es el dios del vino, la música, el éxtasis, el teatro, la fertilidad, los excesos y la inspiración, rasgos que probablemente nos resulten a la mayor parte de nosotros más atractivos que ajenos. La mayoría de nosotros preferiría una juerga con Dioniso a un seminario con Apolo. Aquella divinidad báquica proteica, juguetona, difusa, erótica, extravagante, hedonista, transgresora, ambigua desde el punto de vista sexual, marginal y antilineal podría ser casi una invención posmoderna. Sin embargo, también representa un espanto insoportable, y en buena medida por las mismas razones. Aunque sea el dios del vino, la leche y la miel, también es el dios de la sangre. Al igual que el exceso de alcohol, enciende la sangre hasta obrar consecuencias escalofriantes. Es atroz, voraz y monolíticamente hostil ante la diferencia; y ello es en gran medida inseparable de sus rasgos más seductores. Aunque exhiba los encantos de la espontaneidad, también revela una ferocidad ciega. Lo que contribuye a la dicha, también contribuye a la carnicería. Disolver el yo en la naturaleza mediante el éxtasis, como hace Dioniso, es caer presa de una violencia atroz. Si la felicidad perfecta no es posible con el yo, tampoco lo es sin él. Puede considerarse que los hechizados simpatizantes de esta deidad, que bajo su arrebato enloquecido arrojan órganos humanos al viento y arrancan una a una las extremidades de hombres y mujeres, viven apasionadamente emancipados del romo gobierno de la razón; pero también puede considerarse que son los cautivos drogados de un culto cuasifantástico. Constituyen un colectivo vital o democracia dionisíaca, pero se trata de un colectivo que, al difuminar las jerarquías, es despiadadamente intolerante con todo aquel que muestre disconformidad. Para las mujeres báquicas que rinden culto a esta divinidad, al igual que para algunos proveedores actuales de despojos culturales, quienes critican su forma de vida son elitistas que viven al margen de la sabiduría irreflexiva del pueblo, y por tanto deben ser vilipendiados. El propio Dioniso es un populista desvergonzado cuyas apelaciones a la tradición y el instinto son entre otras cosas un manotazo a la impiedad de la crítica intelectual. Al igual que toda una serie de déspotas y dogmáticos, los seguidores de Dioniso simplemente consultan con su corazón. Si Dioniso dispone de toda la insondable vitalidad de lo inconsciente, entonces también cuenta con su implacable malevolencia y agresividad. Es el dios de lo que, siguiendo a Jacques Lacan, Slavoj Zizek ha denominado "gozo obsceno" o jouissance horrible. Su liturgia alentadora y espeluznante es una variante de la denominada "noche del mundo" de Hegel: esa orgía de no significado, anterior al despertar de la propia subjetividad, en la que los muñones sangrientos y los fragmentos de cuerpos destrozados se arremolinan componiendo una aterradora danza de la muerte. Es una lúgubre parodia del carnaval: una jubilosa fusión e intercambio de cuerpos que, al igual que el carnaval, nunca se aleja mucho del cementerio. La orgía difumina las distinciones entre los cuerpos, y por tanto anticipa la indiferente igualación que lleva a cabo la muerte. Empleando los términos de Más allá del principio del placer , de Freud, este dios de la soltura y la satisfacción representa incluso la cultura pura del instinto de muerte, del implacable imperativo que nos ordena cosechar gozo con nuestro propio desmembramiento. Dioniso es el patrón de la vida en la muerte, un ser especializado en esa variedad de energía que obtenemos mediante el autoabandono irresponsable. La vitalidad que brinda a sus discípulos contiene el frenético arrebato de la muerte. En sus misteriosos rituales se entretejen la afirmación y la disolución del yo. Dioniso es en parte bestial y en parte divino, y en ese sentido es la pura imagen de la humanidad, de esa incongruente criatura que siempre es algo más o algo menos que sí misma, que o bien adolece de algo o es excesiva. Tanto los dioses como las bestias son seres desmandados: los últimos porque quedan por debajo de la ley por su inocencia amoral, y los primeros porque se considera que al promulgar la ley están por encima de ella. Pueden hacer gala de su libertad respecto a la ley dejándola en suspenso, que es lo que en un sentido distinto hacen también los delincuentes. En realidad, el legislador tiene mucho en común con quien quebranta la ley, como ya señala Hegel. Según Hegel, la historia se forja mediante una sucesión de legisladores poderosos que se ven obligados a transgredir las fronteras morales de su época sencillamente porque avanzan subidos en el furgón del progreso. Raskólnikov propone en buena medida un punto de vista idéntico en Crimen y castigo , de Dostoievski. A los ojos de la modernidad, el criminal y el vanguardista, o el forajido y el artista, están íntimamente ligados.

Por Terry Eagleton
http://es.wikipedia.org/wiki/Terry_Eagleton

Para LA NACION

jueves, 26 de junio de 2008

El hombre que volvió de la muerte

Fue corresponsal de guerra en Stalingrado y retrató a la sociedad rusa de la época en su novela "Vida y destino", que en julio llega a las librerías. Aquí, un perfil de Vasili Grossman, na figura clave de la literatura universal.

Por: Adolfo Coronato


Guerra y paz. Se ha comparado a Vasili Grossman con Tolstoi y Dostoievski. Su novela cumbre, “Vida y destino”, primero sufrió la clandestinidad y después la indiferencia.

Como una condena, la oscuridad en que murió Vasili Grossman en 1964 apagó durante décadas el fulgor de su obra, que reflejó como nadie uno de los momentos más heroicos y dramáticos del siglo pasado. De la mano de la literatura y la historia, regresa ahora para instalar su inquietante fuerza testimonial. Grossman no retornó a la actualidad hasta finales de los 80, cuando la URSS empezó a desintegrarse y cedió el cerrojo de la censura. No fue un regreso triunfal. Su obra cumbre, Vida y destino , pasó desapercibida. El gigantesco fresco social de una época y treinta años de clandestinidad merecieron sólo la indiferencia de la nueva sensibilidad rusa. Tras el colapso del comunismo, la sociedad fue arrojada de pronto al mundo del capitalismo, un universo desconocido y lleno de zozobras que dejó poco tiempo para pensar en el pasado soviético. Hoy, en la Rusia llena de incógnitas de Vladimir Putin, tampoco parece que Grossman sea ampliamente leído: indiferencias aparte, un vasto sector nacionalista no podría perdonarle su larga meditación sobre el "alma esclava " de Rusia incluida en Todo fluye , la obra que concluyó antes de su muerte y la de mayor crítica hacia el régimen. Allí se narrala muerte de unos 7 millones de ucranianos por la hambruna de 1932-33. El pretendido espíritu crítico de Occidente también lo ignoró hasta este siglo. En Gran Bretaña, tras dos biografías, Vida y destino tuvo en 2005 dos ediciones en inglés, a las que cabe sumar el suceso de su reciente publicación en España y el que se espera provoque ahora en la Argentina. En cuanto a valoraciones, George Steiner dijo, por un lado, que "novelas como La rueda roja , de Solzhenitsyn, y Vida y destino , eclipsan todo lo tenido por ficción seria en Occidente hasta el día de hoy "; por el otro, Anthony Burguess acusó a Grossman de falto de imaginación. Durante años, sólo el prestigioso historiador militar británico Antony Beevor y Catherine Marridale, pudieron ver en Grossman al gran escritor injustamente olvidado. Trabajando en los archivos del KGB, Beevor halló las pequeñas libretas del frente, atiborradas por su letra menuda y urgida, y quedó subyugado. Ahí estaban los apuntes de guerra que Grossman cubrió como corresponsal de Estrella Roja, el popular periódico del ejército. Esos manuscritos desgranan el dramático repliegue del Ejército Rojo hasta Moscú, la defensa de la capital, el sitio de Stalingrado, la batalla de tanques en Kursk y la contraofensiva soviética hasta Berlín. Ahí estaban, también, las semillas de Vida y destino . Y pasajes de lo que llamaba la "despiadada verdad de la guerra": deserciones, colaboración con los nazis y apuntes que, de ser vistos por el NKVD (inteligencia militar), le hubiesen costado la vida. Beevor alumbró, con ayuda de Luba Vinogradova, Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército Rojo 1941-1945 , un homenaje a su valentía e implacable honradez moral. Según Beevor, Grossman, como muchos idealistas, creía que el heroísmo del Ejército Rojo en el sacrificio de Stalingrado serviría no solo para ganar la guerra, sino también para cambiar la sociedad soviética; no era miembro del PC, y tampoco un cultor de Stalin. Vasili Grossman nació en Berdichev, Ucrania, un 12 de diciembre de 1905, de padre y madre judíos y acaudalados. Estudió Química, se casó, tuvo una hija, se separó. Fue ingeniero en una mina, hasta que se dedicó a escribir. Siguió el canon del "realismo socialista " y uno de sus cuentos fue elogiado por Máximo Gorki y Mikhail Bulgákov. Fue un ser apacible y angustiado, paradójico: usaba gruesos lentes, tenía un andar encorvado y parecía un sastre judío, pero lo que realmente amaba era el ejército. Cuando Alemania invadió la URSS, en junio de 1941, corrió a alistarse, pero fue declarado inútil para cualquier tarea militar. Sólo superó su depresión cuando lo aceptaron como corresponsal de guerra. Vivió con los soldados, los bombardeos y "la punzante premonición de las pérdidas inminentes ". Estuvo con el 50 Ejército del general Petrov, al que retrató cuando "dejaba su té y su mermelada de frambuesa para firmar las sentencias de muerte de los desertores ". Estuvo en el infierno de Stalingrado donde describió "el olor habitual de la línea del frente: una mezcla de depósito de cadáveres y herrería ". Grossman integró la constelación de los "escritores de guerra " soviéticos, pero nunca brilló como Ilyá Ehrenburg o Konstantin Símonov, aunque según el novelista Víctor Nekrásov, sus notas eran leídas y releídas hasta dejar el periódico hecho jirones. Por entonces, el héroe de la narrativa no era necesariamente un miembro del partido, como ocurrió en la literatura de preguerra. Grossman mostró a sus héroes como "esas gentes sencillas del pueblo, que van al combate y a la muerte con la misma habitualidad que los obreros van a la fábrica". Si algo se reprochó en vida fue no haber evacuado a su madre. En setiembre de 1941, Yekaterina Savelievna fue asesinada junto a otros 30 mil judíos de Berdichev. La muerte de su madre y las primeras evidencias del genocidio llevaron a Grossman a la toma de conciencia e su dentidad udía. Fue el primero en investigar la masacre de Ucrania, que marcó el principio de la Shoah, y los campos de la muerte en Polonia, que fueron su culminación. Para El infierno de Treblinka (1944) Grossman entrevistó a campesinos locales y a sus 40 sobrevivientes: la reconstrucción del funcionamiento del campo es de una minuciosidad tan sobrecogedora que llegó a pedir disculpas a sus lectores. El documento fue utilizado en los juicios de Nüremberg. Finalizada la guerra y por encargo del PC, trabajó junto a Ehrenburg en El libro negro , con documentación sobre el aniquilamiento de judíos en los campos nazis, que no vio la luz en la URSS. Según Tzvetan Todorov, Grossman es el único ejemplo de un escritor soviético que cambió de parecer completamente, juicio arriesgado que lo encasilla como "conformista " en los 3040 y como "disidente " en sus obras finales. Su novela El pueblo inmortal (1943), nominada al premio Stalin, fue vetada por éste pese a haber sido elegida unánimemente. En 1952, cuando fue publicada su relativamente ortodoxa Por una causa justa , varios miembros del comité judío antifascista, que él integraba, fueron detenidos o asesinados: no pocos creen que de no haber muerto Stalin en 1953, Grossman habría sido arrestado. En los años siguientes gozó del reconocimiento público y fue condecorado. En el momento cumbre del "deshielo ", octubre de 1960, creyó que Vida y destino podría ser publicada y entregó los manuscritos a la revista Znamya. Meses después el KGB allanó su vivienda en busca de otras copias. No lo habían detenido a él, sino a su novela. Vida y destino , al parecer con más fama que lectura, fue equiparada con Archipiélago Gulag , del Nóbel Solzhenitsyn, por su "peligrosidad " para el régimen. Acaso sea una simplificación. Los personajes de Grossman parecen sobrellevar el fatalismo de sentir que el destino deja de pertenecerles, que se disuelve en la realidad de todos los días. La inexorable cronología que pauta sus novelas va revelando que mientras ocurre la Historia, la libertad de los que participan en ella deviene retaceada. En otros enfoques suele haber coincidencias: la fascinación de Grossman por Tolstoi se revela en su inclinación por el fresco social y la épica popular contra la invasión, mientras que en los dilemas de la culpa y lo moral, en la búsqueda de Dios, el que aparece es Dostoievski. Sin embargo, es el democratismo chejoviano de las pequeñas cosas cotidianas, un ámbito antitotalitario por definición, el que mejor encaja en su narrativa. Nuestro autor va mostrando lo grande o pequeño; contrapone la idea de bondad, que justifica lo mejor del género humano, con la idea del Bien, en cuyo nombre se justifican los sistemas totalitarios. Grossman escribió sobre uno de los períodos más oscuros de la historia. En los campos de concentración percibió el estrato más bajo y cruel de la condición humana. Y aunque fuera a través de la ficción, penetró en las cámaras de gas, un espacio del que nadie pudo salir para dar testimonio. Con todo, siempre halló un hálito de esperanza. Pocos momentos de la literatura universal se acercan tanto al horror y a la congoja, pero también a la ternura como la escena entre Sonia Osipovna y un niño desconocido, David, en un vagón ferroviario, rumbo a la muerte. Ella renuncia a salvarse para estar junto a él, y ya en la cámara de gas, toma al niño en sus brazos, siente su estremecimiento final, y acompaña su muerte con la propia. Vasili Grossman murió en Moscú el 14 de setiembre de 1964, pobre y olvidado.



Comentario
Eduardo Pogoriles


No es fácil establecer qué es lo más conmovedor en Vida y destino : ¿el coraje testimonial de su autor?, ¿el logro artístico?, ¿la piedad que Vasili Grossman siente por sus personajes, seres confundidos que viven como extraños para sí mismos y para los demás? Como en La guerra y la paz de Tolstoi, Grossman nos presenta un universo, esta vez centrado en la familia del científico Víctor Shtrum durante la época de la batalla de Stalingrado, en 1942. En este universo, la aventura que vive cada uno de los personajes reverbera, como un eco, en la vida de otros. Como lectores, estamos ante una mirada panorámica de la sociedad rusa en tiempos de Stalin, con personajes de todos los niveles sociales, a quienes el terror ha acostumbrado a disimular lo que verdaderamente sienten o piensan. En sus mejores momentos, esta novela tiene la respiración épica de Tolstoi, la hondura filosófica de Dostoievski, la mirada humanista de Chejov.
Sin caer nunca en el cinismo, Grossman –que cubrió toda la guerra como periodista para el diario oficial del Ejército soviético, Estrella Roja – muestra la amarga paradoja encerrada en el triunfo ruso en la batalla de Stalingrado: esa victoria santifica el giro nacionalista de la revolución bolchevique y el culto a Stalin. Es una victoria que disimula muchos horrores y por eso el autor, desilusionado, lúcido, se resiste a construir leyendas.
La novela se abre en un campo de concentración alemán donde algunos oficiales soviéticos capturados analizan la posibilidad de pasarse al enemigo. Luego puede ocuparse de las luchas de poder entre los científicos que –como Shtrum – intuyen las posibilidades abiertas por la fisión del átomo y las teorías de Einstein. Más tarde, el relato puede ir y volver sobre la vida cotidiana en distintos escenarios de Stalingrado, desde la perspectiva de los soldados, los generales –rusos o alemanes – pero también los civiles que sobreviven en la ciudad bombardeada. Grossman puede seguir el destino de un comisario soviético, Krimov, que caerá en desgracia. Hay muchas escenas inolvidables. Aquella donde Liss –jefe de un campo de concentración alemán – le asegura al viejo bolchevique Mostovskoi –ocasional compañero de conversación – que no hay mayores diferencias entre Hitler y Stalin. ¿Cómo olvidar el monólogo de la médica militar rusa Sofia Levinton en la cámara de gas?¿Y el momento en que el científico Shtrum, acosado por sus colegas, recibe una inesperada llamada telefónica de Stalin que le salva la vida? ¿Y aquella situación en el Gulag ruso, cuando el veterano bolchevique Magar le dice a su discípulo Abarchuk: "nos equivocamos, mira adónde nos ha llevado nuestro error (. . . ) no comprendimos la libertad. La aplastamos ". ¿Dónde anida el mal?, se pregunta Grossman al iniciar su novela. Es una pregunta que, desde siempre, desvela a los teólogos. Artista al fin, Grossman intentó contestar esa pregunta escribiendo Vida y destino , una obra mayor, desesperadamente sincera, que no se publicó en Rusia hasta la década de 1990. Ahora los lectores pueden conocerla en español, en la estupenda traducción directa del ruso –de Marta Rebón – que es otro mérito de esta cuidada edición.


miércoles, 25 de junio de 2008

Contar para vivir
"Las mil y una noches" es una historia de "salvación por el relato", pues el encantamiento de sus historias evita la ejecución de la narradora. Además define, según su traducción, la visión de Oriente por Occidente. En esto se ocupa De Santis, en tanto Hamurabi Noufouri habla de las relaciones del libro con la literatura en lengua española.
Por:
Pablo De Santis




LA NUEVA VERSION DE UN CLASICO. De Santis, autor de Enigma de Paris, ganadora del Premio Planeta Casa de América 2007, discute en profundidad este infinito libro de la literatura universal.

Las mil y una noches es la historia de la salvación por el relato. El famoso cuento de Sherezade funciona como prólogo: el poderoso rey Shariyar descubre que su esposa aprovecha sus ausencias para acostarse con uno de los sirvientes. La hace decapitar, pero esto no atempera su dolor. ¿De qué le sirve ser el rey del mundo si apenas se ausenta para ir de cacería, la traición y el desenfreno se hacen dueños de su propio palacio? No sólo su esposa lo ha traicionado: el mundo entero le ha sido infiel. Pero es un rey y debe alcanzar un equilibrio que le permita gobernar. Decide entonces suprimir toda posibilidad de engaño: cada día toma por esposa a una muchacha, se acuesta con ella a la noche, y a la mañana la hace decapitar por su visir. Todas las noches el rey tiene en su lecho una esposa nueva, todas las mañanas tiene el visir una nueva muchacha para ejecutar. El terror se expande por el reino. Los padres sufren por sus hijas en peligro. Sherezade, hija del visir, quiere detener la inútil matanza. Le pide a su padre que la ofrezca por esposa, y como el visir se niega, temeroso de verse obligado a matar a su propia hija, lo amenaza con denunciarlo ante el rey. El visir cede y Sherezade, que es hermosa, consigue casarse con el rey. Pero ha ideado un plan: apenas la noche de bodas haya acabado, su hermana debe interrumpirla, con el ruego de que le cuente una historia. El rey permite el relato: no está mal que alguien cuente un cuento antes de morir. Pero esa historia pronto se termina y se transforma en otra que queda sin su conclusión. Sherezade promete terminar para la noche siguiente. El rey, cautivado con la historia, pospone la ejecución un día más. La estrategia se repite por mil y un días; al fin, ya madre de tres hijos, Sherezade obtiene del rey la promesa de que no la matará, ni a ella ni a nadie más. Los relatos le han hecho ver el mundo no sólo a partir de la lente de su propia experiencia, sino de los antiguos saberes ocultos en los cuentos. Así lo han arrancado de su obsesión con la infidelidad y el engaño. Sherezade cuenta las historias con su voz como único instrumento, pero su saber no proviene sólo de las historias oídas en su infancia. No es una muchacha simple, sino culta y sofisticada. "Sherezade había leído toda clase de libros y escritos, y hasta había estudiado las obras de los sabios y tratados de medicina. Guardaba en su memoria infinidad de poemas y relatos y había aprendido refranes populares, sentencias de filósofos y máximas de reyes ". Su genio para l relato oral proviene de la palabra escrita. También en el interior de las mil y una noches la palabra salva. La escena se repite de cuento en cuento: alguien a punto de morir posterga la ejecución por su propio relato, o por el de otro, o por una ocurrencia. En la edición que acaba de publicar Edhasa no encontramos a Aladino (ni a Alí Babá ni a Simbad, que pertenecen a tradiciones anteriores) pero sí a un genio encerrado en una lámpara. Un pescador recoge con sus redes la lámpara y despierta al genio de su prisión. Este, en lugar de premiarlo, amenaza con matar al pescador que lo encerró. Pero el pescador antes de morir, le pide que lo saque de una duda: ¿Cómo es posible que un genio tan grande entre en un sitio tan pequeño? El pescador se muestra desconfiado de que tal cosa pueda suceder. Para probar su poder el genio se vuelve a meter en la lámpara y allí queda prisionero. El pescador no sólo se salva, sino que tendrá al genio a su merced. ¿Y cómo es posible que tantas historias, provenientes de tradiciones distantes en la geografía y en el tiempo, entren en un solo libro? La pregunta no ha dejado de preocupar a los traductores, que al frotar la lámpara piden un único deseo: que sea su versión la que domine Perdure en la Imaginación de los hombres. Guerra de traductores Las mil y una noches son además una guerra de relatos. Para convencer los personajes se cuentan historias, y estas, además de entretener, buscan persuadir. Sherezade no sólo sabe contar historias: también sabe resistir el poder de las historias. Cuando su padre le cuenta una fábula para convencerla que debe cejar en su intento por casarse con el rey, ella le responde: "¡Ni así habría de renunciar a mis intenciones!No será tu historia la que me impida insistir en mi petición, porque, si quisiera, podría contarte muchas otras que llevan a conclusiones diferentes ". Porque la misión de los cuentos a menudo consiste en desterrar otras ficciones. James Ballard, el gran escritor de ciencia ficción escribió: "La misión del escritor es cada vez menos la de agregar ficciones al mundo, como la de despojar el mundo de ficiones ". Scherezade hubiera estado de acuerdo con Ballard. Pero a la guerra de los relatos se le agrega otra: la guerra de los traductores. Los más nombrados han sido Antoine Galland (1646-1715), Richard F. Burton (1821-1890) y Joseph Charles Mardrus (1868-1949). Borges dedicó un célebre artículo a la historia de estas traduccciones. Varias cosas se juegan en esta guerra: cuestiones de pertinencia (qué relatos incluir y cuáles no), de decoro (se sabe que Galland, primer traductor, omitió capítulos escabrosos, que luego Burton y el doctor Mardrus incorporaron)y, sobre todo, la visión de Oriente que se quiere dar. René R. Khawam (1917-2004), autor de esta edición (y que del francés tradujo Gregorio Cantera), es por ahora el último protagonista de esta guerra, cuyo escenario es el tiempo: así se propone desterrar cuentos que pertenecen a otras épocas y fijar el texto fuera de toda duda. Su labor le llevó más de veinte años: en 1966 publicó las primeras partes de esta obra, que completó en 1986. Khawam sostiene que diversos indicios en el libro le permiten situar el texto en Bagdad entre los siglos XII y XIII. Y en uno de los prólogos que escribió para las distintas partes de la obra anuncia que está en camino de averiguar la verdadera identidad del autor. Pero murió en 2004, sin alcanzar el nombre vedado. La disputa de los traductores se libró también en terrenos del más allá. Cónsul inglés, viajero incansable, el Capitán Burton fue uno de los más desprejuiciados traductores de la obra. Su última y póstuma aventura parece un cuento de Henry James. A su muerte en 1890, quedó inédito un volumen titulado The Scented Garden, donde Burton habría reunido diarios, relatos de costumbres non sanctas, pasajes suprimidos de sus traducciones y textos vinculados con Las mil y una noches . Pero su contenido era tan escandaloso que su viuda, Isabel, no sabía qué hacer con él. Varias editoriales ofrecieron sumas interesantes por el libro. La viuda estaba a punto de entregarlo, pero una noche el espectro de Burton se le apareció y le dijo: "Quémalo ". Isabel no se decidía a arrojar los papeles al fuego. Pero a la tercera visita del fantasma, se decidió y quemó los escritos a mano y la versión mecanografiada (El Capitán Richard F. Burton, Edward Rice, Siruela, 1999). El relato y la muerte En a historia e la literatura han abundado las recopilaciones de cuentos conectados entre sí por un relato-marco que los engloba o mecanismos narrativos que se repiten: desde los Cuentos de Canterbury de Chaucer hasta Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki o De noche, bajo el puente de piedra, de Leo Perutz. Pero hay tres clásicos en los que se relaciona el acto de narrar con la muerte. Una es por supuesto Las mil y una noches; otra el Decamerón de Boccaccio. Recordemos que sus personajes huyen de la peste que gobierna Florencia y se reúnen para contar historias que los aparten del pensamiento de la pérdida y el duelo. Y la tercera es quizás a más curiosa: se trata de los Cuentos del vampiro, una de las más famosas recopilaciones de relatos de la India, que datan del siglo XI. En esta historia, un rey debe cumplir una singular misión: sacar del cementerio el cuerpo de un ahorcado. Pero el cadáver está poseído por un vampiro. Mientras el rey carga el cuerpo para sacarlo del cementerio, el vampiro le cuenta una historia. Al final de cada relato, el vampiro le pide al rey que resuelva el acertijo planteado por la historia: como el rey no acierta, el cuerpo regresa a su soga y su árbol. Hasta que el rey en l último e los 25 cuentos a con la respuesta correcta y su macabra misión queda cumplida. Tanto en los Cuentos del vampiro como en Las mil y una noches las historias se escuchan o se cuentan en una situación de amenaza, no en la comodidad. Y Khawam sostiene, con indiscutible audacia, que el anónimo autor nació en la ciudad de Kashgar (actualmente K 'Oshe, en China)y que viajó a Bagdad para huir de la invasión de los mongoles. Testigo y cronista de la caída de un imperio, sus relatos habrían sido escritos bajo el peligro: su vida amenazada, su mundo transformado. El relato como condena Las mil y una noches no habla sólo de las ficciones como instrumento de salvación: también nos cuenta que los relatos, los textos, los libros pueden ser armas de venganza, de condena, de maldición. Uno de los relatos que aparecen en Las mil y una noches nos habla de un libro que bien puede inscribirse en la tradición de libros malditos, que recorren la literatura, cuyo ejemplo más conocido es el ficticio Necronomicón de H. P. Lovecraft (quien atribuyó el libro imaginario a un árabe loco). El lector memorioso notará a relación entre el relato que sigue y la resolución de El nombre de la rosa de Umberto Eco: El rey de los griegos sufría una enfermedad terrible: la lepra. Pero como oyó hablar de un gran médico llamado Dubán, lo llamó al palacio. Este se encerró en su casa para preparar un medicamento: lo que fabricó fue una pala (así nos lo cuenta la historia, pero podemos imaginar una especie de palo de hóckey) y una pelota. El rey debía ir pegando a la pelota con el palo tantas veces como fuera necesario, hasta que el sudor lo bañara. El rey cumplió con la prescripción, se dio un baño y se fue a dormir. A la noche estaba curado. El rey llenó a Dubán de dones, lo que desagradó a su principal consejero. Este empezó a concebir un odio absoluto hacia el médico, y logró convencer al rey de que era un traidor. El rey llamó a palacio al médico, esta vez para matarlo. Al darse cuenta de que nada servía rogar por su vida, Dubán le dijo al rey que lo salvara, aunque sólo fuera para que pudiera ir a su casa y regalarle un libro titulado "De la particularidad de las esencias ". Como el rey porfiaba en su decisión, el médico se resignó: "Son tantas las revelaciones que en él se hacen que no me considero capaz de dar cuenta de ellas. Sin embargo, este es el primer secreto con el que tal vez te enfrentes: si alguna vez te decides a que me decapiten, si acto seguido abres dicha obra por la sexta página, te bastará con leer las tres líneas que están escritas en el lado izquierdo de dicha página y dirigirme luego la palabra. . . Comprobarías cómo mi cabeza comienza a hablar y responder tus preguntas. . . " El rey ordenó que lo decapitaran e hizo poner la cabeza del médico en una bandeja. La cabeza, tal como el médico había prometido, comenzó a hablar. El rey envió a buscar el libro de los secretos, y siguiendo las instrucciones de la cabeza leyó tal página y tal otra. Las páginas estaban pegadas y el rey debía mojarse el pulgar con la lengua para despegarlas. Pronto el veneno que pegaba las páginas hizo su efecto y el rey cayó muerto. Cumplida su venganza, la cabeza se apagó. No podemos decir que Las mil y una noches inicie la tradición de los libros misteriosos pero sí que ocupa un lugar fundamental en esta biblioteca de horrores. A esa tradición podemos sumar El rey de amarillo (obra de teatro que vuelve locos a sus lectores) imaginada por Robert Chambers y también, por supuesto, los volúmenes imaginados por Borges, como El Libro de arena, de páginas infinitas. La novela contemporánea ha aceptado las dos tradiciones que nos plantea Las mil y una noches: el libro que encadena las historias y los días, el libro que se escribe para vivir, y también la otra, la obra oscura, inaccesible, condenada, el libro que es un negativo de la vida. Cada página que se escribe está disputada por esos dos principios antagónicos que dominan la narración. Las mil y una noches, con sus historias fantásticas, sus laberintos textuales y su erotismo desaforado pone en escena una y otra vez ese conflicto entre las historias contadas por la vida y las susurradas por la muerte.



Borges, Tuñon, Arlt
"Teatrillos de utilería. Detrás de turbios cristales hay una sala sombría de paraísos artificiales. Estampas, luces, musiquillas, misterio de los reservados donde entrarán a hurtadillas los marineros alucinados. "Y fiesta, esta casi idiota, tragicómica y grotesca, pero otra esperanza remota de vida miliunanochesca.

Raúl González Tuñón , "El violín del diablo", 1926.
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"Recordé también esa noche que está en el centro de 'Las mil y una noches', cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista)se pone a referir textualmente la historia de 'Las mil y una noches', con riesgo de llegar a la noche en que la refiere, y así hasta el infinito".
Jorge Luis Borges, "El jardín de los senderos que se bifurcan", "Ficciones", 1941.
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"La obra, a pesar de su multitud de personajes y aventuras es un libro quieto, estático. Sus pájaros vuelan, pero siempre os conducen a palacios encantados. Podría afirmarse que la imaginación del oriental gira siempre en torno de un diván. Sale de una ciudad sentado encuclillas sobre una alfombra encantada, y se mete en otra."
Roberto Arlt, Marruecos, 1935.
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"De un rey que entrega, al /despuntar el día, Su reina de una noche a /la implacable Cimitarra, os cuenta el /deleitable Libro que el tiempo hechiza, /todavía."
Borges, "Ariosto y los árabes", "El hacedor", 1960.
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"De la misma forma y con idénticas convicciones pensamos la Reina y yo, en el momento de hacer entrega del Premio 'Miguel de Cervantes' a Adolfo Bioy Casares, por su larga y venturosa decisión de deleitarnos con invenciones y fantasías. Así lo hicieron siempre sus antecesores, desde los anónimos narradores de 'Las mil y una noches' a la larga y feliz lista de grandes fabuladores, a los que nunca honraremos lo bastante; ni agradeceremos en lo que se merecen, las horas de felicidad que nos proporcionan."
Juan Carlos de Borbón, abril de 1991.

El "planeta de los árabes"
Tan aparentemente lejana en el tiempo y el espacio, la cultura árabe está sin embargo imbricada con el origen mismo del idioma castellano y con la literatura española.
Por: Hamurabi Noufouri
En la medida que el contexto forma parte del texto y su lectura, la comprensión de éstos queda empañada cuando no se tiene en cuenta al primero. Y si ello es condición para las literaturas en lenguas que el lector no domina, en el caso de la árabe se hace indispensable, dada la distancia simbólica con la cual los discursos locales cargan al adjetivo. Esa magnitud hace que una niña argentina de seis años, con abuelos sirios, gallegos y ucranianos, que habla árabe y vive festividades cristianas a la par de las islámicas entre el baréneke, el pulpo a la gallega y el kebbe crudo, cuando una compañera de escuela le pregunta "¿Qué es Siria?", responda sin dudar: "Es el planeta de los árabes". Ante semejante lejanía interplanetaria es razonable que nos suenen inaceptables constataciones como las de Luce López Baral acerca de que Santa Teresa y San Juan de la Cruz describieron y cantaron sus sentimientos cristianos con metáforas musulmanas. La imagen de ámbitos que incluyen otros es compartida por la estructura del diseño espacial de la Alhambra y por el textual de la cuentística árabe, como se ve en Las mil y una noches . O el que por la lengua y literatura árabes la lengua de "Castilla ", de ser un dialecto local adquiriera su dimensión de idioma peninsular y continental de creación, desde Cervantes hasta Saer, merced a "El Proyecto Cultural Alfonsí ", como bien dice Márquez Villanueva. Sobre la profundidad de los arabismos vivos o extintos, o de los préstamos, giros, calcos e hibridaciones estructurales como los de la adopción de la preposición "hasta " (prob. ar. "hatta ") dan cuenta los ensayos de A. Castro y Juan Goytisolo o Felipe Maíllo Salgado en su libro "Los arabismos del español en la Baja Edad Media ". Ni qué hablar de la incredulidad que causa que, en pleno Siglo de Oro, el español también se escriba en árabe. Castellano transliterado en caracteres árabes en el que se produce una literatura "aljamiada ", tan clandestina ayer como clandestinizada hoy por inédita, en la que se constata el universo común de relatos fantásticos y modelos morales que árabe hablantes nativos de la Península comparten con sus paisanos de dialectos romances. Parece un cuento de Las mil y una noches que sus relatos reaparezcan en el "Clavileño " de Cervantes, comedias de Lope de Vega y hasta en La vida es sueño de Calderón. Una "polinización literaria" que además incluye a los hermanos Grimm y a Shakespeare, entre otros, como bien señaló Juan Vernet, tal vez el más riguroso de sus traductores al español. Si bien Las mil y una noches pertenece al registro popular de la cuentística árabe, visible en El Lazarillo de Tormes , técnicamente sigue la estructura del subgénero de la "morada" ( maqama ): obras misceláneas en prosa rimada caracterizada por historias breves, sucesivas y engarzadas que ilustran mensajes morales, independientes entre sí, cuyo hilo conductor es un personaje dotado de alguna cualidad admirable. El primer ejemplo es Calila y Dimna (Ibn alMuqaffa, 750), que influirá, por ejemplo, en El Conde Lucanor . La obra andalusí que representa este modelo es El collar único de Ibn Abd Rabbih (860940), guía de "arabidad " tanto literaria como moral de los andalusíes (ádab)en la que se inscriben también las de paremiología y paraliteratura. Retrato de una cultura Mas allá de sus virtudes textuales, Las mil y una noches retrata la transculturalidad, transdisciplinariedad enciclopédica y al modelo de civilidad con que se define a la literatura en árabe: "ádab". Inverosímil gracias a las connotaciones de barbarie asignadas al adjetivo "árabe" por la matriz de pensamiento orientalista descrita por Edward Said, desde Ernest Renán a Samuel Huntington. Pocos casos hay en donde la identidad cultural y la conducta social del individuo se estructuren en torno de la palabra, la escritura y la lectura, como definición de humanidad, al grado de que sean designados con el mismo vocablo ("ádab"), significando a un tiempo "literatura", "educación", "cultura" y "conducta decorosa". De allí esa finalidad moralista, que signa a su narrativa como una forma de definición de identidad colectiva basada en la lengua, independiente de la historia, la geografía, de los lazos de sangre o en la comunidad de fe. Al profeta del islam se le atribuye este dicho: "arabidad no depende del linaje sino del lenguaje. " Las mil y una noches propone la victoria de la cultura de Sherezade sobre la crueldad de Shariyar, destinatario principal de los cuentos, y siguiendo el retrato de "Futuwa" del modelo caballeresco de la épica árabe, invierte las lecturas machistas de Aristóteles, que depositan la racionalidad en la masculinidad en tanto entiende a la mujer como un proceso trunco de la naturaleza, un "homus imperfectus". Adab también significa "humanidades o ciencias humanas ", pues la prosa rimada será vehículo del pensamiento religioso, místico y filosófico, de la ciencia, el derecho, la historia, la geografía, la gramática y la crítica literaria. La lengua árabe se presta al juego poético y preciosista como pocas. Se venera la capacidad poética de los individuos y, a los personajes de Las mil y una noches, esta capacidad los libra de peligros y los hace merecedores de favores sexuales y premios materiales. Pero lo que le va a otorgar a la literatura en esa lengua su altísimo registro expresivo será la interculturalidad que cualquier otra obtiene cuando se convierte en encrucijada de las literaturas producidas fuera de ella gracias a la fiebre traductora con que rivalizaban mecenas privados y soberanos de Damasco y Bagdad entre los siglos VIII y XIII, provocada por una avidez de conocimiento y curiosidad legitimadas religiosamente. Reflejo de ello son la diversidad de orígenes y multiplicidad de temas, estructuras e injertos contenidos en Las mil y una noches , transformada ella misma en encrucijada del mestizaje de literaturas entre Oriente y Occidente, sin que ello le reste un ápice de arabidad ni se contradiga con los ideales y modelos morales islámicos que la signan. Característica que, sumada a la ausencia de autorías, funciona de acicate para que la haga suya cada narrador que la cuenta o cada lengua a la que se traduce. Es lo que la convierte en un género en sí misma, pues deja a cada relator-transcriptor apropiarse de ella a través de lenguas y culturas en tanto va de lo oral a lo escrito y de lo escrito a la oralidad. Se trata de una región en la que se da la invención temprana de diversos sistemas e escritura y graficación del habla, lo cual instala una conciencia alfabética colectiva de larga duración que dota de una certeza social sobre formas de comunicación, alternativas a la figuración, que depende más del esfuerzo que el talento, garantizando la trascendencia del mensaje al espacio y al tiempo. Escritos sagrados Sin embargo, lo que hace que la difusión masiva de la literatura en lengua árabe –y por consiguiente su incidencia interdisciplinar y translinguística – se incremente es la aparición de la "lectura " como mandato religioso (literalmente " Kur'án "=Corán), en tanto que no puede haber intermediaciones entre creyente y Creador. De aquí que esta literatura adquiera su segunda formalización del Corán, considerado por propios y ajenos como el primer monumento literario y modelo inigualable de la lengua árabe clásica, antes que por su carácter sagrado, por la perfección literaria que ostenta. La tercera será la de su sistematización gráfica (caligrafía)y sonora (recitado)como disciplinas universitarias y profesiones liberales. Quien no comprenda la lengua árabe, mediante la contemplación de sus monumentos de diseño gráfico y epigráfico (muros y superficies públicas)y de los artefactos sonoros para "publicar " sus textos (minaretes), podrá adquirir una noción visual y auditiva de las dimensiones sociales y urbanas de esta obsesión literaria. El cuadro explicativo se completa con la importación de la técnica china de fabricación del papel, adaptándola para producir en cantidades industriales aquel apto para escribir, y la organización de la reproducción manual de originales mediante talleres de copistas, lo cual implica una socialización de la lectoescritura. Por eso no extraña la aparición de un ideal de persona que debe ser poeta primero, para poder ser luego general, estadista, carpintero, juez, labrador, médico, alarife o cualquier otra cosa. Tampoco debería extrañarnos que sean los materiales de la poesía: la metáfora, la ficción, el deseo, la fantasía, la belleza y el amor –como nunca antes había sido concebido entre hombre y mujer – con los que se dan los primeros pasos de la operación de diseño sobre los ámbitos, la indumentaria y los objetos. La arquitectura ya no se inspirará en sí misma. Los alarifes acumularán sus conocimientos técnicos y recursos de diseño para levantar la narrativa de los poetas. De allí que el hablar y el habitar compartan términos que designan géneros y partes (como bab que es puerta y a la vez capítulo)y que los textos hayan excedido los limites de la privacidad del acto de leer y la bidimensionalidad del libro y el papel, al punto de producir objetos, indumentarias y espacios que llegan a hablarnos en primera persona, como en la Alhambra de Granada. Entonces, mientras no se opte por una alternativa a la concepción de la historia como disciplina fundamental al servicio de la construcción de las identidades, las pistas dadas hasta aquí seguirán viviéndose como una amenaza a la estabilidad de las fronteras trazadas entre ellas, aceptándose a lo sumo, como si se tratase de una obligada concesión táctica, como algo colorido y exótico, mero injerto foráneo en un tronco occidental y cristiano que había concluido por rechazarlo (como dijo Goytisolo). A diferencia de lo que sucede en el resto de los ámbitos occidentales, en el nuestro no podemos abordar el tema sin sentir la misma incertidumbre y sobrecogedora perplejidad de no saber si hablamos de "ellos o nosotros " al recorrer la obra de Goytisolo, cuya mayor parte está dedicada a esta negación de larga duración. Hasta que la enseñanza de la literatura española no asuma la descripción de textos en su contexto, las pistas que hemos esbozado hasta aquí seguirán percibiéndose como estática de otro planeta pues, para el estereotipo, aquello que no lo confirma suena a ruido o incoherencia. No cambian los textos, cambian las miradas con las que los leemos.

martes, 24 de junio de 2008

RadarLibros/domingo 22 de junio de 2008

Nota de tapa
Una maestra de la Patagonia



Delia Boucau es una maestra rural que en 1966 fue a vivir a Neuquén y a trabajar en una escuela situada en territorio mapuche. Ya retirada, se fue a San Martín de los Andes, donde publicó un libro de cuentos. Guillermo Saccomanno traza un perfil suyo, de quien además se reproducen aquí fragmentos de su Crónica de una maestra rural (inédita aunque adelantada en la revista patagónica El Camarote), donde refiere cómo conoció a Léonie Duquet y su propia detención por el Ejército y el duro interrogatorio al que la sometieron.
Por Guillermo Saccomanno
Conocí a Delia Boucau unos cinco años atrás. Me impresionó la sencillez con que contaba su vida en la Patagonia. “Nací en la Capital Federal y en el ‘66 me vine a la provincia a trabajar en Mamá Margarita”. Lo aclaro: la provincia es Neuquén y Mamá Margarita es una escuela rural situada en la Pampa del Malleo, territorio mapuche. Cuando hice la colimba en Junín de los Andes, en el ‘69, pasé por el lugar que ahora me contaba Delia. Si los milicos nos mataban de hambre y calabozo a los colimbas que, se suponía, estábamos bajo su mando, imagínense el tratamiento que les proporcionaban a los mapuches bajo su dependencia. Nuestras penurias bajo la nieve eran nada comparadas con las que sufría el pobrerío mapuche en el Malleo. Se suponía que el ejército tenía a cargo, desde los tiempos del exterminador Roca, el cuidado de esos marginados. A fines de los ‘60 el ejército estaba más preocupado vendiendo a los turcos bolicheros la comida y la ropa que les correspondía a los colimbas o disponiendo que la tropa talara Chapelco en el negociado con los Reynal. “A pesar de las dificultades y carencias –me siguió contando Delia–, fueron mis años más felices. Me archivaron en el jubileo obligatorio porque a todo chancho le llega su San Martín y entonces me vine a San Martín de los Andes en busca de actividad cultural.” La modestia con que Delia cuenta su historia impresiona. Acá en San Martín de los Andes publicó un libro de cuentos: “¿Puedo pedirle algo más a la vida?”, agradece. La suya es una modestia que, combinando austeridad con sabiduría, se traduce en su trabajo de ahora: la escritura de una crónica de su experiencia docente entre cerros nevados, en una tierra donde el viento y la desolación templan el ánimo. Hace ya un tiempo que Delia empezó a escribir sus memorias, un registro despojado de su experiencia de maestra en este paisaje donde, además de las peripecias de la sobrevivencia diaria, cuenta cómo fue detenida, bajo el gobierno de Isabel Perón, junto con otros maestros. Cuenta su paso por la prisión. (Nombra un oficial al mando de la prisión, un represor Trotz, pariente de las Trillizas de Oro, esas chicas con glamour de polista, bellezas del Proceso). Delia cuenta además su amistad con las monjas Léonie Duquet e Ivonne Pierrot. Cuenta cómo fue liberada gracias al obispo Jaime de Nevares. Delia cuenta todo, sin estridencias ni resentimiento. Parte de esa memoria narrativa la publicó hace poco la revista patagónica El Camarote, en la que participan entre otros, el escritor Daniel Artola y la poeta Graciela Cros. En tanto, Delia sigue con su historia, una crónica sencilla, con una prosa que goza de esa transparencia que se le atribuye a la verdad. Si una reflexión literaria impone su escritura (que remite tanto a las crónicas del padre Abraham Mathews como a los relatos del carrero Asencio Abeijón) es que la crónica, de lejos, parece ser el género narrativo por excelencia de ese territorio que a comienzos del siglo XX todavía era definido como la Siberia argentina y a comienzos de éste aún se lo sigue fabulando como utopía de los desconsolados de la metrópoli. Pero nada de esto parece preocuparle mucho a Delia. Ella sigue concentrada escribiendo su historia. Y vale la pena leerla.
Crónicas de una maestra rural
Por Delia Boucau
Pampa del Malleo es como una palangana ubicada a 30 km de Junín de los Andes, y la escuela Mamá Margarita estaba situada al sur de ese valle árido. Había sido fundada por el Padre Oscar Barreto, misionero salesiano. Era un Hogar-escuela al que concurrían diariamente alumnos de ambos sexos, pero albergaba solamente a aquellas chicas que, por la distancia y falta de escuela en sus lugares de residencia, no tenían posibilidades de escolarización. La mayoría de los varones iban a la escuela en todos aquellos lugares donde hubiera, así tuvieran que andar leguas, pero las mujeres quedaban en casa.
Cuando llegué a Mamá Margarita, en 1966, el hogar contaba con treinta internas que pasaban allí todo el año escolar, desde el 1º de setiembre hasta el 25 de mayo; exceptuando las vacaciones de Navidad. En ese momento estaba en construcción lo que llamábamos la Escuela Nueva.
Había un baño, instalado con el mínimo de artefactos, pero no funcionaba por falta de agua corriente. ¿Para qué decir corriente? Digamos que casi no había agua. La poca que lográbamos extraer provenía de un ojo cercano, que se agotaba al cabo de unos pocos baldes. Una de las primeras cosas que aprendí fue a racionar los recursos. El agua del primer enjuague de la ropa servía para lavar pisos; el segundo y último, para vidrios o cualquier otra cosa que no requiriera una excesiva pulcritud. Ese baño se desempolvaba de vez en cuando para un uso específico y glorioso: una ducha. En la cocina, contigua al baño, había una bomba de reloj, esas que se bombean de costado y no de arriba para abajo; era la primera vez que veía una. Esto sucedía en setiembre o mayo, cuando había agua suficiente como para que la temperamental bomba cumpliera con su cometido.
La leña se racionaba también. La única forma de obtener abrigo era en el hogar del comedor y en la cocina. Recuerdo un otoño en que tuvimos que buscar raíces en el suelo helado una vez agotada la recolección de palitos y todo lo quemable en cientos de metros a la redonda. Llegamos incluso a quemar la madera de bancos escolares que estaban para reparar.
TRASLADO A ESCUELA NUEVA
La Escuela Nueva, tarea que el Padre Barreto emprendió para ampliar y mejorar las condiciones de vida, constaba de cuatro aulas, dirección, dormitorio, sanitarios, dormitorio para maestras con su respectivo baño con ¡bañadera!, comedor, despensa y cocina. Con forma de U, tenía alrededor de su parte interna una galería con ventanales que dejaban pasar mucha luz, pero también mucho frío. Era más fría que la escuela vieja porque era más grande, con cielorrasos altos, ambientes amplios en los que hacía falta mucha gente que despidiera calor para que fuera agradable. Me costó mucho mudarme, prefería la tapera de adobe y techo de cartón con su calidez rodeada por árboles, a la frialdad de un edificio más adecuado e higiénico plantado en un páramo de greda y piedra. Muchas cosas cambiaron, no sólo el edificio. La vida familiar de la escuela de adobe fue desapareciendo de a poco.
Todo estaba listo para la inauguración de la escuela, que se realizó el 5 de noviembre de 1967, con la asistencia del entonces presidente de facto Juan Carlos Onganía y su señora, quienes fueron los padrinos. Fue un espléndido día de sol hasta que se levantó un viento de esos que solían soplar. Era tal la tierra que volaba que nuestras caras se habían convertido en máscaras.
Para cuando nos trasladamos, había cuarenta y cinco internas, además de los externos de ambos sexos que concurrían a clase. Se contaba con tres maestras de grado y con cuatro Hermanas de las Misiones Extranjeras que habían llegado al inicio de ese período escolar. Yo, como personal de servicio, me ocupaba del internado. Mi sueldo era una tercera parte de lo que cobraba en Buenos Aires como docente, pero me sentía feliz con lo que hacía.
Siempre dije que no era supersticiosa, pero en el verano de 1968 tuve una sensación extraña y desagradable que todavía hoy sigo recordando. Estaba sentada en el comedor, a la mesa de las maestras que daba a una ventana por la que se veía la casa de las Hermanas, cuando en un extremo de la cumbrera se posaron cuatro jotes. Uno comenzó a alejarse del resto a los saltitos hasta alcanzar el otro extremo de la cumbrera; luego de un rato, voló. Fue ahí cuando sentí como un golpe en el estómago y me recorrió un escalofrío. Una de las Hermanas era Léonie Duquet. Léonie estuvo sólo un año en Malleo y luego se volvió a Morón. Fue una de las dos monjas francesas secuestradas y desaparecidas en diciembre de 1977.
Había una proveeduría que el Padre Barreto había puesto en funcionamiento para que la gente pudiera comprar vicios, que era como llamaban a los artículos de primera necesidad como yerba, azúcar, sal, jabón, etc. De esta forma no debían hacer tanto camino hasta el boliche y la mercadería era más barata. Una forma también de desalentar a que fueran hasta allá y compraran bebida (1).
Mientras las internas estaban en clase, yo lo atendía. Poco a poco se fue ampliando la variedad de artículos y era un desfile interminable de gente que pasaba diariamente y a cualquier hora. Me encantaba atender, me divertía, conocía a la gente, me enteraba de sus problemas y dificultades. Algo que al principio me resultaba gracioso pero que con el tiempo llegó a sacarme de las casillas era la costumbre de pagar artículo por artículo.
No era cuestión de pedir 5 kilos de azúcar y pagar, sino que se meditaba concienzudamente sobre los que se iba a pedir, pasaban la bolsa, impecable casi siempre, para que la llenara. Ahí comenzaba la otra parte de la ceremonia: darse vuelta para sacar de entre las ropas un pañuelo anudado, girar nuevamente hacia el mostrador, desanudarlo, sacar algún billete mirándome para ver por mi reacción si era de la denominación adecuada, tomarlo, recibir el vuelto, guardarlo en el pañuelo, anudarlo, darse vuelta, esconderlo entre las ropas y girar nuevamente hacia el mostrador. Silencio. Miradas furtivas hacia los estantes. Pedían yerba, pasaban la bolsa y recomenzaba el proceso. Y así, hasta llenar dos grandes bolsas conteniendo bolsitas con azúcar, yerba, sal, fideos, polenta, levadura, fósforos, velas y jabón de ropa y de cara.
Años más tarde, siendo maestra de 6º y 7º grados, decidí enseñarles a hacer la compra con una lista y pagar todo junto. Después de explicaciones varias, trabajos prácticos, boliche instalado en el aula, llegó el gran día y, lista en mano, fuimos hasta el boliche que estaba en el río. De tan seguras y desenvueltas que mis alumnas se habían mostrado en clase, me sentí frustrada cuando todas, todas y cada una de ellas actuaron como sus padres, pidiendo y pagando de a una cosa por vez. Volví furiosa a la escuela mientras ellas iban encantadas con la experiencia. ¡Y todavía me preguntaban qué me pasaba!
Es cierto que lo que practicaban en la escuela era un juego y los errores fácilmente subsanables, pero nunca entendí por qué no eran capaces de trasladar el aprendizaje a la vida real, sino que se quedaban con lo conocido, en lo que se sentían seguras, que era reproducir lo que veían en sus padres. Creo que al hacer las compras de esa forma tenían mayor control del dinero y pensaban que no serían estafados. La platita del boliche de la experiencia en el aula era sólo papeles.
OTRO TRASLADO
1º diciembre de 1975, últimos meses de Isabel Perón, el Brujo de la Triple A y en vigencia el decreto firmado por Luder y Ruckauf de aniquilar la subversión. Yo era entonces directora de Mamá Margarita y había ido al pueblo por dos días a cuidar a la cocinera, que estaba internada en el hospital con quemaduras por un incendio ocurrido en su casa; sus tres hijos habían sido derivados al Instituto del Quemado en Buenos Aires. Estaba leyendo mientras tomaba un café en el único restaurante del pueblo, antes de irme al hotel, cuando unos palos negros se apoyaron sobre el mantel de mi mesa. Leer este renglón es una eternidad comparado con la velocidad con que mi cerebro registró que los palos eran caños de ametralladoras, fusiles o qué sé yo, porque sólo puedo distinguir entre una honda y un arma de fuego. Al levantar la vista vi que estaba rodeada por soldados armados hasta los dientes:
–¿Delia Boucau?
–Sí...
–Tiene que acompañarnos.
–¿Por?
–Algo pasó en Mamá Margarita, en el Regimiento le van a ampliar información.
Mi primer pensamiento fue en un accidente, pero no iría el Ejército con toda la parafernalia desplegada a decírmelo. La dueña del restaurante miraba boquiabierta. No sé qué hizo que yo le gritara “¡avisen al Obispo!” (2) (3).
Me hicieron subir al asiento trasero de un jeep. Al llegar a la guardia se me informó que quedaba detenida y punto. Al entrar en la oficina de al lado, me encuentro con dos maestros y dos maestras de la escuela: Mónica Bonini, Mario Rivadero, Bernardino “Chacho” Díaz y María Elena “la Negra” Herrera, demudados y en silencio. Me identificaron pidiéndome por primera vez el documento y me mandaron a sentar. Nadie nos aclaraba nada ni podíamos hablar entre nosotros. En la más absoluta oscuridad y aún en la ignorancia nos llevaron a las tres mujeres al Casino de Oficiales. Un lindo edificio pero tenebroso en la penumbra. Nos hicieron entrar a un pequeño hall al que daban tres puertas: un dormitorio muy amplio con varias camas tendidas fue lo primero que vimos. Quedamos solas y en silencio.
A la mañana siguiente nos despertamos con un sol radiante sobre unos diez centímetros de nieve que refulgía en todo su esplendor. No nos bañamos por temor a que en cualquier momento entrara alguien y nos sacara enjabonadas para cualquier cosa. Lavamos las bombachas ya que estábamos con lo puesto y las pusimos a secar en las ramas del árbol que llegaba hasta la ventana. Mónica decía, viéndolas mecerse con el viento, que si se volaban, no dudaría en llamar a quien fuera para que nos trajera los calzones. Todavía había humor, aunque después nos quedamos mirándonos en silencio; no sabíamos qué decir, qué pensar.
Apareció un oficial que me llevó abajo y entramos a un inmenso salón con ventanales todo a lo largo. El sol y el resplandor de la nieve me encandilaron y apenas pude adivinar siluetas de hombres, muchos, muchos, uno al lado del otro delante de las ventanas; parecían estatuas y no pude distinguir si de uniforme o de civil. Me condujeron a un grupo de cuatro sillones y me senté en el que quedaba desocupado. Me trajeron un café; estaba azorada, pero no tenía miedo. Todavía hoy no lo entiendo, ¡qué inconsciencia! Pero, viviendo en una burbuja, sin noticias, es explicable que me sentara como en el living de una casa a charlar con amigos.
Y empezó la sesión: el bueno, el malo, el moderador, cada uno con sus preguntas en el tono apropiado a su rol. Yo contestaba: padres, hermanos, parientes, amigos, colegios, trabajos, fechas. Que por qué estaba en Mamá Margarita. Por vocación, dije. Que dónde estaba el 20 de junio de no sé qué año. No sé. Que estaba en Zapala, dijo el malo. No tuve tiempo de preguntarme cómo diablos lo sabía y recordé que, ya en vacaciones, había tomado el colectivo hasta allí y después de ver el desfile pasé horas de aburrimiento caminando, mirando negocios cerrados y tomando café hasta que se hizo la hora de tomar el tren a Buenos Aires. Ese episodio me hizo pensar que ningún ciudadano dejó de ser observado en gobiernos civiles o militares. Pero eso lo pensé después.
A la Negra Herrera la soltaron. Almorzamos Mónica y yo y una camioneta vino a buscarnos. En ella ya estaba sólo Mario Rivadero y, para nuestra sorpresa, el Padre Mateos. Sin cruzar palabra nos llevaron hasta el aeropuerto. El oficial y el chofer fueron hasta la torre de control y nos dejaron a los cuatro sentados en el mismo asiento. Mateos nos dijo, muy preocupado, que la cosa no pintaba bien. El sabía lo que estaba pasando en el país, nosotros vivíamos en la más absoluta inopia. Como dos horas después, de vuelta al regimiento; el avión no llegó y respiramos aliviados.
Al día siguiente a las cinco de la tarde nos suben a un Unimog y, brazo en alto, quedamos esposados a la estructura que sostenía el techo de lona. Un oficial, con cara de circunstancias, cierra de golpe la compuerta: “A partir de este momento están a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Cualquier intento de fuga será reprimido con las armas”.
–Usted –me dijo–, ¿se acuerda de mí?
–No.
–Yo estaba a cargo de los conscriptos cuando el general Onganía apadrinó la escuela.
¡Por Dios! ¡El tipo recordaba mi enojo cuando sus colimbas se habían emborrachado y molestaban a las alumnas! Ahora él estaba al mando del operativo. Los otros me preguntaron, pero no quise hablar.
Delante, un camión con soldados que nos apuntaban. Detrás, otro; por sobre la cabina, tres caras adolescentes asustadas, se asomaban con sus armas. Nos sorprendió ver que nos llevaban por el camino que pasa por Piedra del Aguila y Chocón y dedujimos que nos llevaban a Neuquén. Sobre el río Collón Cura, hay un desvío que entra a Sañicó; un camino por el que no pasaba nadie en esa época, y el Padre Mateos, conocedor de la zona, atinó a decir “acá nos matan”. Sin embargo seguimos por la ruta. Los otros habían logrado bajar la mano haciendo correr y girar la esposa, pero en mi barral había algo que lo impedía. Mi mano estaba congelada, dormida; hormigueaba en forma intolerable. Me paré pero un grito me hizo sentar de golpe; los colimbas nos apuntaban directamente. Conseguí meter la mano entre el fierro y la lona para descansar de a ratos. Ya estaba oscuro y el frío era insoportable; nadie tenía mucho abrigo y nos castañeteaban los dientes. Paramos en Piedra del Aguila y nos hicieron bajar de a uno. Al sacar la mano me quedaron en la palma dos tiras en carne viva porque la piel se había congelado y quedó pegada al metal.
Llegamos a Neuquén, al Comando, a las 6.30 de la mañana. De allí nos mandaron al penal. No me acuerdo por dónde entramos, sólo recuerdo un pasillo con dos rejas al final que se abrían a ambos lados. Mónica iba delante y la escuché gemir cuando entramos a otro pasillo y vio la celda. En esa primera la hicieron entrar. A mí me llevaron al otro extremo. Se escuchaban alaridos y una radio a todo volumen. Después supimos que eran dirigentes del S.U.P.E. de Plaza Huincul. Ya no había hombres en el sector donde nos ubicaron a Mónica y a mí. Las celdas medían 1,90 de largo por más o menos 1,20 de ancho. Dos guardias mujeres que no pasarían de los veintipocos años me empujaron hasta el fondo y, a la orden de “desvístase”, comencé a poner la ropa sobre la cama. Tiraban de mis dientes para ver si eran postizos, metían sus dedos en mis oídos... Ya casi habían terminado cuando apareció la jefa y de un brazo las sacó al pasillo preguntándoles quién les había dado orden de hacer aquello. Furiosa, ni me molesté en escuchar la respuesta mientras me vestía. Una vez que cerraron la puerta, me sacudió el golpe seco del pasador y quedé sola.
La luz en la celda estaba permanentemente encendida, sólo veía luz natural cuando me llevaban al baño, al que decidí ir con mucha frecuencia aunque sólo fuera a lavarme las manos para caminar un poco. En cada incursión tosía para que Mónica me diera una pista, pero nunca escuché nada, ni siquiera que se abriera su celda. Eso me preocupaba mucho. Una mano había abierto el ventanuco y me había entregado los cigarrillos que estaban en la cartera. No tenía ganas de fumar, cosa insólita. Para almorzar, aunque vaya a saber qué hora era, me trajeron puchero. Después de comer encendí un fósforo e hice una marquita en la pared con la parte quemada para ir contando los días; siempre y cuando no alteraran el ritmo de comidas, podría llevar el cálculo. Más tarde se volvió a abrir el ventanuco y una mano me entregó el rosario que también estaba en la cartera y que no había pedido. Supe, por el anillo, que era la jefa. Fue la misma que dos días después, con mucho sigilo, abrió la ventanita y susurró “los sueltan”.
–¿Y Mónica? –le pregunté.
–Está bien, quédese tranquila –cerró de golpe y le dijo a alguien: “la estaba vigilando”.
Al tercer día de nuestra llegada a Neuquén nos reencontramos los cuatro detenidos en una oficina donde un oficial mostraba los libros que habían incautado en la escuela; cada uno tenía que decir a quién pertenecían, dato que se anotaba prolijamente en listas. El Padre Mateos admitió que El ejército azul de la Virgen de Fátima era suyo, y yo, que Las revoluciones del motor pertenecía a la biblioteca de la escuela.
No tuve mejor idea que pedirle al oficial que me hiciera una certificación de que habíamos estado detenidos por la razón que fuera esos cinco días para presentar al Consejo Provincial de Educación y justificar nuestras inasistencias. Cuando me la entregaron no paraba de mirar alternativamente al milico y las hojas. Estas eran del tipo borrador de los blocks Coloso, pero el contenido era lo más fantástico que había visto. Decía: “Certifico que Mario Rivadero, Mónica Bonini y Delia Boucau estuvieron detenidos en averiguación de antecedentes desde el 1º de diciembre hasta el 5 inclusive. Firmado: Ernesto Trotz”. Eran sólo tres renglones sin margen superior ni laterales. Ni lugar ni fecha, ni membrete o sello alguno.
Salimos al gran patio deslumbrados por el sol y escuchamos gritos vivándonos. Caminamos hasta el portal de entrada y las casillas de guardia, donde tuvimos que identificarnos otra vez. Ni bien salimos un tropel se nos acercó para abrazarnos. Alcancé a ver a mi hermano y cuñada. Nos dijeron que don Jaime rezaría una misa en la catedral. Hacia allí fuimos y monseñor, cansado, con ojos brillantes y su gran sonrisa, nos abrazó. Al salir del obispado para ir a la iglesia, la señora Manuela de Vega, jefa de supervisores del Consejo, nos estaba esperando para abrazarnos. Fue a título personal. Para la institución, tal vez hubiera sido mejor que no existiéramos, porque cuando más tarde mandé los certificados se me dijo verbalmente que cómo se me había ocurrido sentar semejante precedente. ¿Qué quisieron decir?
Supe, muchos años después, quién nos había acusado y pedido que investigaran. Por la amistad que me une a sus familiares (que fueron quienes me lo dijeron) no voy a dar su nombre. Además, ya murió.

Eco
¿Cómo decirte?
Sin eludir lugares comunes ni simplismos, el libro de Umberto Eco encuentra unas pocas iluminaciones sobre el difícil arte de decir casi lo mismo.
Por Hugo Salas

Decir casi lo mismo
Experiencias de traducción
Umberto Eco
Lumen
537 páginas

Habida cuenta de la animosidad con que se reciben las novedades del señor Eco, se abriga siempre la esperanza de hallar motivos para su defensa. Lamentablemente, Decir lo mismo no brinda semejante oportunidad. Presentado como un ensayo sobre experiencias de traducción (como traductor, editor y escritor traducido), ya desde las primeras páginas el semiótico se escuda respecto de la falta de sistematicidad de sus reflexiones. Sin embargo, una cosa es la saludable falta de sistematicidad pero plena intuición propia del ensayo, y otra muy distinta la acumulación de observaciones del sentido común.
Trivial para traductores, insustancial para especialistas, el libro parece destinado a un lector que se contente con ideas generales y un erudito cotillón de citas en lenguas diversas. En efecto, una y otra vez argumentos por demás endebles son pertrechados por ejemplos que –más allá de lo interesante del caso– no alcanzan a dar evidencia de aquello para lo que se los convoca. A fin de cuentas, el libro no va más allá de sostener que cuando hablamos de traducir se trata de una “negociación” entre lo que puede y no traspasarse de una lengua a otra, por no hablar de su criterio de “traducción correcta”, ser fiel a las intenciones o al “querer decir” –eterna piedra de la semiótica– del texto/autor. Tan tenues iluminaciones recién llegan al cabo de una fatigosa travesía, posta última donde se descubre que en realidad el señor Eco no tiene ninguna idea sobre la traducción sino que pretende echarle mano para llevar agua a su propio molino.
Desde principios del siglo XX, la mayoría de los estudios sobre la lengua tiende a aceptar que su objeto es responsable de la segmentación del “mundo”; vale decir, que un hispanohablante distingue la tierra de la piedra como cosas distintas porque tiene distintas palabras para referirse a ellas (más que por el hecho de que “tierra” y “piedra” existan como tales fuera o antes del lenguaje). Al parecer, igual que otros dentro del mercado intelectual, Eco ha descubierto el filón de ir contra la corriente; su idea, básicamente, es que si en los distintos lenguajes hay “equivalencias”, ello se debe a que en el mundo hay “modos de ser de las cosas” más allá del lenguaje.
“A pesar de la diversidad de las lenguas, en todas las culturas llueve o hace sol, se duerme, se come, se nace, y en todas las culturas caerse al suelo se opone a saltar en el aire.” La aseveración –tan simplista que horroriza al sentido común– se opone paradójicamente a todos y cada uno de los ejemplos que el buen profesor ha desplegado a lo largo del texto. En efecto, “como” no es lo mismo que “I eat” ni “je mange”, “Ich esse” o “edo”, pero no sólo en el sentido de que no refieran a “la misma cosa” (siempre y cuando nos pongamos de acuerdo respecto de qué misma cosa es esa que se llama tan distinto) sino en el punto en que la sonoridad y la posición que estas formaciones ocupan dentro del sistema traen consigo un plus que no puede eliminarse tan fácilmente del lugar del sentido, incalculable lección de la poesía (no por nada, el discurso que más problemas plantea a la traducción).
Es cierto que, como bien señala Eco, más allá de las pérdidas y diferencias “se traduce”. No obstante, semejante observación no es muy distinta de otras del estilo “mal o bien, se gobierna” o “mal o bien, se educa”. Tomar por natural la evidencia empírica equivale a olvidar el punto en que la acción humana construye lo que nos rodea. Que se traduzca, a fin de cuentas, responde más a necesidades del mercado que de la literatura, y en el caso específico de las ciencias (y otros saberes), a motivos estrictamente pedagógicos. Desde luego, esto no implica que la traducción no abra múltiples interrogantes acerca del sentido de los textos, el funcionamiento del lenguaje y la lectura como interpretación, pero no será en Decir casi lo mismo donde se las responda.