martes, 28 de septiembre de 2010

Alejandra Pizarnik

La angustia interminable

El 25 de septiembre se cumplió un nuevo aniversario del suicidio de la poeta. Aquí, un recorrido por sus intentos de novela autobiográfica y su fascinación por los diarios de escritores.
Por: VIRGINIA COSIN


PIZARNIK. Entre ser "normal" o seguir siendo excepcional, bordeando la muerte, se mece la escritura de su diario.

Alejandra Pizarnik tiene dieciocho años, acaba de empezar sus estudios universitarios, y ya tiene claro que quiere dedicarse a escribir.

El 27 de Junio anota: "El vacío.

Apollinaire aconsejaba para vencer el vacío escribir una palabra, luego otra y otra hasta que se llene". Las primeras páginas del Diario son floridas, y entre sus arborescencias, como pequeñas semillas, va sembrando frases, palabras, imágenes, de cuyos brotes nacerán, también, sus primeros poemas. P

ero su verdadero deseo, su meta, es expresada de inmediato al año siguiente: "¿Y la novela? Me gustaría una novela autobiográfica, pero escrita en tercera persona." Alejandra nunca escribe esa novela. Se escribe, sí, a sí misma. Se convierte en una poetisa canónica.

Hace de ella un personaje: aquel que César Aira, en su libro Alejandra Pizarnik , intenta desterrar del imaginario construido alrededor de la figura de la autora: el de "la pequeña náufraga", "la niña extraviada", la "estatua deshabitada de sí misma" y cosas por el estilo.

El deseo de la poeta

En noviembre de 2003, la profesora y traductora argentina Ana Becciú, atendiendo un deseo expresado verbalmente por la propia Alejandra, compila y publica sus Diarios, que terminan conformando, después de su muerte, el verdadero proyecto prosaico. El resultado, sin embargo, en nada se parece a lo que desde un principio parecía ser su mayor apuesta: construir un relato.

"El lenguaje me es ajeno", repite con insistencia mientras continúa en la búsqueda de "el libro como una casa". Pero su libro deviene cascada, obra que se realiza a partir del fluir de la conciencia, que enuncia permanentemente la falta y, a la vez, funciona como laboratorio para experimentar con la lengua ­de la que reniega y a la que deplora por incompleta, muda o estéril­ para construir sus formulaciones poéticas. En su estar adherida a sí misma, la escritura y la vida no tienen anverso ni reverso. El aplazamiento de la Obra con mayúsculas, la sensación de fracaso, la parálisis, el desgano, el odio hacia sí misma, el miedo, sus recuerdos de infancia obliterados, el cansancio, el deseo de "dormir para siempre" constituyen, finalmente, lo contrario de aquella imposibilidad que denuncian: la realización de su escritura. "He descubierto que cuando no estoy angustiada, no soy", escribe Alejandra el primero de mayo de 1988. "Si no fuera por el dolor, mi mundo interior equivaldría al de cualquier muchacha que bosteza en el colectivo, a la mañana, ataviadas para sus empleos en oficinas". Lo que Alejandra percibe y, a la vez, rechaza, es que el mundo de aquellas muchachas tiene una consistencia que el de ella no tiene. Sin la necesidad de trabajar ­porque su economía está resuelta­ sujeta únicamente por su propio cuerpo, que estalla de existencia y observa con repugnancia frente al espejo ("Me compré un espejo muy grande, me contemplé y descubrí que el rostro que yo debería tener está detrás ­aprisionado­ del que tengo"), la única salida es escribir sobre aquello que la ahoga. Admite que "debería trabajar", dejar de ser una niña, ingresar al mundo de los adultos. Pero también expresa su intensa vocación por la locura que, sin embargo, no la toma por completo, ni la terminará de tomar mientras pueda seguir poniéndola en palabras.

En ese pivote entre ser "normal" o seguir siendo excepcional a costa de caminar bordeando la muerte, es en el que se mece la escritura del diario. Pizarnik no sólo lleva un diario, sino que, también, se dedica con fruición a leer los diarios de otros escritores (algo que, tal vez, le otorgara la certeza de que por más íntimo o privado que sea, el Diario de un escritor que forjó su posteridad, tiene como destino final ser publicado): Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Césare Pavese. Y en cada uno de ellos, reconoce sus propias ideas, miedos, imposibilidades.

Los días de angustia

En la intimidad de sus cuadernos de escritores, ellos derraman palabras sobre lo que los angustia: la dependencia de la mirada del otro, el miedo de no llegar a escribir la "gran obra", el temor a que el ruido del mundo cubra su talento, saberse únicos y, a la vez, desconocerlo por completo, la tentación siempre acechante de dejar todo por hacer y, por lo tanto, a dejar que esa angustia los devore.

"La existencia del escritor ­escribe Maurice Blanchot­ prueba que, en un mismo individuo, coexisten un ser angustiado y un hombre de sangre fría, un loco y un cuerdo, y, unido estrechamente a un mundo que ha perdido todas las palabras, un retórico dueño del discurso.

El caso del escritor es privilegiado, porque representa de igual forma la paradoja de la angustia".

En ese girar sobre sí mismo para encontrar el rostro oculto detrás del propio rostro, el escritor cristaliza su padecimiento y lo vuelve objeto, herramienta, ofrenda para si mismo y para el otro. Así como Pizarnik halló en Mansfield o en Pavese un reflejo de sí más fiel que el del espejo, otros lectores, otros artistas, encontraron y siguen encontrando en el interior de las grietas abiertas por la dislocación de su lenguaje, sus propias inquietudes. (En este momento hay, al menos, tres piezas de teatro en cartel, basadas en textos de Pizarnik, o en su figura: Mujeres terribles , de Marisé Monteiro y Virginia Uriarte, sobre la relación entre Alejandra Pizarnik y Silvina Ocampo; Cristal Negro, de Eleonora Mónaco; y Tapiz Pizarnik, en cuya puesta la directora, Nora Lezano, traduce en planos y texturas visuales, sonoros e interpretativos, la multiplicidad de voces y lecturas que se cruzan en la obra de la autora).

Pizarnik hizo de su lengua un arma para batallar contra lo indecible. El lenguaje la privó y, al mismo tiempo, la liberó de su singularidad.

El 13 de febrero de 1971 anota: "Aparentemente es el final. Quiero morir. Lo quiero con seriedad, con vocación íntegra." A partir de allí, en su Diario sólo hay entradas muy breves y dolorosas, en las que proyecta, con sereno cálculo, diferentes posibilidades de matarse. El 25 de septiembre de 1972 Alejandra calla y se da la muerte, dejando escritas en una pizarra sus últimas palabras.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Bicentenario Biblioteca Nacional

El universo, que otros llaman la Biblioteca


Cómo compatibilizar la tradición humanística con la tecnología es uno de los temas de "Historia de la Biblioteca Nacional", el ensayo de Horacio González, su director, aquí analizado. Además, un recorrido por la institución.



Por: Jorge Lafforgue




SALA DE LECTURA de la vieja sede de México 564, constriuida por el italiano Carlo Moria. La imagen es de 1967.


En el verano de 1991 comienzan a circular las "Palabras del espacio 310", que poco después se transforman en una "Revista de crítica cultural", la cual no tardará en sumar al subtítulo "crítica política"; sin cierre proclamado (si bien la primavera de 2008 está lejana), la revista ha de mantener inalterable, aunque con expandida mirada, su título originario: El Ojo Mocho. Esta publicación, que nació en un aula medio incendiada de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, con una pregunta aguerrida: "¿Fracasaron las ciencias sociales en la Argentina?", para insistir al número siguiente con otra no menos tensa: "¿Se acabó la crítica cultural?", intentará refutar con pasión e inteligencia una cierta tribulación implantada ab initio: "La pasión de la crítica está en retirada"; a lo largo de dos décadas, sus páginas labrarán un rotundo mentís a tan desdichada acechanza.

Pero ahora no se trata de realizar un balance de esa revista que –junto con Punto de Vista, si bien desde otra perspectiva– ha contribuido de manera decisiva e incisiva al desarrollo y el debate de la cultura nacional en los últimos años. La traigo a colación por un motivo sesgado: entre sus muchas singularidades, El Ojo Mocho solía incluir extensas entrevistas a intelectuales ligados al quehacer nacional (muchos son los nombres que en ella abonan ese género o sello: David Viñas y León Rozitchner, Germán García y Carlos Correas, Jorge B. Rivera y Emilio de Ipola. Asís y Fogwill, entre otros), entrevistas que se reproducen en bruto –sin editar o tal su efecto– pues en las mismas jamás se prescinde de repeticiones, rodeos, disrupciones, tics, guiños, vados y torrentes verbales del interpelado. Metodología tan peligrosa como fascinante. Metodología que uno o varios miembros del "grupo editor" asumen al interrogar y transcribir sus preguntas con las vacilaciones, aprietes y perplejidades del caso. Salvo excepciones, Horacio González está siempre presente en esos torneos retóricos. Quiero enfatizarlo: esos asaltos discursivos nada tienen de metódico ordenamiento, nadan más bien en aguas borrascosas, en aguas que se permiten las algas y el barro, la transparencia y el aceite. Si a esta presencia interrogante de Horacio González en El Ojo Mocho, le sumamos su abrumadora intervención en ensayos, comentarios críticos y grageas desperdigadas en el cuerpo de esa revista, me siento plenamente autorizado a nombrarlo su ghost director.

Si tanto un estilo de escritor como un modo de trabajo se forjan en un manifiesto aprendizaje, el extendido pasaje de Horacio González por El Ojo Mocho no hay duda que ha sido decisivo en ambos aspectos. No obstante, recordemos que hubo un antes en su quehacer intelectual, donde bien se pueden contabilizar frecuentes incursiones periodísticas, estudios de sociología en la UBA e incluso el ejercicio de la docencia en las universidades nacionales de Rosario y de Buenos Aires. Pero será durante la década del noventa, tras "ocho años de estadía en Brasil", cuando su actividad cobra dimensiones mayores.

Pongo un inicio: 1992. Ese año ha comenzado a hacerse escuchar más allá de las aulas la revista mocha, González recibe su doctorado en ciencias sociales por la Universidad de San Pablo y su nombre aparece impreso en la tapa de dos libros: La ética picaresca y La realidad satírica (respectivamente una reedición de su tesis de doctorado, significativamente vapuleada por Fogwill en El Ojo Mocho, y doce hipótesis sobre el diario Página/12). En octubre de ese año, González cierra un coloquio internacional organizado por el Goethe-Institut sobre Walter Benjamin; concluye alentando la lectura benjaminiana, "en estos días argentinos, en que la vida intelectual ve declinar el ejercicio de la imaginación y de la crítica, en nombre de academicismos que retornan con escasa culpa y pedestre convicción". (Cita que revela la cavilación central de alguien inmerso en la vida académica, que desgarradamente intenta huir de su creciente tendencia a la burocratización o previsible inepcia.)

La suma de libros publicados por González supera holgadamente el número de los años transcurridos. A veces, es cierto, él aparece como coordinador (por ejemplo en la Historia crítica de la sociología argentina, cuyas primeras cien páginas son de su autoría) u otras como coautor (por ejemplo, Eduardo Rinesi lo acompaña en un par de títulos); pero, si agregamos a los libros, sus intervenciones públicas en los más diversos medios, su actividad ensayística resulta francamente abrumadora, casi sin equivalentes en la Argentina de hoy (digo "casi" porque reparo en la nada desdeñable labor de Beatriz Sarlo y qué decir en la de José Pablo Feinmann).

Referirse a ese corpus (del cual destaco los Restos pampeanos) excede con creces los límites de la nota solicitada sobre Historia de la Biblioteca Nacional, su libro más reciente. Sin embargo, no puedo dejar de señalar un nexo muy evidente entre la revista y el libro. Ese nexo se llama justamente La Biblioteca, otra revista "nueva y antigua a la vez", pues fue fundada por Paul Groussac en 1896 y reeditada con igual título varias veces: así en 1957 por Borges, así cinco años atrás por Elvio Vitali y Horacio González, éste en tanto subdirector de la Biblioteca Nacional y luego su director. Al recorrer La Biblioteca es fácil advertir ciertas similitudes con El Ojo Mocho, desde algunas obvias, como la datación estacional –verano, primavera...– o la constitución de equipos de trabajo –donde no pocos nombres se repiten, y quiero destacar especialmente el de María Pía López– hasta el hecho de que cada número gire en torno a un tema. En los cinco años transcurridos desde entonces y mientras González permanece al frente de esa institución traspasado por los temas que despuntan en las páginas de la renovada revista, un libro se ha ido forjando al calor de esa maquinaria, un libro que resulta fundamental en la reflexión a que nos obliga el Bicentenario.

Banderas de un relato

Tenaces agitadores proclaman el fin de los grandes relatos, aunque suelen estimular intentos de recuperar el pasado como "relatos plausibles". Prestando oídos sordos al primer dictamen, González se enzarza en una historia particular, ante la que no trepida en agitar constantemente las "banderas de su relato" que, por cierto, nunca exhibe un "tamaño" reducido, pues bien puede leerse como la constitución de nuestra nación.

Pero partamos de los desalientos: de entrada es posible advertir qué no encontrará el lector en esta Historia. Por ejemplo, nadie osaría afirmar que se trata de un "Manual de uso", como tampoco nadie podría calificarla de relato prolijo, mesurado, didáctico, pleno de cuadros y estadísticas, y otros tantos adjetivos bienintencionados. Pero no pequemos de extremistas, algo sobre esos "asuntos contingentes" se desliza en el texto de Horacio González y el lector se lo agradece. Así, el apartado sobre "Los vestigios arquitectónicos" referido a los edificios que ocupó la Biblioteca antes de su sede actual (a la que luego se alude reiteradamente, a propósito del rechazo borgeano, de la conflictiva mudanza, de los esfuerzos para "extirpar un nombre" demoliendo la Mansión Unzué, del inadecuado emplazamiento de la estatua de Juan Pablo II, entre otros "intertemas").

Por otra parte, este libro es también dos libros. Pues, si este opus gonzaliano se presenta como un único volumen con foliación corrida, al texto escrito (que va hasta la página 272) le sigue un álbum de fotos de poco más de sesenta páginas. Se trata de dos partes complementarias, donde las imágenes vienen a ser corroboraciones visuales de afirmaciones que se desgranan en el texto.

Una primera y rápida mirada tal vez nos convenza de estar frente a un correcto ordenamiento: dedicatoria, índice, prólogo, seis capítulos seguidos de sus correspondientes notas y un colofón. Pero una mirada menos escolar, podrá advertir que Horacio González no ha escapado a su habitual modalidad escrituraria: el desorden organizado o, a la inversa y mejor, la organización desordenada, aunque ciertamente cuestionante.

En el breve Prólogo se ofrece una síntesis de los propósitos, esperanzas, ideas e intenciones que alberga el camino a recorrer/recorrido. Lo manifiesto, "trazar una hipótesis aceptable sobre el itinerario de una institución fundamental del país", sin desechar como subtexto los dictámenes de "la memoria personal". En la conjunción de ambas instancias "escribimos nuestra historia del orden bibliotecario argentino". Francamente, postula González, esta "historia de la Biblioteca Nacional quiere ser, a la vez, una historia de sus ensueños bibliotecarios y de las quimeras literarias del país. También de sus nada secretos filamentos políticos". Problemas que el autor no oculta: afirma "un único hilo conceptual", en tanto se imagina a la institución como una e indivisible, pero a la vez reconoce "sus discontinuidades políticas", sus etapas contrapuestas, "sus múltiples formas, sentidos y apariciones". Discute la reiterada idea del deficiente funcionamiento de la Biblioteca, la supuesta desidia que la carcome. Señala y se apoya en los trabajos que han precedido a su intento: sobre todo reitera que le "sirve de inspiración" la Historia de la Biblioteca Nacional (1893) de Paul Groussac, que es un "ensayo de historia de las pasiones públicas e intelectuales" y el subsuelo donde "asentamos y proyectamos nuestro propio recorrido". Este se enriquece con muchos aportes posteriores, tanto sobre personajes y temas específicos (Josefa Sabor-Pedro de Angelis, Paula Bruno-Paul Groussac, Bioy Casares-Borges e infinidad de otras investigaciones y provocaciones) como también sobre temas de mayor amplitud (en ese sentido los sólidos trabajos de Alejandro Parada, Roberto Casazza y Mario Tesler reciben más de un reconocimiento, y también algún disentimiento). Se llega así "al núcleo vivo de la polémica misma sobre la cultura nacional": cómo compatibilizar las tradiciones humanísticas y las primicias de las tecnologías. De donde este libro, en forma a veces encubierta, sesgada, pero las más provocativa, manifiestamente, resulta ser un despliegue e incesante asedio de tal dilema. Su subtítulo ya lo proclama: "Estado de una polémica".

De Moreno a González

Esta Historia se hilvana a través de seis capítulos, centrados cada uno de ellos en una figura protagónica. Sucesivamente: Mariano Moreno, De Angelis, Groussac, Martínez Zuviría, Borges y, por último, ¿Vitali o González? Elvio Vitali llevó a González como vicedirector de la Biblioteca, fue su amigo, la dedicatoria de este libro concluye con su nombre, y su rostro sonriente cierra la galería de fotos del volumen; pero él estuvo poco tiempo en la dirección, mientras que su sucesor permanece desde entonces. La lectura de esta Historia muestra que quienes dejaron su huella no fueron directores efímeros o fantasmales sino aquellos que tuvieron la oportunidad de desarrollar en esa institución proyectos culturales sostenidos (para bien o para mal). No haré la apología de Roca y sus sucesores que permitieron la permanencia de Groussac al frente de la Biblioteca Nacional durante 44 años; pero el opuesto absoluto es sin duda muchísimo más grave, más dañino. Pese a que tal vez González tenga razón cuando afirma que el síntoma de politización de la dirección es "arcaico y fundacional".

Pero este libro ¿es ante todo una historia de los directores de la Biblioteca Nacional? Sí y no. Sí, porque sucesivamente todos ellos son mencionados y algo se dice de sus empeños y ausencias, de lo que hicieron y de lo que dejaron de hacer. Y aclaro, tanto en lo que respecta a sus tareas específicas en la Biblioteca como en cuanto a su posicionamiento intelectual e ideológico en el campo de la cultura nacional.

Casi siempre estas últimas consideraciones ganan la partida, superando largamente a las primeras; más aun, ellas suelen constituir el meollo de las elucubraciones críticas de González.

El relato no es simple ni mucho menos lineal. Aunque no pierda de vista el árbol, Horacio González se va por las ramas, trepa, queda colgado en alguna de ellas y baja, para volver a subir; constantemente se desliza en un ir y venir... y volver. Pondré un solo ejemplo de este procedimiento narrativo que es su marca de fábrica. El capítulo 4 es el más breve (no supera las 29 páginas), si bien abarca un largo período (1931-1955: década infame y primer peronismo), en su casi totalidad con un mismo personaje como director de la Biblioteca: Gustavo Martínez Zuviría, novelista otrora muy popular bajo el seudónimo de Hugo Wast. Comienza el capítulo refiriéndose a Los protocolos de los sabios de Sión, que integran el canon antisemita universal y "son el engendro profundo de un tipo especial de conciencia conspirativa", en ellos se formulan los planes "del secreto revelado por el que un núcleo conspirativo judío se apoderaría del mundo" (recordemos Filosofía de la conspiración, libro de González de 2004; por otra parte, no olvidemos al nazismo en expansión por todo Occidente). La aguda puesta en escena de Los protocolos se justifica en tanto ellos "alentaron muchos de los proyectos novelísticos" de Hugo Wast, cuya obra "está fuertemente implicada en la divulgación de un ultramontanismo eclesial"; en particular, González se detiene en dos novelas, El Kahal y Oro, relatos alquimísticos sobre la dominación del mundo por etapas, que incluyen Buenos Aires (aquí González establece una confrontación con la casi simultánea conspiración propiciada por Macedonio Fernández para "dotar a Buenos Aires del misterio que nunca tuvo": y luego con la del Astrólogo arltiano en Los siete locos; ambas, por lo demás, sirven para probar la inferioridad literaria de Hugo Wast, entre otras cuestiones). A continuación, apoyándose en el estudio de Cristián Buchrucker, se refiere a los aportes antisemitas de los años 30 del padre Filippo, el ensayista Ramón Doll y el sacerdote Julio Menvielle (a propósito del cual se remite encomiásticamente al ensayo de Jorge Dotti). El autor hace un alto para preguntarse si "¿tienen estas reflexiones algo que ver con la historia de la Biblioteca Nacional?" Y se responde afirmativamente, dando sus razones, las cuales se reiteran y amplifican en otros pasajes del libro. Se verifica luego una "fundamental polémica", en la que César Tiempo, entonces secretario de la SADE, realiza una lapidaria crítica al manejo de la Biblioteca en ese período. De donde se salta al traslado de importantes documentos de la Biblioteca al Archivo General de la Nación, dispuesta por el ministro de Educación Méndez San Martín, pero no consentida por José Luis Trenti Rocamora ni por Raúl Touceda, los dos directores que suceden fugazmente a Hugo Wast antes de la caída del peronismo (traslado que una y otra vez González reprueba). Trenti Rocamora, que alaba la gestión de su antecesor, ve sin embargo un punto "apenas desacertado" en la misma: prohibir el acceso a la sala de atención preferencial de los investigadores de origen judío, y al respecto cuenta el caso de Boleslao Lewin. El hecho enfurece a González, que no trepida en ver a Lewin como "la encarnación del mismo Tupac-Amaru, que él estudiaba", y remata sin más "era el perseguido universal". De este episodio se salta a otros: la compra parisina de la notable colección Foulché-Delbosc; el duelo entre dos bibliófilos, uno de ellos director de la Revista de la Biblioteca Nacional; la edición facsimilar de Las profecías de Nostradamus por la Biblioteca en 1943; la utopía bibliotecaria de Martínez Zuviría, quien "intentó en el plano arquitectónico el ideal de una Ciudad Jerárquica". Pero, además, cada uno de estos temas viene salpimentado con episodios subordinados o aledaños.

Formulé apenas un ejemplo. No obstante, puede que mi formulación propicie la idea de hallarnos frente a un cóctel vertiginoso de ingredientes múltiples; o tal vez ante un pot-pourri de hechos culturales heterogéneos, que abarcan desde el artículo publicado por Moreno el 13 de setiembre de 1810 hasta esta Historia de la Biblioteca Nacional, pergeñada por su actual director. Tal vez sea pertinente recordar sus propias palabras: "Traté de orientarme en la escritura de esta historia, la de la Biblioteca Nacional de la República Argentina, a través de todos los planos en que es preciso actuar en ella" .

El propósito manifiesto del autor será entonces el eje conductor del discurso, aquel que da título al volumen: Historia de la Biblioteca Nacional. Pero teniendo en cuenta que –y cabe ahora recordar aquellas entrevistas en El Ojo Mocho– ningún nudo de ese hilo narrativo aparece rigurosamente acotado; por el contrario, si existen nexos temáticos se estimula saltar sin red, se puede ser digresivo, arborescente, hasta repetitivo y machacón. Agreguemos, además, que el lenguaje utilizado por Horacio González resulta una rara mezcla de prosa barroca e intempestiva oralidad ("la experiencia real conversativa"), que a menudo nos sorprende con giros o advertencias (como ésta "Preparaos", precediendo a una cita de Amalia), sin exceptuarnos de algunos latinismos, pero sobre todo de neologismos, por lo general de carácter despectivo: señoritil, eruditismo, regleta, etcétera.

Con este recorrido metódico, lejos estamos sin embargo de dar un panorama completo del vasto material que presenta la Historia de González. Entre lo que falta apuntar, sin duda sobresalen las páginas finales del capítulo 6 que, bien visto, sólo dedica las diecisiete primeras a recordar a los directores que van de Gregorio Weinberg (1984) a Elvio Vitali; las restantes dos terceras partes del capítulo se circunscriben a los principales nudos problemáticos de la institución en estos últimos años y justifican plenamente el subtítulo del libro: "Estado de una polémica". Entre apartados ("Tecnologías", "Sindicalismo de Estado" y "Reflexiones sobre archivos y bibliotecas"), más un Epílogo, se debaten problemas que hacen a la existencia misma de la Biblioteca. No es que tales problemas irrumpan de golpe en las páginas finales, pues muchos de ellos han aflorado en pasajes anteriores; ahora se los retoma, se los analiza e interroga.

En primer término, el actual director reflexiona sobre la incidencia tecnológica en el proceso de actualización de la multifacética actividad institucional o, en términos más amplios, sobre la problemática que surge en la intersección de tecnología y cultura. Comienza González retomando la archiconocida polémica que lo enfrentara en enero de 2007 a Horacio Tarcus, entonces subdirector de la Biblioteca Nacional y a sus adláteres de turno, a quienes el autor les imputa "modestas cegueras". Hace entonces su descargo ("No me opuse ni a la modernización, ni a las tecnologías, ni a conocer a las vocaciones laborales para una nueva jornada colectiva"), repasa no sin un dejo burlón la posición de sus contrincantes de entonces (¿de hoy?), si bien confiesa que no escribe "estas líneas con gozo y vindicta" y refuerza su posición contra la investigación "del tipo extractiva" frente a la reivindicada "de sembradío", o sea que condena la beatería que se apega al documento sin hacer de éste una semilla a fecundar. En síntesis, "se confrontaban maneras distintas de interpretar el archivismo, una como instrumento de una teoría globalizada de la memoria, otra como íntima perspectiva de creación de nuevas preguntas sobre la escritura, el lenguaje de la historia y el consiguiente sentido engarzado en lo práctico inerte del pasado". La riqueza conceptual y la carga polémica de estos últimos apartados constituyen sin duda la mejor invitación a la lectura de este libro.

En un Mar del Plata otoñal, año 1941, Borges concluye un cuento que habrá de formar parte de El jardín de senderos que se bifurcan y que luego integrará Ficciones. Bifurcaciones y ficciones tejen infinitamente aquel texto memorable, que se inicia con un sinónimo dramático e implacable: "El universo, que otros llaman la Biblioteca". Sin duda, ese comienzo, el sentido de ese comienzo, ha horadado la mente y el corazón de Horacio González mientras redactaba este libro nada sigiloso.


Los tesoros de la biblioteca


Dos millones de libros y más de un millón de diarios y revistas integran el patrimonio de la institución bicentenaria, cuya sede actual se inauguró en 1993.



Por: PABLO MARADEI

¿Este es el piso H?, pregunta un visitante, perdido en los laberintos de la Biblioteca Nacional. Su duda, pertinente, aventura un paseo único por este edificio con una H entre sus tres subsuelos y los siete pisos superiores. Y da una vaga idea de las sorpresas que alberga este monumento vivo. La H señala la Hemeroteca de este monstruo inaugurado en 1993. Doscientos años cumple la Biblioteca Nacional, creada por decreto de la Primera Junta un 13 de septiembre de 1810. Y vale para este recorrido una pregunta que Jorge Luis Borges, su director entre 1955 y 1973, se hiciera en uno de sus libros más famosos. "¿Cómo transmitir a los otros el infinito del Aleph?"

Ya los números de la Biblioteca Nacional dan cuenta de su envergadura, y la ubican como la más importante de Latinoamérica. Un patrimonio de 2 millones de libros y 1.2 millones de diarios y revistas; y un presupuesto de $50.051.000 para 2010, de los cuales $26.000.000 se destinan a sueldos y $6.000.000 a maquinaria, equipos y libros. Semejante estructura no se condice con las 700 visitas diarias que recibe, personas que se pierden en los 44.400 m2 del edificio y sus cuatrocientos empleados, entre quienes hay profesionales, bibliotecarios, personal técnico y contratados representados por tres gremios: UPCN, ATE y SOEME.

Si de números se trata, todo impacta. En el tercer piso, datos y más datos suenan orgullosos en boca de Estela Escalada, jefa del sector de audios y videos. "Disponemos de 5.000 discos de pasta, 12.000 CD y casetes, 30.000 vinilos y otros tantos discos de acetato (discos de metal), que guardan conferencias de personalidades de la cultura y presentaciones de programas radiales, entre otros archivos", dice Escalada. Y nombra aparte las 300.000 partituras que tienen catalogadas. "Mil corresponden a tangos, el mayor acervo de partituras del género está en nuestra casa", asevera. Y en esa multitud, hay detalles fantásticos.

Allí mismo, Bernardo Illari, doctor en Musicología por la Universidad de Chicago, guarda una perlita de su faena. Este cordobés, profesor en la University of North Texas cuenta que le dedicó treinta años al estudio del Himno Nacional. Y obtuvo su premio cuando la Biblioteca auspició la recreación histórica de una versión muy próxima a la que compuso Blas Parera en 1813. "Pude reconstruir la instrumentación antigua del Himno gracias al archivo de Juan Pedro Esnaola (1808-1878), y lo interpretamos en un concierto con la orquesta La Barroca del Suquía", cuenta Illari. Y aclara que esa versión no es la original, porque en 1825 se trabajaba con un conjunto distinto al de Parera (sin oboes pero con clarinetes), pero sí una adaptación que "recupera su carácter original, guerrero y revolucionario". Esa pieza de estudio aguarda su publicación bien custodiada en la Audioteca.
Pero hay otros trabajos de recuperación histórica. El primer subsuelo, por ejemplo, cobija el Departamento de Preservación, Conservación y Restauración. Una sala de operaciones con asepsia de quirófano en la que 14 empleados reconstruyen aquellos libros que reciben en estado crítico. María Pujol, su jefa coordinadora, cuenta que algunas restauraciones llevan años. En esta sección las computadoras están prácticamente descatalogadas. Aquí hay mesas de trabajo con lápices, escuadras, hojas, cartoné, distintas bobinas de cuerina para las tapas duras, cola... Todo es artesanal. No obstante, en una de las dos computadoras del departamento, cada restaurador debe volcar en una planilla de Excel el detalle de su trabajo. El desglose de las distintas tareas en esa hoja de cálculo de lo que se le puede efectuar a cada ejemplar suma nada menos que 59 ítems. El departamento de restauración tiene a su cargo dos actividades más: la instalación de alarmas en todos los libros que se restauren y la fumigación periódica del edificio, considerada medular.
En Archivos y Colecciones Particulares, inaugurada en 2006, se realiza una tarea monástica. Ubicada en el sector de áreas especiales del tercer piso, allí los empleados manipulan con guantes de látex la inmensidad de misivas y hojas de trabajo que alguna persona individual dona a la biblioteca. "La donación más importante fue la de Arturo Frondizi, el ex presidente de la Nación, cuyo fondo se divide en 3 partes: cartas, manuscritos y notas que son exclusivamente personales, luego están todas las correspondencias que recibió y realizó como Presidente y finalmente el legado perteneciente a la Fundación Centro de Estudios Nacionales que era un grupo de personas que asesoraban al ex mandatario", dice Vera de la Fuente, encargada del área. Los Frondizi donaron, además de sus epístolas personales, 20.000 volúmenes que no están en este sector sino en los depósitos de libros.
También en el tercer piso se encuentra la sala del Tesoro, de acceso restringido a estudiosos e investigadores. Cuenta con depósito propio para albergar los 30 mil libros, manuscritos y mapas antiguos que hacen al inventario de este salón misterioso. Elegantemente acondicionado, luce tres sillas que heredaron del viejo edificio de la Manzana de las Luces, una mesa ovalada que utilizaba Borges y un escritorio circular que perteneció a Paul Groussac, el director que más años ocupó ese cargo. Resaltan las pinturas de Quinquela Martín, Pérez Celis, Xul Solar y un Molina Campos. Pero el activo más preciado son los incunables, 21 en total: aquellos primeros impresos realizados entre los años 1456 y 1500.
Uno de esos tesoros es el único folio de la Biblia de 42 líneas impreso en la imprenta de Gutenberg. También dentro de esas 21 maravillas hay 2 ejemplares de la Divina Comedia. Laura Rosato, en el sector desde hace 13 años, detalla que tanto primeras ediciones como manuscritos antiguos (datan de los años 1300) y modernos (Alfonsina Storni, Leopoldo Lugones y Julio Cortázar) son guardados en el Tesoro. "La gente asocia este lugar con cosas antiguas, que las hay, pero a su vez hay un ejemplar de Ganarse la muerte, de Griselda Gambaro que es una escritora viva; este libro fue quemado por la dictadura y quedaron muy pocos".
Desde la inauguración del nuevo edificio, la Biblioteca ha estado en constante crecimiento.Ezequiel Grimson, director de cultura de la Biblioteca, ofrece detalles: "En lo único que quedó de la vieja mansión Unzué, cuyos últimos habitantes fueron Perón y Evita, funciona el Instituto Perón y próximamente se construirá un bar temático. Peronista. También está la Casa del coro polifónico de ciegos". Allí, en el cuerpo principal, funciona la Escuela de Bibliotecarios. "En 2011 se inaugurará el Museo del Libro y Galería de la Lengua", anticipa Grimson.


viernes, 17 de septiembre de 2010

T.S. Elliot/Mujica Láinez

Un montón de imágenes rotas


"Abril es el mes más cruel" ha pasado a formar parte del inventario de citas anónimas de las que echamos mano; eso lo vuelve, al menos en parte, un clásico. Faretta analiza ese verso de T.S. Eliot, su sentido y hondura, su potencia como poema y símbolo de resurrección.

Por: Angel Faretta










ANGEL FARETTA. Escritor, crítico y teórico del cine. Autor, entre otros, de "Espíritu de simetría".


April is the cruellest month..., "Abril es el mes más cruel". Este es uno de los comienzos más famosos de la poesía moderna. En rigor, no es el verso completo, ya que Eliot luego suma la palabra breeding ­"criando"­ para dar con el pentámetro yámbico. Cinco acentos agudos luego de otros tantos átonos, obsesión nacional del inglés poético, aunque muchos ingleses confiesan que no pueden distinguirlo salvo que se percuta de tal manera que suene algo innatural para el oído contemporáneo. Como lo hacen actores de esa lengua al interpretar a Shakespeare.

"Abril es el mes más cruel" ha pasado a formar parte del acervo citatorio anónimo, lo cual lo vuelve, al menos en parte, un clásico. Tanto que a esta expresión se la cree una de las tantas citas diseminadas a lo largo de La tierra baldía y no una expresión original. Sucede lo mismo con el Otras voces, otros ámbitos de Truman Capote que siempre se ha creído otra cita. Cierto que el rooms original se vuelve todavía más "literario" o connotativo cuando el traductor Floreal Mazía lo vierte al castellano como "ámbitos" y no "lugares".

"Abril es el mes más cruel" no es una cita. Si bien Eliot suma el breeding para lograr el pentámetro, esta palabra puede dar la clave tanto de este hermético comienzo como, luego de que se encabalga con Lilacs out of the dead land ­"lilas surgidas de la tierra muerta"­ del verso siguiente; se abre el significado de buena parte del poema. De su correlato objetivo, como señalaría el propio autor en un célebre ensayo, aunque escrito con anterioridad al poema. En rigor, la expresión "correlato objetivo" fue tomada de la fenomenología de Husserl.

¿Por qué la crueldad de ese abril? Porque es la primavera, al menos en el hemisferio norte. ¿Pero es cruel la primavera? Es o era imagen tradicional saber que todos los elementos anteriores a la Revelación fueron preanuncios ­"poesía universal" según Vico­ de lo que se volvería transparente con la Encarnación. Así los números y los colores, sus combinaciones y analogías, y los diferentes modos de manifestación natural o de esa otra naturaleza creada por el hombre. Abril es cruel en tanto que primavera, porque ese volver todo a f lorecer ­a verdear podría decirse­ menta tanto la promesa de un renacer como también todo "lo verde" por inmaduro. A lo que todavía no está en sazón como el auténtico fruto maduro, que se deja en la rama y no se arranca "verde". A todo aquello que nace en forma inerte. Como mero numeral biológico.

Esta ambigua condena poética a la primavera se repite en la argentina Silvina Ocampo, cuando en el inicio de uno de sus poemas dice "la primavera inmunda". Esta duplicidad con respecto a lo primaveral es condición hondante de todo auténtico símbolo. Su perfecta convergencia de opuestos. Así lo blanco es lo puro, virgen e inmaculado. Pero también lo frío, la parálisis, la nada, como en "la mente en blanco" y "la página en blanco". Como muy bien lo empleara ­doblemente­ Herman Melville en Moby Dick.

Pero en The Waste Land es el mes de abril el que aparece como sinónimo de primavera, y no mayo ni las partes de marzo y junio que corresponden a esa estación. Es que abril toma su nombre de Afrodita, la Venus latina, bajo cuyo numen se fundó Roma el 21 de ese cuarto mes. Exactamente al comienzo del signo de Tauro, cuyo planeta regente es Venus.

Por eso Roma ­en un espejo­ es Amor. Claro que Roma es la capital no sólo de este amor venéreo sino también del otro amor producto de una Resurrección primaveral. De allí el nombre sacerdotal de Roma, que era Flor, y las fiestas de abril, las Floralia.

Así como esta ciudad es tanto la capital imperial por excelencia como la de ese otro poder que "no es de este mundo". Dos fuerzas, dos amores, dos primaveras, dos centros de poder.

A la duplicidad de la primavera, que es doble signo de esperanza e inmadurez a un tiempo, se da esta otra forma de lo dúplice de Roma-Amor. Tanto del venéreo pasional como del otro Amor que serena a aquél, pero que también lo contiene y lo lleva en sus entrañas. De allí estas lilas (azucenas, lirios, lises) que está "criando la tierra muerta" como flores de resurrección pero y también como flores "reales" e imperiales.

Pero en abril sucede otra resurrección y otra primavera florida. La Pascua de Resurrección que conduce a Roma y vuelve a llevar, especularmente, a reflejarse en otro amor. Pero si esa cíclica renovación se vuelve inerte y sólo calendariamente repetida, si la Pascua se vuelve una mera estación y un estacionar inerte ­como el de las cosechas, los frutos y las bestias­ esa Resurrección definitiva de otro amor se queda exclusivamente en el amor venéreo de una Roma en su fase "anterior". Que se reflejará en el verdear primaveral de esas lilas que resurgen de la tierra muerta. Esta repetida renovatio primaveral será un amor verde e inmaduro.

Ese círculo en el cual se recae cíclicamente ­"las multitudes dando vueltas en círculo ("walking round in a ring")­ es aquel del estoicismo inútil de un asentir pasivo a un repetido retornar cíclico. Al decir de San Agustín: "Sólo la cruz de Cristo nos saca del laberinto circular de los estoicos". Porque si de esa primavera que es Pascua ­o sea pasaje­ y que es Amor no resucitamos siquiera en parte, sólo queda "A heap of broken images", un "montón de imágenes rotas". Imágenes rotas que son "These fragments I have shored against my ruins", los "fragmentos con que he apuntalado mi ruina". Para esta ruina es indiferente que los restos y fragmentos sean las figuras del tarot o las diversas citas en alemán, latín y hasta sánscrito, puesto que estos fragmentos se vuelven nueva Babel ­"Unreal City"­ sin el centro del que han fugado.

Llegamos al "cruellest", "lo más cruel" referido al mes de abril. La lengua inglesa no es tan germánica como se piensa, sino que en buena parte es latina, vía el normando. "Cruel" es tanto lo crudo en la cocción y en lo carnal como es el análogo del verde en lo inmaduro vegetal, pero también cruel deviene en cruento. Es decir sangriento (de cruor), pura sangre, cuyo color es el rojo. Esa sangre se derrama simbólicamente todos los abriles y en el tiempo sólo se derramó una vez. Pero en ambos modos ­en el símbolo y en el tiempo­ se puede resucitar. Pero si en algún abril no se resucita, se queda en lo verdecrudo-cruento-inmaduro-irredento y entonces abril ­vuelve a ser­ es el mes más cruel.






El pintor de la decadencia


Manuel Mujica Lainez fue el escritor que retrató el esplendor y las miserias de la alta burguesía. En este perfil íntimo a cien años de su nacimiento, Eduardo Paz Leston recuerda la vida de un conversador brillante y la obra de un autor genial.


Por: Eduardo Paz Leston






Manuel Mujica Láinez (Buenos Aires, 11 de septiembre de 1910 - "El Paraíso" en Cruz Chica, Córdoba, 21 de abril de 1984)



Levántese y dele el asiento al señor", me dijo mi madre al oído. Yo estaba tomando sol al borde una pileta de natación en la quinta de una amiga de ella. Cuando abrí los ojos vi un hombre de unos treinta y tantos años –treinta y tantos de entonces, diciembre de 1945–, con traje, chaleco y corbata que me atravesaba con la mirada. Quedé aterrado. Era Manucho.

No volví a verlo hasta 1955, pero los amigos de mis padres estaban pendientes de lo que Manucho decía y publicaba. Recuerdo los comentarios escandalizados sobre Aquí vivieron (1949). No se habrían escandalizado si el autor hubiera sido francés, pero alguien que ellos conocían... Dos años después tuve que dar, en diciembre, examen de físico-química. Imposible estudiar algo tan aburrido. Preferí la lectura de Aquí vivieron; no lo podía soltar. Me pareció que estaba dentro de una película, las que eran "inconvenientes para menores de dieciocho años." Me aplazaron. Tuve que rendir examen en marzo. Con la publicación de Misteriosa Buenos Aires (1951) empecé a leer los libros de Mujica Lainez a medida que aparecían. Este segundo libro de cuentos también me fascinó. Recreaba las intrigas y los rituales de la Colonia como si los estuviera viendo, sin el apoyo de una iconografía previa. Todo lo que veíamos a través de sus ojos había salido de su imaginación.

La saga porteña

Los personajes de Los ídolos (1953) guardaban la distancia necesaria para que compartiéramos el punto de vista del autor, que los envolvía en una atmósfera que les daba un carácter mítico, como ocurre con la fatídica tía Duma. La tía Duma, Marco Antonio Brandini, Lucio San Silvestre hablaban muy poco, preservando así el prestigio de sus nombres musicales. En realidad, más que personajes eran figuras, estampas de un pasado difícil de concebir para un muchacho que vivía durante los años del peronismo.

Para los lectores atentos La casa (1953) fue la consagración del autor. La historia de la familia del senador contada por la casa no idealizaba a sus habitantes. Las lágrimas contenidas no evitan una descripción implacable que abarca desde el presuntuoso esplendor hasta la decadencia y la miseria. Esa casa existió, quedaba enfrente del edificio del Jockey Club, incendiado en 1953.

Después de la Revolución Libertadora agregó otra novela a la "saga porteña", como la llamó su editor, a pesar de estar poblada de antihéroes. Como tenía antenas muy finas, Mujica Lainez sabía muy bien que el mundo de su juventud, el de los bailes espléndidos, había terminado. Al liberarse la ley de alquileres, las dueñas de terrenos fabulosos ocupados por grandes tiendas situadas en el centro de la ciudad, empezaron a venderlos, después les llegó el turno a las grandes casas, que pasaron a llamarse "palacios" cuando dejaron de existir. Con estas ventas que dieron a sus dueñas una pasajera sensación de prosperidad, pronto borrada por la inflación, desaparecía un estilo de vida regido por la estética. Fue desplazado por el afán de enriquecerse a toda costa, que trajo la ruina definitiva de muchas familias de clase alta que se apresuraron a colocar su dinero en las financieras.

Intimidad del personaje

De ser amigo de su hija Ana pasé a ser amigo de Manucho. Lo frecuenté desde 1955 hasta su mudanza a las sierras de Córdoba. Lo veía muchas veces en su casa donde festejaba sus cumpleaños rodeado de amigos y parientes. No recuerdo exactamente cuándo murió su suegro a quien no conocí. Pero como yo vivía cerca aproveché para hacer una visita a la familia. No sólo era amigo de Ana sino de uno de sus primos. Cuando el portero me abrió la puerta, me dijo que "no recibían." Se lo conté a Manucho y me contestó: "Sólo a los mayordomos y a usted se les ocurre hacer una visita de pésame el día del entierro." Me reí pero no le dije que esa era la primera vez que lo hacía.

Generalmente lo encontraba en la galería Bonino. Mujica Lainez era el crítico de arte más solicitado de Buenos Aires. Se puede decir sin exageración que creó el interés por la pintura argentina entre personas que no la habían descubierto y que luego serían coleccionistas. Lo vi en otras galerías que exhibían obras de pintores jóvenes no figurativos –era la moda– a los que les hacía preguntas muy precisas como un reportero. Cuando uno después leía la nota, el pintor resultaba más interesante de lo previsto. Mujica Lainez ponía su imaginación en sus críticas, que solían ser breves porque le daban poco espacio en el diario para el cual escribía.

La galería Bonino era lo que se entiende por un microcosmos. Uno podía encontrarse con pintores, escritores, mecenas, coleccionistas. Entre los pintores, el más amigo de Manucho era Héctor Basaldúa, "le brave Hector", como lo llamaba. Solíamos almorzar en casa de las tías de Manucho, tres hermanas solteras que bajo distintos disfraces aparecían en sus novelas. Eran muy peculiares: Pepita, la mayor, se desvivía por la Asociación Santa Filomena. Era seria, distinguida, callada. Había sido dama de honor de la infanta Isabel ("La chata") cuando ésta vino para el Centenario. En sus ratos libres trazaba las genealogías de las casas reales. Ana María, la segunda, parecía un personaje de Las mujeres sabias de Molière. Era delicadamente sonriente, cordial y muy aficionada a la literatura francesa. Marta era la tercera, muy distinta de las demás, gorda, campechana, de voz ronca, autora de radionovelas que se transmitían en varios países hispanoamericanos. También era traductora; la última vez que la vi estaba traduciendo un libro de Feuerbach.

Manucho era el rey de esos almuerzos divertidísimos donde se juntaban sus amigos y las amigas de las tías, señoritas venidas a menos como ellas pero mucho más orgullosas. Había entre los dos grupos una hostilidad no declarada. Recuerdo una conversación entre una de las tías y una amiga de ellas llamada "La Niñita". En esos días había muerto una señora célebre por su belleza y la tía Marta comentó que la difunta se había conservado joven porque todas las noches se vendaba de la cabeza a los pies. Una momia viviente. Las reacciones de los comensales del inmenso comedor variaron entre la admiración y la hilaridad, o las dos cosas en orden sucesivo. La casa de las tías quedaba en Córdoba al 2700; se las alquilaba Bernardo Kordon a un precio moderado.

Otra casa donde Manucho era tratado como invitado de honor era la de Susana Aguirre, la pintora de los barrios de Buenos Aires. La mesa era más chica; cabríamos seis personas. Pero antes de pasar al comedor tomábamos unos riquísimos cócteles que nos ponían a todos de buen humor, y aunque Manucho estuviera más ácido que de costumbre no importaba. De ahí salían las frases que luego repetiríamos. Tal vez no fue en casa de Susana, pero recuerdo que una vez me preguntó: "¿Dónde se ha metido? Usted está hasta en la sopa o desaparece." Y levantando las cejas y haciendo un ademán, agregó: "¿En qué mundos, en qué submundos andará usted?" Le contesté con una sonrisa de complicidad.

El otro Manucho

Pero la fama, la fama esperada que daban los semanarios, llegó con la novela Bomarzo (1962). Cuando fui a la presentación, en la galería Pizarro, para que firmara mi ejemplar, me preguntó qué me había parecido. "Me encerré durante tres días hasta que la terminé. Se parece a Dumas". "Es lo mejor que podés decirme", me contestó. A partir de entonces un nuevo Manucho, el Manucho mediático, comenzó a devorar a Mujica Lainez, que cayó en las redes del personaje social creado por él para defenderse y para atraer a los ignaros. Muchos de los que decían ser sus amigos no lo habían leído.

Los últimos años que pasó en Buenos Aires en su hospitalaria casa de la calle O'Higgins, donde Anita, su mujer, resolvía todos los problemas de orden práctico, Manucho se sintió desplazado por otros escritores y por la invasión de la política en que se implicaron varios hijos de amigos suyos que se unieron a grupos guerrilleros. En su decisión de emigrar a Córdoba seguramente influyeron la tiranía de su "alter ego" y la indiferencia de los lectores. Una vez que se instaló en la inmensa casa de Cruz Chica, trajo a sus tías a vivir junto con él, su mujer y su madre, la misteriosa Lucía Lainez de Mujica Farías.

En Cruz Chica

En el aislamiento de la sierra cordobesa –interrumpido por algunos viajes a Buenos Aires– Mujica Lainez empezó a resurgir, a salir del infernal laberinto barroco en que se había encerrado. Primero fue Cecil (1972), un intento de autobiografía oblicua, luego dos novelas, Sergio (1976) y Los cisnes (1977), que contienen capítulos memorables, seguidas por El gran teatro (1979), de trama artificiosa pero hábilmente construida, un entretenimiento de primer orden como señalé en una reseña publicada en el suplemento cultural donde yo trabajaba, y ya se sabe, trabajar en un semanario, en un suplemento es una incitación a la impertinencia. Se la mandé junto con la entrevista previa a la nota. No me lo perdonó, o mejor dicho me perdonó cuando fui a saludarlo para el último cumpleaños que festejó en Buenos Aires. Lamentablemente no lo felicité por El escarabajo (1982).

Cuando me enteré de su muerte, en 1984, no me sorprendió. A pesar de ser muy disciplinado, no se cuidaba, tenía alta tensión, seguía tomando cócteles y había fumado en exceso. En Buenos Aires se levantaba temprano, escribía a la mañana, tomaba el tren y almorzaba en casa de amigos, luego visitaba exposiciones y comía en algún restaurante, algunas veces conmigo y otros amigos, Jorge Cruz, Guillermo Whitelow, Alejandra Pizarnik y, en una ocasión, con Pepe Bianco con quien se había reconciliado. Por más cansados que estuviéramos, Manucho nos despabilaba a todos. Además de haber sido un escritor admirable, fue el conversador más brillante de su época.

Mujica Lainez Básico
Buenos Aires, 1910-1984.
Escritor

Escribió más de veinte libros (novelas, cuentos, biografías, poemas, crónicas de viaje y ensayos): "Misteriosa Buenos Aires", "Los ídolos", "La casa", "Invitados en el paraíso", "Bomarzo", "El unicornio", "El viaje de los siete demonios", "El brazalete" y "El escarabajo". Varias novelas y cuentos suyos fueron llevados al cine y a la televisión, y el compositor Alberto Ginastera realizó una ópera, hoy legendaria, basada en la novela "Bomarzo". "Manucho" Mujica Lainez obtuvo múltiples premios por su obra literaria, entre ellos el Premio Nacional de Literatura, en 1963, y La Legión de Honor del Gobierno de Francia en 1982. Sus libros fueron traducidos a más de quince idiomas.

El primer artista pop argentino
Daniel Molina
Fue nuestro primer artista pop. Nació en el año del Centenario y en el día en que se conmemoraba la muerte de Sarmiento: el 11 de septiembre de 1910. Lo llamaron Manuel Bernabé Mujica Lainez, pero todos lo conocemos como Manucho. Fue un dandy aplicado que tenía el don de la ubicuidad: estaba siempre en todos los lugares en los que hay que estar para ver y ser visto. A pesar de una vida social tan apabullante, encontró tiempo para escribir unos 30 libros, dar varias veces la vuelta al mundo y publicar cientos y cientos de artículos sobre literatura y arte. Durante tres décadas fue brillante cronista del diario La Nación. Dio fiestas memorables aquí y en su mítica casa cordobesa, que salían en las tapas de las revistas y no se perdió una función del Gran Abono de ópera en el Colón. Le gustaba cultivar una imagen frívola. Coqueteaba con la ambigüedad sexual: una rara ambigüedad, ya que no engañaba a nadie, ni siquiera a las abuelas que trataban de mostrarse escandalizadas por sus alusiones muy directas en una época en la que no se podía ni siquiera mencionar la homosexualidad.
Ficha
Manuel Mujica Lainez - Bajo la lupa - 1910-2010

Inaugura: 11 de septiembre.
Lugar: Museo Larreta, Juramento 2291. tel: 4784-4040.
Horario: Lunes a viernes de 12 a 19. Sábados, domingos y feriados de 10 a 20.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Obituario de Daniel Link para Fogwill

domingo 29 de agosto de 2010

Crecer de golpe

por Daniel Link para Perfil Cultura

En 1984 publiqué mi primer artículo “ambicioso” (es el único, de aquella época, que todavía está en mi curriculum). Se llamaba "Medi(t)aciones de lo real en El entenado" y apareció en el número 3 de la revista Pie de página, que copiaba gráficamente a Punto de vista pero pretendía contradecirla en todo lo demás. Pocos días después de ese ejercicio crítico recibí, en la oficina editorial en la que trabajaba, una encendida misiva firmada por Enrique Fogwill (a quien había conocido pocos meses antes y a quien temía más que a David Viñas), donde me corregía de cabo a rabo (desde la ortografía de ciertos nombres propios hasta la interpretación que yo hacía del “Über Sinn und Bedeutung de Gottlob Frege y, sobre todo, mi evaluación de esa novela de Saer).
Cada tanto (no había, por entonces, Internet) recibía una carta de Quique cuyo contenido (insultante y descalificador) yo conocía ya antes de rasgar el sobre y que me sumía en la angustia más profunda. Fogwill leyó, creo, cada cosa que yo escribí y sobre todo me hizo llegar su parecer,
en oleadas cada vez más inofensivas de reproches.
Como una vez respondí a un crítico miope (que lo descalificaba) con una carta que terminaba con “un abrazo” protocolar, me tildó de timorato, traidor y no sé qué más obscenidades. Años después, quiso que ese crítico y yo festejáramos (peleándonos en público) la aparición de un nuevo libro suyo. Ante mi negativa, dijo ante una audiencia notabilísima que yo era “una histérica”.
Fogwill fue una de las personas más inteligentes y más íntegras que yo haya conocido, y yo lo amaba. Como un hijo que presiente que nunca dará la talla, al principio; como a un compañero de toda la vida, en los últimos años, que ha aprendido a adaptar el ritmo de su andar al del otro.
Ayer fue mi cumpleaños y Sebastián Freire (a quien él quería mucho) me ha sacado de Buenos AIres para que yo me olvide un poco de mi pena.
Fogwill
no es el primer hombre que mi vida pierde (mi primo desaparecido, mi hermano, mi padre, mi maestro, los autores a los que sigo copiando, algún ocasional amante), pero es el primer amigo que me falta.

sábado 28 de agosto de 2010

Vida y obra

por Daniel Link para Perfil


Me llama Carla Castello para que hable de Fogwill en Radio Nacional. Durante la hora y media de espera entre el aviso y la salida al aire me dejo dominar por la melancolía. Repaso nuestra amistad de 27 años y selecciono un par de anécdotas: todo es del orden de la gracia, el disparate, la lucidez y la terquedad, la resistencia a cualquier dispositivo de clasificación.

Quique no era un vanguardista, y sin embargo soldó de tal modo su vida y su obra que la una no puede leerse sino como informe de la otra. ¿De dónde le vino, pienso, la fuerza para proponer una figura autoral tan compleja y en algún sentido tan anacrónica? De la poesía, claro, a la que nunca renunció: él sabía que un “autor”, antes que nada, es una manera de escuchar y de decir: una voz. Y fue capaz de sostener esa voz contra la marea infame de los tiempos: “Mi idea es ‘vivir afuera’ de la institución literaria, que, parece que cuando la logro, cautiva a los académicos como Link, que a pesar de ello es buen lector”, dijo alguna vez, refiriéndose a su gran novela Vivir afuera.

Sí, yo me dejé cautivar por ese deseo de intemperie, por esa potencia de disolución institucional, por ese anarquismo salvaje y ese materialismo primitivo que se contaban entre los cimientos fundamentales de su ética.

Los ensayos reunidos en Los libros de la guerra (que yo iba a prologar hasta que Quique dijo que no, porque en ese caso sería un “Trólogo”), cuentos como “Muchacha punk” (que reinventa la lengua) o “Help a él” (que sobrevive a Borges), poemas como “Contra el cristal de la pecera de acuario” (que nos interpela con su latiguillo de siete puntas: “Ay tibios”) son, más que obras maestras, una forma de soportar su ausencia.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Rodolfo Enrique Fogwill (1941-2010)

Adiós al punk

Tapa radar

Empezó a publicar a los 38 años, pero de un modo arrollador: parte de la generación vanguardista, bohemia y lacaniana de fines de los ’60, era un publicista exitoso en plena dictadura cuando ganó el Premio Coca-Cola con Mis muertos punk (1979) y empezó un nuevo capítulo en la narrativa argentina. Sus libros de cuentos (Música japonesa, Ejércitos imaginarios, Pájaros de la cabeza, Restos diurnos) entendieron como pocos la vida cotidiana bajo la dictadura y la transición democrática. Los pichiciegos (1982), escrita durante la guerra, se cuenta entre las mejores novelas bélicas del siglo. Sus artículos periodísticos envolvían en provocación un desafío lúcido a los lugares comunes del

pensamiento. Sus poemas lo mostraban inquisitivo ante el extrañamiento de la vida. Y sus novelas, sobre todo las publicadas a partir de Vivir afuera (1998), como un bisturí sociológico de la Argentina. Además, su editorial La Tierra Baldía alentó a los poetas y escritores más radicales de su época. Pero siempre su obra y su mirada estuvieron puestos en rasgar el complejo velo de palabras que cubre ese lugar en el que vivimos y que llamamos realidad. La semana pasada, Rodolfo Enrique Fogwill, el escritor que quiso convertir su nombre no sólo en adjetivo sino también en marca, murió a los 69 años. Radar lo despide a través de amigos, escritores y lectores de la obra que dejó.

La muerte según Fogwill

Por Vera Fogwill

Cuando casi adolescente empecé a escribir, nada casualmente Fogwill se quitó el Rodolfo Enrique y el Quique y pasó a ser, no sé cómo, sólo Fogwill para todos, incluso para mí. Una manera egocéntrica de saber que todo le pertenecía a él. Incluso los Fogwilles de Devon en su sangre y toda raza o estirpe menor que le sucediera. A mí me queda pensar si podré seguir siendo Fogwill, más allá del absurdo título de condesa que heredé. Si debo firmar simplemente así, como hubiese querido él, o debo cambiarme el nombre definitivamente por el seudónimo literario con el que desde hace años escribo.

Ser la hija de Fogwill es como el poema que escribí el otro día sobre Borges que titulé “Las pobres hijas de Borges”, en alusión a lo que no tuvo y a lo que, si hubiera tenido –una hija que escriba–, le habríamos dicho todos: “Pobre hija de...”. Es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar hacer cine siendo hijo de Ozu, intentar ser meditativo siendo el hijo de Osho, intentar ser persona siendo el hijo de un animal.

“Escribo para no ser escrito”, se limitaba a decir siempre él. ¿Y ahora qué carajo hago, papá? ¿Escribo para que no seas escrito o dejo de escribir? Me quedo impregnada de las palabras que me envió Teresa Lamborghini, otra pobre hija de, al día siguiente del funeral de mi padre, que fue casualmente pocos meses después que el de su padre y en el mismo lugar. “Fui a saludarte, Vera... a verme supongo... Tensiones que ni llorar podés... Entre los hermanos, las actuales, las ex que llegado el momento no quieren perder actualidad, las que iban a ser o creyeron ser o quisieran ser y al revés... Que si se lo crema al muerto, que si se lo entierra, que si se lo atendió debidamente, que... Esto es sólo el comienzo, te dije con un abrazo fuerte con el que de paso me abracé, cosa que no había tenido tiempo de hacer desde noviembre, cuando yo estaba ahí adonde ahora estás. Sigue que empiezan a reescribir, adelante nuestro, ahí, ‘cosas’ que uno sabe que ni remotamente fueron como se las está relatando... Y ahora tantos escribirán.”

Sólo puedo escribir estas líneas a pedido de mi íntimo y querido amigo Martín Pérez, y lo hago en breves minutos, en medio de la noche, casi sin detenerme a pensar. Cuando salí del quirófano, en mi parto, antes de que me den a mi hijo, pese a tener prohibido aparecer, él ya había logrado inmiscuirse e invadido mi habitación del sanatorio a media noche. Ya había llamado a todo el mundo para contarles y me esperaba allí, creo que fumando. Yo quería asesinarlo, pero tanto amor me lo impidió. No puedo dejar de oír sus comentarios a su nieto cuando volvían de la plaza: “Ni una mina, una pálida, todas viejas chotas de veinte con culos gordos, ¿no, Aki? ¿No hay otra plaza por acá?”.Mi padre para mí, como padre, fue un gran escritor. No se lo podía molestar, no se le podía quitar minutos a su silencio ni a su pensamiento. Su mejor novela es su vida, una vida más impactante que cualquier escrito que hayan podido encontrar o leer de él y/o sobre él. La mejor literatura la hizo en las noches arrullándome para dormir, jamás –mientras me tocaba estar con él– me dormí sin un cuento de mi padre, jamás. Hasta de grande era capaz de meterse en mi cama a contarme un cuento, pese a que yo, dormida, me sobresaltaba y le decía: “¡Papá, ya estoy grande para cuentos!”, “¿Papá, estás drogado?”, “¡Papá, soy tu hija!, ¡Papá!”.

Debo confesar que no creo en la muerte, en la única muerte que creo es en la mía. Ahí dejarán de existir todos, los que están y los que no están, porque viven en mí. De beba me llevaba en moto, y caminaba poniéndome adentro de una bolsa de mercado. Mi cabecita salía por esa hamaca ya desorbitada. Mi padre durante mi infancia no me llevó a Disney, a pesar de tener colecciones de autos antiguos, excéntricos y barcos y mucha plata, o guitas, como decía o dice él. Me llevaba a la pensión donde vivía su amigo Leonardo Favio y me hacía practicar y tocar frente a ellos en la guitarra milongas y gavotas. En sus años brasileños me llevaba de visita a lo de su amigo Caetano Veloso y lo observaba componer tristes canciones. En sus años de barco me hacía vivir solos en alta mar. Una vez mi abuela me llevó a verlo a Londres, donde estaba viviendo. Yo no entendía por qué no llevábamos equipaje, ni tomábamos aviones. Londres era finalmente la cárcel. Allí lo visitaba. Y él no tenía problema en presentarme a un asesino que había matado a su mujer por rompe-pelotas. Y me explicaba que por fin allí escribía en paz, sin chicos hinchando las bolas, tráiganme puchos.

Mi padre era de esos que te enseñan y te obligan a dar el asiento a los mayores, pero se queda cómodamente sentado mientras lo hacés vos. Pero también era de los que llegaban cargados de chocolates para entregar al colegio en plena época de Malvinas. Creo que fue esa sola vez a mi colegio, porque nunca lo vi en los actos. Tenía once años y mi mayor preocupación era pensar cómo podía pagar todas las deudas, éramos nuevamente muy pobres. Un abogado me explicó que las deudas no se heredaban, pero se equivocó. Se hereda otra cosa: la herencia es la vivencia. Llego a lo de mi viejo, está cagado a palos, viene un cana a llevarse la tele, la puerta abierta siempre, me mira y se la lleva igual. Fogwill parecía un monstruo, estaba desfigurado, pero estaba bien, no había pasado nada, nena. Me levantaba en la mañana y mi padre siempre me dejaba una nota al pie de mi diario íntimo. Lo había estado chusmeando a fondo. Analizaba mis textos sobre pijamas parties como textos de Proust. Me explicaba por qué estaba bien o mal escrito. Yo sólo tenía escrito “me gustan Los Parchís”, o “mi amiga Viole es lo más”. Sin embargo, él precisaba saberlo todo. Todo lo que yo hacía era genial, siempre fue un fan mío, por no decir suyo.

No me enseñó a manejar. Las minas no pueden manejar, por eso le robó el Citroën a mi vieja. Cuando no puedo dormir, nada mejor que escuchar el tipeo de una máquina de escribir IBM. Traía a genios como Laiseca para que compartamos el mate, prefería llevarme a geriátricos a ver tíos abuelos moribundos, prefería llevarme a velorios a ver amigos ya muertos, prefería llevarme al bar La Paz a escuchar sobre los que se habían ido hasta la hora que llegaba la revista Billiken, que siempre me compraba antes de irme a dormir a la madrugada.

Finalmente, luego de haberme explicado toda su vida qué era la muerte, la muerte de las creencias de cualquiera que sea que uno tenga, de cualquier sueño que uno quiera, de cualquier cosa que uno vea, me la mostró. Cuando una semana antes me dieron sus cosas en el hospital, elegí un libro de los que tenía con él. Era una novela de Elvio Gandolfo: Cuando Lidia vivía, se quería morir. La abrí al azar y decía algo así como “el padre se despide de la hija muerta”. La cerré aterrada. Mi papá me estaba avisando que él no se moría ahora, que me moría yo. Luego de tener una semana para digerir esto y más, pude estar ahí toda esa última noche y darle la mano y ver cómo era todo eso de lo que de alguna manera me había estado hablando toda su vida. La muerte de a poco de cada parte de su cuerpo, el fallo de un órgano, la defunción de un miembro inferior, superior, la presión que se va, el latido que se apaga, así como en una cátedra de vida. Sin dolor. Ver eso, vivir eso, me posiciona en otra parte. Nacer es bello, morir lo es también. Sobre todo cuando la persona que muere lo sabía y, más que eso, lo decidía. Sobre todo cuando esa persona vivió y muy pocos lo hacen; vivir es ser, y él fue quien quiso. No todos lo logramos, no todos podemos traspasar la barrera moral y reírnos. Ahora es sólo parte de mí y no Partes del todo, como titulaba él uno de sus tantos libros. Ahora si me remito a su “Sentimiento de sí”, aquel poema magnífico que me dedicó sólo a mí: “Padres: metros maestros de palabras, restos de lo legado y lo perdido, poderes, patrias, potestades, nada...” Y en el que me puso a mano en la primera hoja: “Gracias por tu silencio”. Aquel silencio que prometí tener y que cumplí.

No puedo dejar de pensar en que se fue literariamente haciendo referencia a Piglia, con su respiración artificial. Era muy chica, se publica Help a él y le había puesto Vera a un personaje y Vera era una puta... Y esa puta soy yo, la diferencia es que en ese entonces ni siquiera sabía lo que era coger. Poco entendía de la referencia sonora a “El Aleph”, y el juego con el nombre de Beatriz Viterbo para Vera Ortiz Bety. Yo cursaba tercer grado y le pregunté, llorando: “¿Por qué le pusiste Vera a una puta que te cogés y te mea? ¡Por favor, no se lo regales a mi maestra, papi!”. En ese entonces no había Veras, así que esa Vera para la nena que era entonces sólo podía ser yo. El sólo me contestó otra cosa: “Vera es la verdad, estar cerca de ella, en la orilla. Eugenia, tu segundo nombre, es el origen de la génesis del gen, del genio”, que me dio origen, y estaba hablando de él, claro. Y agregó: “Fog-will es y será siempre estar entre la niebla, tinieblas, o mejor aún: el deseo de ellas”. Pero se parece más sonoramente al fuck.

Cuando falleció, que es sólo ya un decir, o una obra más suya, subí a mi auto estacionado en la puerta del hospital. Estaba con el amor de mi vida, a quien mi padre adoraba y en la radio empezaba a sonar “No me importa morir”, ¿de quién?, de El Otro Yo. Con Suomi nos miramos. Mi papá me trabó la puerta. El no lo vio, yo sí. Es que soy yo!, yo!, yo!, como dice aún su contestador. Yo.

Fin de fiesta

Por Gustavo Nielsen

Así como me gusta estar en las reuniones de los arquitectos, detesto las reuniones de los escritores. Los arquitectos llegan a una fiesta después de trabajar, se relajan y ven al otro como un colega, no como un competidor. Los arquitectos se divierten en las fiestas, y si comparten lo que hacen en sus trabajos lo hacen porque otro les ha preguntado. Y después pueden comer o bailar sin poses. Pueden reírse a carcajadas y besarse en público, pero no para escandalizar o para conseguir cámara en los medios, sino porque sí, porque tienen ganas.

Los escritores, en público, se parecen a los actores. ¿Alguno de ustedes estuvo en una fiesta de actores? No hay reunión más desagradable para la persona común. Los actores empiezan a fingir en cuanto llegan a la fiesta, y la competencia abrumadora se terminará cuando se vayan. Los escritores son como los actores, parados cada uno sobre su pedestal, hablando de su obra. Se pueden sonreír cuando hablan de la de los otros, pero cuando pasan a explicar la propia se cargan de aplomo y severidad.

En los dos campos hay excepciones. Hay arquitectos pagados de sí mismos, pijoteros en sus saberes y prontos a exhibir lo poderosos y geniales que son en el brunch gremial. Y hay escritores copados, con los que uno puede ir a cenar tranquilo, que se toman su propia obra como un trabajo más (y no como un designio divino) y son capaces de burlarse de ella y de todo (y de todos), de la literatura misma. Y cuando te pueden ayudar lo hacen sin esperar nada, y comparten información, y son siempre iguales, estén contestando un reportaje o durmiendo la mona.

Si tuviera que hacer una lista con los arquitectos que me gusta estar, no alcanzaría esta página. Pero mi lista de escritores es bien corta, y son con los que salgo a veces, o en los que me refugio durante las entregas de los premios, o a los que acepto ir a sus cumpleaños. Poquísimos hermanos. Entre esos personajes estaba Fogwill. Nos acaba de dejar.

Fogwill fue un escapista de la hipocresía en un mundo de hipócritas. Un tipo íntegro, capaz de darte una mano en un mal momento; alguien al que le interesaba lo literario por afuera de quien lo hiciera, un propulsor de textos, escritores, ideas. Un tipo que jamás iba a firmar un panfleto idiota para quedar bien con un editor, con un diario. Alguien que decía lo que le parecía sin eufemismos, directamente a la cara. Alguien de verdad, además de ser un escritor enorme, el mejor cuentista que ha dado la Argentina. Y este animador antiestablishment se acaba de morir, y todo todo, desde ahora en más, va a ser más choto. Y todas las reuniones de los literatos van a ser muchísimo más estúpidas, y la Literatura y la literatura, en su fase social, van a ser el aburrimiento absoluto, la mierda definitiva. Ya no creo que vuelva a ir a una de esas fiestas, sin él. Me quedo con los libros y me salgo del resto, del cotillón, para siempre.

Se fue un Maestro, pero sobre todo se fue mi amigo. Estoy muy triste.

Te voy a extrañar, te voy a releer. Un abrazo allá adonde estés.

Adiós, capo; gracias.

Adiós, Fog.

Pan ha muerto

Por Jorge Accame

Eramos un grupo de escritores, editores y periodistas. Estábamos en el aeropuerto de Corrientes, volviendo del foro que se hace en el Chaco todos los años, cuando alguien leyó un mensaje en su celular y dijo: “Murió Fogwill”.

En ese momento, sin comprender bien por qué, me vino a la memoria una vieja frase del mundo griego: “Hay que avisar que Pan ha muerto”.

No conocí personalmente a Fogwill, pero disfruté sus textos. Sus palabras caminaban en el borde, misteriosas, perturbadoras, elegantes. Recuerdo con frecuencia “Japonés”, lo menciono cuando en algún grupo se conversa sobre los cuentos que más nos gustaron a lo largo de la vida.

De golpe sentí el peso de un desamparo profundo. No importa quién haya sido, si fuimos amigos o no: cuando un escritor muere, nos sabemos un poco más solos. Muere un aliado.

Un curioso mito dice que cuando el marinero Tamo viajaba en una nave hacia Italia, escuchó una voz que le gritaba desde la costa: “¡Tamo, al llegar a Palodes, proclama que el gran dios Pan ha muerto!”. Tamo obedeció y la noticia causó mucha tristeza.

Pan es el único dios que murió.

Me pregunto si los escritores –todos los hombres en realidad– no son acaso como dioses que finalmente mueren. Más memorables y dignos que dioses, resignando la naturaleza inmortal. Quedan sus palabras, como decía Calímaco, sobre las cuales Hades nunca arrojará sus manos.

Oraciones a nada

Por Daniel Freidemberg

Son muy pocos, entre los que empezaron a escribir poesía en la Argentina en el último medio siglo, los que conocieron o conocen como Fogwill el tradicional arte de construir buenos versos, y supieron o saben aplicarlo sabiamente a poemas que, como “Lo dado” o “Contra el cristal de la pecera de Acuario”, hacen de la lectura de poesía una tarea vertiginosa e inagotable. Y desmienten, de paso, entre otros lugares comunes, el del “narrador que quiere ser poeta y no puede”, o su otra versión según la cual, como a Borges y Saer, al poeta que es Fogwill hay que buscarlo en su prosa. Ahí está, sí, en Runa, o en “Cantos de marineros en las pampas”, pero dejar afuera los libros de poemas es privar a quien quiera leer poesía de algo importante que nadie más que Fogwill supo dar, no sólo por su pericia en la versificación.

Haga lo que haga con las palabras, lo más propio de Fogwill es un arte de pensar. Ni como filósofo ni como teórico, sino como una máquina de desplegar por escrito el pensamiento, bajo la guía de una inteligencia feroz, una hiperaguda intuición del instante y un implacable aparato de vigilancia crítica. Excepto en alguna columna de opinión, un olfato afinadísimo para detectar qué falla en eso que el pensamiento enfoca, incluido el pensamiento mismo, trabaja al lado de un anhelo profundo: captar grupos de palabras capaces de condensar algo que tiene que ver con la verdad y, antes de que se disuelvan, hacer que queden reverberando, únicos, de la manera más precisa posible (y la menos mentirosa). Es en la poesía donde ese mecanismo encuentra sus límites y donde consigue ir más lejos.

A diferencia del narrador de “Música japonesa” o el agitador del campo intelectual, que tiene mucho que decir porque ve lo que otros no pueden o no quieren, el que balbucea en las líneas insistentes y entrecortadas de Partes del todo parece estar buscando qué decir, atisbando cómo se abren paso en su escritura algunas frases. Un desconcertado y expectante Fogwill, que ha leído muy bien a Leónidas Lamborghini, trabaja sobre las posibilidades de la palabra “aspirar”, articula preguntas insistentes y va aspirando, mientras esboza una “oración a nada”, como acosado por la evidencia de que escribe en la nada, a averiguar, en palabras, de qué se trata eso de escribir poesía.

Descartados por él mismo sus dos primeros libros de poemas (“esa mezcla de Lacan y underground que hacíamos los graciosos a fines de la década del sesenta”), el poeta que se deja ver en Partes del todo va de ahí en adelante haciendo de la escritura de poesía un trabajo de la mente que se interroga sin solución por cuestiones como las que involucran ciertas palabras una y otra vez reiteradas: “dolor”, “aire”, “voz”, “forma”, “vida”, “memoria”, “escribir”, “mirada”. Aunque en “El antes de los monstruito” y en varios momentos de Ultimos movimientos, el narrador y articulista consigue asomar en los poemas, no le va a impedir eso seguir encarando a la poesía como tanteo, búsqueda, reflexión que se vuelve sobre sí misma, un poco al modo de Alvaro de Campos, tal vez el poeta al que más quiso parecerse Fogwill. No un urdidor de climas sugerentes ni alguien que produce algún tipo de encanto o deslumbra con el salto inesperado de lo inédito en el encuentro de palabras, sino alguien que propone un trabajo: ir pensando al mundo y en ese movimiento pensarse, sometido todo al fluir que propone la sucesión de los versos, como cuando se entona una “oración a nada”.

El maligno

Por Horacio González

Fogwill quiso develar las leyes internas que explican la falacia moral del vivir. Lo hizo como jovial Mefistófeles porteño, que piensa gozosamente a través de la privación del decoro y el civismo. Lindando con la picaresca —su novela sobre un caminante que termina cantando la marcha peronista en un tren escocés lo revela—, fraguó una oratoria convulsionada y colorida. Poblada de nombres, de emblemas teóricos, jeroglíficos perdidos de la cultura argentina marginal, homenajes confidenciales a amigos y amigas desaparecidos y muertos. Lo veo ahora como autor de una gran meditación sobre lo irreversible.

Fue un inquisidor lírico que cosechó jergas que transitaron los modismos rockeros más insufribles hasta las citas casi memorizadas y oportunas de Pechêux, con el agregado de alguna inesperada vinculación con Hegel. Arqueólogo de sus propias contradicciones, Fogwill inventó una fina perfidia e hizo del pensar un espectáculo demoledor. Lo que demolía es la idea de que al mundo ya lo tenemos interpretado. Y entonces, cada nombre, cada membrete, cada anécdota sacada de la penumbra de las historias personales o grupales, podía significar un carroñero contragolpe de interpretación. Todo se vuelve abierto, en carne viva y despojado de cualquier recurso a la jerarquización de los episodios. A lo nimio y lo magno, lo tornó relevante, tenso, cargado de presagios.

Elaboró sus filosofías sádicas como categoría no externa sino intrínseca al pensamiento o a la filosofía y cometió la equivocación de presentarse como alguien que conocería excepcionalmente la dimensión de los grandes terrores. “Aún no los conocemos...”, llegó a decir. Molestaba esa idea. Fogwill tuvo el presentimiento de partir de una idea amarga sobre el alma: no es posible no fingir, no es posible no sublimar, pero tampoco es posible olvidar las relaciones escatológicas entre los deseos infamantes y lo que luego las vidas hacen con ellos, al encubrirlos de majestuosidad. La verdad es una lucha juguetona para poner al derecho aquello que las personas fingen, aquello que las personas figuran a costa de desviar lo que realmente son. En forma módica, no completa ni exhaustiva, exploró esas formas del terror en el trato con las cosas, pero muchos conocieron el momento angustioso en que hablaba con autenticidad de gran y exquisito poeta.

Cultivaba y a la vez supo apartarse de los juegos florales de la infamia. Fue un patólogo de almas y un “sociólogo del mercado”, festejó la iniquidad para convertirla en una cifra del mundo y disculpar así sus propios pensamientos, divertidamente viles, sobre la naturaleza humana.

El acto nupcial entre un deseo y un objeto contiene un sentido de imposición secreta que los planificadores de almas dicen escrutar. Ese escrutamiento significa un resignado pesimismo sobre las personas y las instituciones. Sobre todo las instituciones, que alteran las vidas, nos formulan necesidades y nosotros nos entregamos a ese condicionamiento suponiendo que las instituciones nos aman: llenamos formularios, solicitamos atenciones y derechos. Fogwill decidió ser un agonista arbitrario contra las instituciones. Criticaba a los que, en las instituciones, hacían exactamente lo que él. Su honra era la del culpable, y rompe así la insistente asociación entre ética y ejemplo personal. Al contrario, muestra la vileza de lo que critica entregándose dadivosamente a esos mismos males con astucia jocosa y altanería de aprovechador. Muchos supimos tolerar esos rasgos y comprenderlos como una dolorida fórmula literaria aplicada a un extremo “teatro de la personalidad”.

Fogwill dedicó su máscara literaria a analizar el acertijo de poderes, lo que nadie osaría declarar a costa de reducir la vida a fantasmagorías de dinero, sexo y muerte. Todo eso lo vinculaba inesperadamente al surrealismo, en el sentido de un uso de la “potencia del mal”, pensando desde el poder de las palabras en el momento catártico en que ellas parecerían revelar su veneno enmascarado.

La asociación automática de ideas fue el método de Fogwill, reconocible expediente de las poéticas surrealistas, del psicoanálisis y del marketing, lo que es también algo relacionado con la burla de la cultura. La asociación de ideas se hace con cadenas semánticas que habían sido remotamente escindidas e inútilmente buscaron en la lengua humana el camino de su reunificación, hasta que algún maligno consigue atarlas nuevamente. Ese maligno se apoyará en afinidades misteriosas entre palabras e ideas. Desde luego, es el conocido atributo del lenguaje poético, sobre el cual algunos se sitúan con prudencia de orfebre y otros se lanzan como heliogábalos exasperantes. Fogwill trabajó mucho para que creamos que era ese maligno, y en homenaje a su desesperante poética le concedimos esa función, que no era otra cosa que el reverso radicalizado de su romanticismo tardío.

69

Por Juan Ignacio Boido
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Nadie se quiere morir, y nadie se quiere ver muerto: pero algún comentario –alguna guarrada– hubiese hecho Fogwill si se le hubiera dado la posibilidad de comentar que el número de su muerte es el 69. Así como alguna infidencia insinuaría alrededor del tema de Papel Prensa (después de todo, la trastienda de negociados durante los ‘70 era una de sus recurrencias), y más de un improperio –más de una guarrada– diría si pudiese leer todas estas despedidas y homenajes: las haría sentir a todas erradas, por excesivas o por insuficientes. En todo ello, daría otra muestra de eso que ahora se destaca –como antídoto por haberlo padecido– como su talento para la injuria. Porque eso es también lo que deja un escritor: un estilo, una leyenda, una red de suposiciones que van más allá de lo que dijo. Pero, sobre todo, lo que deja son libros. Y los libros de Fogwill, su literatura, no está hecha de injuria: está hecha de comprensión y desconcierto. Comprensión del complejo entramado que conforma lo que llamamos realidad. Desconcierto ante el absurdo daño que las sociedades se causan a sí mismas. Y entre ambos, como una membrana delgada que captura las vibraciones de la sociedad, el trazo cadencioso de las palabras: una literatura hecha de la música del sentido, de pequeños detalles en los que fijar la atención en medio del caos, de la locura que acecha bajo la máscara del yo, del sexo como el único modo de arrojarse de cabeza a la locura y salir con vida: con más vida.

Una vez, cuando le preguntaron si le tenía miedo a la locura, dijo que la había conocido de chico en el espejo frente al que pasaba horas haciendo muecas hasta no reconocerse. A veces pareciera que en sus cuentos vemos las muecas que nosotros no nos animamos a hacer, pero que nuestro reflejo igual nos recuerda.

Fogwill incorporó a la literatura eso que una generación, o dos, o ahora tres, reclamó para sí: una velocidad que venía de afuera, un oído para su época, un idioma para su tiempo.

Porque si sus libros son de un lirismo áspero es porque algo quieren rasgar: ese entramado complejo en el que nos movemos –sus personajes se mueven, sus lectores se mueven–, construido de discursos, palabras, intenciones escondidas del otro lado de las palabras. Por eso, siempre parecía venir de otro lado: en sus libros, como en sus entrevistas, Fogwill traficaba saberes, un legado borgeano algo raro en la literatura argentina de las últimas décadas, volcada sobre sí misma, solipsista, hundida en operaciones vanguardistas de ingenio ingenuo. Fogwill probablemente sea a Borges lo que Sid Vicious fue a Sinatra cuando hizo su versión de “My Way”: sabe de autos y cigarrillos, dijo Borges de él. Justo de cigarrillos, de publicidades de cigarrillos, esos carteles que cambian como marca del paso del tiempo y con que abre “Help a él”, homenaje, vuelta de pescuezo y anagrama de “El Aleph”. Fogwill trafica saberes pero sobre todo discursos: náutica, droga, viajes, confort, sexo. La suya es una literatura aireada –engañosamente aireada– por escenarios y locaciones de una vida mejor de la que habitualmente transita la literatura argentina. Así como creía que la realidad en que vivimos –el efecto de realidad– se forjaba en otro lado, en esferas de poder real y manipulación, esferas que permanentemente insinuaba conocer a través de las reuniones, los negocios y el dinero que las bambalinas de la publicidad ofrecía, eran esferas, sujetos, discursos y lugares que él reclamaba como un eco para sus ficciones. Sus cuentos siempre parecen estar a una llamada o a una mesa de distancia de un poder verdadero. Casi podría decirse que en vez de elegir la Carta a la Junta de Walsh, la literatura de Fogwill está escrita bajo el resplandor de neón del cartel de Coca Cola que brilla por la ventana de “Esa mujer”. En un país lacaniano como éste, quizá no sea casual que haya irrumpido ganando el Premio Coca Cola con Mis muertos punk a fines de los ‘70.

Como Jorge Asís, ese otro escritor de Quilmes que irrumpió con toda la incorrección de la que se podía cargar a la literatura tras la muerte de Walsh, ninguno de los dos renunció, a su manera, al enfrentamiento o a la política. Pero Fogwill pareció creer siempre que la verdadera batalla se libraba en el lenguaje. Los discursos políticos, la construcción mediática, el supuesto saber técnico de las ciencias sociales, el efecto social de los saberes técnicos, el deseo inducido de la publicidad, pero también la elección precisa de una palabra inapropiada (“una palabra bien puesta puede hacer dudar al hombre que te está por matar”, decía), la grieta de sentido que abren en la realidad las palabras mal usadas, la música hipnótica de una frase que empieza y termina diciendo lo mismo para dar vuelta, en su camino, enrevesado, fonético, musical, poético, el sentido de lo que dice.

“La literatura no cuenta historias, sino maneras de contar historias”, repitió más de una vez. Tal vez ahí radicara su verdadera obsesión: encontrar el modo de contar la Argentina. De contarla y explicarla. Escribir es pensar, decía en Vivir afuera. Y no era así, Fogwill sabía que no era exacta o solamente así: su problema no era pensar, sino saber, ser consciente, de que toda verdad necesita ser contada de determinada manera para ser entendida. Esa era la forma que buscaba una y otra vez.

Como el trabajo de alguien que sabe que va perdiendo pero de todos modos se entrega a su causa, la literatura de Fogwill se niega a ser compasiva. Consigo misma y con nosotros. Su literatura no sólo nos exige que seamos mejores: también nos exige que seamos más buenos.

Despiadado West

Por Alan Pauls
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Conocí a Fogwill de grande. Tenía 38 años, dos hijos, una agencia de publicidad llamada ad hoc, una consultora de mercado llamada Facta que daba de comer a los semiólogos, sociólogos, lingüistas y lacanianos más brillantes de la época, una oficina gigante en un edificio francés de Callao y Santa Fe, una cuenta corriente en British Airways, un velero, algún auto más o menos antiguo, varias máquinas de escribir IBM con bochita, una colección de zapatos náuticos, provisiones regulares de un polvo blanco que a los pichis como yo, cuando lo veían por primera vez hundir la nariz en él, le gustaba describir como un “remedio para la sinusitis”.

Lo tenía “todo”. Pero Fogwill quería ser escritor. Día por medio reunía a todo su equipo en la sala de arte de la agencia y se sentaba en el piso a leer en voz alta —en determinados versos muy alta, casi estruendosa— su último libro de poemas. Un poema por hoja, mucho papel en blanco, muchos juegos tipográficos. Leía una página y la dejaba caer al piso con un vago desdén, como si la descartara para siempre, mientras una larga oruga de ceniza se asomaba al vacío temblando en la punta del cigarrillo. Cuando terminaba de leer preguntaba sonriendo: “¿Te gustó?”. Nunca esperaba la respuesta: no quería “intercambiar”. Lo que más le gustaba de la ceremonia era la idea de que la poesía pudiera raptar, paralizar, enmudecer a un lector.

Seguramente no fue así, pero así lo recuerdo yo: cuantos más libritos de poemas aparecían, más se vaciaba la cartera de clientes. No le importaba. Quería ser escritor, y la agencia iba convirtiéndose en una rara forma de cenáculo literario: parquet crujiente de roble francés, techos con molduras, lieder de Schubert las veinticuatro horas del día, afiches de Johnny Walker, cigarrillos Pall Mall, chocolates Cadbury, una corte de profesionales ociosos sentados ante sus tableros de dibujo escuchando a un energúmeno con la camisa afuera vociferando versos como éste: “Pido una poesía «repugnante» para una época repugnante”. Una noche, caminando por Callao, con la misma aviesa jovialidad con que acababa de despellejar a algún contemporáneo, anunció que una semana más tarde caería preso. Quería ser escritor; decía que en la cárcel tendría mucho tiempo para escribir. Como el blend de publicista y sociólogo que era, le interesaban menos las cosas que la lógica de las cosas. También en el caso de la literatura, de la que pretendía saberlo todo: escribir, hacer versos, contar, pero también los secretos de la literatura como institución. De modo que mientras aprendía a escribir se convirtió en editor, como una versión aggiornada del programa institucionalista de Fernando Vallejo (que se hizo escritor escribiendo una gramática literaria del español). Seguía al pie de la letra el consejo de Osvaldo Lamborghini, uno de sus ídolos, a quien por supuesto editó: “Primero publicar, después escribir”. Tengo esos libros (incluido el primero de Fogwill, uno de los suyos que prefiero, El efecto de realidad). Son de los pocos que “atesoro”. Todavía hoy, cuando los abro, me llama la atención la fuerza brutal, física, casi libertelliana, con que están impresos. El poema impreso en página impar pasa como en relieve, invertido, del otro lado de la página. Estoy seguro de que Fogwill también estaba atrás de ese tipo de cosas. Era un maniático de lo gráfico: defendía una tipografía como si fuera una causa política.

De hecho, las tres invenciones en las que pienso cuando pienso en Fogwill son tipográficas. Una es conceptual, y es el uso absolutamente idiosincrático que siempre hizo de los dos puntos (que no tardó en contagiar a todos los escritores de mi generación). “Algo raro: estaban en el Florida, eran como las once de la noche...”: así empieza Vivir afuera, la novela balzaciana con que pretendía “responder” en los ‘90 a lo que Respiración artificial había sido en los ‘80. Primera página de En otro orden de cosas: “Pero no habló: hizo apenas un ruido diferente con los cajones de la cómoda”. Y el comienzo de La buena nueva: “Impresionante: la prensa mundial se ocupó del milagro”. Y el primer verso del segundo poema de “Sobre lengua y deseo”: “Otra cosa: siempre otra cosa acude”. Y en el cuento “El hilo de la conversación”: “Fama de sabedor tenía: mucha”. La frase se detiene en vilo, como al borde de un precipicio, y hace surgir lo inesperado: una explicación, una disidencia, un cambio total de rumbo. Los dos puntos son un arma de análisis y de suspenso, un principio de slow motion y de elipsis, una modalidad de la demostración y un veloz atajo sintáctico.

La segunda es sociocultural: las comillas. Fogwill fue el gran entrecomillador de la literatura argentina contemporánea. Entrecomillaba usos, formas de decir, lugares comunes y creencias como quien crucifica una libélula con alfileres contra una plancha de corcho. Las comillas le permitían detectar, encuadrar y exhibir el blanco predilecto de sus cacerías: todo cristal de consenso. (El arte de los dos puntos y las comillas confluyen en un género ingrato, dificilísimo, que Fogwill —buen lector de Borges— dominó como nadie: la autopresentación, los prólogos, epílogos o comentarios con que los escritores acompañan a veces sus propios textos. Nadie como él para transformar esa convención de las reediciones en una gran ocasión de inteligencia y belleza.)

La tercera es tonal, y es la multiplicación gráfica o prosódica de los signos de exclamación. Pocas prosas tan escritas como la de Fogwill, y al mismo tiempo pocas prosas tan fonéticas, tan cantadas, tan gritadas. Toda su gestualidad retórica (eso que en las fotos aparece en las cejas) siempre fue de orden musical.

Las tres invenciones vienen de la poesía, quizás el único lugar donde Fogwill podía desertar de su propio mito personal con felicidad, despreocupadamente, sin el pánico del síndrome de abstinencia. En la primera página de uno de aquellos libritos de poesía caseros, Los trabajos del día, escribió esta dedicatoria: “a Allan, de Fogwill el Poeta”, y la pata de la “a” de “Poeta” levanta vuelo y dibuja en el aire una especie de margarita defectuosa. Origen perdido o ideal imposible, ese retrato naïf de poeta nunca deja de brillar a lo largo de su obra, y brilla más cuanto más trata de eclipsarlo la imagen del Fogwill público, el maldito, el francotirador. Ahí su perfil, trabajado alrededor de la ambivalencia, se vuelve curiosamente unívoco. Al revés de lo que se piensa, sabíamos siempre lo que Fogwill iba a decir. Bastaba invertir lo que hubiera dicho el delegado más inteligente, razonable y conspicuo de la esfera del progresismo. Como muchos de los colegas con los que compartió el goce de la psicopatía —una escuela intelectual y artística que hoy está en extinción, pero de la que salieron algunas de las mentes más brillantes de la cultura argentina contemporánea—, le gustaba corromper, desilusionar, reponer todas las bajezas (dinero, mala fe, interés, voluntad de poder, bajas pasiones) que cualquier experiencia debía reprimir para merecer el adjetivo “espiritual”, o “cultural”, o “humana” (empezando por la literatura). Y lo reprimido por excelencia, para él, era la guerra. Era clausewitziano (aunque su noción y su práctica de la beligerancia se confundían a menudo con pasatiempos menores, más bien risueños, de vestuario de varones: el pechazo, la pijomaquia, el verdugueo.

Más que marxista —una identidad que reivindicaba para sí con cierta razón, no importa la alergia que inspirara en los marxistas ortodoxos—, Fogwill interpretaba la figura de un revolucionario primitivo: alguien cuya misión esencial es darlo vuelta todo, poner de cabeza lo que está de pie, adentro lo que está afuera, al revés lo que está al derecho. Pocos encarnan como él el impresionante proceso histórico por el cual los saberes más fértiles del programa emancipador de los años ‘60 (grosso modo, las “ciencias humanas”) cambian de signo, dejan de ser instrumentos de lectura y de cambio y pasan a inspirar, alimentar y programar la lógica de mercado que en un principio denunciaban. En el Fogwill de Vivir afuera —el que mezcla a Lombroso con Landrú, el que rotula comportamientos, actitudes, identidades, el que de un tic, una tara o una particularidad sintáctica deduce una cuna y un destino sociales— es imposible distinguir qué es saber sociológico y qué sagacidad publicitaria, donde termina la disciplina que lee la lógica de la vida social y dónde empieza la disciplina que la piensa, la programa y la celebra. Una y otra vez, la ficción de Fogwill no hace sino poner en escena ese movimiento de conversión, inversión, incluso (es el legado de Lamborghini) de parodia: esa “trasmutación de valores” que explica cómo sus intervenciones públicas, siempre radicales, terminaban siendo radicalmente conservadoras.

Murió Fogwill. ¿Qué vamos a extrañar de él mientras releemos esas rarezas clínicas, hiperrealistas y tridimensionales que son sus novelas? Yo, creo que su voz, su generosidad y su frase. En particular esas frases que avanzan bien, tranquilas, y de golpe toman velocidad y siguen sin pausa, y duran más de la cuenta, y cuando terminan están en el mismo punto donde habían nacido, sólo que ahora el sentido ha cambiado por completo. Esas frases que pegan toda la vuelta. Eso, y el encarnizamiento carnavalesco con que libró su verdadera batalla. Porque la bête noire de Fogwill no fue el bien pensar progresista, ni el candor de las ilusiones humanas, ni la hipocresía, ni siquiera los efectos analgésicos del sentido común. Fue la piedad. La clave de esos treinta años de guerra sin cuartel está en el sello apócrifo que figura en el “pie de imprenta” de Los trabajos del día, una edición artesanal de 1980 que él mismo se había encargado de diagramar, imprimir y anillar. El nombre del sello —como robado de un cowboy de la revista El Tony— es Despiadado West.

Música

Por Maria Moreno
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Fogwill era un yachtman que, por un retro romántico en su cultivado cinismo, se empobreció a medida que fue convirtiéndose en el escritor que siempre había sido.

En los años pos dictadura la denegación de toda violencia alcanzó las zonas más banales y los dichos de Fogwill comenzaron a jaquear un campo cultural en donde las buenas maneras en el trueque de reconocimientos mutuos exigían agraviar solamente a quien no tenía poder para poner una nota de calificación, invitar a un congreso o negar una promoción: cuanto más timorato era el humillado más parecía gozar de la injuria, con risas que se le adelantaban como si la injuria, en lugar de una interpelación, fuera el fruto de un modo de ser (Fogwill), con orgasmos de masoquismo por la certeza de que el injuriar era una forma de reconocer (¡y la mayoría de las veces no era así!). Cuanto más Fogwill defenestrara un lugar o a una persona, más posibilidades tenía de que el lugar le abriera sus puertas y que la persona se sometiera a su servidumbre: como publicista él sabía que las razones eran varias, todas a su favor: si el humillado devolvía bien por mal era 1) para evitar un agravio mayor, 2) para dandyar fingiendo que no le importaba, 3) para hacer uso de la marca Fogwill.

Como en tantos gestores del autodiseño, había en Fogwill una política del nombrar. Si Lucio V. Mansilla nombraba para ceñir a los miembros de una elite con el alambrado por sobre cuyos hilos espiaran y envidiaran los públicos; si Roberto Bolaño, que compartía con sus lectores el saber sobre su riesgo de muerte, en Derivas de la pesada y Sevilla me mata, nombraba para inventar un canon al mismo tiempo que engendraba una deuda encarecida por su posible carácter póstumo, Fogwill nombraba como quien lanza un producto, pero su insistencia en transmitir a quiénes leer y cómo era precariamente utilitaria: él sabía que no es posible calcular lo que se transmite ni cuándo la deuda se revierte en odio u olvido.

Fogwill se oponía a la legalización del aborto, de las drogas y del matrimonio gay pero no por simple golpe de efecto. En sus coqueteos facistoides, o en sus slogans reaccionarios, había siempre un punto de razón, una demostración por el absurdo cuando no el síntoma de un duelo patológico por la revolución (un trotskista es para siempre). Sus mejores libelos, publicados por segunda vez en Los libros de la guerra exigían a las buenas conciencias que se hicieran cargo de la complejidad de sus actos –sus efectos– en lugar de autoembelesarse en el conformismo de hacer con ellos meros ruido de ciudadanía.

¿Era Fogwill un misógino? ¿Y qué? En el misógino el horror a la femineidad proviene de su idealización: al despotricar contra las mujeres, él ignora cómo sus argumentos se convierten en una denuncia de la condición en que ellas son y viven y de cómo se las sueña; en última instancia, no cesa de escribir por ellas y para ellas a modo de conjuro por el desolado reconocimiento de la permeabilidad de la diferencia de los sexos. A lo mejor Fogwill era un feminista negro: en una revista feminista llamada Alfonsina, en polémica con su directora, bajo el seudónimo de María de la Cruz Estévez, ejercía una pedagogía de la argumentación mucho más rica que cualquier verdad acerca de la anatomía de los contrincantes. Su relato “La larga risa de todos estos años” es una teoría política del secreto (el caballo se llamaba Macri) que incluye un chasco sobre el género (el chasco de que haya géneros). En “Help a él”, a una sexualidad atravesada por la medida del falo y sustentada en la física de los sólidos, opone la de un intercambio constante de fluidos, más allá de todo resultado, de todo fin y del fin de la vida.

En Fogwill la voz fónica, la poética y la narrativa era una. Y no sólo él era gran vocalista de lo suyo, también lo era de lo de otros, desde Lugones a Lamborghini. Había una música Fogwill, un ritmo, por eso el joven Juan Boido aprendió a amar la literatura sabiéndose de memoria las primeras líneas de “Muchacha punk”.

Henri Meschonnic avisa: el sentido no es el significado, tampoco el ritmo, pero el ritmo es la materia del sentido y no una forma bajo presupuesto. Fogwill leía el ritmo en la poesía de Héctor Viel Temperley como el de la respiración en el crawl. El ritmo Fogwill también era físico: diástole, sístole, inhalar, exhalar –aire, humo, merca–, teclear una palabra, otra. La sustancia era accesoria: se sublimaba en la escritura más allá de su química como, dicen los que creen, se separa el alma del cuerpo luego de la muerte. Fogwill decía: “La droga te da algo que te hace creer que es de ella y es tuyo y luego te lo quita”. No Fogwill: la droga te dio algo que, vos sabías, era tuyo y por eso, cuando la dejaste, te lo quedaste.

Fogwill era de Quilmes, o sea con vista al río, cerca de donde ahora está. Hace poco me agradeció por e-mail que lo elogiara por su “desapego”. Como el del ritmo cuando sobrevive al efecto de realidad del cuerpo llamado Fogwill, que no se ahoga como nunca lo hizo en sus obras.

Fogwill, o algo por el estilo

Por Eduardo Grüner
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Difícil, dijo hace unos días Horacio González, va a ser acostumbrarse a la ausencia de (Rodolfo Quique) Fogwill. Difícil, también, enunciar esa dificultad mejor de lo que el propio Horacio lo hizo. Pero, por supuesto, no se trata de una competencia: Quique mismo no nos hubiera ahorrado sarcasmos (un arte a veces necesario en el que era maestro, en efecto) a propósito de quién tiene el elogio más largo, o algo por el estilo. Y “estilo” es la palabra, por supuesto, para hablar de Fogwill. Si el estilo es el hombre, Quique era un hombrete –con afilado estilete–. Abundemos en dificultades: por ejemplo, la de encontrar muchos estilos tan reconocibles, inconfundibles e irreversibles –muchas de sus frases no tienen vuelta atrás– en la literatura argentina. Incluso en la de su propia generación, que abunda, por suerte, en ofensivas estilísticas. Dificultad no menor sería también evaluar hoy –estamos demasiado próximos– lo que significó y sigue significando esa generación, la de los ‘60/’70, para la literatura argentina: los Lamborghini, Puig, Briante, Saer, Piglia, Gusmán, Libertella, Sánchez, Zelarayán, García, Peyceré, y pido disculpas por los lapsus de olvido que seguramente estoy cometiendo, aunque no por la selección de preferencias. Para hablar de Fogwill sin incurrir en el a veces irritante, a veces desopilante anecdotario personal que todos, inevitablemente, tenemos con él (lo lamento, Quique: no te voy a dar el gusto de contar nada de esto: las ambivalencias que con toda intención provocaste ya forman parte de tu personaje, y yo quiero hablar de otra cosa) habría que discutir largamente eso: la literatura argentina de esos años de pre-plomo en los que parecía haber estallado de la nada una voluntad de escritura, de “estilo”, que revolviera los fondos de la lengua nacional para ponerla a trabajar de nuevo contra sí misma. No sé si hablar de “experimentación con el lenguaje” –una muletilla crítica que no dice gran cosa: la literatura argentina, la que importa, hizo eso siempre, de Sarmiento en adelante; los “europeos en el exilio”, que en este país son normalmente los que pueden publicar, están siempre reinventando el huidizo rioplatense–. Tampoco, exactamente, de “vanguardia”: aunque no faltaron los gestos (entre violentos y displicentes), los manifiestos y las revistas (de la inflexión literal a la definición de un sitio, pasando por otros puntos de vista) que suelen acompañar o anticipar las avanzadas político-culturales de la producción escritural, lo que primaba era, me parece, el deseo férreo, militante, de no dejarle pasar nada a nadie. Escribir, en ese momento, no era fácil –como algunos parecen pensar ahora–: cada vez que se ponía una frase, había que saber que se arriesgaba la poco complaciente diatriba de los otros: “¡Mirá, mirá vos lo que dice este pelotudo!”, era lo menos que se podía merecer. ¿”Individualismo competitivo”? Puede ser, demasiado a menudo. Pero porque aquellos hombres (y algunas mujeres, claro) querían sentir que no estaban simplemente –como había sucedido en otros momentos “vanguardistas”– haciendo juegos de palabras, sino poniendo la palabra en juego. No había inimputables, la relación frívola con la lengua se pagaba caro. Tampoco se escatimaban plácemes, el pelotudo de ayer podía ser un genio hoy, y retroceder al casillero anterior mañana. O todo junto en el mismo día, porque la pasión por ese revoltijo de la lengua hacía de cada renglón una urgencia, una decisión de lectura –y no sólo de escritura– que comprometía a la totalidad con cada excepción. Ni la sombra terrible del todavía vivito-y-coleando Borges se salvaba de la oscilación cotidiana entre el pedestal y el patíbulo: se lo trataba como un igual, aunque se lo supiera inalcanzable. Probablemente ese vértigo que asombraba a los visitantes ocasionales de la ex (no existe más) calle Corrientes tuviera algo que ver con la oscura premonición de que pronto las palabras se iban a volver mucho más peligrosas, aunque en otro sentido. La política, las distintas formas del “compromiso” –y tampoco a Sartre y sus contornos locales se les perdonaba la vida, ciertamente–, estaba sin duda allí (el momento no hubiera permitido otra cosa), revoloteando como un pájaro mitad eufórico, mitad ominoso. Pero ante todo, y al final de todo, estaba inscripta como política de la escritura: contra toda idea (o ideología) “realsocialista” del “reflejo”, se apostaba a la refracción, desde la propia lengua, no de un insoslayable condicionamiento, sí de cualquier determinismo. “La historia no es todo”: no era un presupuesto, era una inevitabilidad: se hacía política –con frecuencia violenta– con las palabras antes que con los temas (estos estaban, pero estaban escritos: todo “contenido” tenía que estar marcado por la letra candente). No era exactamente antirrealismo: más bien al revés, era tratar de dotar a la palabra de la singularidad material, cada vez irrepetible, de lo real.

Fogwill estaba en todo eso. Contribuyó, más aún, a formularlo, a darle forma. Lo hizo como narrador, poeta, ensayista. Lo hizo también –hoy conviene recordarlo– como editor, en una época en que a un Perlongher le hubiera costado más publicar aquí que en Austria-Hungría. Y en que no había tiempo –ni mucha oportunidad– de quejarse porque las multis de la madre patria ninguneaban la poco exportable lengua del Plata. Había que meterle para adelante, inventando editoriales para un solo título, o fotocopiando y haciendo circular (“circulear”, hubiera dicho Quique, que sabía fingir cuándo perder la elegancia). Y no había –como no hay– tele que soportara la pelea contra la lengua desde la lengua. Contra las otras lenguas también, sobre todo la francesa: había mucho, sí, telquelismo y poétiquismo, y se tragaba, un poco al sesgo, mucho Barthes y Blanchot y Sollers y Bataille y Kristeva (¡y Lacan!). Fogwill también traspiraba sus franceses: uno de los mejores ensayos breves que le recuerdo chorreaba admiración –algo que no se permitía a menudo– por las delicias estilísticas de Lévi-Strauss (era, sí, extremadamente culto, y entre sus iconografías de sí mismo no estaba la del escritor ingenuamente agreste de que algunos gustaban posar; sabía, por ejemplo, una enormidad de música clásica, aunque despreciaba olímpicamente el jazz, lo que nos provocó más de un debate). Pero, en el él como en los otros, no se sabe bien cómo, la escritura que licuaba todo eso era de acá y para acá. Sin tantos pudores que nos agarraron después, se podía escribir en un galoperonismo o un francomarxismo o un parisinofreudismo nacionales, crispados por la sorna –modo ambiguo de honrar la época–, con tal de que la letra mantuviera localizado el cuerpo, y a menudo sus humores (alguna vez habría que analizar –con perdón de la palabra– el lugar de las excrecencias corpóreas en la literatura del momento: un derrame que compartían un poco ferozmente Lamborghini Osvaldo y Fogwill, y quizá –con mayor fineza retórica– el primer Gusmán). Y lo hizo también, Quique, en tanto (¿cómo decirlo sin ofender su tenaz postura de histriónica rabia antiacademizante?) “maestro” incorrecto, o transmisor socarrón, o mecenas incómodo, o vaya a saber: hay más de un estimable escritor de la(s) “generación(es)” siguiente(s) que pueden dar cuenta de esa deuda –o de esa culpa: Fogwill entendería el mal chiste, era germanoparlante– hoy un poco olvidada. Muchos/as recordarán las “fogwilladas” con poca ternura –de esa que otros dicen se ocultaba en un corazón acorazado–. Es comprensible: no cultivaba un mito simpático, y es posible que a veces su personaje cínico (también en el sentido griego) bordeara una autenticidad que demostraba que sus provocaciones podían ser abusivas, pero no necesariamente siempre gratuitas: en su cacareada descreencia de todo (que hace un poco inútil la discusión sobre si era “postmoderno”, “de derecha” y así) había –hay– un fideísmo casi fundamentalista que casi siempre ponía el dedo en alguna llaga, y que pasaba sin mucha transición a su escritura. Eso se ve en muchos de sus cuentos, y sobre todo en su Pychiciegos, más que en su poesía disfrazadamente romántica. Eso también es “de época”, y Quique lo actuó con premeditado exceso. Por otra parte, no es cuestión de dejarle pasar nada tampoco a él, que nunca dio ni pidió clemencia. Sí es cuestión, en cambio, de decir que se murió uno de los mejores escritores argentinos que nos haya sido dado merecer. En estos días, en algún lado, se dijo que venía tercero después de Borges y Cortázar. Eso es, desde luego, una reverenda sandez. Si era uno de los mejores no es porque se lo pueda hacer figurar, ni a él ni a nadie, en algún concurso de Mister Literatura; sino porque –al igual que lo hicieron, cada uno en su estilo, los otros coetáneos que nombré– puso un ladrillo que no estaba antes en el paredón de la lengua de los argentinos, en un momento de la historia que pedía a gritos acabar con las indulgencias y las felices facilidades.

En fin. Si alguien quiere husmear un poco de iracunda nostalgia en todo lo anterior, sepa que no tengo la más mínima intención de disculparme por eso. Hemos llegado a un punto en que tenemos todo el derecho a decir que hubo pasados decisivos que enseñaron a leer a los futuros que hoy son presentes. Si no admitimos eso de una buena vez, como diría Benjamin, ni los muertos van a estar a salvo. Y todo será todavía más pobre. Pero al menos de eso, Fogwill, vos no tendrás la culpa.

El último pichiciego

Por Carlos Gamerro
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Nunca cruzamos una palabra en vida. Alguna vez lo vi de lejos, y no me acerqué a saludarlo. Otra le tocaba venir a un programa de lecturas que yo conducía, y un oportuno viaje a Iowa me quitó de su camino. Confieso que le tenía un poco de miedo. Aquel elogio hecho en privado, que me llegó como una confidencia, podía trocarse en sarcasmo o burla en una situación pública. Sobre todo porque los dos habíamos pisado el mismo terreno, pero que él había marcado (estaba por escribir “meado”, pero eso es lo que él hubiera escrito) antes: la guerra de Malvinas. Además, tenía una costumbre rara (extraña, aunque no inhabitual): le gustaba, más que pegarles a los padres, o a los pares (aunque también les pegaba), pegarle a los niños: y no sólo a los hijos, sino a los nietos: abuelo malo y padre terrible. En esto radicaba, en parte, su magnetismo: el niño que se acercaba a él, temblando de expectación, nunca sabía si iba a recibir un bofetón o una caricia (a veces los dos, pero entonces, en qué orden. Qué delicia).

Apenas pasó una semana de su muerte y ya han empezado los debates sobre la escritura de Los pichiciegos: si fueron cuatro o cinco gramos, si fueron tres o cuatro días. Confieso que la polémica no me quita el sueño. Cualquiera puede tomar mucha cocaína mientras escribe: para eso sólo necesita de una nariz y de un dealer. Lo de la velocidad importa un poco más, pero no, en este caso, como índice de habilidad o virtuosismo: Fogwill no solía jactarse de escribir rápido, y mucho menos de escribir sin corregir (eso se lo dejaba a Aira). A Los pichiciegos la escribió rápido porque tenía que terminarla antes de que terminara la guerra, y alguien con una inteligencia tan poco atada a nada sabía sin duda que ésta duraría lo que un suspiro.

Me corrijo: tenía que terminarla antes de que empezara la guerra. Me explico: la guerra de Malvinas fue, en principio, una guerra de ficción: ficción imaginada por la dictadura y escrita por la revista Gente. La guerra de Malvinas empezó a contarse como historia con el regreso y testimonio de los soldados, luego con investigaciones de periodistas e historiadores. El gesto fundamental de Fogwill en Los pichiciegos fue, entonces, el de la simultaneidad: desmintió el dictum de que deben pasar años o décadas para que un episodio histórico “se convierta” en literatura. Fogwill escribe durante los hechos; más bien, escribe antes de los hechos. Los hechos, luego, apenas vinieron a corroborar lo que él ya había escrito: que la guerra de Malvinas tuvo menos que ver con el heroísmo de los aviadores o con disparar contra los ingleses que con armar estructuras tribales de solidaridad y competencia (o sea, de supervivencia) para hurtar el cuerpo de los bombardeos, del hambre, del frío y, sobre todo, del ejército argentino.

No había leído Los pichiciegos cuando empecé a trabajar en mi novela Las Islas. La leí, en el transcurso de mi trabajo, con un propósito definido: ver qué había hecho Fogwill, para, nuevamente, apartarme de su camino. Me alivió, en gran medida, comprobar lo buena que era: yo podía dejarla de lado o, como terminé haciendo, recorrerla con cierta irresponsabilidad: toda esa zona de la guerra ya estaba ganada para la literatura.

Ahora que Fogwill está muerto, ya no puedo anticipar el encuentro que durante tanto tiempo demoré, porque lo juzgaba inevitable. Ahora ya no puede suceder. Tal vez me perdí de algo importante. Aunque no sé. El lugar donde los escritores se encuentran es en las páginas de sus libros. Cuando lo hacen en persona, suelen no hablar más que de trufas.

Memoria de paso

Por Luis Chitarroni

Se las arregló para que nunca más lo llamáramos Quique, excepto entre amigos comunes cuando no andaba cerca. Fue Fogwill como “Vi tul”, el comienzo de ese cuento dentro de un libro hoy olvidado –Mis muertos punk–, que empezó a cambiar el curso de la narrativa realista argentina. Lennon decía que cuando uno deja de resultar simpático, lo reducen al apellido. Y Fogwill nunca quiso parecer simpático. Aunque a pesar suyo lo fuera. El encanto fogwilliano se extinguía al rato, cuando él mismo se ponía obsceno o demasiado beligerante. Pero existía siempre: el humor, el gusto por la música, el ingenio verbal. Cantaba, por ejemplo, una canción de Guastavino con su voz lacerante y su terrible cara de loco. Hace un tiempo, en ocasión de haberle dado a Francisco Garamona el original de Un guión para Artkino, novela mecanografiada en IBM eléctrica que Quique había dejado en mi escritorio, Fogwill me lo agradeció en un prólogo con cinismo chismoso y gratuidad inconfundible. Nada que hacer. Como decía el maestro Sabato de otros desdenes: Quique Fogwill nunca perdonó los favores.

El inicio de la desdicha empezó para mí cuando dio por sentado que dejé de ser su amigo porque me había convertido en editor. Fogwill tuvo siempre una relación rabiosa con los editores. El principio de recelo no parte de un error, porque es cierto que el talento literario resulta algo verdaderamente indescifrable para gran parte de la gente relacionada con el negocio del libro. En su caso, sí, iba acompañado de su sentido implacable de la competencia: Fogwill fue –y hubiera seguido siendo– un extraordinario editor, como lo probó en los ochenta con su editorial –La tierra baldía–, y como lo demostraba en cada una de sus campañas de entusiasmo por autores que le gustaban, de César Aira a Belgrano Rawson, de Marcos Victoria a Héctor Viel Témperley. En una época, la mayoría de sus preferencias eran poetas, creo, porque Quique era poeta, y un poeta que a mí me gustaba por los libros –El efecto de realidad, Las horas de citar– que recuerdo y por los que no: el que incluye la serie (de sonetos, vuelvo a creer) sobre fumar. Y un lector extraordinario de poesía en voz alta, a la que daba cadencia especial el canturreo en el que mecía su lirismo con el propósito de disimularlo. Leímos juntos fragmentos de uno de los grandes libros de la poesía argentina, Odiseo confinado, de Leónidas Lamborghini, pero él quedó en desventaja porque Cristina Banegas recitó después –como nadie, como sólo ella– “Eva Perón en la hoguera”. Alguno (¿Piglia, el propio Fogwill?) comentó, como consecuencia de observar a no sé quién, que Cristina leyendo tenía el don de hacer llorar incluso a los más gorilas.

Ahora que se agolpan las últimas veces que lo vi, me acuerdo del cuento que da título a esta nota, “Memoria de paso” (que él a veces tarareaba de otro modo, de paso me moría), uno de los mejores de la narrativa de acá: la voz en primera persona singular pasa, en celebración anticipada del bicentenario, de una señorita patricia del virreinato a un celador de colegio secundario sospechado de fracaso. Vi a Fogwill en la Embajada de Chile, conversando de temas náuticos con Alejandro Katz. Lo vi en la presentación de un libro de C. E. Feiling, donde se encargó de desmentir lo que había escrito yo en el prólogo con el mismo aire desafiante que tenía cuando lo encontré la primera vez en La Paz, hace quién sabe cuánto, y elogió un artículo mío sobre Dabove publicado en la revista Sitio. “¿Te avivaste, boludo, de que Dabove es ‘bóveda’?” Y yo, que no, le dije por supuesto que sí.

Volviendo de correr un día, Quique me contó de su enfisema, pero ni siquiera entonces caí en la cuenta de que Fogwill era mortal.