martes, 27 de mayo de 2008

Radar 25/05/08
Yo soy otros
Si había alguien que, al filmar una película sobre Bob Dylan, primero sorprende y enseguida resulta el candidato evidente, ése es Todd Haynes. Ya con Superstar (1987), sobre la anorexia de Karen Carpenter interpretada por muñecas Barbies, había mostrado su capacidad para representar lo complejo de una manera contundente y a la vez sensible. Con Velvet Goldmine (1998) expuso con glamour y crudeza el ascenso de una estrella similar a David Bowie. Ahora, con I’m Not There se atreve a su película más arriesgada: seis actores diferentes en el mismo papel para desmontar las mil formas que toma, en el siglo XX, un mito como el de Dylan.
Por Rodrigo Fresán






I’m not there se estrena en Buenos Aires el 5 de junio.



Brooklyn comiendo con el novelista inglés Wesley Stace (más y mejor conocido como el songwriter británico John Wesley Harding) y, como cada vez que nos encontramos, acabamos o empezamos hablando de Bob Dylan.
Hoy, Stace me cuenta flamantes anécdotas de His Bobness (cortesía de su muy buen amigo Tony Garnier, eterno bajista de Mr. Dylan) y yo le cuento que Dylan ha sido contratado como tótem/identidad de la exposición mundial de Zaragoza cuyo tema es el agua como elemento precioso y redentor (y nos reímos, porque si alguien ha escrito muchas, demasiadas canciones sobre el poder destructivo del agua, bueno, ese alguien es Dylan).
Entonces, esto es verdad, entra un tipo al restaurante: lo vemos de espaldas, es bajo y delgado aunque parece exudar un tenso vigor, camina dando saltitos, está vestido de cowboy, con uno de esos trajes grises como los que se ponía Hank Williams para sus galas en el Grand Ole Opry de Nashville y lleva un sombrero stetson. Es decir: está vestido de Dylan (el Dylan de estos primitivos tiempos modernos en los que vivimos) y se mueve igual que Dylan y tiene la altura y complexión de Dylan. Stace y yo nos quedamos sin palabras y esperamos a que se voltee y se da vuelta y, claro, no es Dylan. Pero de algún modo es como si lo fuera. El tipo tiene unos sesenta y cinco años y se sienta en la mesa de al lado a la nuestra y no se quita el sombrero y –juro que es cierto– llama a la camarera y pide un bourbon con la voz y la dicción de Dylan. Ahí, entonces, queda claro que el hombre no es Dylan pero que –con tantas ganas de serlo– probablemente sea más Dylan que Dylan. No es el primero y tampoco será el último y el quid de la cuestión es que nadie sabrá nunca cómo es Dylan realmente porque Dylan se ha encargado de que así sea: de que su anguloso y claro perfil se nuble y se difumine en tantos frentes.





Los múltiples alias que Haynes crea para intentar atrapar las mil facetas de Dylan.


Así, desde la próxima biografía de Dylan hasta el siguiente documental sobre Dylan se ocuparán, siempre, apenas de la punta de la punta del iceberg y está bien que así sea. Fue Dylan quien alguna vez dijo aquello de “Gracias a Dios que yo no soy yo” y –Stace me pregunta si la vi; le respondo que no aún, que voy a comprarme el DVD en el primer Barnes & Noble con el que me cruce– vuelve a decirlo en I’m Not There, la película sobre algunos de los incontables Bob Dylan que andan dando vueltas por ahí, aquí o allá, ahora o entonces, en el escenario de esta noche. O en esa calle de Greenwich Village de aquella mañana de 1963 (le pregunto a Stace si la leyó, me responde que todavía no y que se la va a comprar en el primer Barnes & Noble con el que se cruce) inmortalizada para siempre en la tapa de un disco histórico llamado The Freewheelin’ Bob Dylan y ahora recuperada (mismo lugar y sesión, distinta fotografía, unos pasos más adelante y más cerca de la cámara por el pavimento nevado) en la portada de A Freewheelin’ Time: A Memoir of Greenwich Village in the Sixties. Autobiografía firmada por Suze Rotolo, la mujer que alguna vez fue la chica colgada del brazo de ese chico al que casi nadie conocía por entonces pero ya listo para, flotando en el viento, ser conocido por todos y ser muchos pero nunca –aunque se lo impusieran y reclamasen– ser la respuesta que estaba esperando toda una era.

SALIR EN LA FOTO
Y la historia la cuenta Suze Rotolo en unas pocas líneas, en la página 214 de su libro. Allí, dice que la foto fue una casualidad, que jamás pensó que iba a ser la tapa del disco (el fotógrafo, Don Hunstein, las tomó para regalárselas a la pareja luego de sacar varias a Dylan en su pequeño departamento del Village que, supuestamente, irían a la portada), que Dylan eligió su ropa muy cuidadosamente (la chaqueta no servía de nada con el frío que hacía, pero a Dylan le gustaba mucho cómo se le veía) y que allí fueron, felices, a recorrer Jones Street. Rotolo cuenta también que Dylan no tenía poder de decisión, que eligieron la foto en la Columbia, pero que estaba contento. Y ella también. Y eso es todo. Pero es apenas alguna de las cosas que Rotolo cuenta en A Freewheelin’ Time, cuyo primer manuscrito, se rumorea, fue rechazado por el editor porque no incluía “suficiente Dylan”. Porque el libro de Rotolo no quiso ni quiere conformarse con un “yo estuve ahí al lado de él” sino, además, pintar una aldea y un tiempo y un sentimiento y una forma de ver y de hacer las cosas. De algún modo, A Freewheelin’ Time funciona igual y es casi una continuación espiritual y cronológica del Personajes secundarios de Joyce Johnson: clásica memoir beatnik-femenina (al fin, recientemente traducida por Libros del Asteroide en España) y no es casual que el libro de Rotolo tenga en su contratapa un admirado y cómplice blurb y elogio de la veterana Johnston: no es cierto que las chicas sólo quieran divertirse; las chicas también quieren contar su versión del asunto y Rotolo lo hace con gracia, cariño y, de tanto en tanto, unas ácidas gotas no de rencor pero sí de impotencia al saberse convertida en nota al pie y pie de foto de una leyenda. “Dylan se convirtió en un elefante dentro de mi habitación”, escribe graciosa y con gracia en la sentida introducción donde explica sus motivos para no recordar en público hasta ahora que tiene 64, proceso que inició empujada por su aparición en el documental No Direction Home, de Martin Scorsese.
Y La Foto ha crecido con el correr de los años a artefacto arquetípico y paradigmatico de la postal de enamorados y no faltan parejitas –incluyendo a los ya pasados Cruise & Cruz para una página de Vanity Fair y un puñado de fotogramas de Vanilla Sky– que, día a día, se den una vuelta por Jones Street y jueguen a posar su amor como si los tiempos no hubieran cambiado y no fueran a cambiar nunca. Y el libro de Rotolo –por encima y más allá del fragor de un época interminable– también cuenta eso: una preciosa love story con chico del interior llegando en 1961 y con veinte años a la gran ciudad decidido a conquistarla y, de paso, conquistar a chica de diecisiete progre e hija de intelectuales. El chico es una esponja vampírica que necesita saberlo y probarlo todo y la chica –bien conectada con el ambiente, diseñadora de escenografías para teatro de vanguardia, princesa codiciada por más de un bohemio y no tanto– le administra dosis de Picasso, Bertolt Brecht, Arthur Rimbaud, Brendan Behan y lo presentaba a los dueños de los clubs donde por las noches hacían lo suyo gente como Victoria Spivey y Dave Van Ronk y John Lee Hooker mientras, a su alrededor, vivía y crecía el número de “gente que sabía en sus almas que no pertenecían al sitio del que venían” y Greenwich Village recibiéndolos como una especie de Shangri-La y Xanadú y Oz.
A Freewheelin’ Time –citando cartas y entradas en diarios– sigue el curso de un amor con un inmejorable telón de fondo y revisa todo aquello que Dylan fue poniendo en canciones como “Don’t Think Twice, It’s All Rigth”, “Boots of Spanish Leather”, “One Too Many Mornings” y “Ballad in Plain D”: el modo en que la madre de Rotolo desconfía del muchacho, la manera en que obliga a su hija a viajar a Italia para poner un poco de distancia, la tormentosa relación con la hermana de la enamorada, el final. Rotolo relata también –con una mezcla de admiración, asombro y temor– el modo en que Bob Dylan se va creando a sí mismo y el desconcierto y dolor que sintió cuando, al caérsele su tarjeta de enrolamiento, descubrió que su verdadero nombre era Robert Allen Zimmerman, la llegada y entrada en cuadro de la voraz Joan Baez, la certeza de saber que “no podía manejar todo eso de vivir un escalón más cerca de Dios que los demás y de saberme apreciada por mi cercanía al final del arcoiris”, el embarazo y el rechazo de oferta de matrimonio y el aborto, y las notas garrapateadas en el cuaderno del adiós: “Creo en su genialidad pero no necesariamente en que él haga las cosas bien. ¿Pero en dónde está escrito que se deben hacer las cosas de la manera correcta para conseguir una gran obra para este mundo?”.
En I’m Not There, film-rompecabezas de Todd Haynes, Suze Rotolo –quien en una página de su libro apunta que “el público de Dylan, sus fans y seguidores, lo crean a su propia imagen. Esperan que sea lo que interpretan que es”– aparece, con el rostro de Charlotte Gainsbourg, reconvertida en Claire: mezcla de Rotolo y de la futura Mrs. Sarah Dylan, como esposa de Robbie Clark (Heath Ledger), un actor à la Dean Brando Pacino (notar el poster de Calico parafraseando al de Serpico) célebre por su rol en la biopic titulada Grain of Sand, donde se cuenta la llegada al Greenwich Village y triunfo del cantor de protesta Jack Rollins (Christian Bale), quien más tarde, al dejar todo eso, se rebautizaría como el cristiano renacido Pastor John.
Suena complicado pero en realidad no lo es tanto.
Hay que experimentarlo para entenderlo.
Pasen y véanlo.
Ahí está él aunque diga que no está.

HACERSE LA PELICULA
La cosa fue así: Haynes contactó a Jeff Rosen (mano derecha de Dylan) y a Jesse Dylan (hijo que se dedica al cine), les comentó su proyecto y a Rosen le interesó la idea de una biopic poco ortodoxa que –Haynes dixit– no se limitará a compaginar linealmente “partes conocidas de una vida con partes menos conocidas”. Y el director envió sus películas filmadas hasta la fecha. Y el cantautor las vio en la carretera. Y el director recibió el mensaje desde lo más alto donde se le pedía que redactara su idea en “no más de una página”. Y –tanto Rosen como Dylan Jr.– le recomendaron que jamás utilizara la palabra genio o la frase “voz de una generación”.
Así que Haynes se sentó a escribir y comenzó con una cita de Rimbaud: “Yo es otro”. Haynes envió su propuesta y, para el verano del 2000, recibió el ok y los que quieran saber cómo continuó la complicada historia de lo que para muchos será una película complicada y el modo en que traba y trabaja la industria ir a al site de The New York Times y leer el largo artículo “This Is Not a Dylan Movie”, por Robert Sullivan, 7 de octubre del 2007.
I’m Not There –la mejor película sobre Bob Dylan jamás filmada hasta la fecha– empieza con una muerte de un Dylan (o de Jude Quinn) que nunca tuvo lugar pero que pudo haber sucedido, en otro pliegue de este mismo mundo, por un accidente de moto o como consecuencia de un huracán de pastillas. Allí está el cuerpo de Jude Quinn (que es el cuerpo de Bob Dylan y de una formidable Cate Blanchett, ganadora del Golden Globe y del premio a mejor actriz en el Festival de Venecia ’07 y quien, como me dijo Patricio Pron, por fin hace posible que Dylan, además, nos caliente) tendido sobre la camilla de una morgue mientras la voz ominosa de Kris Kristofferson derrama palabras funerales.
Y esto es sólo el principio de 135 minutos inolvidables.
Una verdadera fiesta de guiños y referencias y de mensajes encriptados y alusiones subliminales para dylanitas y dylaneros y dylanoides (sin por eso, con perversión dylaniana, negarse el placer de burlarse un poco/bastante/mucho de todos ellos y de su compulsión decodificadora) y un festival para todos los que aprecien el buen cine y así lo rubricaron numerosos medios periodísticos al incluirla sin esfuerzo en las listas de lo mejor del 2007.
I’m Not There es una especie de 8 1/2 dylanizado. Algo que ahora parece vanguardista pero que en algún momento –los años ’60– era cosa rara a la vez que corriente cuando el celuloide necesitaba contar grandes historias de maneras diferentes. Así, como Dylan, un producto clásico y moderno con diferentes texturas y colores y formatos cuyo principal acierto reside en estar “compuesto” del mismo modo en que Dylan compone sus canciones a partir de fragmentos frenéticos a la busca de su sitio exacto en el puzzle de una letra y música. Pero lo más importante y admirable tal vez esté en que I’m Not There –en su personal y experimental modo de pintar el retrato, en su manera de reírse de las oscarizadas biopics parodiadas aquí en una cáustica escena de la apócrifa Grain of Sand– sea la más fiel aproximación a Dylan jamás intentada por alguien que no sea Dylan. Una precisa foto movida donde varios actores –los ya citados Bale y Blanchett y Ledger más Ben Whisaw, Marcus Carl Franklin y Richard Gere; Adrien Brody y Colin Farrell abandonaron el proyecto al prolongarse demasiado los tiempos de la preproducción– invocan el fantasma de la electricidad en los huesos de sus rostros y consiguen algo fascinante. Dylan desmontado en diferentes facetas transmitidas como desde otra dimensión que incluyen a un soberbio actor de moda, un songwriter súbitamente electrificado por su propia leyenda y la incomprensión de sus seguidores, un niño negro mitómano que exige ser llamado Woody Guthrie mientras desesperadamente imita la vida de su ídolo, un Arthur Rimbaud respondiendo con versos propios y ajenos a un interrogatorio de comisaría, un envejecido Billy The Kid que jamás murió listo para un último duelo con Pat Garret, que también responde al nombre de un perseguidor Mr. Jones, y un hombre que ve la luz de Dios (un séptimo Dylan, Charlie, el que narra Rotolo en su libro fue descartado antes de comenzar a filmar; por lo que no aparece entre los numerosos extras del indispensable DVD recién aparecido en USA incluyendo escenas eliminadas, comentarios de Haynes y un delicado homenaje a Ledger con “Tomorrow is a Long Time” sonando al fondo). Todos ellos rodeados por versiones de Allen Ginsberg y Joan Baez (perfecta Julianne Moore) y Pete Seeger y Judy Collins/María Muldaur/Etc. (Kim “Sonic Youth” Gordon) y Edie Sedgwick (que aquí se llama Coco Rivington) y Albert Grossman y Peter Orlovsky y –en un momento genial y desopilante– unos Beatles, al fondo, saltarines y acelerados y richarlesterizados y a no olvidarse de las perfectas e infieles falsificaciones de los turbulentos shows de Newport & Manchester.
Así, I’m Not There es un festival de alias sobre alguien que suele hospedarse en los hoteles de sus giras como Jim Nasium. Una película no tanto sobre Dylan sino sobre el efecto que Dylan produce. I’m Not There no busca demostrar a Dylan pero acaba encontrando la mejor manera de demostrarlo.
Y Haynes –quien demoró cinco años en reunir los 20.000.000 de dólares de presupuesto y no consiguió distribuidor sino después de golpear muchas puertas– ya se había arrimado al mondo pop con Superstar (1987, polémico cortometraje sobre Karen Carpenter y su anorexia “interpretado” por muñecas Barbie) e intentado algo similar con la atmósfera Glam & Bowie & Iggy & Ziggy en Velvet Goldmine (1998), que no le gustó para nada a David B., cosa comprensible (negó el uso de sus canciones) porque lo que allí se mostraba/denunciaba era la adicta compulsiva transgresión de exhibicionistas patológicos. Mientras que en I’m Not There, ya desde el título, lo que se revela es la inasible ausencia de una contundente presencia. I’m Not There –que no está basada en la vida de Dylan sino “inspirada por” la vida o las vidas de Dylan– no resuelve el enigma de Dylan sino que potencia su misterio. Y si en su meritorio y multiestelar soundtrack, al final, Dylan aparecía como un espectro justiciero entonando la canción del título (hasta ahora bootleg y, por error de la discográfica, su master en exclusiva propiedad de Neil Young) para poner a las cosas y a los versionadores de lo suyo en su sitio con una mezcla de caricia y bofetada, en la película, cuando por fin lo vemos en el último minuto, lentísimo fundido a negro y primer plano y solo de armónica de, creo, “Mr. Tambourine Man”, Dylan (el primero y el único, y estoy seguro de que le encantó esta película que se parece tanto a las películas que él quiso hacer pero que nuca le salen bien del todo) se materializa para bendecir todo el asunto sin decir palabra.
Y después, claro, volver a desaparecer.
Y al lado nuestro –en Brooklyn, lugar que se menciona en una canción titulada “Joey”– el replicante Bob Dylan N. 1.098.567 Serie Nexus 6 –un Bob Dylan que no aparece en I’m Not There pero que es como si estuviera allí, arrastrándonos a todos hacia el agujero blanco de una pantalla de cine– pide otro bourbon con voz de Bob Dylan.





Ninguna Boba
Por Mariano Kairuz
Los premios Oscar suelen adolecer de un pequeño problema de timing: muchos lo reciben demasiado tarde, por una obra inferior a muchas otras que realizaron antes (Scorsese) o demasiado temprano, por lo que luego resulta haber sido apenas un destello fugaz (Angelina Jolie). Pero se puede decir que en el caso de Cate Blanchett llegó en el momento preciso y por las razones más justas: incluso si había deslumbrado con Elizabeth (la primera de sus tres nominaciones hasta ahora y la película que diez años atrás la hizo internacionalmente famosa), su primera proeza fue devolvernos brevemente a Katharine Hepburn. Oscar a mejor actriz de reparto entre un reparto (el de la menos que buena El aviador, de Scorsese) que provocaba vergüenza ajena a borbotones cada vez que alguien intentaba arrimarse al carisma y la imagen mítica de Errol Flynn (¿Jude Law?) o Ava Gardner (¿¿Kate Beckinsale??), Cate conseguía lo imposible, imitando un poco pero –sabiendo que Kathy Hepburn era básicamente inimitable– recreando mucho más: un espíritu, una energía, una velocidad. Esa conciencia de que algunas personas-personajes no pueden ser apresados en una composición, de que hay figuras que se resisten al retrato integral, es la que anima también a Jude Quinn, la porción de Dylan que compone Cate Blanchett en I’m Not There, y a la película misma. Una parte que da más que la suma del resto de las partes, y un procedimiento difícil de definir, pero que es el que, a esta altura está claro, ha permitido que a Cate Blanchett le creamos todo: cuando hace de la pálida, brillante y encorsetada reina virgen en el siglo XVI, tanto como cuando se convierte en la etérea reina de los elfos de la Tierra Media, o encarna a una más terrenal prostituta alemana en fuga de Berlín a fines de la Segunda Guerra. O, como ahora, que es Dylan y es al mismo tiempo, y en otra punta alejada del mismo universo, una perra asesina llegada del frío (con el nombre tan chica Bond mala de Irina Spalko) y dispuesta a pulverizar a Indiana Jones.


Cate Blanchett: Dios salve a la reina


Antes de Elizabeth la australiana de por entonces 28 años había hecho bastante teatro y apenas dos o tres películas en su país, un par de las cuales tuvieron distribución internacional. Hoy, once años y más de veinticinco películas después, está convertida en una verdadera superestrella, pero una de una belleza marciana –lejos del consumo adolescente de cine– que, asegura, no permite que sus personajes vean el mundo a través de su propio prisma moral. Cate puede ser gélida y lejanamente bella (Elizabeth, El Señor de los Anillos) o cotidiana e irresistible, como lo demuestra en dos de sus apariciones que no suelen ser de las más recordadas: esa escena de Vida bandida en la que baila poseída por la canción “Holding out for a Hero” cantada por Bonnie Tyler, en la cocina, pura energía asesina con su pelo naranja encendido y cuchillo en mano; y esa otra, en Escándalo, cuando se van a las manos ella –como Sheba, la profesora que se acuesta con su alumno adolescente– y Dame Judi Dench. Es tan buena que molesta un poco verla desperdiciarse en películas como Babel, y sólo nos queda lamentar que ahora, que es madre de tres, se haya vuelto a Australia y vaya a pasarse allá al menos tres años dirigiendo con su marido, el dramaturgo Andrew Upton, la Sydney Theater Company.
Aunque por ahora ella sí está, sigue ahí, más que nunca. Como con Katharine Hepburn, Cate logra otro pequeño milagro en una película a la que se acercó como quizás una pieza más pero de la que terminó convirtiéndose en su corazón. Ahí está, al principio de todo, como el cadáver del músico, la mitad de su cara y su melena asomando desde abajo de la pantalla, y el parecido es sorprendente. Su fracción de Dylan es la que corresponde a 1965, a Londres, a la pelea con su propia fama y con el periodismo; tal vez con el folk, y basta volver la vista atrás, a Don’t Look Back de Pennebaker para entender por qué Cate Blanchett. “Dylan en los ’60 fue muy valiente”, dice la actriz. “Lo admiro cuando dice: No les debo la verdad y de todas maneras la verdad no es algo estático, y ¿qué sé yo qué es lo que me motiva? Volví a ver la conferencia de prensa que dio en 1965 en San Francisco, y mientras lo veía pensaba: Te amo. Y aunque lo peor que puede hacer un actor es enamorarse del personaje al que está a punto de interpretar, no estoy interpretándolo a él. Haynes quería que yo habitara la silueta de Dylan en esos años, por eso quería que lo interpretara una mujer, porque era muy andrógino y ésa es la versión más icónica de su carrera musical. Si lo hubiera interpretado un hombre, el público lo hubiera visto de otra manera, mientras que así tienen la oportunidad de zambullirse en la extrañeza de lo que Dylan puede haber sido en ese momento, no por una manera particular de interpretarlo sino por el mero hecho de que soy una mujer.”
De su Jude Quinn, dijo la crítica Stephanie Zacharek en Salon.com: una actuación “hipnótica, la más poderosa, vibrante y neurótica, una presencia élfica sexualmente fascinante, una criatura mutante, un manojo de sensores entreabiertos al mundo y a medias resguardados de él. Con esa maraña de pelos interminable, es el corazón de la película. El Dylan de mediados de los ’60, golpeado por el rechazo, pero todavía no listo para cerrarse a su público; sus movimientos tienen la precisión y la meticulosa gracia de un teatro de sombras de Bali. Su Jude está casi siempre lista para hacer un chiste malicioso; es defensivo pero, también juguetón”. Mientras que Jim Hoberman, en un largo texto para el Village Voice de Nueva York en el que traza un recorrido por la larga y conflictiva, no siempre satisfactoria relación de Dylan con el cine, dice, por su parte: “Jude Quinn debe sentirse como un freak que sufre por un exceso de inteligencia y sentimiento; la soledad de estar siempre hablando por encima de las cabezas de la gente, la presión de ser el más inteligente, el más popular, cool, gracioso y talentoso de la habitación. Varios dijeron que mientras Velvet Goldmine atacaba a su camaleónico Bowie por traicionar a su público, I’m Not There reverencia a Dylan por sus metamorfosis existenciales”. Y, en su lista de los mejores actores de 2007 para la revista Esquire, Mike D’Angelo escribió que “Cate captura no sólo los amaneramientos adenoideos de Dylan sino también su ingobernable espíritu bromista, como disfrutando de alguna extraña broma privada. Una aproximación tan increíble al Dylan de Don’t Look Back que uno no puede menos que decepcionarse cada vez que la película vuelve a alguno de los otros pseudo Bobs tanto menos icónicos”.
Esa melena enjambrada, los anteojos y los cigarrillos (y las medias en los pantalones que, dice, la ayudaron “a caminar más como un hombre”) hacen al Dylan más dylanesco en imagen de la película, pero lo que importa no son todos esos accesorios, dice Haynes: “Durante el rodaje, cuando ella se sacaba los anteojos se ve todavía más como Dylan. No hay ocultamiento, es precisamente al revés: sólo revela algo más del interior de Cate”.
“La idea de interpretar a Dylan era tan absolutamente ridícula –dice Blanchett–, que por supuesto tuve que decir que sí. Sabía, como con Kathy, que podía terminar con mi carrera. Que estaba entrando en terreno sacro: hay mucha gente que se cree dueña de Kathy, de sus películas y de su persona. Y hay mucha gente que cree conocer a Dylan, aunque probablemente es más mercurial todavía de lo que era Hepburn. Pero conozco otra manera de trabajar que correr de frente hacia el fracaso. Creo que siempre es bueno abordar cosas que son más grandes que uno. Y luego simplemente tratar de escalarlas. Si uno sabe que va a fracasar, tiene que fracasar gloriosamente.”

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