viernes, 10 de junio de 2011

Leonard Cohen

Cómo decir poesía



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Por ejemplo la palabra “mariposa”. Para usar esta palabra no hace falta aligerar la voz, ni dotarla de pequeñas alas empolvadas, ni inventar un día soleado o un campo de narcisos, ni estar enamorado, ni estar enamorado de las mariposas. La palabra “mariposa” no es una mariposa de verdad. Está la palabra y está la mariposa. La gente tendrá todo el derecho a reírse de ti si confundes estos dos conceptos. No le des tanta importancia a la palabra. ¿Qué quieres transmitir, que amas a las mariposas con más perfección que nadie o que entiendes realmente su naturaleza? La palabra “mariposa” no es más que un dato. No te da pie a revolotear, elevarte, proteger las flores, simbolizar la belleza y la fragilidad o interpretar de alguna forma a una mariposa. No representes las palabras. No representes nunca las palabras. No intentes nunca despegar del suelo cuando hables de volar, ni gires la cabeza y cierres los ojos cuando hables de la muerte. No me mires con ojos ardientes cuando hables del amor. Si quieres impresionarme al hablar del amor, métete la mano en el bolsillo o debajo del vestido y acaríciate. Si tu ambición y tu hambre de aplausos te han llevado a hablar del amor, debes aprender a hacerlo sin desacreditarte a ti mismo ni lo que dices.


¿Qué expresión podría definir a nuestra época? Nuestra época no tolera expresión alguna. Todos hemos visto fotografías de madres asiáticas desoladas, así que no nos interesa la agonía de tus órganos achacosos. Nada de lo que puedas expresar con tu cara tiene parangón con el horror de nuestro tiempo. No lo intentes siquiera. Sólo merecerías el desprecio de los que han sido tocados en lo más hondo. Todos hemos visto noticieros con seres humanos embargados por el dolor y la desazón. Todos sabemos que comes como Dios manda y que hasta te pagan para que te subas a un escenario. Estás tocando para gente que ha vivido catástrofes, así que tranquilízate. Di las palabras, transmite los datos y hazte a un lado. Todos sabemos que sufres. No puedes contarle al público todo lo que sabes del amor en cada verso de amor que digas. Hazte a un lado: la gente sabrá lo que tú sabes porque ya lo sabía. No tienes nada que enseñarles. No eres más hermoso que ellos. Ni más sabio. No les grites. No fuerces una entrada en seco. Eso es sexo mal practicado. Si muestras el contorno de tus genitales, entrega lo que prometes. Y recuerda que, en el fondo, la gente no quiere acróbatas en la cama. ¿Qué necesitamos? Estar cerca del hombre natural, estar cerca de la mujer natural. No quieras ser un cantante venerado por un público numeroso y leal que desde siempre ha seguido los altibajos de tu carrera. Las bombas, lanzallamas y demás mierdas han destruido algo más que árboles y poblados. También han destruido los escenarios. ¿Acaso creías que tu profesión iba a escapar de la destrucción general? Ya no hay escenarios. Ya no hay candilejas. Estás entre la gente, por lo tanto sé modesto. Di las palabras, transmite los datos y hazte a un lado. Quédate solo. Quédate en tu habitación. No montes un número.


Se trata de un paisaje interior. Está dentro y es privado. Respeta la intimidad de tus textos, pues fueron escritos en silencio. La valentía de la interpretación es decirlos. La disciplina de la interpretación es no violarlos. Deja que el público sienta tu amor por la intimidad aunque ésta no exista. Sé una buena puta. El poema no es un slogan. No puede promocionarte. No puede fomentar tu reputación de sensible. No eres un semental. No eres un ladrón de corazones. Tanto gangster del amor y tanta tontería. Eres un estudiante de disciplina. No representes las palabras. Las palabras mueren cuando las representas, se marchitan, y no nos queda más que tu ambición.


Di las palabras con la precisión exacta con que comprobarías la ropa de tu colada. No te conmuevas con una blusa de encaje. Unas braguitas no tienen por qué ponértela dura. No tiembles al ver una toalla. Las sábanas no han de dibujar una expresión de ensueño alrededor de tus ojos. No hace falta que llores en el pañuelo. Los calcetines no están ahí para evocarte extraños y lejanos viajes. No es más que tu colada. No es más que tu ropa. No seas un mirón escudriñando a través de ella. Limítate a llevarla puesta.


El poema es mera información. Es la Constitución de la patria interna. Si lo declamas y lo hinchas con nobles intenciones, no eres mejor que esos políticos que tanto desprecias. No haces más que agitar una bandera y llamar patéticamente a la patriotería emocional. Piensa en las palabras como ciencia, no como arte. Son un informe. Es como si dieras una conferencia en la Federación de Montañismo. Las personas que te escuchan conocen todos los riesgos de la escalada, y te honran dando por sentado que lo sabes. Si se los pasas por la cara, estás insultando la hospitalidad que te ofrecen. Infórmales de la altitud de la montaña, describe el equipo que utilizaste, especifica el tipo de superficie y fija el tiempo que duró la escalada. No busques dejar al público boquiabierto. Si el público se queda boquiabierto, no será debido a tu apreciación de los hechos, sino a la suya. Tu mérito estará en la estadística y no en las inflexiones de tu voz ni en los ademanes enérgicos de tus manos. Estará en los datos y en la tranquila organización de tu presencia.


Evita las fiorituras. No temas ser débil. No te avergüences de estar cansado. Tienes buen aspecto cuando estás cansado. Parece como si pudieras seguir y seguir sin parar. Y ahora ven a mis brazos. Eres la imagen de mi belleza.






La semana pasada, el canadiense Leonard Cohen recibió el premio Príncipe de Asturias en Literatura. Además de ser el cantautor de voz bíblica y lirismo sexual por lo que es conocido y admirado en buena parte del mundo, a los 76 años sigue fiel a su primera vocación: la poesía. Publicó su primer poemario, Comparemos mitologías, en 1951. Desde entonces, editó dos novelas (El juego favorito y Hermosos perdedores, recientemente reeditadas por Edhasa) y más de una docena de libros de poesía (el último hasta ahora, Libro del anhelo, es del 2006 y fue publicado por Lumen España; la mayoría de los otros, como Flores para Hitler, La energía de los esclavos y La caja de especias de la tierra se consiguen por Visor). Esta suerte de arte poética está incluida en La muerte de un mujeriego.


Al momento de anunciarse el premio, Cohen estaba descansando después de una gira maratónica de más de un año, la primera después de una larga década recluido en un monasterio zen, y con la que intentó recuperar algo de los ahorros con los que huyó su manager durante ese tiempo.

viernes, 3 de junio de 2011

Pasolini/Mastronardi (reseñas)

Las cenizas de Pasolini


El despojamiento de un escritor que ha pasado por todos los géneros y estaciones del deber ser artista, reflejado en el espejo de Dante. La fuerte marca teórica de Erich Auerbach. El calvario del comunista cristiano y, quizás, un anticipo de la muerte violenta. La Divina Mímesis, último libro de Pier Paolo Pasolini aunque escrito a mediados de los años sesenta, condensa un recorrido estético e ideológico que aún interpela a los intelectuales, sobre todo en las sociedades capitalistas más desarrolladas.


Por Guillermo Saccomanno

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Un escritor anónimo, apenas entrega al editor su libro Fragmentos infernales, es asesinado a palazos en Palermo. El texto tiene notas marcadas, pero faltan en el original. Apuntes sueltos, informa el editor, se hallaron en los bolsillos del muerto y en la guantera de su auto. Sobre el final del libro, hay una sección: “Iconografía amarillenta (para un poema fotográfico)”. Se trata de una serie de fotos. Puede verse al comunista Julián Grimau fusilado por Franco en Madrid durante 1963 y al griego Grigoris Lambrakis, liquidado ese mismo año en Atenas. Después, una del crítico Gianfranco Contini. En otras, un edificio en el Friuli, partisanos, manifestaciones callejeras, jóvenes del subproletariado. Hay una foto que llama la atención: Carlo Emilio Gadda con Pier Paolo Pasolini. Después, el poeta Sandro Penna. También taxi boys de periferia, la tumba de Gramsci, una manifestación de neofascistas, un grupo de intelectuales vanguardistas entre los que figuran Edoardo Sanguinetti y Umberto Eco, chicos de Kenia, el Tercer Mundo. Cada foto parece proponer un verso y la suma articula elementos de una historia social italiana contemporánea (que alcanza hasta mediados de los ‘70, cuando es asesinado el autor), pero también, en conjunto, arman una historia personal en clave. ¿Por qué no considerar estas fotos como documentos que funcionan como citas literarias? El autor de este libro no ha sido otro que el mismo Pasolini. Fue hijo de un padre militar fascista que le salvó la vida a Mussolini. Guido, su hermano menor, fue fusilado en una refriega entre partisanos. Pier Paolo, a su vez, militante del PCI, fue expulsado por “actos impuros”. Marxista y cristiano, era siempre molesto tanto para las buenas conciencias progresistas como para una hipócrita reaccionaria sociedad sotanuda. No hubo zona álgida que no tocara. Advertía las mutaciones perversas de una sociedad que se corroía a sí misma y las denunciaba. La corrupción política, financiera y social fueron sus últimos blancos predilectos. Su novela inconclusa, Petróleo, iba por ahí. Pasolini sabía qué intereses afectaba. Su muerte es hoy menos una incógnita y cada día el mayor la sospecha de un crimen político. La Divina Mímesis, en su intención de “manuscrito encontrado en una botella”, adquiere, con sus cantos en prosa, un dramatismo que supera lo ficcional: como el autor imaginario del texto, Pasolini fue asesinado en un balneario de las afueras de Roma poco después de dar el texto a la imprenta. La realidad imitando al arte, diría Wilde.



La Divina Mímesis. Pier Paolo Pasolini El cuenco de plata 108 páginas

Un dicho popular afirma que donde fuego hubo, cenizas quedan. Y las cenizas, si se las revuelve, pueden avivar un fuego que aún no se ha extinguido. Este es el efecto de La Divina Mímesis. Del mismo modo que Pasolini encuentra que el fuego de Dante sigue vigente –en su tiempo, en el nuestro–, ese fuego del Infierno, que es también el fuego de la pasión, la operación de lectura que implica acercarse a este Pasolini desolado es ratificarlo más ardiente que nunca. Durante años Pasolini pensó en una reescritura de la Commedia. Traductor y prologuista de La Divina Mímesis, Diego Bentivegna señala que junto a Contini, los años 50 son para Pasolini los del magisterio intelectual de Erich Auerbach, de cuya obra extrae el concepto de mímesis, entendido en un sentido peculiarmente atento a sus dimensiones lingüísticas. Para leer La Divina Mímesis es importante recordar que, en el recorrido crítico de Auerbach, Dante ocupa un lugar de bisagra en la literatura occidental. La escritura pasoliniana acá representa un momento de plenitud del proyecto mimético en el que se conjugan lo sacro y lo profano, lo ridículo y lo sublime, lo frívolo y lo teológico. Anterior a La Divina Mímesis, el fervor dantesco de Pasolini se puede remontar a un ensayo de 1965: La voluntad de Dante de ser poeta (recopilado en el imprescindible Empirismo herético, traducido y anotado por Esteban Nicotra), donde se planteaba la trascendencia de la operación lingüística de Dante: correrse del latín, escribir su Commedia en lengua toscana, es decir, toda una actitud política al apartarse de una lengua culta hegemónica adoptando una plebeya. Esta estrategia pasoliniana de retornar a Dante, era una resignificación que desafiaba a “cierta crítica marxista italiana” a volver a los orígenes de la lengua si quería discernir una poesía cuestionadora de una adocenada. Casi redundante señalarlo: para Pasolini Dante representa el creador total que marca el pasaje de la Edad Media al Renacimiento, el ideólogo que articula teorías políticas, que no perdona a los tibios que no toman partido, el poeta que noveliza su concepción del mundo apelando a los sublenguajes populares. Como Dante, Pasolini no es sólo un escritor. Es también poeta, narrador, ensayista y cineasta. No es casual que en su adaptación del Decamerón de Bocaccio (que fuera el primer biógrafo de Dante) actúe interpretando a Giotto (amigo de Alighieri, ilustrador de su Commedia). No hay género que Pasolini, en una mímesis existencial y renacentista no intente. “Mi obsesiva actividad de hacedor de demasiadas cosas”, escribe en una de sus cartas de 1965. “Demasiadas cosas” es también este libro que, como tácita exégesis de Auerbach, se nos presenta, además de como reescritura íntima del Infierno, examen de conciencia, autocrítica, manifiesto personal, panfleto y, ¿por qué no?, arte poética.


Aquella “voluntad de ser poeta de Dante”, que fuera también la del joven Pasolini, es ahora, en este 1975, el año de su muerte, la inocencia perdida de quien sentó la Belleza en sus rodillas y la encontró amarga. Si Dante es hereje al encarnar la divinidad en una mujer, Pasolini, siguiendo sus pasos, es también blasfemo: la divinidad está representada en su vértigo justiciero y atracción homoerótica por un subproletariado que tiene todas las de perder y terminará extraviándose como el intelectual enamorado que se le acerca con un ánimo redencionista. La conciencia de su “pequeño yo”, tal como la llama Pasolini, es asimismo temporada en un Infierno que será patronímico de un Rimbaud venerado y luego acusado como icono castrador. El “yo soy otro” en Pasolini es boomerang y desgarramiento que le echa en cara todo su pasado “artístico”, lo que va desde el poeta que empezó escribiendo en friulano Poesías a Casarsa (un gesto equivalente a la lengua toscana de Dante), el poeta de Las cenizas de Gramsci, el narrador de Ragazzi di vita, hasta el director que concluirá escarbando en las heces de la República de Saló. Desde esta perspectiva Rimbaud es interpelado: “Nuestro héroe verdadero, absoluto, ha sido Hitler. El ha sido el representante de los Rimbaud de provincia, que han caminado el empedrado de sus ciudades con la misma jactancia con la que otros jóvenes pequeñoburgueses –y sobre todo aquellos que, siendo trabajadores, se transforman en pequeñoburgueses– han aceptado el conformismo de sus padres”. La interpelación no mella sólo a Rimbaud sino todo intento de poetizar una realidad inmunda. Para los poetas de verdad no cabe ningún Paraíso. Ni siquiera los dos ilusorios que esboza con sarcasmo al final de este testamento: el paraíso neocapitalista y el paraíso comunista.


No hay un afán escandalizador en las aseveraciones de Pasolini: “La repetición de un sentimiento se vuelve obsesión. Y la obsesión transforma el sentimiento”. Y después: “Es necesario ver con quién se casa la Obsesión una vez convertida en Religión. Pero mientras tanto, la Religión, la Instituida, ha celebrado todos los casamientos posibles. Y aún celebrará alguno más. Sus deseos no tienen fin, y obtendrá sus machos... Hasta que encuentre alguno que la tenga tan grande que la matará.” La escenografía de Dante se aggiorna en su libro póstumo: hay carteles de burocracia, señales ferroviarias, barreras y alusión a los campos de exterminio. Tampoco es gratuito que su pasaje por el Infierno comience en la penumbra de un cine, que su sala en sombras sea la escenificación de la selva oscura y un proyector la expresión visionaria: “Oscuridad igual a luz”, escribió.




Unas palabras a Mastronardi


Nacido en Gualeguay pero residente en Buenos Aires, donde vivía en hoteles y representaba el papel del provinciano en la ciudad, Carlos Mastronardi fue uno de los poetas argentinos más influyentes en sucesivas generaciones. La Universidad Nacional del Litoral acaba de publicar su obra completa en dos volúmenes que incluyen, además de sus libros de poemas, memorias, cuadernos, artículos y poesía no recopilada en libros. Arnaldo Calveyra escribió un prólogo donde recuerda su relación personal con Mastronardi girando alrededor de una pregunta obstinada: ¿cómo se aprende a escribir un poema?


Por Arnaldo Calveyra

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Tardes con ese olor


Tardes con ese olor, tenían ese olor, olor a esos años, había por las calles ese olor, la poesía, intenta escribir un poema tenía ese olor, olor a zaguanes y más zaguanes, calles de esos barrios, de un barrio de Buenos Aires en particular, el de Primera Junta en particular al salir del subterráneo de la línea A y encaramarme al tranvía en dirección a la calle Thorne (445, 2º A, casa de Carlos Mastronardi), olor yendo de cancel en cancel, insistente, tenaz olor de arquetipo, calles traspasadas a ese olor, en todo caso, por esos años –flamantes años 50– la poesía, el poema, salir en su busca, tenía ese olor.


Y porque en esta tarde de marzo de 2001 está de vuelta en mi pieza.


¿Qué es lo que vuelve memorable un poema?, ¿qué es lo que hace que “La rosa infinita” sea uno de esos poemas a los que se vuelve a lo largo de una vida?, ¿de entre sus componentes cuál y cuáles son los que mejor contribuyen a que los leamos una y otra vez con el mismo deleite?, ¿y de entre esos componentes hay uno, habría uno (¿pero cuál?) que sería la causa central de ese deleite? ¿Qué es, justamente, lo que vuelve memorable los poemas a años de escritos?, ¿se transforman esos poemas en los años, se las arreglan con los años? Demasiado sé que el tiempo destiñe la mayor parte de los poemas que se escriben. Por qué, me pregunto, y estaría tentado de preguntárselo una vez más a usted, querido Mastronardi –querida la persona que usted fue–, en el caso de “La rosa infinita” –un ejemplo entre su obra poética– y como si de un grabado al aguafuerte se tratara, el tejido sigue intacto, intactos el perfume, color, sonido y sentido, luna que le ofrece al niño lo que el niño le pide, sigue brindando lo que le pedimos, intensidad de días y de tardes concentrados a esa luz hecha de palabras sobre una página, intensidad, sí, de tardes (“también sus cariñosos”), ¿es como siempre, como casi siempre, la temperatura de dos palabras puestas a trabajar juntas hasta la incandescencia?, ¿se trata de la temperatura que pueden arrojar esas palabras reunidas por voluntad del poeta?, ¿palabras que se visitan (“flores visitadas”), convertidas en notas musicales en el pentagrama?


¿Aprovechar que usted está en la habitación de al lado para hacerle una vez más –esta vez por escrito– estas preguntas, preguntarle, de paso, por su manera de componer un poema? Pero la frustración no tarda, llega enseguida, casi enseguida al acordarme de su manera de “despersonalizar” el diálogo, de alejar del fuego de su tarea de poeta mi curiosidad posadolescente. Con su gentileza de todos los instantes pero en forma inapelable recuerdo que me respondía: “La literatura es vasta...”. Usted me acercaba el mundo de la poesía pero no le gustaba o no creía formar parte (¿socialmente?) de ese mundo. Durante los diez años en que su generosidad entrañable me paseó por los misterios de la palabra poética –y a veces yo creía estar a punto de saberlo, de develar el enigma pasión mediante–, recuerdo también mi pregunta obstinada de esos años: “¿cómo se aprende a escribir un poema?”, pregunta que mirada desde ahora habría de proceder en línea directa del romanticismo, del siglo XIX, de una idea más o menos clara, más o menos confusa, personal y precipitada, de la inspiración poética complicada en mi caso por una práctica diaria de piano –donde los “resultados” son más inmediatamente tangibles– y por el temor a que ambos aprendizajes pudieran neutralizarse uno con otro.



Mastronardi. Obra completa Ediciones UNL Tomo I, 1016 páginas Tomo 2, 880 páginas

¿Qué hace que uno vuelva a unos poemas, a unos versos en un poema, a tres palabras en una carta?, ¿se trata de la ausencia de aparato retórico para que en esa ausencia uno pueda poner en juego sus intuiciones del lector? Vacío de aparato retórico, sí, ¿pero y el metro alejandrino de “Luz de provincia”? ¿El alejandrino en “Luz de provincia” como retórica sublimada pero vigente (“el trabajo borra las huellas del trabajo” de Valéry), bastidor, marco transparente ante la vastedad de mundos que el poema convoca, en que el poema se va convirtiendo a medida que nuestra lectura avanza?, ¿los componentes del trinomio ritmo/sentido/tiempo reunidos y vivificados uno con otro, uno gracias al otro, de la mano ya, ritmo que acarrea el sentido, que en gran medida lo engendra y lo propaga para ir a echarse como otro vasto río sobre los diferentes ámbitos del poema, tiempo que deposita su mota de polvo que el sol de la pieza revela, lengua vuelta dialecto por necesidades del poema?, ¿resulta una vez más la dificultad, que es malestar en el principiante, entre fondo y forma?


sentido + ritmo + tiempo


A propósito de la contienda entre fondo y forma, recuerdo que nos paseábamos una tarde por el barrio de Flores cuando en eso nos cruza una dama vestida como un árbol de Navidad al que sólo le faltaran las lucecitas de colores. Usted siguió silencioso pero casi enseguida, levantando una mano dirigida “a nadie” como usted solía, en la semioscuridad de la tarde me dijo, o dijo: “Van al sastre antes que al estilo”.


El tiempo que pasa, que figuró entre sus preocupaciones esenciales, llega a “Luz de provincia” como una respiración que es de inmediato la nuestra de lectores. Así, el venirse de la muerte, que en usted era “tiempo sentido” –a usted le gustaba juntar esas dos palabras–, nunca tiempo cuantitativo, nunca tiempo en rama (en el remitente de una de sus últimas cartas yo puedo leer: Astronardi, tengo el sobre sobre mi mesa), el tiempo como la máscara que un día termina por ser la cara del que la lleva puesta desde el día de su nacimiento. En sus últimos años, en el retiro de Gualeguay, desde una ventana de la casa de su sobrino Jorge Washington Lecuna, usted contemplaba, estoy seguro que con extrañeza y siempre con el mismo asombro, las ventanas de la casa de enfrente donde habían vivido sus abuelos maternos y adonde de niño usted solía ir de visita con sus padres. En suma, la manera de hacer intervenir el tiempo como el sujeto invisible de sus poemas y, más precisamente, su relación con el tiempo, su estarse con el tiempo, su tardarse en el soliloquio y diálogo con el tiempo, su modo activo de ponerse en sus manos, “alguno se tardaba, callado frente al pueblo”, no era sino una de las maneras que usted tenía de tratar con los personajes que día a día se van convirtiendo en personas de la muerte.


Siempre me preguntaré –y los años están lejos de atenuar la pregunta– por la manera en que usted componía sus poemas. Usted nos dejó muchas páginas escritas sobre la cuestión. Pero siempre me preguntaré por su actitud una vez llegado a presencia de la página en blanco. ¿Se trataba, simplemente, de poner en práctica unos preceptos?, ¿de “cultura olvidada pero influyente”? ¿Obtendré esta noche la respuesta o la misma respuesta: “La literatura es vasta”?

Los piratas de antes no usaban rimmel

Se estrenó la cuarta entrega de la saga de Piratas del Caribe, con Johnny Depp encarnando de nuevo al inefable Jack Sparrow, Keith Richards y Goeffrey Rush haciendo otra vez de las suyas y Penélope Cruz subiéndose a bordo. Como si fuera poco, ésta viene en 3 D. Para hacer honor a este auge de la piratería, mientras Alfredo García disecciona la saga que nació de un juego mecánico en Disneylandia, José Pablo Feinmann recuerda a los grandes piratas del cine, con el incomparable Errol Flynn a la cabeza y seguido de una cantidad insospechada de mujeres de abordaje tomar.


Por José Pablo Feinmann

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Errol Flynn, el primero y el mejor: hizo siete de Captain Blood con Olivia de Havilland.

A partir de su etapa sonora, el que se adueñó de la personalidad del pirata fue un actor alto, extremadamente buen mozo, ágil, con una sonrisa devastadora que se llamó Errol Flynn. No importa si hoy nadie lo recuerda y para las nuevas generaciones pirata sólo hay uno, el Jack Sparrow de Johnny Depp. Cuando Flynn hacía sus piratas nadie sabía nada de Depp, nadie sospechaba que alguna vez arribaría a este mundo ni nadie habría creído que su misión en él sería la de presentarnos un pirata con rimmel abundante y delineador intenso alrededor de sus cálidos ojos, casi los de un niño que necesita cariño más que sangre.



Burt Lancaster como El Pirata Hidalgo.

Flynn creó al pirata del cine sonoro por medio de su interpretación del Capitán Blood. Admitamos que el nombre del personaje tiene su encanto. El Capitán Blood es el Capitán Sangre. Que no es lo mismo que el Capitán Rimmel. El film es del año 1935, en blanco y negro (seguramente hay copia coloreada), y está dirigido por un maestro del arte de Hollywood, Michael Curtiz, a quien todos ubicarán apenas digamos que es el director de Casablanca. La música es de Erich Wolfang Korngold, considerado un compositor serio. Tanto, que sus partituras están grabadas por André Previn y el eximio violinista Jascha Heifetz, uno de los más grandes del siglo XX; si no el más. La historia está basada en la novela de un best seller de la época: Rafael Sabatini.


El Capitán Blood surge en una época de sonrisas escasas y grandes tristezas, la Depresión. La gente necesita distraerse. No puede tomar conciencia de que el sistema en que vive puede dejarla en la miseria absoluta de la noche a la mañana sencillamente porque no es perfecto como siempre le dijeron. Ahí está Hollywood para ayudar a olvidar. Junto con las comedias musicales, los films de piratas fueron los más apropiados para soñar. Aseguraban muchas cosas: tesoros enterrados, espadachines, corsarios, barcos de todo tipo, cañonazos entre bergantines o entre galeones españoles y piratas codiciosos, mujeres hermosas siempre secuestradas por el héroe pirata, romances, el mar infinito, la vegetación de las islas, motines, tormentas, la legendaria Isla de Tortuga, donde se daban cita los más temibles delincuentes del mar, el ron, las grandes borracheras, los duelos a espada entre el pirata bueno y el malo que, casi siempre, era francés o también el comandante de un bergantín español. Durante el año en que se estrena El Capitán Blood le andan cerca La isla del Tesoro, El conde de Montecristo y, muy especialmente, Motín a bordo, con Clark Gable y Charles Laughton, en el papel del impiadoso Capitán Blight. (Se dice que Laughton despreciaba tanto a Gable como actor que no lo miró durante una sola escena de la película. Tal vez envidiara algo de su pinta. Como sea, el célebre actor de Lo que el viento se llevó siempre fue, por sobre todas las cosas, una de las más grandes maderas de Hollywood.)



Jean Peters como Capitán Providene en La mujer pirata, antes de casarse con Howard

El papel de Blood estaba listo para el actor que había triunfado con El conde de Montecristo, Robert Donat, pero apareció Jack Warner e impuso a Flynn, para eso era el jefe del estudio. Fue una gran elección. Sobre todo porque Warner contrataba el presente de Flynn, no su futuro. Necesitaban una dulce compañera para el héroe y tampoco se equivocaron. Olivia de Havilland (que habría de ser luego una notable actriz dramática) tuvo la parte de Arabella Bishop. Faltaba el villano. La elección fue tan acertada como las dos anteriores. O, si tenemos en cuenta esa frase sabia que dice “una historia vale tanto como valen sus villanos”, fue la gran elección de la gente de casting de la Warner. El villano llevaba el nombre de Capitán Levasseur, algo que evocaba al cruel devastador de los mares al que se llamó El Olonés. Se convocó, para Levasseur, a Basil Rathbone, una de las figuras más queribles del cine. El más perfecto de todos los Sherlock Holmes que hayan podido existir. Rathbone nació para hacer Holmes y así fue: lo hizo y lo hizo gloriosamente, para toda la eternidad o lo que de ella quede. Había nacido en Johannesburgo en 1892, se destacó como intérprete de Shakespeare en Inglaterra y luego hizo alrededor de setenta films entre Hollywood y su país de origen. Muchos lo recordarán por las películas de terror de American International que hizo Roger Corman en los ‘60, con Vincent Price, Boris Karloff, Peter Lorre y hasta la bellísima Barbara Steele en El pozo y el péndulo. Fue, por ejemplo, el pérfido médico que atiende al señor Valdemar, en la extraña versión de ese cuento en que Valdemar, antes de tornarse una putrefacción acuosa, ahorca a Rathbone, porque, entre otras cuestiones menos relevantes, el matasanos se llevaba demasiado bien con su mujer, la siempre bella y helada Debra Paget. Rathbone hizo catorce films de las aventuras de Sherlock Holmes entre 1939 y 1946. Es su legado imperecedero e invencible.


La historia del Capitán Blood es lo que no puede dejar de ser: abre el futuro, se anticipa a todo porque es sencillamente la primera. Flynn y De Havilland harían siete películas más. El maestro Korngold haría el score de seis futuros films de Flynn y Michael Curtiz lo dirigiría en ocho que habrían de venir. Blood es un médico injustamente arrestado y vendido a una plantación en Jamaica bajo la condición incómoda e inevitablemente laboriosa de eso que se denomina esclavitud, una costumbre muy de la época y siempre presente. Blood, sin embargo, logra algunos favores del gobernador y echa sus ojos sobre su hija Arabella, la dulce De Havilland. El azar interviene: unos piratas españoles atacan la isla y la toman por asalto. Pero Blood y su grupo de amigos roban un vigoroso bergantín y se hacen a la mar. Deciden ser piratas. A partir de ahí ocurren muchas cosas. Entre las principales, el duelo entre Blood y Levasseur. Que, desde luego, gana Blood. Se reencuentra con De Havilland y todo termina bien.



Tyrone Power también tuvo su pirata en El Cisne Negro, con Maureen O’Hara.

El que no terminó bien fue Errol Flynn. Debemos dejar en claro que nadie consiguió superarlo: ni Tyrone Power, ni Stewart Granger, ni Louis Hayward –que no pasó de la clase B–, ni aun durante nuestros días Harrison Ford, aunque en los dos primeros Indiana Jones roza sus alturas. La carrera de Flynn fue brillante. Hizo muchas películas imborrables: La carga de la Brigada Ligera, Príncipe y mendigo, Las aventuras de Robin Hood (es su figura la que identifica los entrañables libro de tapas amarillas que llevan ese nombre), Murieron con las botas puestas, El caballero audaz, Montana, Contra todas las banderas, El Señor de Ballantrae, La vida de Diana Barrymore y una última, de 1959, que horrorizó a Hollywood y a todo Estados Unidos: Cuban Rebel Girls. ¿Cómo llegó El Capitán Blood hasta la indignidad de formar parte de la guerrilla castrista junto a una menor de apenas diecisiete años o tal vez quince? La historia es tan larga como la más larga de las borracheras. Que en eso transformó Flynn su vida: en un trago interminable, en miles de botellas vacías y de madrugadas tristes, crudas, en las que caía derrotado y beodo hasta el delirio sobre su cama solitaria, estuviera o no en ella la más hermosa de las ascendentes starlets del momento. En suma, el alcohol deterioró su encanto, le quitó brillo a su sonrisa, dibujó oscuras y densas bolsas bajo sus ojos, arrugas que quebraban sus labios en un gesto de desdén o de asco, por la vida, por sí mismo. Tuvo algún reconocimiento aún por la versión de una novela de Hemingway (The Sun also Rises) pero lo pusieron cuarto en el cast custodiando desde la retaguardia a Tyrone Power, Ava Gardner y ¡Mel Ferrer! Aceptó luego el papel de John Barrymore –otro alcohólico tan tenaz como él– en la biografía de Diana Barrymore interpretada por la formidable Dorothy Malone de Palabras al viento, por la que ganó un Oscar, en la que hizo un strip tease y culminó su despliegue masturbando a una torre de petróleo en tanto Hudson y Bacall parten en busca de la felicidad. El Oscar de Palabras al viento le valió a Malone el protagónico de la vida de Diana Barrymore, tan alcohólica como John. Para hacer de John Barrymore, el hombre del perfil invencible, eligieron a Flynn: nada mejor que un alcohólico para interpretar a otro. Sólo con una diferencia –según muchos analistas de las desdichas ajenas–: si John Barrymore se autodestruyó en sesenta y dos años, Flynn logró lo mismo en apenas cincuenta. Y llega el final: el Capitán Blood se enamora de Fidel Castro. Viaja a Cuba. Está con Fidel en la Sierra Maestra y filma Cuban Rebel Girls, una apología de la Revolución Cubana, en los tiempos en que los guerrilleros se presentaban como unos barbudos democráticos que sólo venían a echar a un tirano sangriento. De eso se enamoró Flynn y de eso trata la película. Pero lo más espantoso para la moral norteamericana fue su relación con Beverly Aadland (de la que nunca más se supo). Ella tenía diecisiete años. Algunos dicen quince. Era, como fuere, menor de edad. Flynn la exhibía como su amante. La disfrazó de guerrillera y protagonizó el film. Que fue una calamidad. Sólo duraba sesenta y ocho minutos. Flynn murió de un ataque al corazón a fines de ese año, 1959. Todos los críticos coincidieron: “Realmente, una trágica película final, un triste final también para el robusto y heroico guerrero de tantos clásicos de la pantalla”. Así se hundió el Capitán Blood. Solo, ni siquiera con su barco.


Nos hemos extendido tanto con Flynn que algunos pensarán que no hubo otro pirata hasta Jack Sparrow. Pero no. Nos atraen –como a todos– los abismos. Y el de Flynn es impecable. Después de Blood fue el general Custer. ¡Caramba, un actor que asume esos papeles no puede autoliquidarse porque se le antoja! Tiene una responsabilidad social. Pero la vida de Flynn fue ejemplar: lo que se ve en la pantalla es una cosa. La vida es otra. Si a Custer Caballo Loco lo liquidó una sola vez en el Little Big Horn, cada día del pobre y gallardo Errol Flynn fue un intolerable Little Big Horn, fatídico lugar hacia el que cabalgó desde el mismísimo y maldito instante en que asomó su bigote a este mundo.



Geena Davis en La pirata, la película que acabó injustamente con su carrera.

Sólo nos resta un recorrido algo vertiginoso pero, al menos, exhaustivo. Antes del ambiguo Jack Sparrow hubo piratas que fueron decidida, unívocamente mujeres. Las cosas solían ser así en las películas de piratas: o se era hombre o se era mujer. Desde este punto de vista hay que reconocer la originalidad de Sparrow y hasta del mismo Johnny Depp, quien seguramente aportó mucho a su personaje.


En 1951, la actriz Jean Peters, que habrá de lucirse en El Rata de Samuel Fuller y en Viva Zapata! de Elia Kazan, interpreta a La Mujer Pirata, conocida como Capitán Providence. Trata de enamorarla un marino francés, el eterno “francés” Louis Jourdan, que anda en amores con Debra Paget. Peters tuvo críticas fabulosas, pero sólo manifestó a los críticos que el cine no le agradaba y habría preferido ser maestra en alguna escuela. Este afán por el bajo perfil y su concepción austera de la vida la llevaron a casarse con Howard Hughes. (Nota: como hoy nadie recuerda a nadie, aclaremos que Howard Hughes es el personaje que hace Leonardo Di Caprio –¿recuerdan a Di Caprio?– en ese film de Scorsese llamado El aviador. Un loco como hubo pocos, pero lleno de millones y millones de dólares.) La pasó mal Peters: el tipo era demente y vivía encerrado. Peters habrá pensado a menudo: “Casarse conmigo y vivir encerrado, este tipo no está loco, está peor”. Porque Jean era muy bonita. En Niágara, donde todo se montó para el lucimiento de Marilyn, ella consigue superarla con sencillez, sin todo ese aparataje que monta la Monroe y todo el final de la película es suyo, ya que la superaba ampliamente como actriz. Si la recuerdan El Rata, en esas escenas de amor con Widmark, con las sombras y las luces del film noir, la cámara de Fuller y el calor y la transpiración recordarán que les gustó mucho. Tanto como en Viva Zapata!. Pero dejó el cine por Hughes, que ni la tocó. Se llenó de dinero para siempre, sin duda. Pero, ¿qué costo tiene el aburrimiento, vivir presa de un pirado irredimible? Mejor hubieras hecho El Regreso de la Mujer Pirata, Jean.


El próximo gran pirata es Robert Newton en La isla del tesoro. Después Newton hace El Pirata Barbanegra, donde se copia a sí mismo. O mejor dicho: construye su impecable caricatura. Tyrone Power se impone con El Cisne Negro junto a Maureen O’Hara. Ella acompaña a un ya más que decadente Flynn en Contra todas las banderas. Otra pelirroja, Rhonda Fleming, hace a La Rouge, junto a Sterling Hayden, en El Halcón de Oro, una novela de Frank Yerby, best seller de la época (junto a Frank Slaughter). El Capitán Kidd, de 1945, presentaba a Charles Laughton en el protagónico. Luego haría su caricatura en Abbot y Costello contra el Capitán Kidd. Un minúsculo actor clase B hizo El Capitán Pirata en 1952 junto a una chica mexicana tan inexpresiva, tan fría y, sin embargo, uno no ha podido olvidarla: Patricia Medina. Será porque hizo películas que sucedían en Bagdad, con alfombras voladoras y todo. Ya no las hacen más. Ya no vuelan alfombras sobre Bagdad.



Charles Laughton como el Capitán Kidd: después se caricaturizó en Abbott y Costello contra Capitán

Un suceso inolvidable fue El Pirata Hidalgo, con Burt Lancaster. Cierta vez, en la década del ‘80, Luis Puenzo contaba a un grupo de amigos que le habían dicho que Burt Lancaster quería hacer la parte de Ambrose Bierce en Gringo Viejo. El problema, para los productores, es que sabían que tenía serios problemas cardíacos. Le pidieron a Puenzo que fuera a verlo y les diera su opinión. Puenzo nos confesó: “Fui, les hice caso, eran los productores, pero... ¡no se imaginan los nervios que tenía! ¡Ir a ver al actor de El Gatopardo y Novecento!”.


No dijo eso. El respeto reverencial y hasta el temor por Lancaster le venían de la infancia. De aquí que lo que en verdad dijo fue: “¡Ir a ver al Pirata Hidalgo!”.


No al “actor de El Pirata Hidalgo”. Al pirata hidalgo sin más. Así viven los pibes las películas. Para nuestra generación, El Pirata Hidalgo fue decisivo. Algunos críticos de hoy dicen que Lancaster “evolucionó desde piratas hidalgos y westerns hasta Visconti y Bertolucci”. Tonterías. Lancaster estaba tan bien en El Pirata Hidalgo y Veracruz como en Il Gatopardo y Novecento. Y El Pirata Hidalgo la dirigió Robert Siodmak, que luego hizo Los asesinos. Y Veracruz... Robert Aldrich. Que después hizo Bésame mortalmente. Y Ataque. ¿Alguien tiene algo que decir?


En 1986, Roman Polansky hace Piratas con Walter Matthau. Un fracaso absoluto. Polansky llevó el barco de la película al Festival de Cannes. No ganó nada. Al menos no se le hundió el barco. Matthau estaba como siempre: antipático, gruñón, irascible. ¿Quién dijo que podía hacer otra cosa aparte de los villanos que hizo durante la primera parte de su carrera? Se enganchó a Jack Lemmon de la mano de Neil Simon y zafó. Pero nunca me gustó ese tipo. Tampoco a Robert Downey Jr. En Chaplin, haciendo de Chaplin, le preguntan si le gusta Matthau. “No –dice–, demasiado gruñón.” Si lo dijo Chaplin...



La isla del tesoro: Robert Newton como Long John Silver, el papel que fue, es y será suyo.

Hay muchas más. La pirata con Geena Davis, Mattew Modine y Frank Langella. Excelente, pero decidieron hundirla. Arruinó la carrera de Genna Davis. No hay que olvidar El Pirata de Vincente Minnelli con Judy Garland y Gene Kelly. Y La Princesa y el Pirata, de 1943, con Bob Hope y Virginia Mayo. Virginia estaba deliciosa. Y luego las diferentes remakes de La isla del tesoro. Aquí el desafío es hacer el papel de Long John Silver, el gran personaje creado por Robert Louis Stevenson. Primero lo hizo Wallace Berry. Luego Robert Newton en una versión que permaneció como la definitiva. Luego, en 1982, Orson Welles: muy bien. Y en 1990, para TV, una versión inesperada. Christian Bale (tres años después de El Imperio del Sol) hace el personaje de Jack, el valiente niño. Y Charlton Heston asume a Long John Silver. Nunca obtuvo mejores críticas. Dirigió Fraser Heston, su hijo. En 1999 surge aún otro veterano para meterse en la piel del Capitán Silver, Jack Palance. No la vi. Pero dicen que Palance está conmovedor. Cómo no. ¿Alguien recuerda cómo muere en Ataque? Pocas veces un actor murió así en la pantalla.


Enrique Silberstein, un notable periodista de los años ‘60, escribió el mejor libro sobre este tema. Se llama: Piratas, corsarios, filibusteros, bucaneros. Lo editó el Centro Editor de América Latina. Atiendan a esto: “Los filibusteros (y los piratas) fueron la cuña que introdujo Inglaterra (o mejor dicho, sus empresarios) para ser los beneficiarios directos de los resultados de los descubrimientos de los españoles y los portugueses (...). Robar a los barcos españoles y transportar esclavos negros era la finalidad de los piratas y de los filibusteros. La ganancia obtenida por ambas actividades fue de una magnitud tal que el capitalismo nació casi solo. La enorme acumulación de capital que se produjo gracias a esas actividades llevó a la revolución industrial, a la creación de las instituciones básicas del capitalismo superior (bancos, bolsa de comercio, acciones, etc.), y al planteo de teorías que luego resultaron básicas en el estudio de la Economía”. Todos sabemos que el sanguinario pirata Morgan fue premiado por el Imperio británico con la gobernación de Jamaica. ¿Saben quién redactó las leyes para que gobernara la isla? John Locke. Que también era un pirata. La parte dura del oficio la delegaba. Lo suyo era la economía, el pensamiento, la fidelidad al Imperio y a su grandeza, que era la de la Civilización. Que no se devaluaba por tener que –a veces–- encarnarse en personajes como Henry Morgan, soldado de su Majestad, viejo erradicador de cabezas, lenguas y manos ajenas.


Y por último. En un episodio de The Kids in the Hall vemos a un joven probándole un zapato a un cliente en una zapatería común, modesta. De pronto nos mira y dice: “¿Oyeron hablar de Fletcher Christian? Fue un hombre de mar que le hizo un motín a su capitán. Un hombre duro, perverso. El capitán Blight. Les amotinó a los marineros de su nave, la Bounty. Después se fue a una isla paradisíaca, llena de bellas nativas. Se hicieron varias películas sobre él. En una lo interpretó Clark Gable. En otra Marlon Brando. En otra Mel Gibson. Pero, ¿saben algo? El pobre se murió a los treinta y siete años. Yo, en cambio, ¡voy a estar aquí hasta los noventa vendiendo zapatos!”.


De Jack Sparrow escribirá seguramente Alfredo García. El le hará justicia. A mí todos los efectos especiales me resultaron desagradables. La chica, esa inglesita Keira Knightley, es tan flaca que cualquier ola sobre cubierta se la lleva. Y tiene una sonrisa que le arruina la cara. En serio: Keira Knightley no puede sonreír. Se frunce toda. Una estrella sin sonrisa no es una estrella. Y Johnny Depp tiene rimmel y delineador y hace unos pequeños gestos que nos dicen: “¿Soy? ¿No soy? ¿Qué soy?”. Bien, es la ontología débil de los posmodernos. Es la realidad liviana, licuada. Nada es algo definitivamente. Todo es tan frágil que Jack Sparrow puede ser esto o aquello. La época de los imperativos se ha ido para siempre. Ya nadie te dice: “¡Tenés que ser un hombre, hijo mío!”. El padre de Sparrow, al menos, no. Basta de esas ontologías pesadas, rígidas, imperativas. “Hijo, sé un pirata. Ahora, un hombre, eso, elige el modo en que quieras serlo. Las posibilidades son infinitas”. Al morir los imperativos rígidos (¡Sé un hombre!) la libertad se expande, se abre a otras posibilidades, la licuación del Ser permite elegir tantas identidades como las gotas de una lluvia tierna de otoño. Cómo se sorprendería Errol Flynn ante este mundo. Sólo pudo ser una cosa: un alcohólico, un torturado, un perdedor. Son tres cosas, pensándolo bien. O son la misma cara de una sola: el fracaso, pensándolo mal.



Piratas y sirenas



Por Alfredo Garcia

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Johnny Depp como Jack Sparrow.

El problema básico de las películas de piratas ya desde los más antiguos inicios del género en el período mudo (con clásicos como The Black Pirate con Douglas Fairbanks) es que Hollywood casi nunca podía representar en la pantalla a un antihéroe sin ningún tipo de escrúpulos. Por eso en general los piratas de Hollywood solían ser no auténticos piratas, sino más bien infiltrados para vencer a los forajidos del mar desde adentro de sus oscuros buques. Una rara excepción fue La mujer pirata (Anne from the Indies), de Jacques Tourneur, donde Virginia Mayo, probablemente por culpa de su ambigua sexualidad, ataba a gente a diestra y siniestra tal como se corresponde realmente con los hechos históricos.


Pero la saga de Piratas del Caribe no se basa precisamente en hechos históricos: la película original fue probablemente el primer film en basarse en un juego mecánico, es decir la atracción mezcla de tren fantasma y montaña rusa acuática del parque de diversiones Disneyland. La atracción en cuestión, Piratas del Caribe, fue una de las primeras en entrar en funcionamiento en el primer parque de atracciones de Disney en California. El público se subía a un carrito típico de juego mecánico de parque de diversiones que iba por unos túneles oscuros y siniestros, y luego de caer por un par de cataratas vertiginosas deambulaba por un pueblo antiguo tomado por asalto por una banda de muñecos mecánicos, especie de cruza entre maniquíes y androides primitivos caracterizados como piratas. Había divertidas escenas de torturas, siempre con algún toque cómico que las hiciera más simpáticas y apropiadas para el entretenimiento familiar. Un ejemplo: un pirata corría desesperado de lujuria a una doncella alrededor de un aljibe. A su lado, de manera similar, un gallo perseguía infructuosamente a una gallina.


De hecho, el argumento, si así se lo pudiera llamar, o más exactamente el tono de esta atracción mecánica de parque de diversiones, en verdad era más dark en violencia y humor macabro que la increíblemente inocua primera película de la saga del Capitán Jack Sparrow. Lo mejor del film era modelar el personaje protagónico a imagen y semejanza de Johnny Depp, sin olvidar al menos simpático capitán pirata que sigue encarnando hasta ahora el talentoso Geoffrey Rush. Pero más allá de un leve toque fantástico que ya se evidencia en el título (Piratas del Caribe: La Maldición del Perla Negra) la trama del film de Gore Verbinski era una especie de comedia de enredos bastante ñoña, donde el verdadero protagonista era Orlando Bloom, que intentaba recuperar a su novia Keira Knightley de las garras de los bucaneros. Al final, Johnny Depp lanzaba una frase que parecía agregada por él al guión: “¡Este sí es un desenlace ecuménico!”, casi una autoburla de lo pacífico de una película de piratas realmente muy poco cruenta.


Luego de este inicio muy poco feroz, Verbinski apretó las clavijas en los elementos terroríficos para las dos siguientes y mucho mejores entradas en la saga, con sus ejércitos de zombies acuáticos y monstruos de las profundidades (Piratas del Caribe: El cofre de la muerte y sobre todo la tercera parte, Piratas del Caribe: en el fin del mundo, en la que también aparecía un pirata oriental interpretado por el inigualable Chow Yun Fat –El héroe de los policiales chinos de John Woo–. La saga no sólo ganó en efectos especiales, algunos realmente memorables, sino también en el clima oscuro que debe esperarse del género.


La nueva Piratas del Caribe: Navegando aguas profundas –dirigida por Rob Marshall–, estrenada el jueves pasado en los cines argentinos, es la que mejor equilibra las andanzas bucaneras con los elementos sobrenaturales. La historia narra los esfuerzos de tres expediciones distintas por llegar primero a una mítica fuente de la juventud. Una expedición es española, otra pirata a cargo del temible Barbanegra (Ian McShane en una gran caracterización) con su hija Penélope Cruz y su ex novio Jack Sparrow prisionero de una tripulación medio zombificada, y por último una inglesa pero al mando del pirata Geoffrey Rush con una pata de palo y terribles deseos de venganza.


Esta es la primera película 3D de la serie, el efecto estereoscópico se disfruta especialmente durante la escena del encuentro de los piratas con las sensuales pero peligrosisísmas sirenas, cuyas lágrimas son indispensables para el ritual de la vida eterna. A diferencia de la tradición clásica, estas sirenas seducen a los marinos y los arrastran al fondo del mar, donde los devoran con sus afiladísimos dientes, pero en esta superproducción de Disney hay lugar hasta para una rara historia de amor entre un predicador y una de las sirenas freaks. También vuelve a aparecer en un cameo Papá Sparrow, es decir el Stone Keith Richards, justo para hacer chistes sobre la evidencia que da su castigado rostro de que jamás ha pisado la fuente de la juventud.


Walter Benjamin y Gretel Karplus (cartas 1930-1940)

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Walter & Gretel


A lo largo de los años ’30, Walter Benjamin y Gretel Karplus intercambiaron una profusa, íntima y por momentos enigmática correspondencia. El trabajaba en su principal obra que quedaría inconclusa, El libro de los pasajes, y comenzaba el largo camino del exilio. Ella pronto se convertiría en la esposa de Theodor Adorno, pero su relación con Benjamin siempre se mantuvo aparte, como una amistad plagada de guiños cómplices. Correspondencia 1930-1940 (Eterna Cadencia) reúne este material completamente inédito hasta ahora. Además, se publicó en Argentina Denkbilder (El Cuenco de Plata), una serie de “epifanías en viaje” que tan bien condensan y revelan la marca benjamineana en la cultura y el arte.


Por Fernando Bogado

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Correspondencia 1930-1940. Gretel Adorno y Walter Benjamin Eterna Cadencia 464 páginas

La publicación de cualquier correspondencia de grandes nombres de la filosofía o la literatura invita siempre al lector a inmiscuirse en los detalles privados que, de alguna manera, iluminan un pasaje leído o le dan sentido a una frase que siempre, siempre, ha resultado oscura. Claro que estamos aquí frente a un problema teórico: ¿puede lo biográfico considerarse un elemento determinante a la hora de abordar una obra particular? Hay algunas soluciones: o descartamos de plano el vínculo entre biografía y obra, o colocamos la biografía trabajando a la par de la obra (solución que se puede encontrar, por ejemplo, en la manera en que Deleuze y Guattari trabajan con las cartas y el diario de Kafka en Kafka: por una literatura menor); o directamente elevamos la biografía y la consideramos solución última de cualquier cuestión interpretativa. Pero claro, aquí está el problema de cualquier colección de cartas, problema que abre la Correspondencia 1930-1940 entre Walter Benjamin y Gretel Karplus (quien luego pasará a llamarse Gretel Adorno, al contraer matrimonio con el filósofo amigo de Benjamin y miembro de suma importancia en el Institut für Sozialforschung, o mejor, de la así llamada “Escuela de Fráncfort”): una correspondencia, una carta, no es un trabajo biográfico completo, sino que es un fragmento, una pequeña porción de datos correspondientes a un escaso número de días que tienen no sólo la urgencia del momento, sino también una plétora de detalles minúsculos que suelen quedar fuera de cualquier gran empresa biográfica. La misma contraposición es recuperada en el prólogo que la traductora al español de estas misivas, Mariana Dimópulos, elige para dar comienzo a la lectura de estos pequeños, personales intercambios.


Gretel y Benjamin eligen dos extraños nombres con los que referirse uno al otro, nombres secretos que mantendrán con algunas intermitencias a lo largo de las cartas: Felizitas y Detlef, respectivamente. Los motivos de tales nombres pueden ser varios: en primer lugar, la censura, que empieza como un detalle pero que luego se convierte en una barrera a sortear en cada comunicación, hasta el punto de que las cartas finales de Benjamin-Detlef se encuentran en francés con el objetivo de que los responsables de tachar partes poco convenientes aceleren el trámite y no retrasen demasiado la llegada del mensaje por recurrir a algún traductor.


Otro motivo es un poco más encantador: una suerte de código personal mantenido por ambos en donde, por ejemplo, el nombre de “Felizitas” proviene del de un personaje de la obra Ein Mantel, ein Hut, ein Handschuh (Un abrigo, un sombrero, un guante) de Wilhelm Speyer, haciendo clara alusión a la profesión de Gretel durante gran parte de su vida: la de responsable de una fábrica de guantes. Formada como química, se desempeñó luego como secretaria de Adorno a lo largo de toda su vida, incluso haciendo de mecanógrafa oficial del Instituto en Nueva York y habiendo desempeñado tales tareas también para su querido Detlef. Si bien los comentarios en torno de tal o cual trabajo del filósofo no son tan amplios como los que podemos encontrar en la correspondencia de Theodor Adorno (“Teddy” para los amigos) y Benjamin, sí se percibe que entre Gretel y este último había también un vínculo de interlocución, de comentario de ideas que representa mucho para ambos. Hasta tal punto se da este vínculo de lecturas que no sólo se recomiendan novelas, sino que incluso se las pasan por correo.


Gretel se hace cargo de los libros que Benjamin debe dejar en Alemania luego de que comience su largo exilio por diferentes lugares de Europa, enviándolos a las direcciones que él solicita o estableciendo contactos para venderlos y pasarle luego el dinero correspondiente. La ajustada vida de su Detlef depende no sólo de estas ventas sino también de la ayuda de sus amigos: Felizitas le reclama una y otra vez que indique con cuánto dinero él podría estar tranquilo una vez ubicado en alguno de sus muchos parajes para enviárselo, los así llamados “papelitos rosas” de los giros en los que Walter encuentra un alivio a sus muchos padecimientos económicos.


La relación entre ambos es casi sospechosa: las cartas demuestran una amistad sumamente estrecha que muchas veces se mantiene a escondidas de Theodor, que es calificado en más de un envío como un “niño” del que se desconocen los eventuales caprichos, alguien que se sumerge en su trabajo y deja de lado cualquier tipo de unión adulta con su prometida y posterior esposa. Las súplicas por parte de Gretel de que la carta, una vez leída, debe ser destruida ya que sólo estaba destinada a la lectura de Benjamin son varias; los pedidos de silencio, también: hay algo que Felizitas obtiene solamente de Detlef, algo que nada ni nadie está destinado a interrumpir, una suerte de confidente especial.


Esta correspondencia también se convierte en una manera especial de ingresar a la filosofía de Benjamin, en la medida en que se registran los avances de sus trabajos más conocidos, desde La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica hasta sus textos sobre Baudelaire, extractos transformados de lo que tanto Benjamin como toda la Escuela de Fráncfort –Horkheimer y Adorno, principalmente– consideran el gran trabajo filosófico que de él se estaba esperando: El libro de los pasajes, texto que nunca terminaría y que se publicó de manera póstuma gracias a las notas que el teórico alemán dejó en las manos de uno de los funcionarios de la Bibliothèque Nationale de París con el objetivo de que los escondiera en algún lugar, un tal Georges Bataille.


Walter Benjamin es determinante para el destino de lo que se conocerá como Teoría Crítica: primero, por aportar una conexión posible entre el marxismo y la mística judía, dando al elemento revolucionario una naturaleza mesiánica que va a permear todos sus trabajos. En segundo lugar, su metodología o técnica de lectura de la “superficie” (así bautizada por Horkheimer en una de sus cartas dirigidas al propio Benjamin), donde estudia en profundidad los elementos fragmentarios presentes en cualquier ciudad, sus detalles, las bagatelas que no constituyen instancias importantes, al menos en apariencia, para de ellas extraer el “pasado” que clama por su redención en el “presente”. Ese es el sentido de sus estudios del siglo XIX, de la Protohistoria del siglo XIX, aquello que tanto los surrealistas como otros artistas dentro de las preferencias de Benjamin perciben como fantasmagoría: el filósofo va a reclamar esa mirada desprejuiciada, onírica, que hace emerger lo oculto, ese vínculo que se percibe en un instante entre presente y pasado, tan volátil como los fuegos de artificio. De ahí su experimentación con diversas drogas, como el opio o la mezcalina, en este afán por conseguir el estado necesario para la correcta percepción de lo minúsculo y efímero, de ahí la proposición registrada al final de la correspondencia, donde se piensa al siglo XIX como el gran siglo de los fantasmas.


Las últimas cartas son espeluznantes: Benjamin reclama quedarse en Europa, pero pronto comienza a notar que el avance del fascismo va a superar las fronteras de Alemania. Apenas empieza los trámites para obtener la visa norteamericana y reunirse con sus amigos, es demorado en un campo de concentración francés y percibe, sin desesperación, que no le quedan muchas salidas. El 25 de septiembre de 1940, tras no poder cruzar la frontera con España, se suicida en la pequeña localidad de Portbou. Hannah Arendt y Sigfried Kracaeur, dos personas en las mismas condiciones que él, logran hacer el recorrido proyectado en 1941. Aun en estas situaciones límite, no deja de encontrar en Gretel una confidente: el relato de un sueño que tuvo en ese campo de concentración armado en Nevers, de donde pudo salir gracias a la intervención de la famosa librera Adrienne Monnier, es fruto de un esfuerzo teórico que busca precisamente abordar con racionalidad los sucesos más angustiantes del “ahora”.


No existe un mensaje final entre ellos: la única nota suicida la escribe para su primo, Egon Wissing, quien se convertirá en el esposo de la hermana de Gretel, Lotte. La última carta dirigida desde Estados Unidos, firmada por la propia Felizitas para su Detlef, no sólo anuncia la buena nueva del casamiento, sino que acusa el recibo de algunos libros, un detalle, apenas, casi a título de incansable despedida.



Viaje al centro de la Tierra



Por Susana Cella

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Denkbilder. Walter Benjamin El Cuenco de Plata 174 páginas

Hay un efecto de cercanía en este conjunto de escritos de Walter Benjamin, los denkbilder, por la nítida presencia de las figuras del pensamiento que los constituyen. Denkbilder, de difícil traducción, se comprende al recorrer los textos agrupados, cuyo subtítulo, “Epifanías en viajes”, sintetiza la súbita captación del sentido a partir de la experiencia testimoniada en tramas coloridas y diversas como “espantamoscas rojos, azules y amarillos, altares de papel brillante... rosetas de papel en los pedazos de carne crudos”. Hay aquí una libertad discursiva que sigue los ritmos de una sostenida atención volcada simultáneamente al exterior (las ciudades) y a lo íntimo (sentimientos y sueños). En uno de los escritos que integran esta selección, “El arte de narrar”, dice Benjamin: “Cada mañana se nos informa sobre las novedades del planeta. Y, sin embargo, somos pobres en historias singulares. ¿A qué se debe esto? Se debe a que ya no nos llega ningún acontecimiento que esté libre de datos explicativos. En otras palabras: ya casi nada de lo que sucede redunda en provecho de la narración, casi todo en provecho de la información”. Y justamente el aprovechamiento de la narración parece ser el programa de los denkbilder quizá contra la “pobreza de experiencia”.


No explicar sino contar, y contar es dar cuenta de lo vivido en el tráfago de las ciudades o en los meandros de la reminiscencia y el sueño. De ahí el estilo benjamineano, su marca personal, sin prejuicios en cuanto a adscripciones de género, en una diversidad que va construyendo un fresco en escritos condensados como poemas, razonados como ensayos, relatados y descriptos como cuentos, donde todas esas modalidades de escritura se tejen surcando la ciudad moderna, en la que, como dice en el Libro de los pasajes, “es aún posible el experimentar de manera más originaria lo que es el fenómeno del límite, si no es en los sueños” (sueños que retornan en los denkbilder entre reflexiones sobre el éxito, la pasión del coleccionista, los autorretratos).


Los denkbilder aluden en Mar del Norte, a ese suelo liminar en que un contrapunto de pájaros a izquierda y derecha del sujeto lo llevan a saber que “yo fui sólo el umbral” donde los contrarios se vinculan en irresuelta tirantez, no otra cosa sino la certera evidencia de la contradicción. Y también, en otro par dialéctico de opuestos –“la costumbre” (repetitiva) y “la atención” (instantánea), complejizado por la vinculación entre atención y dolor, y costumbre y sueño– se instala la posibilidad de un saber ya que “ese silbido o zumbido es un umbral y, sin que nos demos cuenta, el espíritu lo ha atravesado”.


Benjamin recorre lugares como Moscú (que lleva al cotejo con su Diario de Moscú), Nápoles o París entre otros, y logra rotundas imágenes a partir de detalles y de metáforas que funcionan como caracterización. Las descripciones donde caben negocios, calles, habitantes, ropas, juguetes, comidas, buscan del rasgo esencial de cada sitio y a cada situación interpenetrados, y la búsqueda lleva necesariamente a que ese sujeto, el yo que descubre –porque el modo en que capta tiene un aura de descubrimiento–, interpreta y escribe, esté implicado con el objeto.


Menos que una ordenada enumeración (“quien sólo haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos, se perderá lo mejor”), surgen impresiones –lo que afecta a la atención y deshace la costumbre– ante lo que interpela a los cinco sentidos. La complejidad del intento es explícita: “Qué difícil es encontrar las palabras para lo que se tiene ante la vista. Pero cuando finalmente se encuentran, golpean contra lo real con sus pequeños martillos hasta que repujan la imagen como si la realidad fuera una planchuela de cobre”.


Una primera persona que transita, sueña, recuerda y conjetura –sin alardeos confesionales ni banal anecdotario individual– sostiene en lo particular destacado, su potencia de significación susceptible de erigir –-en la fuerza de múltiples asociaciones– señales, hitos enclavados en la fluencia del discurso, que va avanzando según, podría decirse, no sin tener en cuenta la obra benjamineana, afinidades electivas.


Como un mundo de luces múltiples y sobre todo concretas, los denkbilder –en cuanto aporte a la filosofía– soslayan las deslucidas abstracciones, por eso la cercanía capaz de apelar a quien lee y que bien puede inferirse estos párrafos: la foto de “Lenin sentado a una mesa, inclinado sobre un ejemplar del Pravda... la mirada dirigida ciertamente a la distancia, pero la infatigable preocupación del corazón concentrada en el momento presente”, o, “Caso genial del fracaso: Chaplin o el pobre diablo. Al pobre diablo nada lo escandaliza; sólo se tropieza con sus propios pasos. El es el único ángel de la paz que cabe sobre esta tierra”. Ambas remiten al umbral necesario para contemplar al Angelus Novus.





Cuatro cartas


Detlef y Felizitas



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Walter Benjamin a Gretel Karplus


San Antonio (Ibiza), mediados de mayo, 1932


Querida Gretel Karplus:


Así son las cosas; doce horas después de que le hubiera mandado mi última carta, recibí la suya, con la que me siento infinitamente aliviado. Quizá sea solo la incapacidad de acoger en uno, tal como nos llegan, una serie de días sin nubes lo que genera preguntas tan opresivas como las que circulaban por mi última carta. Es que toma su tiempo hasta que uno se adapta a una situación climática tan extraña, cuando no hay cierto confort de hotel que medie entre nosotros y el paisaje. De la fotito adjunta deducirá usted cuán lejos estamos aquí de algo semejante. Pasadas varias semanas de trabajos, los conocidos que hicieron revivir esta casita después de años de decadencia lograron hacer de ella algo muy habitable. Lo mejor es la vista al mar y a una isla rocosa cuyo faro me ilumina por la noche, así como el aislamiento que ofrece la casa entre quienes la habitan, gracias a la distribución inteligente de los ambientes y las paredes de casi un metro, que no dejan pasar ningún sonido (ni calor). Llevo una vida como esa que los centenarios confiesan a los periodistas como su secreto: me levanto a las siete de la mañana y me baño en el mar, a la redonda, nadie en la costa y, en el mejor de los casos, a la altura de mi frente, un velero sobre el horizonte; más tarde, apoyado contra un tronco dócil del bosque, tomo sol, cuyas fuerzas curativas se propagan por mi cabeza a través del prisma de una sátira de Gide (Paludes). Luego, un largo día de abstención de innumerables cosas –menos porque acorten la vida que porque no existen o son tan malas que uno prefiere dejarlas de lado–: luz eléctrica y manteca, aguardiente y agua corriente, coqueteos y lectura de periódicos. Porque ojear el Frankfurter Zeitung con una semana de demora tiene más bien un carácter épico. Y si usted agrega a eso que toda mi correspondencia la recibe Wissing –que hasta ahora no me ha reenviado ni siquiera una sola carta– verá que no estoy exagerando. Pasé mucho del último tiempo sentado con libros y escrituras; recién en estos días me emancipé de mis paseos junto a la orilla y estuve haciendo algunas grandes caminatas solitarias en la región, que es aún más grande, y más solitaria. Sólo durante estas caminatas llegué a tener una conciencia clara de estar en España. De todos los habitables, estos paisajes son los más ásperos e intactos que jamás haya visto. Es difícil dar una idea clara de ellos; si finalmente lo consigo, ya se enterará usted. Hasta el momento no he tomado muchas notas con este propósito, pero me sorprendí retomando la forma de exposición de dirección única para un cierto número de objetos que están relacionados con los más importantes de ese libro. Acaso pueda mostrarle algo de esto en Berlín. Entonces hablaremos también sobre Córcega. Es muy bueno que haya visto todo eso, el paisaje tiene realmente mucho de español; pero creo que allá el verano no graba unos rasgos tan duros e intensos en la tierra. Espero que se haya alojado un par de días en el Grandhotel de Ajaccio, maravillosamente silencioso y pasado de moda. Creo que en el transcurso de las próximas semanas lograré volver; pero nunca puedo tomar una verdadera resolución respecto de las fechas exactas. Lo entenderá si le digo que aquí vivo con una pequeña porción de lo que necesito en Berlín; por eso estoy estirando la estadía tanto como sea posible y no estaré de regreso antes de principios de agosto. Pero hasta ese momento, espero haber recibido muchas noticias de usted.


Sí, si pudiera pedirle un pequeño regalo alentado por la sugerencia de su carta, que me alegró mucho, sería que me enviase un pequeño sobre de tabaco como “muestra sin valor comercial” –Allright de Von Eicken u otro–-. En la isla no hay ninguno que sea fumable.


Yo también recibí una carta de Daga, y poco antes de mi partida, también una de su madre. Por lo demás, estuve dos semanas hundido completamente en el ruso: acabo de leer la historia de la revolución de febrero de Trotsky y estoy a punto de terminar su autobiografía. Tiene usted que leer estos dos libros, sin duda alguna. ¿Sabe si el segundo tomo de la historia de la revolución –Octubre– ya salió? Pronto retomaré a Gracián y escribiré algo sobre el tema.


Muchos saludos de amistad y buenos deseos


Suyo


Walter Benjamin









Gretel Karplus a Walter Benjamin


Berlín, 30 de marzo de 1933


Walter Benjamin, querido:


Apenas salió ayer mi respuesta, recibí su segunda carta y quisiera responderla de inmediato, así las fotos le llegan todavía a París. Y aunque ahora no esté usted completamente solo, lo que me alegra especialmente, quisiera hacerle compañía de esta manera algo primitiva. Para esto me puse el vestido verde, y si bien el peinado es todavía del año ‘31, usted seguramente me lo perdonará. Y agrego esta otra ayuda a la imaginación, una pequeña muestra del paño, para acariciar.


Lo que me escribe sobre Blei ya lo sabía yo por Marie-Luise v. Motesiczky, a quien usted conoció alguna vez en mi casa. Es probable que el tío, Ernst v. Lieben, que es el ex marido de Billie, también ande por allá, lo seguro es que financió todo aquello. Y por favor, escriba unas palabras a la Piz (Mrl v. M) cuando necesite algo, Viena iv, Brahmsplatz. Si lo prefiere, yo también podría informarla. ¿Ha descubierto algo recomendable en la nueva literatura francesa? Sus cartas son lo más querido y lo más importante que tengo en este preciso momento, la felicidad se sigue haciendo esperar. Me alegraré de tener noticias suyas, con mucho afecto


Fe-li-zi-tas


Me pregunto si estará usted conforme conmigo.









Walter Benjamin a Gretel Karplus


Ibiza (Ibiza), alrededor del 26/5/1933


Para empezar con una suerte de confesión, querida Felizitas: con estas líneas recibe usted algo así como las primeurs del día, una hora especial madurada en circunstancias especiales que espero –prensada en esta hoja– no pierda luego todo su aroma y color. En lo tocante a su silueta, me atrevo ya a dibujarla de alguna forma duradera. Pero no me quedará otra opción que enviarle esta única planta vivaz, porque las otras que estuvieron cargando con mis horas de los últimos días estaban marchitas casi todas. Y como usted ha tenido su participación en ese marchitar, le corresponde en consecuencia participar también ahora en lo que le dedico con estas palabras: me refiero a la fruta madura de una hora que se mece en el viento de la mañana.


¿Por qué no me habrá escrito? Mis días pasados hubieran resultado mejores, este que comienza, no tan de consuelo. Y ahora, en lugar de decirle algo más amable, la avergüenzo una última vez al confesarle que el consuelo no me llega lamentablemente de un mensaje de usted, que he estado esperando hasta hoy en vano. De dónde viene el consuelo no será tan difícil de adivinar si se sumerge usted en la descripción del espacio que pronto haré surgir ante sus ojos, y si no olvida algunos artificios a los que, por momentos, recurrí ya hace años, aquellos mismos que había prometido tomar alguna vez con usted.


(...)









Gretel Karplus a Walter Benjamin Berlín, 6 de julio de 1933

Querido Detlef:


En tu última carta no me indicaste tu dirección nueva, y no estoy del todo segura de si los papelitos rosas todavía te llegarán mandándolos a la anterior. Disculpa entonces que se hayan interrumpido y escríbeme lo más pronto posible adónde tengo que dirigirlos de aquí en adelante.


Lamentablemente no podré cumplir con tu deseo de que encargue el Züricher Illustrierte, porque no puedo recibir ese diario aquí en Berlín.


En lo exterior, mi vida apenas si cambió en relación con antes, muchas veces me siento con la salud muy quebrada, de todos modos es más soportable que el año pasado; de Frankfurt tengo muy pocas noticias, como siempre, así que supongo que la prueba en cuestión está ocurriendo ahora mismo, pero quizá estoy adivinando mal. Mis padres pasaron cinco semanas en Gastein, vuelven el sábado, el tiempo aquí sola fue agradable, únicamente opacado por la enfermedad de mi cuñado, que todavía es incierta. En los negocios fue un mes quieto, la liquidación de la vieja empresa y los reemplazos por vacaciones en la nueva me procuraron alguna distracción. Hay dos nuevos modelos de invierno que surgieron a partir de una especial colaboración mía, me encantaría poder mostrártelos. Quisiera preguntarte algo en tu calidad de viejo amante de la moda, ¿por qué al principio de la nueva temporada uno se siente tan mal en las ropas y los sombreros viejos, aunque no hayas adelgazado o engordado, ni tengas un peinado nuevo? ¿La moda nos cambia realmente como para que tengamos una nueva impresión de nosotros mismos?


Bueno, ahora quisiera felicitarte por tu cumpleaños, y se me ocurrió que podríamos mantener el “tú” en las cartas privadas, si es que estás de acuerdo. Me hubiera gustado decir también siempre en las oficiales, pero no sé si realmente es lo que queremos. Sea como sea, a mí me encanta que haya un rastro de secreto en la correspondencia, y creo que el escondite de nuestros nombres, casi reservados para nosotros dos, es maravilloso. Claro que no quise ofenderte proponiéndote aquello de la adopción, en el fondo solo quise decir que conmigo puedes sentirte un poco como en casa y saber siempre adónde perteneces. Por lo demás, tienes toda la razón, yo soy solo una niña pequeña y tengo mucha necesidad de un adulto, me pone enormemente feliz que quieras asumir ese rol para mí. Jamás me hubiera atrevido a pedírtelo, por temor a que pudieras juzgarlo como algo de demasiada confianza. Pero tu pequeña Felizitas se siente muy protegida por ti y te da mil gracias por este ramillete tan singular.


(...)


Tuya


Felizitas