viernes, 31 de octubre de 2008

Los comienzos de René Goscinny
La vida antes de Astérix


En octubre de 1959, la revista Pilote publicó la primera página de una historieta de tema histórico, espíritu de resistencia y de velada pero poderosa resonancia contemporánea: Astérix, Obelix y su aldea de galos contra la ocupación romana. La historieta se convertiría en una de las más famosas del mundo y su autor la dibujaría hasta su muerte, veinte años después. Pero la vida de René Goscinny hasta ese debut no sólo fue apasionante, sino que está plagada de experiencias en Buenos Aires (donde se inició en el dibujo durante sus años escolares), Nueva York (adonde viajó soñando con trabajar para Disney) y Europa (donde volvió como soldado de la Segunda Guerra), que serían el germen de muchos guiones, diálogos y escenas. Esos son los años que René Goscinny, los primeros pasos de un guionista genial rescata en imágenes, textos y dibujos, muchos de ellos hasta ahora inéditos.

Por Martín Pérez


DIPLOMA DE 7MO GRADO DEL COLEGIO FRANCES DE BUENOS AIRES, SITUADO EN PAMPA AL 1900. AÑO 1956.


Como bien apuntan Aymar du Chatenet y Christian Marmonnier en el prólogo de su libro, cada vez que a René Goscinny le preguntaban por su colaboración con Albert Uderzo, el dibujante de Astérix, respondía sucinta y sabiamente: “Yo soy el otro”. La memorable simbiosis entre ambos autores de las aventuras del pequeño guerrero galo fue acentuándose álbum tras álbum, y también se puso en evidencia en cada tambaleante paso que dio Uderzo en solitario, cuando pasó a hacerse cargo también del guión luego de la muerte del guionista, como si todo lo que tenía de René en él después de tantos años de colaboración se hubiese ido agotando lentamente. Pero a pesar de esconderse detrás de la dupla, o detrás de la máquina de escribir en la que escribía sus guiones, Goscinny recorrió una larga carrera iniciática en el mundo del dibujo antes de descubrir su lugar. Un universo casi desconocido incluso para sus fans, que Chatenet y Marmonnier revelan con tal vez exagerada minuciosidad en el monumental René Goscinny, los primeros pasos de un guionista genial, recién traducido por la editorial Norma de España, dedicada a las historietas. Sus trescientas páginas incluyen una profusión de dibujos infantiles y fotos familiares de la infancia y adolescencia de Goscinny en Argentina, su iniciación como dibujante profesional junto al equipo que creó la revista Mad en los años ’50 en Nueva York, hasta la creación de sus propios personajes y luego los guiones de Lucky Luke primero, y Astérix después, que lo lanzarían a la fama. Un libro que, en su conjunto, permite descubrir el camino que convertiría a Goscinny en uno de los grandes guionistas de la clásica escuela francobelga del género durante el siglo pasado.

GOSCINNY RETRATADO POR ALBERT UDERZO, EL DIBUJANTE DE ASTERIX




La aventura argentina

“Pasé mi juventud en Buenos Aires, que es la ciudad más europea de Sudamérica. La aventura argentina me resultó muy agradable”, declaró en su momento Goscinny, que nació en París en 1926. A los dos años, su familia se mudó a la Argentina, donde viviría 17 años. “Aquel era un país totalmente apacible y próspero. Recuerdo mi adolescencia como una época feliz en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, dentro de la pequeña burguesía acomodada”, explicó el autor de Astérix, que realizó sus iniciáticos bocetos infantiles en un cuaderno de marca Avon, y publicó sus primeros dibujos entre 1944 y 1947 en las páginas de revistas del Colegio Francés de Buenos Aires, tanto Notre Voix (de los alumnos) como Quarter Latin (de ex alumnos). Allí se pueden descubrir tanto un galo con trenzas que podría ser un primer antepasado de Astérix hasta parodias de la vida estudiantil que preludian una columna famosa que Goscinny realizó en la legendaria revista francesa Pilote, o los primeros esbozos de El pequeño Nicolás, la serie infantil que realizó con dibujos de Sempé. “Todos los que se dedican a esto dicen que empezaron dibujando en los márgenes de sus cuadernos de clase –explicó en una entrevista realizada en 1972–. Es verdad, pero es una pena que no haya sido al revés: tendríamos que haber puesto en el margen todo lo que nos enseñaban, y reservar la página para aquellos dibujitos.”


Asterix contra los nazis


CHURCHILL SEGUN LA PLUMA DEL JOVEN RENE



Pese a todos los viajes que hizo entre Buenos Aires, Nueva York y Francia, Goscinny nunca se separó de los cuadernos con los dibujos que realizó durante su infancia. Así fue posible para Chatenet y Marmonnier descubrir lo que tal vez resulte el mayor hallazgo de su libro: las caricaturas políticas que Goscinny dibujó durante su adolescencia, que coincidió con la Segunda Guerra Mundial. A pesar de que siempre se negó a cualquier lectura política de su obra ni a revelar sus simpatías del mismo tenor, sus caricaturas de Hitler, Mussolini e Hirohito y los dibujos de Churchill y De Gaulle revelan sin lugar a dudas que esa aldea que resiste al invasor está inspirada en la Resistencia Francesa, y que los romanos son los invasores alemanes paseándose con paso marcial por París, como señala en un guión de Astérix recuperado en el libro. Los documentos reproducidos por el volumen no dejan lugar a dudas: el padre de Goscinny colaboraba con el Comité De Gaulle porteño y el joven René planeó viajar a Gran Bretaña a sumarse a la Resistencia (después de todo, varios de sus familiares murieron en los campos de concentración). Una aventura que se frustró con la temprana muerte de su padre, que lo obligó a trabajar como ayudante de dibujo en una agencia publicitaria.


EN BICICLETA EN BUENOS AIRES. LOS DOS PERSONAJES QUE GOSCINNY ESCRIBIO Y DIBUJO: DIRK DICKS Y EL CAPITAN BIBOBU



La vuelta a la Galia

“Me fui a los Estados Unidos para trabajar con Walt Disney, pero de aquello el autor del Pato Donald no tuvo la menor idea”, bromeaba siempre Goscinny cuando contaba su mudanza de Buenos Aires a Nueva York en 1945, dejando la tierra que lo vio crecer y que le salvó la vida (porque los autores del libro aseguran que, de no haber emigrado, su familia habría seguido el destino trágico del resto de sus parientes), respondiendo a la oferta de su tío Boris, que ya estaba instalado. “Al poner los pies en suelo estadounidense empecé a preguntarme qué hacía yo ahí –recuerda René–. Acababa de llegar de Buenos Aires, una ciudad moderna y cómoda, mientras que en Nueva York todo era áspero, difícil y de una ferocidad extrema.” Ante la amenaza de que el ejército norteamericano lo convocara, Goscinny se alista en el francés y en 1946 termina en el 141 Batallón de Infantería Alpina, en Aubagne. Como decía un romano en La vuelta a la Galia, de Astérix: “Enrólate. Reengánchate, dicen. Veréis países, dicen”. Durante una breve estadía en París, publica su primer trabajo profesional ilustrando a Balzac y regresa a Nueva York, donde armará una carpeta con dibujos para ofrecer a publicaciones como el New Yorker, y terminará compartiendo oficina con el equipo de Harvey Kurtzman, que luego terminará creando la revista Mad. Junto a una eminencia como Kurtzman –y autores como Will Elder, Jack Davis y Wallace Wood, entre muchos otros–, Goscinny termina de aprender su oficio, lo que le servirá al trabajar para la agencia World’s Press (para la que editó la efímera revista Family TV en Nueva York) y mucho más tarde, al dirigir admirablemente Pilote.


El secreto belga

Antes de dedicarse decididamente a escribir guiones, Goscinny creó –mientras fue y vino entre Europa y Norteamérica– dos personajes que también dibujó: el agente torpe Dick Dicks, y el Capitán Bibobú. El primero es la obra gráfica más importante de Goscinny: realizó 170 páginas con las aventuras de Dicks durante tres años. Sin embargo, es largamente ignorada por los historiadores del género, tal vez porque se editó en publicaciones regionales belgas y jamás se compiló en álbum. Creado durante su primera época en Nueva York, cuando aún trabajaba con Kurtzman y conoció a sus compatriotas Jijé y Morris, se editó entre 1951 y 1955, y en uno de sus últimos episodios Goscinny deja entrever su pasión por Hollywood y las caricaturas de los famosos, algo que les pediría también a los dibujantes de sus series más conocidas. La más efímera Bibobú se publicó en 1955, y responde a su otra pasión: los viajes marítimos. Su experiencia como dibujante hizo que el trabajo de Morris (Lucky Luke) y Uderzo (Astérix) fuese muy sencillo: los guiones de Goscinny eran completísimos (“Construyo mis historietas como guiones de cine”, aseguraba Goscinny). Algo que reproduce los últimos capítulos del volumen, donde aparecen algunos bocetos del guionista, entre ellos el primer esbozo de los hermanos Averell, y se revelan muchos secretos del detrás de escena de la creación de cada volumen de Astérix (incluido una especie de antecesor que realizó con Uderzo, llamado Umpah-pah), cuya primera página apareció en Pilote, en octubre de 1959, y que Goscinny escribiría hasta su muerte, en noviembre de 1977.

René Goscinny, los primeros pasos de un guionista genial (Norma), de Aymar du Chatenet y Christian Marmonnier, se consigue importado en Camelot, avenida Corrientes 1388.


EL PEQUEÑO NICOLAS, CON DIBUJOS DE SEMPE, ESTA BASADO EN RECUERDOS DEL COLEGIO FRANCES
Guy Debord
Mirá lo que quedó

Antes de internet y de los reality shows, Guy Debord tuvo la nítida intuición de que toda experiencia tendía fatalmente a convertirse en un espectáculo para ser contemplado. La reedición de La sociedad del espectáculo permite examinar la actualidad de ese diagnóstico y revisar las influencias de un clásico subterráneo, menos leído que citado y reciclado en intervenciones políticas y artísticas, en paredes universitarias y –¡oh! destino fatal– en galerías de arte.


Por Osvaldo Baigorria

La sociedad del espectáculo
Guy Debord
184 páginas
La marca editora


En 1967, sin haber visto internet, los blogs, los reality, el Truman show, la Matrix y la caída de las Torres Gemelas en pantalla, Guy Debord anunció que toda experiencia vivida se había transformado en espectáculo y que todo lo que antes podía vivirse directamente se alejaba ahora en una representación. Un “clásico secreto”, según señala Christian Ferrer en el prólogo de esta reedición, un yacimiento en el que pueden seguir hallándose vetas subterrán
eas. Pero también: un libro-rizoma cuya distribución en 221 párrafos-tesis incita a una lectura fragmentaria, descentrada, que puede encontrar en todas partes puntos de fuga y por lo tanto otros puntos de captura: situacionismo fashion, anarco-trosko-situacionismo nacional y popular. Sin crecer como árbol, sin hacer raíz, el libro de Debord tiene la capacidad de brotar y extenderse bajo la superficie de los propios dominios que ha intentado impugnar y destruir.


La société du spectacle fue guía y corolario de la Internacional Situacionista que Debord impulsó entre 1958-72 como extensión y radicalización de la Internacional Letrista y del grupo Cobra, activos en los ’40. La actividad organizativa y los días ocupados en soñar con la revolución quizás opacaron la importancia de la radiografía que hizo Debord de la sociedad capitalista en la segunda mitad del siglo XX. Una sociedad que acumula espectáculos, que encuentra en la vista el sentido humano privilegiado y que coloniza el tiempo libre bajo la pregunta “¿qué hay para ver hoy?”. El espectáculo: un capital en grado tal de acumulación que se transforma en imagen y en afirmación de la vida como simple apariencia. El espectáculo: una relación social entre sujetos alienados, mediatizados a través de imágenes y que contemplan una existencia que ya no les pertenece. Esos sujetos serían “el proletariado”, los trabajadores manuales, intelectuales, a sueldo o en negro que han perdido todo poder sobre el empleo de su vida y que, cuando se enteran, se redefinen como clase y organizan el asalto contra los dueños del circo.

“La humanidad no será feliz hasta que el último burócrata no sea colgado con las tripas del último capitalista.” “No trabajen nunca.” Las consignas situacionistas se hicieron grafitis para el Mayo francés a un año de la publicación del libro de Debord. La sociedad del espectáculo apostó a un poder de consejos obreros que jamás llegó a desarrollarse, mientras su rechazo al modelo leninista de partido bolchevique daba argumentos a grupos seducidos por la idea de minoría activa, de organización agitadora permanente que impulsa la acción sin pretender la dirección. Para Debord, la “representación revolucionaria” de los trabajadores era parte esencial del espectáculo, factor y resultado de la falsificación de la vida: la representación se opone a los sujetos, anula su participación, crea más poder separado y nuevos propietarios en aparatos burocráticos que acaparan las prácticas sociales y monopolizan la capacidad de decisión y gestión. Son como castas reducidas que se apropian del conocimiento, la información, la producción material y simbólica de las mayorías y luego se los ofrecen a los mismos productores como espectáculo a consumir.

Debord llegó a ver la caída del Muro de Berlín y no corrigió ni una coma de su texto original. Luego el tiempo pasó, el espectáculo se extendió y el proletariado se precarizó. Y mientras el horizonte de expectativas revolucionarias se volvía cada vez más estrecho, ciertas iniciativas situacionistas fueron integradas a los mercados del arte y a los escenarios de moda. La más notoria es la noción de détournement: la tergiversación y el desvío de elementos estéticos preexistentes y su composición en una nueva unidad de sentido. Ejemplos ofrecidos por el propio Debord: un título, un recorte de prensa, una frase neutra, un poster, una foto o una consigna producen otros significados si se los inserta en un nuevo contexto. Se modifica un cartel publicitario o una señal de tránsito, se arranca un fragmento de su lugar fijo y predeterminado, se desvía su curso y se subvierte su sentido. Subversión no sería una mala idea para traducir détournement, pero desvío o desviación son más aproximadas, aunque en las reediciones argentinas del libro, desde su primera publicación por De la Flor en 1972, el concepto ha sido traducido como diversión. Es un desliz mínimo, discutible, dentro de una versión que en su conjunto sigue siendo la mejor en contraste con otras españolas. El responsable de ese desvío (¿involuntario?) del sentido de détournement fue Daniel Alegre, quien luego comenzaría a firmar como Fidel Alegre, el primer situacionista argentino que tradujo la obra de Debord. A principios de los ’70, Alegre publicaba textos anónimos y otros firmados por él mismo en la revista Contracultura de Miguel Grimberg y en la revista 2001, con títulos como “Todos somos chanchos burgueses” o “¿Qué es un movimiento revolucionario?”. Alegre insistía en la defensa de su traducción personal, definiendo la diversión como antagónica al espectáculo y superadora de la separación entre juego y vida cotidiana.

Varios street artists de los ’90 son deudores de esas técnicas de desviación que se supone inventó el surrealista belga Marcel Marien, con antecedentes en los collages de Tristan Tzara y en los bigotes a la Mona Lisa de Marcel Duchamp, aunque muchos de quienes las practican en Argentina desconocen su genealogía, según señala Claudia Kozak en Contra la pared: sobre grafitis, pintadas y otras intervenciones urbanas. Las modificaciones de afiches publicitarios del taxista Oscar Brahim, que aparecían sin firma y desviaban el sentido de carteles viales y comerciales en Buenos Aires, pueden sumarse a los trazos y gestos de Ral Veroni, Iconoclasistas, Grupo de Arte Callejero, Internacional Errorista, Etcétera y otros que intervinieron las calles incluso en los ’80, antes de que el détournement fuera integrado a espacios permitidos y más previsibles, como galerías, escenarios, diseños de bandas de rock. Y fue en la difusión del punk donde emergió la más intensa utilización de esa técnica contrapublicitaria al servicio de la publicidad.

En 1976, el ex situacionista y empresario Malcolm McLaren, manager de los Sex Pistols, contrató como director artístico a Jamie Reid, un antiguo compañero de cursada en la escuela de arte de Croydon, que producía sus propios afiches, volantes y fanzines a favor de okupas y presos políticos y en contra de la planificación urbana. Durante los actos del Jubileo británico del ’77, la idea de intervenir la foto de la reina Isabel colocándole un alfiler de gancho en los labios fue inspirada, según Reid, en un volante situacionista de mayo del ‘68 que mostraba a una momia con un alfiler de gancho.
Debord murió en 1994, sin llegar a ver del todo al situacionismo convertido en mercancía, el desvío en fashion, la frase insurgente en ropa de diseño, la asamblea en show para las cámaras. Contra el arte conservado, decía Debord, la superación del arte a través de la construcción de situaciones del momento vividas en forma directa, sin almacenar obras como mercancías ni aceptar el dominio de la necesidad de dejar huellas individuales. Y contra el aparato jerárquico, la organización revolucionaria que sabe que no representa al proletariado ni a nadie y que está lista a autodisolverse cuando la revolución se haga realmente efectiva por acción directa de los sujetos: los obreros.

Diríase: qué ingenuidad. Pero unos cuantos compartieron aspiraciones semejantes en el mismo clima de época, aunque sin llegar tan a fondo. Hoy la aspiración se redujo y se va a la guerra por mucho menos. Fuera de contexto, los desvíos situacionistas son puestos al servicio de proyectos políticos basados en el principio de representación. Y quienes podrían heredar aquella capacidad original de impugnación se expresan mediante lenguajes más autoritarios, empobrecidos, reductores de una revolución que nunca llegó a realizarse o permanecer. Mientras que con nuevos medios se profundiza la colonización de la vida por la publicidad, el consumo, el infoentretenimiento, la relectura de La sociedad del espectáculo podría incitar a la comparación entre aquel cuestionamiento radical a todos los aspectos de la existencia y la fácil inserción de sus herederos o epígonos en el extremo izquierdo del escenario. Creo que estos salen perdiendo en la sucesión. En cambio, si mediante algún cut-up o desvío se expurga del libro esa apuesta ingenua por la revolución de un proletariado que ya ha cambiado de volumen y de composición, aún quedará intacta la crítica de Debord a la totalidad del espectáculo. A la vida que hoy la mayoría vive o, mejor dicho, contempla.




jueves, 30 de octubre de 2008

Mente que brilla

Si una de las preguntas más profundas de la obra de Virginia Woolf es cómo contar una vida, esta afortunada edición de ensayos, hasta ahora inéditos en castellano, muestra al desnudo la mente de una de las mejores escritoras del siglo XX abordando temas que todavía hoy se discuten y para los que ella ya ofreció algunas respuestas.



Por Esther Cross


Momentos de vida

Virginia Woolf

Lumen, 2008

364 páginas


A los veinte, a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta y hasta poco antes de morir, Virginia Woolf escribía textos paralelos, afluentes de sus textos oficiales. Las cartas –para bucear a lo grande–, los diarios –que no se quedan atrás–, y otros textos sueltos –memorias, conferencias– de publicación también póstuma y bienvenida.


¿Dónde viven las palabras?, se preguntó una vez Virginia Woolf en una conferencia de siete minutos que hoy puede oírse por Internet, en el site de la BBC. Y la voz resfriada y altiva responde que las palabras están en el diccionario pero viven en la mente. Eso explica por qué leer sus textos paralelos es, además de placentero, importante: consignan la vida de esa mente impresionante, que buscaba combinar las palabras para llegar a eso que llamaba la verdad.


En varios de los textos reunidos en Momentos de vida, escritos hace más de sesenta años, Virginia Woolf se anticipa a algunos debates actuales, que así pierden vigencia antes de alcanzarla. Habla sobre la biografía –sobre la posibilidad de escribir una biografía o una autobiografía–. Y responde en el acto, mientras ensaya variaciones. Era una escritora inglesa: al mismo tiempo práctica y reflexiva.
La posibilidad, el valor de la biografía, es el tema que navega entre los renglones del primer texto –que evoca la infancia–, del segundo –que también, y la prosigue–, del tercero –que toma la posta– y del cuarto, que la cierra con la memoria de su emancipación en Bloomsbury. El orden de aparición de los textos en el libro no siempre es cronológico pero quién dice que tendría que serlo (el criterio de la editora es más que respetable). Aunque no publicó una autobiografía, Virginia Woolf trató de responder a la pregunta de cómo contar una vida cada día de la suya. Para eso, se ancló en la introspección y desde ahí registró el mundo que flotaba alrededor.


La gente escribe lo que llama “vidas” de otras personas; es decir, reúne cierto número de hechos y deja que la persona a quien estos hechos ocurrieron siga sin ser conocida, observa. Y en otro texto, mientras da cuenta de algunos hechos cruciales de la infancia, da la respuesta: Los hechos poco significan si antes no conocemos a la persona a quien le ocurren. La solución, entonces, era simple –conocer a esa persona– pero difícil. Decidida a que los hechos se cargaran de sentido, empezó a mirar hacia adentro, aunque no siempre le gustara lo que había por ahí.


Pero, ¿cómo escribir, cómo recordar esos hechos sin los que, por otro lado, una persona no puede explicarse, cómo evocar ese pasado que se renueva en el presente para que el personaje quede completo? ¿Qué condiciones tienen que darse para que el pasado regrese? La paz, responde. El pasado sólo regresa cuando el presente se desliza suavemente, como la superficie de un río profundo. Entonces, a través de la superficie, se ven las profundidades.


¿Y si no hay paz? Se escribe sobre el pasado igual, aunque las aguas estén agitadísimas.Todas las noches los alemanes sobrevuelan Inglaterra; cada día la batalla se acerca más y más a esta casa. ¿Dejó de interrogar al pasado por eso? Al contrario. Por otro lado, en momentos como ése, escribir es lo mejor: la posibilidad de escribir libros será un tanto dudosa pero quiero seguir adelante para no hundirme en esta lamentable charca.


El pasado regresa como los monstruos, las olas y los errores. Y cuando eso pasaba, Virginia Woolf se sentaba a escribirlo. Después de todo, lo había llamado para eso. Estaba convencida, como le dijo una vez a Nigel Nicholson mientras cazaban mariposas, de que las cosas sólo pasan del todo cuando las escribimos. Nicholson tenía diez años y mucho después, cuando escribió la biografía de Virginia Woolf, dijo que así Virginia Woolf podía aliviar el dolor y redoblar el placer. Práctica y reflexiva.
El pasado, claro, no es una cuestión al ciento por ciento personal y revisarlo implica revisar toda una época, que oficia de contexto. En los escritos de Momentos de vida hay un registro austero y despiadado de la época victoriana.


Virginia pasó los primeros años de su vida a nado en ese mundo de muebles importantes. El cuidado excesivo de los modales, la pasión por dominar la pasión y el deporte de la formalidad no eran inofensivos y podían afectar la vida en profundidad, tomarla y convertirse en un enemigo peligroso. Al releer sus primeros escritos, Virginia Woolf dice: Atribuyo la culpa de su suavidad, cortesía, enfoque indirecto, a mi formación de mesa té. Por contraste, buscará toda su vida una escritura firme y directa. En los textos de Momentos de vida hay breves descripciones de esa formación, y son todo un mundo en sí (un libro diseminado dentro el libro). La educación victoriana también tenía lo suyo. Rescataba su contención y generosidad –las rescataba en su escritura– porque, después de todo, también era cierto que esos modales superficiales permiten decir muchas cosas que serían inaudibles si alguien se lanzara a hablar directamente.


La época de la mesa de té tenía sus eminencias, a veces exageradas, como el señor Henry James. Las breves apariciones de James en los recuerdos de Virginia Woolf son de lo mejor. Siempre serio y preocupado, entra y sale de su vida como un emisario de la buena conciencia. Hace lo que corresponde. Es solidario a larga distancia. Se escandaliza, como una vieja, por los amigos de Virginia y Vanessa cuando las hermanas se mudan a Bloomsbury. Su presencia bastaba para que un salón pareciera rico –y también polvoriento–.


Virginia Woolf escribe sobre las personas del pasado y en ese ejercicio se describe. Era una observadora implacable de los demás y de sí misma. En uno de los textos dice que el snobismo y el hacer dinero merecen la cárcel tanto como el ladrón y el asesino. En el último se pregunta si es una snob. Adivinen cuál es la respuesta.
¿Ha llegado el momento (...) en que en vez de enfocar la linterna del recuerdo hacia las aventuras y la emoción de la vida real debemos orientar su luz hacia adentro y hablar de nosotros mismos? ¿No es increíble que hoy se hable de la literatura del yo como una novedad y un experimento cuando ella escribió cosas como ésta?


La autocompasión no tiene lugar en la vida de esta nadadora de aguas profundas. Exactamente al revés: Mi capacidad de recibir golpes es lo que me hace escritora. A modo de explicación me atreveré a decir que en mi caso el golpe va siempre seguido del deseo de explicarlo. Después de eso, ¿cuál es la gran novedad de sentarse a contar lo que nos ha pasado? ¿Escribir no es sentir el deseo de explicar lo que parece inexplicable? ¿Y qué puede ser más inexplicable que lo que nos pasa?


Virginia Woolf aparece en estos textos como un personaje completo, con todas sus contradicciones. Era de clase media alta pero al mismo tiempo conocía, escribió, el sentimiento del marginal. Por su condición de mujer, por ser presa de los abusos de su medio hermano (El tenía treinta y seis y yo contaba veinte. El tenía mil libras al año y yo tenía cincuenta. Esas eran razones que dificultaban que yo pudiera desafiarlo aquella noche).


En los textos que forman Momentos de vida cada tanto se pregunta cómo contar el ser (lo sobresaliente) y el no ser (los detalles sin importancia, el curso sin altibajos de la rutina) de una vida. Se la lee en equilibrio entre extremos –ser y no ser, ficción y no ficción, pasado y presente, snobismo y marginalidad, yo público y yo privado– y su escritura no cae nunca.


Los buenos libros tienen efectos secundarios. El más notable es que nos hacen mejores lectores. ¿Escribimos mejor, leemos mejor que hace cuatrocientos años, cuando no teníamos formación?, se pregunta todavía, con esa voz de otro mundo, en la grabación de la BBC. Una pregunta incómoda porque, como toda buena pregunta, es, al mismo tiempo, una respuesta. Y no hace falta contestarla.


martes, 28 de octubre de 2008

Nabokov-Comandante Prado

Anticipo Literatura
El grano de sal de la ironía
En Nabokov y su Lolita (La Compañía), la escritora rusa comenta la célebre y controvertida novela de su compatriota y subraya el hecho de que las obras de los grandes narradores, aun las más dramáticas, siempre incluyen la comicidad





Por Nina Berberova



Lolita apareció en París en 1955, en inglés, lengua de su composición. La novela fue publicada en Estados Unidos en 1958. [...] En el posfacio de la edición estadounidense pueden leerse las siguientes líneas:





No soy lector ni autor de novelas didácticas y, a pesar de la afirmación de John Ray, Lolita no tiene lastre moralizante. Para mí, una obra de ficción sólo existe en la medida en que me proporciona lo que llamaré lisa y llanamente placer estético, es decir, la sensación de que es algo, en algún lugar, relacionado con otros estados de ser en que el arte (curiosidad, ternura, bondad, éxtasis) es la norma. Todo lo demás es hojarasca temática solidificada en inmensos bloques de yeso cuidadosamente transmitidos de época en época, hasta que al fin aparece alguien con un martillo y hace una buena rajadura a Balzac, a Gorki, a Mann.





Tales son las palabras de Nabokov en su posfacio, y dado que hasta ese momento nunca había hablado abiertamente sobre las razones por las que escribe, esas líneas serán muy importantes para sus lectores rusos. La confesión está hecha: escribe por placer, al igual que Cervantes y Shakespeare, Pushkin y Schiller, Baudelaire y Blok. Schiller hablaba de su obra en esos mismos términos: "El objetivo del arte es para mí una forma particular de placer". Recordar esas palabras de Schiller, recorrer las líneas de Nabokov, es exactamente como abrir de par en par la ventana de una casa sofocante, tapizada de telarañas, que huele a ratones y naftalina. Pronto se van a cumplir cien años de que en Rusia un tropel de gente, desde Chernichevski hasta Dudintsev, escribe como si Schiller nunca hubiera existido, y es probable que durante mucho tiempo continúe escribiendo como si nunca hubiera existido Nabokov. Pero un día... un día... sin duda alguien llegará con su martillo y destruirá toda la hojarasca temática en la que, desde hace un siglo, la gente escarba para responder a las preguntas: "¿Qué hacer?" [título de una novela de N. G. Chernichevski escrita entre 1862 y 1863 que Lenin retomó en 1902] y "¿Quién es culpable?" [título de una novela de A. I. Herzen, aparecida en 1841]. Y he aquí que a lo largo de todo ese tiempo la literatura rusa da un retoño semejante al hijo ilegítimo de una familia honesta, que envenena los gustos y el intelecto de varias generaciones.





D. H. Lawrence, uno de los más notables escritores y poetas ingleses, ha dicho más de una vez que en el amor debe haber una parte de juego, como, por supuesto, en el arte: el arte, sin juego, nos sofoca de aburrimiento. El elemento cómico está presente en las obras de los genios de todos los tiempos. Sólo los individuos desprovistos de talento toman totalmente en serio sus escritos y su propia personalidad, privados como están de ese "grano de sal" que hace a toda verdadera creación. Pushkin, Gogol, Dostoievski, lo sabían bien, pero no fue siempre el caso de Lermontov que, a pesar de su maravilloso talento, no supo transmitir, cuando lo tradujo, la triste ironía de Heine, como lo atestigua En el Norte salvaje: no hay ningún rastro de "grano de sal" y allí no se ve más que a dos personas de sexo femenino que se aburren y querrían hablar entre ellas. A partir de Lermontov, los traductores rusos casi siempre han vuelto el texto extranjero más inconsistente, puritano, tedioso –independientemente de la calidad de la traducción–, despojándolo de toda sonrisa, tuviera una o fuera ésta sólo aludida. [...] Podemos imaginar que en ruso Lolita tendrá una sonoridad muy distinta de la del inglés, privada de ese impiadoso y gracioso "espíritu de Aristófanes" que llevó a algunos críticos a hablar de "libro cómico".





Todo esto para pasar a la ironía de Nabokov, uno de los elementos fundamentales de Lolita, que lo vincula con los genios de nuestro pasado, nada menos que con Dostoievski, tanto como Gogol y –a través de hilos más profundos y completos todavía– Andrei Biely. Desde sus primeros libros, el humor fue uno de los rasgos característicos de Nabokov y sus lazos con Gogol han sido ya objeto de ciertos análisis, pero Lolita vuelve imposible cualquier duda: insensiblemente, sin que Nabokov lo advirtiera, Dostoievski le ha inoculado la sustancia misma de su comicidad, y las líneas de éste sobre la edificación de una canalización en Karlsruhe [se trata de una anécdota de Los demonios] o sus consideraciones sobre la belleza del rostro de la mujer rusa ("bastante similar a un blini, suscita en los maridos una dolorosa indiferencia, que da razón al cuestionamiento femenino") tienen la misma sonoridad que el humor de Lolita. En lo que concierne a Petersburgo, la novela de Biely ha funcionado, por decirlo así, como catalizador de todo el arte de Nabokov. Hay allí materia para un análisis literario particularmente importante, que no me atrevería a abordar aquí de manera superficial. Me limitaré a constatar que Gogol-Dostoievski-Biely-Nabokov forman una cadena evidente.





[...] ¿Significa esto que considero Lolita como una novela rusa y a Nabokov, a pesar de todo, como un escritor ruso? Voy a responder a esta pregunta con plena conciencia de mi responsabilidad.





En estos últimos veinte o treinta años de literatura occidental, o para ser más precisos, en la cumbre de esa literatura, ya no existen novelas "francesas", "inglesas" ni "estadounidenses". Lo mejor que se publica hoy día es internacional. No sólo se lo traduce inmediatamente a otros idiomas, sino que a menudo se lo edita desde un primer momento en dos lenguas y –por sobre todo– no es raro que se lo haya escrito en una lengua distinta de aquella en que debería habérselo escrito. Ya había habido, en el siglo XIX, escritores así, pero las razones por las que Conrad nunca escribió en polaco, sino directamente en inglés, no son exactamente las mismas que llevaron a Wilde a escribir en francés o a Strindberg en alemán. En ese sentido, Wilde y Strindberg son los verdaderos precursores de nuestros actuales escritores cosmopolitas. En su tiempo, si hubiera dominado la lengua francesa a la perfección, sin duda Joyce habría escrito Ulises en francés, a semejanza de lo que hace Beckett hoy. Pero a nadie se le ocurrió nunca preguntarse: ¿se perdió Beckett para la literatura inglesa? Está allá, está aquí. En definitiva, ya no se trata de lengua, ésta ha dejado de cumplir el papel estrechamente nacional del que podía estar investida hace ochenta o cien años, las fronteras de las lenguas europeas se borran poco a poco y es probable que de acá a un siglo... Pero ése es otro tema.





Traducción: Pedro B. Rey






Nabokov en la senda de Wilde

Foto: Corbis




Historia Documento
Las peripecias del comandante Prado
El militar argentino ingresó de niño en el Ejército y, ya retirado, escribió La guerra al malón, hoy obra de consulta, donde registró las últimas acciones de la Campaña del Desierto
Por Miguel Ángel De Marco
Para LA NACION
Manuel Prado tenía apenas once años –había nacido en Buenos Aires el 8 de julio de 1863– cuando su padre pidió una beca en el Colegio Militar con el fin de saciar la "inclinación irresistible" del niño hacia la carrera de las armas. Era frecuente en aquellos tiempos que los chicos aprendiesen, en la edad de los juegos, el duro oficio de guerrear. El director del instituto fundado cuatro años antes por Sarmiento dispuso el examen físico e intelectual del aspirante y consideró que podía ser incorporado. Pero, por razones que desconocemos, el ingreso no se produjo y sólo el 25 de julio de 1877, según se aprecia en su legajo personal, solicitó ser dado de alta en el 3 de Caballería de Línea. La unidad estaba en Trenque Lauquen, al mando del célebre coronel Conrado Villegas.
Un oficial del cuerpo, salido de la tropa y curtido por los años de servicio, fue destinado a "recibir" al muchacho en la estación Del Parque, desde donde saldría el tren que lo conduciría a Chivilcoy, entonces cabecera del Ferrocarril Oeste. "Mi padre –diría Prado–, que había creído descubrir en mí todos los caracteres de un guerrero, me encajó de cadete para no meterme de fraile; y para que ganase en buena ley los galones, eligió para mi debut un regimiento que se hallaba en la frontera, primera línea."
El alférez Lorenzo Requejo recién le dirigió la palabra al llegar a Flores. Allí se registró este diálogo de antología:
–¿Qué edad tiene?
–Catorce años.
-¿Cumplidos?
–No, señor: cumplo en julio.
–¿Y quién diablos le ha metido a usted en la cabeza ser militar?
–¿A mí? Nadie.
–¿Cómo nadie?... ¿Acaso el juez de menores?...
–No, señor. Mi padre es quien desea que me haga oficial. Él me ha puesto en el Ejército.
–Bueno, amigo. Su padre es un salvaje, y no sabe lo que es canela. Cuando menos se ha figurado que mandarlo a usted a un regimiento de primera línea es como ponerlo a pupilo en los jesuitas. Allá va a tener que hamacarse y sudar sangre. He visto llorar hombres… ¡La gran flauta! Si yo fuera Rosas, lo hacía venir a su padre con nosotros, y ya vería lo que son pastillas.
Requejo comenzó, tratando de dulcificar el tono, sus lecciones sobre la frontera, que sobresaltaron al aspirante con sus advertencias sobre lo áspero que sería su porvenir.
En Chivilcoy se enteraron de que el cacique Pincén, con un considerable grupo de indios, "estaba adentro haciendo fechorías". El malón había sido sentido en las cercanías de Rojas y Pergamino. El alférez, dos suboficiales y el aspirante Prado subieron a la galera tirada por cansados matungos junto a un capataz y a "un galleguito que iba de mozo para el hotel de Chacabuco".
Así, abruptamente, comenzó el servicio, cuando estaba a punto de concretarse la campaña que hizo flamear la bandera nacional en las márgenes del Río Negro, con "frío, sufrimiento y pena", como diría en La guerra al malón, libro que otorgó un lugar en la historia de la literatura argentina a aquel oficial de línea diligente y modesto. "Así debutaba yo; así empezaba a tejer el galón de alférez para mi quepis; así me echaba en la corriente de mi destino; así pasaba la primera lista de presente en mi existencia de lucha, de amargura, de desengaños."
El segundo jefe del 3 de Caballería, regimiento a cuyas hazañas Prado dedicaría también buena parte de su primer libro, La conquista de la Pampa (1892), le descargó el siguiente discurso de bienvenida:

Empieza usted una carrera muy difícil, amigo mío. En ella, todo el camino es cuesta arriba. La senda es angosta y peligrosa; a lo mejor, puede usted resbalarse y caer al abismo. Si cae, no piense en salir sano, porque es hondo, y la ladera está llena de riscos. Hay que ser guapo. Resuelto y subordinado. Aquí no hay reclamo ni disculpa. El superior manda; y, tuerto o derecho, es preciso obedecerlo. Le advierto que el de arriba tiene siempre la razón. En la vida que llevamos se come cuando se puede y se come lo que le dan; se duerme como la grulla en una pata, y con un solo ojo como el zorro. Si a usted lo castigan, cuando termine la pena, debe presentarse a quien lo castigó y darle las gracias. La murmuración es una falta gravísima y los reclamos son delitos que no se perdonan jamás. Ahora van a darle el armamento y el uniforme. Lo destinaremos a una compañía y mañana temprano empezará el servicio. Si necesita algo, véame. Pero, estudie mucho y aprenda. La carrera militar necesita hombres instruidos y usted puede instruirse, ya que es joven.
Recibió un uniforme en el que cabía dos veces, un sable de colosales dimensiones, una carabina, dos camisas y dos calzoncillos, un poncho roto y sucio y una manta en no mejores condiciones.
La dureza de la disciplina, el hambre y la soledad que mellaban los espíritus más fuertes, las atropelladas contra los indios y la desesperada resistencia de éstos no tardaron en hacer estragos en el cuerpo del joven oficial, hasta el punto de impedirle ocupar puestos de mando y destinarlo a tareas más bien burocráticas. Pese a ello, en el servicio se había ejercitado en el manejo de la pluma no sólo para las funciones castrenses sino para evocar los episodios de que había sido actor y testigo.
Mientras ascendía paso a paso hasta llegar a teniente coronel, en 1898, comenzaba a ejercer el periodismo. Un día, el redactor de LA NACION Roberto J. Payró y el pintor Martín Malharro, que habían escuchado con agrado e interés sus experiencias personales, lo convencieron de que debía reflejarlas en un libro. Así surgió, en 1907, La guerra al malón, cuando ya llevaba algunos años retirado. No imaginaba que esa "reunión de varias hojas de papel cosidas y encuadernadas juntas" alcanzaría múltiples ediciones, algunas de bella factura, y que sería obra de consulta obligada para estudiar las últimas acciones de la lucha del desierto.
El comandante Prado fue periodista en LA NACION, El Diario y La Tribuna. Vivió en sus últimos años en Rosario, donde murió el 19 de junio de 1932. El glorioso Regimiento 11 de Infantería, fundado por San Martín antes del cruce de los Andes, le rindió honores ante el modesto nicho del cementerio La Piedad donde hoy descansan sus restos.

"A través de la pampa", óleo de Alfredo París (Museo Histórico Nacional)

jueves, 23 de octubre de 2008

Pensamiento Condición ¿humana?
Los que sobran
En este adelanto de Archipiélago de excepciones (Katz), el autor de Amor líquido reflexiona sobre la política de inmigración y exclusión de los países desarrollados, basada en un criterio económico que convierte en selectivos a los derechos sociales


Unos años atrás (antes del 11-S, del Tsnunami, del Katrina y del alza terrorífica de los precios del petróleo que siguió a todos esos fenómenos), Jacques Attali reflexionó sobre el fenomenal éxito comercial de la película Titanic, que batió todos los récords de taquilla anteriores de otros filmes de catástrofes aparentemente similares. Él lo explicaba entonces con unas palabras que, si ya sonaban sorprendentemente creíbles en el momento en que las escribió, transcurridos unos años se antojan poco menos que proféticas:


Titanic somos nosotros, es nuestra triunfalista, autocomplaciente, ciega e hipócrita sociedad, despiadada con sus pobres; una sociedad en la que todo está ya predicho salvo el medio mismo de predicción. […] Todos suponemos que, oculto en algún recoveco del difuso futuro, nos aguarda un iceberg contra el que colisionaremos y que hará que nos hundamos al son de un espectacular acompañamiento musical.


Ha sido mayormente en Europa y en sus antiguos dominios (sus retoños, ramificaciones y sedimentaciones de allende los mares), así como en unos pocos "países desarrollados" […] donde más espectaculares avances ha realizado en los últimos años la adicción al miedo y la obsesión por la seguridad.


Es algo que, por sí solo, parece un misterio. Después de todo, como bien indica Robert Castel en su incisivo análisis de las ansiedades que esa inseguridad alimenta actualmente, "nosotros ­­–en los países desarrollados, al menos- vivimos sin duda en unas de las sociedades más seguras (sûres) que jamás han existido". Y, aún así, contra toda "evidencia objetiva", también somos "nosotros" –las personas más mimadas y consentidas de todos los tiempos- los que nos sentimos más amenazados, inseguros y asustados, los más inclinados a ser presa del pánico y los más apasionados por todo lo relacionado con la protección y la seguridad, entre todos los miembros de cualquier sociedad de la que se haya tenido noticia. Ese es el enigma que necesita solución para comprender los giros y las sinuosidades de la sensibilidad popular al peligro, así como los blancos cambiantes en los que dicha sensibilidad tiende a centrarse.


Con la ventaja que nos dan los años, hoy podríamos contemplar la década de 1970 no sólo como el momento de una transformación más, sino (parafraseando el famoso concepto de Kart Polanyi) como el de la "Gran Transformación, segunda parte", un auténtico hito de la historia contemporánea. Ese decenio separó los "treinta años gloriosos" de la reconstrucción del período de posguerra, el pacto social y el "optimismo desarrollista que acompañaron el desmantelamiento del sistema colonial y la emergencia de una pléyade de "nuevas naciones", del novísimo mundo actual de fronteras difuminadas o debilitadas, de avalancha de información, de globalización desenfrenada, de festín consumista en el Norte rico y del "sentimiento cada vez más profundo de desesperación y exclusión en gran parte del resto del mundo" que surge de la contemplación de todo un "espectáculo de riqueza en un extremo y de miseria en el otro".


[…] Uno de los aspectos más fatídicos de la mencionada transformación se nos reveló relativamente pronto y ha sido exhaustivamente documentado desde entonces: el paso de un modelo de "Estado social" y comunidad inclusiva a un Estado excluyente de "justicia criminal", "penal" o "de control del crimen". David Garland, por ejemplo, señala que


el énfasis ha virado acusadamente del bienestar social a la modalidad penal. […] El modelo penal, además de adquirir prominencia, se ha vuelto más punitivo, más expresivo, más preocupado por la seguridad. […] El modelo del bienestar social, además de haber quedado más acallado, se ha vuelto más condicional, más centrado en las infracciones, más preocupado por los riesgos. […] Actualmente los infractores […] ya no tienden a ser representados en el discurso oficial como ciudadanos afectados por una privación de origen social y necesitados de apoyo, sino como individuos culpables, indignos y, en cierto modo, peligrosos.


Loïc Wacquant constata una "redefinición de la misión del Estado": el Estado "se retrae del ámbito económico, asevera la necesidad de reducir su función social para ampliar y reforzar su intervención penal


Ulf Hedetoft hace hincapié en otro aspecto (o, tal vez, en el mismo, pero desde un ángulo diferente) de esta transformación de veinte a treinta años de antigüedad. Hedetoft observa que "se están trazando nuevas fronteras entre Nosotros y Ellos y de manera más rígida" que nunca. Basado en Andreas y Zinder, Hedetoft sugiere que, además de hacerse más selectivas, de abotargarse, de asumir formas más diversas y de ser más difusas, las fronteras se han convertido en lo que podríamos denominar unas "membranas asimétricas" que permiten la salida, pero sirven al mismo tiempo de "protección frente a la entrada no deseada de unidades procedentes del otro lado":


Con el aumento de las medidas de control en las fronteras exteriores, pero también (y no menos importante) con el endurecimiento del régimen de expedición de visados en los países de emigración, en "el Sur", […] [las fronteras] se han diversificado, como también lo han hecho los controles fronterizos, que ahora se llevan a cabo no sólo en los lugares convencionales, […] sino también en aeropuertos, en embajadas y consulados, en centros de asilo y en el espacio virtual, en la forma de un incremento de colaboración entre la policía y las autoridades de inmigración de diversos países.


Como si con ello quisiera dar fe inmediata de lo acertado de la tesis de Hedetoft, el primer ministro británico Tony Blair recibió a Ruud Lubbers, alto comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados, y le sugirió la instalación de "refugios seguros" para los solicitantes potenciales de asilo que estuvieran situados cerca de sus hogares de origen, o, lo que es lo mismo, a una distancia prudencial de Gran Bretaña y de otros países ricos que, hasta fecha reciente, han constituido sus destinos naturales. En un ejemplo típico de la Neolengua de la Gran Transformación actual, el entonces ministro británico del Interior, David Blunkett, describió el tema de la conversación entre Blair y Lubbers como "los nuevos retos que para los países desarrollados plantean aquellos y aquellas que utilizaban el sistema de asilo político como una ruta de entrada en Occidente" (según esa misma Neolengua, cualquiera habría podido quejarse en su momento, por ejemplo, del reto que para la población costera suponían los marinos naufragados que empleaban el sistema establecido de rescates en alta mar como vía de acceso a tierra firme).


La más reciente serie de frenos impuestos en Gran bretaña dentro de las políticas de inmigración y de asilo ilustra muy a las claras ese giro. Según lo expresaba el nuevo ministro del Interior, Charles Clarke,


la inmigración por trabajo, la inmigración por estudios, es buena. […] Lo que está mal es que ese sistema no esté adecuadamente vigilado y acaben viniendo personas que se convierten en una carga para la sociedad, y eso es lo que pretendemos eliminar. […] Así, instauraremos un sistema […] que preste atención a las aptitudes, los talentos y las habilidades de las personas que quieren venir a trabajar en este país, y que garantice que, cuando lleguen aquí, tendrán un empleo y podrán contribuir a la economía del país.


Todos los demás solicitantes –inmigrantes potenciales sin suficientes "puntos fuertes" en cuanto a su educación profesional y a su experiencia en los servicios en los que el país padece un déficit de profesionales autóctonos- verán negados sus derechos sociales y, a su debido tiempo, acabarán siendo deportados (más o menos lo mismo que se haría, si se pudiera con la población autóctona "superflua", a la que recientemente se ha rebautizado sintomáticamente como la "infraclase" de los marginados sociales). El primer ministro, según se informó en la prensa, acogió muy positivamente esos planes porque, en su opinión, lograrían abordar la justificable preocupación de la población por los abusos cometidos en el sistema inmigratorio y en el de concesión de asilo. Garantizarían, según Tony Blair, que "sólo obtengan permisos de trabajo las personas que realmente necesitemos que vengan aquí a trabajar".


Como siempre sucede en las declaraciones públicas de Tony Blair, sus palabras debieron de ser ensayadas anteriormente con grupos de discusión, cuidadosamente seleccionados y ponderados, con el objeto de elegir aquellas que mejor reacción podían suscitar en el ánimo de los electores. Aunque, aparentemente, tenían como destinatarios exclusivos a los extranjeros que llamaban a las puertas de gran bretaña, las declaraciones del premier no tendrían lógica convincente alguna si no sintonizaran con la manera de pensar del "público en general" (es decir, de una mayoría decisiva de los votantes) a propósito de los desvalidos, o, lo que viene a ser lo mismo tras años de recortes en las prestaciones públicas, de los "perceptores de ayudas sociales", es decir, aquellas personas que no sólo poseen "derecho sociales", sino que los hacen efectivos. Después de todo, los criterios de esta "exclusión externa", por utilizar la distinción formulada por Christian Joppke, han sido tramados y probados dentro del propio país: no son más que aplicaciones de los principios que emanan de las prácticas domésticas de "exclusión interna".


Ahora se supone que los derechos sociales se han de ofrecer de forma selectiva. Deben ser concedidos si, y sólo si, quienes los otorgan deciden que su concesión será acorde a sus propios intereses, pero no por la fuerza de la condición humana de sus destinatarios. Y entre esos dos conjuntos de personas –el de quienes cumplen los requisitos de la segunda prueba (la de la condición humana) y el de quienes cumplen los de la primera (la de los intereses de quienes otorgan los derechos (no hay solapamiento alguno.


El derecho soberano a la excepción está siendo revivido en la actualidad… y reafirmado a escala planetaria, a diferencia de otros muchos derechos soberanos (¿la mayoría?) del Estado-nación…


Traducción: Albino Santos Mosquera



El barco de salvamento María Zambrano transporta a 229 inmigrantes ilegales rescatados de un balsa que intentaba llegar a Gran Canaria
Foto: EFE
Fan > Un artista elige su obra favorita: Daniel Joglar y una capilla de James Turrell
Rezar, meditar, percibir, soñar, todo a la vez

Por Daniel Joglar


En el 2006 había ido a Austin, Texas, invitado por la Universidad de allí a trabajar en un proyecto para el Blanton Museum. Me pasé dos meses ahí. Un día, junto a Gabriel Pérez Barreiro, nos fuimos manejando a las afueras de Houston a ver una capilla de cuáqueros hecha en 1995 que se llama Live Oak Friends Meeting. Gabriel me había hablado sobre el lugar. Me había contado que que James Turrell había trabajado en el diseño y que adentro había una obra de él, que también es cuáquero. Yo conocía por los libros y por Internet el trabajo de Turrell con la luz, pero ésta era la primera vez que veía una obra suya en vivo y directo.
Meeting, así se llamaba la obra y la cosa es así: todos los días, de 7 a 9 de la noche, la capilla abre sus puertas. Supongo que el horario cambia dependiendo del momen

to del año. Adentro hay unos bancos de madera dispuestos en forma de cuadrado. Uno entra a la capilla y se sienta en silencio. A las 7 en punto se abre un gran rectángulo en el techo. Uno está adentro del edificio, y de repente está afuera. Los bancos son durísimos pero la incomodidad no se siente. Yo me quedé las dos horas, inmóvil. Y vi cómo caía el sol, cómo iban variando los colores en el cielo, cómo todo alrededor mío se iba transformando. Por momentos, al fijar tanto la vista, el cuadrado se convertía en una pantalla que parecía estar proyectando un cielo, pero de repente pasaba un pájaro y volvía a ser un cielo de verdad. Era como ver un espectáculo, rezar, meditar, percibir, soñar, todo a la vez. Literalmente ves la luz. Es extrañísimo. Te salís de vos mismo y te ves mirando.
Fue la conexión más fuerte que tuve en mi vida. Una conexión conmigo, con el arte, con mi trabajo, con algo religioso. Ahí, mirando el cielo, vas pasando por miles de sensaciones y entrás en un estado donde comenzás a preguntarte, ¿realmente estoy viendo lo que estoy viendo? Entonces empezás a pestañar como cuando te duelen los ojos por fijar la vista mucho en algo y pensás: ¿Es real o es una ilusión? A las 9 en punto el techo se cierra y entonces, por una media ahora, se prenden unas luces de color violeta adentro de la capilla que parecen una continuación de ese atardecer. Lo artificial y lo natural se funden en una cosa rarísima. Es increíble que algo tan simple te pueda llevar a semejante estado, que te lleve tan lejos con tan poco. Que abra preguntas sobre el arte, la vida, la religión, el misticismo, la percepción, los sentidos. Con un grado de síntesis y profundidad conmovedores.
Después vi otras cosas de Turrell, por ejemplo una cripta hecha en tierra donde intentó hacer algo parecido. Sé también que lo hizo en el P.S.1, el museo en Nueva York dedicado al arte contemporáneo. Pero no le salió tan bien. En la capilla la obra había encontrado su forma perfecta.
Cuando terminamos nos pusimos a hablar con un pastor y parece que los cuáqueros son refanáticos de Turrell. El pastor se quejaba de que hubiera gente que invirtiera plata en otros artistas. ¿Cómo se gasta plata en otra cosa?, decía indignado. Parece que en 1979 Turrell compró un cráter de 400.000 años de antigüedad y desde entonces se está gastando fortunas ahí adentro. No se sabe bien qué está haciendo. Dice que va a ser su última obra.
James Turrell es un artista californiano nacido en 1943. Realiza instalaciones donde, mediante la luz y el espacio, controla la percepción del espectador. A finales de los ‘60, Turrell trabajó en el Art & Technology Program de la Universidad de California, lo que le permitió conocer al psicólogo Edward Wortz, que había estudiado los cambios en la percepción experimentados por astronautas en el espacio exterior. Investigaron ciertas técnicas de privación sensorial, y también emplearon máquinas EEG para medir las variaciones de las ondas cerebrales; estaban interesados en los llamados “ritmos alfa”, ondas cerebrales que se liberaban básicamente cuando el individuo estaba meditando. En 1966, James Turrell alquiló un antiguo hotel en Ocean Park para utilizarlo como estudio y espacio expositivo; estableció nuevos huecos en las paredes y techos, controló la luz abriendo y cerrando las persianas, hizo que los rótulos de neón de las tiendas, los semáforos y los faros de los coches fueran parte de su obra. Turrell es conocido por un trabajo en proceso que desde los años ’70 realiza en el Roden Crater en Arizona. Allí Turrell está supuestamente transformando un cráter volcánico en un observatorio destinado especialmente para la observación de fenómenos celestiales. Pero muy poca gente ha visitado el lugar. Su obra Acton es una de las más populares en el Museo de Arte de Indianápolis. Consiste en una habitación que parece tener una pintura blanca en exhibición, pero la pintura es en realidad un agujero rectangular en la pared iluminado de manera que parece un cuadro. Los guardias de seguridad son conocidos por tener que acercarse a la gente e implorar: “Por favor, toquen”.

Música > Aquelarre hace memoria
Los brujos
Aquelarre fue, por una parte, el grupo más prolijo, el de sonido más perfecto y el de arreglos más intrincados del rock nacional. Por otra, el de los solos más salvajes, sobre todo cuando estaban en manos de Héctor Starc. Nacido en 1971 y con cuatro discos editados entre 1972 y 1975, cuando partió a España, su historia se convirtió en leyenda, en parte por las virtudes musicales y en parte por los azares de la industria argentina, que hicieron que esos cuatro álbumes desaparecieran. La reciente edición, en una caja de colección, agrupa en seis cd, por primera vez, toda la producción del grupo que conformaron Starc, el tecladista y cantante Hugo González Neira, el baterista Rodolfo García y el bajista y cantante Emilio del Guercio, incluyendo los simples e inéditos. A continuación, los cuatro integrantes del primer supergrupo del rock argentino hablan de su propia leyenda.


Por Diego Fischerman


El tiempo es veloz, cantaba David Lebon. Y así era en ese rock argentino que apenas había comenzado a llamarse así y que ya contaba entre sus víctimas a los dos grupos más importantes de esa primera historia. En 1968, hace cuarenta años, tuvieron lugar las primeras grabaciones de

Almendra (“Tema de Pototo” y “El mundo entre las manos” y, unos meses más tarde, “Todo el hielo en la ciudad” y “Campos verdes”) y Manal (“Qué pena me das” y “Para ser un hombre más”). En 1969 se empezó a hablar de “música beat”, la revista PinUp organizó el primer festival más o menos masivo con una cantidad de grupos que, hasta ese momento, habían tenido una existencia casi subterránea. Después llegó la revista Pelo, el primer BArock, en el velódromo, una catarata de discos simples, de grupos luego olvidados –algunos injustamente– y otros no –también en algunos casos injustamente– como Los Mentales, Jarabe de Menta, La Barra de Chocolate, La Cofradía de la Flor Solar, y los primeros discos de larga duración de Almendra y Manal. Para fines de 1971, ya ninguno de los dos grupos existía.
Imagen: Nora Lezano

Y un poco después, cuando los ex integrantes de Manal formaban parte de La Pesada del Rock’n’Roll junto a Billy Bond (uno de los grupos más inteligentes, musicalmente osados e irrazonablemente subestimados del rock argentino) y tenía lugar aquel malhadado recital en el Luna Park en el que se le atribuyó al cantante la frase “rompan todo”, la mitad de lo que había sido Almendra, entonces parte de un grupo que por muchos motivos se convirtió en leyenda, colocaba en programas de mano pulcramente diseñados –y donde se incluían las letras de todos los temas– la leyenda “Cada butaca quemada (era una época donde se fumaba en los recitales) es una sala menos para el rock”. El grupo se llamaba Aquelarre, había nacido en 1971 y ese año, aún sin su nombre y presentándose con los apellidos de sus integrantes, se había estrenado en el segundo BArock. Pero el origen había tenido lugar exactamente un año antes y en ese mismo lugar. El primer festival del velódromo había sido abierto por un trío salvaje llamado Trieste, donde tocaba, junto al bajista Machi y al primer baterista de Arco Iris, Alberto Cascino, el guitarrista Héctor Starc. Y allí estaban, también, Almendra y Manal en sus estertores, aunque nadie lo supiera. En el túnel bajo las gradas, según recuerda el baterista Rodolfo García, éste le dijo a Starc que no se lo dijera a nadie (tratándose de Starc eso era imposible) pero que Almendra se separaba y que con Emilio del Guercio –el bajista– estaban armando un nuevo grupo en el que les gustaría que él participara. La formación definitiva de Aquelarre, luego de la idea de incluir además dos instrumentistas de viento y del intento fallido de tocar con violín, fue un cuarteto: Starc, García, Del Guercio y un tecladista y cantante que hasta ese momento había hecho canciones en inglés y que se desvivía por el blues y el rhythm & blues, Hugo González Neira. Algunos dijeron que era el primer supergrupo del rock nacional, buscando adaptar el modelo inglés de Blind Faith, donde habían desembarcado ex integrantes de Cream y de Traffic. Pero, con certeza, Aquelarre fue el primer grupo exogámico, armado más sobre la idea de la complementariedad de sus músicos que por la de la semejanza. “Almendra remite más a lo que es el equipo de fútbol del barrio; jugás con los amigos –explica García–. Aquelarre, aunque por supuesto nos importaba que fuéramos amigos, tuvo que ver más con el salir a buscar tipos con características específicas para lo que queríamos.”
La atipicidad de Aquelarre tuvo que ver con varias cuestiones. Por un lado, estableció un standard de ejecución que hasta ese momento no había existido. En vivo sonaba como una aplanadora capaz, a la vez, de la máxima sutileza. Y, sobre todo, sonaba siempre igual. Era impecable. Según Del Guercio se mataban ensayando. Sus arreglos eran intrincadísimos y utilizaban riffs de rítmicas sumamente irregulares como contracantos de las melodías principales. Fueron, en algún sentido, el grupo más prolijo y perfecto que tuvo el rock en sus comienzos. Pero también, sobre todo cuando los solos estaban en manos de Starc, fueron los más desbocados. Y además cristalizaron una presencia de rítmicas latinas, frecuentemente asociadas al candombe, que en Almendra habían estado insinuadas pero que en Aquelarre funcionaban, sin sobreactuaciones ni énfasis alguno, como una base que siempre establecía un elemento de tensión y de interés con lo que sucedía en las voces superiores. Pero las particularidades no terminan allí. Fue, hasta que partió a España, en 1975 (y esa decisión, sobre todo laboral, fue también una rareza) uno de los grupos más exitosos y admirados del naciente rock argentino. Tuvo una producción discográfica prolífica. En 1972 grabó dos álbumes, uno, Aquelarre, publicado ese año, y el otro, Candiles, el siguiente. Ambos fueron editados por el prestigioso sello Trova, cuyo catálogo incluía a Vinicius de Moraes, Piazzolla y Les Luthiers y que comenzaba a abrirse al rock, también, con la inclusión de Litto Nebbia y Pedro y Pablo. Y en 1974 y 1975 editó Brumas y Siesta, respectivamente, para Music Hall. Trova se dividió y parte de su archivo quedó en el aire. Music Hall tuvo problemas legales, varios reclamaron por sus derechos sin que hasta hoy se haya dictaminado a favor de nadie y, como consecuencia, también ese catálogo desapareció de las bateas. Era, hasta que el propio grupo logró negociar para sí los derechos de las cintas maestras, el gran agujero de la discografía del rock. Donde en las enciclopedias –o en la memoria– decía “Aquelarre”, en la realidad no había nada. Hace dos años, Acqua Records editó los dos primeros discos y Corazones de fuego, el que el grupo grabó en vivo, en el Teatro Alvear, al volver a reunirse en 1998. Ahora, en una caja de cuidadosa edición, Acqua agrupa por primera vez toda la producción del conjunto. Se trata de una edición limitada que contiene, además de un libro de 48 páginas, seis cd: los cuatro LP originales, el de la reunión y uno llamado Otras pistas que reúne los temas editados en simples y algunas grabaciones inéditas realizadas en España, entre ellas un cover de “El monstruo de la laguna”, de Pescado Rabioso (donde estaba Luis Alberto Spinetta, otra de las partes de Almendra).
Aquelarre, ahora reunido por Radar, repasa su historia. Una historia que estaba signada, entre otras cosas, por la insalvable frontera entre músicos comerciales y músicos comprometidos. “Para mí, ahora, sigue totalmente vigente. Todo sigue igual que en el año ’66. César Pueyrredón puede ser un buen compositor pero él tocaba en Banana. Y yo sigo en lo mismo y con la misma guerra de la revista Pelo, que no perdonaba a ninguno de esos tipos. Y si tocaba Pappo con Amadeo Alvarez, que era el cantante de Los In, seguramente era porque no tenía guitarra y le quería usar la Gretch. Pero de esas mezcolanzas no podía salir nada bueno. Por eso se destacó Almendra, que hacía cinco años que ensayaban en una pieza; o Manal. No creo que haya ninguna mezcla posible entre quienes hacíamos rock, y nos lo tomábamos en serio, con esos tipos. Nuestro acercamiento a la música pasaba por otro lado que no tenía nada que ver con el de esta gente”, dice Starc.
¿Y la reivindicación posterior de Sandro?
Starc: –Para mí Sandro no merece ninguna reivindicación de ningún tipo. Era un imitador de Elvis Presley que, igual que Presley, traicionó el rock y terminó cantando “Rosa Rosa” para las gordas.
García: –Yo hago una distinción. Porque si Sandro era un artista a imagen y semejanza de Presley, entonces lo reivindico. Porque yo viví esa época y su aparición fue un soplo de aire nuevo. Y fue mejor que lo que existía.
Starc: –No, lo que tiene razón es que la aparición de Sandro hizo que algunos tipos como yo dijeran: “Uy, eso es el rock’n roll”. A mí lo que me rompe las pelotas es que después no hizo más rock’n roll. Hizo reverendas cagadas.
García: –Verlo a Sandro en sus comienzos, en Sábados Circulares, y con un grupo de músicos que tocaba muy bien, a mí me había impresionado. Yo quería ser como ese tipo. Lo que pasa es que la reivindicación de algunos músicos de rock es del Sandro que vino después, del de “Rosa Rosa”, y eso me parece incomprensible.
Starc: –Para los que hacíamos rock en esa época, él y Palito Ortega eran los enemigos.
García: –De todas maneras, la división musical entre músicos comerciales y músicos de rock era tajante. Pero en lo personal no era tan así, porque muchos éramos amigos. Amadeo Alvarez, por ejemplo, tenía un grupo que hacía covers, lo que para el mundo del rock era despreciable, pero era un cantante bárbaro y un muy buen guitarrista rítmico. Y además, escuchaba la misma música que nosotros.
Starc: –Fue el descubridor de Almendra, sin ir más lejos.
Del Guercio: –Tengo mis convicciones estéticas, a la hora de hacer mi laburo, pero no tengo una mirada de condena. Creo que son artistas que representan una parte de la emocionalidad de la gente y es, simplemente, una realidad cultural. No adhiero a eso pero está ahí.
Starc: –Al fin y al cabo, yo hice cosas peores que ésa. Había un guitarrista que trabajaba con Palito Ortega, Pepe Costa, que se fue a tocar con el hermano de Palito e hizo un grupo que se llamaba Los Muñecos. Ese grupo se fue a Italia y Pepe me llamó a mí para que lo reemplazara con la orquesta de Palito Ortega. Después, estuvo Los Walkers, donde ya no había nadie de quienes habían estado al principio, salvo Carlitos Altamirano, que era el dueño del nombre. Y allí estaban Machi y Black, con quien empezamos a tocar seguido. En realidad, las veces que hicimos cosas en inglés, fueron cosas honorables.
González Neira: –A mí, en cambio, me gustaba la música en inglés. Me parecía que se adaptaba mucho mejor a las canciones que el castellano y, de hecho, me costó mucho acostumbrarme a cantar en Aquelarre. A mí me gustaba mucho Ray Charles y al primer cantante en castellano que acompañé fue a Litto Nebbia, en esa época que estaba rozando lo comercial, cuando hacía “Rosemary” y actuaba en El extraño de pelo largo y esas cosas. Después de eso se habló de que integraría Los Gatos, que se volvían a juntar pero con Pappo como guitarrista, pero al final no pasó nada y yo seguí haciendo recitalcitos, tratando de hacer lo mío, pero que no funcionaban. Es decir, funcionaban para mí y para muy poquito público, pero no tenían ningún éxito. Hacía cosas de Ray Charles, del Spencer Davis Group, de Blind Faith, de Los Rolling Stones. E hice un grupo que se llamaba Harlem Rhythm & Blues. A veces tocábamos en el Di Tella y Héctor venía a verme, pero yo no lo conocía.
Starc: –Yo nunca había escuchado cantar así a un tipo en vivo, así que me deslumbraba.
Starc se atribuye el mérito de haber sido el descubridor de González Neira, pero la módica historia oficial de Aquelarre dice que fueron Del Guercio y García quienes lo invitaron a participar del grupo. En realidad, ambas historias son ciertas. “Ellos me conocieron por dos lados distintos. Héctor me venía a escuchar por el Di Tella pero me acuerdo que, todavía en la época de Almendra, una vez Emilio y Luis (Alberto Spinetta) vinieron a escucharme con un grupo que se llamaba 2001 Odisea del sonido, que había formado un tipo que había sido barman de La Cueva, y Luis se acercó a hablarme. En esa época, Emilio me asustaba un poco; le tenía un poco de tirria. Lo veía muy en la actitud ‘yo soy un capo’. Después no, todo bien. Luis era más accesible. Edelmiro (Molinari) también. Y después, en un espectáculo, coincidieron Almendra y Litto Nebbia, en cuyo grupo estaba yo”, cuenta González Neira.
García: –Eran unos conciertos que organizaba Edgardo Suárez en el teatro Embassy. Había tres escenarios y pasábamos por allí, todas las noches, Litto Nebbia, Almendra, el Quinteto de Rodolfo Mederos, Facundo Cabral y el Grupo Vocal Argentino.
Aquelarre incorporó elementos nuevos, algunos ya insinuados en Almendra. Las rítmicas, un tipo de arreglos que aparecían totalmente integrados a la composición. ¿Cuánto de eso había estado ya en el proyecto original?
García: –Las bases de Aquelarre eran re-latinas pero no hubo un planteo consciente. En el laburo diario se trabajaba mucho el ritmo, y también el sonido. Ya desde Almendra nos preocupaba escapar de lo que llamábamos “lo remachado”. Siempre, lo que nace de primera es algo que ya existe. Buscábamos no tocar lo primero que se nos ocurría.
Del Guercio: –A mí ese trabajo siempre me resultó quizá lo más lindo que viví con la música. Es como el juego que hacías de niño, ese meterse enfrascado con un objeto que se transformaba en otro y uno podía pasarse horas y horas. Esa es la creación. Es el placer de la investigación y de encontrar nuevas formas que, a veces, no son las que uno se imaginaba y hay que volver a empezar. Es como el trabajo del pintor: está el cuadro colgado, está el concepto, pero además el tipo tuvo un placer con esa materia. Y son cosas que por ahí ni se ven, pero que en la música son absolutamente enriquecedoras.
Eran tiempos violentos y un tema, “Violencia en el parque”, fue, en 1975, un verdadero éxito. ¿Esa letra se refería a alguna violencia en especial? ¿Había una postura militante en cuanto a lo que debían decir las letras?
García: –Estábamos inmersos. Era un momento de mucha violencia y de mucha lucha política, desde manifestaciones hasta actividades gremiales. Yo estaba en el Sindicato del Músico, en medio de una movida de mucha gente joven, por ejemplo. Estaba Litto Nebbia, y Masllorens, y Roque Narvaja, y Mosalini. Estaba todo junto. Eran los mismos que uno se encontraba en el estudio de grabación. La cuestión política se respiraba todo el tiempo y te aparecía cuando estabas en la ruta yendo a un show y te paraba un retén policial.
Del Guercio: –“Violencia en el parque” habla de un clima general. Siempre digo que hay ciertas cosas que, no sé por qué, uno las percibe. Se percibe el clima de la calle. Cuando se viaja mucho, por ejemplo, uno ve caminando a un tipo y se da cuenta de que es argentino. El tema está escrito en el ’72. Algunos me preguntaron si tenía que ver con Ezeiza. Y sí, tenía que ver con todo eso pero no de manera específica. La violencia se sentía. Se percibía que venía una mano muy violenta y, lamentablemente, no me equivoqué.
En la colonia penitenciaria

Presos comunes, presos políticos, presos tristemente célebres como el Petiso Orejudo y presos luego famosos como Carlos Gardel fueron apenas algunos de los innumerables hombres confinados en el penal de Ushuaia. Y aunque no existe un registro preciso de las atrocidades, torturas y desapariciones que tuvieron lugar, hoy, convertido en un lugar de visitas guiadas, estatuas de resina y tienda de souvenirs, el presidio plantea cuestiones sobre temas contemporáneos como la “museificación de la memoria”, la marketinización de lugares donde habitó el sufrimiento y la documentación de la historia argentina. Guillermo Saccomanno viajó allí con un propósito tanto periodístico como personal: rastrear la historia de un convicto llamado Saccomanno que, sin jamás conocerlos, marcó su vida y la de su familia. Esta es la crónica con la que volvió.


Por Guillermo Saccomanno


1 Traslados se los llama. En la Penitenciaría Nacional se sabe que el castigo más temido es que a uno lo trasladen a “La Tierra”. Después de una revisación médica y la cena, se informa a los presos quiénes serán trasladados al presidio de Ushuaia. En la mañana tienen que juntar sus cosas, someterlas a inspección y después son engrilletados con unas barras de acero que no permiten avanzar más de quince centímetros. Al rato los condenados no sólo tienen despellejados los tobillos. También el alma. A cada preso lo vigilan dos guardiacárceles. Se los sube a un barco, se les entrega un zambullo para sus necesidades y se los encierra en la bodega donde habrán de hacinarse y enfermar

sumidos en un hedor de letrina. A José Domínguez le dieron veinticinco años. En una mañana caliente y nublada de febrero cuando lo sacan de la celda está decidido a escapar. En el puerto, al subir la planchada del “Buenos Aires” salta a un lado. El peso de los grilletes lo hunde. Arrancarán su cuerpo del fondo del río recién al otro día.




2 La primera vez que estuve en Ushuaia fue después de la Semana Santa del ’95 y nevaba sin parar. La tormenta suspendió los vuelos. Y al quedarme unos días inesperados pude observar más que en el toco y me voy de una charla sobre literatura. Se sucedían los cierres de fábricas que, durante el alfonsinismo, alimentaron un espejismo industrialista. Ahora bajo el menemismo, se multiplicaban los despidos y las manifestaciones de protesta. El gobierno nacional envió 300 gendarmes para reprimir los reclamos. Durante una manifestación un tiro le voló la cabeza a un obrero de la construcción, Víctor Choque, y fue el primer mártir de la democracia. Quienes se habían radicado en Tierra del Fuego atraídos por la perspectiva de un trabajo rentable, se encontraban desocupados y sin recursos para retornar a sus lugares de origen. En esas noches blancas las luces de las viviendas en las laderas nevadas presentaban un paisaje de postal. “Esperá que se derrita la nieve”, me dijo una maestra. “Y vas a ver la verdadera Ushuaia, la miseria de esas construcciones que la nieve tapa.” Y yo debía charlar de literatura. La audiencia la componían unas pocas maestras. Cundía una serie de suicidios de adolescentes. Y estaban alarmadas. Al conversar con ellas leí en sus caras la desolación, la incertidumbre. La literatura, me preguntaron, ¿no debía hacerse cargo de esta problemática?



3 En el puerto los camiones policiales, unos tras otros, cargan los buques de la Armada Chaco, Pampa, Patagonia, Ushuaia, Godoy. La navegación hacia “La Tierra” dura un mes. Los cargueros transportan además mercadería, correo y diarios anclando en Bahía Blanca, Puerto Madryn, Comodoro Rivadavia, Santa Cruz, Río Gallegos y finalmente Ushuaia. Envueltos en el carbón y tosiendo, los condenados son espectros. Los motines son improbables. Y si se produce uno, es sofocado enseguida. Desembarcar en “La Tierra”, imaginan, será un alivio. Los ilusiona la recepción: una fanfarria tocando en el muelle. Pero apenas pasan por delante de los músicos, los guardiacárceles en dos filas son un túnel de golpes implacables de bastones, cachiporras, culatas y garrotes. Con los huesos rotos, orinando sangre, ya saben qué les espera.



4 En aquel viaje a Ushuaia quise entrar en el presidio. Unos vecinos se proponían restaurar las ruinas, rescatarlo del deterioro y las ratas en una búsqueda de memoria ineludible. Permanecería cerrado un tiempo, me dijeron. Los legajos, las fotos y otros documentos se habían esfumado. Desde rapiñas ocasionales hasta el abandono habían esfumado los testimonios de lo ocurrido en esa institución pionera del horror concentracionario en nuestro país. La Armada, por el momento, impedía el acceso. Muchos documentos, supe, estaban en poder de pobladores que los guardaban como reliquias. Gauchas, las maestras me ofrecieron visitar otro museo, el Museo del Fin del Mundo, donde provisoriamente se guardaban los archivos del penal. ¿Cuál era mi interés?, me preguntaron. Vacilé al responderles. Literatura, pude haberles contestado.



5 Controlados por “la chusma del máuser”, como llaman los anarquistas a los guardias, los presos talan bosques, abren calles, tienden electricidad, amasan y hornean el pan para el pueblo entero. Aunque el proyecto de ley del presidio se fija educar y redimir a los condenados, su intención real es asentar soberanía en el fin del mundo. Los periodistas que visitan el lugar constatan que los reclusos son una mano de obra barata y las condiciones en que cumplen sus condenas no son mejores que las del sepulcro de los vivos, la prisión siberiana donde fuera deportado Dostoievski por conspirar contra el zarismo.



6 Unos meses después de mi viaje, en junio del ’95, La Nación informaba la restauración del penal: “El restaurante del fin del mundo”, titulaba. La noticia: “En lo que fue un pabellón de la cárcel de Tierra del Fuego ahora se sirve centolla con vino. La vajilla es de porcelana, las copas de cristal están cargadas con Dom Perignon bien frappé y los tenedores van y vienen con una exquisita centolla”. Una foto mostraba a un empresario gastronómico que había expresado su creatividad vistiéndose, como sus mozos, con trajes a rayas negras y amarillas que replicaban la indumentaria de los presos. Si les apetecía, los comensales podían recorrer las antiguas celdas de los confinados.



7 Se establece que los reclusos perciban un sueldo ínfimo para disponer de unos pesos cuando salgan libres, si es que llegan vivos a ese momento. Pero aquellos que logran cumplir su condena no pueden cambiar sus vales porque no hay “efectivo” en la cárcel. Otra tragada, la que pasa con los uniformes. En más de una oportunidad el presupuesto de indumentaria no se vuelca a las partidas de ropa que deben renovar los harapos. Mientras el pueblo de Ushuaia crece con la mano de obra esclava, el presidio es un flor de ingreso para los ganaderos patagónicos que lo abastecen. A Ushuaia se la denomina también “La Sodoma fueguina”. Un informe del Congreso, basándose en las inspecciones sanitarias al presidio, describe “la vil ralea de los invertidos”. El informe cita, como ejemplo, los padecimientos de un homosexual, “La princesa de los dólares”. Y define a los guardiacárceles como depravados que prostituyen a los presos jóvenes. La asistencia médica no cuenta. El presidio, no es difícil registrarlo, es un buen negocio: así como la leña que debe calentar a los presos se merca para construir viviendas, las medicinas que arriban para el presidio se terminan vendiendo en la farmacia del pueblo.



8 El biólogo Alejandro Winograd fue jefe del Departamento de Ciencias Naturales del Museo del Fin del Mundo y además de participar en investigaciones vinculadas con la preservación, ha publicado cuentos, novelas y ensayos. También dirige la Colección Reservada del Fin del Mundo de Eudeba, difundiendo crónicas de los primeros exploradores de la Patagonia y la Antártida. Una noche de este último octubre Alejandro me invitó a presentar Patagonia, mitos y certezas, su ensayo que compendia fábulas y crónicas que explican la fascinación por esta tierra. Y sugiere una hipótesis sobre la suerte que le espera a una tierra que hoy es riqueza usufructuada por extranjeros y extensiones vendidas, en los últimos años, a magnates new age preocupados por salvar el cuero si sobreviene un desastre planetario. “Tarde o temprano”, aventura Winograd, “la Patagonia sabe mostrar los dientes y protegerse”. Su idea de un salvataje de la memoria patagónica es humanista: la creación de un museo que reconstruya las historias jamás contadas que los museos convencionales dejan de lado, un museo en el que se rescate la labor callada de maestras y peones, aquellos que no fueron ni el primero ni el más rico de los pobladores y que contribuyeron a que esta tierra sea cada día mejor. Nadie mejor que Alejandro podía ayudarme en lo que buscaba. Quería ver el penal, le dije. Me importaba su museificación. “Entonces tenés que conocer a Lino”, me dijo Alejandro. “Lino te va a dar una visión peculiar de lo que te interesa.”



9 En 1935 el diputado socialista Manuel Ramírez se propone investigar las atrocidades del presidio. Después de un relevamiento minucioso escribe La ergástula del Sud. (Según el diccionario de la Real Academia “ergástula”, del latín ergastulum, significa “cárcel de un esclavo”). El libro, publicado originalmente por Claridad, no exento de valor literario, es una crónica despiadada que presenta al Congreso sus “horrorosas observaciones”. A modo de epígrafe Ramírez reproduce fragmentos de la Constitución Nacional y de la Ley de Organización Carcelaria en que se define a las cárceles como modelos de reeducación para “devolver la personalidad social al condenado”. La denuncia de Ramírez describe la metodología de vigilancia y castigo del presidio. Y se detiene en los trabajos forzados, la alimentación mezquina, la salud resquebrajada, la promiscuidad sexual. Ramírez enumera los instrumentos de tortura más comunes: cachiporras confeccionadas con alambre trenzado y una bola de plomo en los extremos. A las cachiporras se agregan garrotes de leña, trozos de hierro y látigos que destrozan espaldas, fracturan costillas, deshacen pulmones, provocan vómitos de sangre. A patadas se hernia a los presos. A un confinado, el ex boxeador Sturla, los guardiacárceles le rompen la dentadura a cachiporrazos.



10 Es de noche y nieva sobre el Beagle. Nieva sobre los barcos amarrados, los containers. Nieva sobre la costanera avenida Maipú. Se hace de madrugada, nieva y alargamos la sobremesa en Volver, el restaurante de Lino Ardillon. Es el mismo gastronómico que destacaba aquella nota de La Nación. Pero ya no regentea el restaurante en el presidio. Prefiere no hablar del tema. Todo un personaje, Lino. Se ríe al contar una infancia con padres perseguidos por integrar la resistencia peronista: “Me acuerdo que a veces estaba comiendo con mis viejos en un restaurante y, al caer la policía, mi madre revoleaba la cartera para tirarla lejos porque estaba cargada de volantes. Otra veces me escondían los volantes en la ropa y así andaba yo, engordado con los panfletos”. Lino vino a Tierra del Fuego en los ’80, de camionero. Se empleó en la Grundig. Su trabajo era colocar un pirulito en los aparatos. Chilistor, se lo llamaba al pirulito. Harto de ser operario, Lino puso un bar. Y le fue bien. Con los años, el bar se hizo restaurante. Y le fue mejor. A cada una de sus contradicciones le encuentra siempre una justificación. Por ejemplo, el vaivén entre su status de self-made man exitoso y su ideario redencionista. Apenas se entra a su restaurante llama la atención la cantidad de objetos retro que decoran las paredes, desde viejos carteles hasta caricaturas. Bajito, se oye un tango tecno. En una pecera una enorme centolla rosada de aspecto amenazador se aplasta y se levanta mientras unos peces burbujean a su alrededor. También sorprende una estatua del Che en tamaño natural, construido con resina. Es un Che tiznado, de color oscuro, que sostiene un habano y mira con una expresión sobradora a quienes entran.



11 En las celdas estrechas del presidio, mientras las torturas y las súplicas se oyen en la noche, comparten las celdas pibes de la calle con asesinos seriales, chorros principiantes con estafadores de guante blanco, escruchantes con homicidas pasionales, dirigentes sindicales y anarquistas. Hay auténticas celebridades delictivas. Los hermanos Bonelli, cambistas que liquidaban a sus clientes. Ladrón de Guevara, que después de asesinar a su mujer y sus hijos se dedicó a la oración. Mateo Banks, un estanciero de Azul que mediante veneno y escopetazos se deshizo de hermanos, cuñadas, sobrinas y peones para quedarse con todas las propiedades familiares. Juan Dufour, un estafador internacional que ha huido de la Isla del Diablo. Cayetano Santos Godino, más conocido como “el Petiso Orejudo”, un pibe que empujado por sus padres a buscar trabajo, al no conseguirlo, le venía una rabia que desquitaba ahorcando o martillando clavos en la cabeza de los chicos que encontraba en su vuelta al hogar. Los médicos de la época atribuyeron su psiquismo enfermo a sus orejas y pensaron operárselas. El Petiso arroja el gato mascota de los presos en una estufa. La paliza que le dan sus compañeros termina con sus maldades. En el presidio también está Charles Gardés, un francés prontuariado por sus andanzas en el hampa prostibularia, que acá en “La Tierra” se hará payador y más tarde conquistará prestigio como cantor de tango. Si bien es cierto que no hay recluso que no sueñe fugarse, escapar es imposible. Imposible desafiar este mar helado y violento. Imposible atravesar los bosques y montañas nevados. El agotamiento y el hambre obligan a los fugados a volver a los muros. Los que cruzan a territorio chileno terminan cazados por los carabineros y son devueltos al presidio.



12 Lino no oculta su pasión guevarista aunque su clientela cheta, junto con la internacional, incluye ejecutivos de multis que suelen venir, con estricta reserva. Y acá cenan de lo más divertidos disfrazados con el traje a rayas de los presidiarios. A Lino no le importa lo que “tienen en la cabeza” sus comensales. Después aclara: “Yo quiero a los presos”, y enfatiza: “Amo los presos, pero no me confundo”. Y este amor lo llevó a crear un equipo de rugby, “Los Presos”, que juega en Sevens. La camiseta, por supuesto, es a rayas negras y amarillas. Lino alega haber sido uno de esos fueguinos que en los ‘90 abogó por la recuperación del presidio como un espacio histórico. “Hubo noches, cuando el presidio no era lo que es hoy, cuando había caballos que se guarecían de la nieve y chapoteaban en el penal inundado, que yo me iba a una celda con una amiga y un champagne y lo hacíamos. Y yo, a mi manera, cumplía una venganza póstuma en nombre del presidiario que había estado ahí pajeándose hasta el fin de sus días.” De pronto Lino se calló. Me miró fijo: “Por qué te interesa tanto el presidio”, me preguntó.



13 Cuando fue el crimen de la telefonista, mi abuelo, un tranviario calabrés, debía aclarar que su apellido no era el mismo del asesino condenado a perpetua en Ushuaia. Confundiendo a una telefonista que regresaba del trabajo a su casa con una puta, el tal Saccomano le quiso arrebatar la cartera. La muchacha se resistió. El ladrón la mató con un golpe de furca. El crimen ocupó todas las planas de los diarios de la época.



14 Y acá entro en la “situación de peligro” de esta crónica. Porque en este segundo viaje mío a Ushuaia, la marketinización era la parte de arriba de este iceberg narrativo. Si bien mi interés se focalizaba en el marketing del horror, la venta de uniformes y souvenirs que los turistas compraban alegremente (por ejemplo, un certificado de libertad para llenar con sus nombres), yo perseguía otra cosa. El merchandising del presidio, pude comprobarlo, contribuía y contribuye a anestesiar la memoria del dolor. Pero yo no pensaba sólo en la banalidad del mal y su comercialización. No, al menos, en un sentido estrictamente periodístico.


15 Una vez condenado a Ushuaia, en el penal al preso Saccomano se le asignaron las faenas más peligrosas, como volar con dinamita las rocas de las canteras. Nuestro apellido se escribía con doble c y doble n. Y el del sospechoso del crimen, con una sola n. Esta distinción era importante en esos años. Los italianos si una fama tenían, era de mafiosos. Y que alguien cuyo apellido era fonéticamente idéntico al nuestro le causaba más de un problema al motorman de la Corporación. Cuando mi padre frecuentó círculos anarquistas sus compañeros le contaron que el penado Saccomano era inocente, un mártir de la causa, a quien los tiras de la época le habían adjudicado el crimen para sacarlo de circulación. Para los anarquistas Ushuaia representaba un blasón. Y todo preso era uno de los suyos.



16 Finalmente, en aquel primer viaje a Ushuaia, les había confiado a las maestras mi otro interés, el principal. Las maestras me ayudaron en la búsqueda del reportaje que el periodista José de Soiza Reilly le hiciera al penado. Unos días después, ya en Buenos Aires, me llegaba un sobre con las fotocopias del reportaje. Me acuerdo que le llevé las fotocopias a mi padre. A los cincuenta y cuatro, periodista municipal, fue sumariado por su pasado gremialista. Sufrió un infarto cerebral. Ahora tenía más de setenta y varias isquemias lo habían postrado. Le conté de mi viaje a Tierra del Fuego, le mostré las fotocopias de la entrevista al penado. Mi padre se echó a llorar. Busco y busco ahora esas fotocopias sin encontrarlas. No las necesito: es de una estructura de sentimiento de lo que hablo.



17 Mi abuelo, contaba mi padre, volvía de su trabajo de motorman y en el camino de vuelta a su casa juntaba ladrillos para mejorar su construcción, que en un principio, casado y con seis hijos, había levantado con los cajones de madera de embalaje de automóviles importados que llegaban al puerto. En “Filosofía del hombre que necesita ladrillos”, una de sus aguafuertes porteñas, Roberto Arlt escribió: “Hay un tipo de ladrón que no es ladrón, según nuestro modo de ver, y que legalmente es más ratero que el mismo Saccomano. Este ladrón, y hombre decente, es el propietario que roba ladrillos, que roba cal, arena, cemento y no pasa de allí. El robo más audaz que puede hacer este honrado ciudadano consiste en dos chapas de cinc para cubrir el armazón del gallinero”.



18 Ahora, en este octubre, mientras nevaba sobre el Beagle, Lino servía generosamente otra botella de champagne. Como impulsor de la restauración del presidio, él sabía de sus historias, aseguró. “Era inocente”, me dijo. “Si Saccomano transaba declarándose culpable, lo largaban en cinco años. Pero el tipo no aceptó. Se plantó y no transó.”



19 Retorcer testículos y hasta apretar la cabeza con una prensa de copiar, cuenta Manuel Ramírez, son prácticas disciplinarias habituales. Después de una aterradora pormenorización estadística de la condición carcelaria, Ramírez concluye: “Lo que relato no es por interés particular mío, pues sé que mientras la humanidad no tenga un equilibrio social y las luchas de clases subsistan, este régimen de las cárceles no será suprimido”.



20 Leyendo a Andreas Hussyen yo había marcado en su ensayo En busca del futuro perdido que restaurar un espacio de horror no significa necesariamente que un ejercicio de memoria sea un sustituto de la justicia. El temor al olvido nos ha empujado a mitologizar lo real y, a la vez, a marketinizar la nostalgia transformándola en un entretenimiento que oculta el trauma. Husseyn cita a Musil: “Nada hay tan invisible como los monumentos”. A la vez, osificar el pasado obstaculiza el análisis del presente. ¿Hasta dónde la indecibilidad del horror –vinculada a la complicidad civil– no contribuye a un silencio canalla? “El porvenir no habrá de juzgarnos por olvidar sino por recordarlo todo, y aún así no actuar en concordancia con nuestros recuerdos”, escribe Hussyen. Leí y releí el ensayo de Husseyn en este nuevo vuelo a Ushuaia. Lo que me proponía era, desde la perspectiva de Husseyn, indagar cómo una espeluznante institución concentracionaria que cumplía con el mecanismo del panóptico diseccionado por Foucault había “devenido” broma de mal gusto, cuando no frivolidad perversa.



21 En abril de 1942 el diario Crítica inicia la publicación de informaciones relativas a torturas infligidas a los presos en el presidio de Ushuaia. En junio, La Unión, de Río Gallegos, informa que”en Ushuaia se ha producido nuevas y graves incidencias en el presidio. Algunos presos se sublevaron. Y numerosos resultaron heridos”. Lo que los diarios no cuentan es la cantidad de ataúdes que salen del presidio.



22 Con Lino nos trabamos en una discusión acerca de los beneficios secundarios del horror como negocio. Lino procuraba ahora una tranquilidad de conciencia. ¿Acaso su negocio, más allá y acá de sus buenas intenciones, no transfiguraba el horror en mascarada? Los beneficios secundarios, pensé. Yo, con mi extracción barrial, estaba ahora, esta noche de octubre, en un restaurante exclusivo del Beagle, discutiendo sobre la disneylandización del horror cuando en realidad lo que circulaba por debajo, el beneficio secundario, era una cuestión personal: averiguar sobre aquel penado cuya sombra había perturbado a mi abuelo y a mi padre por una diferencia que era y no era de letras. Letras, escribo. Ahora yo era un hombre de letras. Ya no pertenecía, no pertenezco, a la clase de mi abuelo, de mi padre. Soy un intelectual de clase media, pensé. En estas disquisiciones, como diría Masotta, había una “locura sociológica”. Durante mucho tiempo, de pibe, ya fuera en el colegio o en un primer trabajo de cadete, se me preguntó qué era yo del asesino. Me avergonzaba esta pregunta. Aunque la historia familiar negara el parentesco con el recluso, yo tenía que ver con él. Pienso ahora, como antes, qué sentiría mi padre cuando se lo preguntaban. ¿Qué sos del asesino? Estoy convencido de que mi padre, como yo, necesitábamos probar que no éramos delincuentes. Para no ser confundidos con el penado había que elevarse –mi padre usaba ese término–, tener una educación, un título, ser alguien. Algunos libros, algunos premios, no me libran todavía de ese sentimiento de vergüenza que, en ocasiones, todavía me ataca, y me induce a pensar que la escritura tanto en mi padre como en mí representó una reivindicación. Pero, ¿cómo podía seguir admirando a Arlt a pesar de esa frase que, de costado, me rozaba infamante? Lo de Arlt, cuando lo leí, alrededor de los veinte, me humilló. Yo quería ser escritor como él. Quería convertir el resentimiento, mi historia, en otra cosa. Quería también que nunca se republicara esa aguafuerte, que fuera mutilada en la reedición de su obra completa.



23 En la década del treinta la población carcelaria aumenta de modo aluvional. Se vuelve un depósito de presos políticos. Ricardo Rojas y Honorio Pueyrredón, entre los más pacíficos. Entre los anarquistas está Simón Radowitzky, un muchacho ruso que tiró una bomba dentro del auto del jefe de policía Ramón Falcón. En esta década, la infame, se endurece aún más el sistema disciplinario del presidio.



24 Los intentos frustrados que hizo Masotta en escribir sobre Arlt como Roberto Arlt, yo mismo, son lo menos autocompasivo que se escribió en nuestra literatura autobiográfica. Intenté a veces merodear esa ejemplaridad sin lograrlo. Ahora, al recapacitar sobre el sentido de la doble n, me sobrevenía una sospecha: ¿era yo un nn sobreviviente de la vergüenza? Masotta me había enseñado a asumir la vergüenza. Y a convertirla en una estrategia de venganza. Porque la literatura puede serlo. Digresión y no tanto, me pregunté si no serían éstas las razones que me impulsaron a escribir sobre la literatura concentracionaria de Varlan Shalamov y Vassili Grossman.



25 Un periodista reportea al penado Saccomano. Lo encuentra bastante primitivo y tozudo, un marginal antes que un asesino como lo acusan los diarios. En su declaración de inocencia, el periodista advierte un empecinamiento demasiado parecido a una verdad animal. Esta persistencia bruta se nota en la foto donde ambos, de perfil, están frente a frente. El periodista lo escudriña. El preso lo mira con una expresión atontada. El preso insiste en su inocencia.



26 De acuerdo, puesta al día y revelación: no soy ya aquel pibe que heredó la vergüenza de su abuelo, de su padre, pero lo que pueda hacer con esa herida en nada atenúa lo sufrido. Soy otro, me digo. Pero, ¿hasta dónde me liberé de esa historia? Está escrita en mi cuerpo. Este viaje a Tierra del Fuego, las veces que entro al presidio, miro fotos, tomo notas, ¿qué propósito tienen? Esta crónica, ¿cuál es su sentido? Para mi abuelo y mi padre era importante mantener limpio el apellido. Mi padre, que creía en la lucha de clases, defendía una “aristocracia del espíritu”. ¿No había, no hay, no habrá en este argumento una contradicción, una búsqueda de ascenso social, un afán de lustre nobiliario a través de las letras? Dos enes, ¿qué diferencia establecen con su pretensión de una alcurnia sufriente? ¿Quién desaparece tras el subrayado de la doble n? Preguntas y más me preguntas. No paro de interrogarme. El verbo interrogar es policíaco, me digo. Esta crónica, con su intención confesional, ¿qué pretende? Ni más ni menos, me digo, que plantear cómo una sanción colectiva puede ser abuso moral que induce a las víctimas a culparse por un crimen que no cometieron. A veces la literatura exime de la culpa. Pero no de la memoria.



27 Los que más terror infunden son los guardianes de uniforme negro. Cuando se aburren, para distraerse, organizan una carrera. Ponen dos presos en un extremo del pabellón y los persiguen a latigazos. A ver quién gana. Hagan sus apuestas, señores. Los presos corren, corren como si se fugaran. Pero tropiezan, se les aflojan las piernas, tropiezan y ruedan por el suelo mientras las carcajadas de los guardianes aturden en el pabellón. En estos juegos y las torturas cotidianas, quien muere va a la fosa común. A veces alguno tiene la suerte de merecer una cruz. Pero las inclemencias del tiempo borrarán su nombre. No se sabrá nunca ni quiénes ni cuántos fueron enterrados ahí.



28 Antes de abandonar el presidio me detuve en unos stands donde se venden souvenirs: chaqueta, $ 250; pantalón, $ 130, birrete, $ 35; bolso, $ 39; delantal, $ 65; taza, $ 17; un juego de escape del presidio, $ 149; preso de resina, $ 59.


El penado Sacomano con el periodista José de Soiza Reilly, ante quien se declara inocente.


Historia, dolor y marketing

El proyecto de una colonia penitenciaría en Tierra del Fuego se originó en 1882 a partir del Tratado de Límites con Chile. En 1883 Roca lanzó la propuesta al Senado. Dos años después se funda Ushuaia. El primer presidio se levantó en San Juan de Salvamento, la mítica Isla del Fin del Mundo, donde se alzaba el faro que inspiraría a Verne una novela de aventuras. Más tarde, por “razones humanitarias”, se mudó a la isla Observatorio, ex Puerto Cook. Después, por las mismas “razones humanitarias”, se radicó en la Isla Grande denominándose “Presidio Militar de Ushuaia” y luego, sucesivamente, “Presidio y Cárcel de Reincidentes” y “Cárcel de Tierra del Fuego”. En un principio planeado para 600 reclusos, las celdas alcanzaban escasamente para 300. En 1947 Perón clausuró el penal. Y la noticia fue aclamada por la prensa. Las instalaciones pasaron a depender de la Armada. Pero con el golpe del ‘55 el penal alojó otra vez presos, Héctor Cámpora, Guillermo Patricio Kelly y Jorge Antonio compartieron cautiverio con algunos personajes siniestros del peronismo: los torturadores Lombilla, Amoresano y el asesino Osinde. Tras años de abandono y deterioro, en 1994 la Asociación Civil Museo Marítimo de Ushuaia consiguió que se reconociese el presidio como Monumento Nacional y que la Armada prestara sus instalaciones. En sus pabellones funcionan talleres de danza, fotografía y pintura, donde se destaca la obra plástica de Alejandro Abt. Además de un auditorio para charlas y videoarte, en el Museo participan el grupo literario Calidoscopio y la Dante Alighieri. Un sector náutico exhibe maquetas y reproducciones de corbetas, cuters y fragatas balleneras. En el “gift shop” están a la venta el ensayo de Manuel Ramírez, los cuentos de Lobodón Garra, una biografía del Petiso Orejudo de Leonel Contreras y diversos estudios patagónicos. No existe una estadística completa de los presos que pasaron por el presidio, ni tampoco de los castigos, crímenes y desapariciones cometidos. La bibliografía que se encuentra apenas sugiere lo ocurrido en el lugar. Por su material gráfico y documentación caben resaltar los dos volúmenes de El presidio de Ushuaia de Carlos Pedro Vairo. Quienes se escandalicen con la venta de souvenirs, pueden recorrer un pabellón del primer piso en el que varias celdas exponen fotos de diferentes penales del mundo: entre otros figuran Melbourne, Port Arthur y Alcatraz, donde también se venden souvenirs concentracionarios. Porque en la modernidad no hay afuera de la cultura de la mercancía. Y el presidio de Ushuaia no es una excepción.