Por mano propia
Por David Gates
Por David Gates
Cuando me enteré de que David Foster Wallace, de apenas 46 años, se había colgado en su casa de California, abrí su obra maestra, Infinite Jest (La broma infinita), en cualquier página y me encontré con una escena en que un drogadicto en recuperación recuerda un momento de angustia existencial de su infancia. “Era un total horror psíquico: muerte, decadencia, disolución, espacio frío vacío negro malevolente solitario nulo. Era lo peor que alguna vez hubiera enfrentado... Entendí a nivel intuitivo por qué hay gente que se mata. Si tuviera que sentir lo que sentía por un tiempo, seguro que me mato.” Seguramente vamos a encontrar más y más claves como ésta en su obra: algunos escritores –como Hemingway– parecen pasar años escribiendo su carta de suicidio justo bajo nuestras narices. En el último libro de Wallace, Extinción, el atormentado protagonista de “El neón de siempre” es un publicitario que se sintió toda la vida un fraude –y era amigo de chico de un tal David Wallace– y se llena de antihistamínicos antes de estrellar el auto contra el terraplén de un puente. Y también en el discurso que hizo en Kenyon College para la graduación de 2005, cuando sacó de la nada que “hay una vieja frase que dice que la mente es un excelente sirviente pero un terrible amo... no es en absoluto una coincidencia que tantos adultos que se pegan un tiro lo hagan siempre en la cabeza. Le pegan un tiro al amo terrible. La verdad es que la mayoría de esos suicidas ya están muertos mucho antes de tirar del gatillo”.
Falta para que estas “pistas” aparentes dejen de brillar como neones en la obra de Wallace. Su obra va a sobrevivir los detalles morbosos de su muerte. En el futuro, nadie podrá descartarlas como los síntomas de un caso de depresión: la angustia a la que dio forma artística es demasiado real y universal. Es cierto que Wallace era un caso de depresión, pero de la misma manera en que todos somos un caso: encerrados en nuestros cráneos y aislados de los demás, vivimos en mundos y más mundos de indominables, apiñadas sensaciones, emociones, actitudes, opiniones y –esa palabra de neutralidad que asusta– información. “Lo que nos pasa por adentro –escribió Wallace en “El neón de siempre”– es simplemente demasiado rápido y demasiado grande y todo interconectado como para que las palabras puedan más que formar el más burdo boceto de una partecita ínfima en un momento dado.” El título de Infinite Jest recuerda a Hamlet con la calavera –la de Yorick, “a fellow of infinite jest”, el bufón de la broma infinita– y el proyecto literario de Wallace era sacar un poco de ese infinito afuera para que pudiéramos verlo y oírlo. Esto explica sus notas al pie y sus colofones, sus digresiones dentro de digresiones y su compulsivo, agotador detallismo. Como el narrador de “El neón de siempre”, le parecía “torpe y trabajoso... transmitir hasta el menor aspecto”, por lo que su obra se hinchaba y forzaba sus límites prácticos. Un ensayo de 2001 en la revista Harper’s –sobre el abuso de la lengua inglesa en EE.UU.– llegaba a las 17.000 palabras y Rolling Stone le cortó la mitad de su épica nota sobre la campaña presidencial de McCain en el 2000. (La nota, incluida en Hablemos de langostas, apareció este año sola en el libro McCain’s Promise: Aboard de Straight Talk Express With John McCain and a Whole Bunch of Actual Reporters, Thinking About Hope). Infinite Jest tiene 1079 páginas y las últimas 96 tienen 388 notas al pie. Fue a la vez un espléndido, generoso chorro y un intento frenético de contener la inundación.
Claro que Wallace también se pavoneaba con su casi infinita erudición –¿había algo que no supiera, de tenis a terrorismo?– pero en un sentido de lo más humano: “Supongo que buena parte del sentido de la ficción seria –dijo en una entrevista en 1993– es darle al lector, que como todos nosotros está como naufragado en su cabeza, acceso imaginario a otras personas”. Los últimos trabajos de Wallace, en particular las historias en Extinción, eran más oscuras que Infinite Jest, su segunda novela, que pese a ser un libro acelerado tiene sus raíces en la angustia y el pánico. Su premisa central es que hay una película –que se llama, por supuesto, Infinite Jest– que es tan mortalmente entretenida que deja a sus espectadores catatónicos: literalmente se entretienen a muerte. La aceleración de la novela lleva a la histeria: son más de mil páginas de luchan entre el impulso ordenador del autor y el “amo terrible” de la conciencia descontrolada, sin límites, incallable. Wallace encontraba un valor artístico y moral en el simple registro de su angustia: “Dado que una parte ineludible del ser humano es sufrir, parte de lo que nos lleva al arte es la experiencia del sufrimiento, siempre un sufrimiento vicario... En el mundo real todos sufrimos a solas, la empatía de verdad es imposible. Pero si una pieza de ficción nos permite identificarnos con el sufrimiento de un personaje, podremos con más facilidad imaginar que otros se identifiquen con el nuestro. Esto alimenta, redime, nos deja menos solos en nuestro interior”. Wallace dijo una vez que el filósofo del lenguaje Ludwig Wittgenstein –uno de los pensadores más inquietantes que hayan existido– era un artista porque “se dio cuenta de que ninguna conclusión puede ser peor que el solipsismo”.
Sospecho que Wallace fue un genio que también fue un escritor más que un escritor que también fue un genio –como, por ejemplo, fue Hemingway–. Uno no puede imaginar a Hemingway escribiendo un ensayo titulado Todo y Más: Una Historia Compacta del Infinito (2004) o ganando un premio universitario con un ensayo sobre lógica nodal, sea lo que sea, o entrando a Harvard para un posgrado luego de publicar su primera novela, The Broom of the System en 1987 y con buenas reseñas, y todo esto después de obtener un primer título en artes en la universidad de Arizona. Wallace y Hemingway fueron ambos periodistas, pero el segundo era un observador y el primero un explorador. En sus piezas de no ficción Wallace se sumergió en los universos miniatura de los cruceros de placer, la Feria Rural de Iowa, la industria porno, el Abierto de Tenis y la Fiesta de la Langosta de Maine. Esa nota, “Hablemos de langostas”, le debe haber costado algunas canas a la editora de la revista Gourmet, Ruth Reichl: Wallace hablaba más que nada de la incómoda cuestión de “si es correcto hervir viva a una criatura consciente para lograr un cierto placer gustativo” dado que “las langostas pueden sufrir y preferirían no hacerlo”. Wallace dijo después que escribir una pieza así para un público gourmet fue “otra instancia de mi extraña autodestructividad”.
El escritor que también resulta un genio –el arquetipo es Shakespeare– está enamorado de sus palabras, su historia y su gente. Wallace, el arquetipo contrario, sabía mucho de palabras, de historias y personas, como cualquier escritor, pero guardaba su amor para las ideas sobre ellos. Si el analítico Hamlet hubiera sido un escritor, hubiera escrito más como Wallace que como Shakespeare. Hamlet dice que “podría estar encerrado en una nuez pero considerarme el rey de un espacio infinito, si no fuera porque tengo pesadillas”, una oración que Wallace hubiera adorado. La autorreferencia enciclopédica de Wallace hizo de su prosa, en los mejores momentos, una maravilla de la vida literaria, y en los peores algo casi ilegible. En su reciente libro Cómo funciona la ficción, el crítico James Wood le admite a Wallace la seriedad de su propósito: “Su ficción sigue una aguda discusión sobre la descomposición del lenguaje en América y no teme descomponer –y desarmar– su propio estilo para hacernos vivir con él esta América lingüística”. Pero, dice Wood, al mediar el lunfardo “barato, vulgar, aburrido” de nuestra época, la última prosa de Wallace a veces resulta indistinguible de lo que parodia. Hasta el mucho más amistoso crítico Wyatt Mason concluye, en su reseña de Extinción para la London Review of Books, que “Wallace tiene derecho a escribir un gran libro que sólo puede leer gente como él” pero “no sería la peor de las ideas que, la próxima vez, cuando la gran novela número tres caiga al mundo, resulte que va más profundo, busca más y encuentra una manera más generosa de hacerse oír”.
Nunca veremos esa tercera novela, por lo que tendremos que tomar la carrera de Wallace como lo que es hoy. ¿Alcanza? No. ¿Alcanzaría alguna vez? El buscó vaciar el infinito que contenía, una empresa heroica e imposible. “¿Qué si resulta que todos los infinitamente densos y cambiantes mundos que tenemos adentro en cada momento de nuestras vidas pueden de alguna manera ser abiertos después, después de que lo que uno concibe como uno se muere?”, dice el narrador de “El neón de siempre” en sus últimos momentos, “porque ¿qué si resulta que a partir de entonces cada momento es un mar infinito o un infinito pasaje del tiempo en el que expresarlo o transmitirlo...?”. Es la versión literaria del éxtasis beatífico, y suena a mucho trabajo. “El resto es silencio”, dice Hamlet al morir. Pero Wallace no era un quietista: al menos en su obra, nunca paró de pelearle al “amo terrible” en su propia cabeza. Hasta más allá de su vida, parece que encontraba al silencio inimaginable.
Falta para que estas “pistas” aparentes dejen de brillar como neones en la obra de Wallace. Su obra va a sobrevivir los detalles morbosos de su muerte. En el futuro, nadie podrá descartarlas como los síntomas de un caso de depresión: la angustia a la que dio forma artística es demasiado real y universal. Es cierto que Wallace era un caso de depresión, pero de la misma manera en que todos somos un caso: encerrados en nuestros cráneos y aislados de los demás, vivimos en mundos y más mundos de indominables, apiñadas sensaciones, emociones, actitudes, opiniones y –esa palabra de neutralidad que asusta– información. “Lo que nos pasa por adentro –escribió Wallace en “El neón de siempre”– es simplemente demasiado rápido y demasiado grande y todo interconectado como para que las palabras puedan más que formar el más burdo boceto de una partecita ínfima en un momento dado.” El título de Infinite Jest recuerda a Hamlet con la calavera –la de Yorick, “a fellow of infinite jest”, el bufón de la broma infinita– y el proyecto literario de Wallace era sacar un poco de ese infinito afuera para que pudiéramos verlo y oírlo. Esto explica sus notas al pie y sus colofones, sus digresiones dentro de digresiones y su compulsivo, agotador detallismo. Como el narrador de “El neón de siempre”, le parecía “torpe y trabajoso... transmitir hasta el menor aspecto”, por lo que su obra se hinchaba y forzaba sus límites prácticos. Un ensayo de 2001 en la revista Harper’s –sobre el abuso de la lengua inglesa en EE.UU.– llegaba a las 17.000 palabras y Rolling Stone le cortó la mitad de su épica nota sobre la campaña presidencial de McCain en el 2000. (La nota, incluida en Hablemos de langostas, apareció este año sola en el libro McCain’s Promise: Aboard de Straight Talk Express With John McCain and a Whole Bunch of Actual Reporters, Thinking About Hope). Infinite Jest tiene 1079 páginas y las últimas 96 tienen 388 notas al pie. Fue a la vez un espléndido, generoso chorro y un intento frenético de contener la inundación.
Claro que Wallace también se pavoneaba con su casi infinita erudición –¿había algo que no supiera, de tenis a terrorismo?– pero en un sentido de lo más humano: “Supongo que buena parte del sentido de la ficción seria –dijo en una entrevista en 1993– es darle al lector, que como todos nosotros está como naufragado en su cabeza, acceso imaginario a otras personas”. Los últimos trabajos de Wallace, en particular las historias en Extinción, eran más oscuras que Infinite Jest, su segunda novela, que pese a ser un libro acelerado tiene sus raíces en la angustia y el pánico. Su premisa central es que hay una película –que se llama, por supuesto, Infinite Jest– que es tan mortalmente entretenida que deja a sus espectadores catatónicos: literalmente se entretienen a muerte. La aceleración de la novela lleva a la histeria: son más de mil páginas de luchan entre el impulso ordenador del autor y el “amo terrible” de la conciencia descontrolada, sin límites, incallable. Wallace encontraba un valor artístico y moral en el simple registro de su angustia: “Dado que una parte ineludible del ser humano es sufrir, parte de lo que nos lleva al arte es la experiencia del sufrimiento, siempre un sufrimiento vicario... En el mundo real todos sufrimos a solas, la empatía de verdad es imposible. Pero si una pieza de ficción nos permite identificarnos con el sufrimiento de un personaje, podremos con más facilidad imaginar que otros se identifiquen con el nuestro. Esto alimenta, redime, nos deja menos solos en nuestro interior”. Wallace dijo una vez que el filósofo del lenguaje Ludwig Wittgenstein –uno de los pensadores más inquietantes que hayan existido– era un artista porque “se dio cuenta de que ninguna conclusión puede ser peor que el solipsismo”.
Sospecho que Wallace fue un genio que también fue un escritor más que un escritor que también fue un genio –como, por ejemplo, fue Hemingway–. Uno no puede imaginar a Hemingway escribiendo un ensayo titulado Todo y Más: Una Historia Compacta del Infinito (2004) o ganando un premio universitario con un ensayo sobre lógica nodal, sea lo que sea, o entrando a Harvard para un posgrado luego de publicar su primera novela, The Broom of the System en 1987 y con buenas reseñas, y todo esto después de obtener un primer título en artes en la universidad de Arizona. Wallace y Hemingway fueron ambos periodistas, pero el segundo era un observador y el primero un explorador. En sus piezas de no ficción Wallace se sumergió en los universos miniatura de los cruceros de placer, la Feria Rural de Iowa, la industria porno, el Abierto de Tenis y la Fiesta de la Langosta de Maine. Esa nota, “Hablemos de langostas”, le debe haber costado algunas canas a la editora de la revista Gourmet, Ruth Reichl: Wallace hablaba más que nada de la incómoda cuestión de “si es correcto hervir viva a una criatura consciente para lograr un cierto placer gustativo” dado que “las langostas pueden sufrir y preferirían no hacerlo”. Wallace dijo después que escribir una pieza así para un público gourmet fue “otra instancia de mi extraña autodestructividad”.
El escritor que también resulta un genio –el arquetipo es Shakespeare– está enamorado de sus palabras, su historia y su gente. Wallace, el arquetipo contrario, sabía mucho de palabras, de historias y personas, como cualquier escritor, pero guardaba su amor para las ideas sobre ellos. Si el analítico Hamlet hubiera sido un escritor, hubiera escrito más como Wallace que como Shakespeare. Hamlet dice que “podría estar encerrado en una nuez pero considerarme el rey de un espacio infinito, si no fuera porque tengo pesadillas”, una oración que Wallace hubiera adorado. La autorreferencia enciclopédica de Wallace hizo de su prosa, en los mejores momentos, una maravilla de la vida literaria, y en los peores algo casi ilegible. En su reciente libro Cómo funciona la ficción, el crítico James Wood le admite a Wallace la seriedad de su propósito: “Su ficción sigue una aguda discusión sobre la descomposición del lenguaje en América y no teme descomponer –y desarmar– su propio estilo para hacernos vivir con él esta América lingüística”. Pero, dice Wood, al mediar el lunfardo “barato, vulgar, aburrido” de nuestra época, la última prosa de Wallace a veces resulta indistinguible de lo que parodia. Hasta el mucho más amistoso crítico Wyatt Mason concluye, en su reseña de Extinción para la London Review of Books, que “Wallace tiene derecho a escribir un gran libro que sólo puede leer gente como él” pero “no sería la peor de las ideas que, la próxima vez, cuando la gran novela número tres caiga al mundo, resulte que va más profundo, busca más y encuentra una manera más generosa de hacerse oír”.
Nunca veremos esa tercera novela, por lo que tendremos que tomar la carrera de Wallace como lo que es hoy. ¿Alcanza? No. ¿Alcanzaría alguna vez? El buscó vaciar el infinito que contenía, una empresa heroica e imposible. “¿Qué si resulta que todos los infinitamente densos y cambiantes mundos que tenemos adentro en cada momento de nuestras vidas pueden de alguna manera ser abiertos después, después de que lo que uno concibe como uno se muere?”, dice el narrador de “El neón de siempre” en sus últimos momentos, “porque ¿qué si resulta que a partir de entonces cada momento es un mar infinito o un infinito pasaje del tiempo en el que expresarlo o transmitirlo...?”. Es la versión literaria del éxtasis beatífico, y suena a mucho trabajo. “El resto es silencio”, dice Hamlet al morir. Pero Wallace no era un quietista: al menos en su obra, nunca paró de pelearle al “amo terrible” en su propia cabeza. Hasta más allá de su vida, parece que encontraba al silencio inimaginable.
Su mega-novela
Jest fest
Por Dave Eggers
Jest fest
Por Dave Eggers
Al pedirme este prólogo, la editorial quería un muy breve y fresco ensayo que fuera capaz de convencer a un nuevo lector de que La broma infinita es un libro accesible, incluso sin esfuerzo muy divertido de leer. Bueno. Es fácil estar de acuerdo con lo primero, más difícil aprobar lo segundo. El libro es accesible, sí, porque no incluye contenido complejo científico o histórico, no necesita una especialización o erudición particular. Siendo tan largo y verborrágico, nunca quiere castigar al lector por un conocimiento que no tiene, ni quiere mandarlo a buscar el diccionario después de algunas páginas. Y aun así, aunque usa un vocabulario lo suficientemente familiar, no hay que equivocarse: La broma infinita es algo distinto. Quiero decir: no tiene semejanza con nada que se haya escrito antes, y las comparaciones con textos editados después son desesperadas y vacías. Apareció en 1996, sui géneris, muy diferente que virtualmente cualquier cosa anterior. Desafía cualquier categorización, y derrumba los esfuerzos para descifrarla y explicarla.
Para el lector astuto es posible, con la mayoría de las novelas contemporáneas, reducirlas a sus partes, desarmarlas como si fueran un auto o una repisa de Ikea. Esto es si pensamos que el lector es una especie de mecánico. Y digamos que este lector-mecánico particular ha trabajado en un montón de libros, y después de unas cien novelas contemporáneas, el lector piensa que puede desarmar y volver a armar cualquier novela. Esto es, el mecánico reconoce los componentes de la ficción moderna y puede decir, por ejemplo, he visto esta parte antes, y sé por qué está acá y cuál es su función. Y ésta también, la reconozco. Esta parte se conecta a ésta y cumple esta tarea. Esta usualmente va acá, y hace aquello. Todo esto es suficientemente familiar. Lo que digo no implica que la ficción contemporánea es reconocible y desarmable. Pero sí incluye a cerca del 98 por ciento de la ficción que conocemos y amamos.
Pero hacer esto no es posible con La broma infinita. Este libro es como una nave espacial sin elementos reconocibles, sin puntos de entrada, sin explicación sobre cómo desarmarla. Es muy brillante y no tiene fallas discernibles. Si de alguna manera se pudiera destrozar hasta reducirla a sus mínimas piezas, seguramente no habría manera de volver a armarla. Sencillamente, es. Página a página, línea a línea, es probablemente el más extraño, más destacable y más comprometido trabajo de ficción escrito por un estadounidense en los últimos veinte años. En ningún punto de La broma infinita a uno se le escapa que éste es un trabajo de obsesión completa, de estirar la mente de un joven escritor hasta el punto de, asumimos, casi la locura.
Que no es decir que es locura de la manera en que Burroughs o incluso Fred Exley usaron un tipo de locura para crear. Exley, como muchos escritores de su generación y unos pocos de la generación anterior, bebía en exceso, y Burroughs consumía cada sustancia controlada que pudiera comprar o pedir prestada. Pero Wallace es un tipo de loco diferente, uno que está en completo control de sus herramientas, uno que en vez de caminar al borde del precipicio o que, bajo la influencia de las drogas y el alcohol, parece dirigirse cada vez más adentro, en las profundidades de la memoria y la conjura incesante de un cierto tipo de lugar y tiempo de un manera que evoca –parece tan equivocado tipear este nombre, pero bueno, adelante– a Marcel Proust. Existe el mismo tiempo de obsesión, la misma increíble precisión y focalización, y la misma sensación de que el escritor quería (y, se puede discutir, lo lograba con éxito) dar en el clavo de la conciencia de una era.
Hablemos de edad, en el sentido más pedrestre de la palabra. Es esperable que la edad promedio del nuevo lector de La broma infinita sea de unos 25 años. Habrá entre ellos muchos universitarios, y probablemente habrá un igual número de lectores entre los 30 y los 50 que por cualquier razón alcanzaron el momento de sus vidas en que se animan a entrarle a este libro, que este o el otro amigo les recomendó. El punto es que la edad promedio es la apropiada. Yo tenía 25 cuando leí esta novela. Sabía que estaba por publicarse hacía como un año porque la editorial, Little Brown, había sido muy inteligente al construir un clima de anticipación, con postales que llegaban una vez por mes, escritas con frases y pistas, enviadas a todos los medios del país. Cuando finalmente lanzaron el libro, lo empecé de inmediato.
Y así pasé un mes de mi joven vida. No hice mucho más. Y no puedo decir que fue siempre divertido. Ocasionalmente costó. Demanda atención completa. No se puede leer en un café muy concurrido, o con un chico sobre la falda. Era frustrante que las notas al pie estuvieran al final del libro y no en la parte de abajo de cada página, como estaban ubicadas en los ensayos y los textos periodísticos de Wallace. Hubo momentos en los que, por ejemplo, cuando leía la exhaustiva crónica de un partido de tenis, pensaba, bueno, me gusta el tenis como a cualquier persona, pero ya basta.
Y sin embargo el tiempo pasado con este libro, en este mundo de lenguaje, es absolutamente recompensador. Cuando uno se va de estas páginas después de un mes de lectura, es una mejor persona. Es demencial, pero también difícil de negar. El cerebro es más fuerte porque ha tenido un mes de entrenamiento, y más importante, el corazón se agranda porque rara vez ha habido un relato más conmovedor de la desesperación, la depresión, la adicción, la stasis generacional y el deseo, o la obsesión con las expectativas humanas, con las posibilidades artísticas y atléticas e intelectuales. Los temas aquí son grandes, y las emociones (guardadas como están) son muy reales, y el efecto acumulativo del libro es, se podría decir, sísmico. Sería muy raro encontrar a un lector del libro que, después de terminarlo, se encogiera de hombros y dijera: “Está bien”. Aquí hay una pregunta que me ha hecho un estudiante de Letras grandote que usaba una gorra de béisbol en una universidad mediana del oeste: ¿Es nuestro deber leer La broma infinita? Es una buena pregunta, y una que mucha gente, particularmente gente interesada en la literatura, se hacen. La respuesta es: quizás. A lo mejor. Probablemente, de alguna manera. Si creemos que es nuestro deber leer este libro, es porque estamos interesados en el genio. Estamos interesados en la ambición de la escritura épica. Estamos fascinados por lo que puede hacer una persona con el suficientemente tiempo, foco y cafeína y, en el caso de Wallace, tabaco masticable. Si nos atrae La broma infinita, también nos atrae 69 Love Songs de Magnetic Fields, un disco para el que Stephin Merritt escribió esa cantidad de canciones, todas de amor, en alrededor de dos años. Y nos atraen las diez mil pinturas del artista folk Howard Finster. O el trabajo de Sufjan Stevens, que está en una misión para crear un disco sobre cada estado de la Unión. Actualmente se encuentra en el estado Nº 2, pero si lo termina, se va a acercar a lo que hizo Wallace con este libro que tienen en las manos. El punto es que si estamos interesados en las posibilidades humanas, y estamos capacitados para animarmos mutuamente en cada paso adelante de la ciencia, el deporte, el arte y el pensamiento, debemos admirar el trabajo que nuestros pares han logrado crear. Tenemos una obligación, en primer lugar con nosotros mismos, de ver lo que un cerebro, y particularmente un cerebro como el nuestro, puede hacer. Es el motivo por el que vemos Shoah o visitamos el rollo sin fin en el que Jack Keroauc escribió (en días afiebrados) En el camino, o las 3.300 páginas de Rising Up and Rising Down de William T. Vollmann, o las series de películas de Michael Apted 7-Up, 28-Up, 42-Up o... bueno, la lista sigue.
Y ahora, desafortunadamente, nos encontramos de vuelta con la impresión de que el libro es arduo. Y no lo es, realmente. Es largo, pero tiene placeres por todas partes. Hay humor por todas partes. También hay una callada pero muy firme corriente subterránea que es trágica y tiene que ver con gente que está completamente perdida, que está perdida en el seno de sus familias y en su país, y perdidas en su tiempo, y que sólo quieren alguna especie de dirección o propósito o sentido de comunidad o de amor. Lo que, después de todo, y convenientemente para esta introducción, lo que un autor está buscando cuando se sienta a escribir un libro –cualquier libro, pero particularmente un libro como éste, y libro que entrega tanto, que requiere tanto sacrificio y dedicación–. ¿Quién haría semejante cosa salvo por un deseo de conexión y por lo tanto de amor?
Una última cosa: en el intento de convencerlos para que compren este libro, o que lo busquen en su biblioteca, es útil decirles que el autor es una persona normal. Dave Wallace, como se lo conoce comúnmente, tiene perros perezosos y nunca los ha vestido con tafeta o los ha hecho usar impermeables. Se ha quejado con frecuencia sobre que transpira demasiado cuando lee en público, tanto que usa una bandana para evitar que el sudor humedezca las páginas. Una vez fue un jugador de tenis que entró en los rankings nacionales, y lo preocupa tener un buen gobierno. Es del estado de Illinois (medioeste, este central, para ser específico), una parte intensamente normal del país (no lejos, de hecho, de una ciudad que, fuera de joda, se llama Normal). Así que es normal, y regular, y ordinario y éste es su logro extraordinario e irregular y anormal, algo que va a vivir más que ustedes y yo, pero que va a ayudar a la gente del futuro a entendernos –a entender cómo nos sentimos, cómo vivimos, qué nos dimos los unos a los otros, y por qué.
El texto de Eggers es parte del prólogo a la edición especial del 10º aniversario de La broma infinita.
A comienzos del 2000 empezó a editarse en castellano la obra de Wallace, pero por la crisis de aquellos tiempos, recién ahora empieza a llegar a la Argentina en las ediciones de Bolsillo de Mondadori.
La ficción según Foster Wallace
Todo esto es muy divertido
Por David Foster Wallace
Todo esto es muy divertido
Por David Foster Wallace
La mejor metáfora que conozco para eso de ser un escritor de ficción con un libro largo a medio escribir es el Mao II de Don DeLillo, donde describe al libro en proceso como una suerte de bebé horriblemente deformado que sigue al escritor por todos lados, gatea siguiendo al escritor (se arrastra por el piso de los restaurantes donde el escritor trata de comer, aparece al pie de la cama apenas se despierta, etc.) con sus horribles deformaciones, su hidrocefalia y su cara sin nariz y sus brazos como aletas y su incontinencia y su retardo y su fluido cerebro-espinal que babea mientras hace gorgoritos y le grita al autor, pidiendo que lo amen, pidiendo justo lo que su misma fealdad le garantiza: la absoluta atención del escritor.
El tópico del bebé deformado es perfecto porque captura la mezcla de repulsión y amor que el escritor de ficción siente por el texto en que está trabajando. La ficción siempre sale horriblemente defectuosa, una traición horrible a todas tus ilusiones, una caricatura repelente y cruel de la perfección del concepto –sí, hay que entenderlo: grotesca porque es imperfecta–. Y sin embargo, ese bebé es propio, es uno y uno lo ama y lo mima y le limpia el fluido cerebro-espinal de la boquita fofa con la manga de la única camisa limpia que queda (y queda una sola camisa limpia porque hace como tres semanas que uno no lava nada porque por fin parece que este personaje o este capítulo está al borde de definirse y funcionar y uno está aterrado de pasar un minuto haciendo otra cosa que trabajar porque si uno se distrae aunque sea un segundo puede perderlo, condenando al bebé a la fealdad eterna). Y uno ama tanto al bebé deforme y le tiene tanta pena y lo cuida tanto; pero también uno lo odia –lo odia– porque es deforme, repelente, porque le pasó algo grotesco en el parto que va de la cabeza a la página; lo odia porque su deformidad es la deformidad de uno (si uno fuera un mejor escritor de ficción el bebé por supuesto que sería como esos bebés de los catálogos de ropa de bebés, perfecto y rosadito y continente con su líquido cerebro-espinal) y cada una de sus exhalaciones horribles incontinentes es un cuestionamiento devastador para uno, a todo nivel... y por eso uno quiere que se muera, hasta cuando uno lo mima y lo limpia y lo alza y hasta le da a veces atención de emergencia cuando parece que su deformidad lo asfixia y se va a morir nomás.
Todo esto es muy desordenado y triste, pero a la vez es también tierno y conmovedor y noble y cool –es una relación genuina, a su modo– y hasta en el pico de su fealdad el bebé deforme de alguna manera toca y despierta lo que uno sospecha son las mejores cosas de uno: cosas maternales, cosas oscuras. Uno ama mucho a su bebé. Y uno quiere que otros también lo amen cuando llegue el momento de que el niño deforme salga y enfrente al mundo.
Pero querer que otros lo amen, de hecho, significa la esperanza de que otros de alguna manera no vean al nene deforme como uno lo ve –como una traición grotesca y mal formada de las mismas posibilidades que le dieron vida–. Uno espera y mucho que ellos lo miren y lo alcen y lo mimen y se enamoren de algo que ellos ven como rosadito y entero, como el tipo de milagro trascendente que son los bebés sanos y los libros a escribir.
O sea que uno queda medio entrampado: uno ama al nene y uno quiere que otros lo amen, pero eso significa esperar que otros no lo vean de verdad. Uno quiere más o menos engañar a los otros: que vean como perfecto algo que de corazón uno sabe que es una traición a cualquier noción de perfección.
O uno no quiere engañar a nadie: lo que uno quiere es que ellos vean y amen a un bebé divino, milagroso, perfecto, de propaganda y que encima tengan razón en lo que ven y sienten. Uno quiere equivocarse por completo: uno quiere que la fealdad del bebé deforme resulte ser nada más que una rara alucinación o engaño de uno. Sólo que eso significaría que uno está loco: uno fue perseguido por y asqueado por deformidades horrendas que de hecho (otros lo convencen a uno) no existen. O sea que a uno le faltan al menos un par de jugadores, no hay duda. Aún peor: también significaría que uno ve y desprecia deformaciones en algo que uno creó (y ama), en la propia semilla, de cierto modo en uno mismo. Y esta última y mejor esperanza representaría algo mucho peor que ser un mal padre: sería una clase terrible de autoagresión, casi de autotortura. Pero pese a todo es lo que uno más desea: estar completa, insana y suicidamente equivocado. Todo esto es muy divertido. No me malinterpreten.
El tópico del bebé deformado es perfecto porque captura la mezcla de repulsión y amor que el escritor de ficción siente por el texto en que está trabajando. La ficción siempre sale horriblemente defectuosa, una traición horrible a todas tus ilusiones, una caricatura repelente y cruel de la perfección del concepto –sí, hay que entenderlo: grotesca porque es imperfecta–. Y sin embargo, ese bebé es propio, es uno y uno lo ama y lo mima y le limpia el fluido cerebro-espinal de la boquita fofa con la manga de la única camisa limpia que queda (y queda una sola camisa limpia porque hace como tres semanas que uno no lava nada porque por fin parece que este personaje o este capítulo está al borde de definirse y funcionar y uno está aterrado de pasar un minuto haciendo otra cosa que trabajar porque si uno se distrae aunque sea un segundo puede perderlo, condenando al bebé a la fealdad eterna). Y uno ama tanto al bebé deforme y le tiene tanta pena y lo cuida tanto; pero también uno lo odia –lo odia– porque es deforme, repelente, porque le pasó algo grotesco en el parto que va de la cabeza a la página; lo odia porque su deformidad es la deformidad de uno (si uno fuera un mejor escritor de ficción el bebé por supuesto que sería como esos bebés de los catálogos de ropa de bebés, perfecto y rosadito y continente con su líquido cerebro-espinal) y cada una de sus exhalaciones horribles incontinentes es un cuestionamiento devastador para uno, a todo nivel... y por eso uno quiere que se muera, hasta cuando uno lo mima y lo limpia y lo alza y hasta le da a veces atención de emergencia cuando parece que su deformidad lo asfixia y se va a morir nomás.
Todo esto es muy desordenado y triste, pero a la vez es también tierno y conmovedor y noble y cool –es una relación genuina, a su modo– y hasta en el pico de su fealdad el bebé deforme de alguna manera toca y despierta lo que uno sospecha son las mejores cosas de uno: cosas maternales, cosas oscuras. Uno ama mucho a su bebé. Y uno quiere que otros también lo amen cuando llegue el momento de que el niño deforme salga y enfrente al mundo.
Pero querer que otros lo amen, de hecho, significa la esperanza de que otros de alguna manera no vean al nene deforme como uno lo ve –como una traición grotesca y mal formada de las mismas posibilidades que le dieron vida–. Uno espera y mucho que ellos lo miren y lo alcen y lo mimen y se enamoren de algo que ellos ven como rosadito y entero, como el tipo de milagro trascendente que son los bebés sanos y los libros a escribir.
O sea que uno queda medio entrampado: uno ama al nene y uno quiere que otros lo amen, pero eso significa esperar que otros no lo vean de verdad. Uno quiere más o menos engañar a los otros: que vean como perfecto algo que de corazón uno sabe que es una traición a cualquier noción de perfección.
O uno no quiere engañar a nadie: lo que uno quiere es que ellos vean y amen a un bebé divino, milagroso, perfecto, de propaganda y que encima tengan razón en lo que ven y sienten. Uno quiere equivocarse por completo: uno quiere que la fealdad del bebé deforme resulte ser nada más que una rara alucinación o engaño de uno. Sólo que eso significaría que uno está loco: uno fue perseguido por y asqueado por deformidades horrendas que de hecho (otros lo convencen a uno) no existen. O sea que a uno le faltan al menos un par de jugadores, no hay duda. Aún peor: también significaría que uno ve y desprecia deformaciones en algo que uno creó (y ama), en la propia semilla, de cierto modo en uno mismo. Y esta última y mejor esperanza representaría algo mucho peor que ser un mal padre: sería una clase terrible de autoagresión, casi de autotortura. Pero pese a todo es lo que uno más desea: estar completa, insana y suicidamente equivocado. Todo esto es muy divertido. No me malinterpreten.
Su último libro recién editado en Argentina
Adentro y afuera
Por Rodrigo Fresán
Adentro y afuera
Por Rodrigo Fresán
Difícil precisar el punto exacto –la delgadísima y fronteriza línea– en el que las ficciones del norteamericano David Foster Wallace (Ithaca, Nueva York, 1962 - Claremont, California, 2008) se convierten en no-ficciones.
Y viceversa.
Y está bien –muy bien– que así sea y hasta podría afirmarse que en esta placentera dificultad se ubica y se reconoce el rasgo más marcado del estilo y las intenciones de quien quizá sea el más destacado y visible discípulo del igualmente destacado pero invisible Thomas Pynchon.
La diferencia entre el maestro y el aprendiz aventajado reside en que las entrópicas ideas de Pynchon –insertadas en novelas como El arcoiris de gravedad o Mason y Dixon– resultan, por lo general, expuestas con el desenfreno absurdo de un film de los Hermanos Marx y definitorias de sus personajes; mientras que las también entrópicas reflexiones de Wallace –en su megaobra La broma infinita o en cualquiera de sus relatos– parecen decididas a apuntalar la figura del autor.
Así, Pynchon desaparece, Wallace aparece y, obsesivo, trabaja enfocando el telescopio-microscopio de Proust, conectando con los procedimientos más extremos de los escritores surrealistas para aparearlos con el paisaje social-realista de la literatura norteamericana más clásica, incorporando ciertos modales de los llamados “súper-ficcionalistas” (Barthelme, Barth, Gaddis, Gass & Co.) y algún que otro tic de Nabokov (la nota al pie como huella digital). El resultado –lo del principio– es una visión irrealizada de la realidad o una mirada absolutamente convincente de lo inverosímil. ¿Cuál es entonces el Gran Tema de Wallace? Fácil de decir y difícil –aunque él lo haga sin problemas– de hacer: el Big Bang que da origen al infinito y el Great Crash del que acaba resultando lo infinitesimal.
Pero lo que aquí nos ocupa es el segundo volumen de ensayos reunidos de Wallace y –como en el primero– el particular paso con que él se desplaza por paisajes clásicos y absurdos para convertirlos, a falta de una mejor definición, en algo definitivamente wallaceano. Y tal vez estas piezas periodísticas sean la mejor puerta para adentrarse en uno de los más talentosos escritores de su generación. Alguien que piensa y luego escribe y produce conjuntos de ideas que van de lo especializado (Wallace es autor de un libro sobre el rap junto al también pynchonista Mark Costello así como de otro donde aplica el discurso científico aplicado a una improbable, pero ahí está, “historia compacta” del infinito) o, en textos más o menos breves, a temas diversos, que acaban ofreciéndonos una suerte de elástico mapa sobre sus pasiones, sus curiosidades y sus desprecios.
Hablemos de langostas se las arregla para conseguir que una exploración al mundo de la pornografía filmada, un análisis del particular humor de Kafka, una disección del absurdo de las campañas electorales, un descenso a los infiernos conservadores de un anfitrión de tertulia radiofónica o un exhaustivo paseo por el Festival de la Langosta en Maine se lean –y se disfruten– como capítulos de una novela fantasma que, sí, sólo pudo haber escrito Wallace. Lo interesante aquí es que a diferencia de sus colegas generacionales –llámense Donald Antrim, Jonathan Lethem, Rick Moody– Wallace parece no tan preocupado por el propio pasado y las turbulencias familiares como escenario donde erguir una obra ensayística prefiriendo, en cambio, buscar en el afuera las razones y las sinrazones que acabaron construyendo su ser más íntimo.
Así, leyendo cómo Wallace mira el afuera comprendemos como Wallace piensa para sus adentros.
Así, comprendiendo lo que le interesa a Wallace del mundo que le rodea descubrimos aquellos que a Wallace le interesa que nos acorrale en sus ficciones.
Así, hable de lo que hable Wallace, siempre acaba, de algún modo, hablando sobre él. Y lo hace con un lenguaje propio que –a diferencia de lo postulado en su momento por William Burroughs, otro raro– no es un virus. Es mucho más que eso. Para Wallace, el lenguaje es una epidemia. Y arriesgarse a leerlo supone descubrir que uno es completamente inmune (y salir corriendo) o que se ha nacido para disfrutar del más intenso de los contagios sin retorno. De ahí –lo del principio, lo de los géneros que se funden– aquel como el último y tan largo relato al final de La niña del pelo raro (1989) acababa siendo una furiosa disección de los modales y las taras de la metaficción, aquí el despacho de los días que siguieron al 11 de septiembre del 2001, titulado “La vista desde la casa de la señora Thompson”, casi puede leerse como un apacible relato costumbrista.
Y las comparaciones son odiosas pero inevitables y también es cierto que –puesto junto a su primer libro “de ideas”, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (1997)– no hay en Hablemos de langostas algo tan interesante y trascendente como aquel ensayo sobre literatura y televisión o algo tan perceptivo como aquel retrato en movimiento de David Lynch durante la filmación de Lost Highway o algo tan personalmente revelador como sus carreras y voleas en el mundo del tenis (Wallace llegó a ser, en su adolescencia, uno de los jugadores mejor rankeados de Illinois, tema que reaparecería una y otra vez en sus ficciones) y nada tan desopilante como esa excursión antropológica al celestial infierno de los cruceros de placer que daba nombre al libro.
Pero también es cierto que en Hablemos de langostas hay mucho, muchísimo más, que lo que habitualmente suele encontrarse en las antologías de supuestos grandes pensadores que no hacen otra cosa que mirarse el propio ombligo. El ombligo de Wallace –que, está claro, lo tenía y lo tiene grande– es su tercer y poderosísimo ojo de rayos X al que sólo cabe criticarle, aquí, lo innecesario de una destructiva e infantil reseña del Hacia el final del tiempo de John Updike. Allí, en las un tanto impertinentes páginas tituladas “Ciertamente el final de alguna cosa, o por lo menos eso es lo que a uno le da por pensar”, Wallace se refiere al septuagenario autor de la Tetralogía de Conejo –otro gran malabarista del idioma inglés– como uno de los “grandes narcisistas masculinos que han dominado la narrativa norteamericana de posguerra y que están ahora en su senectud” para, a continuación, burlonamente, enumerar las obsesiones y reincidencias de Updike a lo largo de su novela. Y, de paso, afirma que los horrores que asustan a Updike y su generación no son los que atormentan a él y a la suya. A saber: “la anomia y el solipismo y una forma peculiarmente norteamericana de soledad: la perspectiva de morirse sin haber querido nunca a nadie más que a uno mismo”.
Lo que me lleva, inevitablemente, a preguntarme: ¿no es exactamente eso, lo que define a un “Gran Narcisista Masculino”, lo que define a la obra de Wallace?
Algo me dice que de aquí a unos treinta años, Wallace –de seguir aquí, de no haber tomado esa última decisión sin retorno– releería todo esto, releería a Updike. Y se preguntaría en qué estaría pensando y cómo pudo escribir –tan bien y con tanta gracia– algo tan errado y fuera de lugar.
Ya no podrá ser.
A leer y a releer a Wallace, entonces.
David Foster Wallace
Traducción de Javier Calvo
Mondadori, 2007
423 páginas
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