Esas ciertas maneras del decoro
En Historia de la cortesía (Claridad), obra de la que ofrecemos un fragmento, el historiador francés recorre y analiza los profundos cambios y mutaciones que el savoir-vivre ha sufrido a través del tiempo
Por Frédéric Rouvillois
Historia de un guante
Hay reglas para la vestimenta, pero ¿cuál es su naturaleza exacta? ¿Se trata de cortesía o de otra cosa? Para contestar a esta pregunta, se puede examinar de cerca la agitada historia de un accesorio paradigmático: el guante y sus vicisitudes.
En efecto, a fines del siglo XIX, éste se había convertido, tanto para la mujer como para el hombre de buen tono, en uno de los accesorios indispensables. Alfred Franklin escribe, en 1895, que "la urbanidad exige hoy usar siempre guantes fuera de casa". Al mismo tiempo, la baronesa Staffe explica que "hay que usar guantes para ir por la calle, para pasear, para ir a la iglesia, al jardín, de visita, en viaje, en reunión, en el baile, en el teatro. Cuando se va a cenar fuera de casa, al llegar a lo del anfitrión hay que quitarse el sombrero y el tapado, pero se conservan los guantes hasta sentarse a la mesa. Sólo entonces hay que quitárselos y deslizarlos en el bolsillo". Se usan guantes al salir pero también cuando se recibe: incluso por la tarde, las damas reciben con guantes. En ese entonces hay un modelo y un color de guantes para cada actividad y cada momento del día. Pero en ese plano, la segunda mitad del siglo XIX no representa más que un momento especial de una historia irregular. Aunque constituye indudablemente el apogeo del guante, no siempre ha sido así y no ocurrirá siempre igual.
En el siglo XVIII se lo usa poco. En febrero de 1732, bajo Luis XV, el Mercure de France llega a predecir que "pronto se adoptará el uso de llevar las manos desnudas y de proscribir enteramente los guantes, de los que se empieza a prescindir". En efecto, en el curso de los decenios siguientes, usar guantes tiende a ser marginal.
Estrictamente limitado, el uso de guantes es entonces asimilado a cierta negligencia, a una manera de descuidarse: se los usa en la calle o en el campo; al contrario, cuando el lugar, la actividad o la persona con la que uno se cruza exigen una actitud de respeto, de deferencia, según las reglas de urbanidad es indispensable quitárselos. Es así como, en el siglo XVIII, la etiqueta prohíbe tener los guantes puestos en la iglesia, cuando se ofrece o se recibe algo o incluso al presentarse ante un superior. La señora Campan cuenta que la marquesa de Pompadour llegó un día a los aposentos de la Reina llevando una canastilla de flores y "sin guantes, en señal de respeto".
Pero en el siglo XIX el significado del guante se invierte: en otro tiempo rústico, signo de desenfado y dejadez, se convierte al contrario en el accesorio característico del porte y del buen tono, y se difunde en el conjunto de la sociedad burguesa. Sin embargo, ese éxito, ese giro no es inmediato. En 1841, el autor de una Physiologie du gant ["Fisiología del guante"], G. Guénot-Lecointe, dedica su obra "a la interesante porción del género humano que usa guantes", y destaca, aunque de modo irónico, la novedad de esa idea. El guante, declara, "ha invadido todas las clases". De ese modo, se ha convertido en "la más adelantada expresión de la civilización moderna" y, sobre todo, del criterio del hombre bien educado.
Eso es, por lo demás, lo que experimenta Alejandro Dumas en 1818, en el curso de un baile en Villers-Cotterêts; con apenas dieciséis años de edad, ha sido encargado de sacar a bailar a la sobrina del abate del lugar, una parisiense encantadora, y él se toma por un segundo Tenorio, un Casanova de suburbios, en resumen, un gran seductor, sin sospechar el aire pasado de moda y muy provinciano de su aspecto; diversos contratiempos lo obligan a abandonar un instante a su pareja antes que comience el baile y él intenta explicarse con torpeza:
-En efecto, señorita -contesté balbuceando-, me di cuenta de que -
Que habíais olvidado vuestros guantes; lo comprendo. No queríais bailar sin guantes y teníais razón.
Miré mis manos desnudas y me puse rojo. Llevé maquinalmente las manos a los bolsillos. ¡Ay de mí!, no tenía guantes.
Esta anécdota, contada por Dumas en sus Mémoires, indica que el movimiento de glorificación del guante ya ha comenzado -un parisiense, una parisiense no bailan sin tenerlos puestos-, pero que no ha terminado: ante todo porque su uso no ha llegado a las provincias, Dumas y Fourcade eran los únicos hombres del baile en usarlos; además, porque todavía no se usan los guantes durante todo el día, como ocurrirá algunos años más tarde.
Humorísticas o serias, esas obras hacen suponer que la oscilación y el éxito consecutivo del guante probablemente hayan tenido lugar entre los últimos años de la Restauración y los comienzos de la monarquía de julio, época por otra parte fértil en lo tocante a la cuestión. En cambio, no permiten responder al interrogante crucial: ¿de dónde viene ese cambio? ¿Cuáles son sus causas?
Evidentemente, nos inclinamos a relacionarlo con el horror compulsivo por la desnudez que se manifiesta en la misma época en diferentes planos, desde la ropa interior femenina hasta el mobiliario, cuidadosamente tapado con manteles, enfundado, acolchado, recubierto y oculto: pero no se hace otra cosa que desplazar el problema. Ahora bien, si es difícil de solucionar, es precisamente porque, en ese dominio, el savoir-vivre , la urbanidad atañen a la moda , a veces hasta confundirse con ella, y la moda no se explica. De ahí también, sin duda, las variaciones particularmente frecuentes y rápidas que afectan a este tipo de reglas de cortesía.
Sobre este último punto, el caso del guante parece aun particularmente significativo. En el mismo momento en que celebra su triunfo, al comienzo de los años 1890, la baronesa Staffe, en efecto, comprueba el esbozo de un giro. "En otro tiempo, explica, sólo los hombres de la aristocracia usaban guantes", pronto imitados en eso por categorías sociales cada vez más modestas. Pero es precisamente esta democratización la que, por reacción, habría llevado a ciertos aristócratas deseosos de distinguirse a volver a la moda de antes, a dejar sus guantes en el armario y a mostrarse con las manos desnudas. Una actitud que la baronesa, manifestando el conservadurismo típico de los autores de manuales de savoir-vivre , considera tonta y pretenciosa a la vez. "Los hombres de la alta sociedad deben recuperarlo para conservar sus manos perfectamente limpias"... y para adecuarse al uso general, sin notar que éste no es, en el fondo, más que una moda pasajera, lo mismo, por otra parte, que la de los colores que ella aconseja.
En el momento en que escribe la baronesa, la moda está, entonces, camino de dar media vuelta, justo cuando parecía consustancial con el savoir-vivre burgués, al mismo tiempo, notemos, que tiende a esfumarse la obsesión de la desnudez, víctima de los argumentos higiénicos y de los primeros balbuceos de la práctica de deportes. Algunos años antes de la Primera Guerra Mundial, se considera que un hombre debe saber ir con "las manos visibles. Si os presentáis en casa de alguien con las manos cubiertas con una piel ajena: ´¿Qué es? -se pensaría-, ¿distraído o melancólico? ". De modo que el balanceo perpetuo de los usos y de las modas prosigue, inexorable.
Entonces, el savoir-vivre debe, a pesar de esta unión estrecha, ser distinguido de la moda, así como no se lo confunde con la riqueza, la suntuosidad o la elegancia; la distinción implica esencialmente un sentido agudo de la medida, de la proporción y de las conveniencias: ante todo, del tacto. [...]
Un lugar aparte, el espectáculo
Si nos atuviéramos a los principios, al "espíritu de la urbanidad", deberíamos deducir que las exigencias del savoir-vivre son respetadas [en el espectáculo] más estrictamente aún que en otras partes, a fin de no importunar a los artistas en escena ni a los espectadores, a menudo desconocidos, con los que nos codeamos en la sala. Tal es, además, la actitud que prescriben los buenos autores: el del Manuel de l homme de bon ton observa que, en un concierto, "sería una descortesía de lo último tararear los aires de los trozos de música que se ejecutan, marcar el compás con la cabeza, las manos o los pies, y distraer la atención" del público. Lo mismo en el teatro: "Es inconveniente volver la espalda a la escena, reírse de un espectador que se ha enternecido y deja escapar lágrimas, como también conversar en voz alta mientras el actor está en escena. Otra falta de educación común a mucha gente es seguir en voz alta lo que dice el actor, hacer observaciones sobre la obra o sobre el comediante, de modo de ser oído. Nada resulta más insoportable a los vecinos, quienes van al espectáculo para ver lo que se representa y no para oír críticas a veces ridículas". Esta regla es estricta: pero no menos, confiesa el autor, comúnmente burlada, y no solamente por espectadores populares o por estudiantes, esos "niños del paraíso", que invaden en la época de las entradas baratas: también ocurre que lo sea por gente del mejor mundo, en principio muy conocedora de los usos y la urbanidad.
Para mencionar el relajamiento corriente al que se asiste entonces en los espectáculos, podemos comenzar por dar un salto a través del Atlántico, donde el mismo sentimiento tiene las mismas consecuencias: al haber pagado su localidad, el espectador cree tener derecho de comportarse a su gusto y, en especial, de expresar libremente, y ruidosamente, lo que piensa de la obra y de sus intérpretes. A comienzos del siglo XIX, en Nueva York, el joven escritor Washington Irving constata que el público de los palcos utiliza el teatro "como un café o un salón a la moda, donde se puede hablar en voz alta sin ningún miramiento por los vecinos más atentos a la pieza". El espectáculo está en la sala, y ocurre a menudo que el público, entusiasta, declama los pasajes más famosos de la pieza, acompañando e incluso precediendo a los actores. Cuando ha apreciado especialmente una tirada, una escena, una réplica, llega incluso a gritar, a patalear, a emplear todo lo que pueda hacer ruido, porque los simples aplausos se muestran insuficientes para manifestar su agrado. A la inversa, cuando el público está decepcionado o furioso, lo manifiesta con la misma violencia: gritos, silbatinas, objetos arrojados sobre los actores son bastante corrientes.
Algunos decenios más tarde, la novelista inglesa Frances Trollope se escandaliza todavía por el dejarse ir del público norteamericano. En todas las grandes ciudades que visita, Nueva York, Cincinnati, Filadelfia, encuentra en el teatro algunas mujeres amamantando a sus bebés, y sobre todo hombres que se quitan la chaqueta, se arremangan, mascan tabaco, escupen, mastican nueces y arrojan las cáscaras, estiran las piernas sobre el borde del palco, leen el diario, se pavonean cacareando cerca de las damas y se dan palmadas ruidosamente, siempre manteniendo, por supuesto, el sombrero encasquetado. Pero esos comportamientos, ¿son propios del público norteamericano que, según la señorita Trollope, "parece reírse de todas las obligaciones de las maneras civilizadas"?
En 1837, la señora de Girardin constata que "en nuestros días se oye lo que antes no se había oído jamás, a saber, silbidos en la Ópera. Tendríamos, prosigue, algunos reproches que hacer a los palcos de avant-scène , a los elegantes que hablan en voz alta, que tienen una alegría un poco demasiado sonora y poses un poco demasiado favorecedoras". [...]
De modo que, tanto en Francia como en Estados Unidos, la falta de control puede llegar hasta la violencia sin escandalizar. Y esa tolerancia es aún más amplia en ocasión de ciertos estrenos.
"Las primeras representaciones -observa todavía la señora Girardin- son a menudo pequeños alborotos literarios que ni la presencia de un príncipe de la sangre puede evitar." Ella misma es experta en la materia. Tenía diecisiete años cuando apareció por primera vez en público, la misma noche de la batalla de Hernani , en 1830, cuando los partidarios de Victor Hugo lograron, manu militari , imponer a los burgueses conservadores del Théatre Français la pieza de su héroe y el género romántico. "Cuando ella entró en su palco -cuenta al respecto Théophile Gautier-, y se inclinó para contemplar la sala, que no era la parte menor del espectáculo, su bellezza folgorante suspendió un instante el tumulto y le valió una triple salva de aplausos; esa manifestación tal vez no era de muy buen gusto, pero considerad que la platea no se componía más que de poetas, escultores y pintores, ebrios de entusiasmo, locos por la forma, poco preocupados por las leyes del mundo."
En el siglo XIX, la historia de los espectáculos es una larga serie de "pequeños motines", a los cuales la gente del mundo presta una mano con gusto, y de los cuales algunos han quedado en las memorias. Además de la que acabamos de citar, una de las más famosas es la que desencadena, en 1861, la representación del Tannhaüser de Wagner en la Ópera de París: el 18 de marzo, cuenta el mismo Wagner, todo iba de maravilla hasta el momento en que, "de pronto, en el segundo acto, se oyeron silbidos estridentes; el director Royer se volvió hacia mí y dijo: ´Son los jockeys , estamos perdidos ". Los jockeys , es decir, los miembros del club del mismo nombre, que reunían a la mejor sociedad parisina y la más alta aristocracia. Uno de los principales adalides, esa noche, no es otro que el príncipe de Sagan, Charles Guillaume de Talleyrand-Périgord. [...] Los miembros del Jockey -a pesar de estar obligados por el estatuto de su club a respetar estrictamente las reglas de urbanidad-, muy aficionados al ballet, están furiosos de ver a sus lindas bailarinas favoritas reemplazadas por una ópera de ese señor Wagner, un alemán. De modo que, a pesar del apoyo brindado al compositor por el Emperador y la Emperatriz, que asisten a la representación, es el acabose: en la sala no hay más que carcajadas ruidosas, chistes de mal gusto, insultos, silbidos. Los allegados al compositor son atacados, se lucha a brazo partido, se abofetea. En la tercera representación se debe interrumpir el espectáculo en dos oportunidades, en tanto que las riñas amenazan con degenerar seriamente. Restablecida la calma, los jockeys empiezan a soplar en sus silbatos de caza y en flautas, de modo que al fin tienen la última palabra. Por su parte, los wagnerianos gritan: "¡Fuera, a la puerta los jockeys !" La princesa Metternich, enloquecida de rabia, se retira ostensiblemente.
De una y otra parte, las reglas de la buena educación parecen haber sido dejadas en el vestuario. Pero los lugares y las circunstancias lo explican y, en parte, lo excusan. Medio siglo más tarde, el escándalo de la Consagración de la primavera de Igor Stravinski, el 29 de mayo de 1913, confirmará con estrépito que nada ha cambiado: entre elegantes uno puede insultarse, abofetearse, hasta batirse o ¡tratarse mutuamente de "rameras del distrito XVI!" cuando se está en el teatro o en la Ópera. El espectáculo no tiene nada que ver con la cortesía corriente.
[Traducción: Clara Giménez]
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Foto: UNDERWOOD & UNDERWOOD/CORBIS
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