martes, 2 de septiembre de 2008

Crónica Caídos en guerra
Las cruces solitarias de las islas Malvinas
La BBC de Londres envió a un joven historiador argentino al archipiélago austral para hacer un documental de radio. De esa experiencia nació Fantasmas de Malvinas. Un libro de viajes (Eterna Cadencia), que el mes que viene llegará a las librerías. En este fragmento que ofrecemos como anticipo, el autor visita el cementerio argentino, ubicado en una hondonada de Puerto Darwin




Por Federico Lorenz



Hace dos días que llegué a Malvinas. La primera sensación fue la de un clima hostil: un viento inclemente que castiga a quienes se atreven a caminar por las calles desiertas de Stanley al atardecer. Así es, y así hay que escribirlo, y así aparecerá en el resto de estas páginas: "Stanley". Porque Puerto Argentino, o Puerto Rivero, como Crónica lo bautizó brevemente en los días iniciales de la guerra de 1982, es el espejo roto en el que aún no queremos mirarnos. Involuntariamente, los militares que le pusieron ese nombre a la capital de las islas construyeron una metáfora: la derrota en las islas fue el clímax humillante de una de las formas de pensar la Argentina: aquella en la que se educaron millones de compatriotas, triunfalista y arrogante. Entre ellos, los soldados que marcharon a combatir a Malvinas, o yo, que les escribía cartas diariamente durante mi sexto grado. Que el lugar donde se materializó nuestra apocalíptica derrota lleve el nombre de nuestro país no debería ser tomado a la ligera.








Molesta pensar en esas cosas frente al paisaje que nos rodea. Es que las islas son hermosas. Agrestes, vírgenes, tan propias en la memoria, porque son tan parecidas a Tierra del Fuego que podría confundirme y pensar que estamos manejando entre el Hito 1 y Río Grande, y no entre Mount Pleasant y Goose Green, en isla Soledad, adonde el guía nos está llevando ahora.






Vamos a ver el cementerio de guerra donde yacen los cuerpos de cerca de la mitad de los combatientes argentinos muertos durante la guerra. En 1982, a medida que los combates producían bajas, los primeros muertos nacionales fueron enterrados en un espacio próximo al cementerio de Stanley. Pero luego, cuando se produjeron las batallas más duras, hubo algunas fosas comunes, como en los campos de Darwin o en Monte Longdon. Otros cuerpos, demasiado inaccesibles, simplemente quedaron entre las piedras hasta que fueron encontrados, algunos de ellos meses y años después.






Cuando la guerra terminó en Malvinas, los británicos, expertos en administrar los despojos de las muchas que llevan a cuestas, enviaron una comisión de su Commonwealth War Graves Commission , para recuperar los restos y enterrarlos decentemente en un camposanto único, ubicado en Darwin. Esa oficina estatal británica es la encargada de mantener cuidados los miles de cementerios de guerra que el Imperio ha clavado como picas en Flandes a lo largo del mundo: en el Somme, en Ypres, pero también en Hong Kong, en Malasia y en Malvinas.








Era el año 1983 y no tuvieron mucha colaboración del gobierno argentino, por dos cuestiones: la primera, porque en las notas oficiales enviadas a la dictadura de Bignone se incluía, junto a la pregunta por lo que el gobierno argentino quería hacer con los despojos, la palabra "repatriación". La segunda, más estructural, es que no se le podía pedir a un gobierno como el argentino de aquellos años un interés muy grande por las cristianas sepulturas o los entierros humanitarios, con la experiencia acumulada de los vuelos de la muerte, Fátima o los NN que por aquel entonces nos saludaban desde el diario todos los días.






Hasta principios de la década del 90, los muertos argentinos quedaron allí, al cuidado de esa comisión y de los isleños. Casi nadie iba a visitarlos, salvo los familiares, en vuelos humanitarios, algunos apoyados por la Cruz Roja.








Las fotos de las cruces de madera cargadas de flores, plaquitas y rosarios son uno de los íconos de la guerra.








Desde hace unos años las cruces originales fueron reemplazadas por otras más gruesas y regulares, a instancias de la Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas e Islas del Atlántico Sur. En la memoria, de acuerdo con las fotografías, el cementerio argentino ha cambiado de aspecto. Los caídos, de algún modo, envejecen, aunque en las fotos estén siempre iguales y ningún recuerdo haya podido avanzar más allá de la palabra última, del gesto en el continente previo al último en los cerros, en las trincheras, en la cabina de un avión.




Las cruces viejas son parte de una exposición que la Comisión de Familiares organiza. Cuelgan del techo de la muestra como una lluvia densa que nunca va a terminar de caer sobre los visitantes.

La ruta da una vuelta y nos deja frente a un cartel que dice Argentine Cemetery. Hay un estacionamiento para las camionetas, y desde allí se ve la masa de cruces blancas custodiadas por una más grande, que se distingue del resto como un hermano mayor. Hay algunos camarógrafos y periodistas; por eso preferí dar la vuelta a la loma, alejarme del cementerio, llegar a la orilla del mar, y subir la lomada.



Nos llevan a ver el cementerio de guerra argentino. Dicen que la condición que pusieron los pobladores de la zona para permitir que fuera construido allí fue que las cruces no pudieran ser vistas desde su pequeña población. Aguas de por medio, las tumbas argentinas están dentro de una pequeña hondonada, fuera de la vista de los isleños.



"Nos llevan."



Los isleños que vienen con nosotros bajan la vista y dicen: "Allí es".



Pienso que hay algo más que respeto por el dolor de los que llegamos a visitar las tumbas de nuestros compatriotas. Es evidente que sienten una simpatía respetuosa por los que imaginan deudos o veteranos, pero hay algo más. La visita al cementerio también cumple, para ellos, la función de una advertencia para los visitantes argentinos. Como los frisos de los palacios reales de Nínive o Assur, registro histórico y promesa del castigo que advertían a los embajadores extranjeros de la severidad de la pena y la ferocidad de la maquinaria bélica asiria, acaso nos ayudan a llegar a ese cementerio para que veamos las consecuencias para quien se atreva a desafiar a Gran Bretaña.



"He aquí las huellas de su soberbia, de su falta de memoria, de su ignorancia de otra Historia que no sea la propia", podría ser dicho también en Darwin, y con toda propiedad. Pero aquí no hay enemigos empalados o despellejados, sino un poco más de dos centenares de cruces hincadas en un páramo.

No quiero hacer el camino de todos. Quiero encontrarme con los muertos solo. Me alejo de las cruces, dejo atrás las camionetas, doy la vuelta por una lomada hasta que yo mismo, como los habitantes de las casas multicolores al otro lado del agua, dejo de ver las tumbas argentinas. El viento, sin alturas que lo detengan, corre con mucha fuerza por aquí. Lo grabo para la BBC, y digo: "Es igual que en San Julián. Sopla igual que en Lapataia".



Tiene la misma fuerza y es la misma bestia herida que ruge broncamente en el continente, pero trae voces de tristeza, que puedo sentir pero no entender. Y la playa es de pedregullo, como en Puerto Madryn, y las piedras están heladas por la baba gélida del Atlántico, y cuando las penetran las olas suenan como cascabeles opacos. Colina arriba hay unos flejes oxidados en forma de H. Marcan un antiguo lugar de descenso para los helicópteros.



Cuando dejo atrás la H, aparece una mancha blanca contra el horizonte: la cruz que custodia las hileras simétricas del cementerio de guerra argentino, las dos compañías de espectros que montan guardia y que se destacan pálidamente sobre el paisaje de un verde amarillento y enfermizo, agreste y ventoso.



Hay algo en Darwin que es desolador. Tal vez sea el viento. Tal vez sea la bosta de oveja por todo el terreno, por momentos desparramada entre las cruces y las placas. Sin embargo, mientras comienzo a caminar entre las cruces, mientras leo algunos de los nombres, creo que lo que vuelve triste a ese lugar no es tanto la muerte como la voluntad de los isleños de ignorar su existencia escondiéndolo en una hondonada.



Cada tumba tiene una cruz blanca y brillante por la lluvia. A sus pies, algunas placas de piedra negra exhiben un nombre, otras dicen simplemente "Soldado argentino sólo conocido por Dios". Hay senderos entre las cruces, y la grava gris y negra cruje bajo nuestros pies, como si fuera necesario afirmar cada paso.



Es que hay que hacer fuerza para estar allí. En El jardinero, el cuento de Rudyard Kipling, una vieja aparece rodeada, en un cementerio belga de la Gran Guerra en Hagenzeele, por las cruces negras que como arbustos espinosos parecen trepar hacia ella. Tengo ahora la misma sensación: las cruces están vivas, son un bosque y estoy penetrando sus secretos. Cada uno de esos árboles-cruces es una historia y un nombre. Muchas las conozco, las he leído o escuchado. Otras representan encargos que me hicieron antes de partir.



La Muerte te lleva a hacer cosas extrañas. Rezar en nombre de otro frente a un nombre. O dejar un dibujo infantil aplastado entre una piedra y una cruz. Y la Muerte también iguala y confunde, no sólo a los muertos, sino a los vivos. Me siguieron unos periodistas como si fuera yo también un deudo (o acaso porque de un modo extraño lo soy), simplemente porque me detuve más de lo previsto frente a la tumba de Alejandro Vargas. En un paisaje fúnebre como éste, todo parece una gigantesca escenografía para la introspección, como si el sentido de semejante cantidad de muertes, dispuestas simétricamente en Darwin, o el viento que parece traer las voces de los caídos y juguetea con los rosarios y las flores pálidas, o las colinas agrestes, fueran para obligarnos a revisar muy dentro de nosotros mismos, para poner nuestras almas en posición fetal por un instante.

Aquí no hay show, ni espectáculo, sólo evidencia. Por eso desentonan tanto los gritos y la fiebre del puñado de personas que hacen tomas de las cruces, y se afanan por seguir a algunos ex combatientes presentes allí sin mucho respeto por la intimidad de un reencuentro con un momento decisivo de su vida, y con los testigos de sus resistencias y flaquezas, sus compañeros muertos. Los únicos que podrían responderles por qué no son ellos los que están enterrados allí.






adn*LORENZ Nacido en Buenos Aires en 1970, Federico Lorenz es licenciado en Historia por la Universidad Nacional de Luján. También docente, se ha especializado en temas del pasado argentino reciente, como la violencia política y la guerra de Malvinas, y las relaciones entre historia, memoria y educación. Es autor de varios libros, entre ellos Combate por la memoria (2007)




Una imagen de la capital de las islas Malvinas Foto: Rafael Calviño




Crónicas
Un lugar en el que nunca estuve
En marzo de 2007, a instancias de un documental radial para la BBC, el historiador Federico Lorenz tuvo la oportunidad de viajar a las islas Malvinas. Bajo la paradoja de sentir que viajaba por primera vez a un lugar conocido, de regresar a donde nunca fue, Lorenz logró una crónica de ajustada y austera belleza.


Por Claudio Zeiger

Fantasmas de Malvinas

Federico Lorenz

Eterna Cadencia

207 páginas


La paradoja suele marcar los sueños, el imaginario y las reflexiones de toda una generación –y más de una, hablando en sentido estricto– sobre Malvinas, sobre la guerra, las islas y los soldados que fueron a pelear a Malvinas. La paradoja, entonces, no podía sino marcar el comienzo de este “libro de viajes”, crónica fantasmática, ficción de lo real, de Federico Lorenz, uno de los más originales historiadores que hayan surgido en nuestro medio. Fantasmas de Malvinas orbita alrededor de la paradoja de “volver a un lugar en el que nunca estuve”. Todo lo conocido previamente, todo aquello sabido y aprendido desde la escuela primaria hasta la especialización docente, todo lo que en el caso de Lorenz ha cristalizado en un libro anterior sobre el tema (Las guerras por Malvinas), todas las estructuras de sentimiento elaboradas a partir del contacto directo con ex combatientes vendrían a establecer ese humus de la tierra a la que se va a explorar por primera vez pero como ya visitada, ya conocida. Cuando ir es regresar, se tiene la sensación de que haber estado en Malvinas no vendrá a modificar la visión de las cosas sino a confirmar, refrendar, actualizar el pasado, el sentimiento, la historia.


A lo largo del libro, Lorenz insiste en conectar Malvinas al continente.


“Las islas son hermosas. Agrestes, vírgenes, tan propias en la memoria porque son tan parecidas a Tierra del Fuego que podría confundirme...”. “El viento, sin alturas que lo detengan, corre con mucha fuerza por aquí. Es igual que en San Julián, sopla igual que en Lapataia.” “A la izquierda, las casas de techos tan coloridos de la población, tan parecidas a sectores de Ushuaia o San Julián.” Y si es que nos han transmitido desde siempre que las Malvinas son argentinas, este libro insiste en una idea que busca ir más allá de lo aprendido y lo inculcado: las Malvinas son Argentina. Con frases tan expresivas como esenciales, Lorenz va cribando su versión de Malvinas: Malvinas es la guerra, dice. Malvinas es una de las entonaciones de la patria, dice. Malvinas es un lugar de la Argentina donde el orgullo y el dolor se confunden casi hasta ser lo mismo, dice. Y esto va más allá de la disputa por las islas, la del pasado, la de la disputa bélica o un futuro de reclamos diplomáticos. Y sin negar cierta declinación británica en las islas: en Malvinas hay vehículos ingleses, y los malvinenses tienen la misma pasión por las cartas y la filatelia que los ingleses. Antes les decían kelpers, ahora les dicen Bennies porque, según dicen los ingleses, los malvinenses se parecen todos a Benny Hill. Pero de la visión de Lorenz se desprende que en cierta forma la Argentina ha desterritorializado a las islas, las ha convertido en parte de su imaginario, ocupándola con sus recuerdos, sus “souvenirs” de guerra y sus fantasmas, sus cruces y sus sombras, lo que muchas veces en este libro se menciona como “marcas”. Como una forma de victoria simbólica.


De la mano de Lorenz, entramos a Malvinas por el cementerio argentino y es como ingresar a Comala, con sus voces, con su viento, con sus huecos de ausencia infinita, y la nostalgia por ese lugar en el que nunca se estuvo porque siempre estuvo en nosotros, vaya otra vez la paradoja.
Pero no todos los tópicos de Fantasmas de Malvinas se quedan atrapados en el juego de la paradoja. Paradoja valiosa, cabe aclarar, por productiva, pero no hegemónica. Hay otras vías, nuevas rutas. Hay vida por afuera de la paradoja. Y si bien Lorenz había abierto algunas propuestas en Las guerras por Malvinas (buscar una especificidad del conflicto y de las víctimas de la guerra, descifrar el papel de la escuela pública y del servicio militar obligatorio, reconectar Malvinas a los debates del progresismo argentino, etcétera), aquí ensaya una vía literaria notable (más interesante aún cuando con cierta perspectiva que da el tiempo y el canon, algunos hacedores de ficciones sobre Malvinas tienden a negar a Malvinas en sus ficciones) para el physique du rol de un historiador; hay textos como Aquí estamos o Cartas marcadas, estéticamente notables, y en general se destaca la austera belleza de su escritura, totalmente ajustada al respetuoso tono de duelo de sus páginas.
Federico Lorenz cuenta al principio de su libro que viajó a Malvinas junto a su hermano Germán. “Hace muchos años que no pasamos una semana juntos y solos, porque él vive en Río Grande y yo en Ramos Mejía. A esta altura del partido, ya tenemos también una cantidad de chistes que nos hicieron al respecto. El infaltable:


–¿Y tenían que ir a Malvinas a encontrarse?
–Es que nos queda a mitad de camino.


Y más allá del chiste, con la verdad de los chistes, para Germán, para Federico y para muchos otros, Malvinas es el remoto y utópico lugar de cruce, el lugar para encontrar y encontrarse, a pesar del tiempo y la derrota. Fragmento de esa historia a la que el dolor, la ignominia, los ingleses y los militares –nos guste o no nos guste– ya nunca serán ajenos.

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