lunes, 1 de septiembre de 2008

Pensamiento Incógnita
La felicidad
A lo largo de la historia, se han creado sistemas filosóficos, novelas, poemas y películas que buscan establecer la esencia de ese estado de ánimo. Las respuestas, numerosas, variadas y hasta opuestas, revelan la complejidad del tema. El fin más ansiado del hombre parecería ser, a la vez, el más inasible y subjetivo.


Por Diana Cohen Agrest

Para LA NACION


¿Un tesoro por hallar? ¿Una adquisición? ¿Una promesa? ¿Una ilusión? ¿Una utopía? ¿Un destino? ¿O, simplemente, una realidad que hace a la condición humana? Sea lo que fuere, si hay un principio que orientó las acciones a lo largo del tiempo, fue la búsqueda de la felicidad. Ésta ha sido uno de los temas más transitados: al igual que al amor, se le rindió tributo desde la poesía, la narrativa, la pintura y el cine. Y hoy suele ser objeto de culto de las ciencias sociales, desde la economía y la psicología hasta la filosofía, en senderos que se bifurcan y por los que intentaremos transitar.


Una encuesta mundial de valores, realizada recientemente (sobre la base de datos suministrados por World Values Survey y European Values Study) para determinar el nivel de felicidad promedio, se basó en la percepción subjetiva de 350 mil encuestados de 98 naciones, donde vive el 90% de la población mundial. Aparecieron algunas informaciones curiosas que escapaban a las previsiones: mientras que un país violento como Colombia ocupaba el tercer puesto en el ranking de felicidad; Dinamarca, país del Primer Mundo con un nivel de vida envidiable, figuraba en el decimosexto.


Parecería que una vez satisfecho determinado umbral de bienestar material, un alza en el consumo no modifica demasiado el humor de la gente. Pensemos, si cabe alguna duda, en un Japón ubicado en el puesto 43. El país de las geishas y de los quimonos era muy pobre en 1960. Entre esa década y fines de los años 80, su ingreso per cápita se cuadruplicó e hizo de Japón una de las potencias del mundo industrializado. Sin embargo, curiosamente, la felicidad promedio de 1987 no superaba la de 1960. Por cierto, los japoneses disfrutaban de más autos, lavavajillas y cámaras fotográficas, pero no eran más felices. Esta apatía merece una explicación: una de las paradojas de la felicidad es que aunque los ricos suelen ser más felices que los pobres, el nivel de felicidad promedio apenas se modifica cuando se vive un bienestar generalizado y los ingresos ascienden equitativamente (algo poco imaginable en la realidad local). De esto se infiere que la felicidad depende no tanto del ingreso absoluto como del relativo. El grado de felicidad, mensurable por los bienes materiales y sociales -en un rango que va del acceso a colegios prestigiosos al más elemental acceso a artículos de primera necesidad-, parecería depender de los bienes que tenemos en relación con los que tiene el vecino. Se ha comparado el consumo con una carrera armamentista: así como invertir menos en misiles libera capital para otros usos más urgentes sólo si todas las potencias en pugna lo hacen, gastar menos en bienes personales redunda en un saldo positivo si todos economizan. Un ejemplo entre otros: en el competitivo mercado laboral, si asisto a una entrevista, tengo mayores probabilidades de obtener el puesto si uso un elegante traje sastre en lugar de calzarme mi viejo jean . Salvo que todos los candidatos se presenten en jeans . En el ámbito doméstico, más subjetivo y prosaico, somos felices con nuestro auto chatarra hasta que nuestro vecino aparece con el último modelo de una cotizada marca.


Pero este enfoque economicista -pensado, de más está decirlo, desde sociedades de mercado de países altamente industrializados- permitió inferir algo más. Se comparó una hipotética sociedad A con otra hipotética sociedad B. En la primera, la gente habitaba casas muy amplias pero carecía del tiempo libre para practicar deportes o para reunirse con amigos o para tomarse una semana de vacaciones anuales. En la sociedad B, se vivía en casas más pequeñas pero se gozaba de todas las ventajas de las que carecían los habitantes de la sociedad A. Y se concluyó que la posesión de bienes visibles (una casa amplia) no compensa el goce de los bienes invisibles que definen esencialmente la calidad de vida. Porque, aun en una casa amplia, no dejamos de padecer la carencia de tiempo libre cuando éste nos falta.


Se estima que cerca del 50% del estado de ánimo y de la capacidad para vivir en positivo es heredado y, como tal, resistente al cambio. Esta inercia anímica explicaría que quienes ganaron la lotería, una vez transcurrida la euforia de la novedad, no son más felices, a veces incluso son menos felices que antes. Y quienes sufren un accidente con graves secuelas, en un año recuperan su nivel promedio de felicidad o desdicha preexistente, similar al de los individuos con sus funciones orgánicas intactas. Pero además, nuestro extraordinario poder de adaptación parece explicar por qué criterios absolutos no importan tanto una vez que las necesidades básicas han sido satisfechas. Nuestra plasticidad, sin embargo, no es infinita. Aunque se comprobó que nos adaptamos rápidamente al incremento de bienes materiales, hay categorías específicas en las cuales nuestra capacidad de adaptación es más limitada: ciertos acontecimientos traumáticos -el desempleo, por mencionar una pandemia mundial- provocan cimbronazos emocionales tan persistentes que la gente continúa con un nivel promedio de felicidad inferior incluso tras conseguir un nuevo empleo.



El imperio de los sentimientos



En 1587, el librero Johann Spies, oriundo de la ciudad alemana de Fráncfort, publicó la Historia de D. Johann Fausten , escrita por un supuesto autor anónimo. Como es sabido gracias a la inmortal versión que de esa historia compondría Goethe, en sus páginas se narran las desventuras del doctor Fausto, quien vende su alma al diablo a cambio de veinticuatro años de placeres. En una escatología menos vinculada a los castigos de ultratumba que a cuestiones más procaces, en tiempos inundados por la tecnología, cuando podemos publicar videos caseros en YouTube o reproducir la Pastoral de Beethoven dirigida por Zubin Mehta para ser vista y escuchada desde nuestro sillón predilecto, no es sorpresa que se haya intentado inventar un "felicitómetro". La página web de la BBC reveló que hay "científicos" que pretenden haber resuelto "uno de los misterios más grandes de la humanidad" con el auxilio de una fórmula matemática: P + (5xE) + (3xH) = felicidad, donde P designa las características personales (la apariencia física, capacidad de adaptación, resiliencia -esto es, capacidad de recuperarse de los malos tragos-); E, (salud, estabilidad económica y vínculos de amistad) y H, las necesidades de orden superior (autoestima, expectativas sobre el futuro, sentido del humor). Con sólo responder a cuatro preguntas, a cuyas respuestas se les asigna un puntaje que va del 1 a 10, seremos capaces de obtener el resultado de la ecuación.


Menos banales, pero no sé cuánto más confiables, diversos estudios operan con una noción semejante de felicidad, esta vez concebida como cierto bienestar que puede ser evaluado con métodos "empíricos". La llamada "Psicología del bienestar subjetivo" considera que hay tres factores que inciden en esa condición: un estado de ánimo positivo (presencia de sentimientos placenteros tales como alegría o satisfacción); la ausencia relativa de sentimientos displacenteros tales como temor, ira o tristeza; y los juicios personales sobre el grado de satisfacción. Según estos tres factores, considerados conjuntamente, una persona feliz es aquella que, como suele estar satisfecha con su vida, por lo general se siente contenta y sólo de tanto en tanto triste. Con el propósito de evaluar la experiencia emocional cotidiana, los investigadores desarrollaron una técnica conocida como "muestreo de experiencias": quienes se prestan a participar del estudio llevan consigo una palmtop que hace sonar una alarma varias veces al día al azar. La tarea asignada a los participantes consiste en completar breves encuestas on-line sobre el estado emocional que acompañó las actividades que realizaban cuando sonaba la alarma, en las que debían responder si se sintieron muy felices, bastante felices o nada felices. Consultando esa base de datos, los investigadores pueden registrar picos, mesetas y depresiones emocionales a través de los días y las semanas, y analizarlas en relación con el medio ambiente en que acontecieron. Esta técnica no sólo suele ser complementada con el registro de los recuerdos positivos contrastados con los negativos sino que se recurre, además, a métodos biológicos (medida del ritmo cardíaco, niveles hormonales, actividad neurológica) e incluso a novedosos estudios genéticos que, en conjunto, permitirían construir un retrato aproximadamente válido de las experiencias de bienestar de la gente.


Impulsados por un espíritu cientificista a ultranza, y reducidos a estadísticas tan controvertidas como sensibles a la selección de la población de la muestra, estos estudios de mensurabilidad de un fenómeno "subjetivo" producen resultados muy distantes de la complejidad esencial de la existencia humana.



¿Cerdo feliz o Sócrates insatisfecho?



La filosofía, de más está decirlo, no tiene nada que hacer aquí, porque no puede operar algo rítmicamente ni proponer procedimientos de mensurabilidad de la felicidad. Y cuando intentó hacerlo, lo pagó caro: Jeremy Bentham propuso un menospreciado cálculo utilitarista mediante el cual, presuntamente, cuando se debía elegir entre dos cursos de acción, bastaba con calcular la suma total de placeres, restar de allí la suma total de dolores y luego comparar ese resultado con aquel al que se llegaría tomando el curso de acción alternativo. Dicha comparación permitiría deducir cuál era la acción valiosa por la que se debía optar. Muy a su pesar, porque aspiraba a una filosofía que, en la búsqueda del bien común, se constituyera en un bisturí social que volviera más justa la sociedad, el pobre Bentham fue parodiado hasta el cansancio por su célebre "cálculo" y alineado por la historia en las huestes de los que creen que la felicidad es algo esencialmente hedonista, donde el placer es el amo y señor de nuestros deseos más ocultos y de otros que no lo son tanto.


En esta orientación, conocida como "hedonismo psicológico", los placeres subjetivos son el medio para determinar la moralidad de los actos. Formulada en estos términos, la felicidad consiste en episodios o en estados de ánimo puramente subjetivos. La felicidad hedonista, sin embargo, tiene sus bemoles. Puede tratarse, efectivamente, de una mera satisfacción subjetiva: los cirenaicos (seguidores de Aristipo, discípulo de Sócrates), por ejemplo, concluyeron que los placeres sensuales eran preferibles a los espirituales. También cayeron en la cuenta de que los únicos placeres genuinos son aquellos que efectivamente se sienten, y los únicos placeres que efectivamente se sienten son aquellos que se sienten en el momento presente: los placeres de ayer son recordados con nostalgia; los de mañana, ilusoriamente anticipados. Concluían que es sabio disfrutar los placeres momentáneos, en lugar de saborear los pasados o de soñar con los futuros. Pero además repararon en que los únicos goces que uno puede sentir son aquellos que cada uno experimenta por sí mismo en el cuerpo, pues los placeres -al igual que los dolores- son intransferibles. Con tantas razones de peso, los cirenaicos vivieron una vida de goces sensuales. Sin embargo, pronto se descubrió que esos placeres no podían durar eternamente. Y que si se comía, bebía o amaba con exceso, el tan ansiado paraíso terminaba en la más burda saciedad que, a fin de cuentas, convertía lo más deseable en el más tortuoso de los destinos.


Todavía se suele creer que la felicidad es una clase de sentimiento preciso. Muy sumariamente, sentirse feliz es lo que me sucede cuando me levanto por la mañana tan exultante de alegría que les sonrío hasta a los cuidacoches o (puesto que en gustos no hay nada escrito) me dedico a envenenar a los gatos del Botánico. La felicidad es polimorfa y se puede presentar bajo cualquier ropaje. Pero cuando hablamos de sentimientos, hablamos de episodios: me levanto feliz a la mañana pero por la noche soy espantosamente antipática porque me caigo de sueño; y una vez que tuve ese rapto de generosidad o maté a un buen número de gatos, me olvidé de esos instantes de felicidad y, con mi olvido, se esfumó el sentimiento.


Esta felicidad "episódica" ya fue puesta en tela de juicio hace más de dos mil años: ¿el recuerdo de un instante de dicha basta para hacer de una vida, una vida completamente feliz, como creían los estoicos, que como se sabe, se conformaban con poco? ¿O acaso, según declara el gran Aristóteles en su Ética nicomaquea , la felicidad es un bien tan precario que ser feliz exige haber muerto y que, en retórica digna de epitafio, otro pueda decir del difunto: "Fue feliz"?


Pero los problemas no terminan allí. Si acabo de recibir un honoris causa de una prestigiosa universidad, seguramente responderé que soy muy feliz en la encuesta on-line , salvo que me entere de que un amigo está internado debido a un grave accidente De ser así, una vez que, poco oportuna, suena la dichosa alarma, ¿qué registro en la encuesta? Sólo una respuesta esquizoide podría revelar la mezcla de sentimientos que hacen de mí, como escribía Pascal, una barca a la deriva.


Debido a esta suma de objeciones, la felicidad puede pensarse ya no como episódica, sino como una suerte de estado de ánimo positivo. Si es un estado de ánimo, ni siquiera hace falta que me preocupe por lograr la felicidad a fuerza de afanes personales, pues en principio hay otros que lo pueden hacer por mí (por ejemplo, puedo comprar un título universitario en Internet o contratar a un famoso novelista para que escriba un libro de mi presunta autoría). Hasta el azar es un siervo de esta clase, porque basta con que adquiera el billete ganador para sacar la lotería. Pero dado que los científicos de la felicidad nos enseñaron que el afortunado se acostumbra rápidamente a su nuevo estado (a su nueva casa con piscina olímpica y spa , a su chofer o a lo que fuere), al poco tiempo termina padeciendo como el más común de los mortales. Parecería que una vida feliz implica aquella en que uno, "transpirando la camiseta", como se suele decir, completa una carrera o escribe un libro o se gana el dinero. Ya el dignísimo Aristóteles dijo algo así como que cualquiera podía ser virtuoso y feliz si se pasaba la vida durmiendo, pero el verdadero desafío es hacer de la felicidad un ejercicio cotidiano de la virtud. Un músico, un deportista o quien fuere puede sentir un inmenso placer en el ejercicio de su actividad, pero decir de él que ejerce sus habilidades debido al placer que siente al ejercerlas es una descripción errónea: el placer es sentido durante la actividad misma y no es un efecto derivado de esa experiencia.


La felicidad también puede ser pensada como la satisfacción de los deseos, tesis absolutamente neutral acerca de los deseos que aspiro a que sean satisfechos, casi una felicidad democrática, a medida del bolsillo del caballero y de la cartera de la dama De este modo, continuamos fieles a la idea de que la felicidad es subjetiva, que cada individuo es la única autoridad sobre sí: soy feliz si pienso que soy feliz, dado que estoy obteniendo lo que deseo. Casi como el cartesiano "Pienso, luego existo", pero en versión hedónica: "Me siento feliz, luego soy feliz". Eso convierte a cada uno en juez y parte del conflicto. Pero el problema de esta idea es que si individuos "exitosos", que en apariencia logran lo que desean, son impulsados por estilos de vida y talentos tan dispares como los de un Manu Ginóbili, una Martha Argerich o hasta un Bill Gates, es porque presuntamente todos son felices y cualquier comparación que podamos hacer entre sus vidas tiene que hacerse en relación con un criterio extrínseco que nos permita comparar una vida con otra. Pero las concepciones subjetivistas de la felicidad afirman que no hay una vida modélica, objetivamente definida, independiente de lo que nosotros experimentamos y con la cual podamos comparar la vida feliz.


De más está decir que se nos ocurren otras serias objeciones a la idea de que el cumplimiento de un deseo promueve inequívocamente la felicidad o tan siquiera el bienestar de quien desea. Por empezar, no hay una vida humana -ni siquiera la de los "exitosos"- en el curso de la cual todos los bienes se lleguen a realizar; muchos bienes son incompatibles entre sí, o incluso la realización de un proyecto tiene como efecto no deseado la frustración de otros deseos. Por añadidura, si la felicidad se reduce a las satisfacciones vividas, lo cierto es que ese sentimiento de satisfacción puede inducirnos al error. ¿Qué sucede cuando la felicidad descansa en una falsa creencia, cuando digo: "Era feliz porque vivía rodeada por un montón de amigos", ignorando que esos supuestos amigos se burlaban de mí en mi ausencia? ¿Acaso el hecho de que la razón en la que fundo mi felicidad sea falsa implica la desaparición de mi felicidad pasada? ¿O simplemente la invalida? Sin ir tan lejos, tenemos por buenas ciertas tendencias autodestructivas -un deseo adictivo o una obsesión- que difícilmente constituyan la vía privilegiada hacia la felicidad. Es más: parecería que hay cosas que promueven la felicidad o bienestar de alguien, pese a que ese alguien no lo desea: una mujer que decide abandonar a un marido violento porque entiende racionalmente que eso es lo mejor puede no desear ese abandono.


Si nos conformamos con esta versión del hedonismo, que reduce la felicidad a la simple satisfacción de deseos inmediatos, vivimos apresados en una dimensión empobrecida de la felicidad, divorciada del reino moral. Pero también podemos adherir a una versión refinada del hedonismo, fundada en la satisfacción de deseos racionales que aspiran a ver realizados valores objetivos y no reductibles a la sensibilidad de turno, deseos dirigidos hacia una felicidad entendida ya no como una experiencia meramente subjetiva sino más bien como una respuesta emocional a ciertos valores independientes del yo.


Esa distinción nos permite abandonar una dimensión esencialmente subjetiva y orientarnos hacia una dimensión objetiva, donde se promueven formas enriquecidas de felicidad, entendida esta vez como aquellas vivencias satisfactorias aunadas a una reflexión consciente. Las concepciones objetivistas tienen por condición la admisión de cierta diversidad de los bienes humanos. Esos bienes humanos no son solamente los bienes materiales, sino que pueden ser talentos personales, lazos afectivos, autoestima y capacidades personales distintivas tales como la reflexión crítica, el sentido estético o el sentido del humor. Es la posición defendida por John Stuart Mill, quien en un intento de superar el cálculo de su maestro Bentham, denostado por simplista, declaró algo así como que prefería ser un Sócrates insatisfecho antes que un cerdo feliz. Y en todo consecuente con tan ilustre comparación, distinguió los placeres sensoriales de los placeres sublimatorios (asociados, pongamos por caso, al arte o a la amistad). La felicidad, así entendida, puede expresarse en proposiciones del tipo: "Soy feliz de tocar el piano" o "Soy feliz de tenerte como amigo". En este marco teórico, actuar moralmente representa uno de los bienes -junto a los del arte o la amistad- que dan una razón objetiva para ser feliz. Sin embargo, aun así se permanece preso de una concepción episódica o, en el mejor de los casos, de una concepción reducida a estados de ánimos sucesivos en la caracterización de la felicidad.



Un proyecto existencial



Finalmente, la felicidad puede ser entendida como una dimensión de la acción moral, tal como lo hace el eudemonismo aristotélico (del término griego eudaimonia : bienestar, felicidad). Esta corriente de la ética también afirma cierta predisposición en el ser humano a buscar la felicidad. Pero ésta es concebida como la realización de la propia vida como una unidad integrada y coherente, un proyecto personal por cumplir que finaliza sólo con la muerte, en una tarea donde procuramos que nuestros planes de vida, multifacéticos y complejos, guarden cierto vínculo entre sí, cierta coherencia alentada por una deliberación reflexiva que tienda a unificar constantemente ese todo existencial que nos constituye como quienes somos y aspiramos a ser.


Distante tanto del subjetivismo hedonista psicológico como del hedonismo racional, el eudemonismo defiende la naturaleza objetiva de la felicidad que se expresa en la capacidad de organizar la vida del agente en su búsqueda del cumplimiento de un proyecto vital. Ese objetivismo, sin embargo, no nos compromete con un único modelo prefijado de vida digna de ser vivida. Pues aunque la felicidad no es una sucesión rapsódica, tampoco es la mera suma de bienes particulares. Más bien consiste en una manera de servirnos de esos bienes, en una forma de articular o de unificarlos de manera tal que, en esa tarea, y en calidad de agentes, logremos conferir un sentido personal y auténticamente elegido a nuestra existencia, haciendo de nuestras vidas, vidas mejores, con las cuales colaboramos a que el mundo sea mejor.


Aun cuando resuene como una utopía ingenua, el incipiente retorno de parte del pensamiento contemporáneo al eudemonismo clásico aparece como una tabla de salvación frente a un aspecto de la condición humana salvajemente denunciado por Schopenhauer y que se cierne sobre nosotros, en una escala globalizada, todavía hoy.



Final inconcluso



En el borde mismo de las taxonomías filosóficas, Schopenhauer ve en la felicidad genuina una ausencia permanente de dolor y, por extensión, una satisfacción duradera de deseos porque "por su naturaleza, el deseo es dolor".


La irrupción del deseo en el escenario en el que se desarrolla la tragedia de la felicidad da lugar a una suerte de disonancia afectiva. El ser humano, acosado por un deseo que se renueva, siempre distinto y demandante, se encuentra condenado a experimentar, una y otra vez, la insatisfacción. Y de su tensión psicológica entre el deseo y la frustración nace el sufrimiento. Si los deseos insatisfechos alimentan la fuente inagotable de donde emana el dolor, entonces la felicidad debe de ser una satisfacción absoluta de esos deseos.


Confrontado a ese desiderátum, el pesimismo de Schopenhauer puede más. Pues concluye que es imposible satisfacer todos nuestros deseos. Aun cuando alguno pueda ser satisfecho, puede tratarse de una satisfacción maníaca que, lejos de regalarnos con la dulce calma de lo que finalmente se ha logrado poseer, sólo realimenta la insatisfacción. Por más que se ofrezca hasta la vida a cambio de obtener la cosa deseada, el deseo puede desaparecer con su sola posesión, sólo para reanudar un ciclo perpetuamente reiniciado: al deseo insatisfecho le sucede la satisfacción y, en el mismo gesto, su consumación (en su doble acepción, como cumplimiento y fin). De sus cenizas, emerge un nuevo deseo, en un ciclo que se repite una y otra vez en un sujeto que se vive desgarrado, escindido en un juego deseante del cual no logra sustraerse. En ese derrotero cíclico, cuando el deseo errante ha perdido su objeto, la vida humana se nos aparece como una suerte de péndulo que, meciéndose entre el dolor y el tedio, busca un sentido donde no lo puede hallar.


El aburrimiento, máscara y lacayo del vacío existencial, se apodera entonces del individuo condenado, por su estructura misma, a una abulia suicida. Abulia que parece ser un sello distintivo de una cultura sedienta de sentido, contraparte existencial de la euforia consumista de autos, lavavajillas y cámaras fotográficas.


MÁS INFORMACIÓN:

World database of happiness http://worlddatabaseofhappiness.eur.nl/


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