lunes, 1 de septiembre de 2008

Literatura Semblanza
Solyenitzin, escritor y profeta
El autor de El archipiélago Gulag, premio Nobel recientemente fallecido, fue una de las voces más destacadas de la narrativa rusa y un defensor de los valores humanistas ante la pobreza espiritual de las sociedades occidentales




Por Ignacio Valente
El Mercurio


Si tres décadas atrás me hubieran adelantado que Alexander Solyenitzin moriría por estas fechas subvalorado y sumido en el olvido, me habría costado creerlo. Solyenitzin: el que abrió los ojos a Occidente sobre los horrores de la Rusia soviética mientras vivía en medio de ellos; el exiliado que, ya entre nosotros, denunció la vaciedad espiritual de nuestras sociedades libres; el ensayista lúcido y valiente, el narrador que escribió novelas de la calidad y grandeza de Pabellón de cancerosos ...


Este escritor, al final, había llegado a ser una presencia incómoda a uno y otro lado del antiguo telón de acero. En Europa se estimó reaccionaria su crítica del liberalismo y en Rusia seguía siendo un marginal. Cuando retornó a su patria "libre", ya sin su corona de héroe, encontró menos cristianismo renaciente y más capitalismo mafioso del que hubiera querido. En los medios literarios, la falta de innovación formal de su narrativa -su realismo tradicional- le quitó adhesiones y agregó una nueva nota arcaizante a su imagen pública.


La denuncia de la asfixiante opresión del comunismo es un motivo recurrente de la obra de Solyenitzin, si bien opera de modo distinto en sus ensayos, cartas abiertas y discursos, que en su narrativa, donde el asunto es menos temático y frontal. Hoy, caído el imperio soviético y con él la filosofía marxista, nos resultan fuera de contexto sus afirmaciones: "La esencia del comunismo está enteramente más allá de los límites de la comprensión humana", en cuanto misterio del mal profundo.

Fue necesario el testimonio biográfico y documental de El archipiélago Gulag (1973 a 1976) para sacudir la modorra de Occidente de cara a esa terrible red de campos de concentración del terror soviético.


Nuestro hombre, que había sido condenado a trabajos forzados durante ocho años en 1954, escribiría que los prisioneros más valerosos e indomables de esas catacumbas ya no vuelven al mundo exterior: "Jamás se les muestra nuevamente al mundo, porque contarían relatos tales que la mente humana no puede aceptar". Diría también: "Yo he estado dentro de la panza roja y ardiente del dragón. No fue capaz de digerirme. He venido a ustedes cual un testigo de cómo es estar dentro".


Sin embargo, tras su llegada a Occidente -expulsado de Rusia en 1973-, su aclamación como un auténtico héroe en las universidades, en la prensa y en la opinión pública no duró mucho, pues él no tardó en hacer pública su desilusión de nuestras democracias llenas de demagogia, del materialismo práctico de los intereses económicos, de la tiranía de las modas, la irresponsabilidad periodística, la confusión espiritual, el reino del hedonismo y la pornografía. Esto era Occidente: "Una vez que se proclamó y aceptó que por encima del hombre no hay ningún Ser Supremo, y que el hombre es la gloria que corona el universo, las necesidades del hombre, sus deseos -y en verdad sus debilidades- fueron considerados como los supremos imperativos del universo".


En 1994 volvió a Rusia, que a partir del dolor de tantas décadas no había producido, entonces ni hoy, una forma más alta de vida, como esperaba él, sino que se había contagiado algunas de las peores lacras de Occidente.


En los relatos de Solyenitzin no hay ningún personaje que hable con la voz o las ideas del autor. El único privilegio lo tiene la voz de los que sufren: es el dolor en sus múltiples formas -y sin color ideológico- el que habla.


Es cierto que la narrativa de Solyenitzin no incorpora experimentación formal, ni siquiera innovación. Él escribe como si no hubieran existido James Joyce, Virginia Woolf, William Faulkner. El suyo es un sobrio realismo tradicional, muy ruso, que a veces podemos llamar realismo poético, o moral, o ambas cosas. Pero ésta no es una desventaja. También en Occidente admiramos a autores del mismo corte tradicional, como François Mauriac, Evelyn Waugh, William Golding o Heinrich Böll. Este último parece el más semejante a él, por el estilo y por el designio de entretejer los protagonismos personales con hechos históricos colectivos.


Ambos son maestros en este difícil arte, que es patente en Pabellón de cancerosos y temático en la vasta tetralogía titulada La rueda roja, su panorámica obra final de intención histórica. Otro gran novelista de lenguaje tradicional, y también maestro en aquel arte del entrelazamiento, es su compatriota Boris Pasternak, premio Nobel a su vez, y autor de la memorable novela El doctor Zhivago, quien parece su precedente más inmediato.


Solyenitzin escribió muchos cuentos cortos, de variable calidad. En castellano conocimos al menos dos recopilaciones: Cuentos en miniatura y La casa de Matriona , que plantean el conflicto entre las razones del corazón y de la conciencia personal, cargadas de un intenso valor moral, y los anónimos imperativos del sistema soviético, con su opaca inhumanidad.


El Solyenitzin de los relatos cortos no se ha dirigido a los grandes centros urbanos del poder, sino a los rincones marginales de la provincia rusa, donde la tensión no excede la escala doméstica y donde se revelan algunos motivos muy caros a nuestro autor, como la belleza de la existencia agreste y la simplicidad de las vidas mínimas, ambas consideradas una reserva moral frente a la impersonalidad de la técnica y a los turbios mecanismos del poder político. Es ilustrativo el comentario que cierra una de sus miniaturas, a propósito de la sensación de paz que desprenden los campos rusos: "La gente fue siempre codiciosa y a menudo mala. Pero el tañido de las campanas de las iglesias resonaba sobre campos, aldeas y bosques, e impulsaba a abandonar las pequeñas preocupaciones terrestres y a pensar un momento en la eternidad. Ese tañido, conservado hoy únicamente en melodías antiguas, levantaba a las gentes, las ayudaba a erguirse en dos pies y no caer... en cuatro patas".



Pabellón de cancerosos



Su primera novela, Un día en la vida de Iván Denisovich (1962), pudo ser publicada en su patria (no las demás) sólo porque sorprendió al régimen en un breve momento de apertura. El título de la segunda, El primer círculo (1968), evoca una imagen del "Infierno" de La Divina Comedia. Pero su gran novela es la que siguió, Pabellón de cancerosos (1968), no superada por los posteriores tomos de su tetralogía: Agosto 1914 , Octubre 1916 , Marzo 1917 y Abril 1917 , donde la historia de la época, investigada por el autor con admirable prolijidad, inclina demasiado el relato hacia la documentación, por la cual la ciencia histórica le es tributaria.


Con razón su gran novela ha dado la vuelta al mundo. Se trata de un hospital del cáncer, donde se debaten enfermos, enfermeros y médicos, en una remota provincia asiática de la Unión Soviética. El título y el medio ambiente pueden dar la impresión de algo muy sórdido, y algunas páginas hacen agobiante el encierro entre esos muros de enfermedad y muerte, donde los vivos salen sólo para revivir escenas de persecución o de presidio siberiano. Pero lo admirable reside en que el tono es la ternura, servida por destellos de poesía y por cierta ingenuidad en la observación, de una pureza muy rusa.


Aquí se movilizan las pasiones inmemoriales de la condición humana, a través de las interminables conversaciones de los enfermos. La más central de ellas gira en torno al título de un cuento de Tolstoi, que uno de los cancerosos lee y comenta a los demás: ¿Por qué viven los hombres? Allí se mide la impotencia del materialismo dialéctico, histórico y práctico ante el misterio de la muerte personal. El hombre comunista sólo dispone de frágiles fórmulas: "¡Fuera los desvaríos idealistas!" "Estamos hechos para la felicidad." "¡Tú formas parte del grupo!" "El hombre vive de causas comunes." Sin duda, razona Kostoglotov, el personaje central (que no es un héroe), pero eso sólo ocurre mientras uno está vivo. En estas páginas se mide el valor de ciertos caracteres de la Rusia soviética por la manera de enfrentar la muerte próxima. En el pabellón hay rebeldes y hay conformistas, pero están demasiado llenos de pasión o de oprobio para que en ellos se ilumine el sentido de la existencia. Sin embargo -típico en Solyenitzin-, entre ellos se deslizan personajes secundarios dotados de una sabiduría vital, de una extraña reserva de bondad, o incluso del sentido cristiano de la vida, como Estefanía "con su cómico calendario, con aquel Dios que tenía sin cesar a flor de labios, con esa sonrisa radiante que no la abandonaba en el más lúgubre de los hospitales". En un mundo donde se aprende, antes de leer y escribir, que la religión es el opio del pueblo, los únicos hombres capaces de aportar luz a la gran pregunta son esos seres marginales ligados a la fe cristiana. No hay moraleja. Pero Solyenitzin no es un escritor neutral -¿quién lo es?-, y no puede negarse que su lenta y tardía conversión (o quizá reconversión) al cristianismo vino a revelarse, en último término y retrospectivamente, como la clave de su azarosa vida y de su entera obra literaria.



© El Mercurio /GDA





EN SU TIERRA. El 1° de junio de 1944 el gran escritor ruso saludaba así en un tren a Vladivostok
Foto: EFE

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