El autor de El astillero y La vida breve, entre otras obras notables, fue uno de los fundadores de la novela contemporánea en América latina. Los numerosos homenajes y las ediciones póstumas permiten aproximarse un poco más a un personaje “irreductible”.
En el centenario del nacimiento de Juan Carlos Onetti, y a quince años de su muerte, su obra logra esquivar definitivamente la sombra que supo proyectar ese árbol muy grande, de raíces al descubierto, que fue el boom de la literatura latinoamericana. Hasta que fue “descubierto”, cuando pegó el salto gracias al Premio Cervantes que recibió en 1980, sus libros emprendían un breve vuelo, apenas un aleteo instintivo que no lograba remontar más allá del Río de la Plata. Su estética estaba a años luz del patrón del barroquismo dictado por Alejo Carpentier, al parecer bolilla obligatoria para ser admitido en el club. Sus personajes, además, estaban amasados a espaldas de la épica latinoamericana del compromiso político y social. No fundaban naciones ni atravesaban cordilleras ni efectuaban asombrosas piruetas por los aires ni se jactaban de disertar sobre jazz y literatura en los cafés parisinos.
Los héroes onettianos son demasiado perezosos, inútiles perfectos cuya mayor impertinencia, la pérdida de tiempo total, es fumar y fumar, boca arriba y preferentemente en la cama. La pereza que profesaba el escritor, un hombre encerrado en sí mismo que se expresaba en lo literario, también parece haberse proyectado sobre la docena de novelas, 47 relatos, más de cien ensayos y alguno que otro poema que publicó. El tiempo terminó superando esta suerte de inercia o morosidad en la lectura de un autor que escribía con las vísceras, recogiendo los residuos que otros desechaban. El efecto de la luz cambia: el “outsider”, el escritor de culto, el creador de parias espirituales, desterrados morales y desencantados políticos, es desplazado de los márgenes hacia el centro. Ahora la crítica coincide en señalar que fue uno de los iniciadores de la novela contemporánea en Latinoamérica. Quizá los ojos, mejor entrenados para percibir belleza en historias crueles, puedan detectar que la oscuridad no era tan lúgubre, sino que el autor de Juntacadáveres, La vida breve y El astillero le otorgaba otra perspectiva, la de un ebrio que sostiene la mirada a un mundo que se tambalea.
El perverso
Antes de que Juan Carlos Onetti decidiera “exiliarse en la cama”, transitó por otros exilios, como el de su propia Montevideo (donde nació hoy hace 100 años), cuando lo llevaron a vivir a Villa Colón, después pasó por Buenos Aires y finalmente se instaló en Madrid, donde esperó la muerte durante veinticinco años sin aceptar nunca volver a su Montevideo natal. En Buenos Aires publicó su primer cuento “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo” el 1 de enero de 1933 en La Prensa. También en esta ciudad, en el diario La Nación, entre 1935 y 1936, aparecieron otros dos cuentos, “El obstáculo” y “El posible balde”. La década del 30 fue un período fructífero para el uruguayo, que escribió el relato “Los niños en el bosque” y la novela Tiempo de abrazar, aunque no serían publicados hasta 1974. En 1939 se editó su primera novela, El pozo, de apenas 99 páginas, que pasó sin pena ni gloria, especialmente en Montevideo, con una tirada de 500 ejemplares, que tardó más de veinte años en agotarse, aunque la crítica sostuvo, posteriormente, que fue la novela fundadora de la nueva narrativa latinoamericana. Esta nouvelle prefiguraría los temas significativos de sus obras futuras. A fines de la década del 30 publicó artículos y cuentos policiales con los seudónimos de Periquito el Aguador, Groucho Marx y Pierre Regy. Desde 1939 hasta 1941 fue secretario de redacción del semanario Marcha; luego comenzó a trabajar en la agencia de noticias Reuters y viajó a Buenos Aires, nuevamente, donde permaneció hasta 1955. La seguidilla se completa con la novela Tierra de nadie, editada por Losada (Buenos Aires) en 1941; “Un sueño realizado”, considerado su primer cuento importante publicado en 1941 La Nación; la novela Para esta noche y una serie de cuentos entre los que se destaca “La casa en la arena” (1949), por ser el que daría comienzo al mundo de su ciudad de Santa María, que desarrollará en la novela La vida breve (1950). Precisamente en esa ciudad mítica transcurrió la acción de la gran mayoría de sus nuevas novelas y cuentos. En 1993 publicó la que fue su última novela, Cuando ya no importe, que acaba de ser reeditada, en el centenario de su natalicio, por Alfaguara. Al regresar a Montevideo en 1955 trabajó en el diario Acción y contrajo matrimonio por cuarta vez, con la joven argentina de ascendencia alemana Dorothea Muhr (Dolly). Encarcelado en 1974, durante el gobierno de Juan María Bordaberry, el poeta español Félix Grande, entonces director de Cuadernos Hispanoamericanos, recogió firmas para lograr su liberación. En 1975 viajó a España con su esposa, invitado por el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, ciudad en la que finalmente se radicó durante diecinueve años –los últimos cinco años, sin salir prácticamente de su cama–, hasta que murió el 30 de mayo de 1994.
La manera de narrar de Onetti recuerda a otro gigante de la literatura mundial, William Faulkner, pero también a Louis-Ferdinand Céline, influencias siempre asumidas por el escritor uruguayo. “Faulkner fue el escritor más grande de todos los tiempos”, decía. “Influyó muchísimo en mi formación de escritor. Yo, antes que escritor, me considero un lector empedernido, así como soy un fumador incurable.” Cuando le preguntaron por qué bebía y si era cierto que era un alcohólico insalvable, Onetti respondió: “El escritor es un ser perverso. Yo soy perverso. Tomo porque me gusta; fumo porque me gusta. El alcohol me ayuda a escribir. Todavía no he escrito borracho como Faulkner, mi maestro. Este es mi maestro en lo literario, no en lo alcohólico. Hubo un tiempo en que tomaba pastillas, recetadas por un médico, para escribir. Ahora escribo en ‘pelo’, como dicen los gauchos que montan a caballo; o, si quiere, a ‘capella’”. Mario Vargas Llosa plantea que el estilo del escritor uruguayo es “crapuloso” porque frente a sus personajes se comporta como un crápula. “Lo frecuente es que el narrador narre insultando a los personajes –llamándolos cretinos, bestias, animales, abortos, estúpidos, monos, etcétera– y provoque al lector, utilizando con frecuencia metáforas e imágenes sucias, relacionadas con las formas más vulgares de lo humano, como la menstruación y el excremento.”
Si la vida no es más que una música que cada uno interpreta de manera distinta, la música del autor de El infierno tan temido es una cadencia escéptica, quebrada por la desazón y el desamparo. De sus mejores páginas siempre emerge un personaje que siente que la vida es intolerable, al que se le clava una especie de aguijón en el alma y no puede salir de esa cárcel asfixiante. Por eso, precisamente, estos seres astillados se fugan a la ficción, a lo imaginario, hacia un mundo inventado “más digerible”, con un lenguaje que logra disipar esa realidad tosca o mezquina. Entre los tópicos permanentes del mundo onettiano sobresalen la culpabilidad, la responsabilidad moral, la relatividad de la verdad, la locura, el amor, el sueño. “Yo podría salvarme escribiendo”, dice Brausen en La vida breve. La salvación por la escritura será la puerta que permitirá la huida de ese sótano profundo; la imaginación será el atajo frente a la precariedad esencial de la condición humana. En su narrativa proliferan seres marginales, antihéroes que son rufianes, prostitutas, enfermos, locos, todos ellos privados de ligaduras con el mundo. Sus héroes cultivan más la resignación que la angustia, conscientes de que en la raíz misma del ser humano está lo inevitable de su destrucción.
Erotismo y abismo
El centenario de Onetti habilita una eclosión de novedosas lecturas. Pocos han reparado en el funcionamiento erótico de las narraciones del uruguayo. Pero impulsores de la teoría “Queer” están sometiendo a una original relectura la obra del escritor, buscando desestabilizar identidades o maneras repetidas de concebir la sexualidad, el género o el cuerpo. En el cuento “Los niños en el bosque” (1936) Onetti hace referencia a las relaciones homosexuales entre adolescentes que no tienen una identidad homosexual y deja en evidencia que “esas preferencias implican una indefinición, una ambigüedad extraña”, según Roberto Echavarren, poeta, narrador y ensayista uruguayo. Un libro reciente, Género, erotismo y subjetividad, se interroga sobre las identidades promovidas por escritores uruguayos como Armonía Sommers, Cristina Peri Rossi, Jorge Arbeleche y Onetti, entre otros. En el cuento “Jabón” (1981), el protagonista “goza del acercamiento y contacto de un cuerpo andrógino, indefinido”. No son pocos los ejemplos. También en El pozo así como en otras narraciones aparecen referencias a ese universo ambiguo, que para Omar Prego, un estudioso de su obra, no es algo que sorprenda. “Era un raro que se metía en su casa y pasó años sin siquiera salir al jardín, acostado, escribiendo en papelitos que Dolly (su última esposa) después tenía que desentrañar”, subraya Prego.
El mundo narrativo de Onetti sigue colándose por los orificios más inesperados del alma de sus lectores; empuja a la fascinación por el abismo, a la manera nietzscheana: “Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”.
Tiempo de homenajes y publicaciones
Uruguay rinde homenaje a Juan Carlos Onetti con un mosaico de eventos que incluye la edición de un apasionado epistolario. Un retrato gigantesco del autor de El astillero, instalado en la terraza del Teatro Solís, lo muestra mirando al infinito con sus gruesos anteojos y ataviado con su inseparable sombrero borsalino, protagonista de mil y una leyendas. Entre las reediciones suscitadas por el centenario de su nacimiento se destacan La construcción de la noche. Biografía de Onetti, de Carlos María Domínguez, y Estás acá para creerme, de María Esther Gilio, que recopila las entrevistas que realizó al escritor uruguayo durante tres décadas. También Omar Prego, otro experto en el escritor, ha reeditado su Onetti: Perfil de un solitario y ha publicado su nuevo ensayo Onetti, la novela total. En breve está previsto que se presente el tercer tomo de las obras completas de Onetti, recopiladas por la directora del Centro Cultural de España en Montevideo, Hortensia Campanella, que reúne los cuentos, los artículos y una miscelánea de textos variados, entre los que se encuentra el relato inédito “El último viernes”, recuperado por María Isabel, hija de Onetti. El sello Alfaguara, en tanto, publicó recientemente El viaje a la ficción, el ensayo que le dedicó el peruano Mario Vargas Llosa.
Hoy en el Paraninfo de la Universidad de la República tendrá lugar el homenaje principal. En ese escenario se presentará el libro Cartas de un joven escritor, que gracias al investigador uruguayo Hugo Verani reúne la correspondencia entre 1937 y 1955 de Onetti con el crítico argentino Julio Payró, a quien dedicó su novela Tierra de nadie (1941). Las 63 cartas, un poema y tres telegramas dan una nueva visión sobre el escritor, un “Onetti joven, que lee mucho” y tiene gran interés en la pintura. En las cartas se advierte cómo el carácter escéptico y desesperanzado que marcaría toda su obra ya se había formado en esos años, con la escritura como única redención posible. “Me está madurando una cínica indiferencia nacida tiempo atrás”, señala Onetti en la séptima carta, en un adelanto de esa marca de soledad y desarraigo que dejaría una gran impronta en la literatura en castellano del siglo XX. En Buenos Aires, el próximo miércoles a las 20, el Centro Cultural Rojas (Corrientes 2038) le rendirá su homenaje con la participación del crítico Daniel Balderston y la proyección de Juan Carlos Onetti, un escritor, documental de Julio Jaimes que registra conversaciones con amigos y entrevistas a lo largo de 1973.
Onetti, el irrecuperable
Hay un tiempo para Onetti: leí el cuento “Bienvenido Bob” –no puedo recordar el libro, la antología– a los diecinueve, veinte años y no me pasó nada; me hablaba de algo que no reconocía y de un modo que me irritaba. Ese narrador difuso, plural y escéptico que “recibía” al joven al pavoroso mundo adulto del desencanto. Necio era yo entonces y necio sigo en gran medida. Pero sobre todo era un pendejo. Sin embargo, por la misma época disfrutaba con Cortázar, con los incipientes Vargas Llosa y García Márquez, ya andaba por Borges, me deslumbró puntualmente El reino de este mundo de Carpentier. Todos latinoamericanos, claro. Era el momento, mediados de los ’60, y la ola duraría unos años más. Pero no usemos la palabra boom, plis. Onetti, me imagino, se tapaba los oídos ante la ruidosa onomatopeya.
Hay un tiempo para Onetti: un par de años después de aquel desencuentro con el pobre Bob, me metí con El astillero, conocí a Larsen y la revelación me dio vuelta. “Bienvenido, Juancito”, me dijo el penoso Juntacadáveres al oído. El pendejo –para mal o para bien– iba creciendo. Debe ser la época en que mi primer amigo de más de treinta años, Jorge S., me hizo escuchar a Troilo con Floreal Ruiz, los tangos, los valsecitos de Expósito, Cátulo y Manzi. Uno empieza a vivir experiencias de prestado, desencantos del porvenir, descubre que sentido y destino son anagramas, se acuesta con Camus y duerme mal. Pero volviendo: entonces leí El astillero en la edición de Fabril del ’60, la de tapa dura con sobrecubierta, la novela que había perdido insólitamente con El profesor de inglés, de Jorge Masciángioli –según creo recordar–, el concurso de narrativa de la editorial. Después, con el tiempo, verificaría que Onetti se dedicó a salir finalista y perder concursos contra buenos escritores de menor envergadura: el memorable Jacob y el otro quedó entre los nominados del montón ante Ceremonia secreta de Denevi por esa misma época en una convocatoria de Time-Life y antes, en los cuarenta, ya le había pasado con alguna de sus novelas. Y era Onetti –a los cincuenta y pico era el mejor Onetti por entonces– el que ya había escrito mucho o casi todo lo definitivo, incluidos La vida breve, Los adioses, La cara de la desgracia y El infierno tan temido. El sí podría haber escrito y firmado el mejor manual de perdedores. En todos los sentidos.
Pero no quería hablar/escribir sólo sobre la experiencia personal de lectura –de cómo empezó todo de pibe hasta la frecuentación que es casi de recurrencia bíblica de hoy–, sino sobre algo más amplio y compartible. Ese lugar de Onetti, si cabe definirlo así. Y a eso apunta el título de este texto apresurado. Tal vez en lugar de usar “irrecuperable” –el que no tiene equívoca cura o remedio desde la supuesta salud, pero también el que perdimos en una experiencia iniciática que no podemos reconstruir– debería haber definido a Onetti como “irreductible”, el de una pieza, el que no se puede simplificar, leerlo haciendo una especie de beneficio de inventario, “recuperarlo” para una causa o encajarlo en cierta lectura ideológica intencionada que lo recorte. Se resiste, el amargado. Tanto por izquierda optimista y militante –nunca le dio por ahí, aunque le sobraran convicciones– como por derecha mal pensante y corregidora: la última lectura de Vargas Llosa, por ejemplo. Y menos aún soporta las aproximaciones desde el procerato, las Bellas Letras, la Literatura: los famosos reportajes realizados por lisos preguntadores españoles que han quedado registrados y se repiten por la tele son obras maestras del desencuentro. ¿De qué carajo le hablan esos tipos? Nunca nada cierra del todo con el Viejo malo, maestro de la ironía y el sarcasmo, experto minucioso en el maltrato de todo, menos de cierta oscura, inescrutable piedad; y de la lengua, claro.
Porque eso es, al final, lo que siempre queda, deslumbrante. Para Onetti, el cómo es todo; y el cómo es el estilo, el viejo y desprestigiado (concepto de) estilo. Olvidados, superfluos incluso en su tremendidad, muchos de sus argumentos incontables sin pudor, convertida casi en lugar común la desesperanza o la sordidez, son las terribles, maravillosas palabras sutilizadas en comparaciones y detalles, en escenas y descripciones únicas, las que quedan para siempre. Onetti pertenece al reducido equipo de los escritores que nos revelan la literatura, nos hacen (querer) escribir. Modelo fortísimo generacional –como sólo Borges, para nosotros, a la hora de contar; como sólo Vallejo en la poesía–, Onetti es inconfundible. Basta un párrafo no demasiado largo y sin nombres propios para reconocerlo. Eso podría no ser necesariamente un mérito si fuera sólo el resultado de aparatosos tics de superficie. Nada de eso. Porque releerlo o reencontrarlo en un texto nuevo, esa experiencia decantada en el reconocimiento, es como un inapresable dejà vu, la evocación de un clima y un tono absolutamente únicos, inexplicables/inexpresables fuera de esas –y no otras– palabras. Lo que llamamos el estilo de Onetti se manifiesta en una aptitud casi monstruosa –sin red ni paraguas– para crear escenas y personajes, transmitir sensaciones, sentimientos y estados de ánimo que sólo existen y tienen sentido allí, en su mundo. Eso es: Onetti, más allá de la convención de Santa María y los personajes recurrentes, le da forma a un mundo con reglas propias, hecho con sus palabras, que –y ahí está lo extraordinario, el poder de la literatura– repercute sobre lo que llamamos el mundo “real”: la literatura –cuando lo es– no es evasión, sino invasión, avance sobre el mundo, ensanche. Nos modifica y modifica nuestra percepción de lo demás. Quiero decir: somos y vemos otros de otra manera desde Onetti.
Y ahora basta de boludeces. Un poco de pudor. “Dejemos hablar al viento”, como decía Ezra, ya cantor cansado, y citó de últimas el Viejo malo que nos ocupa y no nos perdonaría tanta pavada.
El triunfo de la escritura
Uno de los frescos más intensos en los que se dibuja el mundo personal del hombre de este tiempo, sofocado por la ciudad alienante, por los trabajos embrutecedores, por las compañías y amistades innobles, fue trazado por la narrativa rioplatense llamada “urbana” (anticipatoria en muchos terrenos del Jean-Paul Sartre de La náusea), iniciada entre otros por nuestro Roberto Arlt, continuada y enriquecida por el uruguayo Juan Carlos Onetti. Sus publicaciones comienzan con El pozo (1939, presumiblemente escrita, como muchos de sus relatos, en Buenos Aires); vienen luego Tierra de nadie (1941), Para esta noche (1943), otras novelas y memorables cuentos (“El posible Baldi”, “Jacob y el otro”, “Tan triste como ella”, “La novia robada”), en una vasta obra proseguida hasta su muerte, en la cual se mantiene una desusada y pareja calidad, aunque pueden reconocerse altas cimas como La vida breve (1950) y El astillero (1961).
Acaso en El pozo estén ya en germen muchos de los temas y conflictos que Onetti desarrollará después; no casualmente el protagonista “escribe”, y son sus “memorias”, como si esa tematización estuviese conteniendo un destino irrevocablemente asumido. A los cuarenta años, Eladio Linacero, encerrado en una miserable habitación de conventillo, recuerda y relata su fracaso amoroso y vital, apartado de la inútil alegría y del ruido de la calle, refugiado de los contactos vulgares de la casa (“los infelices del patio”). Allí se pregunta también por el propio y enigmático oficio, por sus ventajas y obstáculos, y se dice, como tomando una decisión inalterable: “Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mí mismo”.
En La vida breve aparece, por primera vez de manera expresa, lo que será en adelante el núcleo espacial de su narrativa, la inventada ciudad de Santa María, mezcla de Buenos Aires, de Montevideo, de Paraná, de ciudad–puerto, centro geográfico y mítico de una secuencia novelística en la que seguirán cruzándose personajes y vidas que aparecieron antes y que continuarán casi infinitamente. Ese proyecto se ve muy claro en El astillero, negocio en quiebra que concita los aparentes cuidados de un antiguo proxeneta (Larsen), dado a la inútil tarea de salvarlo de la ruina, aunque, desde el principio, el lector es consciente de que la empresa, a imagen del protagonista, está definitivamente hundida. El personaje, cuyo pasado medianamente completo sólo veremos reconstruido después (cuando se publique Juntacadáveres, en 1964) o, mejor dicho, su construcción novelesca, mostrará el método de elaboración fragmentaria, parcial, ambigua, de Onetti.
Siempre será así en sus textos: una mirada no certera, impregnada de indecisiones y de dudas, sigue a sus personajes, casi como esperando que ellos actúen, sin saber bien qué harán. La conducción es insegura, imprecisa, interior. Más que dirigirlos en la trama o que identificarse con ellos, el narrador los acompaña en sus incertidumbres y fracasos. Lo único que triunfa es la escritura, económica, lacerante, dignísima.
* Escritor, docente universitario.
Santa María, la región más transparente y real
Para Carlos Gamerro, Juan Carlos Onetti fue el primero en entender, "y el más delicado en aplicar", los procedimientos de Faulkner, la figura tutelar de los escritores del boom latinoamericano. La ciudad imaginada por el uruguayo se convierte en símbolo de toda su obra.
Faulkner fue la figura tutelar del boom latinoamericano: su fórmula de aplicar los procedimientos de vanguardia, sobre todo los del Modernismo europeo, a un mundo rural y semifeudal, hasta entonces apenas visitado por otra literatura que la realista y regionalista, resultó irresistible para escritores como García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes y, posteriormente, Juan José Saer. Pero fue el uruguayo Juan Carlos Onetti el primero en entender, y el más dedicado en aplicar, la lección de "aquel maldito, que los dioses lo protejan y lo amen, que le den otro premio Nobel" (como lo invoca en una carta a Idea Vilariño).
La obra de Onetti puede dividirse en dos etapas sucesivas: la primera arranca con el cuento "Avenida de Mayo – Diagonal – Avenida de Mayo" (1933) y la novela El pozo (1939), y llega hasta Tierra de nadie ; en La vida breve (1950) tiene lugar la fundación de Santa María, y casi todas las obras posteriores, hasta la última, Cuando ya no importe (1993) irán construyendo el 'universo sanmariano'. Los relatos de la primera etapa están caracterizados por la presencia de dos mundos de ficción: por un lado la vida 'real', generalmente rutinaria y desesperanzada, del personaje; por el otro, una vida soñada, en un mundo más rico e intenso, derivado de la literatura de aventuras. Pero las maravillas sólo aparecen en la imaginación, y en las lecturas, de los personajes: la realidad que habitan parece regida por un dios cuyos gustos literarios no van más allá del realismo más austero.
Ciudades imaginarias
"¿Qué puede hacer mi pobrecita Santa María frente a Macondo, una ciudad donde ocurren milagros? La vitalidad de Macondo es imbatible" se lamentó Onetti en una de las numerosas conversaciones reunidas en la biografía Construcción de la noche . Es verdad que el mundo de Santa María, la ciudad de provincia junto al río, es igualmente realista, como el de las novelas anteriores. Y sin embargo lo maravilloso figura en él, pero en otro plano, distinto al de la vida de sus habitantes: a diferencia del Jefferson de Faulkner, y del Macondo de García Márquez, cuyas fundaciones tienen lugar en sus respectivas 'realidades', Santa María surge, en La vida breve , como una ciudad imaginaria. Abrumado, como tantos personajes masculinos de Onetti, por la doble carga de la rutina laboral y conyugal, Juan María Brausen acepta el encargo de escribir un guión de cine. Solo en su departamento de la ciudad de Buenos Aires, mientras espera que la tormenta de Santa Rosa se desate, y que su esposa Gertrudis regrese de una operación en la que han de amputarle un pecho, Brausen imagina una ciudad de provincia, o más bien, imagina un personaje, el doctor Díaz Grey, a partir del cual la ciudad de Santa María se irá desplegando: "Hay un viejo, un médico, que vende morfina. Todo tiene que partir de ahí, de él. Tal vez no sea viejo, pero está cansado, seco... Veo una mujer que aparece de golpe en el consultorio médico. El médico vive en Santa María... una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores suizos..." La gestación de Santa María no se pondrá verdaderamente en marcha hasta que Brausen abandone el guión –o, explicitando los términos de la ética onettiana de la escritura, renuncie a escribir por plata– y comience a pasar tiempo en el departamento de al lado, ocupado por una prostituta, y adopte un nuevo nombre, Arce, y una nueva vida –la vida breve del título– como su virtual proxeneta. Imposible resumir aquí la barroca complejidad de entrecruzamientos entre el plano de la vida 'larga' de Brausen, la breve de Arce y la ficticia de Díaz Grey, que por otra parte han sido analizados magistral, quizás definitivamente, por Josefina Ludmer en su Onetti . Los procesos de construcción del relato. Importa, sí, contar el final al menos: el tímido, apocado Brausen desaparece en el infame y temerario Arce (un poco como el Dr. Jekyll se disuelve eventualmente en el Sr. Hyde), sin llegar a completar el guión encargado; pero su mundo ficcional cobra vida propia: al final de la novela Brausen-Arce huye hacia, y se pierde, en su propio territorio de ficción, Santa María, mientras que la primera persona del 'autor', que antes era suya, es asumida o usurpada por el 'personaje' Díaz Grey, que es el que termina de contar el relato.
La vida breve
La primera versión de La vida breve llegó a tener unas setecientas páginas, que su editor, con el comentario "la vida será breve pero su novela es demasiado larga" lo instó a reducir a trescientas, y quizás fue para bien: del material 'sobrante' saldrían muchos de los cuentos y novelas siguientes. La vitalidad estética de Santa María es tanta que absorbe toda la obra anterior de Onetti, que pasa a ser leída, inevitable, tal vez injustamente, como un prólogo, un 'camino a Santa María'. Pero Santa María, más que un final, es un inicio: si García Márquez con Cien años de soledad cierra el ciclo de Macondo, iniciado en su obra previa, y que es borrado de la faz de la tierra en la última página, Onetti en La vida breve inaugura un nacimiento que no cesa. Prácticamente todas las novelas y cuentos posteriores transcurrirán en la órbita de esta Santa María imaginaria. En todas ellas reaparecerá Díaz Grey, en ninguna de ellas Brausen: como un dios gnóstico, tras un malogrado acto de creación se desentiende de su mundo y lo deja librado a su propia suerte. Pero, como el Dios de los cristianos, será venerado por sus criaturas: ya Díaz Grey, en algún momento de La vida breve , intuyendo su existencia murmura "Brausen mío"; su divinidad se consolida en "La novia robada" (como "Brausen, Dios" o directamente "diosbrausen"); mientras que en El astillero será "Brausen, el Fundador," y su estatua ecuestre reemplazará a la de fundadores más tradicionales en la plaza de Santa María.
Esta es, en suma, la maravilla de la literatura de Onetti: que su mundo 'real', o al menos empecinadamente realista, con sus objetos siempre ya usados y gastados por otros, sus criaturas resignadas de antemano a la irrealización de sus sueños, a la confusión de sus empresas y a la derrota final del deterioro y la muerte, tiene lugar, y sólo tiene lugar, sobre un escenario, en un espejo, en un sueño; y que sus personajes saben o sospechan su condición de meros simulacros, y aun así siguen naciendo, respirando, amando y odiando: frente a esto, no queda claro qué es lo que Onetti tanto le envidiaba a las maravillas de Macondo.
Cervantes, Borges y Faulkner
Los dos momentos de la obra de Onetti tienen cierta correspondencia con las dos partes del Quijote: la primera, con su hidalgo de aldea que decide huir de la mediocridad de su tiempo y de la insignificancia de su vida, leyendo novelas de aventuras y luego tratando de llevarlas a la realidad, y la segunda, con su caballero y su escudero que se descubren, como algunos habitantes de Santa María, personajes de una novela ya escrita, y otra (u otras) en proceso de hacerse. La devoción de Onetti por el Quijote ha quedado documentada en su discurso de aceptación del Premio Cervantes, que le fue otorgado en 1981: "He leído a Cervantes, y en particular al Quijote, incontables veces. Era un niño cuando lo descubrí... Todos los novelistas somos deudores de aquel hombre desdichado y de su mejor novela, que es la primera y también la mejor novela que se ha escrito. Una novela en la que todos hemos entrado a saco, durante siglos..."
El más hábil de estos saqueadores, el que se quedó con la parte del león, fue sin duda Jorge Luis Borges. Y según Roberto Ferro ( Onetti / La fundación imaginada ), en los textos críticos que Onetti escribe en el exilio madrileño (iniciado en 1975, nunca interrumpido por regreso alguno), el nombre que sigue al de Faulkner en cantidad de menciones es el de "el ubicuo J.L.B." –como Onetti lo había llamado en alguna de sus cartas. El encuentro personal de Onetti con Borges, que había tenido lugar muchos años atrás, a pedido suyo y por mediación de Emir Rodríguez Monegal, no fue sin embargo muy afortunado: tal vez avergonzado de su propia admiración por el escritor al que con tanta devoción había leído, sin ser correspondido, se puso hosco y huraño y terminó agrediéndolo; quizás la cosa habría ido mejor si Borges hubiera sabido que el apellido del hombre que "hablaba como un compadrito italiano" (según su posterior comentario) era originalmente O'Netty, italianizado por un abuelo gibraltarino; el episodio constituye, de todos modos, una prueba más, si falta hicieran, de que el mejor terreno para el encuentro de dos grandes escritores suele ser el de las páginas de sus respectivas obras, antes que el de la vida. El comentario de Ricardo Piglia (de un personaje de Ricardo Piglia) en Respiración artificial , "yo había escrito una novela con esa historia, usando el tono de Las palmeras salvajes , mejor: usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges con lo cual, sin querer, el relato sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti", deja de ser una broma meramente ingeniosa (muy ingeniosa) para convertirse en un preciso diagnóstico: Onetti es Faulkner más Borges, o más precisamente, Faulkner en Borges, o más elaboradamente, Onetti toma la obra de Faulkner junto con el acto de creación del autor, y borgesiana (o cervantinamente), inscribe éste en aquella, los pone a ambos en una novela, donde Jefferson se traduce como Santa María y Faulkner, en castellano, se dice Brausen.
De aquí o de allá
Una cuestión que ha hecho correr mucha tinta es la de la 'ubicación precisa' de Santa María: sobre todo, por esas cosas del nacionalismo literario, de si se trata de una ciudad argentina o uruguaya. No hay en la obra de Onetti marcas precisas, pero algunos indicios, como el que el viejo Petrus, en El astillero , se encuentre presentando escritos legales en Buenos Aires, sugiere que se encuentra del lado argentino. Interrogado, el propio autor se mostró esquivo: "La experiencia de Buenos Aires está presente en todas mis obras; pero mucho más está presente Montevideo, la melancolía de Montevideo. Por eso fabriqué a Santa María, por nostalgia de mi ciudad." Onetti inventó Santa María estando varado en Buenos Aires, impedido de viajar a su país por las medidas del gobierno peronista, "entonces," le contó al crítico Jorge Ruffinelli, "me busqué una ciudad imparcial, a la que bauticé Santa María y tiene mucho de parecido, geográfico y físico, con la ciudad de Paraná, en Entre Ríos".
Esta indeterminación recalca, por un lado, que Santa María es un territorio de ficción, y que su única entidad es la literaria; por el otro, nos recuerda que las naciones también son ficciones, especialmente las vecinas Argentina y Uruguay: con más de resignación irónica que de alborozo, Onetti mantiene unido en la ficción lo que la historia y la política nunca debieron haber separado. Si hay un escritor común a "las dos patrias" (como Borges, amante del Uruguay, gustaba llamarlas) es sin duda el hombre que, por nostalgia de Montevideo, imaginó Santa María desde Buenos Aires.
No hay comentarios:
Publicar un comentario