Las Invasiones Jubilosas
Detrás de la estela lejana de escritores como Onetti, Felisberto Hernández, Idea Vilariño, llegaron y llegan la gran obra de Marosa Di Giorgio, el fenómeno del redescubrimiento y canonización de Mario Levrero, la reedición de Armonía Somers y nuevos escritores como Felipe Polleri, Daniel Mella, Alejandro Ferreiro, Ercole Lissardi. Uruguay siempre estuvo cerca.
Por: Mauro Libertella
Mario Levrero murió en su ciudad en agosto del 2004. Tenía 64 años, había pasado casi toda su vida en Montevideo, y dejó una obra extraña y signada por los giros bruscos. Para ponerlo un poco en contexto, dentro del astillado e irreductible mapa de la literatura sudamericana, pensemos lo siguiente: murió un año después que Roberto Bolaño, y a sólo dos semanas de Marosa Di Giorgio. Lo que pasó con Bolaño es conocido: ya antes de volverse póstumo estaba experimentando una escalada de popularidad frenética y sin precedentes, y su muerte aceleró las cosas a niveles pasmosos. Por ejemplo en Estados Unidos, que es históricamente un mercado cerrado y egocéntrico, está hace meses clavado en el cenit de las listas de los más vendidos. El caso de Levrero es, por supuesto, más silencioso, menos estridente. Hay quizás una suerte de justicia poética, como si la obra que dejó se fuera moviendo con la serenidad y la convicción que rige toda su literatura. Una literatura por momentos cansina, incluso exasperante, que sin embargo genera una perversa adicción y que, por su vertiginosa cercanía con la experiencia vital, puede llegar a cambiar la vida.
En estos meses el sello De Bolsillo distribuyó las tres primeras novelas de Levrero, agrupadas bajo el título de Trilogía involuntaria, y a partir de ahora se puede empezar a leer su obra como un conjunto cerrado, con la perspectiva necesaria que da el tiempo, las reediciones y los primeros acercamientos críticos. A los lectores que entraron a la literatura de Mario Levrero a través de El discurso vacío o de La novela luminosa, la Trilogía involuntaria les parecerá quizás una obra de otro escritor. "Esto no es de Levrero", se los ha escuchado balbucear perplejos y en ocasiones indignados. Son tres novelas opacas, de influjo kafkiano, que juegan con los límites del verosímil y que podrían ser traducciones de un esquivo autor centro europeo de principios de siglo. Leyéndolas retrospectivamente, como buscando ahí los primeros estertores de esa literatura maravillosa y altamente contemporánea que estalló en La novela luminosa, esas novelas tienen una cadencia uruguaya, un tono cálido e intimista que es la marca de fábrica de Levrero. Esa es, si se quiere, la etapa del primer Levrero, que se llamó "clásica". Vino luego una larga etapa intermedia, en donde el uruguayo ensayó cuentos fantásticos, manuales de parapsicología, historietas y otras rarezas. En 1987 llegaron Fauna y Desplazamiento, dos nouvelles que junto a Dejen todo en mis manos parecen presagiar algunos lineamientos de su literatura futura: el relato en primera persona que juega al intimismo, la trama vagamente policial, el escepticismo y el sarcasmo. La última etapa, que se llamó "autorrefencial" (una categoría de corto alcance, que habría que discutir), está toda compuesta por su obra maestra, La novela luminosa.
El rescate de la obra de Levrero, entonces, si bien menos escandaloso que el de Bolaño, no deja de ser palpable. La novela luminosa se hace visible en las librerías, los diarios le dedican páginas centrales, y muchos parecen aferrarse a la ridícula batalla del "yo lo descubrí primero". Consultado por esta cuestión, el editor de la editorial independiente uruguaya HUM, Martín Fernández Buffoni, dice: "Me parece tremebundo: que ahora todos se llenen la boca con Levrero me parece lamentable. Pasó lo mismo con Marosa, que falleció el mismo año y con una semana de diferencia. Por supuesto que es alucinante encontrarse con sus libros en vidrieras de plaza; es cool hablar de ellos. Espero sean leídos como merecen". Habrá que dejar pasar algunos años para que se metabolice el legado de Mario Levrero en la literatura uruguaya del futuro. Por lo pronto, en el diario Brecha, de Montevideo, a dos años de la muerte del narrador, ya se hablaba de los "levrerianos"; un grupo de escritores jóvenes que se habían formado en sus agitados talleres virtuales, o que habían leído su obra con el fanatismo y la meticulosidad del plagio.
A veces resulta difícil reconstruir el mapa de una literatura nacional en su conjunto cuando nos llegan sólo fragmentos, esquirlas editoriales que puestas una al lado de la otra sólo arman una topografía fracturada y con una clara inclinación al azar. Además de los grupos editoriales clásicos (Alfaguara, Sudamericana, Planeta), el mercado editorial uruguayo es profuso en casas independientes que publican mucho de lo mejor que está escribiendo la nueva generación (Trilce y Fin de Siglo, por ejemplo). Una de ellas, HUM, ha desparramado su catálogo en nuestras librerías, y ya se pueden conseguir esos hermosos libros rayados que esconden chispazos de una narrativa bien actual. En palabras del editor, "en lo que respecta a HUM, básicamente seguimos nuestro gusto personal; un capricho de lectores, por supuesto con olfato. Hay autores que son necesarios y otros que merecen ser presentados en sociedad porque su obra así lo merece. Respecto de los uruguayos en nuestro fondo editorial: son autores clave en la producción de narrativa en la última década". Algunos de los nombres que llegaron con el desembarco del sello, y que muestran cierto estado de la literatura uruguaya que hoy se escribe, son los de Felipe Polleri, Daniel Mella, Alejandro Ferreiro y Ercole Lissardi (seudónimo). Cuando se le pregunta por el panorama de la literatura actual, Fernández Buffoni dice: "El actual panorama se ve de veras bien. Se está redondeando cierta 'generación' realmente fuerte de escritores, no necesariamente jóvenes. Hay autores que generaron, de manera consciente o no, cierta 'escuela' y línea de trabajo: Onetti, Felisberto, Levrero, Marosa; quizá otros también hayan influenciado a quienes producen literatura hoy día, pero ellos son quienes marcaron fuertemente a un buen puñado de escritores que empezaron a publicar en la última década".
Al mismo tiempo, el Cuenco de Plata está emprendiendo una empresa de necesaria reivindicación, publicando los libros de Armonía Somers. El primer título, una rareza difícil de catalogar, La mujer desnuda, ya está en las librerías. En esas pocas paginitas se condensan, si se quieren, los golpes literarios de Somers –la brevedad y la estructura quebrada, el erotismo, la alegoría, lo onírico–, que colaboraron para que la crítica no pueda pensarla en el contexto de una generación o de una línea literaria. Por su edad se la llamó "el lobo estepario de la generación del 45", porque estaba siempre un poco por afuera de ese grupo, sobrevolándolo o pasándole por abajo. Algunos dicen que practicaba una "literatura imaginativa" (palabras de Angel Rama); una escritura que reniega del realismo pero que tampoco puede ser catalogada como puramente fantástica. En definitiva, una literatura del desconcierto y la perplejidad.
Desde luego, no habría que sucumbir ante la vieja tentación periodística de la exageración y sentenciar aquello de que la literatura uruguaya está en un momento de oro. El tiempo demuestra, finalmente, que los mercados editoriales padecen claras inclinaciones a las euforias pasajeras, y que se trata de ciclos que se repiten: a veces es la literatura chilena, a veces todo es Colombia, otras veces México parece estar a la vuelta de la esquina. Pero lo cierto es que hoy, con los libros de Levrero que se empiezan a conseguir, las reediciones definitivas de la obra extraña de Marosa di Giorgio, la llegada de los libros de HUM y Armonía Somers y algunos títulos sueltos de otras editoriales, la literatura uruguaya vuelve a hacerse visible en los pliegues temblorosos de nuestras librerías, y lo único que se puede hacer es festejar esa vuelta.
El maravilloso don de Mario Levrero
Por: Alejandro Ferreiro
Dos mil caracteres es una miseria. Eso pensé cuando me invitaron a escribir en torno a la obra y espíritu de uno de los escritores más generosos y personales que ha dado mi país. Pero apenas avancé en el ejercicio supe que dos mil caracteres también podrían ser demasiado. Descubrí que los últimos años habían pasado sin que me detuviera –por pura protección– a reflexionar en torno a lo que supuso la pérdida del maestro y del amigo.
Comprendí entonces, comprendo ahora, que aunque sus libros me abrigan desde un lugar recóndito de mi biblioteca (hoy desarmada y escondida en lo alto del ropero); que aunque nuestra correspondencia cruzada duerme un sueño eterno en el disco duro de mi primera computadora; que aunque su brillo comience a generar recién ahora –bajo el titilar de su ausencia– luz y ceguera a la vez, su espíritu está presente en términos definitivos en el aire que se respira. Porque un narrador auténtico nunca eleva los ojos al cielo si es capaz de advertir –en su portentosa urdimbre de hermosura e infortunio– el abundante material que el mundo brinda al que escucha. Porque si bien todos los hombres son capaces, en el plano humano, de crearse a sí mismos, son muy pocos los que lo logran. Mario Levrero tenía el don maravilloso de ver al mismo tiempo las cosas como son y como no son. Podía comprometer no ya el futuro sino el presente para descubrir los mecanismos que daban vida a su entorno, y podía transgredir las convenciones y costumbres ficticias que todo lo rodean; denunciar lo que otros no se animan a pensar y menos a decir. Por eso ejercía y ejerce sobre nosotros con energía y talento, la sutil y beneficiosa dictadura de su espíritu. Su plenitud.
Su maestría fue la enseñanza del ejercicio de la libertad hasta sus últimas consecuencias. La alegría que produce el placer de divagar y el ardor que enseña la intuición, la forma menos imperfecta de conquistar la libertad. Supo a tiempo que la felicidad es un subproducto y que el espíritu de una época es lo que tiene de mejor una época.Y ése espíritu descansa siempre sobre los huesos de unos pocos que no quisieron conformarse.
Se necesita mucha vida y pasión para renunciar con puntería a las pasiones de la vida cuando llega el momento de no querer nada más, cuando ya se ha dicho lo suficiente, cuando es hora de que el hombre y el creador se confundan, y juntos, y a la vez, den un paso al costado.
Cualquier acción pensada y vivida a fondo es una chimenea que conduce al centro de la aventura, al corazón de un reino que es propio y es todo. Su reino no era de este mundo, pero es en este mundo donde reinará conforme siga pasando el tiempo.
Marco Aurelio dijo que "el hombre libre puede prescindir tan cómodamente de la soledad como de la sociedad". Levrero fue la persona más libre que conocí. Y entonces vuelvo al principio: dos mil caracteres son un mísero puñado que no contiene al dolor que provoca intentar decir algo que importe a alguien. Y decirlo es apilar un montoncito de signos que no parecen ser otra cosa que un batallón de insectos rendidos sobre el fondo blanco de la memoria. Y todo dolor estimula a la inteligencia. Y paradójicamente, como él nos enseño en sus libros y en su vida, la inteligencia es la que, en todo caso, alivia el dolor.
Comprendí entonces, comprendo ahora, que aunque sus libros me abrigan desde un lugar recóndito de mi biblioteca (hoy desarmada y escondida en lo alto del ropero); que aunque nuestra correspondencia cruzada duerme un sueño eterno en el disco duro de mi primera computadora; que aunque su brillo comience a generar recién ahora –bajo el titilar de su ausencia– luz y ceguera a la vez, su espíritu está presente en términos definitivos en el aire que se respira. Porque un narrador auténtico nunca eleva los ojos al cielo si es capaz de advertir –en su portentosa urdimbre de hermosura e infortunio– el abundante material que el mundo brinda al que escucha. Porque si bien todos los hombres son capaces, en el plano humano, de crearse a sí mismos, son muy pocos los que lo logran. Mario Levrero tenía el don maravilloso de ver al mismo tiempo las cosas como son y como no son. Podía comprometer no ya el futuro sino el presente para descubrir los mecanismos que daban vida a su entorno, y podía transgredir las convenciones y costumbres ficticias que todo lo rodean; denunciar lo que otros no se animan a pensar y menos a decir. Por eso ejercía y ejerce sobre nosotros con energía y talento, la sutil y beneficiosa dictadura de su espíritu. Su plenitud.
Su maestría fue la enseñanza del ejercicio de la libertad hasta sus últimas consecuencias. La alegría que produce el placer de divagar y el ardor que enseña la intuición, la forma menos imperfecta de conquistar la libertad. Supo a tiempo que la felicidad es un subproducto y que el espíritu de una época es lo que tiene de mejor una época.Y ése espíritu descansa siempre sobre los huesos de unos pocos que no quisieron conformarse.
Se necesita mucha vida y pasión para renunciar con puntería a las pasiones de la vida cuando llega el momento de no querer nada más, cuando ya se ha dicho lo suficiente, cuando es hora de que el hombre y el creador se confundan, y juntos, y a la vez, den un paso al costado.
Cualquier acción pensada y vivida a fondo es una chimenea que conduce al centro de la aventura, al corazón de un reino que es propio y es todo. Su reino no era de este mundo, pero es en este mundo donde reinará conforme siga pasando el tiempo.
Marco Aurelio dijo que "el hombre libre puede prescindir tan cómodamente de la soledad como de la sociedad". Levrero fue la persona más libre que conocí. Y entonces vuelvo al principio: dos mil caracteres son un mísero puñado que no contiene al dolor que provoca intentar decir algo que importe a alguien. Y decirlo es apilar un montoncito de signos que no parecen ser otra cosa que un batallón de insectos rendidos sobre el fondo blanco de la memoria. Y todo dolor estimula a la inteligencia. Y paradójicamente, como él nos enseño en sus libros y en su vida, la inteligencia es la que, en todo caso, alivia el dolor.
"Onetti y yo éramos dos monstruos"
Idea Vilariño, una de las más destacadas poetas uruguayas, murió en abril de este año. En esta entrevista inédita, realizada poco antes de su muerte, habló con la periodista María Esther Gilio de su larga, compleja y al mismo tiempo amorosa relación con Juan Carlos Onetti, de su infancia, de una rara enfermedad que padeció y de su poesía.
Por: María Esther Gilio
SOBRE LO COTIDIANO. "Siempre me he rehusado a usar palabras que suelen considerarse poéticas", dice Vilariño.
En un barrio de típica clase media, arbolado y con pequeños jardines, está la casa de Idea.
Hoy, martes 28 de abril, a primera hora las radios anunciaron su muerte durante una operación que le realizaron en la madrugada de ayer. Paso por su casa y veo a la gente que se acerca, se detiene y mira las ventanas cerradas y algunos ramos de flores dispersos sin orden por el jardín. Todos hablan entre ellos. Se preguntan, ¿cómo fue? ¿a qué horas? ¿dónde? "Ella no tenía mucho apego a la vida" dice una mujer que sale de la casa con una escoba en la mano y se detiene mirándolos a todos, tal vez esperando preguntas. Una señora rubia envuelta en un chal de lana gris se acerca a ella y le pregunta a qué hora fue. "No sé bien, de madrugada creo. Ella siempre se dormía muy tarde. Esta es su casa, pero ella no murió acá. Murió en el hospital mientras la operaban." Queda en silencio y minutos después añade: "tal vez a ella le habría gustado morir en su cama. No sé, no sé. Ella siempre hablaba de morir pero no creo que le hubiera gustado morir en ningún lado. Los poetas son así, siempre dicen cosas que les parecen bonitas. ¿Pero son verdaderas? Yo no creo que Idea estuviera deseando morirse. Si a uno le gusta morirse, se suicida. Ella disfrutaba todavía de demasiadas cosas. Le gustaban los dulces, y muchas veces recibía flores de hombres que la habían querido y tal vez la seguían queriendo. Aunque no sé, tenía un carácter bastante apagado."
Ya en mi casa, busqué las cintas donde había grabado la última y casi única entrevista que le había hecho en mi vida. Una entrevista que me había dejado disgustada por la cantidad de veces que Idea había dicho "De eso no hablo, eso no lo pongas". La escuché con dificultad, pues la voz de Idea era tan baja que sólo podía entender lo que decía pegando el grabador a mi oreja. La primera pregunta me retrotrajo a varias décadas anteriores, al momento en que por primera vez leí a Idea y sentí la angustia que su poesía podía producir. Allí hablaba, creo, de personas tiradas al sol y decía refiriéndose a ellas "cada una es un fruto madurando su muerte".
Siempre recuerdo la impresión que me dejó un verso de uno de tus más viejos poemas: "Cada uno es un fruto madurando su muerte", decías. Ahora al volver a verlo en " Poesía Completa", de Cal y Canto, supe que tenías 19 años. Me pregunto qué te habría pasado para que tuvieras ya una idea tan clara de la fugacidad de la vida.
Era aun más chica cuando ya pensaba en la muerte. Hace poco rompí unos poemas de cuando tenía 12, 13 años y en ellos estaba la muerte muy presente. Yo escribía antes de saber escribir. No sabía escribir pero me fabricaba versitos, estupideces, que guardaba en la memoria. Muchas veces no sabía qué quería decir una palabra pero la usaba porque era linda.
¿Y sobre qué escribías siendo tan chica? ¿Sobre flores, pájaros?
Sí, sí. Y también sobre la patria. Recuerdo..."Fue mi patria tierra amada, que las fieras habitaban. Y entre las flores del ceibo, los picaflores volaban...", dice Idea y sonríe. Una breve sonrisa giocondina, como dijo Onetti alguna vez.
De cualquier manera me resulta curioso que la idea de la muerte te haya llegado en un tiempo en que ésta es algo que sólo le pasa a los otros.
No, no, en mi caso no. Murió mamá, a los dos años mi hermano Azul y un tiempo después papá. Los cuatro –Alma, Poema, Numen y yo– quedamos mirándonos. Dijo el médico de la familia que conocía a todos: "Ahora quieren ver quién se muere primero." Y tenía razón.
Fue terrible. Eran adolescentes.
Claro. Después de la muerte de Azul, Alma y yo pasamos a ser las mayores. Azul murió de una enfermedad del miocardio que pocos años más tarde curó la penicilina. Después me enfermé yo. No era la primera vez. Pero en ese momento la enfermedad tuvo características terribles que nada aliviaba. El médico me decía que la piel se me necrosaba todos los días. Entonces me metían en una bañera llena de agua con no sé qué producto hasta que la piel se ablandaba. Esa piel caía y yo quedaba con una piel tan frágil que si me movía se rompía.
¿Eso te pasó durante cuánto tiempo?
Yo diría que fue, con intervalos, durante varios años.
Durante los últimos episodios tú ya estabas relacionada con Manolo Claps, quien te cuidó con dedicación de madre.
Sí, Manolo fue un santo. Aunque sólo pasaba períodos en Montevideo porque estaba estudiando filosofía en Buenos Aires.
Entonces te curaste con el medicamento de aquel sabio veterinario.
Sí, vivíamos en Joaquín Requena, cerca del Parque Rodó. Al día siguiente de esta rara vacuna, yo abrí los ojos y dije: "¿Quién sacó la tela de araña que estaba allá arriba, en el ángulo? ¿Por qué la sacaron? Era una belleza".
Querías encontrar el mundo tal como lo habías dejado.
A pesar de mi miedo a las arañas, quería esa tela allí, en mi techo. Vi esa falta y al mismo tiempo escuché campanas. Luego quedé en babia y después lentamente volví a la realidad. Me ayudó el verano. El sol y el mar.
Y Manolo Claps que seguía cerca de ti. ¿Podríamos decir que tu gran amor fue Manolo Claps?
Sí, yo estuve muy enamorada de Manolo. El fue el primer hombre en todo sentido. Era una relación muy especial. Manolo era tan delicado, tan encantador. Puedo decir que después de mi padre y de Alicia Goyena fue Manolo quien me formó intelectualmente. Era argentino y siempre que llegaba de Buenos Aires venía con aquellas valijas cargadas de libros y revistas culturales que leíamos, comentábamos.
Seguimos con tu vida afectiva; después de Manolo, Onetti. El cambio es grande. Se acabó la paz...¿o no?
Tuvimos períodos en que estábamos muy bien. En que todo funcionaba, en que nos entendíamos totalmente. Esos períodos eran maravillosos.
Pero no duraban.
Era todo muy complejo. Estábamos en uno de esos buenos momentos cuando él me dijo que se iba a Buenos Aires. "¿Por qué?" dije yo, "¿por qué te vas?" "Porque tengo que casarme", dijo él. "Tengo que casarme. Tengo".
¿Pero tú qué dijiste? Tratá de recordar qué dijiste.
No sé, éramos muy especiales. Esto ocurrió en un momento en que no estábamos muy problematizados sino al contrario, estábamos insólitamente bien, maravillosamente bien. No sé qué dije. Seguramente no dije nada.
Pero ese verbo que él usó, "tengo", quedó muy grabado en tu memoria. ¿Supiste por qué "tenía" que?
Habló de Dolly, de cómo era Dolly. (Se refiere a la última mujer de Onetti, con la que el escritor estuvo casado hasta su muerte) No sé. Tal vez yo dije: "La semana que viene me voy a Las Toscas". El, claro, algo dijo. Lo curioso es que no fue algo que le costara decir. Para él era algo banal. Tenía que casarse la semana siguiente y nada más. Se trataba de algo irrelevante.
¿Y tú nada tenías que ver con ese hecho?
Qué desgraciado–, dice Idea sonriendo con indudable ternura. Entonces le dije: "Si estuviera locamente enamorada de otro hombre y te dejara por él, ¿lo aceptarías?"
¿Y él?
El... no recuerdo bien qué dijo. Creo que nada. No era de hablar mucho, de explicar. El explicaba con palabras que tornaban todo más incomprensible. Pero era así. Eramos unos monstruos. Yo también.
Tú también.
Claro, yo también. Recuerdo una vez que me prometió venir a Las Toscas a pasar una semana conmigo. Yo lo esperé pero no vino. Cuando finalmente nos encontramos le pregunté por qué no había venido. Le dije: "Te esperé". "¿Querés que te diga la verdad?" Dijo él "¿Querés realmente saber?" "Sí", dije yo que no iba a ser menos hombre que él... "Sí, sí, decime". "Mirá, –dijo él– me pasé la semana con una mujer. Pero cada vez que encendía un cigarrillo pensaba en lo nuestro." Y se acabó el tema. El decía siempre la verdad aunque esto te matara. No sabía lo que era cuidar al otro.
Tú me contás esto y yo pienso en tu poema "Ya no" donde parecés dolerte de no saber cómo habría sido estar juntos, quererse, estar. La pregunta es en definitiva, ¿querrías haber armado con él una pareja, compartir la vida de todos los días?
Yo no digo ahí que querría eso, sino que eso no podría ser.
El dijo en una entrevista que estaba enamorado de ti, pero que nunca sintió que tú estuvieras enamorada de él.
Sí, sí, ya lo sé. El me lo dijo a mí muchas veces. Cuando eso apareció en la entrevista que tú le hiciste y publicó la revista Brecha, me llamaron de todas partes para preguntarme. Yo me enojaba mucho con él cuando decía que no sentía que estuviera enamorada. "Con la cabeza lo entiendo, pero con esto no", decía él y se tocaba el corazón.
¿Por qué pensás que no creía en tu enamoramiento?
Porque yo muy a menudo decía no.
Y para él no hay amor sin sumisión.
Seguramente. Pero yo no tenía más remedio que decir no, salvo que estuviera dispuesta a dejar que me pisara la cabeza. Pero además, no se trataba sólo de amor. Era la manera de vivir. Nosotros nos contábamos todo, hablábamos de todo lo que nos pasaba, de lo que pensábamos y sentíamos con total libertad. Sin miramientos ni escrúpulos. Eso era algo que hacíamos bien, pero compartir la vida... Habría sido muy difícil. Yo no debí haberme enamorado nunca de Onetti. Era el último hombre que tenía que haberme gustado. Eramos dos personas absolutamente contradictorias.
¿Pero habrías escrito los poemas de amor que escribiste?
Eso, quién puede saberlo.
¿Cómo conociste a Onetti?
Había una reunión de la gente de la revista Número a la que iría Onetti como invitado. Yo estaba, aunque todavía débil, en plena recuperación de uno de mis episodios. No sentía ganas de ir, pero Manolo insistía. "Vení, va a estar Onetti", decía, lo cual a mí no me interesaba. Finalmente me vestí, fui y Onetti estuvo seductor. Completamente seductor, y claro, me sedujo a mí y a todos. Cuando se fue quedó en mandar de Buenos Aires los cuentos que se publicarían en la revista Número: "Un sueño realizado", "Bienvenido Bob" y otros. A partir de ahí él mandó cartas a Número donde siempre había palabras para mí, la mujer de sonrisa giocondina.
Para terminar con tus amores más importantes y también más públicos, tenés que hablar de Jorge, con quien curiosamente, te casaste.
Jorge había sido alumno mío, yo le llevaba veinte años. Siempre hablábamos mucho de mi poesía. Le pregunté si quería oír los Poemas de Amor que tenía grabados. Dijo que sí, puse el disco y se conmovió de una manera tan terrible que yo no sabía qué hacer. "¿Qué te pasa Jorge?", le dije. "Hay quienes tienen todo y quienes no tenemos nada", dijo él.
Se refería a Onetti.
Sí, Onetti tenía todo ese amor que yo expresaba allí y él no tenía nada. De cualquier modo yo sentía que era muy joven para mí. Pero yo estaba viviendo una época de allanamientos. Eran los años 70 y la policía venía a cada rato a allanar mi casa. Dejé de lado los escrúpulos. El se había expuesto varias veces por mí. Recuerdo un día en que llegamos a Las Toscas y nos encontramos veinte milicos, barriga en tierra, apuntando hacia la puerta de mi casa. Jorge atravesó esa escena y respondió al interrogatorio que le hicieron, cuyo final nadie podía prever.
En definitiva, y a pesar de la diferencia de edad, encontraste razones para casarte con Jorge. Volviendo al tema de tus viejos amores, ¿podrías decir que Onetti fue el hombre más importante de tu vida? ¿Qué fue lo que tanto te atrajo en Onetti? Tú no hablás de él en tus poemas, hablás de tus sentimientos. Hay algo que sí decís, que su piel huele a flores. En cuanto a cómo es él, nunca lo sabríamos por tu poesía.
Hay un poema que dice "No sos mío, no estás en mi vida, a mi lado, sos un extraño huésped que no quiere, no busca más que una cama, a veces, ¿qué puedo hacer? Decírtelo." Allí defino una actitud de él y una reacción mía.
Ahí hablás de una modalidad de la relación con él en algún momento.
Algo muy importante que no debés olvidar es que los poemas siempre se escriben en los momentos más negros. No toco, casi, los días felices con él. No tengo necesidad de escribir sobre esos momentos felices ya que los estoy viviendo.
En tu poesía tú hablás del dolor, la muerte, la soledad, la lejanía que duele. Todo esto abunda en tu alma. Pero cuando conversás conmigo sos menos dura con tu vida. Uno siente que tu vida te gustó bastante, ¿qué decís?
Pienso que valió la pena. Salvo aquellas épocas tan terribles de la enfermedad física, valió la pena.
De cualquier modo, cuando uno lee tu poesía no puede dejar de preguntarse si no pensaste en el suicidio.
(Largo silencio). Sí, pensé muchas veces. Y también pensé que lo que me defendía era la propia enfermedad. Porque cuando estás terriblemente enfermo y no sabés ya cómo vivir, empezás a soñar con el verano, los días de sol, el mar. Es raro lo que te digo. Y aparentemente contradictorio. Pero yo no pensaba en el suicidio cuando estaba muy mal. No pensaba.
Me gustaría que me contaras de tu infancia, adolescencia, familia y barrio. Empezamos pero no sé qué pasó. Creo que debemos cuidarnos de que Onetti no lo invada todo.
Vivía en la calle Luca. En el número decía Aguada, ése era el barrio. Cuando mis padres se casaron se fueron a vivir a una calera vieja que mi abuelo, que era un gallego precioso, había comprado cuando llegó. Aquella calera tenía un horno altísimo, en el cual la cal se echaba por arriba con el carbón en capas sucesivas y luego de cocida se sacaba por abajo. Después de vivir en ese primer piso de la calera vieja, nos hicimos una casa en la calle Luca. Esta casa tenía jardines adelante y al fondo. Chorreaban las rosas y los jazmines por todas partes. Y en ese jardín paradisíaco, una hamaca doble.
Te gusta mucho recordar eso. Hace unos minutos que hablás de tu casa en esa época y no dejás de sonreír.
Sí, fueron años muy felices. Pasaba algo que hoy veo como curioso. Me refiero a la actitud de mi padre que aceptaba complacido que saliéramos a bailar e hiciéramos en casa, reuniones, asaltos, como se usaba en la época. Para mí todo esto era muy lindo Me gustaba bailar y lo hacía muy bien. Mi padre no tenía nada que ver con este tipo de cosas. Era un hombre que pasaba sus horas libres leyendo a Kopotkin y otros en este estilo. Sólo escuchaba música clásica.
¿Te acordás del tango que más le gustaba a Onetti? Yo creo que era "Amurado".
Sí, "Amurado" le gustaba, pero yo creo que el que más le gustaba era "Tus besos fueron míos". "Pasaste por mi lado con fría indiferencia, tus ojos ni siquiera se detienen sobre mí. Y sin embargo tienen sumida mi existencia, y tuyas son las horas mejores que viví". Ese tango le encantaba.
Bailar no bailaba.
Una noche estábamos en casa y habían venido unos amigos a escuchar unos tangos viejísimos. Bailé con alguien que bailaba muy bien, con lo cual yo también bailé muy bien. Cuando me senté vi que Onetti estaba tristón. "¿Querés bailar?", le pregunté. "No, con lo que acabo de ver, no", dijo él.
Vayamos ahora a tu poesía porque ésta es una entrevista a una poeta ¿no? No hay en tu poesía palabras que no sean las cotidianas. Transmitís ideas muy profundas, que tocan el alma, pero siempre usando el lenguaje de todos los días.
Sí, siempre me he rehusado a usar palabras que salen de lo corriente, aquellas que suelen considerarse poéticas. Me cuido de no caer en eso, me cuido de no volver a tocar un poema una vez que lo dejé.
Quiere decir que no corregís.
Yo escribo un poema en unos minutos y no lo toco más. Puedo escribirlo varias veces, una atrás de otra hasta que me parece que está. Ahí lo dejo y no vuelvo a tocarlo.
Quiere decir que no cambiás una palabra o dos, sino que...
Vuelvo a escribirlo entero hasta que lo guardo o lo tiro. Cuando está, está.
En cuanto al proceso por el que llegás a escribir un poema, ¿éste te ronda la cabeza hasta que te sentás y lo escribís?
No, no, es como si la mano fuera... Es muy difícil para mí explicar lo que hago.
También podría interesar los sentimientos que te acompañan cuando escribís.
No, nada, nada. Tengo que hacer eso y lo hago. No que necesito hacer, que estoy obligada a hacer.
Juan Gelman dice que sus poemas responden a obsesiones. "Tengo una obsesión y escribo para terminar con ella". ¿Será lo tuyo algo parecido?
No, no es así. Es algo completamente natural que en determinados momentos debo hacer. Lo hago y jamás vuelvo a tocarlo, una vez hecho. Por otra parte no quiero ceder a la tentación de escribir lo que no estoy obligada a escribir. A esa tentación me resisto.
Hoy, martes 28 de abril, a primera hora las radios anunciaron su muerte durante una operación que le realizaron en la madrugada de ayer. Paso por su casa y veo a la gente que se acerca, se detiene y mira las ventanas cerradas y algunos ramos de flores dispersos sin orden por el jardín. Todos hablan entre ellos. Se preguntan, ¿cómo fue? ¿a qué horas? ¿dónde? "Ella no tenía mucho apego a la vida" dice una mujer que sale de la casa con una escoba en la mano y se detiene mirándolos a todos, tal vez esperando preguntas. Una señora rubia envuelta en un chal de lana gris se acerca a ella y le pregunta a qué hora fue. "No sé bien, de madrugada creo. Ella siempre se dormía muy tarde. Esta es su casa, pero ella no murió acá. Murió en el hospital mientras la operaban." Queda en silencio y minutos después añade: "tal vez a ella le habría gustado morir en su cama. No sé, no sé. Ella siempre hablaba de morir pero no creo que le hubiera gustado morir en ningún lado. Los poetas son así, siempre dicen cosas que les parecen bonitas. ¿Pero son verdaderas? Yo no creo que Idea estuviera deseando morirse. Si a uno le gusta morirse, se suicida. Ella disfrutaba todavía de demasiadas cosas. Le gustaban los dulces, y muchas veces recibía flores de hombres que la habían querido y tal vez la seguían queriendo. Aunque no sé, tenía un carácter bastante apagado."
Ya en mi casa, busqué las cintas donde había grabado la última y casi única entrevista que le había hecho en mi vida. Una entrevista que me había dejado disgustada por la cantidad de veces que Idea había dicho "De eso no hablo, eso no lo pongas". La escuché con dificultad, pues la voz de Idea era tan baja que sólo podía entender lo que decía pegando el grabador a mi oreja. La primera pregunta me retrotrajo a varias décadas anteriores, al momento en que por primera vez leí a Idea y sentí la angustia que su poesía podía producir. Allí hablaba, creo, de personas tiradas al sol y decía refiriéndose a ellas "cada una es un fruto madurando su muerte".
Siempre recuerdo la impresión que me dejó un verso de uno de tus más viejos poemas: "Cada uno es un fruto madurando su muerte", decías. Ahora al volver a verlo en " Poesía Completa", de Cal y Canto, supe que tenías 19 años. Me pregunto qué te habría pasado para que tuvieras ya una idea tan clara de la fugacidad de la vida.
Era aun más chica cuando ya pensaba en la muerte. Hace poco rompí unos poemas de cuando tenía 12, 13 años y en ellos estaba la muerte muy presente. Yo escribía antes de saber escribir. No sabía escribir pero me fabricaba versitos, estupideces, que guardaba en la memoria. Muchas veces no sabía qué quería decir una palabra pero la usaba porque era linda.
¿Y sobre qué escribías siendo tan chica? ¿Sobre flores, pájaros?
Sí, sí. Y también sobre la patria. Recuerdo..."Fue mi patria tierra amada, que las fieras habitaban. Y entre las flores del ceibo, los picaflores volaban...", dice Idea y sonríe. Una breve sonrisa giocondina, como dijo Onetti alguna vez.
De cualquier manera me resulta curioso que la idea de la muerte te haya llegado en un tiempo en que ésta es algo que sólo le pasa a los otros.
No, no, en mi caso no. Murió mamá, a los dos años mi hermano Azul y un tiempo después papá. Los cuatro –Alma, Poema, Numen y yo– quedamos mirándonos. Dijo el médico de la familia que conocía a todos: "Ahora quieren ver quién se muere primero." Y tenía razón.
Fue terrible. Eran adolescentes.
Claro. Después de la muerte de Azul, Alma y yo pasamos a ser las mayores. Azul murió de una enfermedad del miocardio que pocos años más tarde curó la penicilina. Después me enfermé yo. No era la primera vez. Pero en ese momento la enfermedad tuvo características terribles que nada aliviaba. El médico me decía que la piel se me necrosaba todos los días. Entonces me metían en una bañera llena de agua con no sé qué producto hasta que la piel se ablandaba. Esa piel caía y yo quedaba con una piel tan frágil que si me movía se rompía.
¿Eso te pasó durante cuánto tiempo?
Yo diría que fue, con intervalos, durante varios años.
Durante los últimos episodios tú ya estabas relacionada con Manolo Claps, quien te cuidó con dedicación de madre.
Sí, Manolo fue un santo. Aunque sólo pasaba períodos en Montevideo porque estaba estudiando filosofía en Buenos Aires.
Entonces te curaste con el medicamento de aquel sabio veterinario.
Sí, vivíamos en Joaquín Requena, cerca del Parque Rodó. Al día siguiente de esta rara vacuna, yo abrí los ojos y dije: "¿Quién sacó la tela de araña que estaba allá arriba, en el ángulo? ¿Por qué la sacaron? Era una belleza".
Querías encontrar el mundo tal como lo habías dejado.
A pesar de mi miedo a las arañas, quería esa tela allí, en mi techo. Vi esa falta y al mismo tiempo escuché campanas. Luego quedé en babia y después lentamente volví a la realidad. Me ayudó el verano. El sol y el mar.
Y Manolo Claps que seguía cerca de ti. ¿Podríamos decir que tu gran amor fue Manolo Claps?
Sí, yo estuve muy enamorada de Manolo. El fue el primer hombre en todo sentido. Era una relación muy especial. Manolo era tan delicado, tan encantador. Puedo decir que después de mi padre y de Alicia Goyena fue Manolo quien me formó intelectualmente. Era argentino y siempre que llegaba de Buenos Aires venía con aquellas valijas cargadas de libros y revistas culturales que leíamos, comentábamos.
Seguimos con tu vida afectiva; después de Manolo, Onetti. El cambio es grande. Se acabó la paz...¿o no?
Tuvimos períodos en que estábamos muy bien. En que todo funcionaba, en que nos entendíamos totalmente. Esos períodos eran maravillosos.
Pero no duraban.
Era todo muy complejo. Estábamos en uno de esos buenos momentos cuando él me dijo que se iba a Buenos Aires. "¿Por qué?" dije yo, "¿por qué te vas?" "Porque tengo que casarme", dijo él. "Tengo que casarme. Tengo".
¿Pero tú qué dijiste? Tratá de recordar qué dijiste.
No sé, éramos muy especiales. Esto ocurrió en un momento en que no estábamos muy problematizados sino al contrario, estábamos insólitamente bien, maravillosamente bien. No sé qué dije. Seguramente no dije nada.
Pero ese verbo que él usó, "tengo", quedó muy grabado en tu memoria. ¿Supiste por qué "tenía" que?
Habló de Dolly, de cómo era Dolly. (Se refiere a la última mujer de Onetti, con la que el escritor estuvo casado hasta su muerte) No sé. Tal vez yo dije: "La semana que viene me voy a Las Toscas". El, claro, algo dijo. Lo curioso es que no fue algo que le costara decir. Para él era algo banal. Tenía que casarse la semana siguiente y nada más. Se trataba de algo irrelevante.
¿Y tú nada tenías que ver con ese hecho?
Qué desgraciado–, dice Idea sonriendo con indudable ternura. Entonces le dije: "Si estuviera locamente enamorada de otro hombre y te dejara por él, ¿lo aceptarías?"
¿Y él?
El... no recuerdo bien qué dijo. Creo que nada. No era de hablar mucho, de explicar. El explicaba con palabras que tornaban todo más incomprensible. Pero era así. Eramos unos monstruos. Yo también.
Tú también.
Claro, yo también. Recuerdo una vez que me prometió venir a Las Toscas a pasar una semana conmigo. Yo lo esperé pero no vino. Cuando finalmente nos encontramos le pregunté por qué no había venido. Le dije: "Te esperé". "¿Querés que te diga la verdad?" Dijo él "¿Querés realmente saber?" "Sí", dije yo que no iba a ser menos hombre que él... "Sí, sí, decime". "Mirá, –dijo él– me pasé la semana con una mujer. Pero cada vez que encendía un cigarrillo pensaba en lo nuestro." Y se acabó el tema. El decía siempre la verdad aunque esto te matara. No sabía lo que era cuidar al otro.
Tú me contás esto y yo pienso en tu poema "Ya no" donde parecés dolerte de no saber cómo habría sido estar juntos, quererse, estar. La pregunta es en definitiva, ¿querrías haber armado con él una pareja, compartir la vida de todos los días?
Yo no digo ahí que querría eso, sino que eso no podría ser.
El dijo en una entrevista que estaba enamorado de ti, pero que nunca sintió que tú estuvieras enamorada de él.
Sí, sí, ya lo sé. El me lo dijo a mí muchas veces. Cuando eso apareció en la entrevista que tú le hiciste y publicó la revista Brecha, me llamaron de todas partes para preguntarme. Yo me enojaba mucho con él cuando decía que no sentía que estuviera enamorada. "Con la cabeza lo entiendo, pero con esto no", decía él y se tocaba el corazón.
¿Por qué pensás que no creía en tu enamoramiento?
Porque yo muy a menudo decía no.
Y para él no hay amor sin sumisión.
Seguramente. Pero yo no tenía más remedio que decir no, salvo que estuviera dispuesta a dejar que me pisara la cabeza. Pero además, no se trataba sólo de amor. Era la manera de vivir. Nosotros nos contábamos todo, hablábamos de todo lo que nos pasaba, de lo que pensábamos y sentíamos con total libertad. Sin miramientos ni escrúpulos. Eso era algo que hacíamos bien, pero compartir la vida... Habría sido muy difícil. Yo no debí haberme enamorado nunca de Onetti. Era el último hombre que tenía que haberme gustado. Eramos dos personas absolutamente contradictorias.
¿Pero habrías escrito los poemas de amor que escribiste?
Eso, quién puede saberlo.
¿Cómo conociste a Onetti?
Había una reunión de la gente de la revista Número a la que iría Onetti como invitado. Yo estaba, aunque todavía débil, en plena recuperación de uno de mis episodios. No sentía ganas de ir, pero Manolo insistía. "Vení, va a estar Onetti", decía, lo cual a mí no me interesaba. Finalmente me vestí, fui y Onetti estuvo seductor. Completamente seductor, y claro, me sedujo a mí y a todos. Cuando se fue quedó en mandar de Buenos Aires los cuentos que se publicarían en la revista Número: "Un sueño realizado", "Bienvenido Bob" y otros. A partir de ahí él mandó cartas a Número donde siempre había palabras para mí, la mujer de sonrisa giocondina.
Para terminar con tus amores más importantes y también más públicos, tenés que hablar de Jorge, con quien curiosamente, te casaste.
Jorge había sido alumno mío, yo le llevaba veinte años. Siempre hablábamos mucho de mi poesía. Le pregunté si quería oír los Poemas de Amor que tenía grabados. Dijo que sí, puse el disco y se conmovió de una manera tan terrible que yo no sabía qué hacer. "¿Qué te pasa Jorge?", le dije. "Hay quienes tienen todo y quienes no tenemos nada", dijo él.
Se refería a Onetti.
Sí, Onetti tenía todo ese amor que yo expresaba allí y él no tenía nada. De cualquier modo yo sentía que era muy joven para mí. Pero yo estaba viviendo una época de allanamientos. Eran los años 70 y la policía venía a cada rato a allanar mi casa. Dejé de lado los escrúpulos. El se había expuesto varias veces por mí. Recuerdo un día en que llegamos a Las Toscas y nos encontramos veinte milicos, barriga en tierra, apuntando hacia la puerta de mi casa. Jorge atravesó esa escena y respondió al interrogatorio que le hicieron, cuyo final nadie podía prever.
En definitiva, y a pesar de la diferencia de edad, encontraste razones para casarte con Jorge. Volviendo al tema de tus viejos amores, ¿podrías decir que Onetti fue el hombre más importante de tu vida? ¿Qué fue lo que tanto te atrajo en Onetti? Tú no hablás de él en tus poemas, hablás de tus sentimientos. Hay algo que sí decís, que su piel huele a flores. En cuanto a cómo es él, nunca lo sabríamos por tu poesía.
Hay un poema que dice "No sos mío, no estás en mi vida, a mi lado, sos un extraño huésped que no quiere, no busca más que una cama, a veces, ¿qué puedo hacer? Decírtelo." Allí defino una actitud de él y una reacción mía.
Ahí hablás de una modalidad de la relación con él en algún momento.
Algo muy importante que no debés olvidar es que los poemas siempre se escriben en los momentos más negros. No toco, casi, los días felices con él. No tengo necesidad de escribir sobre esos momentos felices ya que los estoy viviendo.
En tu poesía tú hablás del dolor, la muerte, la soledad, la lejanía que duele. Todo esto abunda en tu alma. Pero cuando conversás conmigo sos menos dura con tu vida. Uno siente que tu vida te gustó bastante, ¿qué decís?
Pienso que valió la pena. Salvo aquellas épocas tan terribles de la enfermedad física, valió la pena.
De cualquier modo, cuando uno lee tu poesía no puede dejar de preguntarse si no pensaste en el suicidio.
(Largo silencio). Sí, pensé muchas veces. Y también pensé que lo que me defendía era la propia enfermedad. Porque cuando estás terriblemente enfermo y no sabés ya cómo vivir, empezás a soñar con el verano, los días de sol, el mar. Es raro lo que te digo. Y aparentemente contradictorio. Pero yo no pensaba en el suicidio cuando estaba muy mal. No pensaba.
Me gustaría que me contaras de tu infancia, adolescencia, familia y barrio. Empezamos pero no sé qué pasó. Creo que debemos cuidarnos de que Onetti no lo invada todo.
Vivía en la calle Luca. En el número decía Aguada, ése era el barrio. Cuando mis padres se casaron se fueron a vivir a una calera vieja que mi abuelo, que era un gallego precioso, había comprado cuando llegó. Aquella calera tenía un horno altísimo, en el cual la cal se echaba por arriba con el carbón en capas sucesivas y luego de cocida se sacaba por abajo. Después de vivir en ese primer piso de la calera vieja, nos hicimos una casa en la calle Luca. Esta casa tenía jardines adelante y al fondo. Chorreaban las rosas y los jazmines por todas partes. Y en ese jardín paradisíaco, una hamaca doble.
Te gusta mucho recordar eso. Hace unos minutos que hablás de tu casa en esa época y no dejás de sonreír.
Sí, fueron años muy felices. Pasaba algo que hoy veo como curioso. Me refiero a la actitud de mi padre que aceptaba complacido que saliéramos a bailar e hiciéramos en casa, reuniones, asaltos, como se usaba en la época. Para mí todo esto era muy lindo Me gustaba bailar y lo hacía muy bien. Mi padre no tenía nada que ver con este tipo de cosas. Era un hombre que pasaba sus horas libres leyendo a Kopotkin y otros en este estilo. Sólo escuchaba música clásica.
¿Te acordás del tango que más le gustaba a Onetti? Yo creo que era "Amurado".
Sí, "Amurado" le gustaba, pero yo creo que el que más le gustaba era "Tus besos fueron míos". "Pasaste por mi lado con fría indiferencia, tus ojos ni siquiera se detienen sobre mí. Y sin embargo tienen sumida mi existencia, y tuyas son las horas mejores que viví". Ese tango le encantaba.
Bailar no bailaba.
Una noche estábamos en casa y habían venido unos amigos a escuchar unos tangos viejísimos. Bailé con alguien que bailaba muy bien, con lo cual yo también bailé muy bien. Cuando me senté vi que Onetti estaba tristón. "¿Querés bailar?", le pregunté. "No, con lo que acabo de ver, no", dijo él.
Vayamos ahora a tu poesía porque ésta es una entrevista a una poeta ¿no? No hay en tu poesía palabras que no sean las cotidianas. Transmitís ideas muy profundas, que tocan el alma, pero siempre usando el lenguaje de todos los días.
Sí, siempre me he rehusado a usar palabras que salen de lo corriente, aquellas que suelen considerarse poéticas. Me cuido de no caer en eso, me cuido de no volver a tocar un poema una vez que lo dejé.
Quiere decir que no corregís.
Yo escribo un poema en unos minutos y no lo toco más. Puedo escribirlo varias veces, una atrás de otra hasta que me parece que está. Ahí lo dejo y no vuelvo a tocarlo.
Quiere decir que no cambiás una palabra o dos, sino que...
Vuelvo a escribirlo entero hasta que lo guardo o lo tiro. Cuando está, está.
En cuanto al proceso por el que llegás a escribir un poema, ¿éste te ronda la cabeza hasta que te sentás y lo escribís?
No, no, es como si la mano fuera... Es muy difícil para mí explicar lo que hago.
También podría interesar los sentimientos que te acompañan cuando escribís.
No, nada, nada. Tengo que hacer eso y lo hago. No que necesito hacer, que estoy obligada a hacer.
Juan Gelman dice que sus poemas responden a obsesiones. "Tengo una obsesión y escribo para terminar con ella". ¿Será lo tuyo algo parecido?
No, no es así. Es algo completamente natural que en determinados momentos debo hacer. Lo hago y jamás vuelvo a tocarlo, una vez hecho. Por otra parte no quiero ceder a la tentación de escribir lo que no estoy obligada a escribir. A esa tentación me resisto.
"Tuve que desmarcarme de Onetti"
Entrevista con el escritor uruguayo Ercole Lissardi, que traza un panorama de la literatura uruguaya actual.
Por: Mauro Libertella
El de Ercole Lissardi es uno de esos casos raros, un poco inexplicables para la lógica cíclica a partir de la cual surgen los escritores. Empezó a escribir "tarde", hacia sus cincuenta, y se reveló rápidamente como un autor prolífico. Se podría afirmar, sin exagerar, que cierto establishment anquilosado de la narrativa latinoamericana, falsamente provocador y sopladamente moralista, no estaba preparado para una escritura tan de avanzada, que se animara a decirlo todo. A nuestro país llegaron ya cuatro libros, todos editados por HUM: Horas-puente, Ulisa, Los secretos de Romina Lucas (esos tres agrupados bajo una especie de "trilogía involuntaria" de la infidelidad) y Una como ninguna. Cargados de una sexualidad real, palpable, pero siempre elegantes, estos y otros libros confabularon para que la crítica de su país lo catalogue rápidamente como un erotómano o un pornógrafo, en el mejor de los casos.
¿Cómo ve el panorama de la nueva literatura uruguaya?
No hay una nueva literatura uruguaya en el sentido de un grupo de jóvenes que se lanzan con el cuchillo entre los dientes a tomar el poder literario para imponer su propia manera de ver. Los que estamos haciendo la literatura uruguaya no somos nuevos ni jóvenes. Hay un grupo armado y con una línea estética fuerte: es la de la gente de la izquierda institucional, los herederos del discurso sesentista. La gente de Benedetti en Planeta y la gente de Delgado Aparaín en Alfaguara para decirlo grosso modo. Su estética consiste en circunscribirse a los lugares comunes del pensamiento de izquierda tal y cual lo heredaron.
¿Y fuera de eso?
Por fuera y produciendo con otra cabeza, hay poco. No forman grupo, no hay línea estética definida. No editan en las transnacionales del oportunismo político. En Uruguay las transnacionales no editan a los nativos con un verdadero interés de lucro, editan para quedar bien con los grupos de poder cultural. Yo, por ejemplo, jamás cambiaría al editor formidable que tengo, Martín, por los burócratas de las transnacionales.
¿Podría darnos algunos nombres de este otro grupo, para poder pensar un mapa?
Echavarren, Amir Hamed (su novela Semidios es de lo mejor que se escribió en los noventa), Felipe Polleri (leé La inocencia). Y por supuesto, Marosa y Levrero, cuyas prematuras ausencias son una catástrofe para nuestras letras. (Hay que decir que, talleres mediante, Levrero dejó una corte interminable de imitadores que no le llegan, por supuesto, a los tobillos).
Parece ser una literatura atomizada, desperdigada en nombres...
A mí me parece que un concepto clave al encarar la literatura uruguaya es que no hay tal, sino que hay algunos escritores interesantes, y eso es todo.
¿Cómo cree que se lee su obra en relación a los "grandes popes" de las letras locales?
Yo no creo que mi obra se lea en relación con los grandes (léase Onetti, Felisberto, Marosa, Armonia Somers, Levrero). Mis lectores son los jóvenes, por una razón obvia: no tienen prejuicios en el terreno de lo sexual. Y los jóvenes normalmente no contextualizan mucho con el pasado. Tengo una columna cada quince días en un programa de radio de gran audiencia, "No toquen nada", en Océano FM, que es el programa de noticias y cultura general que los jóvenes hacen para los jóvenes. Y en Buenos Aires. ¿quiénes me están leyendo?, ¿no son los jóvenes?
Absolutamente. ¿Y por parte de la crítica de su país?
Por lo menos me resulta claro que la crítica uruguaya no me ha leído en relación con los grandes popes. Me ha tomado más bien, para amarme o para odiarme –conmigo no hay términos medios–, como un fenómeno absolutamente singular. (Como lo son, en general, el grupo de escritores que estamos por fuera de los curros de la cultura de izquierda). En lo que a mí concierne, para poder encontrarme he tenido que desmarcarme de la "cosa" onettiana. Mamé desde chico el denso sancocho de pesimismo existencial que segrega Onetti, comprendí hasta qué punto era un producto intensamente uruguayo, observé cómo marcaba a generaciones de escritores e hice todo lo posible por encontrar otro lugar desde donde pedalear. No es que haya empezado a escribir tan tarde por dificultad para zafar del sancocho onettiano. No completamente. Pero un poco, sí.
¿Y respecto de los nuevos autores, cómo se puede leer su obra?
No hay una ola de autores jóvenes pugnando por emerger. Ojalá la hubiera, por supuesto, the show must go on. Pero no hay o no la veo. No sé si es porque no hay gente con ganas y letra o si es que –país de gerontes, éste– no se les deja espacio.
¿Cómo ve el panorama de la nueva literatura uruguaya?
No hay una nueva literatura uruguaya en el sentido de un grupo de jóvenes que se lanzan con el cuchillo entre los dientes a tomar el poder literario para imponer su propia manera de ver. Los que estamos haciendo la literatura uruguaya no somos nuevos ni jóvenes. Hay un grupo armado y con una línea estética fuerte: es la de la gente de la izquierda institucional, los herederos del discurso sesentista. La gente de Benedetti en Planeta y la gente de Delgado Aparaín en Alfaguara para decirlo grosso modo. Su estética consiste en circunscribirse a los lugares comunes del pensamiento de izquierda tal y cual lo heredaron.
¿Y fuera de eso?
Por fuera y produciendo con otra cabeza, hay poco. No forman grupo, no hay línea estética definida. No editan en las transnacionales del oportunismo político. En Uruguay las transnacionales no editan a los nativos con un verdadero interés de lucro, editan para quedar bien con los grupos de poder cultural. Yo, por ejemplo, jamás cambiaría al editor formidable que tengo, Martín, por los burócratas de las transnacionales.
¿Podría darnos algunos nombres de este otro grupo, para poder pensar un mapa?
Echavarren, Amir Hamed (su novela Semidios es de lo mejor que se escribió en los noventa), Felipe Polleri (leé La inocencia). Y por supuesto, Marosa y Levrero, cuyas prematuras ausencias son una catástrofe para nuestras letras. (Hay que decir que, talleres mediante, Levrero dejó una corte interminable de imitadores que no le llegan, por supuesto, a los tobillos).
Parece ser una literatura atomizada, desperdigada en nombres...
A mí me parece que un concepto clave al encarar la literatura uruguaya es que no hay tal, sino que hay algunos escritores interesantes, y eso es todo.
¿Cómo cree que se lee su obra en relación a los "grandes popes" de las letras locales?
Yo no creo que mi obra se lea en relación con los grandes (léase Onetti, Felisberto, Marosa, Armonia Somers, Levrero). Mis lectores son los jóvenes, por una razón obvia: no tienen prejuicios en el terreno de lo sexual. Y los jóvenes normalmente no contextualizan mucho con el pasado. Tengo una columna cada quince días en un programa de radio de gran audiencia, "No toquen nada", en Océano FM, que es el programa de noticias y cultura general que los jóvenes hacen para los jóvenes. Y en Buenos Aires. ¿quiénes me están leyendo?, ¿no son los jóvenes?
Absolutamente. ¿Y por parte de la crítica de su país?
Por lo menos me resulta claro que la crítica uruguaya no me ha leído en relación con los grandes popes. Me ha tomado más bien, para amarme o para odiarme –conmigo no hay términos medios–, como un fenómeno absolutamente singular. (Como lo son, en general, el grupo de escritores que estamos por fuera de los curros de la cultura de izquierda). En lo que a mí concierne, para poder encontrarme he tenido que desmarcarme de la "cosa" onettiana. Mamé desde chico el denso sancocho de pesimismo existencial que segrega Onetti, comprendí hasta qué punto era un producto intensamente uruguayo, observé cómo marcaba a generaciones de escritores e hice todo lo posible por encontrar otro lugar desde donde pedalear. No es que haya empezado a escribir tan tarde por dificultad para zafar del sancocho onettiano. No completamente. Pero un poco, sí.
¿Y respecto de los nuevos autores, cómo se puede leer su obra?
No hay una ola de autores jóvenes pugnando por emerger. Ojalá la hubiera, por supuesto, the show must go on. Pero no hay o no la veo. No sé si es porque no hay gente con ganas y letra o si es que –país de gerontes, éste– no se les deja espacio.
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