viernes, 25 de julio de 2008

Radar/Domingo 20 de julio de 2008
Nosotros versus ellos

Este año se celebró el 40º aniversario del Mayo Francés, se conmemoran los 40 años de la masacre de Tlatelolco y se recuerda la Primavera de Praga. Pero en agosto de aquel año tuvo lugar también otra revuelta que no fue sólo encabezada por estudiantes, sino también hippies, parias, militantes de los derechos civiles, desertores del servicio militar y freaks. Aquellas jornadas, que empezaron como un recital y terminaron en un enfrentamiento campal con la policía, cruzaron la frontera entre arte y política, aterraron a los medios de comunicación, culminaron en un juicio histórico a los “conspiradores” y dejaron efectos imborrables en la cultura norteamericana por venir: marcaron el comienzo del fin de Vietnam, la apertura del mundo académico a la comunidad negra, el cambio en la relación de la sociedad con la idea de pareja y la abolición del servicio militar obligatorio. Con cronistas de lujo como Norman Mailer y Jean Genet y participantes como William Burroughs, Allen Ginsberg y Timothy Leary, la llamada Conspiración de Chicago es la revuelta más harapienta, anárquica y olvidada de aquel memorable 1968.

Por Osvaldo Baigorria






En sus memorias ilustradas, Robert Crumb evoca el espíritu de aquella época: de un lado, militantes por los derechos civiles, pacifistas, hippies y yippies; del otro, la policía, los bastones y los políticos de traje y gomina.




No crezcas.” “No le creas a nadie mayor de 30 años.” Con nuevas consignas y gestos sobreescritos a los grafitis del Mayo francés, una revuelta menos difundida pero con efectos en las costumbres sacudió la ciudad de Chicago en 1968. No fueron sólo estudiantes sino también drop-outs, freaks, desertores del hogar, de la escuela y del servicio militar. Descalzos. Las uñas sucias, los pelos en desorden, las flores en la vincha, los colores de la guerra y de la paz escritos en el cuerpo. Los universitarios franceses a esa altura ya serían caretas del pasado ante estas otras multitudes desprolijas de batik y mostacillas. Que cantaban: “Vender marihuana es un acto criminal. La hierba tiene que ser gratis”. Así marcharon contra la policía de Washington en diciembre del ’67 y lo harían de nuevo contra la de Chicago ocho meses más tarde. Decenas, quizá cientos de miles. Mientras otros morían en Vietnam. “Seamos insensatos.” “Crecer significa abandonar tus sueños.”
La Conspiración de Chicago fue el nombre que los medios le dieron a esa marcha carnavalesca que uniría arte, política y contrapublicidad para enfrentar la convención nacional del Partido Demócrata en agosto del ’68. Este era el partido gobernante, pero con más de medio millón de soldados peleando contra el Vietcong y una creciente oposición interna a la guerra, el presidente Lyndon Johnson había retirado su postulación en las elecciones primarias y el vicepresidente Hubert Humphrey anunciaba su candidatura ese mismo año para enfrentar al republicano Richard Nixon. Estaba claro: ninguno de los candidatos le daría “una oportunidad a la paz”. En abril mataban a Martin Luther King en Memphis, y en junio a Robert Kennedy en California, momentos después de que éste se declarara triunfador en las primarias de ese estado.
De inmediato, los organizadores de la Movilización Nacional contra la Guerra (MOBE), una amplia coalición de grupos políticos y estudiantiles, se reunieron con nuevos actores de la protesta que habían llevado más de treinta mil personas a la marcha sobre el Pentágono en octubre de 1967. Chicos de clase media pero también negros de los ghettos, con el Black Panther Party acosado por el FBI y organizando milicias para defender los barrios pobres con las armas en la mano. Paz, amor y autodefensa: una mezcla impensada.




BOLCHEVIQUES PSICODELICOS


El movimiento había empezado a germinar en 1966, o quizás antes. El Summer of Love de San Francisco y las primeras protestas en la Universidad de Columbia prepararon el terreno para el ‘68 de la contracultura, la revuelta estético-política representada por el Living Theatre en su performance multimedia Paraíso ahora. Donde cantaba Jim Morrison: “We want the world and we want it... now!”. Un estado de ánimo capturado por el Youth International Party (YIP), el Partido Internacional de la Juventud fundado en diciembre del ‘67 en una reunión en la que participaron el poeta Allen Ginsberg y el psicólogo lisérgico Timothy Leary. Allí, Party no se traducía sólo como “partido” sino como fiesta, celebración, orgía. Y también como parodia a la idea de “construcción del partido” de la izquierda tradicional, reformista o extrema.
Los yippies eran filoanarquistas que tomaban iconos y etiquetas de la cultura de izquierda para provocar a la derecha: a veces se presentaban como maoístas, otras como guevaristas y otras como marxistas ácidos o bolcheviques psicodélicos. ¿Qué se proponen?, preguntaba el periodismo de la época. Respuesta: “Nuestra declaración de principios es una hoja de papel en blanco”. Era la parodia como expresión de deseos de otra modalidad de entrar a la acción política. El arte performativo y el lenguaje de la droga. El encuentro de la cultura lisérgica con la militancia antiguerra. “Fumar un porro es un acto sagrado.” En las manifestaciones ya circulaba gratis la maría y también las pepas de ácido. Se apropiaba el espacio público para happenings de masas, con un body art puesto en escena para las cámaras, con cuerpos desnudos, pintados, adornados de fiesta callejera, de murga contracultural. “No hagas nada que no sea para divertirte”. Y también: “Nuestra idea de la diversión es derrocar al gobierno”. ¿Era un chiste, un delirio, una boutade? Lo cierto es que el centro del imperio crujió por un momento, en el subsuelo se abrieron grietas y nadie quedó sin su fisura.







Los últimos siete días de agosto de 1968 fueron una larga batalla campal entre la Guardia Nacional y los acampantes en el Parque Lincoln. Resultado: más de mil heridos y setecientos detenidos.





DROGADOS POR LA REVOLUCION


“Pondremos LSD en la red de agua potable de Chicago.” Más que consignas, eran guiños para entendidos que podían suscitar risas o críticas pero que varios periodistas de la prensa amarilla tomaron en serio: “¡Hippies drogados avanzan sobre Chicago!”. “¡Amenazan con poner ácido en las tomas de agua de la ciudad!”.
Las textos más delirantes provenían de los cofundadores del YIP, Abbie Hoffman (1936-1989) y Jerry Rubin (1938-1994). Ambos se conocieron en la intervención sobre la Bolsa de Comercio de Nueva York, en la que arrojaron billetes de dos dólares desde un balcón sobre los ansiosos agentes bursátiles, y en la marcha sobre el Pentágono del ’67, que Rubin pagó con treinta días de cárcel. Para la convención demócrata de Chicago, ambos planearon un megarrecital en el Parque Lincoln de esa ciudad que se llamaría simplemente The Life Festival.
El 23 de agosto de 1968, entre tres y cinco mil personas ya habían llegado con sus carpas y bolsas de dormir para el acampe cuando se enteraron que el alcalde de Chicago había ordenado que nadie podría quedarse en el parque después de las once de la noche. Y que seis mil agentes de la Guardia Nacional los esperaban para el combate. De todas formas, acamparon. Era la primera vez que aparecía tanta marihuana junta en manifestaciones antiguerra, con porros fumados en público en un reclamo tácito de despenalización y una afirmación del derecho al consumo sin pedir permiso a ningún Estado. Una hierba que se repartía gratis, que se cultivaba en casa, que era pura flor. Por eso: los niños de la flor. Y con ella, la estética de la alucinación: disfraces, tatuajes, pétalos contra los fusiles. Pero del otro lado no fueron tan amables.
La batalla duró siete días. Mientras los activistas más experimentados coordinaban las manifestaciones en torno del edificio donde se reunían los delegados demócratas, los yippies fogoneaban la terca estadía en el parque contra la policía que atacaba con gases y bastonazos a los que se resistían al desalojo. Finalmente, sólo Phil Ochs, The Fugs, Country Joe, los MC-5 y algunas bandas menores de la escena local pudieron tocar en el escenario improvisado en el parque sitiado. Una pancarta decía: “Vote a Nadie: Nadie legalizará la marihuana - Nadie combatirá la desocupación - Nadie retirará todas las tropas de Vietnam”.







Los conspiradores: Lee Weimer, John Froines, Abbie Hoffman, Rennie Davis, Jerry Rubin, Tom Hayden y David Dellinger: en marzo de 1969, fueron acusados por conspirar en la Convención Nacional Demócrata con la intención de asesinar a algunos de sus participantes. Bobbie Seale, el Pantera Negra y octavo “conspirador”, ya había sido separado del juicio cuando Richard Avedon fotografió a los desde entonces Chicago 7.




STREET ART, POLITICA Y RESTAURACION


La marcha sobre Chicago dejó como saldo inmediato más de mil heridos y cerca de setecientos detenidos. A mediano plazo, fue el principio del final de la guerra de Vietnam, que se arrastró cuesta abajo siete años más, hasta 1975. También fue el golpe decisivo al servicio militar obligatorio, que sería suprimido por Nixon en el ’69. Sí, el mismo Nixon que finalmente ganó las elecciones apoyándose en la “mayoría silenciosa” que reaccionó contra la contracultura y votó republicano. Después de la fiesta libertaria, la restauración conservadora. Una reacción no calculada por la dinámica de la provocación, por esa ansiedad en diseñar actos para “asustar al burgués”. Porque a veces el burgués se asusta y exige más ley y más orden.
El ’68 norteamericano mostró un nuevo rostro de la revuelta, un ataque simultáneo sobre el aparato militar-industrial y sobre las estructuras de control mental, un cruce de límites entre la utopía de una sociedad no autoritaria y las visiones de una existencia vivida en éxtasis, en grado cero de intensidad. Como una performance masiva y espontánea, ese experimento pareció afectar a sus participantes mucho más que al resto de la sociedad. En ese improvisado laboratorio de street art y cambio existencial los resultados serían inferiores a las expectativas. Tal vez porque no todas las sustancias que alteran la percepción se acoplan fácilmente a la acción política, una obra que implica medición de fuerzas, alianzas, avances, retrocesos, golpes y negociación.
A largo plazo, la lista de cambios culturales atribuibles a ese año mítico incluiría la desjerarquización en la pareja y la familia, la incorporación de negros y otras minorías en el mundo académico, político, laboral y la (lenta) despenalización de sustancias hoy tan integradas a un vasto mercado mundial que a nadie se le ocurriría que puedan provocar una revolución. Y por cierto, el famoso “síndrome de Vietnam”, ese conjunto de signos antimilitaristas que hoy, aunque arrasado por el derrumbe del 11 de septiembre, permite a muchos activistas contra la invasión a Irak extraer inspiración de aquellas jornadas de hace cuarenta años. Acaso aquel espíritu de cruce de fronteras entre el arte y la política pueda ser leído como documento de época pero también como género literario, un texto escrito sobre cuerpos soñadores de una utopía de comunas libertarias donde todo el mundo pudiese vivir haciendo el amor y no la guerra.
¿Era demasiado inocente? ¿Era pedir lo imposible? Bueno, es lo que se puso en escena en Chicago en el ’68.







Timothy Leary: la alucinación al poder




Los flower children contra la guerra de Vietnam.


Fue el más apolítico de los referentes de la contracultura que marcharon contra la guerra de Vietnam. Expulsado de Harvard en 1963 por sus investigaciones con ácido lisérgico y otras drogas, Timothy Leary fundó la Liga por el Descubrimiento Espiritual (LSD, sus siglas en inglés), organizó un centro de rescate para adictos en Nueva York y ayudó a coordinar un love-in en San Francisco en el ’67 con más de treinta mil personas. Junto a los activistas Jerry Rubin y Abbie Hoffman preparó el Festival de la Vida de Chicago del ‘68, pero nunca llegó a participar en las manifestaciones, en desacuerdo con la posibilidad de invitar a la violencia. Leary creía menos en la protesta callejera que en la percepción instantánea del ácido para disolver los males de la guerra, el racismo y la explotación. Rubio, ojos claros, sonrisa contagiosa, mangas anchas en sus camisas de la India y pantalones blancos, daba la impresión de que podría persuadir a cualquiera de que no había ningún peligro en llevarse ese pedacito de cartón a la boca.
Durante el proceso a los ocho Conspiradores de Chicago, Leary disertó ante el tribunal en detalle y con autoridad profesoral sobre las sustancias con las cuales su grupo experimentaba para producir una transformación cultural y espiritual: “Las drogas psicodélicas son aquellas que aceleran el pensamiento, amplían la conciencia y producen experiencias religiosas o creativas o filosóficas en la persona que las toma”. Y se puso a enumerar: LSD, mescalina, peyote, marihuana... hasta que el fiscal lo interrumpió con un “suficiente”.
Un año más tarde, el mismo Leary tendría que enfrentar cargos por posesión de drogas que lo llevarían a la cárcel, de la que en los años ’70 se fugaría asistido por guerrilleros del grupo Weather Underground para exiliarse con los Panteras Negras en Argelia. Tres años después fue detenido por el FBI en Afganistán para volver a la prisión por otros tres años. “El hombre más peligroso de los Estados Unidos” (en palabras de Richard Nixon) terminó muriendo en libertad en 1996 de un cáncer de próstata. Su ración diaria de drogas para calmar sus últimos meses de vida ya no incluiría al LSD aunque sí medicamentos más clásicos junto a recetas alternativas: cafeína, tabaco, óxido nítrico, un vaso de vino blanco, un vaso de whisky, una línea de cocaína y cuatro “galletitas Leary” de queso fundido con marihuana sobre crackers.




Allen Ginsberg: recital en la Corte





La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad: Allen Ginsberg dio un recital en la Corte para explicarle al juez su participación en el parque. Su Señoría lo echó de la sala al grito de “¡Estoy harto de sus cantos!”.


Cuando Allen Ginsberg tuvo que testificar durante el juicio a los ocho acusados de la Conspiración de Chicago, el juez se encontró con un interlocutor difícil de traducir, además de un incómodo testigo para la defensa. Según el cronista Anthony Lukas del New York Times, Ginsberg saludó como un hinduista, con inclinación de cabeza y manos unidas sobre los labios y respondió preguntas sobre sus antecedentes profesionales con una lista de libros publicados y una enumeración de estudios con swamis en la India y maestros zen en Japón e intervenciones con cantos “para aquietar el cuerpo y la mente”. La lista de gurúes y maestros sonó como un mantra: “Trungpa Vajracharya, Sakyong Mipham, Satchinanda Swami, Shivananda, Suzuki Roshi, Lama Tarchin...”.
Todo su testimonio sería una larga performance. Al preguntársele sobre una conferencia de prensa en Nueva York que anunciaba la organización de la marcha sobre Chicago, Ginsberg respondió que su discurso había sido muy breve y había finalizado con un recitado de “Hare Krishna”. Para ejemplificar, se puso a cantar: “Hare Krishna, Hare Rama, Rama Rama, Hare Hare”. Logró que hasta el fiscal se riera, pero cuando éste adujo que el mantra “no aportaba materialidad al caso”, Ginsberg replicó: “Pero aporta espiritualidad”. Luego recitó el fragmento de un poema de William Blake para describir su participación en las protestas y declaró que había leído “La voz del anciano bardo” a jóvenes manifestantes, lo mismo que había hecho durante un be-in anterior en San Francisco. El juez quiso saber qué era un be-in. Ginsberg aprovechó para ofrecer un extenso discurso, explicando que se trataba de “un encuentro masivo de jóvenes conscientes de nuestro destino como planeta, una manifestación de un estilo de vida planetario que celebraba la vida en vez de la acaparación, la competencia y la guerra”.
Por último, la mejor oportunidad se le presentó cuando el abogado defensor le acercó una caja roja con una armónica que según la policía Ginsberg portaba durante los disturbios y le pidió que la identificara. Ginsberg dijo: “Es la armónica que uso para acompañar mis mantras”. Dicho y hecho, la tomó con sus propias manos y se la llevó a la boca para tocar algunas notas. Exasperado, el juez decidió dar por terminado el coloquio: “Estoy harto de escuchar sus canciones”.






Jean-Luc Godard: Mao en Chicago







La imagen más recordada del famoso juicio: Bobby Seale, uno de los acusados por conspiración, atado y amordazado en una sala federal por pedido del juez, debido a sus constantes exabruptos. Acá, el dibujo de la ilustradora oficial de la Justicia.



El espíritu de la revuelta de Chicago sería discutido dos años más tarde en Vladimir et Rosa, de Godard. La película satiriza los procedimientos de la corte federal que juzgó en 1969 a ocho organizadores de la movilización, un grupo que se reduciría a siete luego de que el Pantera Negra Bobby Seale fuese removido del caso y sentenciado a cuatro años de cárcel por desacato e insultos a la corte (“cerdo racista” y “perro fascista” fue lo mínimo que el acusado le dijo al juez Julius Hoffman antes de ser esposado y amordazado en público). La escena es representada por Godard a través del personaje llamado “Bobby X”, en clara alusión a los militantes Bobby Seale y Malcom X. En el film, el único acusado que aparece con su nombre y apellido auténtico es David Dellinger, director de la revista anarcopacifista Liberation y organizador de las nutridas movilizaciones contra la guerra en Nueva York y Washington durante el ’67. En cuanto al juez, en Vladimir et Rosa se llama Ernest Adolf Himmler y tiene la costumbre de quedarse semidormido durante los extensos discursos políticos de la defensa o de ponerse a garabatear sobre una revista con fotos de desnudos. Godard, interesado en representar cómo trata la “Justicia burguesa” a los militantes revolucionarios, discute desde una perspectiva maoísta los problemas que emergieron en el ’68 norteamericano, sobre todo la articulación entre la lucha antiimperialista, los negros, las mujeres feministas y los jóvenes obreros. Pero no recrea las escenas más espectaculares de ese juicio histórico en el que los acusados Jerry Rubin y Abbie Hoffman aparecieron un día vestidos con togas de jueces y otro disfrazados de Papá Noel. En sus últimas declaraciones, Hoffman llegó a aconsejar al juez que curiosamente tenía su mismo apellido que probara LSD para sacar sus propias conclusiones. A sabiendas de que el magistrado se iría de vacaciones a Florida después del juicio, le dijo: “Yo conozco un buen dealer en Miami, puedo hacerle el contacto”. El proceso terminó con diversas condenas a prisión que abarcaron incluso a los dos abogados defensores, por insultos y agravios al tribunal.




Tanguito: El circo argentino


La politización de los flower children por aquí recibió un corte de raíz. Según John King, en su insuperable investigación El Di Tella y el desarrollo cultural argentino en la década del ’60, la dictadura de Onganía temía “el crecimiento de una contracultura en Argentina”. De modo que se dedicó a combatir con saña a la “cultura juvenil apolítica” por considerar peligrosas esas formas de disidencia existencial expresadas en ropas, adornos y pelo largo, signos ofensivos para la distinción tradicional de lo masculino y lo femenino. En 1968, la revista Primera Plana –que había contado, no se sabe en base a qué encuesta, “unos 200 hippies argentinos”– reunió en su redacción a un grupo de “representantes” del circo local, entre ellos José Alberto Iglesias, alias “Tanguito”, junto a miembros de la Federación Argentina de Entidades Democráticas Anticomunistas (Faeda), que en aquellos años denunciaba a los hippies como “engranajes de un plan mundial diabólico orquestado por el comunismo” y alertaba “a los padres de familia acerca de los problemas que está viviendo la juventud, arrastrada a lo que nosotros llamamos La Carrera del Vicio”. En la reunión se habló de las acusaciones de “estupro” de chicas menores de edad (hasta de doce años) con que se señalaba al grupo en torno de Tanguito. Este se defendió así: “Y de repente vos estás en una plaza, con una guitarrita, como he estado yo. Y hay 20 personas, agrupadas o no, pero están ahí. Yo nunca dije que el grupo es mío; recién ahora me entero de eso”.
Mientras tanto, las razzias y detenciones en bares, plazas y a la salida de recitales en cines y teatros por portación de cara, pelo y atavíos se hacían cada vez más frecuentes. Las incipientes organizaciones armadas reclutarían algunas de esas víctimas de la campaña antihippie en los años por venir, pero eso ya es otra historia.



Genet, Burroughs, Mailer: La crónica beat




En LBJ no confiamos nada: dólares burlescos contra Lyndon Johnson que se repartían entonces. Pocas veces arte y política funcionaron de manera tan aceitada en Estados Unidos como en aquellos días.

Un trío de cronistas-participantes cubrió de modo atípico para la prensa los eventos de Chicago. Jean Genet había sido invitado a escribir para la revista Esquire y, aunque nunca pudo conseguir la visa, se las arregló para entrar ilegalmente a Estados Unidos luego de volar de París a Montreal y viajar en auto haciéndose pasar por un canadiense de habla francesa, a través de fronteras mucho menos vigiladas que las actuales. Fue recibido por Allen Ginsberg y conducido al campamento hippie del Parque Lincoln junto a William Burroughs y Terry Southern, otro de los cronistas de Esquire. Allí, mientras el conspicuo Ginsberg de barba larga y túnica oriental era reconocido y saludado por todo el mundo, Genet fue generoso con los chicos que le pedían dinero: distribuyó dólares a mansalva, recibió amor y un anillo de regalo. “Son como ángeles”, dijo a periodistas de Newsweek que lo entrevistaron in situ.
Antes de que la policía desalojara a los acampantes del parque, Ginsberg insistió en mantenerse sentado con las piernas cruzadas durante horas en una meditación guiada por su canto del OM que reunió a cientos de participantes, incluyendo a un escéptico Burroughs que dejó un ojo abierto para detectar la llegada de los uniformados a tiempo. Al grito de “ahí vienen”, la dispersión fue en varias direcciones pero de todas partes llovieron gases y palos. En su artículo para Esquire, Southern afirmó haber visto a Genet acorralado en un callejón, a punto de ser golpeado, levantando los brazos con una sonrisa “de santo”. El gesto detuvo el bastonazo. Genet luego dijo que ese oficial blanco le dio la impresión de que sostenía su bastón del mismo modo que él “se aferraría al pene de un negro”.
Por su parte, Burroughs intervino en genio y figura, tratando de influir sobre los delegados demócratas con un mix de fragmentos grabados de discursos políticos a todo volumen que provocara “la confusión y la ruptura del pensamiento lógico”. Finalmente escribió una sátira sobre la postulación de un mono a la presidencia: “El Senador Homero Mandril”.
En cuanto a Mailer, ya un veterano de la cobertura de convenciones demócratas y republicanas, estuvo en Chicago como periodista de Harper’s luego del éxito de su libro Los ejércitos de la noche sobre la marcha al Pentágono de diciembre del ‘67, durante la que él mismo había terminado preso. Mailer esta vez tuvo una actitud más distante. En un acto en el Parque Grant, le dijo a Newsweek que estaba cansado y bastante irritado por la guerra y la represión pero “tengo una fecha de cierre para escribir sobre todo esto y no voy a dejar que me arresten de nuevo”. Luego, cuando le tocó hablar en público, se disculpó por su trabajo de cronista, saludó y dijo a los participantes que le parecían “más bellos que en marchas anteriores”. En Miami y el sitio de Chicago describiría a esos miles de manifestantes tirados sobre el pasto festejando la aparición de un cerdo auténtico postulado como candidato a presidente, a una Miss América con tetas de plástico o al candidato del Partido Nudista con su consigna “No tengo nada que ocultar”. Y remataría su descripción de los minutos anteriores al inicio de la represión policial con la pregunta: “¿Eran estos chicos desprolijos la clase de tropas con las que uno deseaba entrar en combate ?”

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