Política
Los orígenes del terrorismo
En Terror santo (Debate) - que llegará a las librerías la próxima semana y del que reproducimos un fragmento- el crítico literario británico rastrea las raíces históricas y míticas de uno de los mayores problemas de la actualidad.
Al igual que muchos otros fenómenos en apariencia antiguos, el terrorismo es en realidad una invención moderna. Como idea política, apareció por primera vez con la Revolución francesa; lo cual equivale a decir en realidad que el terrorismo y el Estado democrático moderno son hermanos gemelos. En la época de Danton y Robespierre, el terrorismo dio sus primeros pasos bajo la forma de terrorismo de Estado. Era una violencia infligida por el Estado contra sus enemigos, no un ataque contra la soberanía lanzado por unos enemigos encapuchados. La palabra "terrorista" surge en el contexto de otros términos de los revolucionarios franceses como "girondino"; y aunque no exista fundamento histórico para ello, resulta sugerente interpretarla como una parodia satírica de ellos. El sufijo "ino" evoca burlonamente una especie de filosofía; pero se trata de una filosofía que se reduce a esparcir vísceras y cortar cabezas, y por tanto una suerte de teoría en bancarrota. Así pues, recibir el apelativo de terrorista supone ser acusado de carecer de ideas y de conjurar por el contrario una doctrina grandilocuente a partir de simples actos de barbarie. Se parece un poco a calificar a alguien de "copulacionista", lo cual supondría que sus altisonantes conceptos son tan sólo una estrambótica tapadera para fornicar. El término puede hacernos parecer pretenciosos además de siniestros. Por ello, es peligrosamente equívoco. Tanto si pertenecen a la variedad jacobina o moderna, a la de los fundamentalistas islámicos, a la de los promotores de la estrategia de "conmoción y pavor" del Pentágono, o a la de los teóricos de la conspiración que se agolpan en las colinas de Dakota, los terroristas no suelen carecer de ideas, por malignas o absurdas que puedan resultar. El terror que infunden pretende contribuir a materializar sus concepciones políticas, no a sustituirlas. Y en la Europa de los siglos XIX y XX hay toda una filosofía del terror político que en modo alguno puede reducirse a la mera matonería. La palabra "terrorista" lleva implícita cierta infravaloración. En un sentido más amplio de la palabra, el terrorismo es sin duda tan antiguo como la propia humanidad. Los seres humanos han venido desollándose y masacrándose entre sí desde el principio de los tiempos. En un sentido aún más específico del término, el terrorismo se remonta incluso a épocas anteriores a la modernidad, cuando el concepto de lo sagrado ve la luz por primera vez; y la idea del terror, por inverosímil que resulte, está estrechamente ligada a este ambiguo concepto. Es ambiguo porque la palabra sacer puede significar tanto "bienaventurado" como "maldito", santo o vilipendiado; y en las civilizaciones antiguas hay variedades de terror que son al mismo tiempo creadoras y destructivas, vivificantes y mortíferas. Lo sagrado es peligroso, y debe guardarse en una jaula, mejor que en una urna de cristal. La idea se enmarca en una reflexión sobre el enigma que plantea el animal lingüístico: ¿cómo es posible que sus capacidades generadoras de vida y mortífera procedan de una misma fuente, que equivale a decir el lenguaje? ¿Cómo es este animal fracasado que acaba siendo perseguido por sus propias capacidades creadoras? La afinidad entre el terror y lo sagrado puede resultar singular e incluso ofensivamente irrelevante para el terrorismo de nuestros días. Arrancarle a alguien la cabeza en nombre de Alá misericordioso o quemar vivos a niños árabes por la causa de la democracia no tiene particularmente nada de santo. Sin embargo, no se puede comprender del todo la idea de terror sin comprender también este curioso doble filo. El terror nace como idea religiosa, que es lo que continúa siendo en realidad hoy día gran parte del terrorismo; y la religión se ocupa por entero de capacidades profundamente ambivalentes que son al mismo tiempo arrebatadoras y aniquiladoras. Uno de los primeros cabecillas terroristas fue el dios Dioniso. Dioniso es el dios del vino, la música, el éxtasis, el teatro, la fertilidad, los excesos y la inspiración, rasgos que probablemente nos resulten a la mayor parte de nosotros más atractivos que ajenos. La mayoría de nosotros preferiría una juerga con Dioniso a un seminario con Apolo. Aquella divinidad báquica proteica, juguetona, difusa, erótica, extravagante, hedonista, transgresora, ambigua desde el punto de vista sexual, marginal y antilineal podría ser casi una invención posmoderna. Sin embargo, también representa un espanto insoportable, y en buena medida por las mismas razones. Aunque sea el dios del vino, la leche y la miel, también es el dios de la sangre. Al igual que el exceso de alcohol, enciende la sangre hasta obrar consecuencias escalofriantes. Es atroz, voraz y monolíticamente hostil ante la diferencia; y ello es en gran medida inseparable de sus rasgos más seductores. Aunque exhiba los encantos de la espontaneidad, también revela una ferocidad ciega. Lo que contribuye a la dicha, también contribuye a la carnicería. Disolver el yo en la naturaleza mediante el éxtasis, como hace Dioniso, es caer presa de una violencia atroz. Si la felicidad perfecta no es posible con el yo, tampoco lo es sin él. Puede considerarse que los hechizados simpatizantes de esta deidad, que bajo su arrebato enloquecido arrojan órganos humanos al viento y arrancan una a una las extremidades de hombres y mujeres, viven apasionadamente emancipados del romo gobierno de la razón; pero también puede considerarse que son los cautivos drogados de un culto cuasifantástico. Constituyen un colectivo vital o democracia dionisíaca, pero se trata de un colectivo que, al difuminar las jerarquías, es despiadadamente intolerante con todo aquel que muestre disconformidad. Para las mujeres báquicas que rinden culto a esta divinidad, al igual que para algunos proveedores actuales de despojos culturales, quienes critican su forma de vida son elitistas que viven al margen de la sabiduría irreflexiva del pueblo, y por tanto deben ser vilipendiados. El propio Dioniso es un populista desvergonzado cuyas apelaciones a la tradición y el instinto son entre otras cosas un manotazo a la impiedad de la crítica intelectual. Al igual que toda una serie de déspotas y dogmáticos, los seguidores de Dioniso simplemente consultan con su corazón. Si Dioniso dispone de toda la insondable vitalidad de lo inconsciente, entonces también cuenta con su implacable malevolencia y agresividad. Es el dios de lo que, siguiendo a Jacques Lacan, Slavoj Zizek ha denominado "gozo obsceno" o jouissance horrible. Su liturgia alentadora y espeluznante es una variante de la denominada "noche del mundo" de Hegel: esa orgía de no significado, anterior al despertar de la propia subjetividad, en la que los muñones sangrientos y los fragmentos de cuerpos destrozados se arremolinan componiendo una aterradora danza de la muerte. Es una lúgubre parodia del carnaval: una jubilosa fusión e intercambio de cuerpos que, al igual que el carnaval, nunca se aleja mucho del cementerio. La orgía difumina las distinciones entre los cuerpos, y por tanto anticipa la indiferente igualación que lleva a cabo la muerte. Empleando los términos de Más allá del principio del placer , de Freud, este dios de la soltura y la satisfacción representa incluso la cultura pura del instinto de muerte, del implacable imperativo que nos ordena cosechar gozo con nuestro propio desmembramiento. Dioniso es el patrón de la vida en la muerte, un ser especializado en esa variedad de energía que obtenemos mediante el autoabandono irresponsable. La vitalidad que brinda a sus discípulos contiene el frenético arrebato de la muerte. En sus misteriosos rituales se entretejen la afirmación y la disolución del yo. Dioniso es en parte bestial y en parte divino, y en ese sentido es la pura imagen de la humanidad, de esa incongruente criatura que siempre es algo más o algo menos que sí misma, que o bien adolece de algo o es excesiva. Tanto los dioses como las bestias son seres desmandados: los últimos porque quedan por debajo de la ley por su inocencia amoral, y los primeros porque se considera que al promulgar la ley están por encima de ella. Pueden hacer gala de su libertad respecto a la ley dejándola en suspenso, que es lo que en un sentido distinto hacen también los delincuentes. En realidad, el legislador tiene mucho en común con quien quebranta la ley, como ya señala Hegel. Según Hegel, la historia se forja mediante una sucesión de legisladores poderosos que se ven obligados a transgredir las fronteras morales de su época sencillamente porque avanzan subidos en el furgón del progreso. Raskólnikov propone en buena medida un punto de vista idéntico en Crimen y castigo , de Dostoievski. A los ojos de la modernidad, el criminal y el vanguardista, o el forajido y el artista, están íntimamente ligados.
Por Terry Eagleton
http://es.wikipedia.org/wiki/Terry_Eagleton
Para LA NACION
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