miércoles, 23 de abril de 2008

Sábado 19 de abril de 2008
Cuba Miedo e instituciones
Cincuenta años de administración cultural revolucionaria

Apenas triunfó, en 1959, la revolución liderada por Fidel Castro, muchos intelectuales y artistas cubanos concibieron la esperanza de que, por fin, se les concediera la dignidad que el régimen de Batista les había quitado. Las ilusiones crecieron cuando se fundaron revistas y editoriales. Todo ese aparato oficial forjó un público. Con el tiempo, algunos de esos mismos entes gubernamentales se convirtieron en instrumentos de censura y persecusión. Los "indignos" se habían convertido en "peligrosos". Algunos nombres y obras prestigiosas sirvieron para ocultar la realidad de un mundo degradado.


"Se decía que el cubano era un ser desabusé , que estaba desilusionado, que era un ensimismado pesimista, que había perdido el sentido profundo de sus símbolos", recordaba José Lezama Lima de la época prerrevolucionaria. A juicio suyo, el triunfo del nuevo régimen venía a romper los hechizos infernales, hacía "ascender, como un poliedro en la luz, el tiempo de la imagen". En su prosa gnómica, Lezama Lima celebraba la llegada de una nueva edad. También lo harían otros, menos felices de expresión, pero igual de fervorosos. Y junto a tanta alegría iba a hacerse evidente, desde la primera jornada de 1959, la mala conciencia de muchos creadores respecto al triunfo revolucionario. Un poema de Roberto Fernández Retamar escrito en esa fecha, "El otro", hablaba de los remordimientos de la supervivencia: "Nosotros, los sobrevivientes,/ ¿A quiénes debemos la sobrevida?/ ¿Quién se murió por mí en la ergástula,/ Quién recibió la bala mía,/ La para mí, en su corazón?". Preguntaba el poeta sobre qué muerto estaba vivo, quién había corrido los riesgos que él no se había atrevido a correr. Y sentía (como debieron de sentirlo tantos que no participaron en la gesta) que hubiera podido ser otro, comportarse de otro modo. En marzo de ese año, Virgilio Piñera publicó una carta dirigida a Fidel Castro en la cual admitía la culpabilidad del gremio ("sabemos que nos cruzamos de brazos en el momento de la lucha, y sabemos que hemos cometido una falta") y se excusaba: "si no cooperamos con ustedes fue debido a que no constituimos, como los periodistas y profesores, una clase. Tomado en su proyección social, el escritor cubano, hasta el momento presente, es tan solo un proyecto". A continuación, Piñera se permitía hacer esta sugerencia al nuevo mandatario: "es preciso que la Revolución nos saque de la menesterosidad en que nos debatimos y nos ponga a trabajar. Créanos, amigo Fidel: podemos ser muy útiles". Atendido o no este reclamo en particular, el nuevo régimen se ocupó inmediatamente de que escritores y artistas fueran algo más que figuras potenciales. Para ello hizo aparecer suplementos y revistas literarias, abrió academias a lo largo del país, creó casas editoras. Organizó todo un aparato cultural en cuyas dependencias hallaron empleo comisarios y artistas. Premió los tanteos anteriores por hacer un cine de autor. Empeñó su mecenazgo en convertir la compañía de Alicia Alonso en el Ballet Nacional de Cuba. Forjó un público. Una campaña nacional de alfabetización sirvió de doble escuela. Brindó, por una parte, primeras letras y catecismo político a la población analfabeta. Y, por otra, logró que los jóvenes desoyeran las tutelas paternas (el Estado sería el Gran Padre en adelante) y se organizaran en brigadas uniformadas de alfabetizadores. Al fin de la campaña, cada estudiante debía dirigir una carta escrita de puño y letra al líder de la Revolución. Tan voluminosa correspondencia era examen docente, testimonio inculpatorio del régimen anterior, pedestal para el culto del nuevo jefe. El cine llegó a los rincones más intrincados del país. Un documental, Por primera vez , mostró el encuentro del público rural con Charles Chaplin. Las colecciones de la burguesía exiliada engrosaron pinacotecas públicas. Radio y televisión se hicieron cada vez más educativas. El lugar de la publicidad comercial (¿para qué hacía falta ya, cuando toda la economía estaba en manos de un solo dueño?) fue ocupado por la propaganda ideológica. Y, junto al sentido del ritmo mostrado por orquestas y bailadores, otro particular sentido del tiempo entró a formar parte de la cultura nacional: el de Fidel Castro en sus discursos. Los nuevos tiempos trajeron el fin del periodismo como ejercicio de indagación y libertad. La censura política, impuesta a rachas en la historia anterior, se entronizó en cada redacción de prensa. Disminuyó el número de diarios y los dos o tres periódicos sobrevivientes se vieron obligados a repetir aquello que publicara el órgano del Partido Comunista. Oportunidad que aprovechó el mandatario cubano para convertir su palabra en única fuente de noticias. Pues, en tanto se abreviaban los periódicos, crecían sus discursos. El mundo y el país hablaban por su boca. O mejor dicho: él hablaba por el país y por el mundo. Una frase suya iba a servir como máxima en la administración cultural: "Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada". La fórmula, que no admitía afuera alguno, obligaba a preguntarse quién quedaría a cargo de las delimitaciones. Fidel Castro había anunciado, meses antes, la construcción del socialismo. Estaba en camino la fundación de un cuerpo capaz de reunir, al modo soviético, a la totalidad de escritores y artistas del país. Cada disciplina artística contaría con institución propia: el cine, el ballet clásico, la danza folclórica, la televisión, la radio, los pintores, los artesanos, la gente de teatro Para llegar a ser alguien, habría que estar dentro de alguna de aquellas fortalezas. Por último, una sentencia de Ernesto Guevara dejó claras las condiciones del nuevo contrato. En El socialismo y el hombre en Cuba podía leerse: "la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios". El gobierno daba contenido a los creadores, les prestaba consistencia. Si estos habían demostrado su inutilidad durante la lucha armada, ahora les tocaba hacer un riguroso examen de conciencia y ayudar en la construcción de una nueva sociedad. Ningún creador, por grande que fuese, era más relevante que la propia Revolución. Los novelistas se limitaban a construir personajes, mientras que los dirigentes revolucionarios eran capaces de construir personas. Guevara aludía, por ello, a la experimentación genética: "Podemos intentar injertar el olmo para que dé peras, pero simultáneamente hay que sembrar perales. Las nuevas generaciones vendrán libres del pecado original". Cada artista constituía un expediente policial. Cada expediente merecía repasos. Para el proceso de domesticación fueron trazadas normas de las cuales ningún creador podría alejarse. Parámetros, llamaron a esas normas. Parametrados , a quienes resultaron castigados por incumplirlas. Entre 1965 y 1968, homosexuales, religiosos, hippies y rockeros fueron encerrados en campos de concentración. A inicios de los años setenta, el realismo socialista consiguió alzarse como receta única. (En el congreso fundacional de la Unión de Escritores de la Unión Soviética, el escritor Leonid Sobolev había confesado: "El Partido y el Gobierno le han ofrecido todo al escritor y solo le han quitado una cosa: el derecho a escribir mal". Sin embargo, tanto en el caso soviético como en el cubano, Partido y Gobierno propiciaron el derecho a escribir del peor modo.) Sin llegar a ser prohibida, la música bailable fue despreciada. Desterraron al saxofón de las orquestas por considerarlo instrumento del imperialismo estadounidense. Las salas de fiestas, los bares y los centros nocturnos atravesaron por una cuarentena que duró varias décadas. (Al desaparecer la Unión Soviética, la apelación al turismo internacional hizo que resurgieran. De ello hablan el álbum y el filme Buenavista Social Club .) Las Navidades tuvieron que celebrarse en clandestinidad o cayeron en el olvido, y hubo años sin carnavales pues el despilfarro de energía que representaban las fiestas mermaba la administración totalitaria y en cada bailador se malograba un miliciano. Un puñado de jóvenes músicos (Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, los más conocidos) salvaron algunas dificultades hasta imponerse y ligar sus obras a la agenda revolucionaria. Verdaderos músicos de corte, la protesta a que aspiraron terminó por desvanecerse. Y, de caber alguna crítica en sus canciones, fue dirigida a las invasiones estadounidenses en distintos rincones del planeta o al golpe pinochetista en Chile. Nunca a la sociedad donde vivían. (En música se impuso la llamada "Nueva Trova". En arquitectura, el batallón de edificios prefabricados y luego, la nada constructiva.) Desde hace medio siglo la pedagogía revolucionaria ha formado inteligencia para ahogarla. En sus intentos por alcanzar perales, creó la figura del artista oficialista, del burócrata artista, del delator de sus colegas, del delator de sí mismo: fomentó la autocensura. Empujó al exilio a muchísimos cubanos, tal como había sucedido en el siglo XIX bajo dominación española. Y, silenciada la obra de los creadores exiliados, asentó la creencia (menos establecida hoy que hace unas décadas) de que el genio del lugar abandona a quienes emigran y cualquier creador pierde fuelle al alejarse de la tierra natal. (Hipótesis que, en perfecta simetría, resultó contestada desde el exilio con la especie de que era imposible crear algo de valor dentro de una dictadura. A un extremismo geográfico respondía un extremismo histórico.) Virgilio Piñera rogó a Fidel Castro que sacara a los escritores de su menesterosidad. El régimen liderado por este otorgó a escritores y artistas la mayor de las legitimaciones: los tachó de peligrosos. El pensamiento alcanzó, por esta vía, una dignidad socrática. Aunque pronto se le abrió un nuevo espejismo, el de centrar su validez en el repudio de las autoridades. (Un teólogo del calibre de Ernesto Guevara advertiría aquí del pecado de luciferismo.) Desaparecida la Unión Soviética, el discurso público se atrincheró en el nacionalismo. Así como antes había resultado conveniente destacar las semejanzas con los países del bloque comunista, era hora de exacerbar lo endémico, de subrayar cada especificidad patriótica. Pues lo que hacía verdaderamente única a la cultura cubana podría garantizar que el régimen no corriera la misma suerte que sus homólogos de Europa del Este. Fue así como dejaron de ser útiles las citas de Karl Marx y menudearon aún más las de Martí. (Este medio siglo ha sobreexplotado la figura de José Martí, dentro y fuera de Cuba.) La construcción de un discurso eminentemente nacionalista obligó a reinserciones. Revistas y editoriales habaneras empezaron a recuperar nombres de exiliados. Eligieron a los autores menos incómodos, eligieron las zonas menos incómodas de ciertos autores. Fueron recuperados también quienes, sin alejarse del país, habían sido condenados a inexistencia. Valga un ejemplo: la Seguridad del Estado entregó a las editoriales estatales, para su publicación, los manuscritos que había robado en el apartamento de Virgilio Piñera. (Lo mismo que a Lezama Lima, el perdón estatal alcanzó a Piñera después de su muerte.) Ciertas permisividades sustituyeron la violencia ejercida contra quienes dejaban el país (salir al exilio suponía pasar por un túnel de vejaciones físicas y morales). Las religiones perseguidas terminaron por ser aceptadas. Una misa papal celebrada en la Plaza de la Revolución devolvió a la gente las Navidades. Y, con la inserción del dólar en la economía nacional, las autoridades aprendieron a soportar mal que bien la competencia de otros empleadores y mecenas: galeristas y editores extranjeros sentían curiosidad por lo ocurrido dentro de Cuba. De manera que la publicación en el extranjero ( tamizdat , para decirlo en el ruso de los años de Stalin), que antes había constituido figura delictiva, terminó por recibir licencia. Hoy pueden escuchárseles a altos dirigentes referencias acerca de los años más terribles del propio régimen. "Quinquenio gris", llaman a la época en que predominó el realismo socialista, tal como si se tratara del período rosa de Picasso. Reconocen los errores cometidos, aunque, en caso de exigirse responsabilidades, cuentan con comisarios jubilados sobre los cuales descargar las culpas. Amén de que los viejos artistas represaliados (en la actualidad Premios Nacionales) juran que todo se debió a interpretaciones torcidas del proyecto humanista de la Revolución. El régimen revolucionario ha puesto la cultura al alcance de un público masivo, aunque ha restringido lo cultural a lienzos, volúmenes y filmes. Deja fuera de su ámbito formulaciones más nimias, la cultura tal como se manifiesta a ras de la vida de la gente. Y, apostándolo todo a la obra de arte, ha olvidado que cultura es también la elección de lo que comemos, del lugar donde vivir, de la ropa que vestimos. Son estas acepciones las que, lejos de recibir los beneficios de la administración revolucionaria, han sufrido sus embates. No hay más que ver las ciudades destruidas, la gastronomía perdida La gente acude a las telenovelas extranjeras para rehacer sus vidas. (En un país pobre y cerrado, las telenovelas constituyen, más aún, la vida apetecible. Buena parte de estos años cubanos pueden historiarse a través de la lucha televisiva entre la novela de turno y la verborrea de Fidel Castro.) Una telenovela mexicana prestó nombre a los vendedores callejeros recién admitidos: merolicos. Del negocio de una protagonista brasileña salió el título genérico de los restaurantes particulares bajo licencia estatal: paladares. El lenguaje ha sido erosionado durante estas cinco décadas. Así, cualquier intento de explicación no puede desprenderse de vocablos y giros de la propaganda revolucionaria. Pues el pánico recomienda acogerse a lo codificado. Y al ponerle un micrófono delante a cualquier niño, se perciben los desvelos de un sistema totalitario en descubrir en cada criatura al mismo orador político. La intromisión de la Seguridad del Estado garantiza el miedo. (La guayabera, prenda socorrida en el guardarropa de cualquier cubano, se convirtió en pieza a evitar desde que la policía secreta la vistió casi como uniforme.) Miedo e instituciones: a esto podría reducirse la administración cultural revolucionaria. Sus logros se cifran en un surtido de nombres importantes y en multitudes que asisten a un festival de cine o a una feria del libro. George Steiner enunció, a propósito de países europeos bajo régimen comunista, la siguiente paradoja: la falta de libertades resulta provechosa para una cultura. Steiner pensaba en obras de arte, pero sería imposible sostener lo mismo a la luz de la vida cotidiana.

Por Antonio José Ponte Para LA NACION

Madrid, 2008




El control de la vida social llegó hasta las fiestas tradicionales, desde la Navidad hasta el Carnaval Foto: AP

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