lunes, 21 de abril de 2008

RadarLibrosDomingo, 20 de Abril de 2008

Estela Canto: un retrato

Acaba de aparecer Estaqueados (Seix Barral), el nuevo libro de Andrés Rivera. Pero esta vez, el contundente estilo de su prosa no se ha volcado en forma de novela breve como sucedió en los últimos años, sino en una serie de cuentos que transitan por escenarios de la historia y evocan personajes reales en biografías ficcionales. A estos registros pertenece el texto que Radar reproduce en estas páginas, Estela Canto: un retrato.


Por Andres Rivera

La redacción del matutino se instaló en la calle Carlos Calvo, en una de esas casas antiguas, porteñas, construidas para albergar a abuelos, padres, hijos, nietos, algún perro, una jaula de canarios. Una casa muy porteña. Muy de burgueses adinerados y, supuse, honrados a su manera. Y de misa dominical, sin duda.
Yo llegaba a la redacción del matutino a eso de las dos de la tarde: la dirección del Partido me había designado secretario de Gremiales.
Yo llegaba antes que los otros redactores del diario. Antes que el director del diario, Ernesto Giudici, un hombre de baja estatura, inteligente, culto, afable, y que fue, en sus años mozos, uno de los jefes de la Reforma Universitaria, ese eco doméstico del alzamiento de la bandera roja de los bolcheviques en los palacios de San Petersburgo.
Una tarde de otoño, entré a la redacción del matutino que sostenía la dirección del Partido, y vi, sentada a la mesa de Internacionales, a una mujer.
Parecía joven la mujer. Me acerqué a ella:
–Soy Pablo Fontán.
Ella giró la cabeza hacia mí, y me contestó con una voz lejana e indulgente:
–Yo soy Estela Canto.
Le sonreí a Estela Canto. No parecía joven: era joven. Y supe, de inmediato, que los misántropos que regentean las iglesias católicas, podían aludir, en su oralidad insidiosa y triste, a Estela Canto como a una hija de Satanás... Si es que lo hacían.
Estela Canto había pasado por Sur. Estela Canto, sin fingida ingenuidad, sin disculpables ignorancias, enfrentó los desmanes de estanciera criolla y linajuda de Victoria Ocampo. Estela Canto sabía algo, mucho, del linaje de las familias criollas, las opulentas, y las que rozaban una efusiva miseria, que poblaron Buenos Aires y la Banda Oriental.
¿Qué hacía Estela Canto, ahí, en esa redacción de un matutino que el buró político del Partido Comunista decidió poner en la calle a poco del triunfo, en las elecciones presidenciales, de Arturo Frondizi, autor de un libro en el que acusa a USA y, también, a sus socios menores, de apellidos argentinos, por ambicionar hacerse de YPF, de un solo, simple y exaltado manotazo?
–¿Te divertís? –le pregunté a Estela Canto.
–No –me contestó Estela–. Aprendo: soy curiosa por naturaleza...
Me sonrió: su voz ya no sonaba distante, ni indulgente, ni desdeñosa.
Yo leí a Borges tan apasionada y clandestinamente como a Trotsky.
Se lo dije a Estela: todavía algunos de los alcahuetes que integraban la redacción del diario movían sus pálidas lenguas en la sede del Comité Central, y podían llevar, allí, mis extravíos, mis tributos a lecturas condenadas, maldecidas.
Estela, sí, era curiosa por naturaleza: me preguntó quiénes eran los correveidiles. Pronuncié un nombre. Estela asintió, gozosa. Conocía a ese fulano escurridizo y servil, y protagonista de un acto de cobardía que, para Stalin, hubiese merecido el pelotón de fusilamiento o el ingreso a la GPU.
Estela hablaba, escribía, a la perfección, el inglés y el francés. Ese conocimiento fue otro de los motivos por los que se la incorporó a la mesa de Internacionales.
Esa mesa estaba a cargo de un poeta, a quien había recomendado Raúl González Tuñón.
¿Qué poeta, desde Homero, no aspira a la inmortalidad? ¿Qué poeta, aún precoz, y que aspira a la inmortalidad, no leyó a Rimbaud? ¿Y no omitió, claro, a Walt Whitman? Ni Borges lo omitió. Y el poeta a cargo de Internacionales, tampoco. Y como Rimbaud proclamó: cambiar el mundo. Para cambiar el mundo, se responsabilizó de la mesa de Internacionales.
Estela, en una de nuestras largas, casi interminables caminatas, que solían finalizar en algún desolado restorán de la Avenida de Mayo –desolado por la madrugada y el frío lacerante que venía del río–, sentados, los dos, frente a un copioso puchero para uno –chorizo, falda, algo de gallina, una tira de panceta, papas, repollo, zanahorias y otros inclasificables vegetales–, me dijo que Borges fue comunista.
–Sí –dije–. Una joda borgeana, pero juvenil...
Estela ladeó su delgado perfil, seria, adusta, probablemente. Masticó, después, unos minutos, y con su voz serena y apenas audible, dijo que Borges utilizó esa filiación ideológica para zafar del cruel despotismo de doña Leonor Acevedo, su madre, la última matrona romana que conoció Buenos Aires. Había otra razón más profunda, le dije a Estela, más de deseo interrumpido por el azar, por el tiempo que llevó a Borges a una militancia tan alborozada como fugaz. Por el sable que le ha sido negado por los tiempos del tiempo.
Presumo, y presumo bien, que Estela no me consideró uno de esos profusos charlatanes que poblaban los salones de culto de Victoria Ocampo.
Fui, y aún hoy no me jacto de ello, breve y puntual.
La be de Borges, dije.
La be de Borges, preguntó Estela, perpleja en esa noche fría de la Avenida de Mayo, en la que solo circulaban escasas parejas, ansiosas y heladas, en busca de una habitación en albergues de luces parpadeantes y rosadas.
Sí, dije yo. La be de Simeón Budionny, jefe de la caballería roja... Un ex sargento de los ejércitos zaristas. Budionny, mi querida Estelita, le dije, amaba a los caballos más que a sus ocasionales mujeres, y tenía devoción por los sables, por los afilados sables de los devastadores jinetes del Ejército Rojo.
Estela, que miraba por encima de mis hombros, murmuró nunca pudo.
Esperé. Y Estela aludió a esa renovable patota de imbéciles, que se graduaron en la conjetura borgeana, y recitó, la voz sin el amparo de la claridad o la absolución:
Vivir quiero conmigogozar quiero del bien que debo al cielo,a solas sin testigo,libre de amor, de celo,de odio, de esperanza, de recelo.
El idilio del Pecé con el presidente Arturo Frondizi se quebró. Las degradaciones que se impuso la dirección del Pecé para sostener el matrimonio no fueron suficientes para que el otrora certero crítico de la política de rapiña de las corporaciones norteamericanas en su patio trasero se abstuviese de clausurar el matutino partidario. Y nosotros, sus redactores, quedamos en la calle, sin trabajo y sin salario alguno. Menos los fieles correveidiles, blindados e insustituibles.
Estela y yo nos encontrábamos por las tardes. Y caminábamos. Buenos Aires era, por entonces, una ciudad para caminar. Estela y yo éramos jóvenes, y nos gustaba caminar. Y caminábamos.
A la hora del crepúsculo, nos sentábamos a la mesa de un bar y, tal vez, fatigados, pedíamos dos vasos de cerveza y sándwiches de miga. Ella y yo reuníamos el dinero necesario para pagar nuestras deprimentes raciones.
La curiosidad de Estela era insaciable.
Estela era, además, dueña de una información puntual de quilombos, putas, cafishios, y madamas del gran Buenos Aires, de los arrabales de la París sudaca.
Estela aludía a Eva Perón sin el rencoroso sarcasmo de Victoria Ocampo; sin la indiferencia hostil de ese gran estanciero que fue Adolfo Bioy Casares; y sin los indignados, militantes desdenes de Borges por Juan Domingo Perón, y la agonía pavorosa de su joven esposa, injuriada, asimismo, por los falsos y estridentes quejidos de los alcahuetes sindicales y punteros del justicialismo.
Intercambiábamos preguntas con Estela:
¿Cómo conciliaban los Ocampo –incluida la exquisita y silenciosa Silvina–, los Casares, es decir Adolfito and others, y el propio Borges, cultor de la espada como fundadora de la patria, y recordé su poema Junín, y a su ancestro, el coronel Suárez, con el hecho de que Perón creció, se educó, y alcanzó el grado de teniente general en el ejército creado por José de San Martín?
No hablan de eso, dijo Estela, y me sonrió. Cuando llegan a ese punto, se empeñan en descifrar o interpretar el hermetismo de Mallarmé. ¿O por qué crees que desalojaron al bueno de Pepe Bianco de la secretaría de redacción de Sur...? Para ellos, Pablo, adherir a Fidel Castro y su revolución es adherir a Perón. Y la voz susurrante y calma de Estela Canto acentuó la palabra ellos.
Espadas, dijo Estela, y tomó un trago de vino, largo el trago, y mordió, sin indulgencia, su choripán.
Espadas, sables, ¿qué más da?, dije yo. ¿Espadas para los caballeros, sables para la tropa?, pregunté yo. Y los cuchillos, las dagas, los facones, ¿para quiénes?
Para la literatura, dijo Estela Canto.
A Marat lo mataron con un puñal; a Lenin lo hirieron con un revólver, pensé yo, en voz alta.
La literatura cumplirá su misión, dijo Estela. Y me sonrió.
El presidente Arturo Frondizi clausuró el matutino del Pecé, pero no ilegalizó al Partido. Había muerto Stalin, y amanecía lo que se llamó, luego, coexistencia pacífica.
Para Estela y para mí finalizaron los pucheros en las frías madrugadas de la Avenida de Mayo: ella se dedicó a las traducciones, en su casa de la calle Tacuarí; y yo, a la corrección del estilo de textos de médicos y abogados.
Nos encontrábamos, Estela y yo, en algún bar céntrico, y tomábamos café.
En una de esas tardes de café y silencios intermitentes, le conté, a Estela, una historia que le provocó una risa prolongada, sin estridencias, probablemente inaudible.
Le conté que, un mediodía, Raúl González Tuñón fue convocado a la sede del comité central, en la calle Entre Ríos. Lo recibió Victorio Codovilla.
Entre un té y otro, Codovilla le preguntó a González Tuñón por qué González Tuñón no gozaba de los esplendores de la fama que iluminaban la poética de Pablo Neruda.
González Tuñón, que cosechó la amistad de Rafael Alberti y Miguel Hernández, durante la guerra civil española, y jugó algunas partidas de poker, en el hotel Gaylord, con Ernest Hemingway, le contestó a Codovilla que cuando éste le diese un partido como el chileno, y una clase obrera como la chilena, él compartiría la gloria, quizás imperecedera, de Pablo Neruda.
Estela Canto dejó de reír, muy lentamente, después de incluir, me lo dijo, lo que acababa de escuchar, entre lo más desventurado que escuchó en su vida de riesgos e impertinencias.
Estela Canto escribió un libro, Borges a contraluz, que me envió, y cuya lectura disfruté en dos largas noches.
El libro, y la dedicatoria, trazos redondos las tres líneas de la dedicatoria, desaparecieron de mi biblioteca. El libro, y su dedicatoria, desaparecieron. ¿Dice algo, en este país, la palabra desapareció?
Estela Canto se casó, creo, con un sobreviviente de Auschwitz.
Estela Canto, me dijeron, gozó de una dicha serena durante años, junto a su marido, el hombre que logró superar los castigos inenarrables del nazismo.
Me dijeron que Estela Canto murió sin temor y sin lamentos.

Estela, Pirí y otras ficciones de la Historia
Por Claudio Zeiger

Estaqueados
Andrés Rivera
Seix Barral
124 páginas

Hay una consecuencia bastante obvia, y lógica, en la literatura que de una forma o de otra se mete con la historia, con los hechos y los personajes de la historia, sean estos públicos o anónimos. La consecuencia es que esta literatura deja la impresión de que la política y la historia son un destino sudamericano siempre ineludible. El hombre está sobredeterminado por la historia. Pero no sólo en esos momentos cruciales donde se juega el destino, cuando opera La Historia, también en los hechos más nimios y cotidianos de la vida. Desde luego, Andrés Rivera, que siempre se mete con la historia, es un exponente de esta cuestión. Pero además de sus libros, su biografía personal (y aquí hay un entrañable cuento, ¿Quién come en esta mesa?, que lo atestigua, sin dejar de ser un cuento) aparece sobredeterminada por la historia y la política. Esa marca de origen biográfico (la militancia gremial del padre y la suya propia, la extracción de clase obrera, marcas en verdad poco frecuentes en los escritores argentinos) está tanto en los primeros como en los últimos libros de Rivera, desde El precio hasta La revolución es un sueño eterno, y muy especialmente en la sucesión de filosas novelas cortas que viene entregando Rivera en estos últimos tiempos, a razón de una por año y a veces más, forma de producción que algo quiere decir en cuanto a persistencia en la escritura, en el oficio, en cuanto reiteración de una práctica de toda la vida aunque haya tenido años de silencio, de no publicar. Vamos a decirlo aquí francamente: la brevedad y la abundancia de espacios blancos, el tono repetitivo y sentencioso de muchas de sus páginas, ha dividido a sus seguidores y alarmado a otros escritores que inclusive comparten ese campo de operación sobre la historia y la política con el propio Rivera. Lo cierto es que con su forma de publicar y conectarse con sus lectores en esta especie de diálogo fragmentado pero continuo, Rivera ha puesto en evidencia y crisis una forma de entender la novela histórica como documento unívoco y exhibidor de un saber de fuentes y archivos. Y de paso, pone en crisis la cuestión de que la historia debe ser amena y educativa para que las masas no huyan. Para decirlo con sencillez: su visión es trágica. La ventaja de un sistema literario como el propuesto por Rivera, es que la historia aparece como un conjunto de piezas que van encajando pero nunca cierra, porque la historia sigue, es progresiva (aunque poco progresista) e inacabable mientras exista el hombre. Esa sensación se refuerza con los juegos entre ficción, historia y biografías de los cuentos de Estaqueados.
La sobredeterminación de la historia y la marca de origen (obrero, marxista, inmigrante) están muy presentes en este libro de cuentos. Estaqueados, el cuento, es ni más ni menos una lectura de la historia de la nación argentina, de sus enfrentamientos de clase, su desierto, sus militares y sus indios, fortines y gauchos. A propósito, después de Viñas, Rivera es uno de los pocos que insiste en incluir al militar y el discurso autoritario (si bien en un cuento como Country puede haber regodeo en la asimilación de poder y crueldad) como para no olvidar que son parte esencial de la historia argentina. Podría pensarse que esta lectura de la historia (entendida la historia en un sentido estricto: siglo XIX hasta 1930) tiñe el resto de lo que pasa en los otros textos, sus tramas y los destinos de sus personajes. Puede pensarse que en la concepción de la historia de Rivera y la forma en que ésta se imbrica con las biografías, la dictadura militar del ’76 y sus precursoras (pero en ese orden, bajo cierta jerarquía) condensa nudos: destino, tragedia, escepticismo. Aquí hay tres cuentos que van en esa dirección: el ya citado Country, el impactante La seño y Diente de oro.
Estela Canto: un retrato y Pirí son textos que claramente aluden a personas reales, personajes, podría decirse, en el sentido de haber sido integradas a la mitología de la cultura literaria y política argentina. Figuras dispares, no tan antagónicas pero sí dispares. Pirí, en el texto de Rivera, aparece en un espacio doméstico, cotidiano, suspendida en la existencia un poco antes de desencadenarse la tragedia. Estela Canto aparece en un claroscuro de recuerdo personal y, a la vez, como sombra que se expande sobre Borges. No por nada el siglo XIX de sables y espadas es convocado en las brumosas conversaciones del narrador con Estela en frías noches de invierno, comiendo puchero a la salida de una tardía redacción.
Nadie escapa a la historia, parece decir Rivera. Ni Estela, ni Borges, ni Pirí, ni esos apenas velados alter egos de sí mismo. Pero desde luego lo suyo no es fatalismo ni congelado manual. Estaqueados se mete con la historia porque la historia se mete con sus personajes, los reales y los inventados. Para rearmar otra vez un rompecabezas que, en rigor, nunca se terminará de cerrar.


Un vacío difícil de llenar
La ficción y la Historia

Toda la obra de Don DeLillo cobró un sentido profético el 11 de septiembre de 2001: terror, paranoia y medios masivos era, efectivamente, de lo que estaba compuesto el aire norteamericano. ¿Pero qué podía decir el profeta una vez que vio su profecía cumplida? ¿Cómo escribiría el autor de la ficción paranoica una vez corroboradas todas las sospechas? El hombre del salto es, finalmente, su novela sobre el 11/9. Y sus conclusiones son aún más desoladoras.
Por Juan Forn

El hombre del salto

Don DeLillo
Traducido del inglés por Ramón Buenaventura
Seix Barral, 2008
289 págs

Lo primero que pensó la intelligentzia norteamericana ante al derrumbe de las Torres Gemelas fue: “Don DeLillo lo vio venir antes que nadie”. En cierto sentido, era como si el gran pope de la ficción paranoica hubiese estado redactando paso a paso, desde sus primeros libros, el guión completo del 11 de septiembre de 2001. Desde principios de los años ’70, DeLillo hacía decir a sus personajes que el territorio estadounidense ya no era seguro, que la muerte filmada en directo y contemplada frente al televisor sería la única catarsis cotidiana de los norteamericanos y que los terroristas terminarían por apropiarse del modo de llamar la atención de los artistas conceptuales para sacudir el inconsciente colectivo de la sociedad. Incluso había adivinado cuál sería el perfecto objetivo para un atentado (en su novela Jugadores, una operadora de Wall Street mira desde la ventana de su oficina el flamante World Trade Center pensando: “Esas torres no parecen hechas para siempre; es como si se asomaran a su propia extinción”).
Poco después del 11/9, DeLillo escribió un ensayo en la revista Harper’s titulado En las ruinas del futuro, donde se preguntaba cómo debían responder los escritores ahora que el terror había hecho impacto en su propia casa: “El relato termina en los escombros. Es nuestra responsabilidad crear el contrarrelato. Hay un vacío en el cielo. Los escritores debemos llenar de sentido y memoria ese vacío”. Los lectores de DeLillo no disimularon su decepción meses más tarde, cuando se publicó Cosmopolis, la nueva novela de su autor favorito, y ésta no trataba sobre el 11 de septiembre. Debieron mascar su frustración cinco años más hasta que, en mayo pasado, apareció Falling Man, título que remitía inequívocamente al 11/9: con esas dos palabras (“Hombre cayendo”) se conoce una foto que recorrió el mundo desde el 11 de septiembre de 2001, y que muestra cómo una de las tantas víctimas atrapadas en los pisos superiores de las Torres Gemelas se arroja al vacío ante la evidencia de que nadie puede rescatarlo.
Si bien El hombre del salto (tal la traducción de Falling Man a nuestro idioma, publicada por Seix Barral) es la esperada novela de DeLillo sobre el 11/9, no trata sobre aquel hombre que se arrojó al vacío. Tampoco es una de esas panorámicas radiografías psicohistóricas como Libra o Submundo, Mao II o Ruido de fondo. Siguiendo literalmente aquella aseveración de Balzac (“la novela es la vida privada de las naciones”), El hombre del salto se propone retratar el efecto que tuvo el 11/9 sobre la esfera privada, íntima, de la nación norteamericana.
La mejor descripción del resultado la dio el británico Andrew O’Hagan en el NYTBR: “DeLillo nos preparó para el 11/9 pero no supo prepararse a sí mismo para la eventualidad de que el episodio superara sus capacidades como novelista”. ¿Qué queda de la ficción paranoica cuando todas las sospechas se han hecho realidad? ¿Qué le resta decir a un profeta luego de que su profecía se ha cumplido? Básicamente eso es lo que sucede en El hombre del salto, para horror de la intelectualidad norteamericana en general y neoyorquina en particular: el Gran Relato que todos esperaban para hacer catarsis, para plegarse a él, para sentirse retratados, falló. El 11/9 sigue siendo lo que era hasta ahora. El estupor, la hemiplejia conceptual, la esterilidad emocional que todos creían pasajera parece que va a ser mucho más permanente que lo esperado.
DeLillo la elegido un personaje imaginario como protagonista de la novela: Keith, un ejecutivo que trabaja en las Torres Gemelas y que (a diferencia de aquel hombre que se arrojó al vacío) logra salvar su vida, sobrevivir al derrumbe y llega a pie, cubierto de polvo, sangre y vidrio, sordo y exhausto, al departamento donde viven su ex mujer y su hijo, en la otra punta de Manhattan. La novela empieza con el atentado y avanza desde allí en nuestra dirección, hasta un presente indefinido y perpetuo, que puede ser el 2003, el 2005, el 2007 o ayer nomás, da igual, porque lo que DeLillo quiere decirnos es que así es y será el futuro de sus personajes: ya les ha pasado lo que tenía que pasarles. Ya ha definido el resto de sus vidas (en palabras de Keith, el sobreviviente del atentado: “Aunque viva cien años, seguiré siempre bajando por aquellas escaleras, sin correr, todos juntos, apretados, en la oscuridad”). Por eso el libro cierra tal como abre: el fin completa y redondea esa descripción pormenorizada del principio, donde Keith repasa todo el atentado, desde que se produjo la embestida del primer avión hasta el fin de ese interminable descenso por las escaleras y la salida a la luz, al maremágnum de escombros, heridos, bomberos, ambulancias, humo, gritos, caos, horror.
Mucha gente leía poesía en las semanas siguientes al atentado, dice DeLillo. En el metro, en las plazas, en los escalones de entrada de los edificios, había gente leyendo poesía. Esta es una novela de DeLillo, así que la gente no lee vulgar poesía: leen haikus. Y todo esto es para que el personaje femenino, la desequilibrada mujer de Keith, recuerde de pronto un poema de Bashó: También en Kyoto... echo de menos Kyoto. “No se acordaba del segundo verso”, le hace pensar entonces DeLillo, “pero no le pareció que fuera necesario”. Al que no le es necesario es a él, porque en esas dos líneas, sin el anticlímax intermedio, se cifra la metáfora que nos quiere transmitir, el diagnóstico que tiene para ofrecer el gran gurú de la ficción paranoica sobre el estado en que quedó la sociedad norteamericana después del 11/9: hasta en Nueva York extrañaremos Nueva York.
En uno de los escasísimos buenos momentos de El hombre del salto, un personaje secundario de la novela, marchand alemán de sesenta años, les dice a su amiga de cincuentipico y a otros dos cincuentones, intelectuales neoyorquinos progres como ella: “Estamos todos hartos de los norteamericanos. El tema nos da náuseas”. Aunque hable un alemán, el nos, el todos se refieren inequívocamente al mundo entero (recordar aquella tapa de la revista Time, post 11/9, con la leyenda en letras catástrofe: “¿Por qué nos odian?”). Los interlocutores del alemán no le contestan nada en el momento, pero un rato más tarde uno de los intelectuales neoyorquinos dice: “Van a ver nuestras películas, escuchan nuestra música, hablan nuestro idioma, ¿cómo pueden dejar de pensar en nosotros?”. El alemán le retruca: “Yo ya no puedo reconocer a Estados Unidos. Hay un vacío donde estaba Estados Unidos”.
Quizás ésta sea la observación más lúcida que ofrece DeLillo en todo el libro, sobre la intelectualidad norteamericana actual y sobre él mismo. Quizás ésa es su impresionante manera de decir que no está a la altura de las expectativas que depositaron en él sus compatriotas, sus camaradas de la intelligentzia norteamericana, sus fieles lectores. Y ni uno solo de los ensayos y reseñas norteamericanos sobre El hombre del salto se atreve a ver el libro de esa manera por la magnitud de fracaso que significaría. Ese secreto a voces: que, en el terreno intelectual, hay un vacío donde estaba Estados Unidos.

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