lunes, 14 de abril de 2008

Atahualpa Yupanqui
Arre, memoria



Cuando el 31 de enero se cumplieron 100 años del nacimiento de Atahualpa Yupanqui, los homenajes proliferaron. Pero había dos cosas que seguían sin aparecer: las memorias que Atahualpa había empezado y abandonado en un cajón en los años ’70 y sus primeras grabaciones, aparentemente “inhallables”. Ahora, la edición de Este largo camino (Ed. Cántaro) salda ambas deudas. Por un lado, aquellas memorias en las que Atahualpa recuerda su infancia en La Pampa, su juventud recorriendo el país a caballo, buscando, estudiando y aprendiendo la música popular argentina, los años que pasó tocando por casa y comida, y sus sensibles reflexiones sobre el canto, la música, la gente y el país. Por otro, el libro incluye un cd con sus seis primeras grabaciones, ahora halladas, para que el festejo sea completo.

Por Víctor Pintos






Muchas, muchísimas veces pensé qué hacer con ese tesoro que estaba ahí, en una biblioteca del escritorio de mi casa, durmiendo una siesta de meses y años. Tenía claro que podía ser muy torpe de mi parte no darle un adecuado destino a nada menos que un importante texto inédito de una gran figura de la música popular mundial, pero cada vez que se me ocurría recuperarlo, sacarlo a la luz, trabajarlo para que fuese un libro –tal como lo había soñado su autor–, me inmovilizaba la idea de que, como en verdad tenía sólo una parte, porque era un texto inconcluso, nunca llegaría al todo.
El tesoro eran unas decenas de carillas tipiadas a máquinas por Atahualpa Yupanqui con lo que iba a ser su libro de memorias. Un proyecto con título y todo: en la primera página, el hombre había escrito en mayúsculas, con el cuidado y la pulcritud de la gente de antes, Atahualpa Yupanqui - Este largo camino, y abajo, entre paréntesis, Memorias. El texto estaba corregido. Sobre algunos tramos de lo que había escrito con la máquina, había tachones y cambios de palabras hechos con lapicera. Era evidente que era un material pensado, releído y cuidado... y que era insuficiente para ser, así, solito, un libro. (Hoy sé que fue escrito por Yupanqui a fines de los ’70, cuando estaba pisando los 70 años, y también sé que nadie, ni su hijo siquiera, sabe por qué lo abandonó a poco de comenzar).
Lo cierto es que no sabía qué hacer con él, hasta que apareció Bob Dylan. Su libro Chronicles Vol. 1, ¡las memorias de Dylan!, que suponía que iba a contarlo todo, de punta a punta, obviamente con más detalle que todos los otros (mil) libros que se han publicado sobre su vida y su obra. Pero Crónicas tenía solo partes, no el todo. O sea, Dylan, el maestro, había elegido no solo la austeridad sino también la fragmentación para echar luz sobre algunos episodios de su historia, y con eso nos dijo el resto. Su Vol. 1 tiene cinco capítulos. Los dos primeros cuentan su llegada a Nueva York en 1961, cuando anhelaba introducirse en el mundillo folk del Greenwich Village, imantado por la figura de Woody Guthrie. Y después, como en “Tangled Up In Blue” y en tantas otras canciones suyas, desarma el relato cronológico: en el tercer capítulo nos abre las puertas de su refugio en Woodstock en los días en que intentaba sacarse de encima el rótulo de profeta generacional y hacía un disco modesto como New Morning; en el cuarto se detiene en el momento en que llega a tierra luego del naufragio de los ’80 y se encuentra con Daniel Lanois para hacer Oh Mercy, y en el quinto retorna, de un plumazo, a su primer tiempo en la Gran Manzana, en aquel preciso instante en que la nieve del invierno comienza a derretirse y él, joven apasionado, respira hondo porque tiene en el bolsillo de su saco un contrato discográfico, el primero. Eso es todo.
Entonces ese libro me sacó presión. Gracias a Dylan entendí que sólo tenía que ponerme a transcribir, sin querer abarcarlo todo, y que al final del recorrido, si había caminado adecuadamente, tendría un libro. Y ése es éste.
Accedí a estos escritos hace ocho años. Una tarde del verano del 2000 estaba en la casa de Cerro Colorado, escribiendo mi primer libro sobre Yupanqui, Cartas a Nenette, cuando el Coya, el hijo de Atahualpa, llegó con unos papeles que había reencontrado. Eran nada menos que el comienzo de las Memorias que su padre había empezado a escribir y un día abandonó. En ese momento me los dio.
A mediados del año pasado, viendo que se acercaba el centenario del nacimiento de Yupanqui (el aniversario preciso fue el 31 de enero pasado), pensé que era tiempo de empezar a trabajar en ese material. Fue entonces cuando pensé en Chronicles. Y lo que terminé haciendo fue transcribir el texto que estaba escrito, y sumarle a eso recuerdos que Yupanqui no tipeó sino que habló para autoentrevistas, reportajes y monólogos que quedaron grabados y nunca se publicaron.
El tempo, el tono y el estilo de lo que está en el libro son de Yupanqui por donde se lo mire. Todo eso lo fijó con esos primeros escritos suyos que llegaron a mis manos. El resto, o sea lo que me contó, hablando, lo escribí siguiendo esas pautas.
Aspiro a que el lector no pueda advertir hasta dónde escribió Yupanqui y desde dónde yo empecé a escribir sus cosas habladas.
¿Y qué tiene el libro? Lo que se anuncia. Recuerdos de Atahualpa Yupanqui que cuentan su paso por el mundo.
Los primeros hablan de su infancia y su adolescencia, algo de lo que poco se sabía. Su tiempo en Pergamino, donde nació y vivió hasta los siete años, su paso por Junín, donde aprendió sus primeras cositas en la guitarra. Luego, su primera juventud, sus viajes iniciáticos, ese momento que se hizo leyenda, esos años en los que caminó el país de verdad, casi como un trotamundos en su propia tierra, conociendo paisajes, gente y coplas populares.
Después hay de todo un poco (gracias, Bob). Sus pensamientos sobre la guitarra y el caballo, descripciones de lugares y personajes, recuerdos de cruces personales con figuras de la cultura mundial, conocidos como Pablo Neruda, Federico García Lorca y Nicolás Guillén, o no tan conocidos como José Bergamín o Domingo Zerpa.
Y el final también me lo dio Yupanqui como por una casualidad que yo sé que no fue tal. En una de las cajas donde el Coya guardó las cinco mil cartas de su papá a su mamá en los 50 años que compartieron –eso es lo que compilé en Cartas a Nenette–, encontré varios manuscritos que no eran cartas ni poemas ni letras de canciones. Uno de ellos era una autodescripción: Yupanqui por Yupanqui, de puño y letra. Recuerdo perfectamente con qué entusiasmo leí eso por primera vez, un mediodía al borde del río Los Tártagos, en el Cerro. “Soy un argentino, cantor de artes olvidadas, que se desvela caminando por el mundo para que los pueblos de la tierra no olviden el mensaje sereno y fraternal de los hombres de mi patria.” Hermoso. “Amo la naturaleza. Amo a Juan Sebastián Bach. Amo al árbol, al viento y al caballo. Y abrigo un anhelo, para mí profundo y soñado. El de sumarme un día a la legión de los Anónimos, sin nombre, sin imagen, sin historia personal. Sólo un canto de amor y de paz que el viento lleva hacia un mundo de hermanos.”
Ese texto lo guardé bien guardado para usarlo algún día en un lugar adecuado a su belleza. Y ahora lo puse al final del libro.
El cierre de las Memorias, ése era el lugar, don Ata.




Martín Fierro para todos



Pepe Podestá, Pepino el 88, un verdadero gaucho, uruguayo él, fue el hombre que difundió el Martín Fierro a través de sus refranes y regalando libros, como se hacía en un tiempo. Por ejemplo alguien compraba una lata de aceite de cinco litros que venía para el campo, porque no se podía comprar la pequeña latita sino que se compraba la quincena, se iba un sulky con dos jarganas, con dos álgaras, dos bolsas, y del almacén se llevaba cinco litros de aceite y ocho kilos de yerba, y de regalo un ejemplar del Martín Fierro.
En aquel tiempo, era un compromiso de regalar que tenían tal vez los editores. Eso en todo el país, de Córdoba y Tucumán a la pampa, nuestra pampa. Una cosa ejemplar y hermosa. No había el interés de vender sino de difundir la poesía popular. Gracias a eso se difundió tanto el Martín Fierro, que todo el mundo conocía a manera de moraleja, de refrán, de consejos o de protestas. Era una buena condición ésa.




De Ushuaia a la Quiaca



El hombre de la montaña es supersticioso porque la montaña le va creando voces, le devuelve voces que no esperaba. El hombre del sur habla fuerte. En Chascomús, en Pringles o en Bragado, un paisano entra a un boliche y pide: “Che, gallego, servime una ginebra, querés”. En cambio, en el norte dicen: “Me da un vinito, señor”. Bajito, porque si grita, el eco lo asusta. El del sur pega el grito, parece que ordenara de a caballo nomás.
El indio montañés, o sea paisano-paisano de la montaña, tiene una serie de miedos que no puede dominar. Por ejemplo, el sol pasa a las diez de la mañana. Cuando sube y pasa la montaña, es un precioso día de sol, pero a las cinco de la tarde pasa el Oeste, se esconde detrás de la última cumbre y se va. ¿Adónde se va? ¿Adónde va a morir? El indio montañés no lo ve, sabe que el sol se apaga y se va, y que la tarde se pone triste y se hace la noche. Igual la luna. Sale en un momento, la ve pasar hermosa y después se va a morir cuando ha pasado la cumbre.




Piedras



Tanto vivir entre piedras,/yo creí que conversaban./Voces no he sentido nunca,/pero el alma no me engaña./Algún algo han de tener/aunque parezcan calladas./No en vano ha llenado Dios/de secretos la montaña./Algo se dicen las piedras./A mí no me engaña el alma./Temblor, sombra o qué sé yo,/igual que si conversaran./Ah, si pudiera algún día/vivir así, sin palabras.









El secreto del silencio



El gaucho sabe del silencio. El señor Castellanos que vivía en Ballesteros, Córdoba, me dijo: “El hombre no se callaba, no se callaba, y yo tenía unas ganas de conocerlo... Pero no se callaba”.
Castellanos esperaba que se callara, que hiciera un gesto, que le aceptara un cigarro para ver cómo lo prendía y qué pensaba.
Siempre he pensado en el silencio. Una vez casi me volví loco buscando un silencio, buscando un tono que sea la representación del silencio en la guitarra. Primero buscaba en la bordona, pero esa cuerda no me decía mucho desde el punto de vista melódico. ¿Será un tono o dos tonos juntos, o una melodía, cómo será? Después busqué en la quinta y en la cuarta, en las otras cuerdas no, porque son muy hablantinas. Busqué algo que la gente diga: “Eso es como el silencio”. Hice la “Vidala del silencio”, la toqué bien gravemente, la toqué muchas veces, la toco siempre. Pero solamente para mí es la vidala del silencio, nunca oí a alguien que dijera “cierto, ahí hay algo del silencio”.







Preso por Gardel






Caminé aquel Buenos Aires anterior al año ’30. Escuché, desde la vereda de la angosta calle Corrientes, a casi todas las orquestas de la capital. Caminaba la noche por todos los barrios buscando trabajo, estableciendo relaciones con cantores y guitarristas, con periodistas, con provincianos nobles y también con otra clase de gente: conocí la amistad y la ayuda de rateros, de ladrones de tranvías, de carteristas, de gente “calavera”.
Hacía menos de una semana que estaba en la gran ciudad cuando conocí el calabozo de una comisaría. Yo ganaba mi vida tocando la guitarra, sin cantar, en los boliches de Avellaneda, de Puente Alsina, de Boedo y Chiclana, del Bajo Belgrano. Dondequiera que me daban permiso, me sentaba entre parroquianos, obreros, gente de paso de las tabernas sin importancia, y tocaba la guitarra. No esperaba ni exigía silencio. Sólo tocaba, y siempre en forma confidencial, sin bulla en el instrumento, sin brillantez alguna. De treinta personas, seis me alcanzaban una moneda. Y cuando me ofrecían un trago de algo, yo, que en aquellos años no bebía nada de alcohol, pedía un vaso de leche. Era mi alimento, mi solo alimento.
Usaba una pequeña guitarra desprotegida. No tenía estuche o cofre para guardarla. Una noche, en la calle Corrientes que crujía como terremoto cuando pasaba un verde tranvía Lacroze (que muchas veces me sirvió de dormitorio a cinco centavos el viaje “de obrero”), llegué hasta la pieza de un amigo y le confié la guitarra por esa noche solamente. Tenía un pedazo de queso y un vaso de leche, y con el peso restante hice un gasto extraordinario: me fui al teatro de la calle Esmeralda a escuchar a Carlos Gardel, que había llegado de Europa. Disfruté enormemente durante casi dos horas.
Yo, que nunca fui tanguero, que jamás aprendí a tocar un pedacito de tango, recibí con fuerte emoción la voz de Gardel, su acento, su forma de marcar las palabras, su temperamento, su simpatía desbordante, su calidad de artista nacido para producir, en ese género, la más pura belleza popular.
Como decía mi amigo Reguera, “engordé de emoción escuchando cantar”. Me paré a medianoche en la vereda de “Los 36 billares”. Llegaba hasta la calle el rumor de los bandoneones del bar vecino. Eran Aieta, o Minotto, o los hermanos Scarpino, o Vardaro-Pugliese.
Un rato después, con amigos de caras emocionadas y felices, pasaba con paso lento don Carlos Gardel. Todos lo saludaban al pasar. Gardel era como Buenos Aires después de haberse confesado, con penas y nostalgias, con rabias y amores. El alma de la ciudad cabía en él, honrosamente. Yo me había quedado sin un centavo, estaba cansado pero feliz, conmovido, agradecido de la noche. Había ganado la noche. Nada perturbaba mi mundo sensible. ¡Qué noche memorable!
Caminando por la calle Lavalle, llegué hasta el teatro Colón. Frente a él, la plaza Lavalle. Me senté a descansar, a ordenar mis adentros. Y sin darme cuenta, me quedé dormido. No sé cuánto rato le concedí al sueño. Pero una mano firme me tocó el hombro. Era un policía, y creo que serían ya las tres de la madrugada. El hombre me pidió documentos. Se los mostré. Me los devolvió enseguida, diciéndome: “Acompáñame”. Y me llevó a la seccional tercera de la Policía. Allí expliqué los asuntos de mis pobres trabajos y justifiqué, con el billete del teatro, las horas anteriores. Pero me tuvieron hasta el mediodía siguiente. Me dejaron libre con un consejo serio: “Aquí no queremos vagos”.
Salí lleno de vergüenza y rescaté mi guitarra de la pieza de Páez, hombre de la noche, que dormía como un lirón. Y me fui a los barrios, buscando tabernas para ganarme la vida.





Mi padre y su Smith & Wesson



Mi padre llegaba y muchas veces le ha dicho a la mamá algo como “qué día bravo de calor, hacía tiempo que no bebía como hoy”.
“¿Mucho?”, le preguntaba ella con toda tranquilidad, porque sabía quién era, sabía qué hombre había en casa.
“Sí, mucho, casi siete sifones.” Casi siete sifones, se tomaba siete sifones de soda y era una barbaridad de beber. Y lo decía no con gracia sino con naturalidad. Era su manera de ser.
Decía: “La fuerza está en el alma, no en la botella”. Una linda frase y a la vez un buen consejo para mucha gente.
También tenía actitudes un poco agresivas. Insolentes. Alguna vez, en la estación de tren en la que trabajaba, le dijeron: “¿Aquí hay libros de quejas?” “Sí, señor”, contestó.
“Démelo.” Se lo dijo con grosería, con torpeza. El señor pidió imperiosamente: “Páseme el libro, pásemelo ya”.
Y él le dijo: “Cómo no”. Estaba en la ventanilla, donde se entregan los boletos. Entonces abre un cajón y saca un revólver Smith & Wesson y se lo entrega. Y le dice: “Tome, quéjese”. Se lo dio y bajó la cabeza.
Luego le decía a mi madre: “Hice como que escribía, porque no quise ver pa’ qué lado tiraba el hombre. Y cuando levanté la cabeza, medio minuto después, no estaba más el hombre. Estaba el revólver y el hombre se había ido”.









Acechado por Perón



En el tiempo en que hice mi casa del Cerro, estaba en una lucha de resistencia antifascista, así que me costaba ganarme la vida. La hice con mi familia a mano, y con un amigo que me fiaba, Lindolfo Bayán. Tejas, ladrillos, dos mil quinientas piedras. Todo fiado. “Pague cuando pueda”, me había dicho.
Mi orden de trabajo estaba muy limitado. Siempre encontraba un no redondo. O dudas. “Véame en quince días, vamos a ver qué hacemos, qué se puede hacer.” Y pasaba el tiempo y mi pobreza era grande. Ahí nació mi hijo.
Pagué la casa de a poco. A los que me ayudaron, les debo mi gratitud. Y era gente que no me conocía mucho. Hombres como Jesús Luna. Como Samuel Ramírez.
Más de una vez, cuando amenazaban con quemarme la casa, aquí la familia ha visto un cigarrillo en medio del monte, a las tres o cuatro de la mañana, y no era alguien por atropellar, sino Samuel Ramírez con algún amigo cuidando mi casa, porque yo estaba preso.
Nunca me lo dijeron, yo lo supe por una señora, meses después. El nunca me dijo “era yo”. Ni lo va a decir. Porque es un criollo, un paisano. Lo que decía mi padre: “Paisano es el que tiene país adentro”. Ese hombre tiene país adentro. Con recato, con pudor, con coraje para vivir una pobreza linda y libre. Eso es hermoso. Y ejemplo.








Mi nombre es todo lo que tengo



Era yo un muchachito, introvertido, pobre y solitario, cuando comencé a firmar ingenuos versos con este nombre que hoy me lleva por el mundo, sacrificadamente, que me aleja de la pampa y después me la entrega, sagrada y alta, como un cáliz en el rito.
Yupanqui: “has de contar”, “narrarás”. Tal la sentencia de los Amautas en la lengua granítica del Ande. Así, la lectura de tales tradiciones auspició mis vigilias de adolescente.
Pero, ¿qué podía yo narrar a los quince años, si el universo tendía sus fronteras a seis leguas justas de la puerta de mis padres? ¿Cómo entender la enorme dimensión de una voz que reclama los arduos trabajos, paciente aprendizaje con ancianos de cobrizo rostro, meditar bajo misteriosas constelaciones, usar en las montañas una piedra como almohada, tañer una flauta de caña sin lastimar al silencio, oír una guitarra donde la tierra guarde sus secretas leyendas?
Así, mientras caminaba la Patria aprendiendo a entenderla, me di a la difícil tarea de honrarme cantándola.
Así, pasé cincuenta años rastreando, en danzas y melodías, el dolor y la gracia de los pueblos.
“Has de contar...” “Narrarás...”
Recién ahora, en el otoño de mi existencia, con muy largos caminos andados, con muchas noches sin poncho, puedo asumir el Destino de este nombre que me lleva con él, mundo afuera y mundo adentro. Recién ahora, pausadamente y con amor sereno, puedo decir: “Había una vez...”. Y empezar a contar.








Entre el Cuzco y el Tíbet



La guitarra me llevó por el mundo. Una vez llegué cerca de los Cárpatos, a Hungría. Llegué a Budapest, invitado por el Ministerio de Artes y Letras, porque allá se habían enterado de mi deseo de escuchar y de aprender algo sobre los violinistas zíngaros, tan famosos en la infancia de tantos muchachos de mi generación. Todos los adolescentes queríamos saber sobre las czardas y los romances, pero sobre todo los violinistas. Me acicateaba la curiosidad por saber qué había en la música popular húngara, de gitanos, sabiendo que el ochenta por ciento de los húngaros, sobre todo la gente de raza gitana, tocaba violín. Yo pensaba cómo tratarían ellos la cosa popular, qué dirían del caballo, cuántas canciones tendrían sobre caballos, sobre cabalgatas, sobre las noches en las serranías, en sus llanuras, en su Danubio, qué dirían de la Transilvania de los caballos, de la tradición de los jinetes. Eso me llevó por allí, a gestionar, a preguntar cosas a la gente.
Para eso me ayudaron algunos poetas. Por ejemplo, un francés, Paul Eluard.
Así llegué a Budapest, donde encontré la cordialidad y la amplitud del doctor Chabault Givense, que no era médico ni abogado ni veterinario, sino doctor en música. Nada menos. Un hombre que conocía profundamente la música del universo. Todo lo sabía. Su enorme biblioteca era música.
Me acerqué a su casa y me recibió cordialmente. Me dijo: “Tú te dedicas a la cosa antigua” y yo le dije: “Hasta donde conozco... Porque no conozco lo muy antiguo, no soy ni siquiera un serio aprendiz de música, soy un tocador de guitarra del campo. Pretendo ser del campo, me gusta serlo, lo siento. Así soy y así me presento”. Entonces me pidió que tocara algo que creyera que era antiguo y que me gustara.
Ahí me acordé de la “Pastoral india” que había aprendido el maestro Carlos Vega de un pastor de catorce años en Jujuy. El chico dejaba a sus llamas a buen cuidado, se sentaba en la puerta del corral y hacía sonar su quena. Durante dos minutos, hacía sonar una rara melodía que el profesor Vega anotó toda y para no interrumpir al chico su condición de solitario que se protegía con la música, no le preguntó nada. Ni el nombre de esa música. Entonces Vega le puso “Pastoral india”, porque el chico era un pastor de llamas. Yo la aprendí, luego de que Carlos Vega me corrigiera bastante, y llevaba con mucho orgullo esos tres minutos de música desolada de Los Andes. Y con conciencia de que no estaba equivocando a nadie, la toqué ante el maestro Chabault Givense. Varias veces. Hasta que me dijo que la tocara hasta donde me dijera, y habré tocado diez, doce compases, y me detuvo. Fue hasta su biblioteca, recogió su índice, buscó y encontró un tema. Me preguntó cuándo había encontrado esa música y yo le dije: “Hace unos quince años, más o menos, que la conozco, me la pasó el maestro Carlos Vega”. Y él me dijo: “Te voy a dar algo que tengo desde hace muchos años”. Y buscó su tema, lo puso en el piano: “Este tema está escogido en las montañas de los Cárpatos, de Austria-Hungría”. Era un pequeño romance llamado “Madre, no me mandes a la guerra”, casi exactamente igual a la “Pastoral”. La pentatónica estaba presente, los tonos enteros, los cinco tonos enteros de la escala pentatónica andina que creíamos orgullosamente americana, quechua, y nada más que de acá. Y no, era universal.
Me dijo Chabault Givense: “Esto, la pentatónica, viene del Tíbet. Por algo Béla Bartok se fue con su maestro, el director de su Conservatorio, a pie lleno y de pobrezas a encontrar la raíz de la pentatónica”. Y estaba en Transilvania, me dijo, cuando encontró canciones pentatónicas de ese folklore que son igualitas a las canciones de Bolivia, Salta y Jujuy.











Guitarra, vas a cantar
Por Diego Fischerman



Son seis canciones. Las grabaciones fueron patrocinadas por la agrupación tradicionalista El Mangruyo, de Rosario, y los tres discos de 78 rpm que las incluyeron, en 1936, llevaban el sello Odeón Mangruyo. Todavía faltaba para que Atahualpa Yupanqui, prohibido por el peronismo, debiera exiliarse. Y no era el tiempo, aún, de que esas seis canciones se convirtieran en mito. En rigor, más allá de lo inhallables que resultaban estas tomas en particular, hoy rescatadas en el exquisito cd que acompaña el libro con sus memorias, es muy poco lo que se puede escuchar de Yupanqui: el álbum doble editado por Lantower, con grabaciones de su primera época, el que publicó Melopea con solos de guitarra, los volúmenes que en su momento editó Página/12 con sus grabaciones francesas y algunos discos con “grandes éxitos”. La fama de su nombre y el peso de su leyenda contrastan con lo desconocido de su obra. Entre estas seis canciones hay una, sobre todo, el estilo “Mangruyando”, que pone en escena, en todo caso, el porqué de la fama y la leyenda. Allí no está ni lo más aparente ni lo más bastardeado. No está su voz cascada desde siempre ni la inteligencia de una poesía de elaboradísima sencillez. Allí, Yupanqui apenas toca la guitarra. Toca con esa claridad para delinear la melodía y el acompañamiento, con esa perfecta delimitación de planos, y ese sonido –y ese vibrato característico– que tal vez delate su paso por el violín y que atraviesa toda su obra. El espesor de esas líneas puras, la comunicatividad y la delicadeza del fraseo, son sorprendentes. “En un tiempo, antes de ser guitarra, antes de que la madera fuera ahuecada, la guitarra fue simplemente un trozo de un árbol. Integró el cuerpo de un árbol determinado, un abeto azul, un jacarandá. Y ese árbol no era solitario, no estaba solo en una colina, sino que formaba parte de una pequeña selva, de eso que llamamos monte”, comienza Yupanqui su capítulo dedicado a ese instrumento. Y si nadie pudo tocar la guitarra como él, aun después de haberlo escuchado y de que su manera de tocar se incorporara al folklore de lo que sus cultores llamaron “folklore”, hay que pensar que en 1936 ni siquiera existía una referencia brindada por él mismo. Yupanqui entendía su sonido y lo buscaba donde nadie antes lo había hecho. En ese árbol del que la guitarra había formado parte, Yupanqui reconocía la vecindad “de otros de todo tipo y especie”. Allí, decía, “vivía la guitarra antes de ser guitarra”. Y concluía: “Ese pedazo de madera integrante de la selva tiene que haber recibido un gorjeo de algún ave... Toda la selva recibió el cántico de pájaros a lo largo de los años... El cántico del ave ha sido siempre el elemento. Y a la madera se le ha recontrapenetrado ese cántico”. Podría pensarse que, sencillamente, Yupanqui sabía de la existencia de ese elemento y sabía cómo encontrarlo.













La magia de los caminos




No era menor el desafío de escribir la biografía de alguien que afirmó que un artista en realidad no tiene biografía porque su vida está dispersa en toda su obra. Y tratándose de Atahualpa Yupanqui, el enigma se acrecienta: su vida estuvo llena de misterios y soledad, y su figura canonizada no deja de contrastar con ciertas resistencias que aún genera en las mentes más tradicionalistas del folclore. El resultado de El nombre del folclore (Emecé) demuestra que Sergio Pujol ha superado estos obstáculos indagando con precisión y sensibilidad en las diferentes caras del enigma Yupanqui: enigma que comienza en su nombre y termina en Tucumán, la tierra que lo inspiró a pesar de no haber nacido allí.



Por Juan Pablo Bertazza





Ni autorizada ni no autorizada. Ciertas biografías –y, entre ellas, El nombre del folclore (Emecé)– merecen una nueva categoría; menos contaminada, menos vetusta, que todavía sea capaz de decirnos algo: biografías paridas por cesárea. A Sergio Pujol (foto) no le demandó nueve meses sino tres años hacer realidad la misión aparentemente imposible de contar la vida de un hombre que, alguna vez, dijo: “Un artista no tiene biografía porque su vida está en toda su obra”. Y, sin embargo, aquella frase que engloba a la perfección el espíritu elusivo, nómada, misterioso y extremadamente reservado de Atahualpa Yupanqui, parece fundirse en una complejidad aun mayor, un problema que se insinúa a lo largo de toda esta biografía aunque nunca se enuncia explícitamente: el verdadero desafío de esta biografía no es otro que el de estar haciendo algo muy parecido a la biografía de Dios, del Hombre parado en el grado cero del folclore.



Un médico rural al frente de la sublevación: Atahualpa en una escena del film Zafra. La coya de la derecha es Graciela Borges.




Eso se desprende –entre otras pistas– tanto de su nombre tomado de los caciques de los pueblos originarios, como de esa sensación de patriarca atemporal del folclore que despierta su imagen de primer musicalizador de la noche de los tiempos, reforzada por la obsesión por lograr con su música una especie de “anonimato omnipresente”. Y también de la idea de que la importancia de Yupanqui poco tiene que ver con las modas y las efemérides (a propósito, este año se cumplieron cien años de su nacimiento).
Y al igual que sucede con Dios, de Atahualpa Yupanqui se han dicho y escrito montones de cosas, muchas de las cuales le facilitaron el trabajo a Pujol, lo cual no quita que toda biografía, por el solo hecho de existir, señale inexorablemente una falta, un defecto de sus antecesoras.
“Yo creo que los que se han acercado a Yupanqui se han ocupado mucho en interpretar su obra y casi no le dieron importancia a su biografía. Además, él cuidaba mucho su privacidad: una de las operaciones geniales que hizo fue diluir su persona en su obra. Por eso fue tan difícil rastrearlo, él estaba prendido a la magia de los caminos y cambiando de un lugar a otro. Quiero decir que, así como Madame Bovary era Flaubert, el arriero es Yupanqui. Este libro significa para mí un paso importante hacia un género con el que no tengo una vinculación demasiado intensa. Honestamente, no soy un gran escucha del folclore pero, por otro lado, es el primer género al que me asomé en mi más tierna infancia. Uno de los primeros discos que me regalaron era de José Larralde y a la primera canción que le presté atención, por influencia de mi viejo, fue “El alazán” (Era una cinta de fuego,/ galopando, galopando./ Crin revuelta en llamaradas, /mi alazán, te estoy nombrando). Quizás esa doble extrañeza hacia el mundo de los caballos y el mundo rural, a partir de un contacto emocional con esa canción bellísima, me sembró la semillita de una posible biografía sobre Yupanqui, un hombre fascinante”, explica y recuerda a la vez Sergio Pujol.
Y El nombre del folclore, entonces, sería una especie de Biblia cuyo Génesis no coincide con la primera grabación sonora seria de Yupanqui en 1941, ni su Apocalipsis con la muerte del artista en 1992. “Siempre trato de buscar, como hice con Discépolo y María Elena Walsh, que las biografías sean desmedidas, es decir, que a partir de la historia de una vida se pueda contar la historia de un país. No sé con cuántas figuras más puede llegar a pasar eso, porque se trata de seres complejos, contradictorios y muy versátiles: poetas que son compositores que son narradores escritos que son narradores orales que a su vez tienen mucho peso político. Cuando Atahualpa empieza a grabar, ya había compuesto buena parte de su obra y era muy conocido en Tucumán y Buenos Aires, también por sus apariciones en la radio y sus artículos y libros. Hasta entonces, la de Atahualpa Yupanqui era una figura famosa y a la vez invisible, es decir, única.”






Rock star: firmando autógrafos en Madrid a mediados de los ’60. El Expreso Imaginario: el rock entrevista al payador perseguido. Diciembre de 1980.






TODO EN UNO






Las palabras de Pujol conducen, directamente y sin escalas, a una anécdota que recupera en el maravilloso prólogo de su libro: parece que en medio de una discusión entre periodistas y músicos acerca de si Atahualpa era más importante o no que Violeta Parra, Mercedes Sosa zanjó de una vez y para siempre el tema con una definición tan contundente como enigmática que acompañó con un golpe de puño: “¡Pero déjense de pavadas! Yupanqui es único”.
Entonces, la paradoja –tampoco exenta de connotaciones religiosas– es que Yupanqui es único porque fue varios en uno solo. En primer lugar, desfilan los Yupanqui que pudieron haber sido y no fueron: y ahí se agolpan sorprendentes destinos truncados que muestran las eclécticas potencialidades del hombre en cuestión. Vocaciones que no llegaron a cuajar: un tenista pobre y atrevido que llegó a ganarle un partido a Willy Thompson, el favorito –sobre todo por capacidad económica– para representar a Junín en el Lawn Tennis de Buenos Aires; un boxeador destacado que no extendió sus golpes más allá del Club Firpo y hasta un médico que muy probablemente no haya terminado la secundaria. Pero ya en el plano de los Yupanquis consumados, está el escritor y el músico y, dentro de este último, los diversos Yupanquis músicos: el Yupanqui andino que celebra y reivindica a los coyas, el tucumano de las zambas y el bonaerense de las vidalas y milongas: “Ese último, creo yo, que es el Yupanqui que más conoce la gente, el filosófico, el intimista, el que le dio esa aura de hombre inmemorial. Pero a todo esto habría que agregar también que Yupanqui fue un gran etnólogo, sólo que los resultados de su investigación, en lugar de ser los trabajos típicos de la musicología, son canciones, y le debemos que no se hubieran perdido un montón de regionalismos arcaicos. Es un verdadero nexo entre el pasado y el presente”, ilustra Pujol.
Esa misma multiplicidad que, en parte, fue consecuencia de sus permanentes viajes –a lo largo de la Argentina primero y a lo ancho del mundo después, en giras cuyos destinos van desde París hasta Kyoto, pasando por Budapest y Bucarest– encarnó también en lo que sería el propio viaje de su nombre, un viaje cuyo origen es Héctor Roberto Chavero y cuyo destino es Atahualpa Yupanqui: “Hay una etapa de transición que va desde mediados de los veinte hasta los treinta; durante la cual su nombre fue sufriendo muchas variaciones, como Atahualpa Chavero Yupanqui o Atahualpa Yupanqui Chavero; hasta que ya en 1937 queda cristalizado el nombre de Atahualpa Yupanqui, que significa “el que viene de tierras lejanas a contar historias”.
¿En eso no podría pensarse una relación con lo que hizo Bob Dylan con el folk?
–Hay una semejanza con una diferencia no menor. Yupanqui es un hombre del siglo XIX en el siglo XX; en cambio Dylan es un hombre del siglo XX que va hacia atrás, hace el camino contrario y tiene la osadía de la modernidad. Dylan busca la ruptura y Atahualpa está obsesionado con la continuidad. El conflicto de la modernidad en Yupanqui es muy interesante porque él tiene valores políticos modernos y, sin embargo, el mundo al que le canta Yupanqui es un mundo del pasado, impertérrito, inamovible. A mí la verdad que siempre me irritó su idea de la pureza artística y musical, su actitud agresiva hacia el cambio, cuando en su obra hay muchos cambios. Es muy anticuado en su reflexión sobre la música: para él está la música clásica y después la música anónima, en el medio no hay nada, sólo entretenimiento: de Piaf –quien lo presentó en público durante su primer viaje a París– opina que es una artista de varieté. Rechaza lo popular urbano cuando él termina siendo justamente un artista popular urbano que cuenta el campo, historias del campo.





ALTA (IN)FIDELIDAD




Hay un triángulo fundamental que explica la vida de Atahualpa Yupanqui, cuyos tres lados –la política, la tierra y el amor– tienen una especie de dégradé con respecto a la fidelidad y se van relacionando entre sí. En cuanto a la política, su fidelidad al Partido Comunista es casi total pese a su desafiliación a mediados de 1953 como consecuencia de la persecución que le infligió el peronismo: “Yo creo que toda su vida fue un hombre de izquierda. Su forma de entender la cultura y la sociedad siempre estuvo modelada por el PC, nunca superó esa forma de pensar la Argentina que se forjó en los treinta, la época más rica del partido. Empezó siendo radical, pero su vínculo con el radicalismo es similar al que tuvo Homero Manzi, con la diferencia de que Manzi desemboca en el peronismo y Atahualpa en el PC, relación muy marcada por el contexto internacional, especialmente la Guerra Civil Española y algo del Mayo francés, pero también los intelectuales con que él se vincula en Córdoba, como Deodoro Roca, y luego su descubrimiento de las condiciones de trabajo en los ingenios de Tucumán. Es una especie de humanista libertario: queda como un viejo comunista para la derecha argentina, traidor para los comunistas y gorila para los peronistas”, explica Pujol. Todo lo cual está ligado con su lugar en el mundo, una tierra que no son los pagos de su Pergamino natal ni el Junín de su infancia, sino un lugar con el cual mantuvo una intensa relación de amor no exenta de conflictos asociados también con la política y las polleras, y al que le consagró una de sus mejores y más célebres canciones: “A pesar de que ‘Luna tucumana’ debe ser una de las canciones más famosas de la Argentina, él la cantó muy poco. Hay un momento que fue traumático y consagratorio a la vez, y ese momento está signado por Tucumán, sus mejores canciones son las zambas, tanto en lo musical como en lo poético. Como el Gardel de mediados de los años veinte, los Beatles de Sgt. Pepper, el Dylan del ‘66. Ese período que va del 1935 a 1945 es la etapa clave de Yupanqui, ahí nace el gran Yupanqui. Todo lo que viene después es un recostarse en esa gloria. Yo le adjudico a la experiencia tucumana su adscripción al comunismo, se hace comunista viendo la zafra azucarera; es decir que tanto en lo político como en lo artístico y hasta en su vida privada, Tucumán fue fundamental. Incluso en Pergamino encontré cierto rencor porque, pese a su admiración por los payadores, es como si él no reconociera su origen, recién a los sesenta años vuelve a eso. Es sintomático, al respecto, que su canción más bonaerense –‘Los ejes de mi carreta’– lleve una letra ajena, es de Romildo Risso”.
Por último, el amor. Atahualpa Yupanqui fue un verdadero Don Juan. Se involucró con tantas mujeres que la lista sería interminable, lo cual redundó en la paradoja de que el padre del folklore no se preocupara tanto por sus hijos: “Como persona fue muy mal padre, eso es seguro, aunque en los últimos años se ablandó bastante. Y eso que es muy fuerte la relación con su padre, un trabajador ferroviario muy lector que terminó suicidándose, lo cual me resultó conmovedor y muy atractivo en términos literarios. Pero la familia parece como un imposible para él; hay una pulsión muy fuerte por el viaje, por salir, escapar; es un hombre que está yéndose permanentemente, él necesita vivir lo que luego va a cantar. Llegaba un momento en que bajaba la cortina y seguía para adelante. Es curioso que un hombre que vivía celebrando el pasado y la tradición, se olvidara tanto de su vida privada”.





SOLO, SOLISTA Y SOLITARIO




Volviendo al imaginario de su semejanza con Dios, hay otro rasgo que vincula a Yupanqui con el Santo Padre, además de la multiplicidad de nombres y seres que habitaron su persona, y es la soledad en el sentido más oblicuo que pueda tener la palabra, un rasgo que fue el secreto que más impresionó a Sergio Pujol al componer esta biografía sagrada: “Me conmovieron las fricciones entre Yupanqui y la sociedad argentina siendo él una figura canónica, pero tal vez se trate de un karma argentino que excede a Yupanqui. Inclusive en su relación con la institución del folklore, ya que, por un lado, bautizan al escenario principal de Cosquín con su nombre y, por otro lado, buena parte del folclore tiene un discurso muy nacionalista en el cual Yupanqui nunca encaja porque es un tipo que nunca se disfrazó de gaucho para salir a escena. Es decir que vivió una soledad artística, personal y también política, es un solista in extremis, sin retorno. Es solista al principio, en el medio y al final.
¿Pensás que es posible detectar ese rasgo en su música?
–Sí, él era muy independiente, fijate que hace acompañamientos, instrumentales muy complejos, sobre todo en los años ’30 y ’40, como en “Piedra y camino” (Es mi destino/ piedra y camino/ de un sueño lejano y bello, viday/ soy peregrino) –su tema más innovador, coincido con el Chango Farías Gómez– o “El arriero” –su canción perfecta–, cosas que normalmente suele hacer un cantante acompañado de un guitarrista. En una entrevista que encontré del año ‘46 dice que es muy malo acompañando y que decidió ser solista de tiempo completo. Eso me fascinó desde chico. En el rock, cultura a la que yo pertenezco, la de solista es una figura muy importante pero, a su vez, los solistas del rock nunca son verdaderos solistas: siempre tienen alguien al lado, son cantautores en realidad. Pero Yupanqui, sin ser un monstruo de la guitarra como sí lo es un Paco de Lucía, era solista, solista, solista. Yupanqui es una gran metáfora de la soledad argentina, es el verdadero solista argentino.






11/12/08

Biografía Los misterios de una leyenda
En busca de Atahualpa Yupanqui
Tras dos años y medio de trabajo, quien firma este texto acaba de publicar En nombre del folclore (Emecé), en el que recorre la vida del primer cantautor de la Argentina moderna, un hombre que se fundió con la cultura anónima del país




Por Sergio A. Pujol
Para LA NACION

"Querida, acabo de matar a Yupanqui." Así, con estas palabras, mi mujer se enteró de que había terminado de escribir En nombre del folclore (Emecé), mi biografía de Atahualpa Yupanqui. Dos años y medio fatigando a mi familia con una andanada de milongas, zambas y vidalas. Dos años y medio contándoles la historia de "El arriero" y "Luna tucumana" y describiéndoles, una y otra vez, la noche en la que don Ata salió a un escenario parisino de la mano de Edith Piaf. El tema se me había impregnado de tal manera que hasta empecé a hablar como un gaucho zen, consustanciado con una sabiduría de la que, al menos hasta el momento en que decidí cuál sería el tema de mi nuevo libro, me había sentido algo lejano.


Durante los años de la investigación no suspendí mis fervores jazzísticos ni dejé de solazarme con la melancolía del tango, pero todo lo que no fuera folclore, o más específicamente Atahualpa Yupanqui, pasó a un segundo plano. Durante las horas más productivas del día, los versos y melodías de don Ata me sitiaron, y yo feliz de la vida, buscando -¡y encontrando!- documentos inéditos, cartas privadas, viejos recortes de diarios que nadie recordaba y, entre otras fuentes, perlas de una discografía y una bibliografía amplias y algo escondidas. Tiempo completo para el payador perseguido, el primer cantautor de la Argentina moderna, el hombre que fundió su vida en el magma de una cultura anónima, para emerger de esa fundición como la encarnación de todo un género.


Contar una vida


Mi entusiasmo a la hora de investigar debió, no obstante, lidiar contra una serie de dificultades. En principio, en mi condición de investigador del Conicet tuve que justificar en términos científicos las razones del trabajo. Al respecto hice lo que pude, confiando en que mis pares sabrían tolerar mis veleidades de escritura "menor", puntualmente camufladas en los informes de avance del trabajo, ahí donde habita el material "duro" en el que suelen basarse mis libros. En general, la biografía como especialidad o género no cuenta con mucho prestigio epistemológico, al menos en la Argentina. En una reciente entrevista, Tulio Halperin Donghi definió la biografía como una historia sin problemas. La verdad es que me sentí un poco tocado. Sin ánimos de polemizar con el gran historiador argentino -no me da la talla para eso-, me pregunto a qué biografías se refería Halperin Donghi. Seguramente no a la que Peter Gay escribió sobre Freud. Ni a la que Herbert Lottman le dedicó a Camus.


Sin volar tan alto, puedo asegurar que el trayecto que va de la elección del personaje al libro terminado estuvo cargado de problemas. Pequeños problemas, quizá no los que se formula quien desee entender el funcionamiento de una sociedad o los traumas de un país, aunque algo de eso pueda vislumbrarse desde el caballo de Troya con el que un género "menor" penetra en el pasado. Veamos. Eso de "acabo de matar a Yupanqui" fue dicho en sentido figurado, pero no demasiado figurado. Había que elegir: o moría él o moría yo en la prosecución de la biografía perfecta. Pero al exclamar, entre la pena y el alivio, que acababa de matar a Yupanqui, quise también significar que había narrado su final, esa potestad divina que tiene todo biógrafo. ¿Cómo contar el momento en el que el poeta se pierde en "el gran silencio", como a él le gustaba decir? Bueno, ése es un típico problema de biógrafo.


En los casos de las biografías de escritores, músicos y artistas en general, existe un número limitado de momentos clave que el autor no puede ignorar. Son los que luego sobresalen en la textura de la historia, como ese punctum que Roland Barthes describió a propósito de la fotografía. Un lector ducho en biografías podrá determinar, a partir de cómo han sido resueltos esos nudos de la reconstrucción vital, si está ante una labor exhaustiva o ante alguna de esas penosas biografías noveladas.


Obviamente, están el nacimiento, el primer amor, la llegada de los hijos -si los hay- y la muerte. En esto, el biografiado ilustre no se diferencia mucho de cualquier terrícola, si bien brotarán de cada hecho cotidiano exhumado hilos invisibles que conducirán -discúlpenme los estructuralistas- a las obras o, para decirlo en términos menos románticos, a la producción cultural. Luego habrá que referirse a los hechos de dominio artístico: la primera publicación, grabación o concierto, la primera gran crítica -que a veces es negativa, como enseña la leyenda negra de los críticos-, el compromiso político o su ausencia, y el momento del ocaso, triste revelación que sólo evitan los que mueren jóvenes como Jimi Hendrix o los se retiran temprano como Greta Garbo.


Atahualpa Yupanqui hecho personaje no escapó a ninguno de estos casilleros. Lo que en realidad hizo fue complicarlos, llenarlos con datos superpuestos -era extremadamente preciso en la remembranza de nombres y lugares pero confuso con las fechas-, como si en verdad Héctor Chavero y Atahualpa Yupanqui fueran dos o más personas. "Tengo a veces la impresión de haber caminado durante siglos, en todas las praderas y en todas las montañas del mundo." Esta bellísima confesión -rara vez Atahualpa habló de un modo que no fuera fundadamente poético- revela, si no el misterio Yupanqui, al menos su carácter.


Casi no hay episodio relevante de su vida sobre el que no existan versiones distintas o acerca del cual falten pruebas, como en una leyenda. Nació en los campos de Pergamino, pero existe una creencia -sólo eso, claro- de que vino al mundo entre vecinos de Francisco Madero. Dijo haber terminado el secundario en Junín, aunque no hay registro de que así haya sido. Se afirma que fue "telonero" musical en la transmisión radial de la pelea Firpo-Dempsey de 1923, pero él aseguraba haber llegado a Buenos Aires por primera vez en 1927 o 1928. Cada uno de sus varios amores fue un "primer amor", a juzgar por la retórica que empleaba en su correspondencia sentimental. Fue padre cinco veces, aunque sólo asumió una paternidad plena con el hijo que tuvo con su querida y admirada Nenette.


Grabó cientos de discos y viajó incansablemente por la Argentina y el mundo, pero nunca se preocupó mucho por tener "una carrera artística". Durante el boom folclórico de los años 60 fue objeto de devoción, a la vez que se lo excluía del circuito de actuaciones. Pasó entonces por el ocaso dos veces: de la primera emergió con la bendición del éxito en París, luego irradiado a escala planetaria, para cobrar así una segunda y brillante vida.


Fue radical de Yrigoyen y luego comunista de Stalin; por ambos compromisos fue castigado con el ostracismo y, durante el gobierno de Perón, con la cárcel y la tortura, para dolor propio y de sus miles de seguidores, muchos de ellos peronistas. Después de alejarse del PC, profesó una suerte de humanismo libertario, aunque para la derecha siguió siendo "ese viejo comunista"; para los comunistas, un traidor, y para los peronistas, un gorila. Cosas de la Argentina.


En alguna medida, sus canciones nos representan a todos, pero en términos artísticos él fue un solitario empedernido, casi un Vito Dumas de la cultura argentina. Enfrentó a los auditorios más diversos y exigentes -hizo incontables viajes a Japón, donde lo adoraban- sin otro acompañamiento que el de su guitarra y sin cantar jamás en otra lengua que no fuera su castellano acriollado. En un mundo saturado de ruidos y distracciones, él pudo hacerse oír con una voz pequeña y una guitarra intimista. ¡Qué proeza! La imagen de Atahualpa ya viejo, con la digitación defectuosa y la voz disminuida, nunca llega a ser patética.


La invención del folclore


Como puede verse, su vida no fue un apacible galopar rumbo al gran silencio sino un viaje más bien turbulento y crispado. ¿Qué hacer con eso? Como aquel investigador de Junín al que sólo le interesa el Atahualpa de los primeros años -es decir, no Atahualpa, sino Héctor Chavero-, uno bien podría concentrarse en algún tramo de esa vida fascinante. Pero, al menos esta vez, el tamaño de mi esperanza fue enorme, y por eso intenté unir con cierta coherencia todas las facetas y períodos de quien supo escribir, cantar y tocar la guitarra en nombre del folclore argentino. En el proceso de hilvanado de tanta documentación y tanto testimonio, corroboré la sospecha de que a Yupanqui siempre lo recordamos viejo, como a Borges.


A propósito de esto último, quiero compartir una pequeña anécdota de la producción del libro. Cuando anduve por San Miguel de Tucumán rastreando las huellas de una etapa decisiva -les adjudico a los años tucumanos de Yupanqui su adscripción al comunismo y la creación de sus mejores canciones-, descubrí en el archivo del diario La Gaceta una foto prácticamente desconocida de un joven Atahualpa concentrado sobre su guitarra. Debía de ser de 1935 o un poco más tarde. Para mí, y también para el diseñador del Grupo Planeta, Mario Blanco, ésa era la tapa del libro: una fotografía nunca vista atrae a todo lector en busca de rarezas y revelaciones. Sin embargo, después de una consulta interna, llegamos a la conclusión de que muy pocos reconocerían en el guitarrista casi debutante al maestro del folclore. Y yo había escrito una biografía, no un ensayo sobre folclore. Había, entonces, que recurrir, una vez más, a un Yupanqui maduro, ya más cerca de la leyenda que de la Historia. En mi investigación, en cambio, puse todos los esfuerzos en llegar a ese Yupanqui joven, base invisible pero esencial del que vino más tarde.


Era evidente que para convertirse en la autoridad máxima de un género musical, asumiendo a puro talento la representación de prácticamente todas las provincias (una proeza extraña y en verdad poco "folclórica"), Atahualpa tuvo que transitar un peregrinaje enorme, tanto en kilómetros como en experiencia. (Hoy que la fama se gana y se pierde súbitamente, quizá cueste entender un proceso de maduración artística que mucho se parece a una ascesis.) Después de observar como un etnógrafo cada rasgo de lo anónimo, terminó por situarse él mismo en ese sitio inefable. Podríamos decir que su mímesis superó cualquier original: el explorador ocupó el lugar de lo explorado y Héctor Chavero devino folclore. Aquí tienen, a modo de adelanto, una de las conclusiones a las que arribé en mis dos años y medio de vida con Yupanqui. Una conclusión que, si se me permite el tono militante, sólo se puede lograr por el camino de la biografía.





Viajero incansable. Atahualpa anduvo por los caminos de la Argentina y del mundo
Foto: Archivo

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