¿Está cerca China?
En El Danubio y Microcosmos, el escritor italiano hizo redescubrir a los lectores y a los viajeros del mundo olvidado y poco conocido de la misteriosa Mitteleuropa (Europa Central). Ahora se publica El infinito viajar (Anagrama), obra de la que ofrecemos a modo de anticipo un capítulo sobre China y otro sobre Schönberg, el célebre compositor vienés. El libro reúne una serie de ensayos en los que el autor de Otro mar se desplaza en el tiempo y en el espacio, en la historia y en la ficción, para revelarnos el alma de los pueblos, los creadores y sus personajes emblemáticos desde España y el Quijote de Cervantes hasta la Rusia de Raskólnikov y Dostoievski
1. ¿Qué se pierde escribiendo? Me lo pregunta, con una sonrisa tímida en su cara ancha y risueña, una estudiante china -y aspirante a escritora- del primer curso de italiano en la Universidad de Xi an, la ciudad de los famosos guerreros de terracota y de la tumba del primer emperador. Su pregunta kafkiana llega inesperadamente en el aula del campus donde se debate la traducción china de mis Microcosmos , revelando indirectamente que China ha recorrido un vasto camino en estos años y quizás esté ya más cerca -como decía, en otro sentido, una vieja película de Bellocchio- de lo que se piensa. Es la literatura occidental la que se ha interrogado y se interroga con pasión acerca de las contradicciones de la escritura, sobre lo que esta da y quita, persiguiendo a la vida y situándose fuera de ella, captando su significado y abriéndose al amor, pero también cerrándose en un delirio de omnipotencia o en una obsesión narcisista. Kafka, Mann o Borges intuyen la ausencia que hay en toda expresión, la vida verdadera buscada y ausente que causa esta obsesiva búsqueda a veces desorientadora, el arte que para expresar la existencia pierde, el Yo que escribiendo da sentido al fluir del mundo pero descubre ser otro, actor o sustituto de sí mismo. Esa pregunta resume una problemática exasperadamente occidental, me la hizo muchos años atrás en París (participando en el bautizo de mi Danubio ) Maurice Nadeau, uno de los críticos actuales de mayor valía. Así, gracias a ese interrogante, el curso de los años entre aquella tarde parisina y esta de Xi an me parece un camino circular, una odisea que lleva de vuelta a casa. Cuando hablamos de ello el diálogo se topa con algunas dificultades, porque -como pocos días antes en Pekín- los estudiantes muestran tener una discreta preparación literaria y una magnífica preparación lingüística en lo que concierne al italiano, pero muchos de ellos tienen una idea vaga de qué es la Odisea . La globalización hace que sea más indispensable cada vez la institución de un canon cultural común, la elaboración de un núcleo de conocimientos y valores fundacionales para todos, por encima de cualquier frontera de civilización. Pero el proceso de globalización favorece y a la vez obstaculiza la formación de esta base compartida, nunca tan necesaria como hoy; el vertiginoso hacinamiento de informaciones, estímulos y cambios se cancela a sí mismo, mutila la memoria, desintegra el tejido cultural común. Precisamente la mezcolanza universal y las extraordinarias innovaciones tecnológicas requerirán, en versión actualizada y extendida a los nuevos conocimientos, el viejo liceo universalista que las farragosas reformas de los últimos años se han empeñado en desmantelar. En un prestigioso college americano, hace un año, de treinta y nueve estudiantes solo uno sabía quién era el mariscal Tito, lo cual hacía que fuera problemático hablar con ellos de literatura de frontera, de Trieste, de Europa central y Europa oriental. Con los estudiantes de Pekín o de Xi an, guiados por excelentes docentes, la dificultad no es mayor aunque casi desaparezca en el fervor de su interés por Italia, que les empuja a buscar con todos los medios a su alcance la posibilidad de venir a nuestro país. Vivir significa hoy, más que nunca, viajar; la condición espiritual del hombre como viajero de la que habla la teología es también una situación concreta para masas de personas cada vez más considerables. En las vertiginosas transformaciones del vivir, el regreso a sí mismo -material y sentimental- se vuelve más y más incierto; el Ulises actual no se asemeja al homérico o al joyceano, que al final vuelven a casa, sino más bien al dantesco que se pierde en lo ilimitado, o al de Li Sao de Chü Yüan, una peripecia ulisiana china, que al final ve su pueblo desde lo alto pero no puede regresar a él.
Claudio Magris
El Danubio y la alquimia de géneros
Por Héctor M. Guyot
De la Redacción de LA NACION
Cuando hace más de quince años tomé del estante El Danubio, de Claudio Magris, un librero de aquellos que saben leer bien me previno: "Cuidado con ese ladrillo". Por entonces, Magris era aquí un perfecto desconocido. En parte para responder al desafío, en parte por pura intuición, me fui de la librería con el ladrillo bajo el brazo y allí lo llevé de paseo por dondequiera que fuese durante las semanas que insumió su lectura. La felicidad que me depararon esas páginas seguramente estaba hecha del encuentro entre la prosa incandescente del escritor triestino, apoyada en una mirada de viajero tan vital como filosófica, y mis circunstancias de entonces. Sin embargo, cada vez que he vuelto a abrir el libro en busca de aquel reflejo, la magia seguía allí. Con El Danubio (Anagrama), de cuya publicación en español se cumplen veinte años, Magris impuso una forma mestiza de narrar que diluye los límites entre la biografía, la historia, el pensamiento y la crónica. Antes que nada, se trata de un relato que le restituye al hombre su condición esencial: la de viajero. Magris sigue el curso del Danubio desde su nacimiento en el sur de Alemania hasta su desembocadura en el Mar Negro. Viaja por Austria, por lo que hoy son la República Checa y Eslovenia, por Hungría, la ex Yugoslavia, Rumania y Bulgaria, siempre de cara al río y a la vida pero atento también a un pasado que se niega a desaparecer y que ilumina con luz intensa los pueblos y culturas de la Mitteleuropa. Los detalles cotidianos que registra el escritor en su peregrinar traen aparejados el rescate de un hecho histórico, de una anécdota -la pequeña historia-, de un escritor o de una reflexión. Así, el viajero avanza no solo hacia adelante -hacia el mar- sino también hacia el pasado y, sobre todo, hacia el interior de sí mismo, hacia el centro de su voz. Y es precisamente esa voz, que en su transcurrir busca confundirse con el generoso fluir del río, lo que mantiene la unidad del relato y el encantamiento del lector. Detrás de ese narrador atípico que invoca, entre otros, los fantasmas de Céline, Kafka, Bruckner, Celan y Canetti, hay un espíritu clásico que busca comprender el mundo que describe. Un espíritu sensible a la luz pero que, en su equilibrio, no desdeña el lado oscuro de las cosas. Al librero del juicio apresurado nunca le reclamé nada. Magris hubiera estado de acuerdo en que dirimir una diferencia no es tan importante como mantener una vieja amistad.
Claudio Magris
La mesa de Schönberg
Los últiles desparramados encima de la superficie de madera que le servía de escritorio al músico vienés, hoy conservados en el museo, llevan a pensar en una vida arraigada en la familia, los afectos y el orden cotidiano
La imagen de la bondad a menudo va unida a una relación amistosa y confidencial con las cosas, a una respetuosa familiaridad con los objetos, a una atenta y sabia capacidad de manejarlos con habilidad, pero también con cuidado y respeto. La amabilidad dirigida a las personas, los animales o las plantas se extiende, espontáneamente, a las cosas, al vaso donde se pone la flor; la bondad también está en las manos, en la manera en que se tienden hacia otras o toman un cenicero de la mesa. La atención, ha sido dicho, es una forma de plegaria, el reconocimiento de la realidad objetiva, de un orden, de confines; un modo de mirar más allá y por encima del propio Yo [...] Existe una robusta bondad de las manos, precisamente de quien se preocupa por los demás y no se concentra estérilmente solo en sus apetencias; se asemeja a la infancia, cuya fantasía se enciende por una piedra o una caja de cerillas vacía, y se parece sobre todo al arte, que no existe sin esta sensual, curiosa y escrupulosa pasión por la concreción física y sensible de los detalles, por las formas, los colores, los olores, por una superficie lisa o áspera, por la revelación que puede llegarnos de la orla de la resaca o del botón cosido torcido en una chaqueta. Todas las cosas y todos los materiales pueden ser envueltos por esta luz: clavos herrumbrados, cristales de rascacielos o pantallas de ordenador que se animan como la lámpara de Aladino; pero sobre todo la madera tiene una religiosa fraternidad toda suya, quizá por la estrecha cercanía a la mano que la sujeta y modela, por el placer que da al tacto, por su olor vivo. [...] También la mesa de Schönberg está repleta de objetos, hacinados a más no poder en ese aparente desorden en el que solamente quien los ha puesto y desparramado de esa forma puede manejarse, pero que -justo por eso- es el verdadero orden de quien vive y trabaja disponiendo y organizando la realidad. En esa mesa, a la buena de Dios, hay cuadernos, tinteros, libretas de apuntes, hojas de papel pautado atiborradas notas, lápices, plumieres y libros, rodillitos construidos ingeniosamente para pegar sellos o cerrar sobres, un violín de cartón, complicados tableros de ajedrez ideados por él diferentes de los habituales y originales fichas, modelos y dibujos de los célebres naipes de su invención, los cuadraditos de cartulina de diferentes colores que le servían para estudiar las posibilidades combinatorias de las doce notas. En el suelo hay palos, dobla-papeles, sierras, martillos, utensilios y artilugios de variados géneros. La mayor parte de ellos son útiles fabricados por él, bien por necesidad y para ahorrar, bien por gusto y placer. Schönberg se construía su mundo como Robinson Crusoe, cortaba y segaba y pegaba, se hacía papeleras o cilindros para meter plumas y lapiceros, envolvía con cuidado en tiritas de cartón los muñoncitos de lápiz para hacer que duraran más. Esa mesa no se encuentra en Viena, sino en Los Ángeles, en el Arnold Schönberg Institute de la University of Southern California -no es de extrañar, puesto que tal vez la Viena más verdadera sobreviva en el exilio. Ese cálido mar de cosas está en la ciudad donde el músico se refugió para huir del nazismo; y no en la casa donde vivía -y ahora vive su hijo Ronald- sino en el instituto que guarda el riquísimo material de archivo que sus tres hijos depositaron allí en 1976: seis mil páginas de manuscritos musicales, literarios y personales, dos mil volúmenes donde a menudo abundan las anotaciones autógrafas en los márgenes, ensayos y artículos, epistolarios, fotografías, revistas, discos y cintas, documentos varios, desde los folios-licencia de la Primera Guerra Mundial hasta las tarjetas de felicitaciones, papeles de todas clases y de gran interés clasificados y ordenados con claridad y precisión. Pero esa mesa no lleva a pensar en el exilio, en el desarraigo o la lejanía, sin en la casa, en los Lares, en una vida profundamente radicada en la familia, los afectos y el orden cotidiano. [...] Es la casa que el judío de la diáspora, sin patria pero con una patria en el corazón, lleva siempre consigo y que nada puede aniquilar; el judío insertado en la tradición, en la Ley, en el Libro, el cual, según la vieja historia, cuando parte y alguien le pregunta si va lejos, responde talmúdicamente a una pregunta preguntando a su vez: "¿Lejos de dónde?"; porque por una parte está lejos siempre y dondequiera que vaya, pero por otra nunca está lejos de su centro de valores. En esta habitación de Schönberg, maestro y creador de disonancias, se advierte la huella de la armonía, la de un hombre que vivió en la armonía. Es la habitación de un fabuloso padre, de un personaje de familia que acaso no concretaba mucho y a quien sus parientes miraban con recelo, pero que para nosotros era el mago que daba vida a las cosas transformando trocitos de carta en criatura misteriosas, construyendo teatros de marionetas o belenes con pastores y camellos que se mueven en la sombra. Nuria Schönberg-Nono, la hija que se ocupa personalmente del museo y está trabajando en una biografía del compositor, me habla de los semáforos de cartón y de otros complicados juguetes llenos de fantasía que su padre construía para ella y sus hermanos, o de las perchas especiales que le hacía a su mujer, Gertrude, para colgar las faldas de manera que no se arrugasen. En el ensayo escrito por ella que acompaña la publicación de los bonitos naipes hechos por Schönberg, cincuenta y dos cartas de whist , Nuria recuerda lo mucho que le gustaba de pequeña quedarse mirándolo mientras tijereteaba, cepillaba y encolaba preparando los modelos para sus invenciones, y sentir el olor del pegamento y del engrudo que el creador del Pierrot lunaire y de Moisés y Aarón hacía mezclando agua y harina en una cacerola. Más tarde, durante la cena en casa de Schönberg, los tres hermanos -Nuria, Ronald y Lawrence- rememoran de cuando en cuando juegos y cumpleaños, las veladas familiares que transcurrían sentados a la mesa entre chistes, bromas, risas e instancias a que se aplicaran en el colegio, con esa complicidad fraterna que es el mejor, más espontáneo homenaje a unos padres que han sabido ser tales. Mirando esa mesa y escuchando esos relatos se piensa con envidia en el señorío de Schönberg sobre el tiempo, en el tiempo que utilizaba para tantas y tantas cosas aparentemente de poca monta en vez de dedicárselo, como sucede a menudo, a la febril administración del propio genio, a las conferencias, las entrevistas, la promoción de sí mismo y la organización cultural. La grandeza de Schönberg no parece pesar sobre sus hijos, como quiere una retórica rancia y, entre otras cosas, sucede con frecuencia: no los aplasta sino que los potencia y más que nada los anima; no arroja una sombra sobre sus rostros sino una luz fresca y amable, la clara y afectuosa sonrisa con que la hija me habla de su padre. Viendo las caras y las maneras de ser de sus hijos se intuye que Schönberg, un coloso del arte más elevado y riguroso, les dio ese afecto que educa a ser libres, a sentirse en armonía con el mundo -dentro de los límites en que la tragedia y la absurdidad de la vida lo permiten. La música de Schönberg penetra profundamente en esa tragedia y esa absurdidad, en las disonancias del corazón, la historia y el destino. Sin la experiencia de la escisión y la laceración, sin aventurarse como Moisés en el desierto, sin renunciar a las consolaciones de las imágenes reconfortantes, no hay arte grande y no es posible siquiera dar voz a la armonía y la alegría: auténticas solo cuando pasan a través del conocimiento y la conciencia de la tragedia; de otro modo, falsas y postizas. El gran artista sabe, como Kafka, que su tarea es tomar para sí el lado negativo y el mal de su época. Pero esta bajada a los infiernos no es necesariamente fascinación del mal y renuncia a la humanidad. No muy lejos de la casa de Schönberg y de las altas olas del Pacífico que rompen de improviso enormes sobre la playa, vivía Thomas Mann, un exiliado como él. Los Schönberg iban a veces de visita a casa del escritor, pero los niños, incluso mayorcitos ya, tenían que quedarse fuera porque la infancia no gustaba mucho allí. Schönberg sintió un profundo dolor cuando en el Doctor Faustus , para representar la tragedia del arte contemporáneo condenado a una perfección falta de humanidad y a su manera enlazada con la barbarie nazi, Mann identificó la música dodecafónica como este arte grande, pero inhumano y demoníaco. [...] El Doctor Faustus no pretende ser un estudio sobre Schönberg, sino una novela. Pero la grandeza y la fama de la novela pueden inducir a muchos a pensar que la música de Schönberg es efectivamente la que Mann le atribuye a su héroe infernal. Judío y compenetrado en lo hondo por un sentimiento sagrado de lo humano, Schönberg no podía no entristecerse al ver que su música era relacionada de alguna manera con el resultado final y barbárico de la involución de la cultura germánica. "Si Mann me lo hubiese pedido", le dijo a su hija, "yo hubiera podido inventar para él una música demoníaca e inhumana que habría podido describir en su libro. No la inventé porque una música así no me interesaba, la mía es otra cosa " De entre numerosos malentendidos, ese le había amargado particularmente. Pero Schönberg, creador de una música radicalmente nueva y tantas veces malinterpretada, rechazada y acusada de muy diferentes maneras, había aprendido a soportar con tranquilidad también la incomprensión dolorosa. "A quien Dios Nuestro Señor le ha encomendado la misión de decir algo impopular", dice su voz serena y profunda en un discurso berlinés de 1931 que escucho en el museo, "le ha sido conferida a un tiempo por ...l la capacidad de percibir y aceptar que ser comprendidos siempre se queda para los demás."
22 de octubre de 1989
[Traducción: Pilar García Colmenarejo]
"Retrato de Arnold Schönberg", de Richard Gersti
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