RADAR LIBROS
Domingo, 27 de Enero de 2008
Rafael Barrett es una figura literaria esquiva y probablemente opacada por la potencia de su propia leyenda. Dandy maldito devenido anarquista, hombre de acción y pasión, dejó una profusa obra inédita recopilada en forma irregular. Sin embargo, con el tiempo se ha convertido en un escritor admirado por muchos de sus pares, de Valle Inclán a Augusto Roa Bastos. Aquí, Abelardo Castillo traza el derrotero de los episodios clave de su vida, mientras acaba de aparecer Asombro y búsqueda de Rafael Barrett (Anagrama) del periodista español Gregorio Morán, biografía de la que se reproduce un fragmento.
Por Abelardo Castillo
Hay hombres cuyas vidas, por caudalosas que hayan sido, constan quizá de un solo acto, de un único momento decisivo que es como la cifra de toda su existencia. En Dostoievski, ese instante fueron los diez lúcidos minutos de agonía previos al indulto, ya vestido con la túnica blanca de la muerte, en la Plaza Semenovsk de San Petersburgo; en Cervantes, alguna noche insomne de los años de cautiverio cuando entrevió por primera vez la cara del Quijote; en Horacio Quiroga, fue el balazo que se disparó su padrastro, muerte prodigada tenazmente en el tiempo con la de su mejor amigo, con la de su mujer, con la suya propia. A veces, ese acto es de veras único; a veces, se multiplica en los días de una vida como si buscara su figura cabal, la de verdad significativa, la ya irrevocable. La existencia de Rafael Barrett comienza a dibujarse, como un borrador, formalmente ya casi perfecto, pero todavía demasiado personal y hasta demasiado fácil, en algún lugar de los primeros años del siglo XX, en Madrid. Barrett era entonces un dandy más bien irresponsable. Podía, sin abuso, ser llamado Rafael Angel Jorge Julián Barrett Clarke y Alvarez de Toledo. Por la parte materna, estaba emparentado con la Casa de Alba; por la del padre, con el Imperio Británico. Era arrogante. Dilapidaba herencias y seguramente no eludía las camas ajenas. Se batía a duelo; su padrino, en esos trances, solía ser Valle Inclán. El episodio clave a que me refiero ya es célebre, o debería serlo, y lo narró Ramiro de Maetzú. Fue así. Un encumbrado señor de la corte madrileña, un grande de España, un caballero, recalquémoslo sin temor, de la misma imbécil y frívola casta social a la que pertenecía el propio Barrett, le tomó inquina y lo injurió. Barrett era muy apuesto, muy inteligente y muy viril; razón de más para que su aristocrático enemigo lo llamara homosexual. No eran aún los tiempos en que la palabra homosexual llegaría a ser meramente descriptiva o neutra, si es que en el orbe hispánico llegó a serlo alguna vez. Barrett le molió el lomo a latigazos, en un teatro, ante todo Madrid, y exhibió un certificado médico sobre su impoluto esfínter. Pocos meses después se fue para siempre de España. Cuando, hacia 1904, su nombre empieza a pronunciarse en América, ya es el anarquista Rafael Barrett, el revolucionario Rafael Barrett, el formidable escritor Rafael Barrett. ¿Cómo pudo suceder esto? ¿Cuándo sucedió? Ramiro de Maetzú, al contar el episodio del teatro, escribía: “Fue entonces cuando le conocí. No vi en él más que a la víctima de una injusticia. Que fuera hombre capaz de sentir las injusticias que los demás sufrieran no pude adivinarlo (...) Entonces no pudo parecerme sino un señorito despedido de su clase social”. Cierto. Barrett, como cualquiera de nosotros, era fácilmente sensible a las injusticias que se ensañan con el propio pellejo. De ahí a padecer las que injurian el cuerpo y el alma ajenos, tal vez no hay más que un paso: lo difícil es darlo. Y para darlo, aun siendo Barrett, se precisa siempre algún tipo de ayuda. No hace falta creer en Dios para escribir que, en estos casos, suele intervenir Dios. Porque entonces ocurrió algo que perfeccionó el borrador de aquel dibujo iniciado en España: Barrett, una madrugada, en Buenos Aires, vio a un hombre comiendo un pedazo de carne que acababa de encontrar en un tacho de basura.
Hay hombres cuyas vidas, por caudalosas que hayan sido, constan quizá de un solo acto, de un único momento decisivo que es como la cifra de toda su existencia. En Dostoievski, ese instante fueron los diez lúcidos minutos de agonía previos al indulto, ya vestido con la túnica blanca de la muerte, en la Plaza Semenovsk de San Petersburgo; en Cervantes, alguna noche insomne de los años de cautiverio cuando entrevió por primera vez la cara del Quijote; en Horacio Quiroga, fue el balazo que se disparó su padrastro, muerte prodigada tenazmente en el tiempo con la de su mejor amigo, con la de su mujer, con la suya propia. A veces, ese acto es de veras único; a veces, se multiplica en los días de una vida como si buscara su figura cabal, la de verdad significativa, la ya irrevocable. La existencia de Rafael Barrett comienza a dibujarse, como un borrador, formalmente ya casi perfecto, pero todavía demasiado personal y hasta demasiado fácil, en algún lugar de los primeros años del siglo XX, en Madrid. Barrett era entonces un dandy más bien irresponsable. Podía, sin abuso, ser llamado Rafael Angel Jorge Julián Barrett Clarke y Alvarez de Toledo. Por la parte materna, estaba emparentado con la Casa de Alba; por la del padre, con el Imperio Británico. Era arrogante. Dilapidaba herencias y seguramente no eludía las camas ajenas. Se batía a duelo; su padrino, en esos trances, solía ser Valle Inclán. El episodio clave a que me refiero ya es célebre, o debería serlo, y lo narró Ramiro de Maetzú. Fue así. Un encumbrado señor de la corte madrileña, un grande de España, un caballero, recalquémoslo sin temor, de la misma imbécil y frívola casta social a la que pertenecía el propio Barrett, le tomó inquina y lo injurió. Barrett era muy apuesto, muy inteligente y muy viril; razón de más para que su aristocrático enemigo lo llamara homosexual. No eran aún los tiempos en que la palabra homosexual llegaría a ser meramente descriptiva o neutra, si es que en el orbe hispánico llegó a serlo alguna vez. Barrett le molió el lomo a latigazos, en un teatro, ante todo Madrid, y exhibió un certificado médico sobre su impoluto esfínter. Pocos meses después se fue para siempre de España. Cuando, hacia 1904, su nombre empieza a pronunciarse en América, ya es el anarquista Rafael Barrett, el revolucionario Rafael Barrett, el formidable escritor Rafael Barrett. ¿Cómo pudo suceder esto? ¿Cuándo sucedió? Ramiro de Maetzú, al contar el episodio del teatro, escribía: “Fue entonces cuando le conocí. No vi en él más que a la víctima de una injusticia. Que fuera hombre capaz de sentir las injusticias que los demás sufrieran no pude adivinarlo (...) Entonces no pudo parecerme sino un señorito despedido de su clase social”. Cierto. Barrett, como cualquiera de nosotros, era fácilmente sensible a las injusticias que se ensañan con el propio pellejo. De ahí a padecer las que injurian el cuerpo y el alma ajenos, tal vez no hay más que un paso: lo difícil es darlo. Y para darlo, aun siendo Barrett, se precisa siempre algún tipo de ayuda. No hace falta creer en Dios para escribir que, en estos casos, suele intervenir Dios. Porque entonces ocurrió algo que perfeccionó el borrador de aquel dibujo iniciado en España: Barrett, una madrugada, en Buenos Aires, vio a un hombre comiendo un pedazo de carne que acababa de encontrar en un tacho de basura.
No voy a contar, no ahora, lo que sucedió en ese momento. Barrett mismo ya narró los hechos en una página terrible que se llama “Buenos Aires”, y yo no quiero repetir sus palabras sin aclarar antes unas cuantas cosas. Barrett era anarquista, era socialista, era revolucionario, pero no era un hombre violento. O mejor, tal vez lo era, y mucho, pero por eso mismo, como Tolstoi, odiaba la violencia con todo su corazón. La palabra “amor”, la palabra “santo”, la vecindad de su cara con la de Jesús aparecen en todos los testimonios de quienes lo conocieron. El poeta Elvio Romero lo ha visto mejor que nadie: sólo dos hombres fueron llamados apóstoles en nuestra América. Martí y Barrett.
De ese hombre quiero hablar, antes de escribir lo que pasó aquella madrugada.
Poco menos que expulsado de Buenos Aires por haber escrito sobre Buenos Aires, Barrett llega a Asunción del Paraguay en 1904, como corresponsal de El Tiempo para dar cuenta de la “patriada” de los liberales contra los colorados que usurpaban el poder desde hacía treinta años. Barrett termina plegándose a la lucha armada, “por ver si encuentro la bala que me mate”. La revolución liberal culmina en parodia, pero triunfa, y Barrett se afinca en Asunción. Todavía se lo acepta en los salones de la buena sociedad paraguaya, donde conoce a Francisca Solana, la que será su mujer y madre de su hijo. Ya ha comenzado a publicar sus Moralidades actuales y a comprender lo que son los yerbales. Vive de lo que puede y como puede. Colabora en los diarios burgueses, mide campos, trata de enseñar matemáticas. También interviene, a su modo, en esos estruendosos asesinatos callejeros que los paraguayos llamaban revoluciones. En dos o tres años se ha ganado la admiración literaria de los mejores, el rencor político de los más poderosos y hasta el respeto de los que lo odian. Un coronel ha dicho “el hombre más valiente que yo haya visto”, refiriéndose a la participación de Barrett en una de aquellas vastas matanzas patrióticas. Lo cuenta Alvaro Yunque. Fue en julio de 1908. Los paraguayos se asesinaban en las calles de Asunción, y los cadáveres y los heridos quedaban ahí, tirados en las veredas o en los zanjones. La Asistencia Pública no se dejaba ver por ninguna parte. Entonces, en medio del tumulto apareció Barrett: se había procurado un coche de plaza e iba, solo entre las balas, descalzo, recogiendo o restañando cuerpos. ¿Por qué descalzo? Francisca, su mujer, ha explicado la razón. “Se había sacado los zapatos para que yo no lo oyera al escaparse a defender al prójimo. ‘Perdona lo que te he hecho sufrir, menuda, si vieras esos pobres soldaditos muertos o gravemente heridos...’; así me habló, besando mis manos, después de dos días de no saber de él.” El coronel de que habla Yunque tal vez haya sido el mismo bárbaro y ambiguo coronel Jara, al que, en 1961, todavía recordaba la viuda de Barrett: “El coronel Jara... odiaba a mi esposo y lo persiguió siempre. Sin embargo, no hizo más que sonreír cuando Rafael entró en su cuartel escalando un muro ya que no le franqueaban la entrada, en pleno combate del 2 de julio, para retirar a los heridos que se estaban gangrenando, tratándolo ahí mismo de asesino. Jara lo dejó hacer, limitándose a observar que era una locura exponerse así”.
Algo imponente debía de haber en Barrett, ya que este ecuánime coronel Jara era el mismo Albino Jara capaz de matar a golpes a un subordinado, al sargento Espíndola, porque le habían comentado que el sargento proyectaba asesinarlo.
Barrett fundó la literatura paraguaya, me dijo una tarde Augusto Roa Bastos. Claro que sí. Pero, como se ve, el Paraguay encarnizado que le tocó vivir no era el más propicio para fundar literaturas. Lo hizo, sin embargo, lo hizo en una docena de libros espléndidos y feroces escritos en menos de seis años. Lo hizo con Moralidades actuales, con Diálogos y conversaciones, con Lo que son los yerbales, fulgurante panfleto sin el cual no existiría una de nuestras grandes novelas sociales, El río oscuro, de Alfredo Varela. Lo hizo con El dolor paraguayo. Lo hizo con las páginas luminosas de Al margen, de Mirando vivir, de Ideas y críticas, que ayudaron a fundar también lo mejor de nuestra prosa. Hizo esto e hizo otras cuantas cosas más. Recordemos una. El célebre sabio francés Henri Poincaré había expuesto un problema de matemática superior que puso a consideración del mundo. Ningún matemático europeo lo resolvió. O sí, uno, que no era del todo matemático sino ingeniero, y que no vivía en Europa sino en un perdido lugar del infierno llamado Villeta, en Paraguay. Era Barrett, naturalmente, quien en esos mismos días participaba de la rebelión donde no encontró la bala que decía buscar. Y no la encontró porque en realidad no la buscaba, porque lo que estaba buscando era otra cosa, lo que entrevió una madrugada en Buenos Aires. Estaba buscando, como diría Nietzsche, lo único que debe buscar un hombre: llegar a ser lo que es. Un día le dirá a su mujer: “¿Sabes, menuda? No estoy hecho para depender de otro. ¿Qué me dices si me dedico a escribir y vivimos de lo que pueda ganar?”. Otro día, seguramente anterior, le ha dicho a su amigo y compañero José Bertotto: “Desde hoy, no vuelvo a calcular. Abandono el lápiz, la matemática y el teodolito. ¡Qué! Hablar contra la propiedad todos los días con feroz repetición y, un segundo después, medir tierras como océanos para autorizar la exactitud de sus límites... ¡No!”.
Y ahora volvamos a la noche de 1903. La página de Barrett a que aludí se llama Buenos Aires y el lector podrá hallarla, completa, en Moralidades actuales. Yo espero no traicionarla demasiado y la resumo acá. Barrett describe la sombra indecisa del amanecer, la llovizna, “la soledad donde todavía duermen pozos de tiniebla”, la gravedad de las caras de los canillitas descalzos que corren “a distribuir por la ciudad del egoísmo la palabra hipócrita de la democracia y del progreso, alimentada con anuncios de rematadores”. Cuenta cómo poco a poco la penumbra va descubriendo formas, larvas humanas, y cómo esa ralea harapienta revuelve en la basura y espanta a las últimas ratas de la noche. Todo esto en la Avenida de Mayo, la calle de los mármoles y las cúpulas, todo esto en el arrogante Buenos Aires de aquel dorado principio de siglo XX. Y en ese momento apareció el viejo. Dice Barrett, ahora palabra por palabra: “Ropa sin nombre, trozos recosidos atados con cuerdas al cuerpo miserable, peleaban con el invierno. Los pies parecían envueltos en un barro indestructible. Se deslizó hasta mí; no pidió limosna. Vio una lata donde se había arrojado la basura del día, y sacando un gancho comenzó a revolver los desperdicios que despedían un hedor mortal. Contemplé aquellas manos bien dibujadas, en que sonreía aún el reflejo de la juventud y la inteligencia; contemplé aquellos párpados de bordes sanguinolentos, entre los cuales vacilaba el pálido azul de las pupilas, un azul de témpano, extrahumano, fatídico. El viejo –si lo era– encontró algo, una carnaza a medio quemar, a medio mascar, manchada aún con la saliva de algún perro. Las manos la tomaron cuidadosamente. El desdichado se alejó. Creí observar, adivinar... que su apetito no esperaba...
“¡También América! Sentí la infamia de la especie en mis entrañas. Sentí la ira implacable subir a mis sienes, morder mis brazos. Sentí que la única manera de ser bueno es ser feroz, que el incendio y la matanza son la verdad, que hay que mudar la sangre de los odres podridos. Comprendí, en aquel instante, la grandeza del gesto anarquista, y admiré el júbilo magnífico con que la dinamita atruena y raja el vil hormiguero humano.”
¿Será necesario volver a escribirlo? Barrett no amaba la violencia. Barrett nunca lastimó a nadie, y salvó muchas vidas a costa de la suya, ya que la tuberculosis que deshizo su cuerpo fue el precio de su amor por la gente. Barrett detestaba la muerte y la barbarie. Yo he creído comprender, sin embargo, que sin sentir el odio que sintió aquella madrugada no se puede ser bueno.
Barrett estuvo entre nosotros seis años. En el relámpago de ese tiempo se hizo revolucionario, escribió una docena de libros imborrables y fundó una literatura y una ética. Murió en 1910, a los 34 años, edad en que otros escritores empiezan a pensar qué harán de sus palabras o de su vida. Nunca paró de escribir, ni en el barco que lo llevaba a su tumba, ni en la cama del hospital de Arcachon. Su última nota, sobre la muerte de León Tolstoi, está fechada unos días antes de su propia muerte. La imagen póstuma que nos queda de él es la que nos dejó Emilio Frugoni: “Me sonrió por última vez en su camarote, con aquella sonrisa abierta, bañada en suave luz de bondad, de tolerancia, de perdón y de afecto. Volví a ver al Jesús de las estampas. Y no volví a verlo más”.
Nueve gallinas y un gallo
Fragmento de Asombro y búsqueda de Rafael Barrett, que Anagrama acaba de distribuir en la Argentina.
Por Gregorio Morán
Las putas gallinas tuvieron la culpa. Porque la verdad es que todo empezó por unas gallinas. Y la voz de Jerónimo Granda sacándome del cálido sopor de un sábado veraniego, en el trecho que va de prepararse el desayuno, a sentarse a la vida en día de asueto y la llamada del teléfono. Unas putas gallinas que además llegaron por teléfono, introducidas por la voz ronca, matutina, inconfundible en su sarcasmo, del amigo Jerónimo haciendo una pregunta de respuesta estúpida.
–¿Molesto? (...)
–Escucha esto –siguió Jerónimo sin apenas otra pausa que la obligada para respirar–. “Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada...”
Acababan de aparecer las putas gallinas en mi vida. Hasta entonces yo me había limitado a comer los huevos; unas veces crudos, cuando de chicos teníamos la cara pálida, según apreciación de las madres de la época. Se aseguraba que concentraban vitaminas. También en pleno gozo satisfecho de la vida, con amigos o sin ellos, pero como un regalo, se comían fritos y siempre acompañados de algo; patatas, pimientos, chorizo, incluso, el dedo, huevos fritos con dedo y pan, densos, de yema espesa y clara sutil como el encaje. Eso y tratarlas a patadas si las encontrabas por el campo, o por las callejas de los pueblos, era toda la relación que tenía con las gallinas un niño hasta llegar a la adolescencia (...) Las pocas gallinas “libres” de nuestra edad de la razón se habían vuelto sabias y ya apenas salían del gallinero y, como sabias que eran, tenían terror del ruido y de los hombres. Los huevos perdieron el encanto de la yema y de la clara, y adquirieron un vago aroma a pescado en salazón, y a nadie se le ocurría romperles la cáscara para comerlos crudos, por riesgo, decían, de quedarse amarillo como los tísicos de antaño. Había cambiado todo, el valor sintomático de los colores, los huevos, las gallinas, las felicidades fritas o crudas, incluso nosotros.
–¿Quieres que siga? –insistía Jerónimo.
Una pregunta retórica que entre amigos significa: voy a seguir y te joderás el sábado, de eso estoy seguro, porque te conozco y te va a afectar, pienses ahora lo que pienses. Aunque es obvio que no intuía que esas gallinas iban a cambiar el curso de mi vida, malgastaba el último instante con posibilidades para hacer un gesto que evitara lo que se me venía encima. Es indudable que no lo hice porque ya suponía lo irremediable, conociéndonos, como era el caso, desde que hicimos la primera comunión, y no es metáfora; aquella ocasión inolvidable en que nos dieron la única hostia agradable de nuestra vida, con derecho a ampliar la felicidad vistiéndonos de guardiamarinas sin barco, más vistosos que los toreros. No de estridente grana y oro sino de oro y blanco almidón, y además el privilegio de las solemnes ocasiones, el chocolate en taza, y la opción a ponernos perdidos de lamparones, desde la boca al disfraz, sin que nadie te reprochara nada. Y quizá por eso, obsesos como éramos hacia todo lo que uno pudiera meterse por la boca, dado que nosotros no comíamos sino que engullíamos, alguien del grupo infantil, quizás el mismo Jerónimo, que era delgado y blanquito y algo más alto que nosotros, cosa liviana, porque entecos como éramos pensábamos en la gordura como en una condición privilegiada de la opulencia, admirándonos más de los gordos que de los largos. Por tanto, es posible que fuera él, y en aquella magna ocasión, quien pronunciara la frase inmarcesible que yo volvía a recordar ahora, traída con la cálida evocación de las gallinas.
–¿Os imagináis si en vez de esta hostia, que no sabe a nada, nos dieran el Cuerpo de Cristo bajo la
forma de un huevo frito?
Y hubo un silencio cómplice, porque cada uno de la pandilla, casualmente la misma de siempre, lo cual no es casualidad sino costumbre, y que no voy a citar por sus nombres, apellidos y motes para no delatarlos ante la historia, fuimos culpables por haber estado durante varios segundos, interminables segundos pecadores, soñando con una hostia consagrada y sólida de huevo frito, entrando en la boca, empujándola con los labios y aplastándola suavemente con la lengua; usar los dientes nos habían advertido que se acercaba al pecado mortal. Pero la evocación del milagro duró tan poco como la voz de Jerónimo leyendo, con una entonación perfecta y cierto deje de ironía que me incitaba a atender los meandros de la dicción:
–“La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y de dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llenó para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.”
Una pausa larga. Ni él seguía, ni yo le acuciaba. Nos manteníamos en el teléfono ambos, de eso no cabía duda, pero quizás él, calibrando el efecto que me provocaban aquellas frases cortas, aquella narración escueta y sencilla como un estilete manejado por un niño, jugaba con mis sentimientos ya despiertos. Aquello no podía quedar así, aquel cabrón de amigo me estaba leyendo algo de alguien, quizá suyo, que exigía de mí la máxima atención, y de nuevo se me aparecían las gallinas, las putas gallinas, el animal quizá más despreciado de nuestra infantil humanidad si los términos no fueran contradictorios, infantil y humanidad, porque éramos tan crueles que hasta cuando, por un casual, debíamos echarles el grano, aprovechábamos para tirar el maíz con fuerza, simulando el efecto de un disparo graneado.
–Je, je, je. ¿Sigo?
Lo malo de los viejos amigos es que te disparan a la parte más sensible y lo hacen con precisión; te conocen tanto que nunca fallan y, si ocurre, sabes bien que se trata de un momento de debilidad, porque le tembló el recuerdo, no por falta de ganas o ausencia de motivos. Sólo por piedad.
–Je, je, je. Voy a seguir, entonces.
Pausa larga que sólo interrumpe su voz, más segura ahora, sin necesidad de acentuar la dicción, ni reforzar los sarcasmos. Levemente distante, como un historiador en trance de cerrar el ciclo del Imperio Romano (...)
–“Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis
gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas al intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino, reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecían criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.”
La historia me tenía enganchado, y la voz que la historiaba, ahora entregada, gozaba con mi estado de ansiedad notorio. No era difícil detectarlo incluso por teléfono. Siguió, dando con una inflexión la orden del punto final:
–“¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario.”
(...)
–¿De quién es eso?
Esa pregunta que se hace entre gente que lee, como para exigir la identificación, la cédula personal donde debería estar todo, ese código de barras que nos abre todas las rendijas por las que penetrar en algún autor antes de sentenciar sobre la bondad, la manipulación o la trampa. Mirado de frente y al bies.
–Barrett. ¿Te suena Barrett? Rafael Barrett.
No hay comentarios:
Publicar un comentario