Anticipo
Historia de la fealdad
¿Angelina Jolie y Brad Pitt pueden ser monstruos? Quizás en otra galaxia. Después de Historia de la belleza, el escritor italiano analiza en Historia de la fealdad (Lumen), libro del que ofrecemos la introducción y un capítulo sobre lo feo hoy, cómo cambia el gusto según las épocas, las culturas y ciertos elementos de juicio políticos y sociales. Distingue entre tipos de fealdad y su representación artística y se pregunta si la tendencia a diluir la oposición bello-feo no es un modo de exorcizar el horror del mal
Por Umberto Eco
Historia de la fealdad
¿Angelina Jolie y Brad Pitt pueden ser monstruos? Quizás en otra galaxia. Después de Historia de la belleza, el escritor italiano analiza en Historia de la fealdad (Lumen), libro del que ofrecemos la introducción y un capítulo sobre lo feo hoy, cómo cambia el gusto según las épocas, las culturas y ciertos elementos de juicio políticos y sociales. Distingue entre tipos de fealdad y su representación artística y se pregunta si la tendencia a diluir la oposición bello-feo no es un modo de exorcizar el horror del mal
Por Umberto Eco
A lo largo de los siglos, filósofos y artistas han ido proporcionando definiciones de lo bello, y gracias a sus testimonios se ha podido reconstruir una historia de las ideas estéticas a través de los tiempos. No ha ocurrido lo mismo con lo feo, que casi siempre se ha definido por oposición a lo bello y a lo que casi nunca se han dedicado estudios extensos, sino más bien alusiones parentéticas y marginales. Por consiguiente, si la historia de la belleza puede valerse de una extensa serie de testimonios teóricos (de los que puede deducirse el gusto de una época determinada), la historia de la fealdad por lo general deberá ir a buscar los documentos en las representaciones visuales o verbales de cosas o personas consideradas en cierto modo "feas". No obstante, la historia de la fealdad tiene algunos rasgos en común con la historia de la belleza. Ante todo, tan solo podemos suponer que los gustos de las personas corrientes se correspondieran de algún modo con los gustos de los artistas de su época. Si un visitante llegado del espacio acudiera a una galería de arte contemporáneo, viera rostros femeninos pintados por Picasso y oyera que los visitantes los consideran "bellos", podría creer erróneamente que en la realidad cotidiana los hombres de nuestro tiempo consideran bellas y deseables a las criaturas femeninas con un rostro similar al representado por el pintor. No obstante, el visitante del espacio podría corregir su opinión acudiendo a un desfile de moda o a un concurso de Miss Universo, donde vería celebrados otros modelos de belleza. A nosotros, en cambio, no nos es posible; al visitar épocas ya remotas, no podemos hacer ninguna comprobación, ni en relación con lo bello ni en relación con lo feo, ya que solo conservamos testimonios artísticos de aquellas épocas. Otra característica común a la historia de la fealdad y a la belleza es que hay que limitarse a registrar las vicisitudes de estos dos valores en la civilización occidental. En el caso de las civilizaciones arcaicas y de los pueblos llamados primitivos, disponemos de restos artísticos pero no de textos teóricos que nos indiquen si estaban destinados a provocar placer estético, terror sagrado o hilaridad. A un occidental, una máscara ritual africana le parecería horripilante, mientras que para el nativo podría representar una divinidad benévola. Por el contrario, al seguidor de una religión no occidental le podría parecer desagradable la imagen de un Cristo flagelado, ensangrentado y humillado, cuya aparente fealdad corporal inspiraría simpatía y emoción a un cristiano. En el caso de otras culturas, ricas en textos poéticos y filosóficos (como, por ejemplo, la india, la japonesa o la china), vemos imágenes y formas pero, al traducir textos literarios o filosóficos, casi siempre resulta difícil establecer hasta qué punto ciertos conceptos pueden ser identificables con los nuestros, aunque la tradición nos ha inducido a traducirlos a términos occidentales como "bello" o "feo". Y aunque se tomaran en consideración las traducciones, no bastaría saber que en una cultura determinada se considera bella una cosa dotada, por ejemplo, de proporción y armonía. ¿Qué significan, en realidad, estos dos términos? Su sentido también ha cambiado a lo largo de la historia occidental. Solo comparando afirmaciones teóricas con un cuadro o una construcción arquitectónica de la época nos damos cuenta de que lo que se consideraba proporcionado en un siglo ya no lo era en el otro; cuando un filósofo medieval hablaba de proporción, por ejemplo, estaba pensando en las dimensiones y en la forma de una catedral gótica, mientras que un teórico renacentista pensaba en un templo del siglo XVI, cuyas partes estaban reguladas por la sección áurea, y a los renacentistas les parecían bárbaras y, justamente, "góticas", las proporciones de las catedrales. Los conceptos de bello y de feo están en relación con los distintos períodos históricos o las distintas culturas y, citando a Jenófanes de Colofón (según Clemente de Alejandría, Stromata , V, 110), "si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos, o pudiesen dibujar con las manos, y hacer obras como las que hacen los hombres, semejantes a los caballos el caballo representaría a los dioses, y semejantes a los bueyes, el buey, y les darían cuerpos como los que tiene cada uno de ellos". En la Edad Media, Giacomo da Vitri ( Libro duo, quorum prior Orientalis, sive Hierosolymitanae, alter Occidentalis historiae ), al ensalzar la belleza de toda la obra divina, admitía que "probablemente los cíclopes, que tienen un solo ojo, se sorprenden de los que tienen dos, como nosotros nos maravillamos de aquellas criaturas con tres ojos Consideramos feos a los etíopes negros, pero para ellos el más negro es el más bello". Siglos más tarde, se hará eco Voltaire (en el Diccionario filosófico ): "Preguntad a un sapo qué es la belleza, el ideal de lo bello, lo to kalòn . Os responderá que la belleza la encarna la hembra de su especie, con sus hermosos ojos redondos que resaltan de su pequeña cabeza, boca ancha y aplastada, vientre amarillo y dorso oscuro. Preguntad a un negro de Guinea: para él la belleza consiste en la piel negra y aceitosa, los ojos hundidos, la nariz chata. Preguntádselo al diablo: os dirá que la belleza consiste en un par de cuernos, cuatro garras y una cola". Hegel, en su Estética , observa que "ocurre que, si no todo marido a su mujer, al menos todo novio encuentra bella, y bella de una manera exclusiva, a su novia; y si el gusto subjetivo por esta belleza no tiene ninguna regla fija, se puede considerar una suerte para ambas partes Se oye decir con mucha frecuencia que una belleza europea desagradaría a un chino o hasta a un hotentote, porque el chino tiene un concepto de la belleza completamente diferente al del negro Y ciertamente, si consideramos las obras de arte de esos pueblos no europeos, por ejemplo las imágenes de sus dioses, que han surgido de su fantasía dignas de veneración y sublimes, a nosotros nos pueden parecer los ídolos más monstruosos, del mismo modo que su música puede resultar sumamente detestable a nuestros oídos. A su vez, esos pueblos considerarán insignificantes o feas nuestras esculturas, pinturas y músicas". A menudo la atribución de belleza o de fealdad se ha hecho atendiendo no a criterios estéticos, sino a criterios políticos y sociales. En un pasaje de Marx ( Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 ) se recuerda que la posesión de dinero puede suplir la fealdad: "El dinero, en la medida en que posee la propiedad de comprarlo todo, de apropiarse de todos los objetos, es el objeto por excelencia Mi fuerza es tan grande como lo sea la fuerza del dinero Lo que soy y lo que puedo no está determinado en modo alguno por mi individualidad. Soy feo, pero puedo comprarme la mujer más bella. Por tanto, no soy feo, porque el efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora, queda anulado por el dinero. Según mi individualidad, soy tullido, pero el dinero me procura veinticuatro piernas: luego, no soy tullido ¿Acaso no transforma mi dinero todas mis carencias en su contrario?". Basta, pues, aplicar esta reflexión sobre el dinero al poder en general y se entenderán algunos retratos de monarcas de siglos pasados, cuyas facciones fueron devotamente inmortalizadas por pintores cortesanos, que desde luego no pretendían destacar demasiado sus defectos, y hasta hicieron todo lo posible por refinar sus rasgos. No cabe duda de que estos personajes nos parecen bastante feos (y probablemente también lo eran en su tiempo), pero era tal su carisma y la fascinación que les otorgaba su omnipotencia que sus súbditos los contemplaban con ojos de adoración. Por último, basta leer uno de los relatos más hermosos de la ciencia ficción contemporánea, "El centinela" de Fredric Brown, para ver que la relación entre lo normal y lo monstruoso, lo aceptable y lo horripilante, puede invertirse según la mirada vaya de nosotros al monstruo del espacio o del monstruo del espacio a nosotros: "Estaba completamente empapado y cubierto de barro; tenía hambre y frío y se hallaba a ciento cincuenta mil años luz de su casa. Un sol extranjero le iluminaba con una gélida luz azul y la gravedad, dos veces mayor de lo habitual, convertía cada movimiento en una agonía de cansancio Los de la aviación lo tenían fácil, con sus aeronaves relucientes y sus superarmas; pero cuando se llega al momento crucial, le corresponde al soldado de a pie, a la infantería, tomar la posición y conservarla, con sangre, palmo a palmo. Como este jodido planeta de una estrella de la que jamás había oído hablar hasta que lo habían enviado. Y ahora era suelo sagrado porque también había llegado el enemigo. El enemigo, la única otra raza inteligente de la galaxia crueles, asquerosos, repugnantes monstruos Estaba completamente empapado y cubierto de barro; tenía hambre y frío, y el día era gris y barrido por un viento violento que le molestaba en los ojos. Pero los enemigos intentaban infiltrarse y era vital mantener las posiciones avanzadas. Estaba alerta, con el fusil preparado Entonces vio a uno de ellos arrastrándose hacia él. Apuntó y disparó. El enemigo emitió aquel grito extraño, terrorífico, que todos emitían, y ya no se movió. El grito, la visión del cadáver lo hicieron estremecer. Muchos se habían acostumbrado con el paso del tiempo y ya no le prestaban atención; pero él, no. Eran criaturas demasiado asquerosas, con solo dos brazos y dos piernas, y aquella piel de un blanco nauseabundo y sin escamas ". Decir que belleza y fealdad son conceptos relacionados con las épocas y con las culturas (o incluso con los planetas) no significa que no se haya intentado siempre definirlos en relación con un modelo estable. Se podría incluso sugerir, como hizo Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos , que "en lo bello el hombre se pone a sí mismo como medida de la perfección" y "se adora en ello El hombre en el fondo se mira en el espejo de las cosas, considera bello todo aquello que le devuelve su imagen Lo feo se entiende como señal y síntoma de degeneración Todo indicio de agotamiento, de pesadez, de senilidad, de fatiga, toda especie de falta de libertad, en forma de convulsión o parálisis, sobre todo el olor, el color, la forma de la disolución, de la descomposición todo esto provoca una reacción idéntica, el juicio de valor ´feo ¿A quién odia aquí el hombre? No hay duda: odia la decadencia de su tipo ". El argumento de Nietzsche es narcisísticamente antropomorfo, pero nos dice precisamente que belleza y fealdad están definidas en relación con un modelo "específico" -y la noción de especie se puede extender de los hombres a todos los entes, como hacía Platón en la República , al aceptar que se considerara bella una olla fabricada según las reglas artesanales correctas, o Tomás de Aquino ( Suma teológica , I, 39, 8), para quien los componentes de la belleza eran, además de una proporción correcta, la luminosidad o claridad y la integridad-, es decir, que una cosa (ya sea un cuerpo humano, un árbol, una vasija) había de presentar todas las características que su forma debía haber impuesto a la materia. En este sentido, no solo se consideraba fea una cosa desproporcionada, como un ser humano con una cabeza enorme y unas piernas muy cortas, sino que también se consideraban feos los seres que Tomás definía como turpi en el sentido de "disminuidos" o -como dirá Guillermo de Auvernia ( Tratado del bien y del mal )- aquellos a los que les falta un miembro, que tienen un solo ojo (o tres, porque se puede adolecer de falta de integridad también por exceso). Por consiguiente, se consideraban feos sin piedad alguna los adefesios, que los artistas han representado a menudo de forma despiadada, y en el mundo animal los híbridos, que fundían de forma violenta los aspectos formales de dos especies distintas. ¿Podrá, pues, definirse simplemente lo feo como lo contrario de lo bello, un contrario que también se transforma cuando cambia la idea de su opuesto? ¿La historia de la fealdad puede ser el contrapunto simétrico de la historia de la belleza? La primera y más completa Estética de lo feo , la que elaboró en 1853 Karl Rosenkranz, establece una analogía entre lo feo y el mal moral. Del mismo modo que el mal y el pecado se oponen al bien, y son su infierno, así también lo feo es "el infierno de lo bello". Rosenkranz retoma la idea tradicional de que lo feo es lo contrario de lo bello, una especie de posible error que lo bello contiene en sí, de modo que cualquier estética, como ciencia de la belleza, está obligada a abordar también el concepto de fealdad. Pero justamente cuando pasa de las definiciones abstractas a una fenomenología de las distintas encarnaciones de lo feo es cuando nos deja entrever una especie de "autonomía de lo feo", que lo convierte en algo mucho más rico y complejo que una simple serie de negaciones de las distintas formas de belleza. Rosenkranz analiza minuciosamente la fealdad natural, la fealdad espiritual, la fealdad en el arte (y las distintas formas de imperfección artística), la ausencia de forma, la asimetría, la falta de armonía, la desfiguración y la deformación (lo mezquino, lo débil, lo vil, lo banal, lo casual y lo arbitrario, lo tosco), y las distintas formas de lo repugnante (lo grosero, lo muerto y lo vacío, lo horrendo, lo insulso, lo nauseabundo, lo criminal , lo espectral, lo demoníaco, lo hechicero y lo satánico). Demasiadas cosas para seguir diciendo que lo feo es simplemente lo opuesto de lo bello entendido como armonía, proporción o integridad. Si se examinan los sinónimos de "bello" y "feo", se ve que se considera bello lo que es bonito, gracioso, placentero, atractivo, agradable, agraciado, delicioso, fascinante, armónico, maravilloso, delicado, gentil, encantador, magnífico, estupendo, excelso, excepcional, fabuloso, prodigioso, fantástico, mágico, admirable, valioso, espectacular, espléndido, sublime, soberbio, mientras que feo es lo repelente, horrendo, asqueroso, desagradable, grotesco, abominable, odioso, indecente, inmundo, sucio, obsceno, repugnante, espantoso, abyecto, monstruoso, horrible, hórrido, horripilante, sucio, terrible, terrorífico, tremendo, angustioso, repulsivo, execrable, penoso, nauseabundo, fétido, innoble, aterrador, desgraciado, lamentable, enojoso, indecente, deforme, disforme, desfigurado (por no hablar de cómo el horror puede aparecer también en terrenos como el de lo fabuloso, lo fantástico, lo mágico y lo sublime, asignados tradicionalmente a lo bello). La sensibilidad del hablante común percibe que, si bien en todos los sinónimos de bello se podría observar una reacción de apreciación desinteresada, en casi todos los de feo aparece implicada una reacción de disgusto, cuando no de violenta repulsión, horror o terror. En su obra sobre La expresión de las emociones en los animales y en el hombre , Darwin observaba que lo que provoca disgusto en una determinada cultura no lo provoca en otra, y viceversa, pero concluía que sin embargo "parece que los distintos movimientos descritos como expresión de desprecio y de disgusto son idénticos en una gran parte del mundo". Conocemos sin duda algunas descaradas manifestaciones de aprobación ante algo que nos parece bello porque es físicamente deseable; basta pensar en la broma de mal gusto al paso de una mujer guapa o en las inconvenientes manifestaciones de alegría del glotón ante su comida preferida. En estos casos, sin embargo, no se trata tanto de una expresión de goce estético como de algo parecido a los gruñidos de satisfacción o incluso a los eructos que se emiten en algunas civilizaciones para expresar el agrado de un alimento (aunque en esas ocasiones se trata de una forma de etiqueta). En general, parece que la experiencia de lo bello provoca lo que Kant ( Crítica del juicio ) definía como "placer sin interés": si bien nosotros quisiéramos poseer todo aquello que nos parece agradable o participar en todo lo que nos parece bueno, la expresión de agrado ante la visión de una flor proporciona un placer del que está excluido cualquier tipo de deseo de posesión o de consumo. En este sentido, algunos filósofos se han preguntado si se puede pronunciar un juicio estético de fealdad, puesto que la fealdad provoca reacciones pasionales como el disgusto descrito por Darwin. A lo largo de nuestra historia deberemos distinguir realmente entre la fealdad en sí misma (un excremento, una carroña en descomposición, un ser cubierto de llagas que despide un olor nauseabundo) y la fealdad formal, como desequilibrio en la relación orgánica entre las partes de un todo. Imaginemos que vemos por la calle a una persona con la boca desdentada: lo que nos molesta no es la forma de los labios o de los pocos dientes que quedan, sino el hecho de que los dientes supervivientes no estén acompañados de los otros que deberían estar allí, en aquella boca. No conocemos a esa persona, esa fealdad no nos implica pasionalmente y sin embargo -ante la incoherencia o la no completud de aquel conjunto- nos sentimos autorizados a manifestar desapasionadamente que aquel rostro es feo. Por esto, una cosa es reaccionar pasionalmente al disgusto que nos provoca un insecto viscoso o un fruto podrido y otra es decir que una persona es desproporcionada o que un retrato es feo en el sentido de que está mal hecho (la fealdad artística es una fealdad formal). Y respecto a la fealdad artística, recordemos que en casi todas las teorías estéticas, al menos desde Grecia hasta nuestros días, se ha reconocido que cualquier forma de fealdad puede ser redimida por una representación artística fiel y eficaz. Aristóteles ( Poética , 1448b) habla de la posibilidad de realizar lo bello imitando con maestría lo que es repelente, y Plutarco ( De audiendis poetis ) nos dice que en la representación artística lo feo imitado sigue siendo feo, pero recibe como una reverberación de belleza procedente de la maestría del artista. Hemos identificado, pues, tres fenómenos distintos: la fealdad en sí misma , la fealdad formal y la representación artística de ambas . Lo que hay que tener presente es que por lo general solo a partir del tercer tipo de fealdad se podrá inferir lo que eran en una cultura determinada los dos primeros tipos. Al hacerlo, nos exponemos a muchos equívocos. En la Edad Media, Buenaventura de Bagnoregio nos decía que la imagen del diablo se vuelve bella si representa bien su fealdad; pero ¿realmente era esto lo que pensaban los fieles que contemplaban escenas de inauditos tormentos infernales en los portales o en los frescos de las iglesias? ¿No reaccionaban tal vez con terror y angustia, como si hubiesen visto una fealdad del primer tipo, horripilante y repugnante como sería para nosotros la visión de un reptil que nos amenaza? Los teóricos muchas veces no tienen en cuenta numerosas variables individuales, idiosincrasias y comportamientos desviados. Si bien es cierto que la experiencia de la belleza implica una contemplación desinteresada, un adolescente alterado puede experimentar una reacción pasional incluso ante la Venus de Milo. Lo mismo cabe decir respecto a lo feo: de noche, un niño puede soñar aterrorizado con la bruja que ha visto en un libro de cuentos, que para otros niños de su edad no sería más que una imagen divertida. Probablemente muchos contemporáneos de Rembrandt, además de apreciar la maestría con que el artista representaba un cadáver diseccionado sobre la mesa de anatomía, podían experimentar reacciones de horror como si el cadáver fuese real, del mismo modo que el que ha padecido un bombardeo tal vez no puede mirar el Guernica de Picasso de una forma estéticamente desinteresada, y revive el terror de su antigua experiencia. De ahí la prudencia con que debemos disponernos a seguir esta historia de la fealdad, en sus variedades, en sus múltiples articulaciones, en la diversidad de reacciones que sus distintas formas suscitan, en los matices conductuales con que se reacciona. Considerando en cada ocasión si, y hasta qué punto, tenían razón las brujas que en el primer acto de Macbeth gritan: "Lo bello es feo y lo feo es bello ".
Traducción: María Pons Irazazábal
Mujer que llora, de Pablo Picasso
Anticipo
Lo feo hoy
Por Umberto Eco El oído de los antiguos percibía que ciertos intervalos musicales eran disonantes y los consideraba desagradables, y el ejemplo clásico de fealdad musical ha sido durante siglos el intervalo de cuarta aumentada , o excedente, como por ejemplo do-fa diesis . En la Edad Media esta disonancia resultaba tan perturbadora que recibía el nombre de diabolus in musica . Sin embargo, los psicólogos han explicado que las disonancias tienen un poder excitante, y muchos músicos, a partir del siglo XIII, las han utilizado para producir determinados efectos en un contexto apropiado. De modo que el diabolus ha servido a menudo para obtener efectos de tensión o de inestabilidad que esperan una resolución, y ha sido utilizada por Bach, por Mozart en el Don Juan , por Liszt, Musorgski, Sibelius, Puccini (en Tosca ), hasta el West Side Story de Bernstein, o para sugerir apariciones infernales, como sucede en la Condenación de Fausto de Berlioz. El caso del diabolus in musica podría ser un excelente ejemplo final para esta historia de la fealdad, porque nos sugiere algunas reflexiones. Tres de ellas deberían desprenderse de forma evidente de los capítulos anteriores: la fealdad depende de las épocas y de las culturas, lo que era inaceptable ayer puede convertirse en lo aceptado de mañana, y lo que se considera feo puede contribuir, en un contexto adecuado, a la belleza del conjunto. La cuarta observación nos lleva a corregir la perspectiva relativista: si el diabolus se ha utilizado siempre para crear tensión quiere decir que hay reacciones basadas en nuestra fisiología que se mantienen más o menos inalteradas a través de los tiempos y de las culturas. El diabolus se ha ido aceptando no porque se hubiera vuelto agradable, sino justamente por ese olor a azufre que nunca ha perdido. Por esta razón el diabolus aparece hoy en gran parte de la música heavy metal (por ejemplo en Purple Haze de Jimi Hendrix), y a veces como provocación "satánica" explícita (véase Diabolus in musica de los Slayer). George Romero, el director de La noche de los muertos vivientes y de otras películas de terror, en unas declaraciones sobre su poética, al hablar de la conmovedora ternura del monstruo de Frankenstein, King Kong o Godzilla, recuerda que sus zombis tienen la piel arrugada y putrescente, los dientes y uñas negros, pero son individuos con las mismas pasiones y exigencias que nosotros. Y añade: "En mis películas sobre los zombis, los muertos devueltos a la vida representan una especie de revolución, un giro radical en el mundo que muchos de mis personajes humanos no logran comprender y prefieren considerar a los muertos vivientes como el Enemigo cuando, en realidad, ellos son nosotros. Yo utilizo la sangre con toda su horrenda magnificencia para que el público entienda que mis películas son más una crónica sociopolítica de la época que estúpidas aventuras con salsa horror". ¿El recurso a lo feo es, por tanto, un medio para denunciar la presencia del Mal? El propio Romero admite que el terror "dispara las ventas" y admite que el terror es apreciado por ser interesante y excitante. Por no hablar de cuando se convierte en celebración del Mal, aunque sea en casos marginales como el satanismo de los psicópatas. Nos encontramos ante un mar de contradicciones. Monstruos tal vez feos pero extraordinariamente encantadores como E. T. o los extraterrestres de La guerra de las galaxias no seducen solo a los niños (conquistados además por dinosaurios, pokemons y otras criaturas deformes) sino también a los adultos, que se relajan viendo películas splatter en las que se machacan los sesos y la sangre salpica las paredes, mientras la literatura los entretiene con historias de terror. No se puede hablar solamente de "degeneración" de los medios de comunicación de masa, porque también el arte contemporáneo practica la fealdad y la celebra, aunque ya no en el sentido provocador de las vanguardias de comienzos del siglo XX. En algunos happenings no solo se exhiben mutilaciones o deficiencias repulsivas, sino que es el propio artista el que se somete a una violación cruenta de su cuerpo. También en estos casos los artistas declaran que pretenden denunciar muchas atrocidades de nuestro tiempo, pero los apasionados del arte acuden a la galería a admirar estas obras y estas performances con espíritu lúdico y sereno. Y son los mismos individuos que no han perdido el sentido tradicional de lo bello, y experimentan emociones estéticas frente a un hermoso paisaje, un precioso niño o una pantalla plana que nos propone de nuevo los cánones de la Divina Proporción. El mismo individuo acepta hoy las propuestas de la decoración de diseño, de la arquitectura hotelera y de toda la industria del turismo que vende formas clásicamente agradables (véase la nueva propuesta que hace Las Vegas de los palacios venecianos, de los triciclos de los césares o de la arquitectura morisca), y al mismo tiempo elige restaurantes u hoteles ennoblecidos con cuadros de la vanguardia del siglo XX (auténticos o reproducciones) que a sus abuelos les parecían la negación de cualquier ideal de la Antigüedad clásica. Se nos repite por doquier que hoy se convive con modelos opuestos porque la oposición feo/bello ya no tiene valor estético : feo y bello serían dos opciones posibles que hay que vivir de forma neutra. Así parecen confirmarlo muchos comportamientos juveniles. El cine, la televisión y las revistas, la publicidad y la moda proponen modelos de belleza que no son tan diferentes de los antiguos, de modo que podríamos imaginar los rostros de Brad Pitt o de Sharon Stone, de George Clooney o de Nicole Kidman retratados por un pintor renacentista. Pero los mismos jóvenes que se identifican con estos ideales (estéticos o sexuales) se quedan luego extasiados ante cantantes de rock cuyos rasgos un hombre del Renacimiento consideraría repelentes. Y esos mismos jóvenes a menudo se maquillan, se tatúan, se perforan las carnes con agujas con el objetivo de parecerse más a Marilyn Manson que a Marilyn Monroe. En las páginas anteriores se han comparado un ejemplo actual de piercing y dos rostros de El Bosco, perforados también por anillos de varios tipos. Pero con estas figuras El Bosco quería representar a los perseguidores de Jesús, y los representaba tal como se concebía entonces a los bárbaros y a los piratas (recuérdese que todavía en el siglo XIX los psiquiatras consideraban el tatuaje un signo de degeneración). Hoy en día, piercings y tatuajes pueden interpretarse a lo sumo como un desafío generacional, pero desde luego no se interpretan (por parte de la mayoría) como una opción a la delincuencia, y una muchacha con un piercing en la lengua o un dragón tatuado en el vientre desnudo puede participar de una manifestación a favor de la paz o de los niños africanos desnutridos. Ni los jóvenes ni los ancianos parecen vivir estas contradicciones de forma dramática. El esteta de finales del siglo XIX, que privilegiaba la belleza cadavérica como gesto de desafío y de rechazo del gusto de la mayoría, sabía que estaba cultivando las que Baudelaire había llamado "flores del mal". Elegía lo horrendo precisamente porque había decidido elegir una opción que lo situara por encima de la masa de los bienpensantes. En cambio, los jóvenes que exhiben una piel ilustrada o el cabello azul tieso lo hacen para sentirse parecidos a los otros, y sus padres, que van al cine a ver escenas que tiempo atrás solo se podían ver en los anfiteatros anatómicos, actúan así porque così fan tutti . Tampoco difiere mucho la manera como nos complacemos (o nos conformamos) con la llamada "basura" televisiva. No por una actitud esnob, como hacía y sigue haciendo aún el que cultiva lo camp (dispuesto siempre a reconsiderar con espíritu de coleccionista las películas de Ed Wood, considerando el peor director de toda la historia de Hollywood), sino por espíritu gregario. Otro caso en el que se produce la disolución de la oposición feo/bello es el de la filosofía cyborg . Si al principio la imagen de un ser humano al que le hubiesen sustituido varios órganos por aparatos mecánicos o electrónicos, resultado de una simbiosis entre hombre y máquina, podía representar aún una pesadilla de la ciencia ficción, con la estética cyberpunk la profecía se ha cumplido. No solo eso, sino que feministas radicales como Donna Haraway proponen superar las diferencias de género mediante la fabricación de cuerpos neutros, posorgánicos o "transhumanos". Ahora bien, ¿realmente ha desaparecido la distinción clara entre feo y bello? ¿Y si ciertos comportamientos de los jóvenes y de los artistas (a pesar de dar lugar a tantas discusiones filosóficas) fuesen tan solo fenómenos marginales practicados por una minoría (respecto a la población del planeta)? ¿Y si cyborg , splatter y muertos vivientes fueran simples manifestaciones superficiales, enfatizadas por los medios de comunicación, mediante las que exorcizamos una fealdad mucho más profunda que nos asedia, nos aterroriza y quisiéramos ignorar? En la vida diaria estamos rodeados por espectáculos horribles. Vemos imágenes de poblaciones donde los niños mueren de hambre reducidos a esqueletos con la barriga hinchada, de países donde las mujeres son violadas por los invasores, de otros donde se tortura a los seres humanos, y vuelven continuamente a la memoria las imágenes no muy remotas de otros esqueletos vivos entrando en una cámara de gas. Vemos miembros destrozados por la explosión de un rascacielos o de un avión en vuelo, y vivimos con el terror de que pueda ocurrirnos lo mismo a nosotros. Todo el mundo sabe que estas cosas son feas , no solo en sentido moral sino también en sentido físico, y lo sabe porque le provocan desagrado, miedo, repulsa, independientemente de que puedan inspirar piedad, desprecio, instinto de rebelión, solidaridad, incluso si se aceptan con el fatalismo de quien cree que la vida no es más que el relato de un idiota, lleno de gritos y furor. Ninguna conciencia de la relatividad de los valores estéticos elimina el hecho de que en estos casos reconocemos sin ninguna duda lo feo y no logramos transformarlo en objeto de placer. Comprendemos entonces por qué el arte de distintos siglos ha vuelto a representarnos lo feo con tanta insistencia. Por marginal que fuese su voz, ha querido recordarnos que, pese al optimismo de algunos metafísicos, en este mundo hay algo irreductible y tristemente maligno. Por esto muchas voces e imágenes de este libro nos han invitado a comprender la deformidad como drama humano. El texto final de Italo Calvino está sacado de un relato, pero nace de una experiencia real. El Cottolengo de Turín es el asilo donde se acoge a enfermos incurables, a seres a menudo incapaces de alimentarse por sí mismos, muchos de ellos nacidos monstruos , como tantos seres de los que hemos hablado hasta ahora, pero no monstruos legendarios, sino monstruos que viven ignorados a nuestro alrededor. El protagonista de la historia acude a este centro como escrutador en la mesa electoral constituida en aquel hospital, porque aquellos monstruos también son ciudadanos y, según la ley, tienen derecho a votar. Trastornado por el espectáculo de aquella subhumanidad, el escrutador se da cuenta de que muchos de los internos no saben lo que tienen que hacer, y votarán lo que les indique la persona que los asiste. Al principio tiene intención de oponerse a lo que a su entender es un fraude, pero finalmente (y en contra de sus convicciones civiles y políticas) concluye que quien tiene el valor de dedicar su vida al cuidado de aquellos desgraciados también ha adquirido el derecho a hablar por ellos. Al final de este libro, después de tantas complacencias en las distintas encarnaciones de la fealdad, quisiéramos concluir con esta llamada a la piedad.
Lo feo hoy
Por Umberto Eco El oído de los antiguos percibía que ciertos intervalos musicales eran disonantes y los consideraba desagradables, y el ejemplo clásico de fealdad musical ha sido durante siglos el intervalo de cuarta aumentada , o excedente, como por ejemplo do-fa diesis . En la Edad Media esta disonancia resultaba tan perturbadora que recibía el nombre de diabolus in musica . Sin embargo, los psicólogos han explicado que las disonancias tienen un poder excitante, y muchos músicos, a partir del siglo XIII, las han utilizado para producir determinados efectos en un contexto apropiado. De modo que el diabolus ha servido a menudo para obtener efectos de tensión o de inestabilidad que esperan una resolución, y ha sido utilizada por Bach, por Mozart en el Don Juan , por Liszt, Musorgski, Sibelius, Puccini (en Tosca ), hasta el West Side Story de Bernstein, o para sugerir apariciones infernales, como sucede en la Condenación de Fausto de Berlioz. El caso del diabolus in musica podría ser un excelente ejemplo final para esta historia de la fealdad, porque nos sugiere algunas reflexiones. Tres de ellas deberían desprenderse de forma evidente de los capítulos anteriores: la fealdad depende de las épocas y de las culturas, lo que era inaceptable ayer puede convertirse en lo aceptado de mañana, y lo que se considera feo puede contribuir, en un contexto adecuado, a la belleza del conjunto. La cuarta observación nos lleva a corregir la perspectiva relativista: si el diabolus se ha utilizado siempre para crear tensión quiere decir que hay reacciones basadas en nuestra fisiología que se mantienen más o menos inalteradas a través de los tiempos y de las culturas. El diabolus se ha ido aceptando no porque se hubiera vuelto agradable, sino justamente por ese olor a azufre que nunca ha perdido. Por esta razón el diabolus aparece hoy en gran parte de la música heavy metal (por ejemplo en Purple Haze de Jimi Hendrix), y a veces como provocación "satánica" explícita (véase Diabolus in musica de los Slayer). George Romero, el director de La noche de los muertos vivientes y de otras películas de terror, en unas declaraciones sobre su poética, al hablar de la conmovedora ternura del monstruo de Frankenstein, King Kong o Godzilla, recuerda que sus zombis tienen la piel arrugada y putrescente, los dientes y uñas negros, pero son individuos con las mismas pasiones y exigencias que nosotros. Y añade: "En mis películas sobre los zombis, los muertos devueltos a la vida representan una especie de revolución, un giro radical en el mundo que muchos de mis personajes humanos no logran comprender y prefieren considerar a los muertos vivientes como el Enemigo cuando, en realidad, ellos son nosotros. Yo utilizo la sangre con toda su horrenda magnificencia para que el público entienda que mis películas son más una crónica sociopolítica de la época que estúpidas aventuras con salsa horror". ¿El recurso a lo feo es, por tanto, un medio para denunciar la presencia del Mal? El propio Romero admite que el terror "dispara las ventas" y admite que el terror es apreciado por ser interesante y excitante. Por no hablar de cuando se convierte en celebración del Mal, aunque sea en casos marginales como el satanismo de los psicópatas. Nos encontramos ante un mar de contradicciones. Monstruos tal vez feos pero extraordinariamente encantadores como E. T. o los extraterrestres de La guerra de las galaxias no seducen solo a los niños (conquistados además por dinosaurios, pokemons y otras criaturas deformes) sino también a los adultos, que se relajan viendo películas splatter en las que se machacan los sesos y la sangre salpica las paredes, mientras la literatura los entretiene con historias de terror. No se puede hablar solamente de "degeneración" de los medios de comunicación de masa, porque también el arte contemporáneo practica la fealdad y la celebra, aunque ya no en el sentido provocador de las vanguardias de comienzos del siglo XX. En algunos happenings no solo se exhiben mutilaciones o deficiencias repulsivas, sino que es el propio artista el que se somete a una violación cruenta de su cuerpo. También en estos casos los artistas declaran que pretenden denunciar muchas atrocidades de nuestro tiempo, pero los apasionados del arte acuden a la galería a admirar estas obras y estas performances con espíritu lúdico y sereno. Y son los mismos individuos que no han perdido el sentido tradicional de lo bello, y experimentan emociones estéticas frente a un hermoso paisaje, un precioso niño o una pantalla plana que nos propone de nuevo los cánones de la Divina Proporción. El mismo individuo acepta hoy las propuestas de la decoración de diseño, de la arquitectura hotelera y de toda la industria del turismo que vende formas clásicamente agradables (véase la nueva propuesta que hace Las Vegas de los palacios venecianos, de los triciclos de los césares o de la arquitectura morisca), y al mismo tiempo elige restaurantes u hoteles ennoblecidos con cuadros de la vanguardia del siglo XX (auténticos o reproducciones) que a sus abuelos les parecían la negación de cualquier ideal de la Antigüedad clásica. Se nos repite por doquier que hoy se convive con modelos opuestos porque la oposición feo/bello ya no tiene valor estético : feo y bello serían dos opciones posibles que hay que vivir de forma neutra. Así parecen confirmarlo muchos comportamientos juveniles. El cine, la televisión y las revistas, la publicidad y la moda proponen modelos de belleza que no son tan diferentes de los antiguos, de modo que podríamos imaginar los rostros de Brad Pitt o de Sharon Stone, de George Clooney o de Nicole Kidman retratados por un pintor renacentista. Pero los mismos jóvenes que se identifican con estos ideales (estéticos o sexuales) se quedan luego extasiados ante cantantes de rock cuyos rasgos un hombre del Renacimiento consideraría repelentes. Y esos mismos jóvenes a menudo se maquillan, se tatúan, se perforan las carnes con agujas con el objetivo de parecerse más a Marilyn Manson que a Marilyn Monroe. En las páginas anteriores se han comparado un ejemplo actual de piercing y dos rostros de El Bosco, perforados también por anillos de varios tipos. Pero con estas figuras El Bosco quería representar a los perseguidores de Jesús, y los representaba tal como se concebía entonces a los bárbaros y a los piratas (recuérdese que todavía en el siglo XIX los psiquiatras consideraban el tatuaje un signo de degeneración). Hoy en día, piercings y tatuajes pueden interpretarse a lo sumo como un desafío generacional, pero desde luego no se interpretan (por parte de la mayoría) como una opción a la delincuencia, y una muchacha con un piercing en la lengua o un dragón tatuado en el vientre desnudo puede participar de una manifestación a favor de la paz o de los niños africanos desnutridos. Ni los jóvenes ni los ancianos parecen vivir estas contradicciones de forma dramática. El esteta de finales del siglo XIX, que privilegiaba la belleza cadavérica como gesto de desafío y de rechazo del gusto de la mayoría, sabía que estaba cultivando las que Baudelaire había llamado "flores del mal". Elegía lo horrendo precisamente porque había decidido elegir una opción que lo situara por encima de la masa de los bienpensantes. En cambio, los jóvenes que exhiben una piel ilustrada o el cabello azul tieso lo hacen para sentirse parecidos a los otros, y sus padres, que van al cine a ver escenas que tiempo atrás solo se podían ver en los anfiteatros anatómicos, actúan así porque così fan tutti . Tampoco difiere mucho la manera como nos complacemos (o nos conformamos) con la llamada "basura" televisiva. No por una actitud esnob, como hacía y sigue haciendo aún el que cultiva lo camp (dispuesto siempre a reconsiderar con espíritu de coleccionista las películas de Ed Wood, considerando el peor director de toda la historia de Hollywood), sino por espíritu gregario. Otro caso en el que se produce la disolución de la oposición feo/bello es el de la filosofía cyborg . Si al principio la imagen de un ser humano al que le hubiesen sustituido varios órganos por aparatos mecánicos o electrónicos, resultado de una simbiosis entre hombre y máquina, podía representar aún una pesadilla de la ciencia ficción, con la estética cyberpunk la profecía se ha cumplido. No solo eso, sino que feministas radicales como Donna Haraway proponen superar las diferencias de género mediante la fabricación de cuerpos neutros, posorgánicos o "transhumanos". Ahora bien, ¿realmente ha desaparecido la distinción clara entre feo y bello? ¿Y si ciertos comportamientos de los jóvenes y de los artistas (a pesar de dar lugar a tantas discusiones filosóficas) fuesen tan solo fenómenos marginales practicados por una minoría (respecto a la población del planeta)? ¿Y si cyborg , splatter y muertos vivientes fueran simples manifestaciones superficiales, enfatizadas por los medios de comunicación, mediante las que exorcizamos una fealdad mucho más profunda que nos asedia, nos aterroriza y quisiéramos ignorar? En la vida diaria estamos rodeados por espectáculos horribles. Vemos imágenes de poblaciones donde los niños mueren de hambre reducidos a esqueletos con la barriga hinchada, de países donde las mujeres son violadas por los invasores, de otros donde se tortura a los seres humanos, y vuelven continuamente a la memoria las imágenes no muy remotas de otros esqueletos vivos entrando en una cámara de gas. Vemos miembros destrozados por la explosión de un rascacielos o de un avión en vuelo, y vivimos con el terror de que pueda ocurrirnos lo mismo a nosotros. Todo el mundo sabe que estas cosas son feas , no solo en sentido moral sino también en sentido físico, y lo sabe porque le provocan desagrado, miedo, repulsa, independientemente de que puedan inspirar piedad, desprecio, instinto de rebelión, solidaridad, incluso si se aceptan con el fatalismo de quien cree que la vida no es más que el relato de un idiota, lleno de gritos y furor. Ninguna conciencia de la relatividad de los valores estéticos elimina el hecho de que en estos casos reconocemos sin ninguna duda lo feo y no logramos transformarlo en objeto de placer. Comprendemos entonces por qué el arte de distintos siglos ha vuelto a representarnos lo feo con tanta insistencia. Por marginal que fuese su voz, ha querido recordarnos que, pese al optimismo de algunos metafísicos, en este mundo hay algo irreductible y tristemente maligno. Por esto muchas voces e imágenes de este libro nos han invitado a comprender la deformidad como drama humano. El texto final de Italo Calvino está sacado de un relato, pero nace de una experiencia real. El Cottolengo de Turín es el asilo donde se acoge a enfermos incurables, a seres a menudo incapaces de alimentarse por sí mismos, muchos de ellos nacidos monstruos , como tantos seres de los que hemos hablado hasta ahora, pero no monstruos legendarios, sino monstruos que viven ignorados a nuestro alrededor. El protagonista de la historia acude a este centro como escrutador en la mesa electoral constituida en aquel hospital, porque aquellos monstruos también son ciudadanos y, según la ley, tienen derecho a votar. Trastornado por el espectáculo de aquella subhumanidad, el escrutador se da cuenta de que muchos de los internos no saben lo que tienen que hacer, y votarán lo que les indique la persona que los asiste. Al principio tiene intención de oponerse a lo que a su entender es un fraude, pero finalmente (y en contra de sus convicciones civiles y políticas) concluye que quien tiene el valor de dedicar su vida al cuidado de aquellos desgraciados también ha adquirido el derecho a hablar por ellos. Al final de este libro, después de tantas complacencias en las distintas encarnaciones de la fealdad, quisiéramos concluir con esta llamada a la piedad.
Traducción: María Pons Irazazábal
Mutilaciones estéticas. La cirugía es hoy un medio para embellecer el cuerpo
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