Música Aniversario
La vigencia de una obra enigmática
El mundo celebra con más de seiscientos conciertos el centenario del nacimiento de Olivier Messiaen (1908-1992), el compositor que extrajo de la naturaleza su lenguaje sonoro y de la fe católica, el alimento de su inspiración
Antes de un concierto en París, Bernard Gavoty, crítico de Le Figaro , le preguntó al compositor francés Olivier Messiaen: ¿quién es usted? Messiaen respondió: "Soy músico, esa es mi profesión; soy experto en ritmo, esa es mi especialidad; soy ornitólogo, esa es mi pasión". El nudo de esos oficios y pasiones fue su devoción católica, un fervor que alienta en cada nota que escribió. La iluminación de las verdades teológicas constituía el aspecto central de su obra: "el más noble, acaso el único del que no me arrepentiré en el momento de mi muerte". Pocos músicos se dedicaron con tanta minuciosidad a esclarecer su música: precedía sus partituras de breves ensayos didácticos y solía pronunciar disertaciones en las que explicaba el contenido espiritual y material de sus obras. Esto, claro está, sin contar su monumental libro Technique de mon langage musical (1944). Aun así, su música, que parece tender hacia una esfera que está más allá de ella misma, sigue siendo tan enigmática como quien la escribió. El próximo 10 de diciembre se cumplen cien años del nacimiento de este hombre, uno de los músicos más originales del siglo XX, maestro de Pierre Boulez, Karlheinz Stockhausen y Iannis Xenakis, que insistía en "la suerte de ser católico, de haber nacido creyente". Durante su vida, el compositor fue un viajero impenitente, un cazador de cantos de pájaros armado con un grabador y un cuaderno, y siempre acompañado por su segunda mujer, la pianista Yvonne Loriod. Es justo, entonces, que las celebraciones del Año Messiaen se multipliquen ahora en todo el planeta. Habrá en total más de 650 conciertos repartidos en una treintena de ciudades (hoy mismo, por ejemplo, Myung-Whun Chung dirigirá L Ascension en Tokio, y Esa-Pekka Salonen, Pájaros exóticos en Cardiff), hasta llegar a la fecha simbólica, cuando en la Sala Pleyel, de París, el pianista Jean-Yves Thibaudet interprete, con Christoph Eschenbach al frente de la Orquesta de París, la Sinfonía Turangalila , obra que a esa altura del año se habrá escuchado ya, igual que el Cuarteto para el fin del Tiempo , cerca de sesenta veces. Ese mismo día, en el Royal Festival Hall, el pianista Pierre-Laurent Aimard y Boulez, ofrecerán Sept Haïkaï y Couleurs de la Cité Céleste (el programa completo de los conciertos y las conferencias está disponible en la página web: www.messiaen2008.com). En Buenos Aires, el Ciclo de Música de Contemporánea del Teatro San Martín tiene prevista la presentación, en noviembre, del organista y compositor alemán Theo Brandmüller. La decisión de rendir homenaje a Messiaen con un concierto dedicado enteramente a sus composiciones para órgano (dejó la literatura más profusa para ese instrumento desde J. S. Bach) no podría ser más acertada. No tanto porque, desde 1931, el compositor cumpliera con puntualidad litúrgica sus deberes dominicales de "organista oficial" en la iglesia de la Sainte-Trinité, sino porque ese instrumento fue para él una especie de laboratorio musical. De allí salió, por ejemplo, La Nativité du Seigneur (1935), en la que puso a prueba sus exploraciones rítmicas e incluyó por primera vez cantos de pájaros. Salvo cuando fue llamado a prestar servicios para su país en la Segunda Guerra, nunca abandonó sus funciones en la iglesia, ni siquiera cuando asumió sus cátedras, primero de análisis y luego de composición, en el Conservatorio de París, el mismo lugar en el que, en los años veinte, había recibido medallas de oro en todas las asignaturas. La escritura del Cuarteto para el fin del Tiempo (1941) en el campo de prisioneros de guerra Stalag VIII A, en Silesia,es uno de los acontecimientos más asombrosos y discutidos de la historia de la música (véase recuadro). Ninguna obra escapa a su momento histórico. Los compositores trabajan con estructuras heredadas y, por más originales que sean, componen una música que es, en algún punto, similar a la de sus contemporáneos. El Cuarteto no podría haber sido escrito sino cuando fue escrito. Y, sin embargo, esa música, como toda la de Messiaen, es irreductible a cualquier época y a cualquier estilo. Una de las explicaciones posibles es la deliberación con la que el compositor instaló su obra en el tiempo mítico de la naturaleza y de los textos bíblicos. Aunque el oficio de traductor que ejercía su padre había puesto tempranamente a Messiaen en contacto con la imaginación sobrenatural de Shakespeare, fue la lectura del Apocalipsis la que modeló su poética. No sería exagerado afirmar que la matriz de su música está contenida por completo en el pasaje en el que el Ángel desciende del cielo, con un arco iris sobre su cabeza, y anuncia el fin del Tiempo (que no es el fin de la espera sino del Tiempo, con mayúsculas). El compositor, que experimentaba fenómenos sinestésicos, tomó de esa imagen irisada la correspondencia entre sonidos y colores, pero también, de un modo agresivamente literal y a la vez alegórico, el fin del Tiempo. Entendió que esa insinuación de eternidad podía traducirse musicalmente mediante el abandono del pulso regular de la música clásica. "Suele creerse que el ritmo está asociado con los valores de una marcha militar. Por el contrario, el ritmo es un elemento desigual, fluctuante, como las olas del mar, como el ruido del viento", explicó Messiaen en su libro de conversaciones con el crítico Claude Samuel. A partir del estudio atento de los metros griegos y ciertos ritmos hindúes (los talas), Messiaen inventó un lenguaje rítmico enteramente nuevo que es evidente en el sexto movimiento del Cuarteto. Mediante el uso de ritmos aditivos, se lanzó a la creación de palíndromos sonoros que llamó "ritmos no retrogradables", es decir, en sus palabras, "un grupo de valores que se leen idénticamente de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, que presentan exactamente el mismo orden sucesivo de valores en cualquier dirección". Si el radicalismo rítmico del Cuarteto es comparable solamente con el de La consagración de la primavera , de Stravinsky, el influjo de Modo de valores e intensidades (1949) podría emparentarse con el de las Tres piezas para piano op. 11 (1908), de Arnold Schoenberg, acta de nacimiento, junto con El libro de los jardines colgantes , del atonalismo libre. Desde ya, podría pensarse que se trata de una profundización de las conquistas de Schoenberg, aunque Messiaen no se haya inscripto especialmente en la senda de la Escuela de Viena (más bien, mencionaba como precursores a Paul Dukas, a Claude Debussy, sobre todo por Pelléas et Mélissande , que descubrió a los diez años, a los compositores rusos y, por supuesto, a los pájaros). Al serializar, además de las alturas, las duraciones y las intensidades, esa pieza breve inauguró el serialismo integral que dominaría el panorama en las décadas de 1950 y 1960. Pero excepto por Livre d orgue (1951), Messiaen, a despecho de Boulez, serialista consumado, abandonó enseguida ese camino para volver, en la Sinfonía Turangalila (1948) y en el Catálogo de pájaros (1958), a las aves: "En las horas de abatimiento, cuando advierto de pronto mi propia futilidad, cuando todos los idiomas musicales no parecen más que admirables y nada justifica ya la experimentación, lo único que me queda es buscar el rostro perdido de la música en los bosques, en los campos, en las montañas, en la orilla del mar, entre los pájaros". El músico podía reconocer sin vacilar el canto de cincuenta especies de Francia; sin embargo, la manera en la que se relacionó con la naturaleza está muy lejos de la estetización programática de, por ejemplo, la Sinfonía Pastoral de Beethoven, y cerca, en cambio, de una apropiación estructural desprovista de todo subjetivismo. Antes que serenidad o furia, encontraba en la naturaleza la alegría de un tiempo objetivo. Aun así, la objetividad mimética de Messiaen tenía sus límites. Los materiales de los que se sirve aparecen siempre transformados desde el interior mismo de la tradición occidental. Así, por ejemplo, el canto de los pájaros se ajusta a la medida del semitono del sistema temperado, respetando, hasta donde resulta posible, las relaciones entre los intervalos. Después de su muerte, el 28 de abril de 1992, se tentaron numerosas operaciones sobre su obra. Los restos de la vanguardia, por un lado, y la cultura oficial francesa, por el otro, empezaron a disputarse el cadáver de Messiaen. Ambos bandos cometían una injusticia: pretendían disolver su extrema singularidad para convertirlo en militante de una causa, cuando, en realidad, el músico había compuesto su obra en los márgenes, crédulo, cerrado sobre sí mismo. En el número 4 de Lulú , la revista de musicología que se publicó en Buenos Aires a principios de los años noventa, el compositor argentino Mariano Etkin escribió un artículo en el que llamaba la atención sobre la ingenuidad de Messiaen: "La ingenuidad ha sido la actitud más estimulante legada por el compositor en cuanto a la importancia de una escucha curiosa y, en lo posible, desprejuiciada". La música de Messiaen podría parecerse a algunas de las ciudades imaginadas por Italo Calvino. Una ciudad enteramente de vidrio en la que todo está a la vista, pero cuyas paredes cristalinas producen reflejos que enceguecen; una ciudad en la que se puede habitar únicamente desde afuera, con fe, aunque con la certeza de que solo su dueño tiene la llave.
Por Pablo Gianera
De la Redacción de LA NACION
Mitos heroicos y verdades perturbadoras
Siempre se aceptó como algo dado (el propio Messiaen se ocupó de destacarlo) que el Cuarteto para el fin del Tiempo se había estrenado en condiciones de la mayor adversidad musical y vital, con el acoso del hambre y del frío. Se suponía incluso que la obra había sido compuesta enteramente en el campo de prisioneros Stalag VIII A. En el libro The Story of the Messiaen Quartet (Cornell University Press), Rebecca Rischin investigó a fondo este capítulo de la música del siglo XX, uno de los más célebres y menos estudiados, y puso las cosas en su lugar. A partir de entrevistas, Rischin rastreó la vida del cellista ...tienne Pasquier, el clarinetista Henri Akoka y el violinista Jean Le Boulaire, los tres músicos que, con el compositor en piano, estrenaron la obra. Uno se entera, por ejemplo, de que "Abîme des oiseaux", el segundo movimiento, para clarinete solo, estaba ya escrito en Nancy, estación previa al campo de Silesia, y que Akoka había ensayado allí su parte. También, de que Pasquier tomó contacto con Messiaen una madrugada, cuando los dos salieron de las barracas a contemplar la aurora boreal y escuchar el canto de los pájaros. Por otra parte, la instrumentación, habitualmente atribuida al azar de la necesidad, estuvo desde el principio en la cabeza del compositor. ¿Por qué Messiaen falseó posteriormente la historia? ¿Por qué, para tomar un detalle menor, insistió en que el cello de Pasquier tenía el día del estreno tres cuerdas, cuando el propio instrumentista le había dicho varias veces que no era así? Seguramente, concluye Rischin, para agigantar la dimensión de la proeza. Pero lo más perturbador del libro es sin duda la comprobación de que los nazis no solamente no entorpecieron la realización de la obra sino que la alentaron, probablemente para simular ante la Cruz Roja un trato humanitario dentro de los campos. Como sea, uno de los oficiales alemanes, Karl Brüll, se ocupó personalmente de que Messiaen trabajara aislado, sin cumplir tareas pesadas, y le consiguió lápices, papeles; pidió además los instrumentos, hizo imprimir los carteles con el anuncio, y el día del estreno, el 15 de enero de 1941, estuvo en primera fila junto a cientos de prisioneros que nada sabían de música clásica. Messiaen aseguraba que nunca una obra suya había sido escuchada con tanta atención. Se refería tal vez a la perplejidad que dominaba a ese público hambriento. Sesenta y siete años después, la experiencia de esa perplejidad acompaña todavía al Cuarteto.
Paralelismos Música y literatura
El jazz como escuela de escritura
¿Cuáles son las influencias literarias del autor de Kafka en la orilla? La prosa fluida y elegante de Francis Scott Fitzgerald, pero también los riffs libres y espontáneos de Charlie Parker y la constante renovación estilística de Miles Davis
Nunca tuve intención de convertirme en novelista, al menos hasta que cumplí veintinueve años. Es la pura verdad. He leído mucho desde que era pequeño, y me sumía tan profundamente en los mundos novelísticos, que mentiría si dijera que jamás me apeteció escribir nada. Pero nunca creí tener talento para crear ficción. De adolescente me gustaban autores como Dostoievski, Kafka y Balzac, pero nunca imaginé que podría escribir algo que estuviese a la altura de las obras que nos dejaron. Por tanto, a una temprana edad, sencillamente abandoné toda esperanza de escribir ficción. Decidí que seguiría leyendo libros como afición y buscaría otra forma de ganarme la vida. El campo profesional por el que opté fue la música. Trabajé duro, ahorré dinero, pedí cuantiosos préstamos a amigos y familiares, y al poco tiempo de abandonar la universidad abrí un pequeño club de jazz en Tokio. Servíamos café durante el día y copas por la noche. También ofrecíamos algunos platos sencillos. Teníamos música puesta sin parar y jóvenes músicos tocando jazz en vivo los fines de semana. Continué con ello durante siete años. ¿Por qué? Por una sencilla razón: me permitía escuchar jazz de la mañana a la noche. Kobe, enero de 1964 Viví mi primer encuentro con el jazz en 1964, cuando tenía quince años. Art Blakey and The Jazz Messengers actuaban en Kobe en enero de ese año, y me regalaron una entrada por mi cumpleaños. Era la primera vez que realmente escuchaba jazz y me dejó boquiabierto. Me quedé pasmado. La banda era fantástica: Wayne Shorter en saxo tenor, Freddie Hubbard en trompeta, Curtis Fuller en trombón y Art Blakey liderando el grupo con su sólida e imaginativa percusión. Creo que fue una de las formaciones más potentes de la historia del jazz. Jamás había escuchado una música tan impresionante, y me cautivó. Hace un año, en Boston, cené con el pianista panameño de jazz Danilo Pérez, y cuando le conté esta historia, sacó su teléfono móvil y me preguntó: "¿Te gustaría hablar con Wayne, Haruki?". "Claro que sí", respondí, casi sin saber qué decir. Básicamente, lo que le expliqué fue que nunca antes o después había escuchado una música tan espléndida. La vida es muy extraña, nunca sabes qué va a ocurrir. Ahí estaba yo, cuarenta y dos años después, escribiendo novelas, viviendo en Boston y hablando con Wayne Shorter por teléfono móvil. Jamás lo habría imaginado. Cuando cumplí veintinueve años, me invadió la repentina sensación, salida de la nada, de que quería escribir una novela, de que podía hacerlo. No iba a crear nada a la altura de Dostoievski o Balzac, por supuesto, pero me dije a mí mismo que no importaba. No tenía que convertirme en un gigante literario. Aun así, no tenía ni idea de cómo abordar la creación de una novela o de qué escribir. Al fin y al cabo, no contaba con la más mínima experiencia, ni ningún estilo a mi disposición para usar. No conocía a nadie que pudiera enseñarme a hacerlo, y ni siquiera tenía amigos con los que hablar de literatura. En lo único en que pensaba en aquel momento era en lo maravilloso que sería poder escribir como si tocara un instrumento. "Así arrancó mi estilo" De niño había practicado con el piano, y podía leer suficiente música como para reproducir una melodía sencilla, pero carecía de la técnica necesaria para convertirme en músico profesional. Sin embargo, en mi fuero interno, percibía con frecuencia que una especie de música propia se arremolinaba en una marea rica y poderosa. Me preguntaba si sería capaz de transferir esa música a la escritura. Así arrancó mi estilo. Ya sea en la música o en la ficción, lo más elemental es el ritmo. Tu estilo tiene que tener un buen ritmo, natural y continuo, o la gente no seguirá leyendo tu obra. Conocí la importancia del ritmo gracias a la música, y principalmente por el jazz. Luego está la melodía, que en literatura significa la colocación adecuada de las palabras para que sigan el ritmo. Si las palabras encajan con el ritmo de modo fluido y hermoso, no puedes pedir más. A continuación está la armonía, los sonidos mentales internos en los que se sustentan las palabras. Y luego viene la parte que más me gusta: la improvisación libre. A través de un canal especial, la historia mana con libertad desde dentro. Lo único que tengo que hacer es dejarme llevar. Una cima maravillosa Por último, llega lo que tal vez sea el aspecto más importante: ese ascenso súbito que experimentas al completar una obra, al finalizar tu "actuación" y sentir que has conseguido llegar a un lugar que es nuevo y revelador. Y si todo va bien, puedes compartir esa sensación de elevación con tus lectores (tu público). Es una cima maravillosa que no se puede alcanzar de ninguna otra manera. Por eso, casi todo lo que sé sobre escritura lo aprendí de la música. Quizá suene paradójico, pero de no haber estado tan obsesionado con la música tal vez no habría sido novelista. Incluso ahora, casi treinta años después, sigo aprendiendo mucho sobre la labor de escribir gracias a la buena música. Mi estilo está tan profundamente influido por los riffs libres y espontáneos de Charlie Parker, por ejemplo, como por la elegante fluidez de la prosa de Francis Scott Fitzgerald. Y sigo tomando como modelo literario esa cualidad de constante renovación que tiene la música de Miles Davis. Uno de mis pianistas de jazz favoritos de todos los tiempos es Thelonious Monk. En una ocasión, cuando alguien le preguntó cómo lograba extraer ese sonido especial del piano, Monk señaló el teclado y dijo: "No puede ser una nota nueva. Si te fijas en el teclado, todas las notas están ahí. Pero si deseas expresar esa nota lo suficiente, sonará distinta. ¡Debes elegir las notas que realmente quieras expresar!" A menudo recuerdo esas palabras mientas escribo, y pienso para mis adentros: "Es cierto. No existen palabras nuevas. Nuestra labor consiste en infundir nuevos significados y matices especiales a palabras del todo corrientes". Esa idea me resulta tranquilizadora. Significa que todavía nos aguardan grandes extensiones desconocidas, territorios fértiles que esperan que los cultivemos.
Nunca tuve intención de convertirme en novelista, al menos hasta que cumplí veintinueve años. Es la pura verdad. He leído mucho desde que era pequeño, y me sumía tan profundamente en los mundos novelísticos, que mentiría si dijera que jamás me apeteció escribir nada. Pero nunca creí tener talento para crear ficción. De adolescente me gustaban autores como Dostoievski, Kafka y Balzac, pero nunca imaginé que podría escribir algo que estuviese a la altura de las obras que nos dejaron. Por tanto, a una temprana edad, sencillamente abandoné toda esperanza de escribir ficción. Decidí que seguiría leyendo libros como afición y buscaría otra forma de ganarme la vida. El campo profesional por el que opté fue la música. Trabajé duro, ahorré dinero, pedí cuantiosos préstamos a amigos y familiares, y al poco tiempo de abandonar la universidad abrí un pequeño club de jazz en Tokio. Servíamos café durante el día y copas por la noche. También ofrecíamos algunos platos sencillos. Teníamos música puesta sin parar y jóvenes músicos tocando jazz en vivo los fines de semana. Continué con ello durante siete años. ¿Por qué? Por una sencilla razón: me permitía escuchar jazz de la mañana a la noche. Kobe, enero de 1964 Viví mi primer encuentro con el jazz en 1964, cuando tenía quince años. Art Blakey and The Jazz Messengers actuaban en Kobe en enero de ese año, y me regalaron una entrada por mi cumpleaños. Era la primera vez que realmente escuchaba jazz y me dejó boquiabierto. Me quedé pasmado. La banda era fantástica: Wayne Shorter en saxo tenor, Freddie Hubbard en trompeta, Curtis Fuller en trombón y Art Blakey liderando el grupo con su sólida e imaginativa percusión. Creo que fue una de las formaciones más potentes de la historia del jazz. Jamás había escuchado una música tan impresionante, y me cautivó. Hace un año, en Boston, cené con el pianista panameño de jazz Danilo Pérez, y cuando le conté esta historia, sacó su teléfono móvil y me preguntó: "¿Te gustaría hablar con Wayne, Haruki?". "Claro que sí", respondí, casi sin saber qué decir. Básicamente, lo que le expliqué fue que nunca antes o después había escuchado una música tan espléndida. La vida es muy extraña, nunca sabes qué va a ocurrir. Ahí estaba yo, cuarenta y dos años después, escribiendo novelas, viviendo en Boston y hablando con Wayne Shorter por teléfono móvil. Jamás lo habría imaginado. Cuando cumplí veintinueve años, me invadió la repentina sensación, salida de la nada, de que quería escribir una novela, de que podía hacerlo. No iba a crear nada a la altura de Dostoievski o Balzac, por supuesto, pero me dije a mí mismo que no importaba. No tenía que convertirme en un gigante literario. Aun así, no tenía ni idea de cómo abordar la creación de una novela o de qué escribir. Al fin y al cabo, no contaba con la más mínima experiencia, ni ningún estilo a mi disposición para usar. No conocía a nadie que pudiera enseñarme a hacerlo, y ni siquiera tenía amigos con los que hablar de literatura. En lo único en que pensaba en aquel momento era en lo maravilloso que sería poder escribir como si tocara un instrumento. "Así arrancó mi estilo" De niño había practicado con el piano, y podía leer suficiente música como para reproducir una melodía sencilla, pero carecía de la técnica necesaria para convertirme en músico profesional. Sin embargo, en mi fuero interno, percibía con frecuencia que una especie de música propia se arremolinaba en una marea rica y poderosa. Me preguntaba si sería capaz de transferir esa música a la escritura. Así arrancó mi estilo. Ya sea en la música o en la ficción, lo más elemental es el ritmo. Tu estilo tiene que tener un buen ritmo, natural y continuo, o la gente no seguirá leyendo tu obra. Conocí la importancia del ritmo gracias a la música, y principalmente por el jazz. Luego está la melodía, que en literatura significa la colocación adecuada de las palabras para que sigan el ritmo. Si las palabras encajan con el ritmo de modo fluido y hermoso, no puedes pedir más. A continuación está la armonía, los sonidos mentales internos en los que se sustentan las palabras. Y luego viene la parte que más me gusta: la improvisación libre. A través de un canal especial, la historia mana con libertad desde dentro. Lo único que tengo que hacer es dejarme llevar. Una cima maravillosa Por último, llega lo que tal vez sea el aspecto más importante: ese ascenso súbito que experimentas al completar una obra, al finalizar tu "actuación" y sentir que has conseguido llegar a un lugar que es nuevo y revelador. Y si todo va bien, puedes compartir esa sensación de elevación con tus lectores (tu público). Es una cima maravillosa que no se puede alcanzar de ninguna otra manera. Por eso, casi todo lo que sé sobre escritura lo aprendí de la música. Quizá suene paradójico, pero de no haber estado tan obsesionado con la música tal vez no habría sido novelista. Incluso ahora, casi treinta años después, sigo aprendiendo mucho sobre la labor de escribir gracias a la buena música. Mi estilo está tan profundamente influido por los riffs libres y espontáneos de Charlie Parker, por ejemplo, como por la elegante fluidez de la prosa de Francis Scott Fitzgerald. Y sigo tomando como modelo literario esa cualidad de constante renovación que tiene la música de Miles Davis. Uno de mis pianistas de jazz favoritos de todos los tiempos es Thelonious Monk. En una ocasión, cuando alguien le preguntó cómo lograba extraer ese sonido especial del piano, Monk señaló el teclado y dijo: "No puede ser una nota nueva. Si te fijas en el teclado, todas las notas están ahí. Pero si deseas expresar esa nota lo suficiente, sonará distinta. ¡Debes elegir las notas que realmente quieras expresar!" A menudo recuerdo esas palabras mientas escribo, y pienso para mis adentros: "Es cierto. No existen palabras nuevas. Nuestra labor consiste en infundir nuevos significados y matices especiales a palabras del todo corrientes". Esa idea me resulta tranquilizadora. Significa que todavía nos aguardan grandes extensiones desconocidas, territorios fértiles que esperan que los cultivemos.
Por Haruki Murakami
WAYNE SHORTER. La primera vez que Murakami lo escuchó se quedó boquiabierto Foto: AP
No hay comentarios:
Publicar un comentario