martes, 23 de diciembre de 2008

Sade, Ian Curtis, Viajes

Sade, o el infierno terrenal
A 40 años de las primeras publicaciones de las obras del Marqués de Sade en la Argentina, el autor de la nota analiza la capacidad anticipatoria de esos textos del siglo XVIII.

Por: Angel Faretta. CRÍTICO Y ENSAYISTA ARGENTINO.

DONATIEN ALPHONSE FRANÇOIS DE SADE. Ilustración de Hermenegildo Sábat.



Cerca de cuarenta años atrás comenzaron a circular entre nosotros los libros del Marqués de Sade. Tanto los no obscenos como La marquesa de Gange o Los crímenes del amor, como los prohibidos y conocidos de oídas, tales La filosofía en el tocador y las Ciento veinte jornadas de Sodoma, en ediciones apuradas mexicanas y locales. Siguió toda serie de ensayos sobre el autor, mucho sonido y furia, y luego Sade pasó a ser respetado aunque por razones creemos que equívocas. El surrealismo tardío, por ejemplo, intentó hacerlo –una vez más– uno de los suyos. Creo que el autor y la obra pueden ser ahora pensados de otra manera. Filosóficamente Danatien Alphonse François de Sade (1740-1814) no fue un apéndice de enciclopedistas e iluministas como Diderot, D'Alembert y compañía, ni un cómodo satírico poltrón autor de fáciles cuchufletas como Voltaire. Sus fuentes parecen estar mucho más relacionadas con autores laterales como D'Holbach y sobre todo La Mettrie. Digamos con los materialistas totales y utilitaristas, aunque se relaciona polémicamente con todos ellos. Julien Offray de La Mettrie (1709-1751) es el autor de un breve escrito titulado El hombre máquina. Médico cirujano de profesión trató de establecer dando un paso más allá que los sensualistas puros, como Condillac, la condición material y el funcionamiento "maquinal" del hombre. El escrito, más allá de su pesadez y de su pomposo estilo, es interesante por las cosas que adelanta y tal vez hasta por las que profetiza; involuntariamente claro está. Declara de consuno con su título la materialidad del hombre y su funcionamiento maquinal. Gentes como La Mettrie y similares se hallan ya consubstanciados con la idea de progreso: son optimistas científicos. Pero Sade –como lo será poco después el contemporáneo que más se le parece: el italiano Giacomo Leopardi– no es ningún acólito de las bondades de una naturaleza divinizada a medias, y a medias a punto de ser explotada mediante la movilización total. Sade intentará llevar el razonamiento –o la apariencia de tal– de personas como los materialistas y sensualistas hasta sus últimas consecuencias. Si la materia viviente, orgánica, tiene una nunca muy bien definida extensión apendicular con la naturaleza inorgánica, la explotación sin límites y cortapisas de ésta debe llevar, por lógica consecuencia, a la explotación de la naturaleza humana, ya que ésta no consiste más que en una serie de animales-máquinas que no sólo desean sino que puede razonar sus deseos, y para ese razonar se llevan al absurdo los postulados materialistas y sensualistas. Así es como en muchas de sus obras las repetidas laceraciones y torturas practicadas sobre cuerpos esclavizados son seguidas de intrincados diálogos filosóficos que llevan al propio delirio raciocinante este monismo absoluto. La naturaleza se hace única garante de lo existente y así los cuerpos ajenos son tanto objeto de experimentación como de explotación. El catálogo razonado de perversiones –como el practicado en Las 120 jornadas – ¿no parece un derivado prospectivo, pero llevado hasta el desatino, de los posteriores catálogos de las ciencias naturales? ¿No es –desde el punto focal que ensayamos aquí– que Sade se nos aparece como un Linneo de la sexualidad humana vista exclusivamente como variantes metamórficas de posturas, adiciones y yuxtaposiciones? ¿No son –bajo es- te punto de vista– sus perversiones fría, clínicamente razonadas, algo así como un correlato de las especies híbridas y hasta las nuevas especies que son posibles de "fabricar" mediante toda serie de injertos? No es la enumeración por la enumeración en sí y por un exacerbado gusto por la combinatoria y por el bric-à-brac que aparecen en este autor tantas combinaciones de acoplamientos, sino un llevar hasta el disparate la propia dislocación y desmembramiento de la naturaleza practicada por los enciclopedistas y empiristas. Antes que Dostoievski acuñara su luego repetido "Si Dios no existe todo está permitido", un siglo antes, Sade pone en escena la lógica consecuencia, de fines y de medios, que tal no-existencia llevaría aparejada. Pero no sólo sobre la naturaleza inerte que se aprestaba a ser explorada y explotada científica y ya industrialmente, sino sobre la propia corporalidad ajena que era bajo esos supuestos co-extensiva y pasible del mismo grado de explotación. Más aun, pasible de todavía un mayor grado de explotación por el conocimiento físico, sensible –es decir estético– que podía extraerse en paralelo de tales experimentaciones. Gorer nos insiste en su libro sobre Sade que todo es un canto a la anarquía como en las "visiones" más que confusas de William Blake. Es obvio que no, y que uno y otro, si bien contemporáneos, no pertenecían a la misma familia espiritual ni estaban hechos de la misma estofa. Sade es un terreno total, un realista absoluto. Pero no se cree el ripio del progreso y crea, para poder expresarlo, un nuevo giro y una vuelta de tuerca estilística de la clásicamente llamada sátira menipea. Retoma para ello la tradición de su paisano Rabelais y mezcla conscientemente lo bajo y lo alto, lo sublime y lo obsceno, lo alucinatorio y ya lo hiperrealista. Sade incorpora de manera satírica todos los lugares comunes del razonar mecanicista-utilitarista, pero lo hace de manera tan temprana y pionera que todavía hoy se insiste en verlo como a uno de sus más radicales apólogos. Cuando es –por el contrario– sí radical, pero en responder a los imperativos de la movilización total poco antes de que ésta apareciera en suelo europeo. Fue, por el contrario, no un sociólogo interesado en rarezas el que diera el Do en relación con la obra de Sade. Un historiador y teórico del arte de clara impronta teológica, Hans Sendmayr, le dedica algunos párrafos oblicuos pero importantes en dos de sus obras, La pérdida del centro y La muerte de la luz . En ambas, aunque con algunos comprensibles circunloquios académicos, muestra a Sade junto con Goya, como aquellos que más drásticamente encararon lo que llama "terrenalización del infierno". Ambos son o intentaron ser hijos de las Luces. Ambos padecieron muy cercanamente el terror desencadenado por esas mismas luces. Ambos comprendieron modo sui que si a la tríada topológica, mantenida por miles de años, de cielo-tierra-infierno se le que quitaba o negaba su base teológico-metafísica, y era suprimida por decreto la primera parte del terceto y reemplazada por el cielo laico escrutado por los físicos, el inframundo se trasladaba entonces a lo meramente terreno, llano, horizontal. Goya regresó a la pintura de sabbats y aquelarres, es decir a pintar monstruos extra-mundanos pero que actúan muy terrenalmente; Sade a edificar con su escritura lo que luego se llamaría "universo concentracionario"; pero que él se encargara antes que nadie de describir. Universo donde habitan repetidamente monstruos que han perdido toda aura extra-mundana. Demonios que han perdido la fe en el demonio porque han leído la enciclopedia donde se les dice que no existe tal cosa. Faltaba un sólo paso –como apuntara también Sedlmayr–: la puesta en escena concreta, histórica, de ese universo. Los campos de concentración del siglo siguiente se encargarían de ponerlos en práctica. Soviéticos y nazis desembarazados definitivamente de toda creencia en lo extra, tanto infra como ultra humano, pusieron en práctica aquello que para Sade era proyección antiutópica. Pero adonde habría de conducir sin dudas la extrema racionalización de los fines y de los medios. Con el paso previo por un naturalismo neutralizador donde el hombre era equiparado a una mezcla de animal y máquina y donde éste había perdido su razón de ser trascendente.


Entre la luz y la oscuridad
Ávido lector de Burroughs, Kafka y J. G. Ballard, el cantante de la banda inglesa Joy Division retrató un mundo en el que "ya habían tirado la bomba".
Por: Jon Savage







CURTIS. Según Jon Savage, guionista del filme sobre Joy Division, el músico buscaba un estilo.


En marzo de 1980, Joy Division lanzó su tercer single, con canciones como Atmosphere y Dead Souls. Se hizo una edición limitada de 1.578 discos en un sello independiente francés, Sordide Sentimental; una grabación poco común. Llevaba una advertencia de una sola palabra – Gesamtkunstwerke – y de verdad se trató de una obra de arte total, con gráfica, música, fotografías y texto, un mundo en sí misma. La tapa del desplegable es una pintura del artista neoclásico Jean-Francois Jamoul, en la que se ve un ermitaño de túnica contemplando desde la cima de las montañas los valles oscurecidos por las nubes. Adentro hay un collage de una figura solitaria que desciende a las profundidades de la tierra, una foto de Anton Corbijn que muestra al grupo bajo una luz fluorescente en la estación Lancaster Gate. Y además está el texto. En el ensayo titulado Licht und Blindheit (Luz y ceguera), Jean-Pierre Turmel se coloca lo más lejos posible del cliché del crítico de rock. Citando entre otros a Pascal, Heinrich von Kleist y Georges Bataille, profundizó en su intento por explicar el efecto que Joy Division le produjo: "En el corazón de los sufrimientos cotidianos y del castigo, en la rueda misma de la mediocridad cercenadora, se encuentran las llaves y las puertas del mundo interior". El single fue recibido con éxtasis por los seguidores del grupo. No sólo porque eran las dos mejores canciones que jamás habían grabado, sino porque era un reconocimiento al fanatismo, casi religioso, que rodeaba al grupo. Ian Curtis estaba encantado con el package , pero sobre todo, sabía mejor que nadie que las palabras y los libros son el umbral para otras dimensiones. No se trata de legitimar las letras de Curtis como obra literaria, sino de dejar en claro que en los años 60 y los 70, la cultura pop actuaba como centro de intercambio para la información que estaba literalmente oculta como la esotérica, o era degradada, impopular y estaba por debajo del radar de la literatura. Y existía toda una subcultura y un mercado que sostenían estos intentos de clandestinidad. Joy Division continúa inspirando nuevas generaciones de oyentes, pero sin duda fueron el producto de un tiempo y un lugar. Ian Curtis era un ávido lector que se convirtió en escritor fecundo. En el noroeste de Inglaterra, a mediados de los años setenta, encontró los materiales que necesitaba para escapar, pero sólo para descubrir, como era evidente en muchas de sus lecturas, que escapar era imposible. Como los Doors y The Fall, Joy Division tomó su nombre de un libro. No se inspiraron en Huxley o en Camus, sino en una pieza relacionada con el Holocausto. The House of Dolls de Ka-Tzetnik (su verdadero nombre es Yehiel Feiner) cuenta de zonas en los campos de concentración en las que se forzaba a las mujeres a la esclavitud sexual: no era la División de trabajo forzado (Labour Division) sino la División del placer (Joy Division). En 1978, cuando el grupo adopta el nombre, la novela había vendido millones de copias en edición rústica. Desde principios hasta mediados de la década del setenta, fue la época dorada de las publicaciones en rústica, fueran buenas o malas. Aparte de Penguin, con su fuerte línea de ciencia-ficción, que incluía autores como Philip K. Dick, Olaf Stapledon y J. G. Ballard, estaba Picador, Pan, Mayflower y Paladin, este último con una amplia lista que incluía a Jeff Nuttall y Timothy Leary. Con sólo 50 peniques, cuando un disco LP costaba 3,25 libras, estos libros estaban al alcance de los jóvenes. Estaban las tiendas manejadas por David Britton y Mike Butterworth: House on the Borderland, Orbit y Bookchain, en Manchester. Como recuerda Butterworth, las tres eran "modelos de dos librerías de la época en Londres, Dark They Were y Golden Eyed en Soho, que vendían historietas, ciencia-ficción, material relativo a drogas, afiches, y una cadena que se llamaba Popular Books". Con su amigo Steven Morris, Ian Curtis visitaba con frecuencia House on the Borderland. Butterworth los recuerda como "jóvenes disparatados, alienados, atraídos por almas con mentalidad semejante. Querían algo poco convencional y fuera de la vía tradicional, y la tienda ofrecía eso. Probablemente la veían como un faro de luz en la sombría Manchester de principios de los 70. Ian compraba tomos de segunda mano de New Worlds, la gran revista literaria de los años sesenta editada por Michael Moorcock, que promocionaba a Burroughs y a Ballard. Mi amistad con Ian comenzó hacia 1979: hablábamos sólo de Burroughs." Curtis era autodidacto, abandonó la escuela a los 17 años, y siguió el ejemplo de la cultura pop de la época. En 1974 la Rolling Stone le hizo una entrevista a David Bowie con William Burroughs. La charla en sí no significó nada, pero dejó sentada la conexión, especialmente cuando Bowie se mostró en el documental de TV de Alan Yentob Cracked Actor, y Burroughs proyectó una gran sombra en todo el punk y post punk británico. A mediados de los años 70, había una sensación de que ya habían arrojado la bomba, reforzada por el estado vacante y marginado en que se encontraban las ciudades del interior de Inglaterra. Con su brutalidad casual y humor negro, la prosa acelerada de Burroughs, lo que su biógrafo Ted Morgan llamó "estilo nuclear", combinaba con este humor apocalíptico. Joy Division muy rara vez daba una entrevista. En enero de 1980, sin embargo, le dieron una audiencia al joven escritor y cantante Alan Hempsall. Esta sería la única vez que Curtis habló de sus lecturas. Mencionó Naked Lunch y The Wild Boys como dos de sus libros favoritos. Curtis comenzó escribir en serio durante 1977 cuando él y su esposa Deborah se mudaron a Barton Street en Macclesfield, al sur de Manchester. En sus memorias Touching from a Distance, Deborah Curtis recuerda que "la mayoría de las noches Ian se encerraba a escribir en el cuarto azul, interrumpiendo solamente para beber una taza de café entre las volutas de humo de un Marlboro. No me importaba la situación: lo encarábamos como un proyecto, algo que debía hacerse". Sus primeros intentos muestran al escritor luchando por establecer un estilo. Una de las primeras grabaciones más impactantes de Joy Division, No Love Lost, tiene una parte recitada con un párrafo completo de The House of Dolls . Canciones como Novelty, Leaders of Men y Warsaw eran regurgitaciones apenas digeridas de sus fuentes: grumosas páginas de frustración, fracaso e ira con un trasfondo militarista y totalitario. Como una estocada de Burroughs, las letras cambian de una dirección concreta a la descripción de una situación, con frecuencia horrorosa o perturbadora: "todos los asesinos agrupados en cuatro filas", sellado con una confesión en primera persona de culpabilidad o indefensión: "Hice todo lo que quise / dejé que te usaran para sus propios fines". En los ensayos de Joy Division, Curtis actuaba como director, detectando fraseos y trabajando con Bernard Sumner, Peter Hook y Stephen Morris para convertirlos en canciones. Cuando terminaban con la música, escarbaba en la bolsa plástica donde guardaba sus notas y comenzaba a ponerle letra a la música. Como lo recuerda Sumner en el documental de Joy Division, "sólo sacaba algunas palabras y comenzaba a cantarlas, era bastante rápido". Entre 1978 y 1980 no dejó de escribir letras, tenía para más de tres álbumes. Curtis no buscó narrativas convencionales, pero creó una situación en la cual la emoción surgía como respuesta al narrador. Mientras la letra pasaba de lo universal a lo personal, el "yo" se encontraba con frecuencia atrapado, como en una tragedia griega, por fuerzas que no podía controlar. "Vivimos bajo tus reglas, eso es lo que nos mostraron" (Candidate). Como muchos jóvenes, los sentimientos de Curtis oscilaban entre la omnipotencia y la protesta, esto se reflejaba en sus letras. La sensación de luchar en vano, tal vez, contra un sistema laberíntico es un tema recurrente en Kafka, Gogol y Burroughs, entre otros. Es fácil seguir una línea temática entre los agentes de control en El Castillo de Kafka y las teorías del control en Burroughs, o en el fatalismo de los rusos del siglo XIX a la ciencia-ficción de posguerra. La exquisita tecnobarbarie de Ballard ofrece una variante. La ciencia-ficción muestra una alternativa y Curtis empleó este lenguaje en el primer álbum de Joy Division, Unknown Pleasures. Canciones como Interzone ubican a una juventud desesperada y olvidada, como los Wild Boys, en paisajes desiertos de Manchester. Al mismo tiempo, había una preocupación por las imágenes religiosas y el martirio, combinados con una actitud nietzscheana. Las letras eran sólo una parte del paquete. Joy Division era una obra de arte total, hasta la carátula del disco, el vestuario y los afiches. En vivo eran brutales y demasiado intensos: como cantante, Curtis se ubicaba completamente en el momento con un personaje que, intencionalmente o no, se acercaba a la visión de un profeta: "He viajado a lo largo y a lo ancho de muchos tiempos diferentes" (Wilderness). No es difícil darse cuenta cómo Curtis se identificó con el funcionario público, el héroe de Memorias del subsuelo de Dostoievski con su desdén nihilista por el "hormiguero humano": Nacimos muertos. El problema con la música rock es la idea de autenticidad, requiere que el cantante actúe, caracterice las letras y el estado de ánimo. En la medida que Joy Division despegaba, él quedó atrapado en sus propias letras. Curtis escribe para Atrocity Exhibition: "para divertirse miran como se retuerce su cuerpo/ Detrás de sus ojos dice 'todavía existo'". Aunque se refiere a la novela de Ballard, el clima de la canción es más parecido a El Lobo Estepario de Hermann Hesse. En 1980, cuando Alan Hempsall le preguntó al respecto, Curtis dijo que había escrito la canción mucho antes de leer el libro. "Sólo vi el título y me pareció que encajaba con las ideas de la letra". Está claro que Curtis utilizaba sus libros para generar un estado de ánimo. Al mismo tiempo su esposa pensaba que "todo eso culminaba en una obsesión enfermiza, con sufrimiento físico y mental". Hace poco escribió: "Pienso que la lectura de esos libros realmente alimentó su tristeza". Entre 1979 y 1980, el humor de Curtis se hace más negro. Dead Souls era una porción del horror de H. P. Lovecraft, viejo y frío, que ponía los pelos de punta. Canciones de la época del álbum Closer muestran cómo lo que escribe se vuelve directamente una angustiada confesión. Nadie vio las señales obvias. Tony Wilson, a quien entrevistaron en el documental, dijo que creyó que se trataba "sólo de arte". Las últimas letras de Curtis In a Lonely Place (en un lugar solitario), son el eco de la descripción que Jean-Pierre Turmels hace de la obra de Bernini, el Extasis de Santa Teresa: "el mármol, mortalmente pálido, sorprende al cuerpo en un momento específico, entre carne y cristal, justo antes que desaparezca lo tangible y el alma eche a volar". El gran logro de las letras de Curtis fue captar la realidad subyacente de una sociedad convulsionada y mostrarla tanto en el ámbito universal como personal. Las emociones son la esencia de la música pop y así como Joy Division se ubica perfectamente entre la brillante luz y la oscura desesperación, también las letras de Curtis oscilan entre la desesperanza y la posibilidad, casi la necesidad, de contacto humano. Casi 30 años después de su muerte, Joy Division ingresó su música en el mercado masivo de las telenovelas, o bandas sonoras para programas de deportes de la BBC. Me alegra que las canciones reciban su mérito, pero también vale la pena recordar que la banda y su letrista fueron productos de una época muy particular de la historia de la cultura, cuando existía una urgente demanda de literatura para intelectuales y cuando inteligencia no era una mala palabra. (C) Guardian News & Media 2008 Traducción: Cecilia Benítez

Una atmósfera de culto
Si el suicidio inesperado de Ian Curtis, líder de la banda Joy Division no alcanzó para matar sus letras que, por el contrario, contrajeron un vigor visceral, no sorprende entonces que las mismas canciones reclamaran a los ideólogos de las traducciones/reversiones agrupadas en Ian Curtis/Joy Division una apuesta por la vitalidad independiente que arrastran. "Nos dimos cuenta de que lo que más nos interesaba era retratar la música intrínseca de las letras, el ritmo y la cadencia, en vez de la traducción lisa y llana al castellano que habíamos imaginado y en la que inevitablemente se perdía el valor expresivo que tienen", comenta Ezequiel Fanego, uno de los responsables, junto a Diego Esteras, de la Editorial Caja Negra. Para reproducir la armonía que Ian Curtis desplegó en inglés antes de colgarse de un perchero y atarse a la posteridad, los editores eligieron a cinco poetas y traductores ligados a Joy Division o vinculados a la música. Les entregaron letras y videos de las presentaciones en vivo a los argentinos Mariano Dupont, Andi Nachon, Walter Casssara, Violeta Percia y al uruguayo Roberto Echevarren. Los cinco poetas/traductores hicieron suyas las letras de Curtis como si fueran músicos interpretando covers. El resultado está a la vista, en este libro que, al igual que la banda que tributa, anhela la misma "atmósfera" de culto. Ian Curtis/Joy Division Reversiones AA .VV CAJA NEGRA110 PÁGS. $ 43


Los viajes que no podemos olvidar
Por Jorge Fernández Díaz Director de adnCULTURA

Con los viajes pasa como con los amores. Uno tiene presente y fresco el último viaje, se le borran de la memoria muchos detalles de los periplos que ha realizado y difícilmente pueda olvidar el primero de todos ellos. Viajé por primera vez cuando tenía nueve años, en un trasatlántico inglés llamado Arlanza. Mi madre, mi hermana y yo ocupábamos un camarote bajísimo en la clase turista, porque aquélla era entonces la forma más barata de atravesar el océano y llegar al Viejo Continente. Barato y todo, para mis padres, inmigrantes y pobrísimos, significaba una verdadera fortuna: se endeudaron durante años para que mamá pudiera finalmente reencontrarse con mi abuela María del Escalón en Vigo, donde se habían visto por última vez. En 1947 María había puesto a mi madre, con 15 años, en un barco y la había enviado a la tierra prometida: Buenos Aires. Le juró que toda la familia la seguiría. Pero algo falló y mi madre quedó presa en este lado del mundo y padeció siempre la cruel tragedia personal de haberse hecho argentina a la fuerza y de haber vivido alejada de su madre y sus hermanos. Era un mundo tan distinto. Las clases trabajadoras iban al cielo pero no volaban en aviones ni tenían dinero para las llamadas de larga distancia, que salían un ojo de la cara y que se destinaban sólo para navidades o fines de año. No había e-mails , ni chateo, ni Skype. Las distancias eran abismales. Y cuando uno se iba, lo hacía "para siempre". En 1969, casi treinta años después, navegamos quince días, nueve de ellos sin ver tierra, y nos deslizamos por mares calmos, nos zarandeamos en tempestades aterradoras y surcamos olas encrespadas frente a las costas de Portugal. Todo era para mí una aventura sin miedos. La inconsciencia de la edad me permitía incluso soñar despierto con naufragios apasionantes mientras nos colocaban los salvavidas anaranjados y nos hacían participar en cubierta de los simulacros de abandono del barco. Al entrar en el puerto, mi madre reconoció a la suya entre el gentío y le gritó: "¡Mamá, estoy aquí!" Y María, llorando desde la dársena, gritaba: "¡Ay, hija mía, no te conozco, no te conozco!" Cuando se abrazaron en el hall, pegaban tantos alaridos que la gente empezó a rodearlas y a aplaudirlas como si fuese una obra de teatro. Algunas personas tenían los ojos llenos de lágrimas. Estuvimos seis meses en España. Esa experiencia íntima, llena de prados, genealogías asturianas y aventuras imaginarias y reales cambió mi vida. Como decía Borges de la lluvia, el viaje ocurre siempre en el pasado. Quien viaja por placer viaja para evocarlo y compartirlo, y quien viaja por periodismo o literatura viaja para contarlo. La narrativa de los últimos siglos ha sido pródiga en libros de viajes -extrañamente emparentados con la autobiografía y el memorialismo-, desde los relatos de aquellos grandes exploradores de cuando el mundo era todavía joven hasta los de los peregrinos de la palabra que dejaron obras inolvidables. La crónica viajera es un género extraordinario, que han practicado en nuestro país con pluma excelsa clásicos de todos los tiempos, de Sarmiento y Mansilla a Arlt y Caparrós. En esta redacción, sin ir más lejos, convivimos con el fantasma de uno de los grandes cronistas viajeros de la historia: Manuel Mujica Lainez. En El arte de viajar , su prologuista y compiladora, Alejandra Laera, cuenta las andanzas de ese escritor viajero que recorrió el planeta para narrarles a los lectores de LA NACION los fulgores y ruinas de la Humanidad. Su primera crónica de viaje la escribió a propósito del primer vuelo del Graff Zeppelin entre Río de Janeiro y Alemania, donde Manucho se quedó por dos largos meses mirando y escribiendo. En vísperas de las fiestas, al borde de las vacaciones, el verbo "viajar" resuena en nuestra cabeza. Fue ese eco el que nos llevó a pensar y realizar, a modo de regalo, esta edición especial que contiene textos de siete nómades que, sin intentar emular a Manucho, de alguna manera lo hacen. Los escritores Edgardo Cozarinsky, Leopoldo Brizuela, Daniel Guebel, Vlady Kocianchich y Luisa Valenzuela, y los periodistas Hugo Beccacece y Leonardo Tarifeño cuentan, cada uno a su modo, Beirut, Lisboa, Barcelona, Río de Janeiro, Viena, Budapest e Illiers, la ciudad de Marcel Proust. No entiendo aún qué figura forma este rompecabezas hecho de crónicas viajeras. Tal vez pruebe que todos los viajes son uno solo. Y que ese viaje es el primero de todos los que hicimos. Mientras editábamos este número, yo volví a sentirme, por un momento, en la cubierta del Arlanza, en aquellas tardes doradas en que nos perseguían delfines míticos y nos saludaban con sirenas y bocinas atronadoras otros buques, otros viajeros esperanzados.


Calidoscopio Guerra y paz
Días de Beirut
La ciudad, mezcla exótica de civilizaciones, exhibe por una parte las ruinas de la guerra civil y, por otra, el lujo de la Corniche. Los habitantes, hospitalarios y generosos, enfrentados por la fe, tienen una historia en la que abundan las leyendas, el esplendor y la miseria, y viven un presente contradictorio sobre el que se ciernen la sombra de Hezbollah y un futuro incierto

Por Edgardo Cozarinsky Para LA NACION - Buenos Aires, 2008 En el avión entre París y Beirut, en esa somnolencia que me alivia todo viaje, había recordado un film visto en Buenos Aires a principios de los años 70, una de esas coproducciones europeas subalternas frecuentes en la época: origen indiscernible, actores secundarios torpemente doblados al inglés, cierto respeto sumario por las convenciones del género de aventuras, realzadas por escenarios exóticos poco costosos. Creo recordar el título: Appointment in Beirut . En una secuencia de persecución en un mercado, la realidad de la ciudad invadía la imagen: los extras eclipsaban a los personajes, el color de ropas, frutas y verduras era más vivo, cautivaba la mirada más que el decorado de estudio de otras escenas, en mi memoria el de un casino.
* * * Primera mañana en Beirut. Desayuno temprano, salgo impaciente del hotel para recorrer a pie algo de la ciudad y me encuentro con... no, esto no es la ciudad, es ese centro renovado, impoluto, construido más que reconstruido tras los quince años de guerra civil, y que se me aparece como un set a la espera de una filmación postergada. Los pocos transeúntes deambulan perezosamente, extras a quienes aún no han asignado personaje; sólo lo tienen, y muy evidente, los soldados de guardia en las calles que llevan al Parlamento o a la Place de l´Étoile: echan una mirada rápida pero avezada a los bolsos de quienes cruzan los puntos de acceso, sonríen al turista. Los edificios, de una piedra de color entre amarillo y ocre, típica -me explicarán más tarde- de las construcciones tradicionales del país, carecen del efecto de realidad que confiere la pátina. Delante de Gucci, Prada y Louis Vuitton, las veredas disuaden de cualquier ataque con un coche bomba gracias a esos postes bajos de cemento, que en Buenos Aires protegen a sinagogas y escuelas judías.
* * * Mi hotel es uno de los varios edificados frente al puerto a partir de la reconstrucción de ese barrio que muchos llaman downtown y otros, sin ironía, Solidere, sigla de la Société Libanaise pour le Développement et la Reconstruction, consorcio de capitales libaneses del exterior y compañías internacionales que planeó y realizó el nuevo centro de la ciudad apenas concluida la guerra civil. Desde mi ventana veo la autopista y el túnel subterráneo que ocupan lo que fue la "línea verde", esa enorme trinchera que había ido invadiendo una vegetación salvaje cuando fue límite entre Beirut Este y Oeste, entre el sector cristiano y el musulmán. La cruzaban, entonces, menos personas que disparos de francotiradores apostados en los edificios bombardeados. También veo, al lado del reconstruido hotel Phoenicia, cinco estrellas, muros de doble espesor a prueba de obuses, una altísima ruina gris, perforada por todo tipo de disparos y explosiones, apuntalada con cantidad de hierros que, más que impedir su derrumbe, parecerían herirla: flechas clavadas en un san Sebastián de cemento. Me explican que no se ha invertido dinero en demoler ese cadáver porque los derechos sobre el terreno siguen en disputa y no se puede arriesgar la construcción de algún Four Seasons. Lo siguen llamando el Holiday Inn. Estoy, como lo hubiese estado hace veinte años, en un no man´s land .
* * * Esta mañana, al salir de Beirut hacia el norte, a pesar del mar a mi izquierda y las montañas a mi derecha, no pude sino asociar esas afueras con la salida de Buenos Aires en dirección a Olivos: una sucesión de restaurantes, boutiques y edificios de departamentos. A unos veinte kilómetros de la ciudad, primera dosis de exotismo decadente, descubrí, encaramados entre la autopista y el mar, los neones apagados del Casino du Liban. Conocía su leyenda: "el Monte Carlo del Oriente Medio"... Había abierto en 1959, y en los años fastos de la "plata dulce" libanesa había atraído tanto a las fortunas del mundo árabe como a las europeas que esperaban un suplemento de exotismo para su evaporación. Por la noche, en el hotel, iba a estudiar su folleto de publicidad. Había "funcionado intermitentemente" durante la guerra civil antes de claudicar en 1989; reconstruido, reabrió en 1996. Hoy escalona sus salones según el monto de la apuesta mínima y la privacidad otorgada a los jugadores: una sala "popular" a la derecha de la entrada, el salón Mediterráneo a la izquierda, el Cercle d´Or en el segundo piso y dentro de él dos salles privées . No pude resistir a la tentación etnográfica. Al visitarlo, previo registro de mi pasaporte, comprobé que el despliegue anunciado no excluye cuatrocientas slot machines no indignas de las que salvaron la vida del Hipódromo de Palermo en Buenos Aires. Hay restaurantes en todas las salas de juego, también graduados por categoría: desde un salad bar a un bistró, para culminar con un reducto gastronómico. Elijo el de especialidades libanesas: me siento al aire libre, frente a la bahía de Younieh, para gozar de la brisa fresca y las luces nocturnas que dibujan la costa marítima en la oscuridad. El camarero cede ante mi insistencia: no, no tengo frío, no quiero gozar de la iluminación efusiva y el parloteo incesante del interior. Finalmente iba a encontrar algo parecido al mercado que mi memoria había rescatado de aquel film olvidable. Estaba en el norte del Líbano, al pie del castillo de los cruzados, en las callejuelas entreveradas del zoco de Trípoli: allí, lo menos esperado está exhibido y la sorpresa sugiere un misterio sin duda imaginario. En el centro de Beirut, en cambio, el antiguo mercado de frutas, como el de pescado, no sobrevivió a la destrucción de la guerra civil; un enorme shopping mall ("Les Soucs de Beyrouth") anunciaba su próxima inauguración, con muchos y variados restaurantes, salas de cine, boutiques de marcas de lujo: todo lo que puede necesitar el consumidor del Midwest norteamericano o desear el de Asia central o el de la Argentina.
* * * Noche de Achrafiye, barrio cristiano. O más bien, en su interior: en Gemayze y en la calle Monot. Discos, lounge bars , pubs , uno al lado de otro, como en una versión concentrada -una vez más, ataca Buenos Aires- de Palermo Viejo. Me ha invitado una amiga libanesa, maronita, y nos acompañan una periodista también libanesa pero chiita, y un profesor italiano. Ninguna de las personas que voy conociendo en Beirut me anuncia su confesión; sin embargo, me doy cuenta de que entre ellos todos la conocen o reconocen, aunque el tema permanezca tácito en la conversación. No hay necesidad de consultar el documento de identidad, donde figura obligatoriamente bajo el rubro "denominación". Ante la barra de un bar, me distraigo de la conversación del grupo para mirar a los jóvenes que bailan o se deslizan por el local como en un acuario de luces tamizadas. Una chica advierte que me ha llamado la atención el tatuaje que luce en el hombro descubierto, uno solo, que exhibe su vestido. Se me acerca, sonriente, y me aborda directamente en inglés. -¿Primera vez en Beirut? -Así es. -¿Y, qué le parece? -Impresionante. -Muchas chicas lindas, ¿eh? No necesitaba llegar a esta frase para que yo entendiera cuál era la transacción que se anunciaba, de modo que preferí saltear un paso. -Muchísimas. El problema es que ando sin dinero. -No me diga... ¿Quién paga entonces ese champagne que está tomando? Con una inclinación de cabeza señalo a mi amiga libanesa, unos veinte años menor que yo, bonita, esbelta, elegante. La chica la mira, luego estudia mi calvicie, mi panza, mis arrugas. -Le deseo larga vida, amigo...
* * * Nada más lejano de Achrafiye que Dahie, aunque sólo los separen quince minutos de automóvil. En este suburbio pobre, chiita, con algo de campamento a pesar de la edificación, acaso porque en él abundan los refugiados palestinos, no veo policías ni soldados. Lo comento con el chofer del taxi que me han recomendado: ha vivido años en Venezuela y habla un castellano fluido, caribeño. -Aquí no necesitan policía. Todo lo controla Hezbollah. Hezbollah, lejos de ser una organización clandestina como la suponen en Estados Unidos, ha sido reconocida como partido político y, lo mismo que Amal, está representada en el Parlamento. Funciona, según el taxista, como una mezcla entre la mafia siciliana y la seguridad social en Europa del Oeste. Si el hijo de un padre desocupado necesita una operación, Hezbollah paga el hospital. Si ese padre tarda en hallar trabajo, Hezbollah se lo encuentra. En el Líbano no existe lo que en la Argentina se llama púdicamente "cobertura social", y los seguros de salud privados sólo son accesibles para profesionales y empresarios. El vacío dejado por la sociedad legal es ocupado por la militancia islamista. Una multitud enérgica se agita por las calles de Dahie. Parecería tener rumbo preciso, y prisa por llegar. Se interna entre motocicletas y automóviles, los elude, los increpa, todo bajo las enormes efigies de mullahs y ayatollahs , algunas de mártires, que desde altos postes presiden esa animación. El volumen de las voces, muy superior al oído en otros barrios de la ciudad, se mezcla con la melopea de la música pop árabe que propagan radios ubicuas, invisibles. No hay vidrieras en los negocios: televisores, muebles, túnicas, DVD, inodoros, todo está expuesto en la vereda, donde las hay, o en la calzada frente al negocio. En 2006, durante la "guerra de julio", el Ejército israelí dejó caer sobre el barrio panfletos que anunciaban un carpet bombing para el día siguiente: un bombardeo sin blanco preciso, con el solo objeto de rasar el terreno donde, según Israel, estaban mimetizados los mandos de Hezbollah y gran parte de sus militantes. Mucha gente abandonó sus hogares; otros, incrédulos o resignados, permanecieron. Las bombas llegaron. Muchos edificios cayeron. El trazado de algunas calles cambió. Durante algunas semanas Hezbollah replegó sus bases, luego recuperó el terreno.
* * * -La culpa de todo es de los palestinos -opina el taxista-. Esa gente son un problema, hacen líos dondequiera que llegan. No crea que no los entiendo: los israelíes les quitaron su tierra, les destruyeron las casas. Pero en Jordania, hace treinta años, tuvieron que echarlos por la fuerza. Nosotros les debemos la invasión siria y las represalias de Israel. A los sirios los aguantamos veintinueve años, pero al menos no destruyeron nada. Mire ese puente: acaban de reconstruirlo, lo había bombardeado la aviación israelí en la guerra de verano de 2006... Me apresuro a decirle, previendo un relato de la historia reciente, que estoy al tanto de la escalada bélica que siguió a los misiles disparados por Hezbollah desde el sur del Líbano sobre territorio israelí: secuestros de soldados, incursiones enemigas a ambos lados de la frontera, represalias e intercambios, bombardeos israelíes que alcanzaron el sur de Beirut y no omitieron el aeropuerto internacional, bloqueo naval del país, prolongado más allá de la paz impuesta por las Naciones Unidas. Nos estamos dirigiendo al sur, hasta donde puede llegarse sin rozar la zona que bordea la frontera con Israel, aún ocupada por una fuerza armada multinacional, supuestamente disuasiva. Quiero visitar Sidón (Saida) y Tiro (Tyr), nombres que asocio con los Evangelios, lugares donde predicó Jesucristo y que más tarde saquearon los cruzados. En Saida se instalaron cantidad de refugiados palestinos a partir de 1948, cuando se decretó el Estado de Israel: al principio lo hicieron en esos campos de tiendas blancas que iban a convertirse en símbolo de la diáspora palestina, luego en construcciones cada vez menos precarias, más altas, hasta formar gradualmente barrios autónomos (¿como la Villa 31 de las inmediaciones de Retiro, en Buenos Aires?). En el mercado de Saida me parece reconocer un típico zoco árabe, más pequeño pero con el mismo color del que visité en el norte, en Trípoli. Tiro, la ciudad donde predicó Pablo de Tarso, de la que fue príncipe el Pericles de Shakespeare, había sido cuartel general de la Organización por la Liberación de Palestina desde que Jordania la expulsó en 1971. Hoy sigue siendo plaza fuerte de Hezbollah y Amal, aunque conserva entre sus habitantes una pequeña minoría cristiana. Ha pagado caro su cercanía de la frontera israelí. Tras los cohetes lanzados sobre Israel durante la guerra civil, fue ocupada como todo el sur del Líbano y conoció atentados constantes de ambas partes. En la guerra de 2006 volvió a ser bombardeada y atacada por comandos navales. Hoy ofrece a la mirada del visitante una animación, una vitalidad tan intensa como la que observé en Dahie. Al final de la tarde, volviendo a Beirut, las sombras se alargan sobre el paseo marítimo y una brisa fresca se levanta del Mediterráneo. El taxista, siempre sonriente, me invita a tomar un arak . En algún momento de la conversación me cuenta que sus dos hermanos mayores militaron en las falanges cristianas en los años 80 y participaron en la "operación" de Sabra y Chatila. Habituado a leer y oír la palabra "masacre" asociada al nombre de esos campamentos de refugiados palestinos, tardo un momento en entender a qué se refiere, más bien a entender que para los verdugos la palabra correcta sea "operación".
* * * En 1918, ese atolondrado de lord Balfour prometió a los sionistas a national homestead en Palestina, sin prever que iban a ser barcos británicos, precisamente, los que tres décadas más tarde bloquearían el ingreso de las naves con refugiados del nazismo, primero; con sus sobrevivientes, más tarde; también: desencadenando a largo plazo el infierno que hoy vive la región. En ese año fatídico, Francia y el Reino Unido se repartieron los despojos del Imperio Otomano: los británicos se quedaron con Palestina y Jordania; los franceses, con Siria y el Líbano. De allí que tanto emigrante llegado a la Argentina en los años 20 tuviera en su pasaporte la denominación "sirio-libanés", origen que ningún sirio, ningún libanés hubieran reconocido como propio fuera de su pasaporte. A partir de 1942 Francia decidió desembarazarse prudentemente de ese mandato y decretó la independencia del Líbano. El protectorado ya tenía una Constitución, aprobada por París, promulgada en 1926; sucesivas reformas, entre 1927 y 1990, no modificaron el sistema multiconfesional: presidente cristiano maronita, primer ministro musulmán sunita, jefe del Parlamento musulmán chiita. Los escaños del parlamento están reservados según la confesión y las regiones del país. Los años de la segunda posguerra mundial confirmaron la aureola "parisina" de Beirut: una vida nocturna, una libertad de costumbres insólitas para las sociedades más severas de la región. Sus bancos, ya intermediarios entre las fortunas del mundo árabe y las del llamado Occidente, observaban una confidencialidad calcada de Suiza. Pero los pobres, en el Líbano como en todo el mundo, se reprodujeron más que los ricos: treinta años más tarde, la población chiita superaba ampliamente a maronitas y sunitas, que conservaban el poder económico. En 1975 coincidieron, acaso no por casualidad, la guerra civil en el Líbano y la Revolución Islámica en Irán. Cuando llego a Beirut en enero de 2008, hace meses que el Parlamento no logra elegir presidente. Una mayoría aún frágil apoya al general Michel Sleimane, maronita, comandante en jefe del Ejército desde 1998; se lo supone capaz de la difícil tarea de reconciliar la facción antisiria, sostenida por los gobiernos de Occidente y por Arabia Saudita, y bien vista por Israel, con la oposición del Hezbollah chiita, financiado por Irán y aliado de Siria. (Sleimane iba a ser elegido el 25 de mayo, después de dieciocho meses de crisis política y atentados, tras una reunión de los actores de la crisis libanesa que auspició la Liga Árabe y se celebró en Doha; en julio, Sleimane visitó Damasco para discutir la reanudación de relaciones diplomáticas entre el Líbano y Siria.) Una luminosa mañana de enero, frente al Parlamento, me encuentro con una plaza cubierta de carpas blancas, vacías: un campamento virtual de refugiados palestinos, advertencia muda de la vigilia de Hezbollah.
* * * Los libaneses que voy conociendo, cualquiera sea su confesión, son ante todo hospitalarios: abren sus casas con una sencillez y generosidad insólitas en Europa. Esta noche decidí no aceptar ninguna de las invitaciones que me hacen y deambular lejos del bullicio de Gemayze y la calle Monot. Me dejo atraer por el nombre del restaurante Le Pêcheur, a un lado del antiguo club náutico Saint-Georges: no sé resistir a la tentación de pescados y mariscos en cualquier país que visite, salvo, prudentemente, en Europa Central. A la entrada, una pecera de grandes dimensiones permite elegir el pescado que poco más tarde llegará a la mesa, en la forma de cocción ordenada. Elijo unos salmonetes (o trillas, nunca pude estar seguro de su nombre en español) y los pido a la plancha. Al entrar en el salón me llama la atención una mujer sola ante una mesa, cosa rara en esta parte del planeta. Y no sólo se muestra en público sin compañía masculina: fuma un narguile. Y no sólo fuma un narguile, sola ante su mesa de restaurante: tiene el pelo arrebatado, color fuego. Ella advierte mi curiosidad y sonríe. -¡Edgardo! ¿Qué haces en Beirut? En ese momento reconozco a Maruja Torres. Nos hemos visto, creo, no más de cuatro veces en veinte años: la primera en Santander, luego en Buenos Aires, más tarde en Barcelona, siempre un poco al azar, sin darnos cita, pero siempre en circunstancias memorables. Ahora Beirut enriquece ese itinerario. Me invita a compartir su mesa. Conoció la ciudad como periodista para El País . Cuando la guerra con Israel la forzó a repatriarse en 2006, vivió muy mal ese rescate, lejos de sus amigos en peligro; enamorada de la ciudad, de su gente "que goza de la vida en medio del desastre", volvió apenas pudo. Los personajes de Hombres de lluvia y La amante en guerra , sus novelas más recientes, viven en Beirut. Hoy se ha instalado en Bourj Hamoud, ese barrio armenio donde los artesanos siguen trabajando la plata en minúsculos talleres abiertos a la calle, donde el mercado ofrece, me dice, las especias más fragantes de la ciudad. Los armenios, ya instalados en el Líbano antes del genocidio turco de 1915, publican varios periódicos en su lengua, tienen dos frecuencias de radio y durante la guerra civil mantuvieron un canal de televisión propio. Los documentos de identidad libaneses les reconocen tres denominaciones: armenio ortodoxo, armenio católico, armenio evangélico. -Mira, Edgardo, el Líbano vive bailando sobre un volcán. Dos religiones y dieciséis sectas, ¿qué te parece? Los jóvenes emigran. Quedan sólo dos millones de habitantes en el país y hay no sé cuántos millones de libaneses en el exterior, varios solamente en Brasil, en el estado de San Pablo. Pero también Barcelona y toda Europa viven en equilibrio sobre un volcán y no se dan cuenta o no quieren darse cuenta. Yo prefiero esta indolencia, esta forma de lucidez escéptica. * * * Al salir del restaurante respiramos un aire fresco, apenas salado. Oímos el golpeteo rítmico del mar contra la piedra y el cemento que se alzan entre el Mediterráneo y la Corniche. Como en la Costa Azul, en Beirut se llama Corniche, en francés, al paseo que bordea el mar. En la vereda opuesta, algunos edificios tienen departamentos de ochocientos metros cuadrados con entrada para yates: éstos bajan sus mástiles para cruzar por debajo la avenida sin salir a la superficie y de ese modo entrar en un garaje subterráneo; de allí, un ascensor privado, uno por piso, lleva a cada departamento. Muchos balcones parecen clausurados, sin duda temporariamente. Esa misma tarde, al volver del sur, le había preguntado al camarero de un bar quiénes vivían allí. -Millonarios sunitas, jeques de Arabia Saudita o de los emiratos del Golfo. -¿Por qué vienen aquí? Si es por los bancos, hoy las transferencias de dinero se hacen por Internet... -Aquí tienen alcohol y putas sin necesidad de esconderse. Ahora Maruja me cuenta que en casi todos esos departamentos el personal de servicio es de origen filipino. Duermen en un jergón, sobre el piso de la cocina. La patrona les incauta el pasaporte para asegurarse de su fidelidad. También me señala, a no más de cien metros de la salida del restaurante, un sector donde sólo bordean el paseo construcciones precarias, que venden recuerdos turísticos y otras baratijas. -Aquí no han permitido construir nada desde que explotó la bomba que mató a Rafiq Hariri en 1995. La policía todavía espera encontrar en las inmediaciones algún indicio de la identidad de los asesinos... No puedo sino sonreír. Hariri fue primer ministro del país al día siguiente de concluida la paz y fundó Solidere. Hubo una investigación conducida por comisarios de las Naciones Unidas, que previsiblemente se fue estancando sin llegar a conclusión alguna. Nadie quiere saber si la bomba que hizo volar en ese mismo lugar del paseo el automóvil del primer ministro fue puesta por adversarios políticos, para quienes el sunita Hariri dirigía el Estado como propiedad privada; si fue una movida indirecta contra Siria, que dominaba en aquel momento la política libanesa; si fue la venganza de algún grupo de intereses excluido de las ganancias, presuntamente fabulosas y escurridizas, de los directores de Solidere. Acaso las alternativas no se excluyan. En todo caso, Saad Hariri, hijo de Rafiq y heredero de su imperio financiero, terminó de destruir los restos del viejo centro de Beirut para convertirlo en un facsímil de Monte Carlo al gusto saudita.
* * * Camino por Hamra. Estudio el programa del cine Metrópolis, cinéma d´art et d´essai que alberga, como la Sala Lugones de Buenos Aires, una Semana Cahiers du Cinéma y una muestra de la Quinzaine des Réalisateurs, de Cannes. Me detengo ante la vidriera de la librería Antoine, donde el inevitable Auster, en inglés, y la inevitable Nothcomb, en francés, alternan con libros en árabe. Estoy en un barrio que fue cristiano hasta 1975 y en 1990 emergió de la guerra civil con una mayoría de población musulmana. Me lo han dicho, pero no es algo que yo pueda advertir. Sin las pretensiones, ni los precios, de Achrafiye, me parece ante todo cosmopolita. Y palpitante. En el café donde me detengo a tomar un espresso de marca italiana (pasé sin detenerme ante la sucursal del ubicuo Starbucks), escucho a un grupo de jóvenes que en una mesa vecina discuten pasando con naturalidad del árabe al francés; entiendo que hablan de política pero no conozco los nombres que mencionan ni puedo seguir la discusión. Falacia de los arquetipos adquiridos: ante mi amiga libanesa se me había escapado una generalización, asocié sus ojos con la belleza de las mujeres árabes, y fui reprendido con una sonrisa: "Como muchas libanesas, no soy árabe: soy fenicia...". Quedé menos turbado por mi desorientado elogio que asombrado ante esa reivindicación: cómo reconocer, si no es como identidad elegida, ideal, acaso ilusoria, los rasgos de un pueblo extinguido hace dos milenios... Ahora, al entrar a un ciber para revisar mis e-mails , observo a la chica que lo atiende: grandes ojos negros y tez mate pero nada de árabe. Recuerdo que en el barrio trabajan muchos filipinos y al irme le pregunto en español cuánto le debo. Se sorprende y me responde en un idioma que me resulta impenetrable. La conversación prosigue en inglés. Había acertado: es de Mindanao. Hablamos del barrio. No sólo por su edad no pudo conocer Hamra antes de la guerra civil sino porque su familia llegó al Líbano hace cinco años. Le han contado que esas calles son lo más parecido al Beirut anterior a 1975. Amable, me explica que hamra en árabe significa rojo. Le digo que lo sabía porque el nombre de la Alhambra, en Granada, significa "la roja". Sonríe, siempre amable, sin comentario. Tengo la impresión de que nunca ha oído hablar de ese palacio ni de la ciudad andaluza. Tomo una calle que baja hacia el mar y me encuentro con los jardines de la American University of Beirut. En otra universidad, l´Université Saint-Joseph, católica, debo presentar a la tarde mi película Ronda nocturna .
* * * La proyección, con subtítulos electrónicos en árabe, concluye sin que ningún espectador haya abandonado la sala. Percibo, sin embargo, la incomodidad de la mayoría. Ya los organizadores me habían explicado que la programación del film, prevista también por el Instituto Cervantes en Damasco y en Amman, había sido cancelada en esas ciudades porque algunas escenas fueron consideradas inaceptables para su público. Me presentan a los espectadores en español y en francés. La periodista chiita con quien había visitado un bar de Achrafiye rompe el hielo con preguntas sobre el culto a los muertos, la creencia en los fantasmas y otros temas más pertinentes que los posiblemente escabrosos que el film podría sugerir. Un estudiante quiere lucir sus conocimientos: no interviene para preguntar algo sino para asociar el film con la literatura fantástica y mencionar a Bioy Casares y a Borges. Otro joven, en medio de un grupo de cinco que había visto murmurar apenas se encendieron las luces, pregunta en francés si las conductas que el film muestra son típicas de la Argentina. Hago un esfuerzo para mantenerme sereno: el film, explico escolarmente, elige un aspecto de la vida nocturna en Buenos Aires, que está hecha como en toda gran ciudad de estratos sociales y costumbres dispares, sin comunicación necesaria. Me lanza, con una sonrisita: "Entre nosotros no pasan esas cosas..." Otro del grupo corrige con voz firme: "Querrás decir, no delante de una cámara". Al salir pregunto por ese grupo, que dejó la sala con cierta premura tras su intervención. Los supuse estudiantes de la universidad. Uno de los organizadores me informa: "No, son cinco chicos gay de Damasco. Cuando se enteraron de que la proyección allí estaba anulada, chartearon un taxi para venir a ver la película. El taxi los estaba esperando en la puerta". Sorprendido, halagado, pienso en las casi dos horas por autopista entre ambas capitales: habían sido el público más entusiasta que jamás haya tenido.
* * * En mi último día en Beirut le pido al taxista que me lleve a las montañas, a ver esos cedros que son símbolo del país y aparecen dibujados en su bandera. Subimos al Chouf, región que es tradicional baluarte druso aunque también la habitan maronitas. Más sensible, como siempre, a la gente que a la naturaleza, me olvido pronto de los cedros cuando veo a los primeros hombres de negro con turbante blanco, a las primeras mujeres envueltas en velos blancos flotantes sobre una túnica negra. Están ante la puerta de un pequeño supermercado al borde del camino que serpentea entre barrancos y bosques. Tienen en la mano, o han depositado a sus pies, las bolsas de plástico con las compras, y conversan en lo que parece un momento de sociabilidad improvisada; algunos intentan comunicarse por medio de un teléfono celular. Así que son éstos, me digo, los herederos de la secta islámica que incorporó ideas neoplatónicas y gnósticas, cuya religión elabora principios esotéricos sólo accesibles a los iniciados... Supieron sobrevivir a todo tipo de persecuciones, hoy son menos de un millón dispersos por el mundo, en su mayoría en Siria y en el Líbano. En Israel gozan de un estatus particular dentro del sistema político y religioso del país; permanecen en Galilea y en las alturas de Golán, ocupadas por el Ejército desde 1967. En el Chouf se respira un aire diferente, un perfume que no puedo definir, sin duda de árboles que no sé nombrar, o simplemente el aire más puro de una altura alcanzada en sólo media hora de automóvil. Lo advierto en el momento en que me falta, al bajar al atardecer hacia la ciudad. Esa noche, con el pretexto de descansar para tomar un vuelo temprano, he rehusado una invitación. Me incomoda admitir que quiero conocer el B018: intuyo que a mis conocidos de Beirut les debe parecer un reflejo turístico, y acaso lo sea. Pero prefiero ser fiel a mi curiosidad, menos por la construcción de Bernard Khoury, arquitecto libanés que trabaja en Beirut y en Nueva York, que por el costado kinky de la experiencia. Después de comer me dirijo al barrio Karantina, que algunos aún llaman en francés Quarantaine: está a un lado del puerto y en tiempos del protectorado servía para mantener en cuarentena a las tripulaciones que llegaban a Beirut. Hoy es una zona industrial al noroeste de la ciudad. En 1975, se llenó de refugiados palestinos y curdos que huían del sur; en enero del año siguiente las falanges cristianas arrasaron sus campamentos. BO18 era el código de entrada al estudio del músico Nagi Gebrane, que se instaló en plena guerra civil en ese barrio destruido y estuvo en el inicio del proyecto; en el lote 317 del enorme terreno baldío, Khoury construyó el club-disco que abrió en 1998. El B018 es un búnker subterráneo al que se accede por una trampa levadiza y una escalera de metal, el piso es de cemento y el techo está formado por cinco paneles móviles de acero, activados por pistones hidráulicos. Me dicen que en las noches de buen tiempo se abren para dejar ver las estrellas; en algún momento, se cierran hasta una hora que no tengo fuerzas para esperar, que los infatigables cultores de house y de funk van a celebrar con gritos de éxtasis: todos los días, al amanecer, se abren para bañar ese hipogeo en la luz del nuevo día. La forma del lugar es la de un enorme ataúd, y las mesas y asientos bajos, de la misma madera, tienen una forma que según quien los mire parecería la de un attaché case que se abre, para los asientos, y permanece cerrado, para las mesas; también la de pequeños ataúdes. Afuera, el estacionamiento es un círculo con forma de pista de aterrizaje para helicópteros. De día, nada delata en medio del descampado la existencia del BO18 a los automóviles que transitan por la autopista vecina. Memorial de la destrucción reciente, afirmación desafiante de una pulsión vital, síntoma de la frivolidad, aun del cinismo de una minoría: opiniones e interpretaciones disidentes, acaso complementarias, no agotan el atractivo perverso del BO18. No me avergüenzo de haberle dedicado mi última noche de Beirut. Al día siguiente emprendo el viaje a Buenos Aires, donde también se baila, sobre volcán propio. © Edgardo Cozarinsky
adn*COZARINSKY El autor de Maniobras nocturnas, La novia de Odessa y El rufián moldavo explora en sus obras los contrastes de épocas y culturas con mirada cosmopolita


Una vista de Beirut, ciudad reconstruida tras quince años de guerra civil Foto: Corbis

Viajar y escribir: Roma
El senador por Venecia
La autora de La ronda de los jinetes muertos cuenta en este texto cómo un viaje que prometía la rutina del trabajo periodístico le deparó la experiencia estremecedora de percibir el extraño punto en que ficción y realidad se tocan

Por Vlady Kociancich Para LA NACION - Buenos Aires, 2008 Hay momentos en que viajar y escribir se muestran como actividades hermanas. Con el paso del tiempo, las personas que uno conoce en el trayecto de un itinerario fuera del ámbito cotidiano tienden a convertirse en personajes y crecen historias de las anécdotas más nimias. En la escritura ocurre algo similar pero con sentido contrario. Hechos y personajes imaginarios suelen adquirir para el autor, una vez escritos, la misteriosa consistencia de algo vivido, de seres que tratamos, odiamos o quisimos como si fueran reales. Pero aunque la línea que divide realidad y ficción en la memoria parezca extremadamente dúctil, son mundos paralelos: uno refleja al otro aunque sin tocarse nunca. O casi nunca. A mí me sucedió este contacto raro y algo estremecedor, en un viaje que sólo prometía la rutina de un trabajo periodístico. El hotel de Via Santa Chiara A mediados de los años ochenta, en un congreso en Nápoles, me pasaron el dato de un hotel en Roma. Era excepcional, dijeron mis colegas, por la ubicación, el buen gusto y el precio inverosímilmente bajo. No me hice grandes ilusiones, de estos datos regalados con buena intención suele pavimentarse el infierno de un alojamiento. Rogué nomás que fuera limpio y cómodo. Llegué a Roma en los primeros días del otoño, una mañana, muy temprano, cuando la ciudad parecía levantarse de a poco hasta alcanzar todo su esplendor, roja y dorada en la incipiente luz matinal, aún desierta, con las calles, los muros y las ruinas del pasado durmiendo entre sombras azules. Mientras iba en el taxi hacia la dirección indicada, Piazza Navona, Via Santa Chiara, Albergo Bologna, empezaron a tocar las campanas de las iglesias, unas cercanas, otras distantes como un eco, la inconfundible música romana. Recuerdo que deseé, sinceramente, que ese momento no pasara nunca. Ya en la puerta del hotel, creí que el chofer se había equivocado. El precio de la habitación me había convencido de que iría a parar a cualquiera de las simpáticas y modestas pensiones del barrio, no a este pequeño y elegante edificio, uno de los palacios del siglo XVII alineados en la sola y larga curva de Via Santa Chiara, que da a la plaza del Panteón. Entré, azorada. Me registré con miedo de que hubieran perdido mi reserva, hecha desde Nápoles por teléfono y en mi torpe italiano. Mientras aguardaba junto al mostrador, giré la cabeza y vi un salón muy amplio, con hermosos sillones de cuero, cortinados verdes, mesas antiguas, de caoba, y hasta el milagro de una biblioteca. Nada parecía nuevo ni artificial. Los muebles, las telas, los cuadros tenían la pátina del uso y de un cuidado como de familia que el domingo recibe a sus parientes. La única nota grotesca era una anciana que dormitaba en un diván, con un libro abierto bajo una mano de uñas negras y un paquete de galletitas sobre la falda. Estaba desgreñada y, en la blusa informe, no demasiado limpia, había caído una lluvia de galletitas rotas. Al día siguiente, el conserje me contó su historia. La vieja mendiga era la dueña original de aquel palacio, una condesa que había perdido toda su fortuna. Ahora sólo conservaba una pequeña librería a la vuelta del Panteón y el hábito de pasar una hora en el hotel, a la mañana y a la tarde, como si aún viviera ahí. No necesitaba permiso y el respeto con que la trataban los gerentes y empleados era una tradición de Roma, un cariñoso reconocimiento de los fantasmas de títulos o riquezas ya desaparecidos que yo había notado en los cafés de la ciudad, en otros viajes. En cuanto a la finísima decoración, me enteré de que era obra del director de cine Mauro Bolognini. Una ciudad antigua no es sólo una, sino todas las que los siglos van amontonando, cortadas, encimadas, en fragmentos que no coinciden, como un rompecabezas incompleto, de piezas sueltas, que nunca se termina de armar. Hay tantas Romas como el tiempo y la suerte de que uno disponga para conocerlas. Mi suerte hasta me parecía excesiva. El hotel estaba en el barrio que circunda Piazza Navona y el Panteón al modo de un arco tensado, con la flecha apuntando exactamente entre los dos, así que apenas necesitaba caminar unas cuadras, a izquierda o a derecha, para llegar a uno u otro. Había pocos turistas por la estación y, a cada paso, descubría maravillas. En una esquina solitaria, la fuente de tres libros de piedra ya verdosa sobre los que caía el agua con un murmullo extraño que sonaba a palabras; el Caravaggio de la iglesia de San Luigi dei Francesi; la gran Fuente de los cuatro ríos de Bernini en la desolación oblonga de Navona a las siete de la mañana, cuando me sentaba a mirar la estatua del Río de la Plata. Los pasajes, los vicoli que rodean Via della Pace, una calle hoy de moda pero que entonces era puro barrio, con peluquería y mercado al aire libre, y una iglesia redonda, de aspecto siniestro por su envoltura de alambrados negros y polvorientos, que esperaba una restauración eternamente postergada. Había, incluso, a doscientos metros del hotel, un diminuto restaurante con mesas toscas, sin manteles, de esos que en mi infancia se llamaban "fondas", donde comían los obreros del barrio y donde volví a probar la busecca que preparaba mi abuelo. En ese vaivén de tiempos históricos distintos, empecé a lamentarme de que el mío fuera tan corto. Cinco días, y avión a Buenos Aires. Recuerdo que una tarde, sentada como siempre sobre el borde de la fuente de Bernini, le pedí al gigante del Río de la Plata que no me dejara volver. Cuando uno viaja solo, hace esas cosas, sin darse cuenta y sin el más mínimo pudor. La concesión de mi deseo llegó en forma perfectamente natural. Yo había viajado a Roma por trabajo y traía de Nápoles una serie de entrevistas agendadas. Una por una, se iban cancelando o postergando, muy a la italiana. Fulano tenía un acto importante; Mengano estaba de viaje; Zutano, enfermo de gripe; el resto, también en cama por la misma razón. Avisé a la oficina de Buenos Aires y me ordenaron que me quedase hasta que esos tipos volvieran de sus paseos o se curaran. La demora no me entristeció. Para nada. Dediqué todo el día a recorrer una vez más los sitios ya tan familiares como mi propia vida en casa. Fui al cine Capranica, vi Un día muy particular , de Ettore Scola. Acepté la invitación a cenar que me hizo un huésped del hotel, senador por Venecia. Comimos juntos, esa noche, en una trattoria del barrio. Preferiría morir en Roma El senador era un hombre de unos sesenta y tantos años, muy alto, de una corpulencia que rozaba la obesidad, siempre en un bolsudo traje gris y con la corbata suelta y torcida a un lado del cuello, como si la papada le impidiera ajustarla. Era simpático, bonachón, verborrágico, un amigo de la contessa , a quien siempre le dispensaba un momento de charla. Me acostumbré a verlos juntos en el salón, ella callada y huraña, él hablando inclinado, atento y zalamero. Inevitablemente, una noche nos cruzamos en el bar y entablamos conversación. Me preguntó de dónde venía, en qué trabajaba, la clase de diálogo hecho de vaguedades entre dos pasajeros aburridos y solos. Le dije que era escritora, me pidió el título de un libro mío publicado en Italia y lo anotó en una libretita. Me contó que era senador por Venecia, que los senadores se alojaban en este hotel cuando no tenían casa en Roma porque quedaba cerca del Palazzo Madama, la sede del Senado, y me dio su tarjeta. Para mi asombro, uno o dos días más tarde, se apareció con mi libro. Dónde lo consiguió no sé, pero lo había leído, le había gustado y quería que se lo firmara. Así empezó una suerte de amistad, un intercambio de saludos, de encuentros en el bar, siempre breves porque él se iba al Senado y yo, a mis excursiones de monumentos y museos. La noche de la cena en la trattoria fue la última vez que lo vi. Una noche muy larga en que también hablamos largamente, de política sobre todo. El senador comía plato tras plato con una voracidad animal que me cortaba el apetito, pero aun así logró impresionarme con su inteligencia. Había una sutil autoridad en la ironía y el humor de su conversación, como si mi juventud le hiciera gracia pero a la vez buscara protegerla con la experiencia que le daban los años. Se burló de mi enamoramiento de Roma y, un poco irritada, le dije que entendía que viniendo de una ciudad tan espectacular como Venecia, ésta le pareciera casi pobre. Me miró sorprendido y empezó a echar pestes contra Venecia. La humedad, la bruma, los olores, el horror del invierno veneciano. Pensar en que pronto debía retirarse de su cargo lo enfermaba, me dijo suspirando. Pasó el momento. Cuando salíamos del restaurante, miré la calle; al fondo se alzaba la soberbia cúpula del Panteón en un cielo negro salpicado de luces amarillas y, extasiada, le pregunté si no le gustaría quedarse a vivir en ese barrio. El senador sonrió con tristeza. "A mi edad, uno no elige dónde vivir sino dónde morir. Preferiría morir en Roma." A la mañana siguiente me desperté con un terrible dolor de cabeza y algo mareada, pero tomé un café, una aspirina, y como todos los días volví a recorrer mis sitios preferidos, que iba apuntando en un cuaderno. De pronto me sentí muy mal, tanto que no podía encontrar la calle de regreso y estuve caminando en círculos hasta que di con la esquina del Palazzo Madama, que me orientó hacia el hotel. Fui directamente a la cama, ya con fiebre. Era una gripe, la peor de las que había tenido en años. Adiós a la semana de paseos. No recuerdo haber llamado a un médico ni que nadie lo hiciera. Carlo, el barman, subía a mi cuarto enormes copas de coñac que cortaba con un chorro de leche, a su criterio, la única medicina efectiva. Yo dormía y soñaba en sábanas empapadas de sudor que me iban cambiando las mucamas. Al cabo de seis o siete días, más o menos repuesta pero muy débil, tomé el avión a Buenos Aires. Con las notas de esa estadía escribí un cuento. Era el viaje fantástico de una mujer que, hechizada por el cruce de tiempos históricos distintos que convergen en un barrio de Roma, deja Buenos Aires para instalarse ahí y cae en uno de esos tiempos, en 1913, año en que una epidemia de influenza mató a un tercio de la población. El relato concluye cuando en esa Roma ajena y enferma del pasado, la mujer se cruza con su amigo del presente, el senador que ha conocido en el hotel, sentado a una mesa en la Plaza del Panteón. Lo llama, aliviada: Senatore! Pero el senador no la reconoce. Ella comprende entonces que la epidemia la ha alcanzado y que va a morir en Roma, sola, en un hospital y en otra época. Diez años después de publicado, el cuento había tomado tanta distancia con el material usado para escribirlo -Navona, el hotel, las calles, el Capranica, el senador y la contessa - que a mí me parecía sólo una de mis ficciones. La vida también se había ocupado de dar cuerpo a esta idea. Había vuelto a Roma en otros viajes pero sin alojarme en el hotel de Via Santa Chiara. O no tenían habitaciones libres o estaba cerrado. Finalmente, se vendió al Palazzo Madama, para uso exclusivo de los senadores. Pero en uno de esos paréntesis, ya en los años noventa, mi insistencia en llamar al Albergo Bologna logró un milagro: conseguí un cuarto. Precisamente el día de mi cumpleaños. Encuentro en la Plaza del Panteón Caía la tarde. Había llegado a Roma un día de fines de septiembre, cuando la ciudad se suspende entre la retirada del calor sofocante y el avance de la frescura a rachas del otoño; su belleza, una obra en progreso a la que se le da la pausa necesaria para ser contemplada antes de continuar. Todavía amarilla y terrosa del verano, iba perdiendo ese color, tomaba el ocre de su sello distintivo y lo expandía en largas pinceladas sobre el celeste grisáceo de las calles, de los palacios y las piedras gigantes de las ruinas de un muro de la Roma imperial. Era un día perfecto y era mi cumpleaños. Ni siquiera abrí las valijas. Decidí celebrar mi suerte -la de estar viva, sana y feliz en el hotel que había añorado tanto- tomándome un Campari en uno de los dos cafés de la plaza del Panteón. Ya oscurecía y las mesas al aire libre estaban ocupadas. Era la hora en que los romanos bajaban a tomar una copa antes de dispersarse en las pizzerías de Via della Pace. Di un par de vueltas por los dos cafés hasta que un mozo me hizo señas de que tenía un lugar, una mesa con una sola silla. Parecía haberme sido reservada especialmente. Daba a la vista entera de las columnas del Panteón y, de manera ceremoniosa, con el mismo placer de diez años atrás, releí en voz baja la inscripción latina que recuerda que Marco Agripa lo mandó construir. Sólo cuando el mozo trajo mi Campari miré a mi alrededor. No había turistas y por lo tanto, no había esa molesta algarabía de risas y voces extranjeras. Una plácida conversación, apenas un rumor, giraba como el agua en el mármol de las pequeñas fuentes de la plaza. Y de pronto, un silencio. Interno, el mío, de sorpresa. A un par de metros, bajo la sombrilla iluminada, un hombre grueso y encorvado levantaba su vaso con una mano temblorosa. Era mi senador. Por supuesto, dudé. En una de las cartas que intercambiamos poco después de aquel viaje que terminó en un cuento, misivas transocéanicas condenadas a espaciarse y morir la muerte inevitable de la distancia, me había anunciado su retiro a Venecia. Pero aunque la vejez lo hundía brutalmente, aunque le había arrancado esa gracia de dandi y amante de la buena vida que yo había descrito en mi relato, en el traje sucio y con las botamangas descosidas, en la maraña de un pelo gris y sin lavar de muchos días, en la cara embotada y la boca abierta y colgando, estaba, como rescrito con maldad, mi amigo el senador del Albergo Bologna. Me levanté y busqué al mozo para preguntarle quién era ese hombre, por si acaso. "Ah -dijo- su Eccellenza ." Sí, había sido senador por Venecia y un hombre de fortuna. Nadie sabía dónde estaba parando ahora, el pobre. No tenía un centavo, salvo su pensión del gobierno, pero todas las tardes venía a beberse unos tragos a este café. "Le queda poco", dijo el mozo, señalándose el pecho. Y me aclaró: "De vida". Recuerdo con vergüenza que mientras me acercaba a la mesa, mi emoción por el saludo que íbamos a intercambiar era más fuerte que la pena. Como en mi cuento, deseaba que el viejo senador afirmara mi pertenencia a ese rincón de Roma que habíamos compartido, a esa fugaz identidad que uno asume en los viajes. Pensaba decirle que había hecho de él un personaje y que siempre estaría en uno de mis libros. Imaginaba ya su sonrisa escéptica, la ironía del comentario sobre mi amor por el barrio de Navona y el Albergo Bologna. - Senatore -dije, así lo llamaba, en broma, tantos años atrás. - Signora? Alzó la cabeza, sobresaltado. Me miraba con ojos turbios y muy tristes. Todavía me oigo presentarme, explicarme, insistir. El asentía dócilmente a la crónica de los días pasados, al nombre del hotel, de la calle, de la trattoria donde cenamos. Hasta que con esa cortés autoridad de antes, ahora en harapos, me interrumpió. -Perdone, no sé quién es usted. ¿Qué quiere de mí? Nunca la vi, señora, ni acá ni en otra parte. Me disculpa. Se dio vuelta, tomó el vaso que estaba vacío y llamó al mozo. Retrocedí en silencio. Con temor. En torno a la plaza de sombrillas iluminadas la noche ya había levantado un muro de oscuridad. Esa negrura borraba la dirección de mis calles queridas, la curva que daba al hotel, la fachada con una diminuta vidriera donde había estado la librería de la contessa , el pasaje de Navona en que enferma de gripe me perdí, el Pie de Mármol frente al viejo cine Capranica de cortinados rojos. Era una Roma extraña, casi hostil. Supe que se había cerrado el camino y que no volvería nunca más a la otra. Tampoco a mí, a la mujer que había sido durante aquella semana inolvidable. El tiempo hace obra, a su manera. A veces, desagradablemente literaria. Como había escrito en mi relato, en la misma escena y casi con las mismas palabras, el senador por Venecia no me había reconocido.


Vista de piazza Navona, de Andrea Locatelli


Emblemas: Voz singular
La Lisboa de Amália
La vida novelesca y las melancólicas canciones de Amália Rodrigues, la reina del fado, sirven de guía para conocer la capital de Portugal y el alma de sus habitantes

Por Leopoldo Brizuela Para LA NACION - La Plata, 2008 Gaviotas Oí gaviotas sobre el tejado de la pensión, graznando en el silbar del viento. Me asomé a mirar los tejados del Barrio Alto, que bajan atropellándose, escalonándose, irregulares, hasta llegar al río. Tejas rojas, manchadas de liquen amarillo y yuyo verde. Era una gaviota que volaba en círculos sobre unas chimeneas, bajo la lluvia. Creí que rondaba un nido. No. Sólo trataba de avanzar a contraviento, y el viento la volvía atrás, y ella recomenzaba. Graznando. Salí a caminar en la llovizna, bajé hasta el Tajo. Y vi gaviotas también en el Cais de Sodré, al final de la calle, las vi venir hacia mí creyendo que tenía comida, y miré a los ojos feroces de las gaviotas y estaba el fado ahí, en esa melancolía, en ese hambre, en esa audacia. Exiliados "Me siento exiliada en Portugal -me dice la escritora Hélia Correia en la cervecería Trindade, en pleno Barrio Alto-, mi única gota de sangre celta puede más que los ríos de sangre lusitana. ¡Ah, Irlanda, ahí quisiera vivir!..." El mozo trae la carta. "¿Ves? -pregunta ojeando con fastidio el pliego-. Yo odio el bacalao, y el fado, y hasta a Amália... ¡Sí, sí, debo decírtelo! Ya lo discutiremos." Muero por tomar unas ginginhas , por saber qué es una bifana , pero por cortesía pido, como Hélia, todo light , excepto la cerveza. "Pues sabes qué... El fado, con esa imagen del destino irreversible, de la aceptación de lo que a cada uno le tocó, fue muy fomentado por el fascismo. ¿Que es sólo una canción de amor? De acuerdo, pero la gente muy alienada habla sólo de amor; de la explotación que sufre ni se acuerda? "Y además -me dice- cuando se murió Amália detesté que quisieran convertirla en un mito. Calló la voz de Portugal, decía el diario en primera plana. O´ God! ¡La voz de Portugal, por lo menos desde el 25 de abril de 1974, es otra! Ya verás", y riéndose de su propia furia, paga una cuenta millonaria. Después de la sobremesa, Hélia me lleva a un acto de una agrupación de artistas de izquierda, Abril em Maio. Un barracón, una fábrica en quiebra que la municipalidad cedió, largas mesas de caballetes donde se venden libros y agendas y señaladores y posters y, entre ellos, cada tanto, la cara de Zeca Afonso. Me apoyo contra una columna enclenque, porque no quedan sillas. Comienza el concierto. Escucho a Amélia Muge, compositora extraordinaria, y a María do Céu Guerra, actriz, que interpretan alternadamente poemas de un militante de la resistencia antisalazarista cuyo nombre olvidé. María do Ceú, que tiene la misma cara campesina de Amália y por la noche, en la televisión, hace reír imitando a una mucama rústica, recita un poema sobre la Exposición del Imperio Lusitano de 1940, la imagen misma de la dictadura con sus pabellones que ilustraban que "Portugal no es un país pequeño. Es un imperio, desde Lisboa hasta Macáu". En el poema, un niño lisboeta se conmueve ante la imagen de un niño negro, muerto de frío con los atuendos típicos guineanos que le obligan a usar. Sentada en lo alto de una escalerita, Hélia me mira como diciendo: "¿Ves cómo cambió la voz de Portugal?" Sí, Hélia, ninguna de ellas se parece al fado. Pero la voz de Amália sabe más que ella misma; y yo sabía de todo esto -pero no lo digo- por las vetas más recónditas de la voz de Amália, aquellas, quizá, que sólo percibe un extranjero. El río y el puerto Perdido en medio de noche y el dédalo de calles, pregunto a un viejo: -¿Dónde está el río? -Todo desciende hasta llegar al río. Sólo tienes que seguir el declive y llegarás. Perplejo al borde del río, pregunto a una muchacha: -¿Dónde está el puerto? -Lisboa es el puerto: los barcos atracaban a todo lo largo de la orilla. Portas largas Justo a la vuelta del hotel, tarde en la noche, escucho de pronto la voz de Amália. Es un bar pequeño, con puertas abiertas a la ruela , muros de azulejos en damero y gays en las mesas. Todos cantan -en voz baja, reconcentrados, sonriendo de compasión y borrachera- las canciones que yo amo, que con tan poca gente comparto en la Argentina, y creía hasta ahora en Portugal. Entro tímidamente, el único solitario al parecer, y llego a la barra. Después de dos o tres cervezas me animo y me acerco a un chico que canta con un bourbon en la mano, parado en el umbral, apoyado en la puerta. El chico vuelve a mí los ojos entornados, que hasta entonces se perdían en la calleja oscura. Alza la copita como invitando a un brindis. Y cantamos, casi entero, el disco Com que voz . Con qué voz lloraré mi triste hado Que en tan dura pasión me sepultó... Si desafinamos, no sabemos: la voz de Amália nos cubre, nos abriga. Después, sólo después, le pregunto el nombre. Como para hablar de algo, como para matar el silencio. "João", dice. Y es extraño, porque siento que lo sabía, y que él sabe mi nombre, que no digo. " ... a nossa rainha ", dice el mozo trayéndonos, regalo de la casa (¿por qué?, ¿por el dúo? ¿Porque saben que dos solitarios lo necesitan?), dos ginginhas . Y es verdad: somos compatriotas de un mismo reino imaginario. Fado En barco por el Tajo. Desde el Terreiro do Paço, bajamos lentamente hasta la desembocadura. Lisboa, a la derecha, es de una belleza melancólica, ruinosa, decadente. Las colinas con su costra de casas antiquísimas y aquí y allí los grandes monumentos: el castillo de San Jorge, la Plaza del Comercio, el Monasterio de los Jerónimos y por fin, la torre de Belem. Y las playas con sus grúas, sus grandes almacenes, sus muelles y escolleras. Ah, mis cosas navales?, decía Pessoa, la verdadera familia de todo hombre de puerto. Y de pronto, al llegar al mar, la sensación del fado: la pequeñez, el silencio del mar tan inmenso que ninguno de los pasajeros se anima a hablar, ni el guía turístico por los altoparlantes de la barquita, castigado por la llovizna. "El fado nació un día/ en que apenas viento había/ y el cielo el mar prolongaba -canta Amália con versos de José Régio- en la amura de un velero/ del pecho de un marinero/ que estando triste cantaba." Pequeñez de la ciudad, pequeñez del barco, modestia de nuestras inquietudes ante la insensatez de querer cruzar el mar, el mar aterrador allá adelante, sin una interrupción, prologándose en el cielo. Vuelve el barco bajo la lluvia. Y la otra orilla del Tajo con sus colinas agrestes, tal como eran hace miles de años, cuando los primeros portugueses llegaron hasta aquí, es pura sombra. "¿Por qué?", se preguntaba Amália. "Por qué habremos llegado aquí, a esta pequeña playa extrema, los portugueses? ¿Qué nos mandó?", y antes de intentar develar cualquier misterio concluía. "El fado." Ay, Morería (I) Poco antes del mediodía, desde el embarcadero de Terreiro do Paço, bajo una lluvia feroz, corrí a refugiarme en el atrio de Nossa Senhora da Conceiçao Velha (la única, me diría después un taxista, que se salvó del terremoto de 1775: el único testimonio de la antigua Lisboa), y entré en plena ceremonia. Hacía veinte años que no iba a misa. Había detrás del cura una imagen de la Virgen, rodeada de un palio barroco, dorado y ennegrecido, y de largos gladiolos blancos. Adelante, una decena de fieles, todos viejísimos. Uno, encargado de la lectura, lastimosamente entorpecido por la falta de luz y la miopía, impacientaba al cura. Y yo pensaba todo, todo el tiempo, en el mar. Viejos y extranjeros somos uno en el rito. ¿Cuál es la patria que dejamos atrás y que imploramos? ¿El lugar donde creíamos entender? La sensación de comunión con los ancianos es tan fuerte que, cuando llega el momento, me pongo en la fila para comulgar. No me acogí en la Iglesia, me acogí en el rito. El rito religa no a Dios, sino a la ilusión de que, sólo por seguir los pasos de los muertos, de algún modo, los reencontraremos. Rua Oscura La busqué por callejones y callejoncitos. Iba preguntando a algunos viejos y recordando la dirección que figuraba en la única carta que me había enviado. Debajo del nombre de la calle Rua de São Bento, una pintura corrige: Rua Amália. Cuando la encontré, me quedé largamente mirando el frente, los muros amarillos, las ventanas blancas de dinteles de piedra, el techo de tejas. "Mora en una calle oscura/ la tristeza, la amargura,/ la angustia, la soledad/ y en ese cuarto cerrado/ está encerrado mi fado." En la casa de los ausentes, la mirada es siempre ceremonia. Y basta. Muelles de Alcántara Desde la Basílica de la Estrella, donde Amália fue velada, bajo al río a través del suntuoso barrio de Lapa, entre embajadas y mansiones, hasta que llego, por casualidad, al muelle de Alcántara, en donde Amália, de chica, vendía naranjas a los grandes barcos en tránsito. Me tienta ir a ver los barcos ahora que casi no hay nadie, pero hace demasiado frío. Me meto a escribir estos apuntes en un bodegón. Pienso en Amália y en su madre y en su hermana, entrando también aquí después de trabajar, comprándose ¿qué? uma bica, uma bifana , después de trabajar. "Lavaba en el río, lavaba/ me helaba en el río, me helaba/ cuando iba al río a lavar./ Pasaba hambre, pasaba/ lloraba, también lloraba/ viendo a mi madre llorar", cantaría Amalía después. "Madre mía, ay, madre mía,/ qué saudades de ese bien/ del mal que allí conocía/ de esa hambre que pasaba,/ y del frío que me helaba/ de mi propia fantasía." Ella con catorce años, Celeste con doce, la abuela con treinta... Cantando, ¿qué? No fados todavía, no, y mucho menos compuestos por ella, sólo lamentos campesinos de la Beira Baixa, lamentos del corazón de la tierra, donde el mar hace mucho ya que ha acabado y la tierra es casi el corazón de la tierra. Desgarrada Azulejos, reflejos de cirios en los azulejos, un techo bajo de vigas gruesas y tablas de pinotea, y presidiendo la tasca, un plato con el retrato de Amália y esta simple inscripción: "Eternamente". Mesas atestadas de gente que cada tanto se precia de no estar en una de esas "fadistadas para turistas", y la puerta abierta por donde se escapa el humo hacia una plaza diminuta y se cuela un frío horroroso: comemos con los abrigos en las piernas. Y junto al mostrador, dos guitarristas: todo aquel que quiere cantar fado sólo tiene que acercárseles y cantar. Van pasando fadistas. Un borracho petiso, que exagera los gestos para suplir la ausencia de voz y que cuando se sienta, acoge entre los brazos a un caniche blanco y diminuto. Una mujer baja, de pelo corto y gesto adusto, con un xaile colorido en los hombros; deja de cantar, se sienta a la mesa con una prostituta en las rodillas. Esa misma prostituta, de nombre Natércia, es la que mejor canta: como Amália, como el mullah que reza en el minarete, lleva el rostro hacia arriba. Y por último otro viejo, robusto y campera inflada, cara cuadrada y encallecida por el sol, con todo el aspecto de un marinero, que canta sabiendo que remata. "El destino es línea recta/ trazada a primera vista/ como se nace poeta/ también se nace fadista." De golpe, todos se unen en la alegría de "Timpanas", una canción de revista que Amália popularizó. Y desde afuera, de pronto, se oye un coro de borrachos que se pliegan al estribillo y se desesperan por entrar; "Muchachos -dice la dueña-, a ver si dejamos libre este bote salvavidas?" Duelo En el tren, camino a Povoa de Varzim, me cuenta la escritora Inés Pedrosa, compañera de asiento: "Entrevisté a Amália en una de sus últimas noches. En su casa enorme, desierta salvo por esa corte de mujeres que tenía para atenderla, no porque la necesitara, sino porque tenía terror de quedarse sola; una casa toda iluminada, también sin necesidad, porque Amália tenía terror de la noche y al mismo tiempo, no podía vivir de día". Como Borges en la noche de su "alta edad", para salvarse del monstruo de estar sola y cerca de la muerte, Amália recibía a todo el que quisiera verla. "Mientras hablábamos, desde un bar gay cercano se oían sus canciones a altísimo volumen y ella, cada tanto, se volvía e intentaba cantar y suspiraba, como si fuera parte de la propia canción y se refiriera a otra persona, llena de saudade : ?Ah, minha voz, minha voz...´" Como si desde mucho tiempo antes de su muerte, lo sé, Amália estuviera velando la que era, sola en la noche lujosa de recuerdos. Poetas "Todos los portugueses son poetas", me dice, en la terraza del café A Brasileira, junto a la estatua de Fernando Pessoa, que toma allí eternamente una bica , un poeta que acabo de conocer. "Todo el mundo, hasta los analfabetos, saben componer una quadrinha , pero no me refiero a eso. ¿Me entiende? Ser poeta es un modo de buscar, de encontrar la belleza." Leyendas ¿Qué es un mito? Un relato de lo que no se duda. Tanto entre los escritores como entre la gente del pueblo, oigo que cuenta como ciertas -y está dispuesto a enfrentar malamente a quien dude de tal veracidad- anécdotas dudosas sobre Amália. Paulo, un fadista homosexual que encuentro por la calle, asegura que Amália fingía flirtear alternativamente con un rey extranjero en el exilio y un banquero que fue su mecenas en los primeros años, para ayudar a cubrir el romance que unía a los dos hombres, que la adoraban ya en los años cuarenta por su modo de cantar los amores condenados. María do Rosario me cuenta que su padre, muito fadista e poeta , solía encontrarse con Amália y Maluda, célebre pintora y su íntima amiga, en el restaurante del aeropuerto de Lisboa, el único lugar de la ciudad que, durante la dictadura, seguía abierto hasta altas horas. "De vuelta, Maluda solía invitarlo a su casa, ¿sabes a qué?, ¡a jugar matraquilhas ! [fútbol de mesa]." Y dice que era Maluda una persona muy original y muy inteligente, la compañera ideal para Amália. Filipe, otro escritor, hijo de una jueza, asegura haber visto a Amália haciendo aerobics por el parque de Monsanto, seguida por una larga fila de coches de sus admiradores; en vano le hacen notar, entre risas, que Amália detestaba el ejercicio físico, que para entonces ya tendría más de setenta años, y que seguramente aquella mujer era una prostituta seguida por miles de posibles clientes... Cementerio dos Prazeres Entro en la oficina de la Administración, junto a la entrada de columnas dóricas, pregunto a dos empleadas que me responden con la mala disposición de su gremio. Siendo aquel sitio "la última morada" de los próceres de Portugal, y habiéndose muerto éstos, por lo menos, hace un siglo, ya casi nadie llega hasta aquí. De pronto, de la nada, aparece una viejita minúscula, toda vestida de negro, y me tira de la manga y me pide que la siga. "Vaya, vaya -me dicen las dos gordas, mientras revuelven divertidas sus yogures-. Ella es la abuela de Amália." Pero la viejita parece inmune a las burlas, los ojos velados de cataratas y brillantes de una extraña felicidad: ha encontrado una utilidad para aquello que sabe y la obsesiona? Tan pronto como salimos, ella marcha a plantarse a la sombra de unos cipreses, donde se le reúne trotando una multitud de gatos. Y como si de repente tuviera que arreglar algo con ellos, se limita a señalarme una hojarasca de pétalos y fotos. "Allí, allí", dice, innecesariamente, y ríe. Vacilo en darle una propina: no quiere dinero (y no lo acepta) sino el placer de que se den cuenta de que sabe. Me despido, hay algo todavía en ella que no alcanzo a descifrar y que ella sabe que yo ignoro. Sonríe y me vigila hasta que llego junto a la tumba. Tan cerca de la muerte, tan segura de su refugio. Como algunos de sus gatos, salvajes a fuerza de vivir lejos de los vivos, que huyen a mi paso para volver con su diosa. Como nosotros quizá, gatos de Amália. Giselle Hay una mujer junto a la tumba de Amália y no me sorprende que se presente como "Giselle, la amiga francesa de Amália" de la que me habló Ivo Machado. Giselle es alta, corpulenta, de una austeridad de modales y de afeites que linda con la reciedumbre: como una campesina en pantalones, me digo, o un sacerdote del Tercer Mundo. Giselle es extremadamente cálida con los que visitan la tumba, aunque de inmediato se vuelve tajante cuando ignoramos que "se están juntando firmas" (ella lo hace) para que "Dona Amália" deje de estar aquí, para que ingrese en el Panteón Nacional con los reyes y los Grandes Navegantes. En verdad, el nicho donde está Amalia es apenas uno más en el muro que custodia las bóvedas fastuosas; por un momento, claro, pienso en la ridiculez del pleito, de la que la propia Amália se reiría, y que, en cierto modo, ella misma hubiera elegido este lugar marginal, ajena y reacia como era a las "grandes familias". Pero no lo digo, claro. [N. de R.: Un año más tarde, Amalia fue trasladada al Panteón Nacional con gran pompa.] Y Giselle esa misma tarde me invita a su casa y me muestra, con emoción, las fotos, cientos de fotos, miles de fotos, que tomó a Amália en sus últimos días, mientras la cuidaba. Ella, sí, me dice, fue su último público. Ay, Morería (II) Una calle estrecha y empinadísima. Casas de tres, cuatro pisos, con frentes derruidos, con buhardillas de tejados rotos y tanta ropa colgada en los balcones que no se puede ver el cielo. De aquí abajo arranca una baranda para ayudarse a subir. Imagino a la madre de Amália (no sé por qué la imagino sola), en el calor de julio de 1920. Con la pesadez de los nueve meses, con los dolores, posando uno por uno, uno tras otro, los pies en los peldaños. La placa está donde la calle termina: en el patio de esta casa nació Amália Rodrigues. Es blanca, sencilla, con letras celestes y el dibujo de una alondra, también celeste, que en portugués lleva el delicioso nombre de cotovía . Cuando dudo frente a la puerta del inquilinato, que junto al lujo de la placa luce aún más miserable, una vieja sale a la ventana del último piso de la casa: "¡Entre!", me grita, y yo me vuelvo y la veo sonreír, gorda, vestida de negro, orgullosa. "Adentro hay otra..." Tiene los mismos rasgos que Amália, probablemente su misma edad, y está toda vestida de negro. Pero es gordísima, y tiene el pelo descuidado, largo, completamente blanco. Siento que me comprende. Paso el portal, bajísimo, entorpecido de ropa colgada de niño y de viejo, y altos tachos de basura, paso una puerta con un cartel escrito a mano, "Se arreglan electrodomésticos", y después de otra breve escalerita de piedra, se llega a un patiecito que no es el de una casa, sino el de un conventillo, apenas más grande, con su ropa colgada, sus flores en macetas, sus piletones de cemento y sus flores en latas oxidadas, sus fuentones de ropa. Hay otra placa, sí, mucho más pretenciosa, que dice: "Aquí nació Amália Rodrigues el 23 de julio de 1920", en letras doradas sobre mármol rosa, y firmada: ALCAIDIA DE LISBOA. Pero ¿qué quiere decir "aquí"? ¿La muchacha campesina que subía por la Rua Martín Vaz fue aquí donde desistió y se tendió a parir a Amália? ¿O vivía la comadrona y con el calor de julio la dejó salir? Pero es bueno nacer de cara al cielo, en este nido popular, en este olor a pobreza y a familia, en este cielo de la Morería. Ay, Morería (III) En torno a aquel patio en que nació Amália ya todo es Amália pura. La Igreja da Pena, donde fueron a bautizarla tantos días después que ya nadie podía recordar en qué día preciso, tan alta en la calle estrecha que no se consigue fotografiarla entera ni aun tendiéndose en la vereda opuesta. Las calles de nombres como estigmas: calle de la Pena, asilo de la Pena, callejón de la Pena. La casa, muy próxima, en donde murió Camões, esperando a que allí mismo naciera quien habría de cantarlo. Y la gente, obreros, que van entre un olor de pescados asados en la calle, en pequeños espetones, sobre braseros y parrillas diminutas, entre lluvia y lluvia. Fotos Amália en el camino de campo, sonriendo en medio de unos cuarenta adolescentes escandalosos: iban de viaje de egresados y mandaron detenerse al chofer del autobús para fotografiarse con ella. Amália comiendo, muy abrigada, después de un paseo por el campo, en la sala de su casa: la olla, llena de comida, de la que asoma un cucharón, en la mesita ratona. El cielo de un anochecer sobre el campo: la luz dorada, ahogada de nubes densas y oscuras, se cuela en largos rayos que no llegan a la tierra. "La última imagen que Amália se llevó de este mundo."


La belleza de la artista y su canto grave y aterciopelado se convirtieron en un símbolo de Portugal


Peregrinajes: paraíso recuperado
El nenúfar de Sodoma
Todos los años, un sábado de mayo, admiradores de Proust se reúnen en Illiers-Combray, la ciudad que inspiró En busca del tiempo perdido, para recorrerla mientras se leen pasajes del libro. Cada encuentro parece una prolongación de aquella novela

Por Hugo Beccacece De la Redacción de LA NACION Siempre se destruye lo que se ama; pero primero se lo traiciona. En eso pensaba, el 17 de mayo último, mientras el tren me llevaba de Chartres a Illiers-Combray y, por la ventanilla, trataba de descubrir en medio de la llanura el campanario de la iglesia de Saint-Jacques, que, a modo de heraldo, anuncia y resume la pequeña ciudad de provincia, en el límite entre las regiones de Beauce y de Perche, a pocos kilómetros de París. Según Proust, los peregrinajes a los lugares que inspiraron una obra están condenados a la decepción. La revelación que nos depara un libro o una pintura no se halla en el paisaje o en el ser que les sirvió de modelo, tampoco en los cuartos o en el taller donde vivió y trabajó su autor. Las verdades sólo se encuentran en uno mismo, jamás en el espejismo de la realidad: ésa es la enseñanza más profunda de À la recherche du temps perdu . El encanto de Combray, donde transcurre la primera parte de ese libro, sólo se puede recuperar en la novela. Los lectores saben que ese espacio mítico nació de otro real, de Illiers, adonde la familia de los Proust, cuando Marcel y su hermano Robert eran chicos, viajaban el Viernes Santo para pasar la semana de Pascuas en la casa de la tía Elisabeth Amiot. Así como Illiers se convirtió en la imaginaria y mucho más verdadera Combray, la tía Elisabeth pasó a ser en la ficción la tía Léonie, la tante Léonie. Hoy, la vivienda de los Amiot, una construcción de clase media acomodada, con un jardín pequeño, muy parecida a otras de la misma época que la rodean, es un museo consagrado a Proust: se trata de la famosa Maison de la tante Léonie adonde, desde hace ya muchos años, un sábado de mayo, se celebra el día de los espinos blancos ( la journée des aubépines ), que congrega a los proustianos llegados de todas partes del mundo para honrar a Marcel y a sus personajes. Ese día ha sido cuidadosamente planeado mucho antes de la reunión. Se elige el mes de mayo para la conmemoración porque en ese período del año las ramas de los espinos blancos se cubren de flores blancas o rosas, según los ejemplares. Este año, el programa de actos abarcaba el fin de semana, sábado y domingo, e incluía, la primera jornada, una conferencia, seguida de un almuerzo en un restaurante campestre, el recorrido en ómnibus de los sitios de Illiers-Combray descritos en la novela (el desplazamiento motorizado era una precaución sabia y conveniente dadas algunas de las distancias, la edad de la mayoría de los peregrinos y la amenaza de lluvia siempre latente en el cambiante cielo de Francia), con la lectura in situ de las páginas correspondientes, el regreso al museo, un debate académico y, por la noche, la proyección de un documental sobre la investigación y los preparativos de Luchino Visconti para filmar una versión de la novela, un proyecto que jamás se realizó. Había reservado mi lugar varios meses antes. No era la primera vez que estaba en Illiers-Combray, pero sí la primera que asistía a la journée des aubépines . Éramos unas cuarenta personas, los franceses estaban en mayoría, pero también se oía hablar en italiano, inglés y, colmo de las sorpresas, se veía a un matrimonio japonés. Para hacer tiempo antes de la conferencia, recorríamos las habitaciones, mientras nos espiábamos con la sonrisa cómplice de los miembros de una secta que, por fin, pueden compartir su secreto vergonzante. Con cada paso, traicionábamos el espíritu de A la recherche poseídos por una curiosidad malsana y ligeramente obscena. Subí al primer piso donde estaba la habitación que ocupaba Marcel durante las vacaciones de Pascuas. Debí hacer una breve fila. Mis compañeros llenaban ese pequeño cuarto y tomaban fotografías con sus cámaras digitales y teléfonos; algunos, ya olvidado todo pudor, posaban al lado de la cama. Todo se conservaba como había sido descrito por Proust en su obra. Pude observar en la mesita de luz, la trinidad del vaso, el azucarero y la jarra para el agua; encima del hogar, bajo una campana de vidrio, estaba el reloj y, por supuesto, contra una pared, la linterna mágica con la que, por las noches, los mayores buscaban distraer a Marcel de su angustia nocturna mediante la proyección de las imágenes del senescal Golo y Genoveva de Brabante, sin sospechar que la irrupción de aquellos huéspedes de la Edad Media, fantasmales e ilustres, al quebrar la atmósfera habitual de la prosaica pieza, no hacían sino aumentar el desasosiego de un niño demasiado sensible y fantasioso. Al lado estaba el cuarto de la tía Léonie, invadido por un piano. Mientras asomaba la cabeza por encima de mi hombro derecho, un señor alto y distinguido, de unos setenta años, contempló aquella habitación y comentó en mi oído con una entonación piadosa y levemente escandalizada: "¿Sabe usted quién donó la mayoría de estos muebles que pertenecieron a los Proust?" Y sin esperar mi respuesta, lanzó: "Céleste Albaret, la servidora que asistió a Marcel hasta su muerte. La buena de Céleste, o mejor dicho, la hija de Céleste en su nombre". Le cedí mi lugar para que pudiera observar con más comodidad el conjunto y, de paso, pude apreciar el homenaje que rindió al ama de llaves del escritor con la ceja izquierda enarcada en forma de melancólico acento circunflejo. De inmediato, hizo una ligera inclinación de cabeza, me tendió la mano derecha y se presentó. Como ocurre en esos casos, no entendí el nombre y, de seguro, él tampoco entendió el mío. Pero en sus palabras, hubo algo pronunciado con deliberada lentitud, en un tono sonoro y claro que no admitía dudas: era la partícula nobiliaria "de". Desde ese momento, lo bauticé "Monsieur de". El noble proustiano estaba vestido con un pantalón de franela y un saco beige de cachemira cuyas mangas tenían los bordes gastados y los codos casi raídos. La camisa era blanca y estaba algo arrugada. La corbata, de un marrón sufrido, parecía como enflaquecida y humillada por el uso. Un mechón de pelo entrecano le caía a "Monsieur de" sobre la frente altiva y él se lo echaba hacia atrás con un brusco y juvenil movimiento de cabeza. De inmediato, apareció junto a nosotros un señor bajito, esmirriado, tan delgado que temí por su integridad; pensé que podía quebrarse si uno chocaba con él. Apenas si alcanzaba la altura de los hombros de "Monsieur de". Llevaba un traje gris tan arrugado como su rostro pálido, que parecía arado por las penas y las privaciones. Todo él tenía el volumen y la consistencia de un ectoplasma. Tomó por el codo a "Monsieur de" para subrayar lo que le dijo: "En el salón, la reproducción del retrato que Jacques-Émile Blanche hizo de Proust es la misma del año pasado. Tengo la impresión de que es una fotocopia en color". "No me extrañaría", contestó su amigo. "Les hicimos notar ese detalle a las autoridades de este museo en 2007, pero seguramente no tienen presupuesto para otra cosa. El original de ese cuadro debería estar aquí. Perdón, pero te voy a presentar al señor, al señor?" Dije mi nombre y el ectoplasma me tendió una extremidad que tenía la textura escurridiza de las algas. Cuando bajé, miré el salón. La luz del día trataba del mismo modo cruel los muebles, las cortinas, la reproducción del cuadro de Blanche y a los visitantes. Algunos se interesaban en la cocina; otros, en lo que llamaban el cuarto morisco del tío Jules Amiot, hasta que llamaron para la conferencia. Subimos a la pequeña mansarda con las vigas de madera a la vista. Éramos demasiados y las sillas de paja, las de Van Gogh, no eran cómodas. La disertante se presentó: se trataba de una condesa rumana, especializada en A la recherche, que había venido desde su país para hablarnos de Rumania en la obra de Proust. Un murmullo de inquietud y asombro recorrió la mansarda. A mi lado, un hombre alto, rubio, que no llegaba a los cincuenta años, tradujo el estupor en palabras y me dijo: "¡Qué interesante! No recuerdo cuándo habla Proust de Rumania en su obra". La condesa calmó de inmediato la incipiente vejación de los proustianos, desconcertados por el desconocimiento que padecían de esa veta rumana en el libro. Pronto la fugaz humillación pasó. La aristocrática profesora se dedicó sobre todo a hablar de las amistades rumanas de Proust (suspiro de alivio de la concurrencia: se entraba en terreno conocido), es decir, la condesa Anne de Noailles, nacida Anne Bibesco, los príncipes Antoine y Emmanuel Bibesco y la princesa Marthe Bibesco. Nadie entre los presentes ignoraba que Antoine y Emmanuel habían inspirado a Proust el personaje del marqués Robert de Saint-Loup ni tampoco se ignoraba la atracción erótica que había sentido el escritor por sus nobles y apuestos amigos (si alguno desconocía esos hechos, lo calló durante todo el fin de semana). Cuando la conferencista rumana empezó a leer las cartas intercambiadas entre los príncipes y Marcel, los asistentes se dirigieron sonrisas y movimientos de cabeza de aprobación. Detrás de mí, había un hombre de estatura mediana, robusto, muy prolijo y educado hasta la afectación que, a pesar de su decoro, apenas la condesa terminó de hablar, se precipitó sobre ella y se inclinó para besar, el primero, la augusta mano de la catedrática. Me pareció escuchar un nombre que sonaba como Dubois. El matrimonio japonés se deshacía en reverencias ante todo el mundo, cedía el paso a cualquiera, por lo cual él y ella, amabilísimos, fueron siempre los últimos en salir de una habitación, en bajar del ómnibus o en subir a él. Entre ellos, se hablaban en japonés. Ella no cesaba de sonreír a cualquiera que tuviera delante y a propósito de cualquier cosa. Comprendí que no hablaba ni entendía el francés, pero que, por amor, se sometía a la pasión de su esposo por un representante de la literatura decadente. Él retribuía esa sumisión oriental traduciendo todo lo que podía en una voz tan baja que uno se sentía tentado de decirle que hablara más alto. Cada tanto, buscaban algo en una mochila y cuchicheaban. El japonés resultó ser un especialista en informática, gran lector de autores franceses y de Mishima. Cuando él pronunciaba el nombre Mishima para explicar que se había interesado por Proust a través de la lectura de ese autor japonés, los ojos de su esposa se iluminaban ante los sonidos familiares (Mi-shima) y repetía en canon las mismas sílabas, como si se hubiera tratado del himno nacional de ese amor hecho de devoción y murmullos. Salimos del museo para ir a la plaza, donde nos esperaba el ómnibus que nos llevaría al restaurante campestre. En un alarde de independencia, íbamos dispersos por las calles melancólicas de Illiers. En una esquina perdí de vista al matrimonio japonés, pero seguí caminando junto al que había sido mi vecino de asiento en la conferencia. Trabajaba como contador, pero su verdadera vocación era la música. Tocaba el órgano en la iglesia de barrio de París, donde vivía. "También compongo. Usted no se imagina cómo me resulta útil todo lo que Proust dice sobre la música. En mi casa, dibujé un retrato imaginario de Vinteuil, el compositor imaginario que admiran el narrador y Swann. Mi mujer y mis hijos no entienden mucho mi interés por Proust. Por eso, me parece increíble que esa señora japonesa haya venido hasta aquí a pasar todo el día, rodeada de gente que no habla su idioma sólo para estar junto a su marido." El restaurante tenía dos salas reservadas para el grupo. La decoración, los manteles a cuadros, una boiserie rústica trataban de infundirnos la idea de que estábamos en una posada de campo, aunque el establecimiento estuviera rodeado de edificios y el campo sólo podía imaginarse si uno entrecerraba los ojos y apuntaba a un horizonte lejano. Nos repartimos en varias mesas. En aquella a la que me senté, estaban el organista, una señora que se identificó como profesora de historia, "Monsieur de" y su amigo, ocupado en rendirle pleitesía, además de un trío femenino cuyas integrantes escuchaban las conversaciones de los demás y se limitaban a musitar entre ellas, como si deliberaran y sometieran a votación lo que acababa de decirse; por último, en un extremo, se hallaba otro señor que estaba en el negocio de las antigüedades. "Monsieur de" se sintió llamado a presidir el grupo. Aclaró que él no podía faltar a esa cita anual, que no entendía cómo en esos homenajes había tan poca gente conocida, y subrayó la palabra "conocida", como si todos debiéramos entender a quiénes se refería. Y con una risa irónica, agregó: "Uno podría suponer que esto debería estar atiborrado de nobles franceses. Como dijo Philippe Jullian en su libro sobre el esnobismo, la aristocracia debería levantarle un monumento a Proust con una placa que dijera: «Al restaurador del prestigio aristocrático, la crema agradecida»". Habló después de las extintas tertulias literarias de la duquesa de la Rochefoucauld y Natalie Clifford Barney, la millonaria estadounidense que sedujo a muchas de las mujeres más hermosas de la Belle Époque . Con su mano derecha en la que lucía un anillo de sello, trazaba amplios arcos en el espacio para ilustrar su pensamiento. Buscaba dar cierto tono a la conversación y, de tanto en tanto, mencionaba a una celebridad social o artística y después a un personaje menor, muy menor de A la recherche para demostrar su conocimiento del tema. Pronto entró en competencia con el anticuario: si éste hablaba de Saniette, una comparsa en el inmenso monumento literario de Proust; "Monsieur de" nombraba a Victurnien Surgis, el hijo mayor de la marquesa de Surgis-le-Duc y, cuando sorprendía una mirada de desconcierto, explicaba: "Como ustedes saben, la duquesa de Surgis es una de las amantes de Basin de Guermantes, la madre de Victurnien y del hermano de éste, dos muchachos hermosísimos que cautivan al barón de Charlus". El duelo entre "Monsieur de" y el anticuario hizo que la charla se fragmentara. El organista empezó a hablar de música, de César Franck, de Saint-Säens, de Fauré, y entabló un diálogo con la historiadora que cometió el error de mencionar al pintor Meissonier, despreciado por toda la mesa. El organista disculpó esa falta de gusto y siguió conversando con ella en un tono más íntimo. Ambos se quedarían esa noche en Illiers y dormirían en el único hotel de la ciudad... De pronto, en el fragor del combate librado entre "Monsieur de" y el anticuario, se elevó la voz del primero, que dijo, a modo de tregua, como para que lo oyéramos no sólo los de nuestra mesa sino todos los asistentes: "Por suerte, hay gente que conoce bien la obra, que sabe todo lo que hay que saber del libro. El año pasado, en cambio, hubo un extranjero, no sé si era un norteamericano, debía de ser un norteamericano, que se presentó a este almuerzo, después de haber comprado una caja de magdalenas en la plaza de Illiers. Nunca nadie hizo algo así. La escena en que el narrador moja la magdalena en la taza de té y el sabor de ese dulce desencadena en él todo el proceso de la memoria involuntaria, esa escena en que el pasado renace por unas migas embebidas en una infusión, es Proust primer nivel. Deberían dividir los grupos. Uno no puede comentar la Recherche con gente de esa clase, que viene aquí a comprar magdalenas. Eso está bien para las visitas escolares. Y basta". Se hizo el silencio. Todos nos miramos aterrorizados para ver si alguien de la comitiva había incurrido en el horror de comprar magdalenas como las que habíamos visto en la panadería de la plaza. "La magdalena es un tema que no se toca, que no debería tocarse en estas charlas. Disculpen si lo mencioné", concluyó "Monsieur de". Después del almuerzo, fuimos a visitar el Pré Catelan, el jardín del tío Amiot, en las afueras de Illiers, que para Marcel había sido algo así como el jardín del Edén. Era hermoso. Tenía una loma a la que se llegaba subiendo unas piedras, colocadas como escalones naturales, al gusto de la época. En lo alto, uno daba con un pabellón de verano octogonal, la Casa de los Arqueros. Recorrimos el sendero de espinos blancos, unos de flores rosas, otros de flores blancas, que hipnotizaban con sus colores y sus perfumes al narrador; y dos actrices nos leyeron pasajes sobre esos árboles, mientras los visitantes mirábamos el cielo, caminábamos en torno a las recitadoras, o mirábamos el suelo, concentradísimos, como si allí, entre el pedregullo y el césped, estuviera el secreto de la obra proustiana. Representábamos con nuestra actitud el estado de concentración espiritual que considerábamos adecuado en semejante situación, imbuidos de un fervor de sacerdotes que acaban de ser consagrados. No sé por qué me alejé y me puse a recorrer el jardín por mi cuenta. Crucé el pequeño arroyo, observé el palomar pintado de un color rojizo, que recordaba construcciones árabes, y de pronto, al dar vuelta por un sendero, sorprendí al anticuario que, después de haber bebido considerablemente durante el almuerzo, se aliviaba contra un seto, los ojos cerrados, en un éxtasis de satisfacción fisiológica. Como no me vio, me aparté rápidamente y, al rato, lo vi aparecer radiante de gozo, con una expresión de contento vital. El peregrinaje continuó. Nos llevaron a ver las fuentes del Loir (no del Loire), un pequeño río que atraviesa Illiers, el castillo de Tansonville, donde vivía Gilberte, el primer amor del narrador y, por último, el manoir de Mirougrain, especie de extraño castillejo del siglo XIX, que sirvió de modelo para Montjouvain, la residencia del músico Vinteuil, el arquetipo del gran compositor. En Montjouvain, Mlle. Vinteuil, su hija, se entrega a amores sáficos que escandalizan a los lugareños. El narrador ve por una ventana una escena sexual entre la muchacha y su compañera. Mirougrain no se visita o, más bien, sólo se visita en la journée des aubépines . Apenas pasamos bajo el arco de ingreso, vimos un vasto parque con árboles antiguos de follaje tupido. Sus ramas se inclinaban sobre un estanque cuyas aguas provenían del Loir y tenían todos los matices del verde, desde el más profundo y siniestro hasta el más ligero y chispeante. Sobre la superficie, flotaban nenúfares, los mismos nenúfares de Monet, que allí, en Mirougrain, parecían pecaminosos, cargados de la culpa y del dolor de Mlle. Vinteuil. Al fondo de ese túnel de hojas que cubría el lago, estaba el manoir . En la niñez de Proust, Mirougrain perteneció a Juliette Joinville d´Artois, una mujer que se había retirado allí para ocultar una pena de amor. Un hombre muy importante la había abandonado y ella jamás pudo recuperarse de ese dolor. Se decía que ese hombre había sido el emperador Napoleón III. Juliette d´Artois sólo tenía un único servidor, sordomudo. Según una versión, lo había elegido sordomudo para que no pudiera contar la vida libertina de su señora. Otros, en cambio, decían que Juliette se había condenado al silencio como una monja de clausura. La nostalgia por el pasado la había llevado a construir esa residencia con las piedras del megalito de la zona, con dólmenes prehistóricos que habían sido el orgullo de Illiers. Las ventanas de forma ojival estaban enrejadas con barrotes gruesos como los de una cárcel. El conjunto tenía un aspecto siniestro, que intimidaba. El actual propietario de Mirougrain bajó las escaleras del manoir para recibirnos junto a la orilla del estanque, acompañado por su mujer, sus hijos y unos perros. Nos saludó uno por uno y, de pronto, cuando llegó a Dubois, el proustiano que se había precipitado a besar la mano de la condesa rumana, lo palmeó en un hombro y le dijo: "¡Pero usted es un fiel! Viene todos los años. Me da mucho gusto verlo". Por un instante, temí que Dubois se precipitara para tomarle la mano y besársela como si hubiera sido la de la condesa. Se contuvo y se limitó a un democrático apretón. Pero se puso al lado del señor de Mirougrain, al que, era fácil adivinarlo, su imaginación había convertido en caballero feudal, y se enfrentó al resto de la comitiva como si hubiera recibido un espaldarazo, no un palmoteo, que había hecho de él, un simple Dubois, un noble. Es curioso cómo la vanidad puede hacer crecer la estatura de una persona. De pronto, Dubois era más alto, más corpulento, se había hinchado y nos observaba a todos como si estuviera encima de un estrado, junto al señor de Mirougrain, y el resto de los que estábamos allí no hubiéramos sido nada más que plebeyos dignos tan sólo de un trato condescendiente. La brisa de un aliento cálido acarició mi oreja izquierda. La voz de "Monsieur de" susurró en mis oídos: "Si Dubois supiera que su amigo, el supuesto aristócrata, no es más que un industrial mitteleuropeo..." Una de las actrices leyó entonces otro pasaje de Proust. Quizá fue porque empezaba a caer la luz del sol y todo predisponía a la melancolía y a la reflexión: súbitamente escuché lo que decía como si hubiera sido la primera vez que Proust me decía lo que tenía que decirme. En esas páginas el narrador describía cómo un nenúfar, los nenúfares de Mirougrain que tenía delante de mí, quedaba atrapado por dos corrientes opuestas de ese estanque que, en verdad, era un riacho de lentas aguas. El nenúfar avanzaba impulsado por una de ellas hacia la otra orilla, hasta que la otra corriente lo rechazaba, lo hacía retroceder y lo llevaba hasta el punto de partida, donde la primera corriente lo volvía a atrapar y lo entregaba a un eterno ir y venir. Esa descripción muy minuciosa se interrumpía con un símil. El nenúfar cautivo, de repente, se había transformado: no era sino cada uno de nosotros, presos de la costumbre que jamás nos libera, que, de modo cínico, nos hace avanzar esperanzados en nuestros proyectos de libertad, de cambios y felicidad, hasta que nos sacude el recuerdo y el pasado, cálido y cómodo, se apodera de nuevo de nuestra voluntad. Del mismo modo somos derrotados una y otra vez por nosotros mismos, por el hábito que, como una droga mágica y letal, como un amor perverso, nos entrega al infierno del placer y la repetición. Cuando la actriz terminó de leer, nos despedimos del señor de Mirougrain. Volvimos a Illiers. Como no podía quedarme a dormir allí, saludé a todos y fui hasta la estación para tomar el último tren a Chartres. En el camino, mientras se sucedían a mis costados las casas grises y melancólicas de la ciudad, no podía dejar de pensar en los nenúfares que podían condenar a la eterna repetición, a la parálisis a quienes se dejaran seducir por su contemplación. Tuve que esperar el tren unos minutos. Subí, me senté y, por la ventanilla, vi cómo el matrimonio japonés, retrasado, corría hacia la estación. Llegaron sin aliento. Se habían equivocado de dirección y, por eso, estuvieron a punto de quedar atrapados en Illiers. Se sentaron frente a mí y él empezó a contarme su vida en Tokio, su gusto por Proust, el cariño que lo unía a su esposa. Ella lo escuchaba como si entendiera francés y después me escuchaba. Él le traducía lo que yo decía. Hasta Chartres teníamos unos veinte o veinticinco minutos de viaje. Ellos iban a tomar de inmediato la conexión a París. Yo, en cambio, pensé en quedarme dos horas en Chartres y volver más tarde al departamento que unos amigos me habían prestado en Neuilly. Nos despedimos en el andén. Tenía, de casualidad, una tarjeta en uno de los bolsillos del saco. Se la di al japonés como un recuerdo más que como una referencia. Él abrió su mochila para buscar una tarjeta y entregármela. Entonces ocurrió el otro hecho memorable de aquel día. La mochila se resbaló y del interior cayeron un tarjetero y una caja de magdalenas. La mujer me miró con temor, como si yo fuera a condenarlos al oprobio. Él me tendió una tarjeta con una sonrisa incómoda y guardó la caja de magdalenas con el tarjetero en la mochila. El tren a París estaba por partir. Entonces ella se puso a decir unas palabras en japonés, mientras con el índice señalaba alternativamente su pecho y después la mochila donde estaban las magdalenas. Lo hizo repetidamente mientras sus ojos se humedecían. Después señaló a su esposo con el índice dos o tres veces y, por último, cambió el gesto. El índice pasó a moverse de derecha a izquierda para indicar negación. Él no había sido. El índice acusador volvió a arremeter contra el pecho oriental de la mujer a la que el marido, con una sonrisa angustiada, tomaba del brazo y arrastraba hacia el tren. Los despedí agitando la mano, a la distancia. Quizás era posible otra clase de amor. Caminé por las calles de Chartres hasta que se hizo de noche. Pensaba cómo sería la noche en Mirougrain. Imaginé que las luces del castillo llegaban hasta el estanque e iluminaban el nenúfar de Sodoma, el esclavo del pasado. Era mejor no volver a pensar en él. ¿Pero no echaría de menos esa ausencia?






Hugo Beccacece

El espíritu del pasado Viena
Valses, cafés y amores clandestinos
En las calles de la capital de Austria aún resuenan ecos del viejo imperio y se respira un clima que, de un modo imprevisto, produce asociaciones con Buenos Aires, como si fuera posible viajar a un tiempo por distintas dimensiones

Por Luisa Valenzuela Para LA NACION - Buenos Aires, 2008 Soy una viajera impenitente, y quizá fue para satisfacer el vicio que me hice periodista en mi juventud. Como escritora también me salen múltiples viajes, a veces de manera un poco exagerada y agotadora, pero sarna con gusto? Así que hoy, puesta a elegir un sitio en particular, uno muy especial, me sobreviene el mareo. ¿Papúa Nueva Guinea, porque fue el país más insólito que conocí, o la sorprendente tierra de los dogones en Mali? Emplazamientos que me tocaron el alma, pero el alma sigue conmoviéndose y por eso regreso a Europa en la memoria, yo que no me considero particularmente fanática del Viejo Continente. Y elijo Viena para mi crónica, porque en los últimos meses parecerían haberse tendido unos filamentos dorados que unían Austria y la Argentina. Empezando por el extraordinario despliegue de actos en Buenos Aires que, bajo el lema Vecinos Perdidos, trajo una Austria del dolor a nuestras costas, en conmemoración de los setenta años de la fatídica Noche de los Cristales Rotos, con la recreación virtual de la destruida, magnífica sinagoga de Viena. Fue por iniciativa de un joven de 19 años que se armó la movida internacional, en un principio, para reencontrar a quienes lograron escapar del feroz progrom, aquellos que hasta el día de hoy se resisten a volver a su país natal. Por mi parte, después de muchos años, he regresado a Viena por motivos muy distintos, los lazos de unión entre nuestros dos países me resultaron brillantes. Mi primer viaje fue de deslumbramiento ante el Belvedere, tan blanco y magnífico en su extraña sencillez; en los museos, frente a los Archimboldo o El juicio final de Jeronimus Bosch, y ante el palacio de Schönbrunn. Esas cosas del turista que absorbe cultura a cuatro carrillos. En esta segunda vuelta el viaje fue más interior, personal, un poco egocéntrico si se quiere, aunque trataré de evitar esa trampa mortal. Acabo de regresar de Viena. La emoción todavía palpita, pero detrás de la emoción hay un sabor vienés que sé va a perdurar más allá de todas las manifestaciones del ego. Y que Freud me perdone. Porque ni siquiera pude visitar su casa, a pocas cuadras del hotel donde me hospedaron haciéndome sentir como Sissi (la suite tenía cama imperial, techo con artesonados dorados y hasta un piano de media cola). Faltaba que alguien viniera a tocar valses, El Danubio Azul de preferencia, porque el Danubio no corría demasiado lejos, aunque nunca alcancé a verlo. Vi, sí, desde mi balcón e iluminadas magníficamente por las noches, las dos torres como de encaje de la Votivkirche, la blanca iglesia neogótica construida para celebrar el hecho de que el emperador Francisco José se hubiera salvado de un intento de asesinato. Y más allá, ese edificio como palacio de cuento de hadas que es la Alcaldía de Viena, la Rathaus, reluciente entre un bosque de luminosos faroles en espera de la Navidad. Decoraciones callejeras estacionales, palaciegas hasta el punto de convertir, por ejemplo, el famoso Graben, esa amplia avenida peatonal, en un salón de baile reluciente de arañas como de cristal, hechas sólo de puras luces. Y me tocó pasear por allí bailando por dentro porque, en la Universidad de Viena, una de las más antiguas de Europa, se estaba desarrollando un simposio sobre mi obra. Algo que no me habría imaginado jamás ni en mis más locos ensueños. No puedo hablar con humildad del tema, por eso mismo y con el enorme agradecimiento que corresponde, sólo menciono tres nombres: María Teresa Medeiros Lichem, Gwendolyn Díaz, Erna Pfeiffer. Y no digo más porque no me toca describir un encuentro académico sino una ciudad que sabe abrirse a los recién llegados, al igual que abre allí sus salones la Sociedad Austro-Argentina, para recibirnos con el calor de una amistad bien vienesa ("Probá, probá, acá las masas son increíbles, los dulces no son empalagosos, el chocolate es el mejor", me dice mi amiga Victoria S., que lleva viviendo en Viena casi catorce años y la ama). Entonces, la ciudad apenas entrevista se convierte en un espíritu que se nos cuela por los poros, es dulce y untuosa pero no empalaga, como su Sacher Torte , embriaga suavemente como el vino blanco o mejor como el Schnaps de primera calidad. Voy captando su espíritu, más allá de una sucesión de edificios a cual más típico, insólitos, algunos antiguos con intervenciones actualísimas al lado de palacios barrocos. He vivido, muchos años atrás, en París, más recientemente en Nueva York. Las grandes ciudades vividas adquieren otra esencia. Para visitar prefiero los lugares recónditos, esos mal llamados primitivos donde los habitantes reactúan sus rituales que les llegan desde el remoto pasado. Lo sorprendente es que Viena parecería abrirse a estas magias sin tiempo en ciertas zonas, en las callejuelas medievales, digamos, o al paso de los fiakers tirados por caballos generalmente blancos, o en los viejos cafés tradicionales. Hacemos un alto en el lujoso y barroco, casi rococó, Café Central, que me trae recuerdos de las viejas suntuosas confiterías de mi infancia: la París, sobre todo, o El Águila, donde me llevaba mi madre a tomar el té y comer locatellis de pavita. Viena tiene eso. Por alguna razón que no me explico, algo allí me resulta extrañamente familiar. La cultura de los cafés tiene mucho que ver en este asunto. El Havleka, donde solían reunirse todos los grandes intelectuales de la época entre las dos grandes guerras, y que repleto de turistas todavía hoy conserva su bohemia atmósfera oscura llena de sugestión, supo tener su humilde pero igualmente intensa y jugosa réplica en Buenos Aires, en el Bárbaro, nuestro amado Bar- Bar-o de los años sesenta. Pero en Viena, días atrás, yo asistía al simposio. Y era otro viaje muy intenso porque los efluvios de la ciudad parecían meterse por debajo de las puertas y por las hendijas de las ventanas cerradas, y enriquecían las ponencias. La atmósfera que se vivía allí tenía que ver, claro, con la capacidad de los participantes, pero creo que el aire de Viena nos contagió a todos una muy especial alegría. Viena es una ciudad autocontenida, impecable, casi se puede recorrer a pie su casco antiguo, los tranvías ultramodernos se deslizan silenciosamente, casi con dulzura, por las calles, los fiakers o mateos agregan su propia nota plácida, casi campesina. Viena es una capital pequeña (no más de un millón setecientos mil habitantes) de un país pequeño y mediterráneo, pero una vez fue capital de un imperio y lo imperial reverbera en las antiguas paredes. Austria es un país extrañamente católico en medio del mundo germánico, protestante. Quizá por eso mismo, quiero pensar, se cuentan picantes anécdotas de amores clandestinos. Porque la noción de pecado tiñe todo de un color especial y le resta rigidez puritana: los famosos amores de Alma Marie Schindler, más conocida como Alma Mahler; los múltiples casamientos de Adolf Loos, tan, digamos, barrocos en contraste directo con los edificios depurados, bellísimos. Todas esas pasiones son parte consustancial de Viena, del alma vienesa. A pesar de los horrores que ha sufrido Europa y sobre todo esa región presa del nazismo, soplan en Viena vientos valsescos, románticos. Porque la música está siempre presente. Gluck, Mozart, Haydn, Beethoven: es como recitar un catálogo el nombrar a quienes allí nacieron o vivieron. Hasta Schönberg. Y la famosa Ópera de Viena. ¿De qué hablo? Pasé frente a la Ópera, a los músicos los he escuchado en otras partes del mundo, en Viena sólo tuve el tiempo suficiente para detenerme un instante frente a algún organillero o un violinista que pedía en las calles. Porque pasé allí muy pocos días, hace muy poco, pero sé que me quedarán para siempre adheridos a la piel. Todo está allí como al alcance de la mano aunque no podamos verlo. Hay mil sonidos secretos en esa ciudad mágica que la nieve no absorbe sino que refracta. Pudimos, eso sí, llegar en tranvía hasta Grinzing donde están las tabernas de vino, las célebres Heuringer. Según nos contaron en Zimmermann, en otros tiempos los peregrinos iban hasta los viñedos circundantes con sus viandas, y en el otoño se los convidaba a pasar a las tabernas para degustar el vino nuevo, siempre blanco. Nosotros, en el salón de vastas mesas de roble bajo las enormes vigas, en el lagar donde se conserva aún la antiquísima y enorme prensa de madera, degustamos el vino y ya que no trajimos vianda, se nos sirven enormes fuentes de milanesas. Idénticas a las nuestras y no son de Milano, no, son las verdaderas "milanesas", es decir las wie nerschnitzel, la carne empanada de Viena que los argentinos solemos devorar con gusto: más cabos de afinidad para atar estos lazos de unión de los que hablé al principio. Para concluir, me quedan sólo dos temas pendientes: 1) en mi infancia recuerdo haber tenido una pesadilla recurrente en la cual aparecía un águila de dos cabezas que se posaba en el banco de mármol de la terraza de casa. Alguna noche creo haber subido para cerciorarme de que el águila no era real. 2) Cuando fui a vivir una temporada en Barcelona, quise alquilar un departamentito en el Barrio Gótico o en el Chino, en alguna calle de nombre bien catalán y autóctono, como Ciegos de San Cucufat. Todos los departamentos que encontraba por allí eran tenebrosos. Hube de optar por vivir en un barrio burgués, pero me dediqué a escribir sobre los barrios imposibles. Ahora sé dos cosas. Una, que la de mi infancia no era una pesadilla, era el águila imperial que desde algún caduco y polvoriento blasón me estaba llamando a la Viena luminosa de hoy. Y dos, que cuando se quiere mucho conocer un sitio a fondo y no se puede, se escribe sobre él. Como lo hago hoy, escribiendo sobre Viena que apenas pude rozar con la punta de los dedos pero que me conmovió profundamente.
adn*VALENZUELA. Viajera avezada, la escritora y periodista ha explorado, en libros como La travesía, la vida, la historia y los mitos de distintos países.


La casa de la secesión. Estudio de Joseph Maria Olbrich para el célebre edificio, hoy símbolo de la Viena de fines del siglo XIX y principios del XX

Travesías Un cronista por el mundo
La dicha en movimiento
"El periodismo es una variante ilustrada y lúdica de la pobreza", dice el autor, quien desde 1996 trabajó como cronista en España, Hungría, México y Brasil. Fantasma de Bukowski en Barcelona, extra de Evita en Budapest y compañero de un funkeiro en Río de Janeiro, deja claro que tanto en los viajes como en el periodismo sólo se necesita una cosa: buenos amigos

Por Leonardo Tarifeño De la Redacción de LA NACION Lo bueno de viajar es que acaba con las teorías. Mientras otros discuten interminablemente si salir de viaje es bueno o malo, divertido o engorroso, necesario o inútil, peligroso o excitante, uno se sube a un avión o un tren o un barco y al bajar encuentra lo que de veras vale la pena, es decir, ni más ni menos que el mundo. Formar parte de un paisaje nuevo e impensado, poner los cinco sentidos sobre una cultura diferente y abrirse a una sociedad de la que siempre pueden aprenderse muchas cosas son aventuras que dejan huella y de las que sólo permanece ajeno quien jamás se aparta de sí mismo. Por supuesto, está el que elige viajar despierto, encerrado en un cuarto, entre las páginas de un libro o frente a la pantalla de la compu, con la pura imaginación. Y está muy bien, cada uno es feliz a su manera. La mía ha sido (y aún lo es, me temo) desaparecer de los lugares que solía frecuentar y aparecer en la otra punta del planeta, a miles de kilómetros de quienes opinan y opinan sobre el mundo con más ganas de tener razón que de conocerlo un poco. Ante la tibia luz del rayo de sol que inaugura la primavera de Budapest y quiebra cuatro largos meses de frío y nieve, perdido a las 3 de la madrugada en la negrísima noche africana de Bamako o en el asiento trasero del coche que un músico brasileño conduce a 160 kilómetros por hora por las calles de Río de Janeiro, no hay teoría que valga. Y cuando ya no hay teorías ni opiniones que tranquilicen ni le den seguridad al que cree saberlo todo, lo único que queda es sumergirse en el viaje y crecer a su ritmo. Sentir la marea. Vivir sin prólogos. Mi manera de viajar no es de las recomendables, ya que consiste en instalarme allí adonde voy. En mi caso, viajar no es ir y regresar, sino llegar, quedarme y en algún momento volver a tomármelas. Así fue que a principios de los años 90 me fui a vivir a Barcelona, tiempo después armé una nueva casa en el Octavo Distrito de Budapest, a fines de esa década salí disparado hacia el Distrito Federal mexicano y ya en este siglo XXI pasé todo 2006 en Río de Janeiro. Sin ser un fundamentalista de la literatura, en cada lugar tuve oportunidad de descubrir textos y autores que me hubiera costado mucho conocer de otra manera. En España, las crónicas de Álvaro Cunqueiro y Josep Pla, y más recientemente, las de Guillem Martínez (compiladas en su notable Grandes Éxitos ). En Budapest, los libros de los gemelos Giorgio y Nicola Pressburger ( El elefante verde , Historias del Octavo Distrito ), la obra de György Faludy, Agota Kristof y Deszö Kosztolányi, y los inolvidables Viaje alrededor de mi cráneo , de Frigyes Karinthy (la primera crónica de una operación de cerebro) y Filosofía del vino , de Béla Hamvas. En México, la crónica Palmeras de la brisa rápida , de Juan Villoro, el extraordinario Nueva grandeza mexicana de Salvador Novo, y Autopsias rápidas y demás textos periodísticos de Jorge Ibargüengoitia. Y en Brasil, la lectura en portugués de la mítica revista O Pasquim , y las crónicas de los dos Nelson (Motta y Rodrigues). Sin embargo, hay que decir que, al menos en mi caso, viajar ha relativizado la pasión por el arte. "Después de todo lo que me pasó, ahora no puedo mandarme la parte y decir que lo más importante para mí es la literatura", me dijo Juan Forn una tarde soleada, mientras tomábamos el catamarán que va de Río de Janeiro a la isla de Niterói. Forn hablaba de las dos pancreatitis que casi lo mandan a otro viaje, el que termina en el más allá. Y ahora que lo pienso, no sé si el gusto por viajar no es una especie de enfermedad, en el sentido de algo extraño e inevitable que se mete en el cuerpo y ya no se va. En relación con la literatura y la cultura con mayúsculas, el efecto colateral de ese virus hace que a uno deje de interesarle el producto artístico o el logro de una obra, para poner la mira en ese otro arte que se enciende al probar un sabor inexplorado, conocer a personas muy distintas o dejarse llevar por el pulso de una ciudad desconocida. Es el arte de viajar, tan parecido al arte de vivir.
* * *
Con el periodismo de por medio, el arte de vivir se transforma en el de sobrevivir. Y si el viaje forma parte del asunto, la supervivencia es un maratón de la bohemia kamikaze, una carrera insensata por saber hasta dónde se llega sin plata ni apoyos ni recursos. Los diarios y revistas resultarían más divertidos si alguna vez se contara cómo hacen muchos periodistas independientes en viaje por el extranjero para llegar hasta parajes del fin del mundo, entrevistar a quien sea en condiciones de pobreza delirante y enviar sus artículos con una dignidad insospechada. Lo que no sé es si al lector le gustaría conocer esa verdad, porque ya he visto que, en ocasiones, los editores y el público parecen más interesados en las historias verosímiles que en la veracidad de los hechos (Ryszard Kapuscinski ha escrito páginas memorables en esa cuerda). Muchas veces, la verdad por sí misma no interesa tanto como que sea creíble; y debo decir que las historias personales de los reporteros en viaje son más increíbles que verosímiles. Tal vez por eso se habla y escribe mucho sobre la crónica de viaje, porque en estas cosas la teoría -y, en definitiva, la invención o la especulación- tiene un mercado intelectual más amplio que la realidad pura y dura. Yo todavía no he visto que nadie relate el backstage de la miseria feliz que me ha tocado atestiguar o vivir entre los freelance tercermundistas de Europa y Latinoamérica (la mayoría, argentinos) y sospecho que cuando eso se investigue y narre seriamente vamos a tener un periodismo a años luz de la objetividad pretendida, pero mucho más amable y franco. Mi debut en el mundo de la tragedia personal salvada -a medias- por la urgencia profesional fue en 1994, en Barcelona, días después de la muerte de Charles Bukowski. En esa época, yo trabajaba como lector para la editorial Anagrama, pero como nunca tenía el suficiente dinero para pagar el alquiler, había no pocas noches en las que llegaba la hora de irme a la cama y yo seguía sin saber dónde podría descansar ("¡Conocí a un latinoamericano al que todavía le va peor que a ti!", me dijo una vez mi jefe, el editor Jorge Herralde: hablaba de Roberto Bolaño). Mi rutina consistía en darme una vuelta por Anagrama, aceptar el encargo que me hicieran y llevarme los libros o manuscritos que debía leer o corregir. Con ese material iba de drugstore en drugstore , de los que abrían las 24 horas, y entre refugiado y escondido en una mesa me quedaba a trabajar durante toda la noche hasta que me echaran por consumir apenas un café. Si me daba sueño, me colaba en el subte y dormía en los viajes de las líneas más largas; si tenía frío, iba al bar cabaretero Kentucky, en el Barrio Chino, que de tan lleno de gente siempre generaba un calor divino. Esa semana, la casualidad hizo que una de las novedades de Anagrama fuera justamente Hank , la biografía de Bukowski firmada por Neeli Cherkovski. Desde las oficinas de Anagrama, en la callecita Pedró de la Creu, llamé por cobro revertido a Clarín ; allí le hablé del libro a la editora Hinde Pomeraniec, quien me pidió un artículo sobre Hank y un anticipo de esas páginas para la sección cultural del diario. Ya había vendido la nota, en algún momento cobraría un dinero que me serviría para pagar parte de un mes de alquiler compartido. Pero mientras tanto ya no sólo iba a necesitar un cuarto y un colchón en algún lugar de Barcelona, sino también una máquina de escribir. Como cada noche, esa vez fui con Hank primero a un drugstore , luego a otro y después a otro, mientras esperaba que llegara la hora en que abriera el subte. Con la lectura, las andanzas vitales de Bukowski se cruzaban con las mías, y ese era el único consuelo que encontraba ante la evidencia de no poder escribir y mandar la nota a tiempo. ¿Dónde iba a escribirla? ¿Cómo y cuándo, si ni siquiera podía descansar? A medida que el desconsuelo empezaba a competir con el sueño y el frío, me ganaba una parálisis de duermevela, donde extrañamente la anestesia me hacía sentir que de alguna manera todo iba a salir bien. Mientras leía, ya que no tenía mucho más que hacer, una chica hippie o simplemente sucia se me acercó para preguntar por el libro. "Me encanta Bukowski -dijo-, ¿estás leyendo una novela sobre él?". Le conté parte de la verdad mientras veía que su novio o algo parecido me vigilaba desde un espejo del drugstore . Ella aprovechó para decirme que eran pareja pero se estaban peleando y por eso habían salido a la calle tan tarde, para tomar algo y despejarse. Y que si yo era periodista y debía escribir un artículo urgente podía ir a su casa y usar su máquina, además de dormir un rato en el sillón del living . Así, gracias al dios aparte que tienen los viajeros, hice la nota, se publicó a tiempo y yo cobré el dinero que necesitaba. A la chica y a su novio nunca los volví a ver. El periodismo es una variante ilustrada y lúdica de la pobreza, y quienes viajamos hemos podido disfrutar de su versión cosmopolita, muy probablemente el mejor camino hacia la alegría de ser reportero. Hay una frase hecha que describe el trabajo periodístico como la forma más divertida de ser pobre, y yo he podido corroborar esa afirmación con hechos que compensan su eternamente oscuro porvenir económico. La anécdota viajera que tal vez retrate mejor esta circunstancia me tocó vivirla en Budapest, en 1996, durante el casting de Alan Parker para Evita . Agobiado por el maltrato peronista a Madonna y las dificultades logísticas que se le impusieron en Buenos Aires, Parker levantó campamento y trasladó la filmación a la capital húngara, por cierto la patria chica de uno de sus productores. Allí, el parecido de ciertos barrios budapestinos con el centro porteño de los años 50 y la mano de obra barata le iban a permitir un final de fiesta cinematográfico acorde con la dimensión del proyecto. De todas maneras, y a pesar de las noticias de la mudanza que llegaban desde Buenos Aires, fue de veras sorprendente que una mañana de febrero la ciudad amaneciera con carteles que en las calles y hasta en los diarios llamaban a todos aquellos que tuvieran alguna apariencia más o menos latina (entre ellos, la mayoría de la población gitana), para ser contratados como extras. La paga sería mínima, pero para el periodista viajero toda paga es buena, incluidas las pésimas. La cita era un domingo a las 11 de la mañana en el Kossuth Klub, y a las 9 ya había una larga fila de gente. Era pleno invierno, y el invierno en Budapest es mucho invierno. En la cola estaban los bolivianos que tocaban música andina en el subte, los gitanos que asaltaban en el tranvía, algunos chinos que vendían sushi por la calle y los mexicanos de la Embajada, entre otros que no conseguí identificar. Yo pensé que, por ser argentino, podría hacer de argentino, así que confiaba en que me elegirían para ser extra en la película de Madonna. Sin embargo, cuando entré a una pequeña oficina para el casting , lo que se me pidió no fue que hiciera de argentino (ni siquiera que me pareciera a uno), sino que entonara los versos de "My Bonnie Lies Over the Ocean". Por muy argentino que fuera, en Evita no iba a serlo si no sabía cantar. Me fui del Kossuth Klub cerca de las 6 de la tarde, sólo para comprobar que habían contratado a los bolivianos y a los mexicanos, mientras que yo apenas había conseguido la promesa de que me llamarían si necesitaban gente. La promesa se hizo realidad para un solo día, el de la filmación del baile posterior a la elección presidencial de Perón. Estuve todo un día, desde las 6 de la mañana hasta las 12 de la noche, en la gélida Plaza de los Héroes de Budapest, y la verdad es que nunca supe si en la película aparezco o no. Amigos míos dicen que un brazo en la escena del vals es el mío (no identifican mi brazo, sino el pelo de la china con la que bailaba). La paga mínima fue más mínima por tratarse de un solo día. Pero hice la crónica del casting , la publiqué en el diario mexicano La Jornada y así pude contar una de las historias más entrañables que me tocó vivir en el pintoresco mundo de la bohemia periodística global. De todas maneras, más que dinero o recursos, lo que de veras se necesita así en los viajes como en el periodismo son buenos amigos. Eso me quedó claro hace poco en Río de Janeiro, cuando con el fotógrafo francés Vincent Rosenblatt fuimos a hacer una larga crónica con el funkeiro Mr. Catra para la revista colombiana SoHo . Vincent es un reportero de inquietudes sociales, en Rio fundó la ONG Olhares do Morro y lleva años enseñándole el oficio fotográfico a los chicos de las favelas, tanto para que tengan un oficio como para que cubran periodísticamente la realidad de la miseria, sin depender de la cobertura tendenciosa de cadenas como O Globo. Como ya es un personaje conocido en las favelas de Mangueira, Rocinha y Cidade de Deus, Vincent tiene buenos contactos y así fue que me propuso seguir durante varios días al hiphopero Mr. Catra, tal vez el mayor representante del funk carioca. En Río, el funk es una creación absolutamente favelada, hecha en la más completa ignorancia musical, basada en un ritmo percusivo electrónico y un grito cantado de lo más machacoso. Por si hace falta decirlo, las letras son odas al sexo explícito, a los gritos femeninos y masculinos durante la cópula, largos himnos dedicados a los fluidos intercambiados y al morbo de la temperatura erótica compartida con miles de personas durante alguno de los popularísimos bailes. Vincent ya conocía a Catra; yo iba a verlo por primera vez en un sauna del centro, con chicas semitapadas-semidesnudas con toallitas, y nuestro héroe en un escenario improvisado al que las mujeres se subían para tirar la toalla al ritmo del hip hop . Cuando terminó el show, hubo que esperar a que Catra saliera del cuarto adonde se había encerrado con dos morenas. Como siempre, a Vincent y a mí no nos sobraba el dinero; esperamos al artista con tres de sus amigos-guardaespaldas y, cuando apareció, nos subió con su gorila de confianza a un Renault negro. Catra iba al volante, la velocidad subía más y más, pasábamos los puentes de la zona sur en un suspiro, desde el asiento trasero yo saltaba tanto que no podía enfocar en el velocímetro y cuando vi que íbamos a 160 kilómetros por hora noté que él tenía un porro en la boca. "Yo tengo que ir a Colombia, hermano, ¿sabes qué fiestas podemos hacer allá?", repetía Catra entre pitada y pitada, y sólo empezó a bajar la velocidad tras advertir que a lo lejos brillaba una estación de servicio. Siempre con el porro en la boca, el funkeiro se bajó y pidió que llenaran el tanque, el olor de la nafta se mezclaba con el de la marihuana, no sé por qué no corrí desesperado si estaba seguro de que íbamos a volar en pedazos. En lugar de irme, le pedí a Vincent que me fotografiara con Catra. El empleado de la gasolinera anunció cuánto era y la estrella le pagó cuatro veces más. De nuevo en el Renault, el martirio del vértigo duró poco porque rápidamente llegamos a un bar en Tijuca. Allí improvisaban Zeca Pagodinho con el rapero Marcelo D2; en un momento Catra compartió el escenario y, al bajarse, nos pidió que nos quedáramos para hacer la entrevista. Vincent y yo esperamos una hora, dos horas, tres horas, bebimos y bailamos y Catra desapareció. Estábamos en Tijuca a las 5 de la mañana, yo no tenía dinero ni para el ómnibus, a Vincent le alcanzaba para el suyo pero prefirió acompañarme para que yo no volviera solo. Estábamos cansados y teníamos más de dos horas de caminata hasta nuestras respectivas casas, la mía en Lapa y la suya en Santa Teresa. El sol salía detrás del mar, el vuelo de los pájaros nos rodeaba, el Cristo del Corcovado nos observaba mientras Río de Janeiro se veía más hermosa que nunca. Hoy no recuerdo el cansancio, sino la belleza de esa mañana. Son las dulces trampas que hace la memoria cuando cada viaje se convierte en una vida pasada pero cercana, donde todas las mañanas el sol sale detrás del mar.
adn*TARIFEÑO. Regresó a Buenos Aires en agosto de 2007, tras 15 años en el extranjero. En México fue compilador en la antología Enviados especiales (Aguilar)


RIO DE JANEIRO. El Cristo del Corcovado parece observar y proteger a los paseantes Foto: Reuters





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