Por: Germán Gargano
DUCHAMP AJEDRECISTA.
En 1966 –dos años antes de morir– Duchamp en una entrevista filmada por el director J. Antoine, y trasmitida en 1971 por la televisión belga, nos dice de su mingitorio: "Eso fue una excepción". Con ese objeto, que por otra parte remite a lo sexual y a donde van a parar los desechos, pone en cuestión el lugar límite, simbólico, a partir del cual algo es o no es arte. Para él todo está hecho, todo está resuelto. Por tanto, ir a ese punto, borrar toda diferencia y terminar con el arte. Sucede que nadie nunca hizo obras de arte para terminar con el arte. Hacer obras, aun conceptuales, siempre es un hacer, no hacer filosofía.
Duchamp, en dicha entrevista publicada por primera vez en The Art Newspaper (vol. IV, núm. 27 -abril 1993), advierte contra el facilismo del ready-made, por lo cual desaconseja toda escuela y "recomendaría que se restringiera la producción...". Sin embargo, sucedió todo lo contrario. En los años 60 se reintroduce este objeto límite –antes lugar de la excepción– pero ahora como nuevo arte, conceptual, filosófico, por encima y por fuera de todo arte conocido y por conocer. Lo que era excepción y fundaba un todo (el arte) se hace ahora él mismo un todo-arte, se hace regla. Al mismo tiempo, como a partir del todo-hecho ya no podría hacerse otra cosa que vivir la vida, ahora la vida y toda vida es arte, el supuesto nuevo campo único del arte es la vida jugando a ser concepto y objeto.
La excepción es lo que funda la regla. Una necesaria exclusión inclusiva. Agamben nos habla de la excepción en tanto lugar sacer, sagrado, que paradójicamente es, "santo y maldito" a la vez. El homo sacer es así, también, un reo criminal al que cualquiera en la sociedad romana podía dar muerte sin ser penado jurídica o moralmente. Por otra parte, ya Freud había señalado este lugar con el mito del protopadre.
El límite en cuestión
Agamben nos dice de un mundo en estado de excepción. Lugar atemporal y extraterritorial donde no se es nadie, se es sacer. Su paradigma cruel: los campos de concentración. Allí, no se trata de un dictador que impone una regla (esto se hace o esto no se hace), sino que te pueden fusilar porque tenés el pelo corto y mañana, porque lo tenés largo. La Ley es el estado de incertidumbre permanente, de indefinición, de lo indecidible. La excepción pasa a ser, un estado de excepción.
Esto se expande microscópicamente, en cotidianeidades que sin tal grado de radicalidad, forman también parte de la experiencia trágica de la vida: la masiva inmigración en Europa donde todo suburbio está plagado de "barracas" de inmigrantes-sacer; la palabra médica, un verdadero atolladero en la tierra de nadie entre el coma y la muerte: "Estos pacientes con muerte cerebral, ya muertos, murieron posteriormente en 24 horas"; "Los estudios prueban lo inevitable de la muerte somática luego de la muerte cerebral". Lugar sacer es también el de reclusos y condenados sometidos a experimentos científicos. Los médicos condenados a muerte en Nüremberg declararon no sentirse culpables porque en torno a la eutanasia –dijeron– hicimos "los que ustedes van a tener también que resolver".
La excepción no está ya afuera, sino que reiteradamente, hoy aquí, mañana allá, se corporiza, se empiriza. Ahí donde se decide ubicarla, el sujeto se ve cuestionado en mayor o menor medida. Pero no sólo el entero sujeto de la razón sino el sujeto en su propia diferencia y división, y esto es lo que se lleva puesto todo.
"No a la exclusión. Sí a los carriles exclusivos", rezan los carteles de los taxis de Bs.As.. Hasta en algo tan lejano y risueño en este contexto, campea aquí la misma situación lógica de la excepción en tanto exclusión inclusiva, que sale a luz en tan ingeniosa como reveladora consigna. Para no quedar excluidos, ellos mismos necesitan excluirse en un carril propio.
El nazismo, a pesar de su poder indiscriminado, no pudo evitar atolladeros semejantes. Quiso matarlos como "piojos" para matar la muerte, pero el enredo no fue menor ya que después de todo Hitler hablaba, era hijo del lenguaje. Les ocasionó serias dificultades denominar una excepción que duró 12 años. La llamaron entonces, con llamativa –y perversa– ambigüedad: estado de excepción querido.
El mundo del arte –contrariamente a lo que Duchamp advirtió– ha retornado los ready-mades del lugar de excepción para convertirlos en regla, decidiendo la muerte del arte para sacralizar paradójicamente la vida misma como arte. Marta Minujin dijo que "todo se hizo entre los 60 y los 70: minimalismo, conceptualismo, pop-art, en música, pintura, literatura, etc.; todo sucedió en esos diez años. De ahí en adelante –dice con acierto– repetición, repetición y repetición". Cuarenta años de repetición; nada de moda, un verdadero estado de las cosas. Una crisis duradera, como dice Agamben.
Se sacraliza la vida y, al mismo tiempo, se la desubjetiva. Todo lo que sea mera vida natural, la zoe de los griegos, el simple hecho de vivir, puede ser registrable como arte. ¿Cuál es el punto?. Los griegos no tenían en cuenta la zoe –no utilizaban este término salvo en justificadas ocasiones–, estaba excluida de la polis por ser mera vida reproductiva. Siempre consideraron una vida cualificada y designada con otro término: bios. Pero basta que un "pensamiento profundo" lo decida, para que cualquier zoe pase a ser un ready-made viviente. Y si no, recordemos la soporífera filmación de aquel hombre ocho horas durmiendo, de Warhol, para ver sujeto y obra en verdadero estado de coma vegetativo. Queda sí, el protagonismo narcisista de haber tenido "la idea" y hacerla brillar en el "mundo del arte". Todo es vida, todo es arte, pero el poncho no aparece. La subjetividad queda perdida, desdibujada en el mundo de los objetos.
El canon contemporáneo se ha apropiado perversamente del "todo-vale" como si fuera nuevo. Lo que es nuevo es su banalización en tanto regla. Siempre, en toda época, el "todo-vale", como lugar simbólico, estuvo presente. Aun cuando un Papa o un Faraón dijera lo que hay que hacer, aun con cualquier "ísmo", si una obra perdura hoy como obra de arte es porque en el artista, el todo vale operó en su hacer. Pero eso nunca significó que cualquier cosa sea obra de arte.
Por el contrario a partir de los efectos Duchamp, es así: la excepción (ex capere: estar afuera) juego a que la traigo acá, te meo el arte, y el "todo-vale" es regla y conclusión: "cualquier cosa que se decida es arte", "una obra no es buena ni mala, es decisión". Pura decisión sin conflicto. Los que no acepten esta Ley de leyes, van entonces al pabellón de los históricos, de los muertos.
Todo se puede proponer como obra de arte. Orinás y mostrás el frasquito, tu caja brillo. "Todo está hecho", entonces: la actual Bienal de San Pablo con paredes blancas. Los conceptos, el arte; el mercado, obra de arte; el museo, obra de arte; y tediosos etcéteras: obra de arte. ¿Y la guerra misma como ready-made?: un todo-hecho definitivo.
Ahí donde el médico experimenta, ahí donde el poder soberano puede matar sin cargo alguno, en ese lugar sacer, ahí va, con todas las diferencias del caso pero es ahí donde va, la zoe del arte actual a obtener su libra de carne. Fue Duchamp el que largó la excepción a rodar. En algún clavo pegó, evidentemente.
El Führer es la ley viviente, es decir, no hace leyes, él mismo es la ley; no es el amo con súbditos, sino que él es el Pueblo alemán todo. Esto es, en el arte, el mundo del arte actual: la ley viviente.
Freud, atravesando en diagonal el siglo, escribió en ese lugar límite, su trazo magistral: su concepto de pulsión (trieb), "concepto límite entre lo somático y lo psíquico", "nuestra mitología" como él mismo la denominó, "ser mítico, grandioso en su indeterminación". Y más adelante, su concepto de pulsión de muerte (1923).
De aquí huyen hoy espantados. Hay motivos, por supuesto, más que considerables. ¿Quieren la verdad en pintura? Preguntó Cézanne y tan sólo –¡y nada menos!– atinó a cerrar ambas manos en un puño. Quizás haya sido el mejor ready-made de la pulsión. ¿Algún "pensamiento profundo" podrá realizarlo? Ni los esclavos tuvieron tal grado de cosificación, de zoe, de nuda vida. Ellos no eran homos sacer, no eran zombies, muertos en vida. Hacían. Y tenían su Amo. Quizás las diferencias de clases hoy hayan dado lugar a algo peor: la desaparición subjetiva. No la desaparición del remanido individuo, sino del radical conflicto que lo atraviesa, de su deseo, de su angustia. Por algo Foucault que rastreó con microscopio estas cuestiones sitúa en nuestro siglo –"después de milenios"–, y esto es lo nuevo, este viraje hacia la "animalización del hombre". Sin Freud estas cuestiones no habrían sido posibles. Es su siglo, sin duda. Pulsión y lenguaje. Eso somos. Desde ahí se resignifica todo.
¿Qué pasa entonces en "el mundo del arte" con el anuncio de tantas muertes, muerte del arte, muerte de la pintura, muerte del hacer, qué pasa con esta ley viviente que decide sobre tantas muertes en un siglo donde su anuncio debiera causar escozor a más de uno?
Todo hecho
Duchamp desde 1920 creía, y repetía mortíferamente, que estaba todo hecho y se lanzó a un lugar sin retorno, al lugar de la excepción. "Todo hecho": las nuevas generaciones repiten esto, uno lo ve a diario. "¿Todo hecho? Ahí tenés el todo-hecho: pala, mingitorio, bicicleta, perchero, mi vida misma toda hecha. Ready-made. Se acabó". ¿Se acabó?, preguntó "el mundo del arte" que aún no había nacido. ¡Pero si recién empieza!
¿Y su silencio? Un silencio que se convirtió en Ley viviente. En palabras de su amigo Joseph Beuys: "un silencio sobrevalorado". No es el silencio de Bergman, dijo Beuys, "vi todas las películas de Bergman y no es eso" (entrevista con Bonito Oliva, 1981). Su silencio deja lugar a toda esa parafernalia actual sobre el vacío, la nada, que no es el vacío constituyente de una producción, es lo vacuo, el girar en el vacío, triste o cínicamente, es el mal de muerte. Beuys, en la citada entrevista, concluye: "Su silencio es ausencia de lenguaje, se quedó sin lenguaje, ausencia absoluta de lenguaje". "Ha hecho mucho pero no resolvió nada". Lo absoluto del lenguaje.
El que llega ahí, como en esos versos de la Ajmátova, "está loco o muere de tristeza: ahora entenderás por qué mi corazón no late ya, bajo tu mano". O como Antígona que va a enterrarse viva a la Roca viviente. Cuando habla lo hace para advertir, pero cincuenta años antes ya había hecho circular ese pissoir, ese urinario "sagrado y maldito" que resonó fuerte porque todo este siglo, ya lo hemos visto, va ahí como por un tubo, como farsa o como tragedia.
Tendrían que tener en cuenta esta otra corredera, los que fascinados con "Duchamp: la mayor influencia del siglo" no ven también, con Duchamp, que si "las mejores obras se han perdido y sobrevivieron las mediocres", su obra misma y cualquier maravilla que se encuentre, es también esa mediocridad. Porque su "lo mejor está perdido" es eso, no que va a encontrarse. En todo caso no será ningún Vermeer oculto en la historia, sino una tenaza. Tendrían que ver, los jóvenes y viejos duchampianos, para ser duchampianos, que él regañaba siempre a los jóvenes, diciéndoles: "Esto ya lo hemos hecho, ya lo hemos hecho todo, las acciones, el happening ... todo es viejo...", que esa vanidosa apropiación minujiniana del "todo se hizo en los 60" era en ese mismo momento, viejo; que todo lo que se haga es por definición "viejo", que todo ready-made está "ya-hecho". Nada de lo que se haga es duchampiano porque él mismo –no ya su urinario– se excluyó, se decidió por fuera. Su reintroducción lo hace regla, y serie de un nuevo "ísmo" pero con el pretencioso –y falso– discurso del quiebre de toda historia, el fin del arte y de las vanguardias. Somos mortales.
Siempre advierten, los que son serios, sobre las banalidades que se hacen en su nombre. Nadie tiene que advertir esto a propósito de Picasso y mucho menos de Matisse, que son los que, para algunos defensores de Duchamp, podrían conformar el trípode de este siglo. Tampoco de Beuys.
¿La vida es arte?
Duchamp lo anhelaba. No se puede ser las dos cosas, viviente y obra, a la vez. Ahí no se puede no perder realmente algo definitivo: la vida o la razón. Se está loco o se es un desquicio humano. Ahí no se puede hablar ni se puede jugar al ajedrez, salvo que sea una parodia. Más que el triunfo de la vida es la vida no atravesando, sino rehuyendo todo límite, y erigiéndose como brillo ilimitado. Duchamp ahí no patea el tablero, no quiere o no puede, se preserva. Sí, cuando trabaja y produce obra, su Gran Vidrio, Dándose, Caja en valija....
La vida no se agota en el arte. Los que van ahí corren el riesgo de agotar su arte. La pretensión de ser obra y seguir vivo, de ser obra y a la vez poder contarlo es vanidosa y palabrera. Cuando se es todo obra, se está realmente y no imaginariamente, identificado como objeto.
Eso le pasó a Adelaida Gigli cuando en un rincón de Italia, esculpida ella misma por el Alzheimer y sus dos hijos desaparecidos, no hizo más cerámica y fue ella misma, su cuerpo, el cacharro. Pasó a ser, como dijo en cierta ocasión León Rozichtner agudamente, toda-memoria viviente pero a costa de haber perdido su memoria. También lo fue Van Gogh cuando se corta la oreja. Esos son ready-mades, en todo caso. El duchampiano contemporáneo, en este punto, sigue vivo, se preserva, es lo que es, un vivo, no lo que no-es. No pueden ni quieren dejar el protagonismo como sujetos, dejando la obra como objeto vacío. Esto es, entiendo, lo peor del mundo del arte actual.
El olvido del hacer
El lenguaje –y no una visión filosófica– nos enseña que todo hacer es sacrum facere, es decir, sacrificio. No en su sentido romántico, sino que el hacer, aun el trabajo ordinario y cotidiano, me pone siempre ante mi pérdida originaria. Cuando uno hace, siempre está perdiendo algo. Todo se transforma, ¿nada se pierde?
Hoy estamos no sólo ante la prevalencia de lo visual, del ojo voraz y de la imagen-espectáculo en desmedro de la mirada, sino ante el repetitivo ready-made –lo ya-hecho–, en desmedro del hacer. No se quiere saber nada con el conflicto, con el hacer. Y si está presente, es para ocultarse y encaminarnos hacia su olvido, dando a ver tan sólo el vanidoso y ostensible espectáculo de lo que se tiene. Trabajo no es dar lo que se tiene, sino dar lo que no se tiene.
Duchamp aparece como paradigma –más allá de su obra– porque el ready-made es el paradigma, en el arte, del borramiento de la excepción, de la zona límite, en un mundo donde su borramiento es la experiencia que atraviesa la sociedad mortíferamente. En cada uno y todos los órdenes. Y al mismo tiempo el paradigma de la decisión sin Ley que la funde, que es clave, y que tampoco podría existir sin el estado duradero de excepción que es nuevo, quizás desde la Gran Guerra (1918), que por otra parte es donde Hobsbawm ubica el comienzo del siglo XX.
Duchamp digamos que tira al chico con el agua de la bañera. Cuando dice:"no lo hagan más, lleva al facilismo", ya estamos enroscados en la repetición sin diferencia, de la que el "mundo del arte" es paradigma. Esto en cualquier caso lleva a la desubjetivación. Y sin sujeto no se puede ir más allá del límite, que es lo que ha hecho todo arte que se precie de tal. Si el arte ignora este punto no va más allá, es vacuo. Como les decía Beuys: "Uds. creen que están por encima de la realidad pero están por debajo". El academicismo en otras épocas y ahora, también ignora al sujeto en función de otras reglas, las técnicas. Pero por más oficial que fuera, no llegó a constituir nunca lo que hoy se denomina mundo del arte. La excepción tenía que aparecer como estado de excepción duradero, desde lo político y social, para que hubiera "mundo del arte" y "mundo de todo", pero sin sujeto.
Hay cosas más importantes que ver girar una rueda. Quiero aclarar que esto no nos va a hacer ni mejores ni peores pintores, o artistas conceptuales, o visuales, o lo que se quiera. Duchamp nos manda su concepto, y le aceptamos el convite, sus preguntas y las nuestras, cada tanto al menos. Después, cada uno a lo suyo.
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