jueves, 23 de octubre de 2008

En la colonia penitenciaria

Presos comunes, presos políticos, presos tristemente célebres como el Petiso Orejudo y presos luego famosos como Carlos Gardel fueron apenas algunos de los innumerables hombres confinados en el penal de Ushuaia. Y aunque no existe un registro preciso de las atrocidades, torturas y desapariciones que tuvieron lugar, hoy, convertido en un lugar de visitas guiadas, estatuas de resina y tienda de souvenirs, el presidio plantea cuestiones sobre temas contemporáneos como la “museificación de la memoria”, la marketinización de lugares donde habitó el sufrimiento y la documentación de la historia argentina. Guillermo Saccomanno viajó allí con un propósito tanto periodístico como personal: rastrear la historia de un convicto llamado Saccomanno que, sin jamás conocerlos, marcó su vida y la de su familia. Esta es la crónica con la que volvió.


Por Guillermo Saccomanno


1 Traslados se los llama. En la Penitenciaría Nacional se sabe que el castigo más temido es que a uno lo trasladen a “La Tierra”. Después de una revisación médica y la cena, se informa a los presos quiénes serán trasladados al presidio de Ushuaia. En la mañana tienen que juntar sus cosas, someterlas a inspección y después son engrilletados con unas barras de acero que no permiten avanzar más de quince centímetros. Al rato los condenados no sólo tienen despellejados los tobillos. También el alma. A cada preso lo vigilan dos guardiacárceles. Se los sube a un barco, se les entrega un zambullo para sus necesidades y se los encierra en la bodega donde habrán de hacinarse y enfermar

sumidos en un hedor de letrina. A José Domínguez le dieron veinticinco años. En una mañana caliente y nublada de febrero cuando lo sacan de la celda está decidido a escapar. En el puerto, al subir la planchada del “Buenos Aires” salta a un lado. El peso de los grilletes lo hunde. Arrancarán su cuerpo del fondo del río recién al otro día.




2 La primera vez que estuve en Ushuaia fue después de la Semana Santa del ’95 y nevaba sin parar. La tormenta suspendió los vuelos. Y al quedarme unos días inesperados pude observar más que en el toco y me voy de una charla sobre literatura. Se sucedían los cierres de fábricas que, durante el alfonsinismo, alimentaron un espejismo industrialista. Ahora bajo el menemismo, se multiplicaban los despidos y las manifestaciones de protesta. El gobierno nacional envió 300 gendarmes para reprimir los reclamos. Durante una manifestación un tiro le voló la cabeza a un obrero de la construcción, Víctor Choque, y fue el primer mártir de la democracia. Quienes se habían radicado en Tierra del Fuego atraídos por la perspectiva de un trabajo rentable, se encontraban desocupados y sin recursos para retornar a sus lugares de origen. En esas noches blancas las luces de las viviendas en las laderas nevadas presentaban un paisaje de postal. “Esperá que se derrita la nieve”, me dijo una maestra. “Y vas a ver la verdadera Ushuaia, la miseria de esas construcciones que la nieve tapa.” Y yo debía charlar de literatura. La audiencia la componían unas pocas maestras. Cundía una serie de suicidios de adolescentes. Y estaban alarmadas. Al conversar con ellas leí en sus caras la desolación, la incertidumbre. La literatura, me preguntaron, ¿no debía hacerse cargo de esta problemática?



3 En el puerto los camiones policiales, unos tras otros, cargan los buques de la Armada Chaco, Pampa, Patagonia, Ushuaia, Godoy. La navegación hacia “La Tierra” dura un mes. Los cargueros transportan además mercadería, correo y diarios anclando en Bahía Blanca, Puerto Madryn, Comodoro Rivadavia, Santa Cruz, Río Gallegos y finalmente Ushuaia. Envueltos en el carbón y tosiendo, los condenados son espectros. Los motines son improbables. Y si se produce uno, es sofocado enseguida. Desembarcar en “La Tierra”, imaginan, será un alivio. Los ilusiona la recepción: una fanfarria tocando en el muelle. Pero apenas pasan por delante de los músicos, los guardiacárceles en dos filas son un túnel de golpes implacables de bastones, cachiporras, culatas y garrotes. Con los huesos rotos, orinando sangre, ya saben qué les espera.



4 En aquel viaje a Ushuaia quise entrar en el presidio. Unos vecinos se proponían restaurar las ruinas, rescatarlo del deterioro y las ratas en una búsqueda de memoria ineludible. Permanecería cerrado un tiempo, me dijeron. Los legajos, las fotos y otros documentos se habían esfumado. Desde rapiñas ocasionales hasta el abandono habían esfumado los testimonios de lo ocurrido en esa institución pionera del horror concentracionario en nuestro país. La Armada, por el momento, impedía el acceso. Muchos documentos, supe, estaban en poder de pobladores que los guardaban como reliquias. Gauchas, las maestras me ofrecieron visitar otro museo, el Museo del Fin del Mundo, donde provisoriamente se guardaban los archivos del penal. ¿Cuál era mi interés?, me preguntaron. Vacilé al responderles. Literatura, pude haberles contestado.



5 Controlados por “la chusma del máuser”, como llaman los anarquistas a los guardias, los presos talan bosques, abren calles, tienden electricidad, amasan y hornean el pan para el pueblo entero. Aunque el proyecto de ley del presidio se fija educar y redimir a los condenados, su intención real es asentar soberanía en el fin del mundo. Los periodistas que visitan el lugar constatan que los reclusos son una mano de obra barata y las condiciones en que cumplen sus condenas no son mejores que las del sepulcro de los vivos, la prisión siberiana donde fuera deportado Dostoievski por conspirar contra el zarismo.



6 Unos meses después de mi viaje, en junio del ’95, La Nación informaba la restauración del penal: “El restaurante del fin del mundo”, titulaba. La noticia: “En lo que fue un pabellón de la cárcel de Tierra del Fuego ahora se sirve centolla con vino. La vajilla es de porcelana, las copas de cristal están cargadas con Dom Perignon bien frappé y los tenedores van y vienen con una exquisita centolla”. Una foto mostraba a un empresario gastronómico que había expresado su creatividad vistiéndose, como sus mozos, con trajes a rayas negras y amarillas que replicaban la indumentaria de los presos. Si les apetecía, los comensales podían recorrer las antiguas celdas de los confinados.



7 Se establece que los reclusos perciban un sueldo ínfimo para disponer de unos pesos cuando salgan libres, si es que llegan vivos a ese momento. Pero aquellos que logran cumplir su condena no pueden cambiar sus vales porque no hay “efectivo” en la cárcel. Otra tragada, la que pasa con los uniformes. En más de una oportunidad el presupuesto de indumentaria no se vuelca a las partidas de ropa que deben renovar los harapos. Mientras el pueblo de Ushuaia crece con la mano de obra esclava, el presidio es un flor de ingreso para los ganaderos patagónicos que lo abastecen. A Ushuaia se la denomina también “La Sodoma fueguina”. Un informe del Congreso, basándose en las inspecciones sanitarias al presidio, describe “la vil ralea de los invertidos”. El informe cita, como ejemplo, los padecimientos de un homosexual, “La princesa de los dólares”. Y define a los guardiacárceles como depravados que prostituyen a los presos jóvenes. La asistencia médica no cuenta. El presidio, no es difícil registrarlo, es un buen negocio: así como la leña que debe calentar a los presos se merca para construir viviendas, las medicinas que arriban para el presidio se terminan vendiendo en la farmacia del pueblo.



8 El biólogo Alejandro Winograd fue jefe del Departamento de Ciencias Naturales del Museo del Fin del Mundo y además de participar en investigaciones vinculadas con la preservación, ha publicado cuentos, novelas y ensayos. También dirige la Colección Reservada del Fin del Mundo de Eudeba, difundiendo crónicas de los primeros exploradores de la Patagonia y la Antártida. Una noche de este último octubre Alejandro me invitó a presentar Patagonia, mitos y certezas, su ensayo que compendia fábulas y crónicas que explican la fascinación por esta tierra. Y sugiere una hipótesis sobre la suerte que le espera a una tierra que hoy es riqueza usufructuada por extranjeros y extensiones vendidas, en los últimos años, a magnates new age preocupados por salvar el cuero si sobreviene un desastre planetario. “Tarde o temprano”, aventura Winograd, “la Patagonia sabe mostrar los dientes y protegerse”. Su idea de un salvataje de la memoria patagónica es humanista: la creación de un museo que reconstruya las historias jamás contadas que los museos convencionales dejan de lado, un museo en el que se rescate la labor callada de maestras y peones, aquellos que no fueron ni el primero ni el más rico de los pobladores y que contribuyeron a que esta tierra sea cada día mejor. Nadie mejor que Alejandro podía ayudarme en lo que buscaba. Quería ver el penal, le dije. Me importaba su museificación. “Entonces tenés que conocer a Lino”, me dijo Alejandro. “Lino te va a dar una visión peculiar de lo que te interesa.”



9 En 1935 el diputado socialista Manuel Ramírez se propone investigar las atrocidades del presidio. Después de un relevamiento minucioso escribe La ergástula del Sud. (Según el diccionario de la Real Academia “ergástula”, del latín ergastulum, significa “cárcel de un esclavo”). El libro, publicado originalmente por Claridad, no exento de valor literario, es una crónica despiadada que presenta al Congreso sus “horrorosas observaciones”. A modo de epígrafe Ramírez reproduce fragmentos de la Constitución Nacional y de la Ley de Organización Carcelaria en que se define a las cárceles como modelos de reeducación para “devolver la personalidad social al condenado”. La denuncia de Ramírez describe la metodología de vigilancia y castigo del presidio. Y se detiene en los trabajos forzados, la alimentación mezquina, la salud resquebrajada, la promiscuidad sexual. Ramírez enumera los instrumentos de tortura más comunes: cachiporras confeccionadas con alambre trenzado y una bola de plomo en los extremos. A las cachiporras se agregan garrotes de leña, trozos de hierro y látigos que destrozan espaldas, fracturan costillas, deshacen pulmones, provocan vómitos de sangre. A patadas se hernia a los presos. A un confinado, el ex boxeador Sturla, los guardiacárceles le rompen la dentadura a cachiporrazos.



10 Es de noche y nieva sobre el Beagle. Nieva sobre los barcos amarrados, los containers. Nieva sobre la costanera avenida Maipú. Se hace de madrugada, nieva y alargamos la sobremesa en Volver, el restaurante de Lino Ardillon. Es el mismo gastronómico que destacaba aquella nota de La Nación. Pero ya no regentea el restaurante en el presidio. Prefiere no hablar del tema. Todo un personaje, Lino. Se ríe al contar una infancia con padres perseguidos por integrar la resistencia peronista: “Me acuerdo que a veces estaba comiendo con mis viejos en un restaurante y, al caer la policía, mi madre revoleaba la cartera para tirarla lejos porque estaba cargada de volantes. Otra veces me escondían los volantes en la ropa y así andaba yo, engordado con los panfletos”. Lino vino a Tierra del Fuego en los ’80, de camionero. Se empleó en la Grundig. Su trabajo era colocar un pirulito en los aparatos. Chilistor, se lo llamaba al pirulito. Harto de ser operario, Lino puso un bar. Y le fue bien. Con los años, el bar se hizo restaurante. Y le fue mejor. A cada una de sus contradicciones le encuentra siempre una justificación. Por ejemplo, el vaivén entre su status de self-made man exitoso y su ideario redencionista. Apenas se entra a su restaurante llama la atención la cantidad de objetos retro que decoran las paredes, desde viejos carteles hasta caricaturas. Bajito, se oye un tango tecno. En una pecera una enorme centolla rosada de aspecto amenazador se aplasta y se levanta mientras unos peces burbujean a su alrededor. También sorprende una estatua del Che en tamaño natural, construido con resina. Es un Che tiznado, de color oscuro, que sostiene un habano y mira con una expresión sobradora a quienes entran.



11 En las celdas estrechas del presidio, mientras las torturas y las súplicas se oyen en la noche, comparten las celdas pibes de la calle con asesinos seriales, chorros principiantes con estafadores de guante blanco, escruchantes con homicidas pasionales, dirigentes sindicales y anarquistas. Hay auténticas celebridades delictivas. Los hermanos Bonelli, cambistas que liquidaban a sus clientes. Ladrón de Guevara, que después de asesinar a su mujer y sus hijos se dedicó a la oración. Mateo Banks, un estanciero de Azul que mediante veneno y escopetazos se deshizo de hermanos, cuñadas, sobrinas y peones para quedarse con todas las propiedades familiares. Juan Dufour, un estafador internacional que ha huido de la Isla del Diablo. Cayetano Santos Godino, más conocido como “el Petiso Orejudo”, un pibe que empujado por sus padres a buscar trabajo, al no conseguirlo, le venía una rabia que desquitaba ahorcando o martillando clavos en la cabeza de los chicos que encontraba en su vuelta al hogar. Los médicos de la época atribuyeron su psiquismo enfermo a sus orejas y pensaron operárselas. El Petiso arroja el gato mascota de los presos en una estufa. La paliza que le dan sus compañeros termina con sus maldades. En el presidio también está Charles Gardés, un francés prontuariado por sus andanzas en el hampa prostibularia, que acá en “La Tierra” se hará payador y más tarde conquistará prestigio como cantor de tango. Si bien es cierto que no hay recluso que no sueñe fugarse, escapar es imposible. Imposible desafiar este mar helado y violento. Imposible atravesar los bosques y montañas nevados. El agotamiento y el hambre obligan a los fugados a volver a los muros. Los que cruzan a territorio chileno terminan cazados por los carabineros y son devueltos al presidio.



12 Lino no oculta su pasión guevarista aunque su clientela cheta, junto con la internacional, incluye ejecutivos de multis que suelen venir, con estricta reserva. Y acá cenan de lo más divertidos disfrazados con el traje a rayas de los presidiarios. A Lino no le importa lo que “tienen en la cabeza” sus comensales. Después aclara: “Yo quiero a los presos”, y enfatiza: “Amo los presos, pero no me confundo”. Y este amor lo llevó a crear un equipo de rugby, “Los Presos”, que juega en Sevens. La camiseta, por supuesto, es a rayas negras y amarillas. Lino alega haber sido uno de esos fueguinos que en los ‘90 abogó por la recuperación del presidio como un espacio histórico. “Hubo noches, cuando el presidio no era lo que es hoy, cuando había caballos que se guarecían de la nieve y chapoteaban en el penal inundado, que yo me iba a una celda con una amiga y un champagne y lo hacíamos. Y yo, a mi manera, cumplía una venganza póstuma en nombre del presidiario que había estado ahí pajeándose hasta el fin de sus días.” De pronto Lino se calló. Me miró fijo: “Por qué te interesa tanto el presidio”, me preguntó.



13 Cuando fue el crimen de la telefonista, mi abuelo, un tranviario calabrés, debía aclarar que su apellido no era el mismo del asesino condenado a perpetua en Ushuaia. Confundiendo a una telefonista que regresaba del trabajo a su casa con una puta, el tal Saccomano le quiso arrebatar la cartera. La muchacha se resistió. El ladrón la mató con un golpe de furca. El crimen ocupó todas las planas de los diarios de la época.



14 Y acá entro en la “situación de peligro” de esta crónica. Porque en este segundo viaje mío a Ushuaia, la marketinización era la parte de arriba de este iceberg narrativo. Si bien mi interés se focalizaba en el marketing del horror, la venta de uniformes y souvenirs que los turistas compraban alegremente (por ejemplo, un certificado de libertad para llenar con sus nombres), yo perseguía otra cosa. El merchandising del presidio, pude comprobarlo, contribuía y contribuye a anestesiar la memoria del dolor. Pero yo no pensaba sólo en la banalidad del mal y su comercialización. No, al menos, en un sentido estrictamente periodístico.


15 Una vez condenado a Ushuaia, en el penal al preso Saccomano se le asignaron las faenas más peligrosas, como volar con dinamita las rocas de las canteras. Nuestro apellido se escribía con doble c y doble n. Y el del sospechoso del crimen, con una sola n. Esta distinción era importante en esos años. Los italianos si una fama tenían, era de mafiosos. Y que alguien cuyo apellido era fonéticamente idéntico al nuestro le causaba más de un problema al motorman de la Corporación. Cuando mi padre frecuentó círculos anarquistas sus compañeros le contaron que el penado Saccomano era inocente, un mártir de la causa, a quien los tiras de la época le habían adjudicado el crimen para sacarlo de circulación. Para los anarquistas Ushuaia representaba un blasón. Y todo preso era uno de los suyos.



16 Finalmente, en aquel primer viaje a Ushuaia, les había confiado a las maestras mi otro interés, el principal. Las maestras me ayudaron en la búsqueda del reportaje que el periodista José de Soiza Reilly le hiciera al penado. Unos días después, ya en Buenos Aires, me llegaba un sobre con las fotocopias del reportaje. Me acuerdo que le llevé las fotocopias a mi padre. A los cincuenta y cuatro, periodista municipal, fue sumariado por su pasado gremialista. Sufrió un infarto cerebral. Ahora tenía más de setenta y varias isquemias lo habían postrado. Le conté de mi viaje a Tierra del Fuego, le mostré las fotocopias de la entrevista al penado. Mi padre se echó a llorar. Busco y busco ahora esas fotocopias sin encontrarlas. No las necesito: es de una estructura de sentimiento de lo que hablo.



17 Mi abuelo, contaba mi padre, volvía de su trabajo de motorman y en el camino de vuelta a su casa juntaba ladrillos para mejorar su construcción, que en un principio, casado y con seis hijos, había levantado con los cajones de madera de embalaje de automóviles importados que llegaban al puerto. En “Filosofía del hombre que necesita ladrillos”, una de sus aguafuertes porteñas, Roberto Arlt escribió: “Hay un tipo de ladrón que no es ladrón, según nuestro modo de ver, y que legalmente es más ratero que el mismo Saccomano. Este ladrón, y hombre decente, es el propietario que roba ladrillos, que roba cal, arena, cemento y no pasa de allí. El robo más audaz que puede hacer este honrado ciudadano consiste en dos chapas de cinc para cubrir el armazón del gallinero”.



18 Ahora, en este octubre, mientras nevaba sobre el Beagle, Lino servía generosamente otra botella de champagne. Como impulsor de la restauración del presidio, él sabía de sus historias, aseguró. “Era inocente”, me dijo. “Si Saccomano transaba declarándose culpable, lo largaban en cinco años. Pero el tipo no aceptó. Se plantó y no transó.”



19 Retorcer testículos y hasta apretar la cabeza con una prensa de copiar, cuenta Manuel Ramírez, son prácticas disciplinarias habituales. Después de una aterradora pormenorización estadística de la condición carcelaria, Ramírez concluye: “Lo que relato no es por interés particular mío, pues sé que mientras la humanidad no tenga un equilibrio social y las luchas de clases subsistan, este régimen de las cárceles no será suprimido”.



20 Leyendo a Andreas Hussyen yo había marcado en su ensayo En busca del futuro perdido que restaurar un espacio de horror no significa necesariamente que un ejercicio de memoria sea un sustituto de la justicia. El temor al olvido nos ha empujado a mitologizar lo real y, a la vez, a marketinizar la nostalgia transformándola en un entretenimiento que oculta el trauma. Husseyn cita a Musil: “Nada hay tan invisible como los monumentos”. A la vez, osificar el pasado obstaculiza el análisis del presente. ¿Hasta dónde la indecibilidad del horror –vinculada a la complicidad civil– no contribuye a un silencio canalla? “El porvenir no habrá de juzgarnos por olvidar sino por recordarlo todo, y aún así no actuar en concordancia con nuestros recuerdos”, escribe Hussyen. Leí y releí el ensayo de Husseyn en este nuevo vuelo a Ushuaia. Lo que me proponía era, desde la perspectiva de Husseyn, indagar cómo una espeluznante institución concentracionaria que cumplía con el mecanismo del panóptico diseccionado por Foucault había “devenido” broma de mal gusto, cuando no frivolidad perversa.



21 En abril de 1942 el diario Crítica inicia la publicación de informaciones relativas a torturas infligidas a los presos en el presidio de Ushuaia. En junio, La Unión, de Río Gallegos, informa que”en Ushuaia se ha producido nuevas y graves incidencias en el presidio. Algunos presos se sublevaron. Y numerosos resultaron heridos”. Lo que los diarios no cuentan es la cantidad de ataúdes que salen del presidio.



22 Con Lino nos trabamos en una discusión acerca de los beneficios secundarios del horror como negocio. Lino procuraba ahora una tranquilidad de conciencia. ¿Acaso su negocio, más allá y acá de sus buenas intenciones, no transfiguraba el horror en mascarada? Los beneficios secundarios, pensé. Yo, con mi extracción barrial, estaba ahora, esta noche de octubre, en un restaurante exclusivo del Beagle, discutiendo sobre la disneylandización del horror cuando en realidad lo que circulaba por debajo, el beneficio secundario, era una cuestión personal: averiguar sobre aquel penado cuya sombra había perturbado a mi abuelo y a mi padre por una diferencia que era y no era de letras. Letras, escribo. Ahora yo era un hombre de letras. Ya no pertenecía, no pertenezco, a la clase de mi abuelo, de mi padre. Soy un intelectual de clase media, pensé. En estas disquisiciones, como diría Masotta, había una “locura sociológica”. Durante mucho tiempo, de pibe, ya fuera en el colegio o en un primer trabajo de cadete, se me preguntó qué era yo del asesino. Me avergonzaba esta pregunta. Aunque la historia familiar negara el parentesco con el recluso, yo tenía que ver con él. Pienso ahora, como antes, qué sentiría mi padre cuando se lo preguntaban. ¿Qué sos del asesino? Estoy convencido de que mi padre, como yo, necesitábamos probar que no éramos delincuentes. Para no ser confundidos con el penado había que elevarse –mi padre usaba ese término–, tener una educación, un título, ser alguien. Algunos libros, algunos premios, no me libran todavía de ese sentimiento de vergüenza que, en ocasiones, todavía me ataca, y me induce a pensar que la escritura tanto en mi padre como en mí representó una reivindicación. Pero, ¿cómo podía seguir admirando a Arlt a pesar de esa frase que, de costado, me rozaba infamante? Lo de Arlt, cuando lo leí, alrededor de los veinte, me humilló. Yo quería ser escritor como él. Quería convertir el resentimiento, mi historia, en otra cosa. Quería también que nunca se republicara esa aguafuerte, que fuera mutilada en la reedición de su obra completa.



23 En la década del treinta la población carcelaria aumenta de modo aluvional. Se vuelve un depósito de presos políticos. Ricardo Rojas y Honorio Pueyrredón, entre los más pacíficos. Entre los anarquistas está Simón Radowitzky, un muchacho ruso que tiró una bomba dentro del auto del jefe de policía Ramón Falcón. En esta década, la infame, se endurece aún más el sistema disciplinario del presidio.



24 Los intentos frustrados que hizo Masotta en escribir sobre Arlt como Roberto Arlt, yo mismo, son lo menos autocompasivo que se escribió en nuestra literatura autobiográfica. Intenté a veces merodear esa ejemplaridad sin lograrlo. Ahora, al recapacitar sobre el sentido de la doble n, me sobrevenía una sospecha: ¿era yo un nn sobreviviente de la vergüenza? Masotta me había enseñado a asumir la vergüenza. Y a convertirla en una estrategia de venganza. Porque la literatura puede serlo. Digresión y no tanto, me pregunté si no serían éstas las razones que me impulsaron a escribir sobre la literatura concentracionaria de Varlan Shalamov y Vassili Grossman.



25 Un periodista reportea al penado Saccomano. Lo encuentra bastante primitivo y tozudo, un marginal antes que un asesino como lo acusan los diarios. En su declaración de inocencia, el periodista advierte un empecinamiento demasiado parecido a una verdad animal. Esta persistencia bruta se nota en la foto donde ambos, de perfil, están frente a frente. El periodista lo escudriña. El preso lo mira con una expresión atontada. El preso insiste en su inocencia.



26 De acuerdo, puesta al día y revelación: no soy ya aquel pibe que heredó la vergüenza de su abuelo, de su padre, pero lo que pueda hacer con esa herida en nada atenúa lo sufrido. Soy otro, me digo. Pero, ¿hasta dónde me liberé de esa historia? Está escrita en mi cuerpo. Este viaje a Tierra del Fuego, las veces que entro al presidio, miro fotos, tomo notas, ¿qué propósito tienen? Esta crónica, ¿cuál es su sentido? Para mi abuelo y mi padre era importante mantener limpio el apellido. Mi padre, que creía en la lucha de clases, defendía una “aristocracia del espíritu”. ¿No había, no hay, no habrá en este argumento una contradicción, una búsqueda de ascenso social, un afán de lustre nobiliario a través de las letras? Dos enes, ¿qué diferencia establecen con su pretensión de una alcurnia sufriente? ¿Quién desaparece tras el subrayado de la doble n? Preguntas y más me preguntas. No paro de interrogarme. El verbo interrogar es policíaco, me digo. Esta crónica, con su intención confesional, ¿qué pretende? Ni más ni menos, me digo, que plantear cómo una sanción colectiva puede ser abuso moral que induce a las víctimas a culparse por un crimen que no cometieron. A veces la literatura exime de la culpa. Pero no de la memoria.



27 Los que más terror infunden son los guardianes de uniforme negro. Cuando se aburren, para distraerse, organizan una carrera. Ponen dos presos en un extremo del pabellón y los persiguen a latigazos. A ver quién gana. Hagan sus apuestas, señores. Los presos corren, corren como si se fugaran. Pero tropiezan, se les aflojan las piernas, tropiezan y ruedan por el suelo mientras las carcajadas de los guardianes aturden en el pabellón. En estos juegos y las torturas cotidianas, quien muere va a la fosa común. A veces alguno tiene la suerte de merecer una cruz. Pero las inclemencias del tiempo borrarán su nombre. No se sabrá nunca ni quiénes ni cuántos fueron enterrados ahí.



28 Antes de abandonar el presidio me detuve en unos stands donde se venden souvenirs: chaqueta, $ 250; pantalón, $ 130, birrete, $ 35; bolso, $ 39; delantal, $ 65; taza, $ 17; un juego de escape del presidio, $ 149; preso de resina, $ 59.


El penado Sacomano con el periodista José de Soiza Reilly, ante quien se declara inocente.


Historia, dolor y marketing

El proyecto de una colonia penitenciaría en Tierra del Fuego se originó en 1882 a partir del Tratado de Límites con Chile. En 1883 Roca lanzó la propuesta al Senado. Dos años después se funda Ushuaia. El primer presidio se levantó en San Juan de Salvamento, la mítica Isla del Fin del Mundo, donde se alzaba el faro que inspiraría a Verne una novela de aventuras. Más tarde, por “razones humanitarias”, se mudó a la isla Observatorio, ex Puerto Cook. Después, por las mismas “razones humanitarias”, se radicó en la Isla Grande denominándose “Presidio Militar de Ushuaia” y luego, sucesivamente, “Presidio y Cárcel de Reincidentes” y “Cárcel de Tierra del Fuego”. En un principio planeado para 600 reclusos, las celdas alcanzaban escasamente para 300. En 1947 Perón clausuró el penal. Y la noticia fue aclamada por la prensa. Las instalaciones pasaron a depender de la Armada. Pero con el golpe del ‘55 el penal alojó otra vez presos, Héctor Cámpora, Guillermo Patricio Kelly y Jorge Antonio compartieron cautiverio con algunos personajes siniestros del peronismo: los torturadores Lombilla, Amoresano y el asesino Osinde. Tras años de abandono y deterioro, en 1994 la Asociación Civil Museo Marítimo de Ushuaia consiguió que se reconociese el presidio como Monumento Nacional y que la Armada prestara sus instalaciones. En sus pabellones funcionan talleres de danza, fotografía y pintura, donde se destaca la obra plástica de Alejandro Abt. Además de un auditorio para charlas y videoarte, en el Museo participan el grupo literario Calidoscopio y la Dante Alighieri. Un sector náutico exhibe maquetas y reproducciones de corbetas, cuters y fragatas balleneras. En el “gift shop” están a la venta el ensayo de Manuel Ramírez, los cuentos de Lobodón Garra, una biografía del Petiso Orejudo de Leonel Contreras y diversos estudios patagónicos. No existe una estadística completa de los presos que pasaron por el presidio, ni tampoco de los castigos, crímenes y desapariciones cometidos. La bibliografía que se encuentra apenas sugiere lo ocurrido en el lugar. Por su material gráfico y documentación caben resaltar los dos volúmenes de El presidio de Ushuaia de Carlos Pedro Vairo. Quienes se escandalicen con la venta de souvenirs, pueden recorrer un pabellón del primer piso en el que varias celdas exponen fotos de diferentes penales del mundo: entre otros figuran Melbourne, Port Arthur y Alcatraz, donde también se venden souvenirs concentracionarios. Porque en la modernidad no hay afuera de la cultura de la mercancía. Y el presidio de Ushuaia no es una excepción.

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