lunes, 6 de octubre de 2008

La dictadura contada en inglés
Desde el "cambalache de Macondo con tango" de la novela Imagining Argentina de Lawrence Thornton, hasta las más ajustadas visiones de Colm Tóibín y Nathan Englander, el nuevo género "historias del Proceso" en lengua inglesa parece evolucionar.


Por: Carlos Gamerro



NOVELAS DEL PROCESO. La existencia de este género internacional permite esperar que la última dictadura pase a formar parte de la memoria de la humanidad.


Perdido en algunas de las mil cien páginas de El arcoiris de gravedad (Tusquets, 1973), de Thomas Pynchon, hay un grupo de argentinos que, huyendo del naciente peronismo, ha logrado secuestrar un submarino alemán y planea pedir asilo político en la Alemania de posguerra. "Alemania. ¿Estás loco? ¡Pero si es un desastre!" exclama ante uno de ellos el confundido y extranjero Tyrone Slothrop, protagonista de la novela. "No tanto como el desastre que dejamos en casa" replica imperturbable Francisco Squalidozzi. "Pero Alemania –es el último lugar en la tierra al que uno querría ir" insiste Slothrop. "Pero ché, no sós argentino" remata nuestro compatriota en español de bastardillas. En la novela hay muchas otras referencias a la Argentina y su literatura: al Martín Fierro , a Lugones, a Borges, y todas son sorprendentemente exactas. Pero todo eso se aprende en los libros. Lo que me sorprendió y deleitó fue ese "Pero ché, vos no sós argentino", porque aun con sus idiosincráticos acentos, afirmaba algo que todos nosotros (los argentinos) sabemos desde siempre: que sólo un argentino puede entender a otro argentino, y a los argentinos en su conjunto, que hay una lógica propiamente argentina a la cual sólo quien ha vivido desde siempre en este país, sólo quien ha nacido en él, tiene acceso. La de Pynchon es, casi, la fórmula del ser nacional: hay tantas cosas que son imposibles de explicar a un extranjero... (por mencionar una sola: justamente el peronismo). El problema, claro, es que el autor de esta fórmula es un autor estadounidense, que por lo que sabemos nunca ha visitado nuestro país (aunque del misterioso Pynchon nada se sabe en realidad: quizás viva en Canning y Corrientes hace décadas, y nos cruzamos con él todos los días al ir a comprar la factura para el mate).

Esta paradoja se me antoja el reverso virtuoso de otra que desde la infancia me atosiga: el recuerdo de mis compañeros de clase burlándose de un hipotético extranjero que sostenía "la capital de Brasil es Buenos Aires" o, en versión mejorada, "Buenos Aires es la capital de Río de Janeiro", y la perplejidad que sentí ante una 'anécdota', sin duda apócrifa, pero con toda la fuerza del mito, que entretejía en una sola figura la humillada confesión de insignificancia (para el resto del mundo no existimos) y la orgullosa afirmación de superioridad (pertenecerán al primer mundo pero son más brutos que nosotros). En ese momento descubrí que en algún punto nos encanta descubrirnos mal representados –quizás porque sintamos que nos confiere alguna clase de poder, como cuando éramos chicos y los adultos fingían no vernos.

¿Qué cimas no podrá alcanzar este goce perverso, entonces, cuando a algo tan propio, tan nuestro –la gauchesca palidece en comparación– como la Dictadura del Proceso, y los desaparecidos (¿no inventamos la palabra acaso, que se dice así, en inglés: the desaparecidos ?) se le atreven autores extranjeros, y en una lengua extranjera? ¿Puede un inglés, o un estadounidense, escribir 'una novela de desaparecidos'? (verdad que se escribió una gauchesca en inglés, The Purple Land , pero Hudson era un N y C, Guillermo Enrique, caramba). Propongo examinar, por turno, tres casos testigo.

The desaparecidos

El primero se titula Imagining Argentina (Bantam, 1987) de Lawrence Thornton, y ya desde la tapa augura ilimitados deleites al lector argentino aquejado del antedicho goce perverso: dos papagayos, un flamenco, un ave de presa, abundante vegetación tropical, una iglesia colonial, tres mujeres con rebozo y un hombre de piel cetrina y guayabera; sin duda, el título no podía estar mejor elegido (se salvaría, Thornton, si su novela transcurriera en Misiones o Formosa, y hasta podría recoger el guante: ustedes los argentinos piensan que el país termina en las pampas. Pero no: la Boca, Mar del Plata, las estancias...). No culpemos al autor, todavía: lo único que podemos afirmar hasta ahora es que el ilustrador de tapa leyó Cien años de soledad , y no, quizás, su novela. Vamos al texto, que es lo que importa. La primera oración, "Aun hoy, seis años después de que los generales hubieran aflojado su apretón sobre la Argentina, después de que las delicadas y blancas gargantas de los desaparecidos fueran liberadas de sus manos tratadas por manicuras, y las puertas de ciertos edificios fueran cerradas bajo siete llaves, aun hoy el don de Carlos Rueda conserva mucho de su misterio" indica, a las claras, que el autor también leyó a García Márquez, y parece prometer que a los dislates referenciales que augura la tapa, y que la novela confirmará abundantemente, el autor sumará su peculiar don para la afectación retórica y la ñoñería estilística. Su protagonista también tiene un don que lo singulariza: Carlos Rueda descubre, tras la desaparición de su esposa, que es capaz de ver lo que ha sucedido con los desaparecidos (contra todo lo sabido sobre videntes, Rueda no sólo lo ve en imágenes: ve secuencias narrativas completas, incluyendo el nombre y apellido de los protagonistas, nombres y direcciones de calles, etc.). Y todos los jueves, los familiares acuden a su casa –entre ellos, muchas madres de pañuelo blanco– para que éste les cuente las historias que satisfarán sus esperanzas o les pondrán término para siempre. Hay una sola historia que no puede ver: la de su esposa.

Hasta acá, se entiende: Thornton ha tomado un tema latinoamericano mítico (el de los desaparecidos), lo ha cruzado con el género latinoamericano arquetípico (el realismo mágico), pone primera y arranca. Uno la ve realizada y se da cuenta que esta conjunción de realismo mágico con desaparecidos era, en cierta manera, inevitable. Uno hubiera querido, simplemente, que el asunto cayera en manos un poco más competentes que las de Thornton, que no resultara en este cambalache de Macondo con tango, de Google Earth con videncia. Y –esto es quizás lo más interesante– uno está ofendido en la superficie pero, en el fondo, secretamente gratificado: ¡qué más podía esperarse de un yanqui, al fin y al cabo! Y uno sigue leyendo, perdonándole al autor sus obvios Falcon verdes, sonriendo ante sus generales cubiertos de medallas que parecen salidos de un filme de Hollywood sobre países bananeros (quizás lo fue, el nuestro, durante la dictadura, pero nuestros generales tenían un estilo un poco más austero), tolerándole su incomprensible simbología (como convertir al Kilómetro cero de la Plaza del Congreso, vaya uno a saber por qué, en símbolo del poder de éstos). Pero cuando uno llega a la secuencia en que un joven a punto de ser fusilado por un grupo de tareas es rescatado por seis gauchos que llegan cabalgando y disparando, uno se siente finalmente habilitado a cerrar el libro y arrojarlo lejos con un bufido de sorna.

¿Por qué ofende, por qué indigna, la escena del rescate gauchesco? Por alguna de esas insondables leyes asociativas, al leerla me vino a la mente una escena de un libro de Gerald Durrell donde cuenta la discusión entre dos de sus hermanos (uno de ellos, el insoportable Lawrence). El hermano mayor habla de los peligros de la caza del jabalí, y Larry propone, con toda sencillez, que si éste arremete, puede saltar sobre él. El mayor se indigna, se ofusca, se irrita, pero Larry se mantiene en sus trece: que salte. Esto, por supuesto, sólo puede decirlo alguien que nunca ha cazado jabalíes en su vida: nada más fácil que pensar en saltar sobre un jabalí (no son tan altos, al fin y al cabo, ¿no?) o imaginarse haciéndolo. Nada más fácil, también, que imaginar un grupo de gauchos a caballo derrotando a los miembros de un grupo de tareas (están a caballo, son buenos tiradores, conocen el campo como nadie, ¿no?). Pero aun sin la experiencia directa, apenas imaginando responsablemente, uno puede buscar una situación más cercana (imaginarse saltando sobre la moto que nos atropella, por ejemplo) y se dará cuenta que la cosa tan fácil no era.

No sé cómo pronunciarme acerca del inane mensaje de Thornton (la imaginación salvará a la Argentina, los generales no pueden contra ella) pero sí me arriesgo a decir que esta imaginación que tiene en mente condena irremediablemente a su novela: es un ejemplo, si se quiere, de imaginación irresponsable.

Mi primera lectura no pudo saltar sobre esta llegada de la caballería gauchesca, sucumbiendo más bien bajo sus cascos. Veinte años después, para redactar esta nota, me obligué a terminar la novela, encontrando, tras una serie de peripecias, otra secuencia memorable: Cecilia Rueda, tras meses de estar secuestrada, violada y torturada, logra estrangular a su guardia con un pedazo de soga y huye a través de las pampas. Y de nuevo, la ofensa epidérmica y la gratificación secreta e inconfesable: ¡otra vez Thornton mostró la hilacha! Apareció la inevitable escena-del-preso-que-vence-a-sus-captores-y-huye, de la cual parecen constitutivamente incapaces de prescindir los filmes hechos en Hollywood. Hay, en niveles más sutiles, ofensas más vastas: el secuestro de la hija, como resultado directo de las actividades del padre, no registra: los Rueda vuelven a ser una pareja feliz, una vez superado el doloroso trance del secuestro, tortura, violación y desaparición de la hija.

Por eso, en términos generales, puede decirse que la lectura de Imagining Argentina fue una experiencia feliz, y sobre todo, reconfortante: la singularidad argentina ha quedado, una vez más, a salvo: estos gringos no entienden, ni pueden entender, nada. Hay que haber pasado por lo que hemos pasado para merecer entenderlo y contarlo.

Imaginando Argentina

No le fue mucho mejor a Imagining Argentina en el cine: tanto el habitualmente decente guionista-director Christopher Hampton como la generalmente infalible Emma Thompson mordieron el polvo tratando de volverla mínimamente creíble: la primera proyección en el Festival de Venecia de 2003 fue recibida con burlas y abucheos, particularmente cuando un melodramático "¡Nunca más!" cerró la secuencia de títulos. Ninguna distribuidora se atrevió a estrenarla en nuestro medio; la película pasó directamente a una edición en DVD en cuya cubierta figura la hilarante leyenda "basada en hechos reales".

Debió ser por el efecto de Imagining Argentina que la lectura de The Story of the Night (La historia de la noche), de Colm Tóibín, me agarró con la guardia baja. La novela sigue las peripecias de Richard Garay a través de los últimos años de la dictadura, el reinicio de la democracia y, finalmente, los diversos negociados y las relaciones carnales con los Estados Unidos de los años del menemismo (Richard se vincula con una pareja de agentes de la CIA, y sólo una oportuna salida del placar lo salva de las garras de la señora). Más que trama, la novela sigue una deriva: la historia política a la latinoamericana (represión, guerra, terrorismo de Estado) va derivando hacia una historia de espías y, finalmente, se convierte en un romance que no deja de ser político, pero de corte político más bien primermundista: el amor trágico de Richard Garay y Pablo Canetto es condenado, no por la dictadura ni por la sociedad machista, sino por el sida, que en aquellos años llenó la vida de tantos de terror, represión y moralina, tanto como cualquier acción directa del Estado o de las iglesias podrían haber hecho. Lo que logra Tóibín no es en sí asombroso: su modelo son las novelas de ambientación tercermundista de Graham Greene, sobre todo El cónsul honorario . Lo asombroso es que el discípulo esté a la altura (o casi) del maestro. Las referencias no fallan, la ambientación no falla, el tono no falla, la sintaxis no falla. La pregunta angustiada que se hace el lector argentino es, entonces, ¿cómo hizo?

Experiencia colectiva

En primer lugar, Tóibín es irlandés. Los irlandeses fueron durante siglos los negros, los sudacas de Europa, un país tan maldito y jodido (en su doble acepción) como el nuestro –es verdad que en los últimos diez años se ha convertido en la sociedad más avanzada del planeta, pero eso no invalida nuestra tesis: The Story of the Night es de 1996. No siempre, por otra parte, es necesaria la experiencia individual para crear un verosímil de ficción: a veces basta con la experiencia colectiva, y no es imprescindible que esta experiencia colectiva sea contemporánea: Tóibín nació en 1955, no vivió la etapa de la dominación inglesa ni la guerra civil que la sucedió inmediatamente: pero nació, creció y vivió en una sociedad que acusaba todas sus consecuencias, en una sociedad para la cual aquellos hechos eran memoria viva, es decir, memoria de personas que las habían vivido (de sus familiares más directos, en su caso: su abuelo fue miembro del IRA y participó en la decisiva revuelta de 1916): estas cosas se viven, o se maman en la leche materna. Pero si no se ha tenido ni la una ni la otra, más vale andarse con cuidado: el asunto puede quedar fuera de nuestros límites. Para penetrar imaginativamente en una situación, siempre es mejor un puente que el salto al vacío. Entendiendo esto muy bien, Tóibín tiene la mínima inteligencia de procurarse un punto de vista posible: no intenta meterse en la piel de un argentino sin más, no construye su narrador, como Thornton, tirándose a la pileta de la otredad, sino que busca tender un puente, todos los puentes posibles: su protagonista y narrador, Richard Garay, es uno de esos angloargentinos cuyos padres hablan de Inglaterra como home , y la novela arranca justamente en aquella fértil zona de encuentro y conflicto entra las dos culturas: la Guerra de Malvinas. Segundo, Richard es, como el autor, gay, y la deriva de la novela la lleva a convertirse en una historia de amor entre hombres que podría suceder en Buenos Aires y también en San Francisco, Nueva York o Miami –ciudades adonde la novela nos lleva. Tóibín es, por supuesto, mucho mejor escritor que Thornton, y conoce mejor la Argentina, pero eso no es lo esencial: lo esencial es la conciencia de sus límites: conciencia que le permite convertirlos en fuente de fuerza estética.

Diez años separan la novela de Tóibín de la de Thornton; otros diez separan The Ministry of Special Cases (El ministerio de asuntos especiales, de próxima aparición en español) de Nathan Englander, de aquélla. Englander aplica un principio parecido al de Tóibín: sus protagonistas (Kaddish Poznan, su esposa Lillian, su hijo Pato) constituyen una típica familia judía inmigrante en tierras de América, como la del propio Englander. Para recrear el clima de persecución del Proceso, Englander recurre no a su memoria personal ni tampoco a la memoria colectiva de sus contemporáneos, sino a la memoria histórica del pueblo judío. Su historia se centra, en principio, en las divisiones y discriminaciones internas de esta colectividad –su protagonista es hijo de una prostituta, y trabaja borrando los nombres de las lápidas del cementerio judío de cafishios y prostitutas, por encargo de los descendientes de esos cafishios y prostitutas, otra forma de crear NN. Una vez establecida firmemente en nuestra imaginación este mundo y sus reglas, lo hace interactuar con su entorno más propiamente sudamericano: el terrorismo de Estado y sus efectos en la población. La astucia del autor también se manifiesta en la elección del precursor o guía: si Thornton se pone bajo la riesgosísima tutela de García Márquez, y Tóibín bajo el ala de Greene, el precursor elegido por Englander es Franz Kafka sin duda: y nunca es más kafkiana su novela que en la construcción del imaginario "ministerio de asuntos especiales" que le da título, donde los familiares de los desaparecidos hacen eterna antesala, esperando sin esperanza alguna noticia de sus seres queridos, preguntándose siempre si, como las autoridades del Estado y de la Iglesia les sugieren, no sería mejor quedarse en el molde y no hacer nada –el modelo son por supuesto las gestiones cada vez más contraproducentes de Joseph K. en El proceso –, la novela de Englander actualiza mejor que cualquiera que yo haya leído esta inquietante coincidencia. Todos los argentinos sabemos que no hubo tal ministerio, y sin embargo la imaginación, en este caso, se nos ocurre como totalmente válida: al terminar la novela nos parece que de hecho debió haber existido. La ficción corrige la realidad y la mejora, y esto es lo mínimo que podemos pedirle a la ficción imaginativa: que entre en el núcleo del imaginario político, sea el de su racionalidad o de su locura (que a veces resultan indistinguibles) y lo prolongue, y vaya más lejos, pero en el mismo sentido. Otras imaginaciones de Englander siguen esta misma línea: por ejemplo, la madre que hace instalar una puerta blindada en su departamento, como barrera contra posibles incursiones nocturnas de los grupos de tareas; la aseguradora que aprovecha el pánico de las desapariciones para subir sus primas: aunque no parecen corresponder a realidades que recordamos de la dictadura, por momentos los lectores argentinos dudamos, y nos preguntamos si el autor estadounidense no tendrá, en este caso, mejor información que la nuestra (con la novela de Thornton pasa al revés: el aura de falsedad de su novela es tal que cuando empiezan a multiplicarse en ella los Falcon verdes empezamos a dudar de que hayan existido realmente). Englander, por otra parte, se hace cargo de lo que Thornton utiliza irresponsablemente: la desaparición de un hijo no tiene reparación, no es un choque menor tras el cual la vida de la familia sigue su camino; la familia Poznan queda destruida, la pareja de Kaddish y Lillian se disuelve, la madre queda esperando para siempre un retorno que el padre sabe imposible. Ese proverbial inútil de la literatura judía, el schlemiel (no otra cosa es Kaddish Poznan) no se redime al final, las víctimas no se vengan ni triunfan, la imaginación no nos salva de nada. Englander aprovecha las lecciones de su maestro Kafka sobre el arte de la espera inútil, y las aplica a uno de los casos más terribles que puedan imaginarse: la espera del regreso imposible del hijo desaparecido. Todo está en su novela: la identidad de la acción y la inacción, el tormento de la esperanza, la imposibilidad del funeral y el duelo cuando no hay cuerpo ni tumba. Apenas puede observársele, a la novela de Englander, cierta dificultad con la naturalidad de los diálogos: en el que sostiene el marino arrepentido, que quizás haya arrojado a Pato al río, con Kaddish, el lenguaje y las ideas parecen sacadas más del lúcido análisis de Horacio Verbitsky que de la confundida confesión del represor Adolfo Scilingo. Pero El ministerio de asuntos especiales se sobrepone a estos escollos y es, como La historia de la noche , una representación válida de la época de la dictadura, y de las experiencias personales de quienes la sufrieron; dos novelas que los lectores argentinos podemos leer con provecho, y aprender de ellas tanto como de las nuestras.

Algo más importante: la existencia de estas novelas, y de un género internacional de 'novelas del Proceso' (con sus obras malas y sus obras buenas, como todos los géneros) permiten esperar que la abrumadora experiencia de la última dictadura pueda pasar a formar parte de la memoria de la humanidad (eso es, entre otras cosas, la literatura) y no sólo de la nuestra. Es algo que podemos celebrar, entonces: la "pesada herencia de la dictadura" quizá sea demasiado pesada para los hombros de un solo pueblo, y de una sola literatura.



La dictadura y sus postales inverosímiles
I. C.


Acaso por un problema de género literario, o por los lastres de una literatura que parece obligada a inventar un objeto de estudio original que catapulte a su autor a un puesto más alto, gran parte de la literatura académica dedicada a "investigar" la última dictadura argentina está plagada de informaciones inverosímiles. Quizás una gran incapacidad para comprender hechos complejos sin maniqueísmos o por manejarse con fuentes parciales, incompletas, poco fiables. Un caso de los más visibles, por su repercusión mundial, es el libro La doctrina del shock, de Naomí Klein (Paidós, 2008), basado en varios datos dudosos, que remiten casi siempre a una fuente académica. Klein afirma (p. 127) que "en sus primeros días, la Junta hizo una única y dramática (sic) demostración de su disposición a usar la fuerza de modo letal: un hombre fue sacado a empujones de un Ford Falcon, atado al monumento más famoso de Buenos Aires, el Obelisco blanco de 67,5 metros, y ametrallado a la vista de todos los transeúntes" La fuente es A lexicon on Terror. Argentina and de Legacies of Torture, de Marguerite Feidowitz (1999), publicado por Oxford University Press en EE.UU. La historia de Rodolfo Walsh, especialmente su "Carta abierta" y la emboscada de la Armada que terminó con su asesinato son narrados con grandes lagunas (la definición que da Klein de Montoneros es estrechísima), según el libro de Michael Mc Coughan True Crimes. Rodolfo Walsh (2002), editado por Latin American Bureau, de Londres.

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