Música-Buenaventura Luna
En busca del canto perdido
Escritor, periodista, político, músico y letrista, la obsesión de su vida fue difundir las expresiones populares argentinas. A 53 años de la muerte de este gran divulgador sanjuanino, Carlos Semorile, su nieto y biógrafo, recuerda la importancia de su obra.
Por Karina Micheletto
Buenaventura (centro) con la Tropilla de Huachi Pampa a fines de los años ’30. Su visión de la música y de la industria sigue vigente.
Se suele asociar su nombre al de La Tropilla de Huachi Pampa, una de las primeras formaciones folklóricas de difusión masiva en Buenos Aires, allá por fines de los años ’30. Buenaventura Luna fue mucho más que el creador, director y arreglador de este numeroso conjunto –del que, por cierto, no formaba parte como músico–. Escritor, periodista, político, músico y letrista, la obsesión de su vida fue difundir las expresiones populares, en particular las del canto, con bases políticas y filosóficas muy concretas y, por cierto, muy actuales. Por eso, como correspondía a la época, se convirtió en pionero de la radiofonía al frente de audiciones como la recordada El fogón de los arrieros en las que se encargaba de todo el proceso de producción, desde los guiones hasta la redacción de los auspicios. No es casualidad que el estudio principal de Radio Nacional (que fue la vieja Radio El Mundo) lleve su nombre. Hoy se cumplen 53 años de su muerte y la fecha es una simple excusa para recordar la importancia de su obra. Se acaba de editar un libro que cumple este cometido, acompañado de un CD con registros históricos: El canto perdido y Los Manseros del Tulum. Buenaventura Luna y el canto en las tradiciones populares argentinas, de Carlos Semorile, nieto de “Don Buena”.
El reciente libro de Semorile (Ediciones de la Tropilla) rescata un proyecto que atraviesa el trabajo de Luna: concretar una “antología bárbara” (por oposición a la díada con civilización) que rescatara y difundiera “el canto perdido en las tradiciones argentinas”. Con este fin formó el conjunto Los Manseros del Tulum (“manseros” se llamaba a los arrieros que llevaban mulas mansas, Tulum era el nombre originario del valle sobre el que se asienta la ciudad de San Juan), de similar formación a su exitosa Tropilla de Huachi Pampa, con músicos provenientes de distintas regiones del país, creado especialmente para que fuese capaz de interpretar aquellos cantos que ya entonces no se escuchaban. Se tomó su tiempo de trabajo y tras más de un año y medio de ensayos el ciclo El canto perdido se emitió por Radio Belgrano, en 1949.
“Al asumir aquel proyecto, Eusebio Dojorti (ése era su verdadero nombre) les abría un cauce a músicas y poéticas relegadas de los medios de comunicación y, al mismo tiempo, a la nostalgia por los tiempos idos. Desde allí, reflexionaba y producía un balance acerca de las pérdidas que provoca el así llamado progreso de la civilización industrial”, escribe Semorile. El CD que acompaña al libro incluye, entre otros registros, la “edición sonora” del libro El país de la selva, de Ricardo Rojas. El “primer experimento en el mundo entero” de transformación de un libro en un disco de pasta, un audiotexto guionado con lecturas de Luna, musicalizaciones de Los Manseros del Tulum e introducciones del propio Ricardo Rojas.
Buenaventura Luna nunca publicó un libro en vida, a pesar de que su producción de guiones radiales, artículos periodísticos, música y poesía es vastísima, e imposible de mensurar. Sus esposas y amigos custodiaron por años en cajas y valijas sus papeles, muchos hoy perdidos. Fueron sus nietos los encargados de rescatar y clasificar esa extensa producción, de la que comenzaron a surgir publicaciones que recopilan y analizan la obra de Luna. Además del reciente El canto perdido..., Carlos Semorile publicó Olga y Eusebio. Papeles resguardados al rescoldo del amor y La vida y la libertad. Seis estampas de Buenaventura Luna sobre la emancipación de su pueblo. Sus libros tienen la virtud poco frecuente en los textos sobre folklore de evitar el pintoresquismo y el anecdotario, para adentrarse en un intento de análisis más profundo de la obra. En diálogo con PáginaI12, Semorile cuenta que en un futuro que esperan cercano, él y sus primos planean concretar un museo en el Huaco natal de Buenaventura Luna, el pueblo sanjuanino en el que ahora descansan sus restos, al pie de un añoso algarrobo y cruzados por una guitarra. Hasta ese lugar llegan músicos y admiradores de su obra a rendirle homenaje, haciendo sonar sus propias guitarras.
–¿En qué consistía concretamente la idea de “antología bárbara” de Buenaventura Luna?
–Era un viejo anhelo suyo: rescatar los cantos argentinos que en los ’40 ya no se escuchaban. En la época él ya advertía que la radio había dejado de lado su función como instrumento de educación o esparcimiento popular, para pasar a ser un instrumento meramente comercial, donde se iban abandonando las direcciones artísticas en función de ese interés. Así es como se van relegando multitud de voces, y se abandona un legado literario y musical riquísimo, ése es “el canto perdido” para el que ya no hay espacios de difusión. Así se lo dice a Pablo Osvaldo Valle, uno de los pioneros de la radio en la Argentina, el que en el ’37 le había abierto las puertas de Radio El Mundo a él y a la Tropilla de Huachi Pampa: “Me propongo demostrar que se puede hacer una audición radiofónica de verdadera trascendencia nacional, sin necesidad de apelar a esos recursos a los que nos tienen acostumbrados quienes no tienen nada que decirle al oyente, tales como ofrecer premios o sobornar de un modo u otro al público de los estudios (que por otra parte siempre es el mismo), comprometiendo su aplauso”.
–Suena demasiado actual...
–Sí, 60 años después, si bien es mucho más fácil grabar, sigue siendo mucho más difícil difundir. Esto también forma parte de un combate permanente entre lo que el canto argentino puede significar como expresión poética, filosófica y política o como expresión meramente festivalera: qué felices somos todos cuando nos mamamos. Muchos de los que hoy empiezan y pretenden vivir de esto están condenados a buscar enganchar ese carro para ver si logran alguna pegada. Después de trabajar en este libro creo entender mejor que desde el principio Buenaventura Luna tiene esta idea de la antología bárbara: él sabe que está escribiendo sobre un tiempo que ya no tiene retorno, porque el progreso se lo lleva puesto. Desde ahí produce una reflexión sobre las pérdidas y las ganancias que esto produce, y la hace pública. Por eso la suya no es la nostalgia de la falsa poética, es una nostalgia muy trabajada y reflexiva. Sabe que lo que escribe también son cantos perdidos, y a la vez su obra es un llamamiento a recuperar la capacidad productiva y a reactivar economía nacional.
–Se dice que con la Tropilla de Huachi Pampa instala por primera vez el folklore en Buenos Aires en forma masiva. ¿En qué medida es justa esta apreciación?
–Es discutible, pero sí es cierto que logra una repercusión que no tuvieron las incursiones anteriores. Porque se instala en la radio, porque a esa altura ya hay una cantidad suficiente de provincianos instalados en la Capital como para que esto tenga un rebote, y porque la jerarquía de la Tropilla y de los libretos radiales tuvo un alto impacto. Con La Tropilla de Huachi Pampa debutaron en 1937 en la antigua Biblioteca Nacional, les fue muy bien y eso les abrió una puerta a Radio El Mundo en el ’38, hasta que en 1940 empieza el programa El fogón de los arrieros, que se hizo muy famoso.
–Sorprende la cantidad de su producción. ¿Cómo era su forma de trabajo?
–Trabajaba muchísimo, y por eso no me gustan esas imágenes de la bohemia que tiende a igualar los roles. Es como un conjunto de farristas que la pasan bárbaro y esperan a la musa. Es cierto que vivió esa bohemia, pero para que llegara la musa, el tipo estaba al pie del cañón todo el tiempo. Una recordada imagen suya escribiendo en una servilletita habla de alguien que no deja pasar oportunidad que se le presente. Otra idea difundida es que escribía los programas un rato antes de entrar al estudio, lo cual es imposible: los libretos estaban muy trabajados, cada integrante tenía el suyo con sus partes subrayadas con crayones, estaban las indicaciones para los operadores, técnicos, sonidistas, porque todo estaba armado como una radionovela. Originalmente además él escribía las publicidades. Y cuando se dice que dirigía artísticamente a sus conjuntos, era de cabo a rabo: producía, orquestaba, arreglaba, armaba el guión, marcaba las voces, las entradas, a veces incluía una glosa previa para ubicar la escucha. Aunque no tenía formación musical formal les enseñó a cantar a muchos de los integrantes, una gran cantidad de sus canciones le corresponde en letra y música, y hay otras muchas que firman otros, pero se sabe que el responsable de las músicas es Luna. Las silbaba o las punteaba, y el que sabía volcar eso en un pentagrama se llevaba la autoría musical. Lo suyo era lo más lejano de la improvisación, trabajaba muchísimo, y por el testimonio de mi abuela trabajaba de noche, pero toda la noche.
En sus libros anteriores, Semorile destaca a su abuelo como “el gran olvidado”, en un olvido que tiene una dimensión política. O, mejor, un olvido organizado a partir del mero rescate de las anécdotas superfluas: “Es lo mismo que Dojorti decía con respecto a la actitud de negación del Martín Fierro: cuando fracasa la estrategia del olvido, se apela al recurso de considerar tan sólo lo anecdótico, hasta construir un personaje pintoresco”, escribe Semorile, y apunta una cita del filósofo Roger-Pol Droit: “Como todas las celebraciones oficiales de la gloria, la llegada al panteón tiene un doble rostro: permite ser célebre para siempre y, a la vez, ignorado hasta la eternidad. Es tanto lo que se esconde como lo que se exhibe. Organiza el olvido ofreciendo el recuerdo”. Así, “la memoria social ofrece el recuerdo para organizar el olvido y garantiza la celebridad a perpetuidad a cambio de que mantenga desconocido lo que políticamente debe permanecer en esa condición”.
–No es la única figura del folklore con la que se da esta operación, más bien parece ser la constante del género...
–En este año yupanquiano pasa mucho con Yupanqui, por ejemplo. Queda bien hablar de Don Ata, como queda bien hablar de Don Buena, pero de ahí a conocerlos hay un trecho importante. Es hasta fácil cantar “Piedra y camino” y seguir. Este tipo de facilismo es pereza intelectual, pintoresquismo en el peor sentido, reaccionario en última instancia. Para hacer una memoria justa hay que atreverse a indagar en ese pensamiento poético, literario y musical. Por suerte, aunque la tele muestre otra cosa, son muchos los que trabajan en ese sentido.
La ficha
La versión que parece más cercana a la realidad indica que Eusebio de Jesús Dojorti tomó el nombre artístico de Buenaventura Luna de un peón que trabajaba en la estancia de su padre, con el que de niño anduvo como “marucho” (el chico que va incluido en la tropa) en los arreos. Luna nació el 19 de enero de 1906 en Huaco, departamento de Jáchal, provincia de San Juan. Su padre fue el primer intendente de Jáchal, su bisabuelo un prisionero irlandés que formó parte de la primera invasión inglesa, John Dogherty, cuyo apellido pasó a castellanizarse Dojorti. En aquel paisaje dominado por molinos harineros por el que transitaban arrieros de diferentes regiones, en tierras por entonces de ricos trigales, el pequeño Luna trabó los primeros contactos con la música que llevaban y traían los arrieros, o que se compartía en días y días de espera para moler el grano. Aunque no completó su educación formal fue un ferviente lector formado al calor de los poetas del Siglo de Oro español, con la Biblia, el Quijote y el Martín Fierro como libros de cabecera. Siendo muy joven militó en las filas provinciales de Federico Cantoni, fundador de la Unión Cívica Radical Bloquista, pero pronto se alejó de ese partido, a cargo de la gobernación, y fundó el suyo propio, al que llamó Unión Regional Intransigente. Fundó el periódico La montaña (desde donde criticaba al oficialismo), que fue clausurado y por el que fue encarcelado. Al abandonar la política partidaria (más tarde adheriría al peronismo, aunque sin una militancia partidaria activa) se dedicó de lleno a la tarea de apasionado difusor de la música argentina, fundamentalmente a través de sus programas radiales, para los que creaba diferentes conjuntos (los más famosos, El fogón de los arrieros y La Tropilla de Huachi Pampa, de la que surgieron intérpretes como Antonio Tormo), pero también de publicaciones en diarios y revistas. En Buenos Aires trabajó en Radio El Mundo, Splendid y Belgrano, creando programas de gran repercusión desde donde se propuso dar difusión al “canto perdido”, con absoluta confianza en lo que llamaba la superioridad de la palabra, considerada como “el arte supremo”: “dibujo, forma, color, y también música en el aire”. Buenaventura Luna murió en Buenos Aires 53 años atrás, el 29 de julio de 1955.
La versión que parece más cercana a la realidad indica que Eusebio de Jesús Dojorti tomó el nombre artístico de Buenaventura Luna de un peón que trabajaba en la estancia de su padre, con el que de niño anduvo como “marucho” (el chico que va incluido en la tropa) en los arreos. Luna nació el 19 de enero de 1906 en Huaco, departamento de Jáchal, provincia de San Juan. Su padre fue el primer intendente de Jáchal, su bisabuelo un prisionero irlandés que formó parte de la primera invasión inglesa, John Dogherty, cuyo apellido pasó a castellanizarse Dojorti. En aquel paisaje dominado por molinos harineros por el que transitaban arrieros de diferentes regiones, en tierras por entonces de ricos trigales, el pequeño Luna trabó los primeros contactos con la música que llevaban y traían los arrieros, o que se compartía en días y días de espera para moler el grano. Aunque no completó su educación formal fue un ferviente lector formado al calor de los poetas del Siglo de Oro español, con la Biblia, el Quijote y el Martín Fierro como libros de cabecera. Siendo muy joven militó en las filas provinciales de Federico Cantoni, fundador de la Unión Cívica Radical Bloquista, pero pronto se alejó de ese partido, a cargo de la gobernación, y fundó el suyo propio, al que llamó Unión Regional Intransigente. Fundó el periódico La montaña (desde donde criticaba al oficialismo), que fue clausurado y por el que fue encarcelado. Al abandonar la política partidaria (más tarde adheriría al peronismo, aunque sin una militancia partidaria activa) se dedicó de lleno a la tarea de apasionado difusor de la música argentina, fundamentalmente a través de sus programas radiales, para los que creaba diferentes conjuntos (los más famosos, El fogón de los arrieros y La Tropilla de Huachi Pampa, de la que surgieron intérpretes como Antonio Tormo), pero también de publicaciones en diarios y revistas. En Buenos Aires trabajó en Radio El Mundo, Splendid y Belgrano, creando programas de gran repercusión desde donde se propuso dar difusión al “canto perdido”, con absoluta confianza en lo que llamaba la superioridad de la palabra, considerada como “el arte supremo”: “dibujo, forma, color, y también música en el aire”. Buenaventura Luna murió en Buenos Aires 53 años atrás, el 29 de julio de 1955.
Nacionalismo sin vinchas
En su libro La vida y la libertad. Seis estampas de Buenaventura Luna sobre la emancipación de su pueblo, Carlos Semorile cita un reportaje publicado en Noticias Gráficas el 18 de agosto de 1949, cuando Luna promocionaba su nuevo conjunto, Los Manseros del Tulum. El texto resulta ilustrativo sobre el contexto en el que se movió el folklorista en la Capital: “Una forma de civilización puede derrumbarse y se derrumba, pero la cultura no. A la larga el hombre siente la necesidad de buscarse en lo nacional, en sus cantares y en sus coplas. Es lo que está ocurriendo en Buenos Aires. Los provincianos han dejado de ser provincianos vergonzantes y se han animado a entonar las canciones del terruño en todos los puntos de la gran capital. Se ha llegado al desencanto ante lo foráneo, que abrumaba. ¡Y cómo abrumaba...! Hemos llegado al verdadero nacionalismo, sin vinchas ni divisas, que se soñaba desde la época de la Organización”. En el mismo subsuelo de la confitería lujosa encuentran confirmación las palabras de Luna. Rubias porteñas bailan zambas y chacareras. Y muchas de ellas –pese a que son rubias por “convicción”– revelan en su movimiento notable sensibilidad ante la música de lejanas tierras argentinas que nunca probablemente han visitado.
“El 1º de octubre de 1937, el director artístico de Radio El Mundo, Pablo Osvaldo Valle, los puso ante el micrófono para que difundieran los sones nativos. Voces argentinas y guitarras argentinas, con el acento criollo y ‘entrador’ de Buenaventura Luna, que mucho sabían de las estridencias del ‘jazz’ y de las cadencias de la ‘rumba’, pero que realmente nunca habían gustado de lo auténticamente nativo. ¿Milagro? No. Era algo más simple: a la Capital Federal llegaba por primera vez un conjunto de folkloristas. Y el acento ‘entrador’ de Buenaventura Luna, esa voz que traducía emociones de los valles, sierras y quebradas, llegó al alma adormecida pero no muerta del despreocupado porteño que había llegado a no creer en la música nacional, cansado de escuchar a las pobres interpretaciones de quienes, con mucha audacia, encararon el canto nativo.”
En su libro La vida y la libertad. Seis estampas de Buenaventura Luna sobre la emancipación de su pueblo, Carlos Semorile cita un reportaje publicado en Noticias Gráficas el 18 de agosto de 1949, cuando Luna promocionaba su nuevo conjunto, Los Manseros del Tulum. El texto resulta ilustrativo sobre el contexto en el que se movió el folklorista en la Capital: “Una forma de civilización puede derrumbarse y se derrumba, pero la cultura no. A la larga el hombre siente la necesidad de buscarse en lo nacional, en sus cantares y en sus coplas. Es lo que está ocurriendo en Buenos Aires. Los provincianos han dejado de ser provincianos vergonzantes y se han animado a entonar las canciones del terruño en todos los puntos de la gran capital. Se ha llegado al desencanto ante lo foráneo, que abrumaba. ¡Y cómo abrumaba...! Hemos llegado al verdadero nacionalismo, sin vinchas ni divisas, que se soñaba desde la época de la Organización”. En el mismo subsuelo de la confitería lujosa encuentran confirmación las palabras de Luna. Rubias porteñas bailan zambas y chacareras. Y muchas de ellas –pese a que son rubias por “convicción”– revelan en su movimiento notable sensibilidad ante la música de lejanas tierras argentinas que nunca probablemente han visitado.
“El 1º de octubre de 1937, el director artístico de Radio El Mundo, Pablo Osvaldo Valle, los puso ante el micrófono para que difundieran los sones nativos. Voces argentinas y guitarras argentinas, con el acento criollo y ‘entrador’ de Buenaventura Luna, que mucho sabían de las estridencias del ‘jazz’ y de las cadencias de la ‘rumba’, pero que realmente nunca habían gustado de lo auténticamente nativo. ¿Milagro? No. Era algo más simple: a la Capital Federal llegaba por primera vez un conjunto de folkloristas. Y el acento ‘entrador’ de Buenaventura Luna, esa voz que traducía emociones de los valles, sierras y quebradas, llegó al alma adormecida pero no muerta del despreocupado porteño que había llegado a no creer en la música nacional, cansado de escuchar a las pobres interpretaciones de quienes, con mucha audacia, encararon el canto nativo.”
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