miércoles, 27 de agosto de 2008


El exhibidor de atrocidades
o apuntes para un plano del Ballard Museum


El 2008 es un Año Ballard. El autor inglés nacido en Shanghai ha publicado sus exitosas memorias Miracles of Life (que Mondadori editará en español el próximo septiembre y donde se anuncia que padece de un cáncer incurable), se ha recuperado uno de sus mejores libros de relatos (Fiebre de guerra, de 1990, en la editorial Berenice y hasta ahora inédito en nuestro idioma), acaba de lanzarse su última novela hasta la fecha (Bienvenidos a Metro-Centre, Minotauro, donde un shopping-center se convierte en una avanzada consumista del Apocalipsis), y el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona le dedica una megamuestra a toda su vida y obra y figura. Invitado a escribir uno de los textos incluidos en el catálogo, Rodrigo Fresán ofrece en estos fragmentos de ese ensayo una visita guiada por un imaginario Ballard Museum.
Por Rodrigo Fresán


UNO
¿Cómo llegar? ¿Dónde está? ¿Qué aspecto tiene? ¿Cuál es su horario? ¿Abre los lunes? ¿Es buena la comida que se ofrece en su cafetería?
Ayer partió nuestra expedición rumbo al Ballard Museum y todo parece indicar que nunca volveremos y está bien que así sea. Volver nunca es una actitud deseada o una propuesta atractiva en el mundo según James Graham Ballard. Volver –como en las últimas páginas de El Imperio del Sol (1984)– equivale a recuperar un mundo que pensábamos querido pero, como esos padres que nos miran, otra vez, con un amor contenido, ya no nos interesa demasiado luego de todo el excitante temor que hemos experimentado allí afuera, tan dentro nuestro.
El Ballard Museum no existe aún pero podemos imaginarlo claramente a partir de esta exposición; de esta autopsia para un nuevo milenio que es, claramente, un logrado e incontestable comienzo de todo el asunto. Un apenas secreto Big-Bang. Aquí comienza todo: la piedra fundamental, la espora inaugural del virus, el principio de la catástrofe climática final, el polvo en suspensión del que venimos y al que volveremos. Desde estos salones se comunicará la primera orden para romper o reconstruir todo lo construido. Esperen –paseen, contemplen– y verán. Y, al salir, prediquen La Palabra.
La Palabra –en el final era el Verbo– es CRASH.
DOS
Comenzar a leer a Ballard cuando todavía se es un niño y como continuación natural de Jules Verne o Emilio Salgari –mi caso– puede producir efectos extraños. En los tres, está claro, está firmemente instalada la idea del viaje, de la odisea. Pero mientras que en los dos primeros el viaje funciona, siempre, como ceremonia de iniciación y rito de paso donde lo externo es lo que importa, en Ballard el viaje es el acto último y final en el que lo exterior, a medida que se van agotando los kilómetros, va siendo consumido por lo interior. Así, todo viaje de Ballard no es otra cosa que un trip sin boleto de vuelta. El paisaje más como escenografía que como escenario para que sea el viajero quien acabe explorándose y descubriéndose –exótico, diferente– dentro de su propia carcasa o carrocería. Lo que en Verne y Salgari es físico, en Ballard es psíquico y lo que se persigue en él no es el movimiento como acción sino la inmovilidad como reacción. La quietud –se mira pero no se toca– de las piezas de museo.
Y lo primero que recuerdo haber leído de Ballard fue un relato titulado “The Drowned Giant”. Recuerdo que al poco tiempo leí un cuento muy parecido de Gabriel García Márquez, “El ahogado más hermoso del mundo”. Recuerdo que me gustó más el de Ballard porque Ballard hacía algo que no hacía García Márquez. Ballard hacía algo que –para mí, entonces y para mí ahora– no hacía ni hace nadie: era como si Ballard anestesiara toda noción de lo maravilloso para presentarlo, simplemente, como un apéndice más de lo cotidiano. Más adelante, con el arrastrarse de los años y el correr de sus libros, Ballard se valdría del mismo modus operandi suplantando lo maravilloso por lo atroz en sucesivas versiones de lo que –a la altura de Crash– definió como “metáforas extremas de situaciones extremas” hasta arribar así al extremismo formal de sus últimos relatos.
El Ballard Museum –su planta y atracciones– deberían presentarse entonces como una exhaustiva recopilación de estas metáforas y situaciones elevándose hacia una definitiva Summa Ballardiana sin salidas de emergencia para buscar ayuda o refugio en las incontables e inescapables emergencias del llamado mundo exterior.
TRES
¿Cuál será el aspecto externo del Ballard Museum? ¿Algo parecido al Guggenheim de Bilbao by Frank Gehry, claro exponente de lo que Ballard definió como novelty-architecture dictada por el fantasma de Disney y sus parques temáticos: “una nueva forma de arquitectura, como las películas de efectos especiales, dirigida al adolescente aburrido que todos llevamos dentro” y que “emergerá de su crisálida para tomar vuelo dentro de cien años”? ¿O mejor injertarlo en las diferentes plantas de un rascacielos más o menos en ruinas, con alguien masticando un perro en uno de sus balcones? ¿O arrojarlo a ese agujero gris –esa zona fantasma– que crece en el centro de las rampas cruzadas de una autopista? ¿O será una reproducción exacta de la señorial casa del pequeño Jim Ballard en la Amherst Avenue de Shanghai? ¿O un exclusivo condo a orillas del Támesis? ¿O un club para jubilados en la Costa del Sol? ¿O un centro comercial? ¿O acaso tendrá la forma de un gigante ahogado? ¿O un burgués chalet de Shepperton, afueras de Londres –tanto más grande por dentro que por fuera– donde Ballard vive desde la década de los ’60 y, asegura una leyenda urbana/doméstica, jamás ha pasado la aspiradora o regado las plantas muertas y casi fosilizadas de su sala? ¿O algo hundido en el fondo de una piscina olímpica en el resort estival y helado –cuyo “hogar espiritual yace entre Arizona y la playa de Ipanema”– de Vermillion Sands?
O tal vez el Ballard Museum sea una incontable sucesión de fragmentos: su obra –y su vida dentro de su obra– posándose y repartiéndose en una suerte de invasión terrestre pero, también, alien a lo largo y ancho de las bibliotecas del mundo. Sus libros como virósicos agentes transmisores de esa voz que –como dijo Martin Amis, tan ballardiano en Other People, Einstein’s Monsters y en las emocionantes páginas finales de Campos de Londres– para dirigirse “a una parte diferente –una parte que no se había utilizado hasta ahora– del cerebro del lector”.
El reloj en la entrada del Ballard Museum no tiene agujas pero hace oír, con claridad atronadora, sus ticks y sus tacks. Y, sobre su esfera cataléptica se lee la frase que abre el breve prólogo de The Complete Short Stories of J. G. Ballard. En ella, Ballard afirma que lo suyo se resume en una “preocupación por el futuro verdadero que yo veo acercarse por una especie de presente visionario, más que por un interés en el futuro inventado que prefiere la ciencia ficción”. Porque –pocos cohetes, pocos invasores, pocos otros mundos– ése es El Tema en la literatura de Ballard, ésa es su preocupación: el derrumbe de lo que vendrá algún día dentro del está sucediendo ahora mismo. El modo en que el Tiempo se tensa o se expande o se ramifica en múltiples direcciones o, simplemente, se devora a sí mismo.
Pregunta: ¿Qué hora es?
Respuesta: Es hora.
CUATRO
Algunas reglas a seguir. Se exigirá entrar al Ballard Museum con los teléfonos celulares (de ser posible un mínimo de tres o cuatro por visitante) siempre encendidos y comunicando y fotografiando y filmando.
Cuestión de matices: nunca nos referiremos a los diferentes recintos del Ballard Museum como a salas sino –un léxico hospitalario y antiséptico parece más apropiado– como a alas.
Se llegará al Ballard Museum en automóvil. Siempre. La entrada de peatones estará prohibida. Aquellos que acrediten (cicatrices, radiografías) haber sobrevivido a brutales accidentes de tránsito recibirán descuentos del 50% en el precio de la entrada.
CINCO
Los guardias y los guías del Ballard Museum no hablan. Se limitan a señalar el camino a seguir. Alguien ha dicho que se parecen bastante a Bret Easton Ellis y a Chuck Palahniuk y a A. M. Homes y a George Saunders y a David Cronenberg y a David Lynch y a Douglas Coupland y a Ben Marcus y a Don DeLillo y a Haruki Murakami y a David Foster Wallace y a Tom McCarthy y a William Gibson; pero en realidad son todos ellos los que se parecen bastante a Ballard.
SEIS
La máquina de ballardizar es lo primero que vemos al entrar al Ballard Museum. Un arco magnético –similar al que se utiliza en los controles de seguridad– cuya función es convertir toda prosa o forma de expresión en algo ballardiano. La máquina de ballardizar comprime y lustra y hace brillar. Hueso y médula donde nada sobra pero, tampoco, nada falta: el lenguaje como un objeto curvo y afilado. El lenguaje como bisturí. Leer a Ballard –se sabe– es una experiencia extraña, diferente. Las páginas pasan y se pasan de manera distinta en sus relatos o novelas. La textura cromada de su estilo (inseparable de las casi gélidas maneras en que sus héroes y heroínas se aman o se odian o se matan o, simplemente, se contemplan) convierte a sus libros en lugares extraños y al mismo tiempo reconocibles: en lugares inequívocamente, sí, ballardianos. Leer a Ballard equivale al extraño placer de mirar lo que se proyecta en una pantalla tamaño cinemascope a través del ojo de un microscopio. O viceversa. Y aun así, la engañosa sensación de que en Ballard no hay estilo porque el estilo de Ballard es la idea. Y son ideas raras comunicadas en un idioma tan simple. El inglés que manejaría un aplicado y prolijo extraterrestre cuya nave se rompió en un barrio residencial de las afueras de Londres y ya no puede volver a casa y entonces se inscribe en la Academia Berlitz (o alguna otra academia por el estilo) para ser el indiscutible mejor alumno. Un idioma cercano y lejano al mismo tiempo para comunicar ideas a años luz de las nuestras y, al mismo tiempo, tan próximas. Ejemplo al azar: “Lo que relaciona al primer vuelo de los hermanos Wright con la invención de la píldora anticonceptiva es la filosofía social y sexual del asiento eyector”.
Sentarse para comprenderlo...
SIETE
...y eyectarse hacia la Pequeña Pinacoteca Ballard del Ballard Museum. Cuadros como descripciones de ambientes ballardianos. Obras selectas de Max Ernst, Salvador Dalí, Paul Delvaux, Yves Taguy... El surrealismo aplicado al irreal-realismo. Y Francis Bacon que “acelera la sangre y apesta a semen”. Postales, otra vez, en la tienda de souvenirs junto a los frasquitos con sudor de Lady Di y las réplicas de la medalla de Caballero del Imperio Británico que Ballard rechazó en el 2003 porque “toda la cosa es una indignante fantochada. Miles de medallas son concedidas en nombre de un imperio que no existe... Nos hace lucir ridículos ante el mundo y no sirve para otra cosa que para perpetuar el respeto por la corona. Si de mí dependiera, derribaría todo el sistema”.
OCHO
La habitación de los muchos climas. Se recomienda que se abstengan de entrar aquí las personas con problemas de salud. Los visitantes experimentarán a lo largo de diez minutos las radicales condiciones climáticas de las novelas de quiebres medioambientales de Ballard. Así, vientos bestiales, sequías, inundaciones, súbitas cristalizaciones y un río que surge de la nada y arrastra al público, empapado, fuera del recinto.
NUEVE
La guardería: mientras los adultos se pierden y se encuentran por las diferentes alas del Ballard Museum, los niños son depositados en habitación de juegos infantiles Running Wild (inspirada en la nouvelle publicada en 1988) donde se los proveerá –entre otros juguetes educativos– de prótesis para armar, instrumental y disfraces para jugar al doctor, y letras de plástico para que formen, única y exclusivamente, las palabras entropía y distopía.
Abandonad toda esperanza quienes recojan, una o dos horas después, a sus hijos. Sus hijos ya no serán sus hijos sino una versión furiosa de los lost boys de Peter Pan. Algo así como licantropía fin de milenio: Caperucitas y Hansels y Gretels y la brujería que les permite transformarse en lobitos feroces que, una vez de regreso en casa, mientras sus padres están sentados frente al televisor...
DIEZ
El estudio de televisión que no es consciente de ser –que no sabe pero tal vez sospecha que es– un estudio de televisión. Entrar allí y estar en el aire. El siguiente paso natural luego de la fiebre reality de Big Brother y sus cada vez más bestiales derivados porque –Ballard dixit– “la televisión es la verdadera patria de la clase media. Personas que en estos años se enfrentan a un mundo que no les gusta y que, por lo tanto, se rebelarán, cansados de sentirse explotados durante años y sujetos a esa pulsión que, empeñada en hacernos felices, nos obligará a explorar cada vez más adentro las tinieblas del corazón de nuestras zonas más oscuras. De ahí que no me parezca mal en absoluto el aumento de los niveles de pornografía y violencia en la televisión. Es más, padres e hijos deberían sentarse juntos a mirarla, todas las noches, antes de irse a dormir... Dentro de poco tiempo todos vivirán dentro de un estudio de tv. A eso es a lo que aspiran los hogares de nuestros días. A que todos acabemos protagonizando nuestras propias sit-coms. Y van a ser sit-coms de lo más extrañas. Serán como el interior de nuestras cabezas”.
ONCE
La sala de disección. Se permitirá a los visitantes recostarse en una camilla metálica, desnudos, mientras oyen la voz de Ballard leyendo lo que sigue de Miracles of Life (2008), su reciente biografía ya adelantada en este suplemento, y escrita a máquina porque “la computadora llegó demasiado tarde para mí”:
“Pasé mis dos años en Cambridge estudiando Anatomía, Fisiología y Patología. La sala de disección era el centro gravitacional de todos los estudios médicos. Entrar en esa cámara extraña, de techo bajo, un espacio a medio camino entre un club nocturno y un baño, era una experiencia perturbadora. Los cadáveres, amarillo-verdosos por el formaldehído, estaban acostados boca arriba, desnudos, sus pieles cubiertas de cicatrices y contusiones, y parecían apenas humanos, como si recién los hubieran bajado de una crucifixión. Muchos estudiantes en mi grupo abandonaron, porque les resultaba imposible enfrentarse a la visión de sus primeros cuerpos muertos; yo no, pero a mí también la experiencia de la disección me desbordaba. Ahora, casi sesenta años después, todavía pienso que mis dos años de Anatomía estuvieron entre los más importantes de mi vida, y ayudaron a que moldeara una gran parte de mi imaginación. La mayoría de los cadáveres eran de médicos que los habían donado para disección. Mis años en esa sala fueron importantes porque aunque me enseñaron que la muerte era el final, la imaginación y el espíritu humano podían triunfar por sobre nuestra propia disolución. Sin duda, toda mi ficción es una disección de una grave patología que presencié en Shanghai y más tarde en el mundo de posguerra: desde la amenaza de la guerra nuclear hasta el asesinato del presidente Kennedy, desde la muerte de mi esposa hasta la violencia que subyace a la cultura del entretenimiento de las últimas dos décadas del siglo XX. O quizá fue que mis dos años en la sala de disección fueron un modo inconsciente de mantener con vida a Shanghai por otros medios. En todo caso, para el momento en que completé mi curso de Anatomía ya había terminado mi tiempo en Cambridge. Me había proveído de una gran cantidad de recuerdos, de misteriosos sentimientos por los doctores muertos que habían venido a ayudarme, y me había dado una vasta base de metáforas anatómicas que aparecerían en toda mi ficción”.
DOCE
Cafetería. Beber algo fuerte después de la experiencia anterior y prepararse para lo que sigue. La celebridad como ícono a adorar y arrasar con cirugías y autopsias. El magnicidio como orgasmo magno.
TRECE
La exhibición de atrocidades o la ciencia-ficción como ciencia-fricción. La práctica de la escritura como algo que se hace dentro de un quirófano. La sangre como tinta y el poder y la fama como formas mutantes de la pornografía y la ultraviolencia. Junto a Moby Dick, el libro más eternamente moderno dentro de la historia de la literatura. El equivalente a The Beatles, a ese White Album que revisita todos los formatos del pop que fueron y que vendrán. The Atrocity Exhibition (La exhibición de atrocidades, 1969) no hace pop: hace crash. Una violenta autopsia al cuerpo de la novela clásica sin necesidad ni obligación de tener que volver a poner todas las piezas en su sitio luego de la intervención. Experimento que –a diferencia de lo que sucede con buena parte de lo llamado “experimental”– salió bien. Textos que se posicionan más allá de todo género. Miniaturas irrompibles y polémicas escritas entre 1966 y 1969, luego de la muerte de la esposa de Ballard. Allí Ballard cambia, se oscurece. El editor americano (Doubleday) lo compra y lo imprime pero, horrorizado, no llega a distribuirlo y el libro no aparecerá en los Estados Unidos sino hasta 1972 (en la más audaz editorial Grove) con el nuevo título de Love and Napalm: Export USA. Pensar en The Atrocity Exhibition como –su título lo indica– el catálogo de una muestra peligrosa que se ordena y desordena en un desfile de nombres propios comportándose de maneras impropias. JFK, Jackie Kennedy, Lee Harvey Oswald, Marilyn Monroe, Brigitte Bardot, Ronald Reagan, Adolf Hitler, Elizabeth Taylor y siguen las firmas bailando violentamente contra un telón de accidentes automovilísticos, tumores cancerígenos, cuerpos rotos, armas de fuego y explosiones nucleares, magnicidios y un protagonista/testigo que puede llamarse Talbert o Traven o Travis o Talbot o lo que sea. Siglas y terminología científica. La psicosis como way of life y en el ala del Ballard Museum dedicada a The Atrocity Exhibition el libro entero ha sido grabado con la voz del súper-ordenador HAL 9000 de 2001: Odisea del espacio. Oiganlo y saldrán diciendo aquello de “My mind is going...”. La pregunta –el misterio– es a dónde.
Se sorteará entre los asistentes un asesinato. El ganador será filmado con Textura Zapruder.
Luz, cámara, acción y, enseguida, corten.
CATORCE
La sala de los auto-mesías: pasen y vean bustos y estatuas de los apocalípticos profetas en la ficción de J. G. Ballard. ¿Nacen o salen ellos del Kurtz de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad o, mejor, del Apocalypse Now! de Francis Ford Coppola? Quién sabe, es posible. Tecleo y busco en Google y son muchos los que establecen la misma evidente relación pero no encuentro nada de los labios o de los dedos de Ballard. Aunque, tal vez, todos ellos sean reflejos de aquel pícaro Basie –más cercano a Dickens que a Charles Foster Kane–, quien dominaba secretamente el fluir de las cosas en el campo de prisioneros de Lunghua. No importa demasiado de dónde vienen ni a dónde van, aquí están todos ellos: el magnate Hardoon de El viento de la nada (primera novela, escrita en dos semanas impiadosamente descatalogada por el mismo Ballard por considerarla –un tanto injustamente, me parece– indigna de acompañar lo que no demoraría en llegar), el Dr. Robert Vaughan de Crash, la Dr. Barbara de Rushing to Paradise, Robert Penrose de Super-Cannes, el pediatra Richard Gould de Milenio negro, el dios casi doméstico Blake en Compañía de sueños Ilimitada, el profesor de tenis Bob Crawford en Noches de cocaína, el sonriente locutor del canal de cable del shopping-center Metro-Centre David Cruise en Kingdom Come... Se impartirán cursos de autoayuda, superación personal y liderazgo.
QUINCE
La piscina. Vacía, por supuesto.
DIECISEIS
Y al final, justo antes de la salida. La habitación de Jim. Shanghai Jim. El pequeño Ballard que alguna vez fue y que sigue siendo en El imperio del sol (1984) y The Kindness of Women (1991) y –¿para terminar?– en Miracles of Life (2008). Lo que sucedió y lo que se escribe sobre lo que sucedió fundiendo fiction y non-fiction. El Alfa, Génesis y Big-Bang. De aquí sale todo y aquí miramos un niño mirando el resplandor bautismal de una bomba atómica. Allí, en el horizonte, crece el hongo alucinógeno y radiactivo del que saldrán tantas mutaciones.
Dejarlo allí, solo, y dirigirnos hacia la salida pero, antes, el gran final. De los altoparlantes comienzan a brotar consignas que nos invitan a “una revolución de la clase media”, a “acabar con la inercia y el aburrimiento de la pequeña burguesía”, a renunciar a la “fase masoquista” del “mundo conformista que habitamos” y a abrazar la “psicopatía selectiva” como “forma de acabar con la inercia social” y “liberar la presión que conduce a crímenes mayores”. En resumen: el Ballard Museum invita a destruir el Ballard Museum y los visitantes obedecen. Corren por las diferentes salas destrozando todo, pateando vitrinas, quemando cuadros, desgarrando primeras ediciones. Luego, satisfechos, jadeantes como después de haber experimentado el más trascendente de los orgasmos, regresar a casa y encender los televisores y contemplarlo todo desde la fría ventana del noticiero de la noche. Llamas y explosiones y gente aullando, feliz a la luna o a lo que sea. Después –si hay suerte bailando el vals del zapping– bajo los auspicios del signo zodiacal de la stripper con ascendente en el signo zodiacal de la hipodérmica, sintonizar la transmisión en directo de la Tercera Guerra Mundial, que durará muy poco y que, por lo tanto, muy pocos verán.
Para la mañana siguiente, por supuesto, todo habrá sido reparado y vuelto a colocar en su sitio y el Ballard Museum abrirá otra vez sus puertas para recibir a los visitantes que no saben, no sospechan, que ellos son parte de la obra expuesta, que no hay salida, que sólo hay entrada.
Bienvenidos sean a dejar de ser para seguir siendo como siempre volverán a ser y como nunca fueron.
EJECT.

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