lunes, 7 de enero de 2008


Mozo, un sorbete de Julian Barnes
Por Jorge Fernández Díaz Director de adnCULTURA
Sábado 5 de enero de 2008


La casa está ubicada en los suburbios arbolados del norte de Londres. Se la compró a un fotógrafo, y tiene espacios luminosos y muy aireados. Todos los detalles de la casa encajan con Julian Barnes: un bon vivant en la más pura tradición francesa, pero con un toque irresistible de humor inglés. Barnes integra, junto a Martin Amis y a Ian McEwan, la santísima trinidad de las letras británicas. El 19 de enero cumplirá 51 años y en los primeros días de febrero estará en la Argentina, donde quiere pasar sus vacaciones. El British Council le organizó una conferencia pública en Buenos Aires. Pero a Barnes sólo le interesa descansar y probar los lugares comunes de nuestro país: las carnes, el vino, los caballos y la llanura, que conoció a través de las páginas de Borges. Recibió a Juana Libedinsky y a la fotógrafa Laura Hodgson en el living de su casa, donde pegado a una coqueta bandeja con extraordinarios vinos galos, el anfitrión puso un cartel que dice "Pas si vite", lo que en buen romance significa "No tomar demasiado rápido". Barnes explicó en broma: "Lo puse para mi mujer". Se refería a Pat Kavannaugh, su esposa y agente literario. El escritor las hizo pasar entonces a su estudio, donde a pocos metros de su escritorio tiene una mesa de billar profesional y otro cartel: "Anglais", es decir: "inglés" pero dicho en francés, una buena síntesis de su posición como emblemático narrador con un pie a cada lado del canal de la Mancha: Julian Barnes es acaso el más francés de los escritores ingleses. Toda su casa está plagada de obras de arte contemporáneo, pero en su estudio reina una caja de cristal llena de escarabajos e insectos horribles a tamaño natural, como si estuvieran embalsamados y en posición de batalla campal, trepándose unos sobre los otros. "Parece un Damian Hirst", le comentó Juanita. Hirst es el artista británico que se hizo famoso por sus esculturas de tiburones en formol. Barnes se echó a reir: "¡No, esto lo hice yo! ¿Querés saber su nombre? Ambiente literario británico". Juanita y Laura no podían dejar de comer desvergonzadamente las porciones de torta cada vez más generosas que Barnes les iba sirviendo. Es muy conocida la apasionada relación de Barnes por la cocina. Cuando la torta se terminó, Juanita le dijo con impunidad: "Qué decepción que no exista un plato con su nombre". El escritor volvió a reír y a explicar que él no inventa platos sino que los recrea, pero que existe, en cambio, un trago original que lleva su nombre: "el Julian Barnes", una parte de gin, otra de "sole gin" (agregado de ciruelas silvestres y azúcar), un puñado de moras, jugo de naranja y un toque de zumo de naranjas de sangre. "Se lo preparé una vez a una chef muy famosa de Australia -contó Barnes-. Lo probó, me dijo que era delicioso y me preguntó cómo se llamaba. Le respondí que no tenía nombre, que yo lo había inventado, y le pasé la receta. Seis meses después voy a la ópera en Sydney, y en el restaurante veo que, dentro de la lista de tragos, se ofrece el Julian Barnes. Impresionado, cuando un año después vuelvo a Sydney, llevo a unos amigos a la ópera y hago una reserva bajo mi nombre. Cuando se acerca el mozo y pregunta si queremos algo de beber, muy pomposo le digo: Yo quiero tomarme a mí mismo, por favor. Sin inmutarse, el mozo me responde: Lo siento, señor, pero hoy usted ha sido transformado en un sorbete. En efecto, como era verano, al Julian Barnes lo habían congelado y lo ofrecían como heladito de agua. Mi momento de fama como creativo en la cocina tuvo una vida bastante limitada". Muchos escritores argentinos, que se toman a sí mismo demasiado en serio y que posan de retorcidos, serían incapaces de estas afables y frívolas confidencias de la vida. Será que uno puede hacerlas cuando no tiene que demostrar nada. Cuando los libros hablan por uno. Y los libros hablan por Julian Barnes. Vaya si lo hacen.


La cocina de un gran escritor


El escritor británico, que viajará a la Argentina en febrero, recibió a adnCULTURA en su casa. Habló de sus años de niñez, cuando quería ser judío porque los mejores alumnos de su escuela, los más sofisticados y elegantes, era judíos, y anticipó los temas de la novela que está escribiendo, en la que se mezclan la ficción y las memorias familiares. Además, se refirió a la influencia que el cine de la nouvelle vague ejerció sobre él. Confesó que siempre prefirió a Truffaut a Godard y mostró con orgullo una curiosa fotografía de Borges


Julian Barnes abre una lata de aluminio redonda y debidamente gastada (un tupper o cualquier contenedor plástico sería pecado en su cocina, por supuesto) y ofrece un budín de frutas oscuro y fragante. Lo acompaña con un té especiado de la India, que prepara con toda seriedad, mirando la pava con atención hasta que hierve, midiendo la cantidad de hebras con precisión matemática. Si bien la frittata de espárragos que tiene planeada para la noche es un plato simple que ya cocinó mil veces, tiene abierto su libro de cocina italiana de cabecera y sigue cada indicación como si fuera la fórmula para la bomba atómica (y realmente no quisiera pasarse con el uranio enriquecido). "Es que en la cocina -confiesa a adn CULTURA- soy totalmente falto de imaginación. No tengo la confianza para improvisar y sigo paso a paso obsesivamente lo que dicen quienes saben más que yo. Para mí, la gran diferencia entre cocinar y escribir es justamente que en la cocina uno sigue las instrucciones de otros, mientras que al escribir uno se basa en su propia receta, esperando que nadie la copie y que sea completamente original, aunque esto último probablemente sea imposible." Imposible quizá, pero si el ideal de la originalidad existe, Barnes es sin duda uno de los escritores británicos que más cerca está de lograrlo. Saltó a la fama con la multipremiada novela El loro de Flaubert , que narra la búsqueda de un loro embalsamado que inspiró al autor de Madame Bovary, mezclando crítica literaria, biografía y narrativa personal. Según Barnes, "los críticos nunca supieron cómo clasificar El loro de Flaubert , pero por suerte a los lectores solo les importa que un libro esté bien escrito y los atrape". Siguió con una decena de libros excepcionales: una historia del mundo en Una historia del mundo en 10 capítulos y medio (Anagrama, 1997); un misterio de Conan Doyle en Arthur & George (Anagrama, 2005); reflexiones sobre la vejez en los cuentos de La mesa limón (Anagrama, 2005); ensayos periodísticos sobre su país natal en Letters from London (1995) y sobre su adorada Francia en Something to declare (2002). Y una compilación de periodismo literario en El perfeccionista en la cocina (Anagrama, 2004), donde hasta las páginas dedicadas a las zanahorias hervidas son sorprendentemente deliciosas. En este momento Barnes está embarcado en dos proyectos. Por un lado, programar sus próximas vacaciones en el campo argentino. Barnes fue invitado con su mujer y agente, Pat Kavanagh, a ir en febrero próximo a lo de un amigo inglés coleccionista de arte que compró una estancia. En realidad ya tiene todo armado (incluso un paso por Buenos Aires para dar charlas organizadas por el British Council) pero lo inquieta el tema de los caballos ("Ya monté una vez y tengo una primicia para los lectores de LA NACION: es algo realmente malo si uno tiene testículos", dice y sonríe). Por otra parte, está dando los toques finales a un libro muy original aun para sus estándares. "Es sobre la muerte, mezcla de memoria sobre mi familia con ensayo, con una conversación con mi hermano, que recorre las páginas como hilo conductor", adelanta durante una charla en la que va del sexo en los ancianos a la evolución de los personajes en la novela, de los reality shows a las razones por las que Barnes quería ser un niño judío, todos temas que se abordarán detalladamente hasta que la lata de budín quede vacía. -¿Cómo es el proceso de creación detrás de cada libro? -No tengo reglas, a veces es una situación que se me ocurre, o un personaje, o una historia que me cuentan a partir de la cual creo que puedo empezar a trabajar. Tengo que saber lo suficiente sobre qué va a pasar en la novela para sentarme a escribir, pero no necesito saber todo lo que va a pasar. No sé si en la Argentina los niños tenían el juego de pintar por números. Se les da una reproducción de una obra de arte que viene en blanco y negro, con números que representan cada color. En todas las partes en que dice uno, hay que pintar de verde; donde dice dos, de azul; tres de colorado etcétera. Bueno, si yo tengo un plan de la novela completo, me siento como si estuviera jugando a eso, que solo estoy poniendo el color donde la instrucción dice que debería ir. Y eso no es muy interesante. Por eso escribir para mí es encontrar ese punto de equilibrio entre el absoluto control de la situación y la libertad, y cada tanto desbalancearse hacia uno u otro lado para ir progresando en la narrativa. -¿Trabaja a horas fijas o cuando llega la inspiración? ¿Y cómo hace para concentrarse rodeado de mesa de billar, televisión satelital, bicicleta para spinning y un jardín irresistible? -En general trabajo por la mañana, luego me tomo la tarde libre y vuelvo a la carga al anochecer. Pero con Arthur & George , que fue mi novela más larga, trabajé sin parar. Creo que todo depende del contenido, si se trata de una de esas historias que necesitan una atención y trabajo constante o de las que necesitan que cada tanto uno las abandone y retome con una nueva perspectiva. Y sí, trabajo en casa. Sé que hay escritores que necesitan alquilarse un estudio en otro lado, pero para mí eso no tiene sentido desde la aparición del correo electrónico. A mí, lo único que me distrae es el teléfono: antes en casa sonaba todo el día, además del fax para cosas de trabajo, y era muy difícil concentrarse. Ahora todo lo laboral se resuelve por email y parte de la vida social también. Supongo que si fuera joven, además estaría mandando mensajes de texto. El resultado es que a menudo paso un día entero sin que nadie me llame por teléfono. Medio patético, ¿no? Pero la verdad es que ese silencio es fundamental para trabajar. Cada tanto salgo al jardín o me hago un café, pero en general, cuando estoy trabajando, no paro. Si la cosa anda bien, estoy entusiasmado y no quiero parar de escribir. Si anda mal, me fuerzo a quedarme frente al teclado hasta que mejore. -¿Cómo ve la evolución de los personajes en la novela? -Creo que nuestro entendimiento sobre lo que debe ser un personaje está cambiando como resultado de descubrimientos en el campo de la psicología y de la bioquímica del cerebro. Parecería que la novela con sus personajes no se ha mantenido a la par de lo que ocurría en la realidad con la gente, con lo que se descubrió que es la verdadera personalidad de la gente. Por supuesto, hemos visto en la novela a personajes portarse de manera contradictoria, ser una persona frente a unos y otra persona frente a otros. Y aunque todos pensamos que tenemos una personalidad fija, sabemos que es móvil y que podemos ser distintas personas en distintas circunstancias. Sin embargo, yo creo que nos quedamos cortos en nuestra apreciación del fenómeno, que la personalidad es mucho más caótica y aleatoria de lo que imaginamos. Ahora, cómo poner eso en una novela, no lo sé, si bien es lo que he estado intentado formular los últimos tiempos. Creo que vamos a tener que abandonar eventualmente esta fijación sobre una personalidad inamovible en los personajes y en ese momento la novela deberá reconsiderar cómo describe a la gente, pero trato de no obsesionarme porque posiblemente esto ocurra después de mi muerte. -Como ex crítico de televisión, ¿qué opina de la programación actual? -Fui crítico de televisión por muchos años pero ya no miro tanta tv como entonces, diría que suelo limitarme a los noticieros, los deportes y los programas culturales. Me instalé un satélite para ver la televisión francesa, sobre todo, la transmisión de Roland Garros, porque me encantan los comentadores deportivos galos. Son muy graciosos, se emocionan, le gritan “Allez Justine, allez” a Henin cuando corre, y cuando repiten sus golpes ganadores, dicen “ping” en el momento de impacto. Es muy peculiar, mucho más divertido que el comentario de los periodistas británicos. –¿Diría que hay un humor francés y otro inglés? Y siendo el francófi lo más famoso de Inglaterra, ¿con cuál se identifi ca más? –Por supuesto que son distintos. El humor francés tiene que ver con la rapidez intelectual y el humor inglés se basa en la fantasía y el absurdo. Monty Pitón nunca podría haber sido francés. A mí me gustan ambos tipos de humor, pero supongo que en mis libros, como el humor es más cerebral, me acerco a los franceses. Claro que en Francia, cada vez que digo que en tal o cuál cosa me siento un poquito francés, me miran con asombro y me aclaran que no, que soy absolutamente inglés. –¿No se sumó a la moda de los intelectuales que ven reality shows? –He mirado algunos, pero la verdad es que me parecen deprimentes. No creo que tengan nada de “reality” (realidad), muy por el contrario, son de una profunda falsedad. Ser una persona real en la vida y en la pantalla son dos cosas muy distintas. Para ser una persona que parezca real en la televisión, hay que ser muy anormal. Por eso los participantes que se eligen no es que estén representando distintos tipos que viven en un país determinado sino que representan una variedad de personajes que se espera resultarán interesantes para el espectador. Nadie actúa de manera normal encerrado en una casa, sabiendo que lo están fi lmando todo el tiempo. Es obvio que sobredramatizan y se creen más importantes de lo que son. Entre eso y la irrealidad de la conversación, me resultan programas aburridísimos. –¿Aun para analizarlos como fenómeno? –Supongo que es un fenómeno interesante ya que da a cualquiera sus 15 minutos de fama, pero la hipocresía alrededor de Gran Hermano, por ejemplo, es repugnante. En Gran Bretaña hubo un par de incidentes de racismo. Los productores sabían perfectamente el tipo de choque que se estaba buscando y lo que los participantes podían llegar a decir. Cuando todo explotó, hicieron un gran show, como si ellos hubiesen estado buscando el bien común poniendo en evidencia lo mal educada que puede ser la gente cuando, en realidad, era una forma más de subir los ratings. Otro problema es encontrar personas que se mantengan mínimamente interesantes a través del tiempo. Es fascinante porquemuchos participantes son grotescos sin lograr por eso ser interesantes como la gente grotesca suele ser. Ser grotesco y banal... ¡eso sí que es difícil! –¿Cree que la pantalla infl uenció la novela? –La novela defi nitivamente ha sido infl uenciada por el cine. En algunos aspectos eso fue negativo, la limitó. Por ejemplo, hoy nadie se va a poner a escribir una detallada carrera de autos en una novela porque no puede competir con las que se ven en la pantalla. Pero también diría que el cine aceleró nuestra habilidad de seguir una narrativa y hacer cortes abruptos de tal manera que hoy, en la novela, podemos hacer giros mucho más violentos que, digamos, en la novela clásica del siglo XIX. En parte, por supuesto, porque la novela en sí se volvió mucho más sofi sticada, pero también por lo que aprendió del cine. –Siendo el escritor británico más vinculado a Francia, es irresistible preguntarle por la nouvelle vague… –La nouvelle vague, que justo coincidió con el comienzo de mi interés por el cine a fi nes de la década del 50 y comienzos de la del 60, me impactó mucho. Claro, Bergman estaba en su mejor momento, empezaba a llegar cine del Este de Europa y caía la censura, era todo mucho más libre, con más sexo. Entonces la Nouvelle Vague era muy excitante, pero ahora es algo del pasado, que quedó como otro movimiento más donde hubo cosas buenas y malas, y donde uno tiene que estar o en el bando de Truffault o en el de Goddard. -¿Y usted en cuál está? -En mi caso siempre estuve con Truffault, hizo algunas películas malas pero Goddard hizo algunas francamente horribles. El tema es si uno considera que el arte deriva de la vida o de la teoría. Yo estoy con Truffault, que basa sus personajes en los intercambios que la gente tiene en la vida real, mientras que Goddard está constantemente influenciado por las teorías políticas o estéticas. Eso finalmente deriva en que, a pesar de su gradilocuencia, no había nada sólido, interesante detrás. Su mejor film, por eso, es el primero, A bout de Souffle, que, como lo hizo con Chabrol, no es un Goddard puro. Podría decirse, entonces, que el mejor film de Goddard fue aquel en el cual todavía no se había encontrado a sí mismo. -Con lo que le gusta el cine, ¿no tuvo alguna actriz que haya sido su musa inspiradora? -Hay muchas actrices con las cuales he disfrutado de fantasías extremadamente placenteras, pero ninguna me impulsó jamás a escribir una sola palabra. -¿Un director favorito? -Bergman posiblemente sea el cineasta más grande del siglo XX. Tiene escenas de genialidad absolutas, y muchas veces no son las más conocidas. Por ejemplo, recuerdo una en el cual una pareja mayor estaba haciendo el amor de una manera amistosa; estaban semivestidos, de manera que uno al principio no podía ver, y luego no podía creer, lo que estaba pasando, y al final le parecía lo más normal del mundo. Solo un genio puede filmar una escena así. -¿Usted piensa que su vejez será así? -Lo único podemos que saber es que nuestra vejez no será como pesamos. Como la mayor parte de la gente, no es que espero al final de mi vida con particular optimismo dado que, en general, parecería ser que hay un punto en el cual o bien el cuerpo se deteriora o la mente se deteriora y es difícil saber qué es peor. Estar lúcido en un cuerpo que colapsa o un cuerpo sano con una mente que se desintegra: ambas alternativas me parecen bastante horribles. -¿Pero si tuviera que elegir? -Me quedaría con mi mente. Ver el cuerpo caer a pedazos debe ser una tortura pero perder la cabeza dudo que sea un proceso necesariamente calmo, creo que hay un sentimiento de pánico muy profundo entre quienes empiezan a sentir el acecho de la demencia. Lo sé porque tanto mi madre como mi padre sufrieron ese insulto a sus mentes. Curiosamente, no es algo mío esto de estar constantemente preguntándome que final sería menos grave. Por ejemplo, cuando quedó viuda, mi madre una vez me dijo que estaba pensando que sería peor, si volverse ciega o sorda. Finalmente decidió que sería peor volverse ciega porque entonces no podría hacerse la manicura. Por supuesto, finalmente tuvo un ataque y no quedó ni ciega ni sorda, pero tampoco pudo ponerse esmalte nunca más. Así que todo lo que podemos saber sobre el final de nuestra vida es que posiblemente no vamos a conseguir ni lo que más deseamos ni lo que más tememos. -Cuando hablamos la última vez a raíz de La mesa limón, usted me dijo algo similar. Pero aclaró que, aunque no sirviera para nada usted no podía parar de pensar en el tema mientras que su hermano simplemente hacía la cuestión a un lado y seguía adelante ya que piense uno o no en la muerte igual uno muere. -¿En serio dije eso? ¡Que increíble! Porque justo es de lo que trata mi próximo libro. Es una memoria de mi familia mezclada con un ensayo sobre la muerte, con una conversación con mi hermano que recorre las páginas como hilo conductor. Mi hermano dice que a él no le importaría morir, que no le gustaría, pero es un filósofo y sostiene que como no se puede hacer nada al respecto no vale la pena ni quejarse ni temerle. Yo en cambio, creo que es muy fácil temer a la muerte, aunque me libro se llame "Nothing to be frightened of". -¿Pero le parece que su hermano está siendo honesto? -Ah si, por supuesto, mi hermano será excéntrico pero es totalmente honesto. El vive en Francia así que la mayor parte de nuestro intercambio fue por correo electrónico. Yo le dije que le iba a mostrar los borradores ni bien los tuviese listos dado que él aparecía tanto en ellos, y me respondió que los leería encantado pero que no le importaba en absoluto lo que yo dijera en esas páginas sobre él. Es más, me aclaró que si su memoria era distinta a la mía respecto a cualquier hecho que mencionase, que no le prestara ninguna atención a su opinión porque seguramente yo lo recordaba mejor que él. -Me resulta extraño que hable con tanta libertad de su próximo libro. En general, los autores, por las dudas, prefieren no decir nada hasta que no estén las galeras ¿no es supersticioso? -En general soy tremendamente supersticioso respecto a hablar de un libro antes de que esté terminado, pero como ya tengo 230 páginas listas, solo falta la lectura final y publiqué un pequeño adelanto en el New Yorker, me siento bastante confiado. -Entonces aprovecho y le consulto por la primera línea de ese adelanto, donde usted dice que no cree en Dios pero lo extraña. ¿Cómo es eso? -Bueno, la respuesta tomaría unas 230 páginas, pero básicamente es lo siguiente. Yo no creo en Dios y considero que las religiones han sido algo muy malo para la humanidad. Pero la estructura que éstas crearon y el contexto que dan a la vida humana me gustan, aún si es algo totalmente falso. Por ejemplo, la idea de que este mundo que habitamos es solo una preparación para algo más es fascinante porque lo hace a la vez menos importante y con una complejidad extra. En cambio si creemos que estos años que estamos en la tierra es todo lo que hay, podrá ser una actitud que nos hace sentir más adultos en el sentido de que estamos a cargo de nuestras vidas, no dependemos de Dios, sólo de nosotros mismos, pero todo se vuelve más trivial que si existiera esta estructura metafísica. Esa es la razón principal. Una razón secundaria es que imagino lo maravilloso que sería escuchar a la gran música religiosa, o ver el magnífico arte que inspiró si uno creyese en esa historia. Es decir, aunque uno sea ateo, entra en una iglesia de Palladio en Venecia o escucha una cantata de Bach y le parece que son de las mejores obras jamás creadas por la humanidad. ¡Pero qué extraordinario debe ser, además pensar que esas obras están transmitiendo una verdad! Desafortunadamente, claro, ese no parecería ser el caso. -Sin embargo, de chico sí creía en las religiones. O al menos, en el ensayo del New Yorker confiesa que en la escuela quería ser judío, ¿por qué? -Cuando yo era chico, había escuelas que no aceptaban alumnos judíos, pero no era así en la mía: si eras lo suficientemente inteligente para pasar las pruebas, entrabas. El resultado fue que de unos 900 chicos, unos 150 eran judíos con lo cual no eran una minoría rara sino que un número considerable e integrado. Yo los admiraba porque eran más sofisticados que el resto, tenían mejor ropa y sabían de chicas. Además, hacerme judío hubiese sido el tipo de shock ligero que a uno le gusta dar a sus padres. Los míos tenían ese pequeño resabio de antisemitismo de su tiempo y clase (por ejemplo, "otro galés", comentarían cuando aparecía en los créditos al final de un programa de televisión un apellido como Aronson, pero jamás soñarían con tratar a mis amigos judíos de manera distinta). Sobre todo, los chicos judíos tenían un par de días de vacaciones extra, lo cual me resultaba irresistible. -Hablando de vacaciones, ¿cómo se está preparando para su viaje a la Argentina? -Bueno, se bastante de fútbol, de Borges, de vino, pero en vez de meterme con clichés prefiero mostrarle uno de mis tesoros más preciados: es una foto de Borges con dos mujeres que, según la inscripción al dorso son las famosas bailarinas de tango Rosita Quiroga y Mercedes Simone. Es tan amateur la foto que a las famosas bailarinas de tango les cortaron los pies. La ví en el catálogo de un anticuario americano y supe que tenía que tenerla, porque era genial y por todo lo que admiro a Borges. -Creo que puedo resolver el enigma de las bailarinas sin pies. Rosita Quiroga y Mercedes Simone eran célebres cantantes de tango. Por eso, en la foto, les rebanaron los pies. Sus extremidades no eran lo que más importaba. ¿Y, dígame, qué es lo que tanto admira de Borges? -¿Más allá de que se muestre tan a gusto entre bailarinas de tango sin pies? ( Risas ) He escrito bastante al respecto, pero puedo resumirlo en una sola frase. Me gusta Borges porque no hay nadie como él, por su originalidad absoluta y su firme determinación de ser Borges en cada palabra que escribió.


Por Juana Libedinsky
Para LA NACION
Pasiones privadas Hugo Gatti y su talento
El aura inolvidable del ídolo
El autor de Ciencias Morales revela su admiración por el famoso arquero de Boca y recuerda la comida memorable que compartió con el futbolista cuando el escritor era apenas un niño y el astro se encontraba en su apogeo
Recuerdo la fecha: fue el 5 de septiembre de 1977. Recuerdo ese día, o debería decir más bien esa noche, porque hasta entonces yo había llorado siempre de tal forma que lo podía prever. No me refiero a la artimaña del llanto que yo, lo mismo que cualquier niño, practicaba a conciencia: el llanto desencadenado con premeditación, y a veces incluso con alevosía, esa maniobra tan artera y tan propia de la infancia de llorar para conmover o para extorsionar a los adultos. No digo la estrategia de llorar, sino el llanto más frecuente: por rabia o por tristeza. Siempre se llora por rabia o por tristeza, incluso en las infancias más felices (la mía lo fue); siempre hay un juego o unas vacaciones que se terminan antes de tiempo, siempre hay un deseo que se frustra de manera arbitraria y enfurece. Pero ese llanto, esos llantos, se ven venir. No llegan sin antes anunciarse, como hacen los reyes o como hacen las reinas; siembran pistas en los ojos y en la garganta antes de aflorar y derramarse. Uno entonces llora sabiendo que va a llorar. Así había llorado yo desde siempre, en los diez años de vida que tenía, hasta que llegó el 5 de septiembre de 1977. Ese día, o mejor dicho esa noche, en un momento determinado de ese día o de esa noche, Vanderley acomodó la pelota y tomó carrera. Era el quinto penal, el último de la serie del partido final que lo decidía todo. Se habían tirado nueve penales por lo tanto, y los nueve habían sido convertidos. El último les tocaba a ellos y estaban obligados a convertirlo. Vanderley apoyó la pelota en el lugar indicado. Caminó hacia atrás, hizo una pausa. En esa pausa hubo lugar para todos los deseos y para todos los presentimientos que podían existir. Un silencio perfecto acompañaba la escena. Yo veía todo esto en Buenos Aires, en un televisor blanco y negro veteado de raspones de luz y de distancia. El partido se jugaba en Montevideo, Uruguay, y eso a mí me parecía muy lejos. No creo que se viera bien, pero uno no lo lamentaba; no había todavía colores o alta definición que se pudiesen echar de menos. A Vanderley debo haberlo visto turbio, y aun así, tras esos velos, lo vi vacilar, si es que de veras vaciló y no era mi ilusión lo que imperaba. Era el último penal, el decisivo. Si lo convertía, seguía la definición; si no lo convertía, era el final, era la gloria. En el arco, mientras tanto, se preparaba Gatti. Hugo Gatti, el Loco Gatti, el arquero de Boca. No exagero si digo que la ilusión de ser Gatti rigió mi vida entre los nueve años y los catorce -a los catorce desistí, a la vez que abandonaba la infancia con pena y con resignación-. En el arco, como digo, estaba Gatti: Gatti con su vincha, Gatti con sus bermudas (yo le copiaba dócilmente esa vincha y esas bermudas, yo me dejaba el pelo largo como él). No existe ningún temor del arquero ante el penal, es mentira; el que teme es el que patea. Y eso se notaba en el pobre Vanderley: una sombra de aflicción flotaba sobre su espalda mientras tomaba carrera para patear. Era el 5 de septiembre de 1977. Quien tenga un mínimo de cultura general sabe bien cómo terminó la escena. Vanderley tiró su penal, anunciado y a la izquierda; Gatti adivinó el palo, voló, atajó. Boca se consagraba así campeón de América por primera vez en su historia. Yo en mi casa, frente a la tele, salté y grité (grité, sí, ¿pero qué grité? No se grita "gol" por un penal atajado, no recuerdo qué grité). Y entonces fue que sucedió: lloraba. Lloraba, lloré, Gatti voló y atajó el penal en Montevideo y yo en mi casa salté y grité y me puse a llorar. Un llanto flamante, desconocido para mí, un llanto nuevo que no se anunciaba. Lloré de repente, sin darme cuenta, sin preverlo ni intuirlo; supe que lloraba cuando ya lloraba, no supe desde antes que iba a llorar. En ese momento no entendí del todo bien qué era lo que me estaba pasando: la vuelta olímpica y la entrega de la Copa se llevaron mi atención. Pero el tiempo le dio al episodio su sentido total y trascendente: había llorado de felicidad por primera vez en mi vida. Después de esa vez vinieron otras. Pero no demasiadas: el hecho no ha perdido, hasta el día de hoy, el brillo distintivo de lo que es excepcional. Si recuerdo aquella noche de septiembre del 77 es porque fue la primera vez y porque tienden a recordarse las primeras veces de esta clase de cosas. Entiendo que hay personas que desconocen en general un grado de emoción semejante, y que pasan sus vidas sin llegar nunca a tanto ("No es para tanto" suele ser, de hecho, su lema o su consigna, su veredicto, su parecer; "no es para ponerse así", desestiman, y ellos mismos no se ponen nunca así ). Quizás opinen que mis diez años explican la naturaleza del desborde, por eso quisiera especificar que la situación se repitió por ejemplo en diciembre de 1992 (yo tenía veinticinco años) o en octubre de 1995 (yo tenía veintiocho) o en noviembre de 2007 (yo tenía lo que tengo: cuarenta años). Esta periódica reaparición no ha afectado, sin embargo, la cualidad esencial de lo que es ante todo imprevisible. Puedo anticipar con relativa certeza cuáles son las tristezas que van a hacerme llorar; las alegrías, en cambio, preservan su carácter sorpresivo. La presencia de Hugo Gatti en la fundación de esta experiencia no es un dato menor para mí. Al parecer cada episodio va asociado con alguna figura desencadenante (en diciembre de 1992: Alberto Márcico, en octubre de 1995: Diego Maradona, en noviembre de 2007: Martín Palermo); pero la significación de Gatti cuando yo tenía diez años es definitivamente singular y responde específicamente, ahora sí, a lo que es propio de la infancia y ya no volverá a repetirse. La persuasión de ser Gatti atravesó mi niñez. Mi sentido de la emulación (en el mejor de los casos) o de la copia lisa y llana (en el peor) no alcanzó ni habría de alcanzar nunca un nivel de empatía tan alto. Recuerdo los recursos con que contaba por ese entonces: la decisión de jugar adelantado, la vincha puesta sobre el pelo largo, las bermudas puestas sobre las piernas flacas, las medias bajas (las medias bajas yo me las dejaba ; la vincha, las bermudas, me las ponía . Pero las piernas flacas las tenía . Ese hecho me resultaba una revelación objetiva, casi un destino, aunque en mi familia no faltaba quien pretendiese que había "sacado" las piernas idénticas a las de mi padre). Así como Pierre Menard no quería copiar el Quijote, sino escribirlo, yo no quería copiar a Gatti: quería serlo. Esas cosas no parecen imposibles a los diez años de edad. Para reforzar mi convencimiento, y el de todos los demás, le impuse a Hernán Acuña, mi amigo de la cuadra, la obligación de ser Fillol (me pregunto ahora, pasado el tiempo, si de veras lo convencí o si admitió ese parangón para darme el gusto y que no le insistiera más). Hacia fines de 1977, yo creo que en diciembre, Hugo Gatti publicó un libro que se llama Yo, el único . Leí ese libro apenas apareció (¿habré mentido cuando me preguntaron por el primer libro que recordaba haber leído y hablé de Julio Verne y algo dije de la colección Robin Hood? ¿Debí decir Yo, el único de Hugo Orlando Gatti? ¿Habré mentido?). Se hizo una presentación de ese libro, en un restaurante de la Boca. Era una cena de lanzamiento, de festejo y de promoción. Se pusieron a la venta unas tarjetas de invitación para esa noche y mi padre, que seguía el fútbol con una indiferencia intransigente, tuvo sorpresivamente la idea de comprar dos y de llevarme. No hay ninguna presentación de libros que me haya marcado tanto como aquella. Al llegar, nos hicieron saber que no había ubicaciones fijas en las mesas, que podíamos sentarnos donde quisiéramos. Me senté justo al lado de donde estaba Gatti. A su derecha, más exactamente; del otro lado, a la izquierda, estaba Nacha, su mujer, y entre los dos lo flanqueamos durante toda la velada. Más discreto, más atinado, mi padre se resignó a una diáspora seguramente tediosa en alguna de las mesas de la periferia del restaurante. Yo pasé la noche en el centro de la fiesta, sentado al lado de Gatti. Fue la primera vez en mi vida que tomé vino tinto, y también la última. Desde entonces me rehuso y me resigno a dar las explicaciones que sin falta me exigen por este escandaloso desistimiento; pero aquella noche acepté, y acepté sin dudar, porque era Pancho Sa quien me lo ofrecía (el dos del equipo, el Rey de Copas, el lugarteniente de Gatti en la defensa de Boca). Conversé con Veglio en algún momento de la noche, porque estaba sentado justo enfrente de mí; no recuerdo de qué hablamos, pero creo que le dije "Toti" al promediar la charla. Fue mi noche, y la de Gatti; fue una noche que no se me olvidaría nunca. La prensa cubrió el evento, desde luego, y en los días que siguieron me apuré a buscar la noticia en los distintos medios que le prestaron la debida atención. Las fotos más frecuentes mostraban a Gatti con su flamante libro en las manos (atesoro, de más está decirlo, mi propio ejemplar autografiado); pero en la nota que salió en la revista Siete Días optaron en cambio por una imagen cordial de la cena de agasajo. Una foto de la mesa principal: el Toti Veglio de espaldas, Gatti, Nacha, yo. Guardé esa foto con el orgullo de lo memorable, la guardé con gratitud y también con afecto. Aunque esa foto, a la vez que me reconfortaba para siempre, me reveló sin piedad, con una elocuencia para la que no estaba en absoluto preparado, qué tan distintos, qué tan manifiestamente distintos, éramos Hugo Gatti y yo. Mi pelo largo no se parecía para nada al suyo, era más lacio, más delicado, más femenino. ...l era ancho y robusto, era un arquero; en mí ya estaba en cambio el alfeñique que sería. Su nariz aplanada, como de boxeador, era la antítesis cabal de mi propia nariz, que ya empezaba a inscribir el judaísmo en mi cara. Sus manos grandes, las manos que le atajaron el penal a Vanderley, convertían a las mías en miniaturas insuficientes. Voy algunas veces a un bar que se llama Vivaldi: queda en la esquina de Echeverría y Conde, en pleno Belgrano R. Antes del mediodía, que es cuando se colma de chicos encaprichados que se niegan a todo, es tranquilo y favorable para leer o para escribir. Por la ventana se ven los árboles de la plaza, un poco más lejos el tren, y la gente que pasa por la vereda no da la impresión de tener problema alguno. Leo un rato, escribo un poco; pero a veces aparece Gatti. Gatti va a ese bar, se sienta en cualquier mesa, le dan el diario para que lo hojee, lo hojea. Yo lo miro desde mi lugar; ya no leo más, ya no escribo más, solamente lo simulo. No me le acerco a Gatti, no lo importuno, me limito a pensar en el penal que le atajó a Vanderley en septiembre de 1977 y en el tipo de sensibilidad que él inventó para mi vida. Gatti lee el diario, después lo cierra, saluda, se va. Ya me pasó varias veces. Lo veo irse: camina con cierto lastre en la pierna derecha. Durante días, dos o tres, a veces cuatro, se me pega esa manera de andar, la copio o más bien se me impone. No es extraño que una ampolla, un corte, un golpe fiero o una torcedura se presenten con oportunidad para justificarme y ser mi coartada. Camino así, como Gatti, por algunos días, y después retorno, sin advertirlo, a mi forma más habitual. No le había dicho esto a nadie, me lo guardaba.
Por Martín Kohan
Para LA NACION
Preferencias
Jonathan Franzen
"Me gusta que los escritores europeos no se tomen en serio"

El novelista norteamericano, autor de Las correcciones, distinguido con el National Book Award, critica duramente a Philip Roth, exalta a Norman Mailer y lamenta la obsesión de muchos colegas de su país por escribir la gran novela americana
En 2001 Jonathan Franzen ganó el prestigioso National Book Award con Las correcciones , el best seller que imprevistamente lo hizo rico y famoso, después de años de oscuridad. Seis años más tarde, a los 48 años, el autor de Zona templada y Cómo estar solo es considerado una de las voces más importantes e innovadoras de la literatura estadounidense contemporánea. El mes pasado, cuando regresó como huésped del National Book Award, los periódicos estadounidenses han citado su nombre junto a los de gigantes la literatura estadounidense como Toni Morrison y Joan Didion. "Es difícil hablar de premios sin recordar el año en que uno era el centro de atención", dice Franzen al Corriere, sentado en la sala sobria y austera de su elegante departamento en el Upper East Side de Manhattan, colmado de libros y de obras de arte modernas. "Un maldito blogger me arruinó la velada del Book Award, blandiendo un micrófono ante mi cara y ametrallándome con preguntas vulgares." La proliferación de los blogs literarios: ese fenómeno, según él, es el verdadero enemigo de la cultura. "Lamento la falta de los críticos literarios tradicionales, que actuaban como filtro para descubrir libros de verdadero valor. Es mucho mejor tener 50 inflexibles críticos de esa clase -explica- que tener 500 mil gritones incompetentes." Sin embargo, precisamente una crítica literaria "a la antigua usanza", la influyente Michiko Kakutani, de The New York Times, se cuenta entre sus acérrimos enemigos, ya que regularmente se dedica a censurar cada nuevo esfuerzo del autor. "Es la George Bush de los críticos -ironiza- destruye todo lo que no entiende, que es la mayor parte de lo que lee. Ejerce una influencia deletérea sobre la literatura estadounidense porque es una moralista infantil y carente de sentido del humor, que ve el mundo en blanco y negro." Franzen y Kakutani están de acuerdo en una sola cosa: en su pobre opinión sobre Philip Roth. "También yo detesto al autor de Pastoral americana , porque de hecho no es un escritor de talento. En sus libros habla mucho de sí mismo, ya que en realidad no tiene nada más que contar." Para su profunda antipatía, Franzen reconoce tener también "motivos personales, que sin embargo no quiero discutir". "No es verdad, como sostiene Kakutani, que Roth sea un misógino -agrega-. Exceptuando a sí mismo y a su padre, odia democráticamente a todos, hombres y mujeres, ancianos y niños. En vez de pensar de manera obsesiva en ganar el Nobel, tendría que preocuparse por escribir mejores libros." En cambio, Norman Mailer era de un material completamente diferente. "Una pérdida incalculable para la literatura. Al contrario de Roth, Mailer tenía corazón y una mente generosa, apasionada, insaciable e inquisitiva. Su muerte deja un vacío imposible de llenar: ninguno tiene la estatura suficiente para reemplazarlo." Y sin embargo, incluso el enorme Mailer tenía un talón de Aquiles: su búsqueda obsesiva de "la gran novela americana", que persiguió como una suerte de Santo Grial hasta su muerte. "Mailer codiciaba los deslumbrantes reflectores que habían iluminado el camino de Capote y Hemingway y eso provocó cierto elemento de distracción en su arte. Pero en su interior sabía muy bien que las grandes obras de la literatura nacen en el aislamiento creativo de una habitación, y no bajo los flashes de la vida mundana." -¿También él está en la búsqueda de la gran novela americana? -No me gusta ver la palabra "americana" en un título. Ese adjetivo expresa una presunción egocéntrica y autorreferencial muy querida para alguien como Roth, que tiene el vicio de abusar del término "América" y "americano" en sus títulos. Para mí la gran novela no reconoce fronteras nacionales y nace siempre de profundas crisis personales que contribuyen a que uno pueda entender la tragedia colectiva. Como lo hace el premio Nobel Kenzaburo Oé en Una cuestión personal , una de las novelas más sublimes de la posguerra. La literatura japonesa no es la única privilegiada que colma sus anaqueles, donde la poesía de Eugenio Montale y las novelas de Calvino, Chejov y Dostoievski se codean con los clásicos de la literatura alemana, desde Thomas Mann hasta Franz Kafka, su gran pasión. "Decidí convertirme en escritor después de pasar dos años en Alemania, cuando tenía 20 años, dice Franzen. En Estados Unidos, yo era un ´traga , en Europa era un intelectual. Ser estimado por los mismos motivos que en mi patria me habían transformado en un paria fue una experiencia muy excitante y liberadora." Sólo "de grande" entendió la verdadera diferencia, para un escritor, entre los Estados Unidos y Europa. "Los europeos tienen el mito del literato ´monstruo sagrado , y conciencia de nación, al estilo de Günter Grass y Michel Houellebecq. Entre nosotros, solo se es famoso cuando se puede exigir una bolsa de dinero al editor, como es el caso de Stephen King, o un entertainer fotogénico y desenfadado que todo el país adora." Justamente gracias a una entertainer , la reina del espectáculo estadounidense Oprah Winfrey, en 2001 Franzen se convirtió en una suerte de ícono pop . Winfrey había nominado su libro Las correcciones en su poderosísimo Book Club, y lo anuló luego de que Franzen la criticó afirmando que era de "las ligas inferiores". "La influencia, antes ilimitada, de Oprah en el mundo editorial estadounidense, está disminuyendo -opina el escritor-. La señora es un verdadero genio para manipular los medios masivos de comunicación en una nación evangélica como la nuestra, extremadamente susceptible a los líderes carismáticos que se venden como maestros religiosos." Pero a Franzen ni se le ocurre irse a vivir a la vieja Europa. "Me gusta el hecho de que aquí los escritores no se toman en serio -afirma-. En Europa no habría podido prestar mi voz y mi imagen a un episodio de los Simpson, junto a Tom Wolfe, Gore Vidal, Michael Chabon y Thomas Pynchon, quien se puso una bolsa de papel en la cabeza, para ironizar así su legendaria elusividad. Nos divertimos mucho." Pero existen también otros motivos que lo mantienen lejos de Europa. "Entre nosotros, el gobierno no otorga subsidios ni asignaciones y eso nos obliga a comunicarnos realmente con el público. Así como en el año 30 después de Cristo había que estar en Roma y en 1920 había que estar en Mitteleuropa , hoy el sueño de todos los escritores es Estados Unidos." -¿Y qué le parece el hecho de que los Estados Unidos sean ahora un imperio en decadencia? -Irrelevante. Justamente es en los momentos de crisis cuando nace la verdadera literatura. Pienso en Austria a principios del siglo XX: Karl Kraus, Arthur Schnitzler, Hugo von Hofmannsthal, Sigmund Freud, Franz Kafka, Rainer Maria Rilke, Joseph Roth. Una década en la que los frutos maduras cayeron del árbol sin pulverizarse contra el suelo." -¿Por qué ahora no hay más escritores "genios" en los Estados Unidos? -A decir verdad, recibo muchos libros buenísimos de autores jóvenes. Me gustan mucho Joshua Ferrir, nominado para el National Book Award y Charles Bock, autor de Beautiful Children . Estimo a Keith Gessen, Denis Johnson y Lydia Davis. Es cierto que las mejores obras se escriben entre los 30 y los 40 años porque a los 20 todavía falta experiencia. Mi preocupación es que los jóvenes de hoy no tienen la misma capacidad lingüística que antes, dado que nuestra cultura cada vez tiene menos que ver con la escritura. -¿Su próximo libro? - Zona templada se publicó en 2006, por lo que todavía me quedan dos años de gracia antes de abocarme otra vez al trabajo. Habitualmente, cada libro mío tiene una gestación de años. Siete en el caso de Ciudad veintisiete, casi diez en el caso de Las correcciones . Pero al final la verdadera obra, en sí misma, la escribo en pocos meses. Me entierro vivo en mi casa. Desafortunadamente, mi estilo de trabajo es por completo ineficaz. En realidad Franzen todavía no ha decidido si su próxima obra será una memoir o una obra de ficción. "Si estuviera en condiciones de decir qué clase de libro será antes de haberlo escrito, no valdría la pena empezarlo. Para mí, cada nueva obra debe ser una aventura total y un riesgo completo. De otro modo no me interesa. Y gracias al cielo, puedo demorar incluso veinte años, ya que tengo el mejor editor de los Estados Unidos." A la espera de la próxima "gran obra", Franzen se deleita traduciendo del alemán, idioma que habla con fluidez. En septiembre se ha ocupado de una nueva traducción al inglés de Despertar de primavera , la pieza teatral de Frank Wedekind, puesta en escena actualmente en Broadway bajo la forma de musical rock . "Los productores de Broadway han masacrado el original -se lamenta-. Tal como lo han hecho algunos directores teatrales europeos a los que les gusta quitar toda verdad de los clásicos, para reemplazarlas por mentiras contemporáneas."
© Corriere della Sera
POR ALESSANDRA FARKAS CORRIERE DELLA SERA-- NUEVA YORK, 2007
Traducción: Mirta Rosenberg

No hay comentarios: