Por María Moreno
En una habitación de departamento del barrio de Balvanera iluminada por una vela y cuyas paredes estaban cubiertas en toda su extensión por citas literarias al igual que una cave existencialista, yo solía posar de lectora. Y, cualquiera fuese la posición que adoptase ante el libro, siempre podía divisar la puerta donde un corazón dibujado con tiza encerraba los nombres de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Ese gesto digno de la historieta “Susy, secretos del corazón” no era una rareza. Es que antes de mayo del ’68 nuestros vínculos –los de los que echábamos manotazos de ahogado para encontrar imágenes soberanas en las que templar nuestra adolescencia– estaban atravesados por el molde de ese par mesiánico. Los ménages à trois aderezados por confesiones laicas que se extendían hasta la madrugada, la pose del alcohol y de la boina, el gusto considerado antiburgués por la oscuridad y los locales sin ventanas nos hacían acceder a una filosofía a través de su parte más sencilla, la superficie. Y si El segundo sexo se fue convirtiendo poco a poco en algo así como el Libro Rojo de la nueva feminidad, las autobiografías de Simone de Beauvoir (Memorias de una joven formal, La plenitud de la vida, La fuerza de las cosas y Final de cuentas) nos permitían una lectura paradójica de la propia vida: al mismo tiempo como una elección y como una profecía. Para nosotras, las chicas, los insistentes viajes de aprendizaje que solíamos realizar, mochila al hombro y aire amenazante, estaban menos inspirados en las aventuras selváticas del doctor Guevara que en los viajes que Simone solía hacer sola por el mundo. Creo recordar, en uno de sus libros de memorias, una frase irresponsable: “Ninguna mujer puede ser violada por un solo hombre”. Luego Simone detallaba didácticamente cómo se quitó de encima, y mediante unas cuantas monedas, a un árabe que se le sentó entre las piernas mientras ella dormía tranquila y desafiante en el desierto. Pero nuestra importación no era tan turística. No importaba cuántas veces los imperativos de la moda nos llevaran al lecho del líder y a los delirios celotípicos: fundamentalistas, queríamos explorarlo todo en nombre de una libertad que ignoraba cuánto tenía de un totalitarismo íntimo donde el deseo era considerado una fuerza sin barreras capaz de ignorar tanto la existencia del inconsciente como la de la delicadeza. Sin embargo ninguno de esos matrimonios de exploradores duró menos que los monogámicos o tradicionalistas del cuerno. Entre lágrimas nos divertíamos. Hoy esa “nueva sinceridad” que lucha contra la propiedad privada de los cuerpos quizá vive sus vicisitudes en los vínculos entre homosexuales, mostrando que cuestionar el imperativo hétero no exige sólo cambiar el otro sexo por el mismo sino, como quería Foucault, “otro modo de vida”.
Fueron esas invenciones privadas las que, publicadas las cartas y diarios de la pareja vedette y cumplidos los derechos a réplica de las supuestas víctimas de esa pasión caníbal, se convirtieron en el flanco débil de la obra de Simone de Beauvoir: las críticas hoy se apoyan fundamentalmente en las vertientes dramáticas del vínculo de ésta con Sartre y en una supuesta misoginia que ni el monumental El segundo sexo pudo expiar. Sin embargo, cabe aclarar que la de Simone de Beauvoir y Sartre no era una “pareja abierta” a la americana, según los códigos de las comunidades californianas de los años sesenta, ni de consumidores de avisos swinger. Para el existencialismo cada conciencia que logra su libertad es una perpetua superación de sí misma hacia otras libertades. Esta acta de los misioneros Sartre y De Beauvoir, que llevaba a no desestimar el amor y la amistad plurales, no podía realizarse sin conflictos, ya que no se trataba de una política de la felicidad sino de una exploración de la libertad. ¿Simone de Beauvoir, por haber escrito El segundo sexo, debía mantener con las mujeres relaciones carentes de aristas celosas, envidiosas o despectivas? Más claro, ¿deberíamos abandonar la lectura de Marx por el trato que le daba a su mucama? ¿A Freud por haberse impuesto la castidad para escribir un obra que otorga una gran importancia a la sexualidad?
Fueron esas invenciones privadas las que, publicadas las cartas y diarios de la pareja vedette y cumplidos los derechos a réplica de las supuestas víctimas de esa pasión caníbal, se convirtieron en el flanco débil de la obra de Simone de Beauvoir: las críticas hoy se apoyan fundamentalmente en las vertientes dramáticas del vínculo de ésta con Sartre y en una supuesta misoginia que ni el monumental El segundo sexo pudo expiar. Sin embargo, cabe aclarar que la de Simone de Beauvoir y Sartre no era una “pareja abierta” a la americana, según los códigos de las comunidades californianas de los años sesenta, ni de consumidores de avisos swinger. Para el existencialismo cada conciencia que logra su libertad es una perpetua superación de sí misma hacia otras libertades. Esta acta de los misioneros Sartre y De Beauvoir, que llevaba a no desestimar el amor y la amistad plurales, no podía realizarse sin conflictos, ya que no se trataba de una política de la felicidad sino de una exploración de la libertad. ¿Simone de Beauvoir, por haber escrito El segundo sexo, debía mantener con las mujeres relaciones carentes de aristas celosas, envidiosas o despectivas? Más claro, ¿deberíamos abandonar la lectura de Marx por el trato que le daba a su mucama? ¿A Freud por haberse impuesto la castidad para escribir un obra que otorga una gran importancia a la sexualidad?
EL SEGUNDO SEXO
Hace cincuenta años, más exactamente el 24 de mayo de 1949, apareció esta obra, llegando a alcanzar, durante las primeras semanas, entre las “oes” de escándalo y las persignaciones conjuradoras, una cifra de ventas de 20.000 ejemplares. En enero de 1999 la historiadora Michelle Perrot convocó a los salones de La Sorbona y el Ministerio de Investigación y Educación de París a 120 mujeres provenientes de todas partes del mundo, para homenajear a la que, con su turbante rojo y un anillo regalado por su amante Nelson Algreen en el dedo, había sido enterrada en Montmartre trece años antes. Muchas de las ponencias se detuvieron en una lectura vigorosa de El segundo sexo, el libro que daría la buena noticia de que ser mujer no es una esencia ni un destino y que la opresión tiene un status contingente. Durante el coloquio, Sylvie Chaperon hizo una historia de las traducciones: los japoneses, por ejemplo, habían reemplazado “feminidad” por “maternidad”. En los EE.UU. el texto fue cortado de manera que quedaran fuera las partes más complejas, privilegiando las positivas. En la desaparecida URSS estuvo prohibido hasta la llegada de Gorbachov.
Los ataques más virulentos contra El segundo sexo parten de las afiliadas al feminismo de la diferencia. Sylviane Agacinsky, por ejemplo, autora de Política de sexos, le reprocha haber pensado la maternidad sólo en términos de opresión, olvidando el contexto del libro: la Francia coaccionada a levantar la tasa de natalidad y así conjurar el fantasma de la poderosa Alemania y a relevar los cuerpos invertidos en la Segunda Guerra. La teórica Judith Butler la acusa de no haber cuestionado la noción del sujeto cartesiano, en un paulatino cambio de opinión, ya que en una lectura anterior de El segundo sexo había encontrado en la frase “uno no nace mujer, sino que se hace” una fecundidad inusitada para redefinir las fronteras entre los géneros. Lo cierto es que cuando Simone de Beauvoir escribió El segundo sexo no era feminista y faltaban casi dos décadas para que irrumpiera en Francia el MLF, Movimiento de Liberación Femenina. Simone de Beauvoir se hizo políticamente feminista en los años setenta y no se la puede juzgar hoy por su enfrentamiento a una posición (la del feminismo de la diferencia) que no existía cuando ella escribió su texto fundante. Por otra parte, lo que más tarde vio en el feminismo de la diferencia era, desde la filosofía existencialista, su propio disentimiento con el psicoanálisis pero también una metafísica y un soporte poético del conformismo político.
¿Hay que guardar El segundo sexo junto a Corazón de Edmundo D’Amicis, por ejemplo, en nombre de un supuesto evolucionismo teórico? ¿Habrá que dejar de leer a Kant porque existe Lévinas? ¿A Freud porque existe Lacan?
Los ataques más virulentos contra El segundo sexo parten de las afiliadas al feminismo de la diferencia. Sylviane Agacinsky, por ejemplo, autora de Política de sexos, le reprocha haber pensado la maternidad sólo en términos de opresión, olvidando el contexto del libro: la Francia coaccionada a levantar la tasa de natalidad y así conjurar el fantasma de la poderosa Alemania y a relevar los cuerpos invertidos en la Segunda Guerra. La teórica Judith Butler la acusa de no haber cuestionado la noción del sujeto cartesiano, en un paulatino cambio de opinión, ya que en una lectura anterior de El segundo sexo había encontrado en la frase “uno no nace mujer, sino que se hace” una fecundidad inusitada para redefinir las fronteras entre los géneros. Lo cierto es que cuando Simone de Beauvoir escribió El segundo sexo no era feminista y faltaban casi dos décadas para que irrumpiera en Francia el MLF, Movimiento de Liberación Femenina. Simone de Beauvoir se hizo políticamente feminista en los años setenta y no se la puede juzgar hoy por su enfrentamiento a una posición (la del feminismo de la diferencia) que no existía cuando ella escribió su texto fundante. Por otra parte, lo que más tarde vio en el feminismo de la diferencia era, desde la filosofía existencialista, su propio disentimiento con el psicoanálisis pero también una metafísica y un soporte poético del conformismo político.
¿Hay que guardar El segundo sexo junto a Corazón de Edmundo D’Amicis, por ejemplo, en nombre de un supuesto evolucionismo teórico? ¿Habrá que dejar de leer a Kant porque existe Lévinas? ¿A Freud porque existe Lacan?
SIMONE AQUI
En la Argentina Simone de Beauvoir ha dejado huellas por lo menos heterogéneas. El segundo sexo instó a Silvina Bullrich a una interpretación pragmática y burguesa que la llevó a promover en sus obras la independencia sexual y la voracidad profesional (¿un toque de Françoise Sagan en ese look?). Alentó a Beatriz Guido a imitar en su vínculo con Leopoldo Torre Nilsson una unión místico-intelectual y, en sus novelas, el sello del compromiso político. Las protagonistas de Ernesto Sabato: la Alejandra de Sobre héroes y tumbas y la María de El túnel vienen de la ósmosis sartreana, su estilo trágico, ¿su neurosis?, pero con un fondo de adustez muy a la De Beauvoir.
En los años sesenta Oscar Masotta y René Cuellar llevaban a la práctica una vida de corte existencialista y una filosofía a tono que alimentó los escritos del primero (más bien sus primeros escritos, como Conciencia y estructura), a la manera de una fundación. El vínculo múltiple y pasional no carecía de violencia y hubo un Masotta, por excepción parco en reflexiones, que respondió a una encuesta realizada por la revista Claudia sobre los deseos de fin de año: “Quisiera que la persona que amo cambiara”.
Simone de Beauvoir aparece como personaje en la novela Nanina de Germán L. García: el joven protagonista y su novia viajan desde Junín a Buenos Aires, sueñan, fantasean. “Y Mirta leerá a Simone de Beauvoir” se lee en algún pasaje. El segundo sexo no aparece como el panfleto importado que hay que adaptar o cuestionar a la realidad nacional sino como el pasaporte de una joven provinciana para abordar la gran ciudad.
En los años sesenta Oscar Masotta y René Cuellar llevaban a la práctica una vida de corte existencialista y una filosofía a tono que alimentó los escritos del primero (más bien sus primeros escritos, como Conciencia y estructura), a la manera de una fundación. El vínculo múltiple y pasional no carecía de violencia y hubo un Masotta, por excepción parco en reflexiones, que respondió a una encuesta realizada por la revista Claudia sobre los deseos de fin de año: “Quisiera que la persona que amo cambiara”.
Simone de Beauvoir aparece como personaje en la novela Nanina de Germán L. García: el joven protagonista y su novia viajan desde Junín a Buenos Aires, sueñan, fantasean. “Y Mirta leerá a Simone de Beauvoir” se lee en algún pasaje. El segundo sexo no aparece como el panfleto importado que hay que adaptar o cuestionar a la realidad nacional sino como el pasaporte de una joven provinciana para abordar la gran ciudad.
UN RELOJ EN LA HELADERA
Aun los que hoy consideran que las reivindicaciones feministas son superfluas comadrean sobre el estilo adusto –”institutriz con zapatos de taco chato”, la llamó Nelson Algreen– de Simone de Beauvoir, su turbante copetudo que le daba aspecto de sultán, su agresividad sin atenuantes, las exigencias de rigor crítico con que azuzaba a sus amigos y amores, es decir, le reclaman “ser más femenina”. Han olvidado que la vehemencia forma parte del estilo oratorio del existencialismo, como si el compromiso necesitara gritarse en negritas. Que Simone de Beauvoir careció de la dulzaína retórica con que la psicología remozaría años más tarde los buenos modales de la feminidad y que para dar a luz El segundo sexo era preciso ser fuerte. He aquí un ejemplo de esa fuerza.
Claude Mauriac había aludido en Le Figaro Littéraire a Simone de Beauvoir con la siguiente bajeza: “Escuchamos con un tono de indiferencia cortés... a la más brillante de ellas, sabedores de que su espíritu refleja de manera más o menos deslumbrante una serie de ideas que proviene de nosotros”. Ella le contesta en El segundo sexo: “No son las ideas de Claude Mauriac en persona, evidentemente, las que refleja su interlocutor, puesto que no se le conoce ninguna; es posible que ella refleje ideas que provienen de los hombres; entre los mismos machos hay más de uno que considera suyas opiniones que no ha inventado; es posible preguntarse, entonces, si Claude Mauriac no tendría interés en entretenerse con un buen reflejo de Descartes, de Marx o de Gide antes que consigo mismo; lo notable es que por medio del equívoco del nosotros se identifique con San Pablo, Hegel, Lenin y Nietzsche, y que desde lo alto de su grandeza considere con desdén al rebaño de mujeres que se atreven a hablarle en un pie de igualdad; a decir verdad, conozco a más de una que no tendría paciencia suficiente para conceder al señor Mauriac un ‘tono de indiferencia cortés’”.
Una amante engañada la definió como “un reloj en la heladera”. Sin embargo basta leer las memorias de Simone de Beauvoir para recorrer los detalles de una sensualidad introspectiva y un coraje en la autoexposición que, lejos de ser motivado por el exhibicionismo, se sustentaba en investigaciones de las que se exigía no sustraerse como objeto: “No soy yo la que se despega de las antiguas felicidades, sino ellas de mí: los senderos de la montaña se niegan a mis pies; nunca más me desplomaré cansada entre el olor del heno, nunca más resbalaré solitaria en la nieve de la mañana. Nunca más un hombre”, desnuda como testimonio de la vejez, empezando por la propia. La definición de Simone de Beauvoir como un “reloj en la heladera” no evita que haya sido ella la primera mujer que describió una fellatio de la que era protagonista activa (Los mandarines, La fuerza de las cosas). Que hoy su obra se reduzca a los avatares de su intimidad con Sartre (a un supuesto fracaso) y a la superación de “ese” feminismo parece ser un eco de la invitación a la monogamia, a la vuelta al hogar de la estresada mujer independiente y a las pasiones de segunda que, con la chapa del sida y de la violencia juvenil, realiza el modelo conservador que parece menos superable que El segundo sexo.
En 1986, mientras acompañaba el cuerpo de Simone de Beauvoir al cementerio, en medio de un cortejo de 10.000 personas, la historiadora Elisabeth Badinter estalló en sollozos gritando a las mujeres de la multitud “¡Le debéis todo!”. Y la frase fue repitiéndose, cantándose en diferentes lenguas, renovando los sollozos. Quizá no se pueda esperar hoy un efecto similar entre las jóvenes que lean por primera vez El segundo sexo, pero es deseable que éste se convierta en un libro talismán como lo fue para varias generaciones de mujeres.
Estos testimonios están tomados de la excelente entrevista que le hicieron Claude Lanzmann, redactor de Los Tiempos Modernos, la revista fundada por Sartre, y Madeleine Gobeil, para Radio Canadá y que por estos días emite el canal Encuentro.
Claude Mauriac había aludido en Le Figaro Littéraire a Simone de Beauvoir con la siguiente bajeza: “Escuchamos con un tono de indiferencia cortés... a la más brillante de ellas, sabedores de que su espíritu refleja de manera más o menos deslumbrante una serie de ideas que proviene de nosotros”. Ella le contesta en El segundo sexo: “No son las ideas de Claude Mauriac en persona, evidentemente, las que refleja su interlocutor, puesto que no se le conoce ninguna; es posible que ella refleje ideas que provienen de los hombres; entre los mismos machos hay más de uno que considera suyas opiniones que no ha inventado; es posible preguntarse, entonces, si Claude Mauriac no tendría interés en entretenerse con un buen reflejo de Descartes, de Marx o de Gide antes que consigo mismo; lo notable es que por medio del equívoco del nosotros se identifique con San Pablo, Hegel, Lenin y Nietzsche, y que desde lo alto de su grandeza considere con desdén al rebaño de mujeres que se atreven a hablarle en un pie de igualdad; a decir verdad, conozco a más de una que no tendría paciencia suficiente para conceder al señor Mauriac un ‘tono de indiferencia cortés’”.
Una amante engañada la definió como “un reloj en la heladera”. Sin embargo basta leer las memorias de Simone de Beauvoir para recorrer los detalles de una sensualidad introspectiva y un coraje en la autoexposición que, lejos de ser motivado por el exhibicionismo, se sustentaba en investigaciones de las que se exigía no sustraerse como objeto: “No soy yo la que se despega de las antiguas felicidades, sino ellas de mí: los senderos de la montaña se niegan a mis pies; nunca más me desplomaré cansada entre el olor del heno, nunca más resbalaré solitaria en la nieve de la mañana. Nunca más un hombre”, desnuda como testimonio de la vejez, empezando por la propia. La definición de Simone de Beauvoir como un “reloj en la heladera” no evita que haya sido ella la primera mujer que describió una fellatio de la que era protagonista activa (Los mandarines, La fuerza de las cosas). Que hoy su obra se reduzca a los avatares de su intimidad con Sartre (a un supuesto fracaso) y a la superación de “ese” feminismo parece ser un eco de la invitación a la monogamia, a la vuelta al hogar de la estresada mujer independiente y a las pasiones de segunda que, con la chapa del sida y de la violencia juvenil, realiza el modelo conservador que parece menos superable que El segundo sexo.
En 1986, mientras acompañaba el cuerpo de Simone de Beauvoir al cementerio, en medio de un cortejo de 10.000 personas, la historiadora Elisabeth Badinter estalló en sollozos gritando a las mujeres de la multitud “¡Le debéis todo!”. Y la frase fue repitiéndose, cantándose en diferentes lenguas, renovando los sollozos. Quizá no se pueda esperar hoy un efecto similar entre las jóvenes que lean por primera vez El segundo sexo, pero es deseable que éste se convierta en un libro talismán como lo fue para varias generaciones de mujeres.
Estos testimonios están tomados de la excelente entrevista que le hicieron Claude Lanzmann, redactor de Los Tiempos Modernos, la revista fundada por Sartre, y Madeleine Gobeil, para Radio Canadá y que por estos días emite el canal Encuentro.
El mundo alrededor
“Sí, hay una relación con el mundo en la manera en que vivo. No me limito a firmar un manifiesto, y después a pensar en otra cosa, sino que existe una voluntad de liberación. Para mí, escribir mis memorias no era solamente hablar de mí, era hablar a fondo de mi época. Se me ha reprochado el haber pasado tanto tiempo escribiendo una autobiografía, y se me ha dicho que yo era una narcisista o bien una egocéntrica. Pienso que ese reproche es falso, porque si quise hablar de mí misma es para dar testimonio sobre mi época y sobre una cantidad de cosas que van más allá de mí. Por ejemplo, pienso que es interesante, en una época de transición en la que la condición de la mujer pasa por un momento difícil, mostrar cómo vivía una mujer de esa época. Pero, de manera más general, pienso que era interesante mostrar cómo había vivido alguien de esa época.
“Sí, hay una relación con el mundo en la manera en que vivo. No me limito a firmar un manifiesto, y después a pensar en otra cosa, sino que existe una voluntad de liberación. Para mí, escribir mis memorias no era solamente hablar de mí, era hablar a fondo de mi época. Se me ha reprochado el haber pasado tanto tiempo escribiendo una autobiografía, y se me ha dicho que yo era una narcisista o bien una egocéntrica. Pienso que ese reproche es falso, porque si quise hablar de mí misma es para dar testimonio sobre mi época y sobre una cantidad de cosas que van más allá de mí. Por ejemplo, pienso que es interesante, en una época de transición en la que la condición de la mujer pasa por un momento difícil, mostrar cómo vivía una mujer de esa época. Pero, de manera más general, pienso que era interesante mostrar cómo había vivido alguien de esa época.
En esta foto, Lanzmann junto a Beauvoir y Sartre en Egipto.
Por ejemplo. Cuento que un día, yendo en auto con unos amigos, vi pasar por el cielo el primer Sputnik. Que yo haya visto pasar el Sputnik en ese momento es un hecho trivial. Pero pienso que a la gente que viva en el futuro podría interesarle saber, a través de mi libro, o a través de otros libros, qué sentimos nosotros, la gente de este siglo, frente al primer Sputnik, y cómo vivimos esa aventura.”
El mundo del trabajo
“En el trabajo, a las mujeres no se las contrata de muy buen grado. Es difícil que pueda conseguir un puesto importante. Y si lo consigue, será considerada como menos importante, aunque llegue a ser jefe. Será considerada como un subjefe, hace el trabajo de un jefe, pero se le paga como a un subjefe. Es muy desalentador para una mujer que trabaja saber que, excepto en casos excepcionales, nunca llegará a hacer una gran carrera, porque los hombres la oprimen, y porque las mismas mujeres, en la medida en que se trate de una clientela, no le tienen tanta confianza como se la tienen a los hombres.”
El mundo del trabajo
“En el trabajo, a las mujeres no se las contrata de muy buen grado. Es difícil que pueda conseguir un puesto importante. Y si lo consigue, será considerada como menos importante, aunque llegue a ser jefe. Será considerada como un subjefe, hace el trabajo de un jefe, pero se le paga como a un subjefe. Es muy desalentador para una mujer que trabaja saber que, excepto en casos excepcionales, nunca llegará a hacer una gran carrera, porque los hombres la oprimen, y porque las mismas mujeres, en la medida en que se trate de una clientela, no le tienen tanta confianza como se la tienen a los hombres.”
Detrás de todo gran hombre
“Si la mujer está despolitizada, despolitiza al hombre. Eso es importante, porque siempre la emancipación de la mujer ha estado unida a la emancipación social. Cuando en Estados Unidos hubo un gran movimiento contra la segregación racial, en el siglo XIX, hubo al mismo tiempo un gran movimiento feminista.”
“Si la mujer está despolitizada, despolitiza al hombre. Eso es importante, porque siempre la emancipación de la mujer ha estado unida a la emancipación social. Cuando en Estados Unidos hubo un gran movimiento contra la segregación racial, en el siglo XIX, hubo al mismo tiempo un gran movimiento feminista.”
La cocina
“Como se trata de una sociedad de consumo, se condiciona a la mujer para que sea una consumidora. Y la consumidora ideal sería una mujer instruida, que se había preparado para estudiar, para trabajar, para tener una carrera, y que luego se encontró encerrada en la cocina. Y entonces, se la persuade de que se puede ser una mujer creadora haciendo una torta y lavando la ropa, y se la condiciona para que compre más y más cosas.”
“Como se trata de una sociedad de consumo, se condiciona a la mujer para que sea una consumidora. Y la consumidora ideal sería una mujer instruida, que se había preparado para estudiar, para trabajar, para tener una carrera, y que luego se encontró encerrada en la cocina. Y entonces, se la persuade de que se puede ser una mujer creadora haciendo una torta y lavando la ropa, y se la condiciona para que compre más y más cosas.”
Mi vida
“Nunca pensé que había fracasado en mi vida, estoy contenta de mi vida, y creo que si tomamos las palabras de Goethe, en el sentido de que una buena vida es aquella en la que los sueños de juventud se ven realizados en la madurez, entonces he triunfado en la vida. Simplemente, hay un momento en el que uno examina reflexivamente su vida, y se da cuenta de que una vida exitosa puede ser un fracaso. Porque una vida no es algo que se pueda tomar entre las manos, poseerla, contemplarla. Una vida no es algo que se pueda tener. El futuro, visto como futuro, es una síntesis imposible entre los deseos que se tienen para uno mismo. Y si reproducimos las cosas que dijimos que íbamos a hacer; si pisamos exactamente en los senderos en donde quisimos, y los senderos son los que uno había proyectado, aun así, eso no impide que este paseo que hacemos en el presente, y que va a quedar fijado en el pasado, no sea el paseo que imaginamos y que soñamos cuando lo proyectábamos.”
Los felices
“Creo que la gente que ama la vida, que aprecia la felicidad, es la misma gente para quien la muerte y la infelicidad son cosas intolerables. Hay gente que vive siempre en una especie de zona gris entre dos aguas. No tienen mucho interés por la vida y tampoco les parece tan horrible morir. Lo mismo se aplica a aquellos para quienes la vida es una especie de largo padecer. No tienen ni el aprecio por la felicidad ni el sentido de la desdicha. Creo que porque tengo un aprecio por la vida tan grande, tengo el sentido de la infelicidad, y la infelicidad me parece algo trágico. Aunque cuando se envejece las dos se mezclan un poco más, las alegrías son menos vivas, y el sentido de la muerte es menos trágico, porque se ha terminado por comprender que hay que aceptarlo, y que, después de todo, es la única solución.”
“Creo que la gente que ama la vida, que aprecia la felicidad, es la misma gente para quien la muerte y la infelicidad son cosas intolerables. Hay gente que vive siempre en una especie de zona gris entre dos aguas. No tienen mucho interés por la vida y tampoco les parece tan horrible morir. Lo mismo se aplica a aquellos para quienes la vida es una especie de largo padecer. No tienen ni el aprecio por la felicidad ni el sentido de la desdicha. Creo que porque tengo un aprecio por la vida tan grande, tengo el sentido de la infelicidad, y la infelicidad me parece algo trágico. Aunque cuando se envejece las dos se mezclan un poco más, las alegrías son menos vivas, y el sentido de la muerte es menos trágico, porque se ha terminado por comprender que hay que aceptarlo, y que, después de todo, es la única solución.”
Memorias de una joven formal
“Bastante temprano en mi vida, yo ya había decidido escribir el primer tomo. Porque quería preservar mi infancia, mi juventud. Hay una diferencia tan grande entre la vida adulta y la vida de la infancia, de la adolescencia, que a veces se tiene la impresión de haber enterrado a la niña y la joven que hemos sido. Y entonces me parecía que era un deber que tenía para con ella, el de volverla a la vida. Sobre todo porque hubo momentos de mi adolescencia que fueron muy dolorosos, incluyendo la muerte de mi mejor amiga, de una manera trágica. Así que yo quería hacerle justicia, a la vez a mí misma y a esta amiga, y a todo lo que había sido esa infancia y esa juventud.
Era un proyecto que venía de muy lejos. Podría decir que sólo escribí mis otros libros para poder tener el derecho de escribir esta historia, porque si yo hubiera sido una persona desconocida, contar mis inicios no habría tenido ningún sentido. ”
“Bastante temprano en mi vida, yo ya había decidido escribir el primer tomo. Porque quería preservar mi infancia, mi juventud. Hay una diferencia tan grande entre la vida adulta y la vida de la infancia, de la adolescencia, que a veces se tiene la impresión de haber enterrado a la niña y la joven que hemos sido. Y entonces me parecía que era un deber que tenía para con ella, el de volverla a la vida. Sobre todo porque hubo momentos de mi adolescencia que fueron muy dolorosos, incluyendo la muerte de mi mejor amiga, de una manera trágica. Así que yo quería hacerle justicia, a la vez a mí misma y a esta amiga, y a todo lo que había sido esa infancia y esa juventud.
Era un proyecto que venía de muy lejos. Podría decir que sólo escribí mis otros libros para poder tener el derecho de escribir esta historia, porque si yo hubiera sido una persona desconocida, contar mis inicios no habría tenido ningún sentido. ”
Las mujeres
“La situación actual no es nada buena para las mujeres. Incluso creo que es peor que cuando escribí El segundo sexo. Cuando escribí El segundo sexo tenía una gran esperanza en que la condición de las mujeres iba a cambiar. Es lo que digo en el final del libro. “Espero que algún día este libro esté perimido.” Y por desgracia, no lo está. Se dice que está perimido, pero por las razones inversas. Yo creo que las mujeres tienen que lograr una emancipación radical, total, que las haga realmente iguales a los hombres, y esta emancipación sólo puede lograrse a través del trabajo. Es necesario que las mujeres trabajen de manera universal. Que el trabajar sea igual de normal para ellas para que las mujeres puedan sentirse, profundamente, iguales a los hombres tanto en el plano intelectual como en el plano psicológico y moral. Sólo así podrá conseguirlo, y tener responsabilidades económicas, políticas y sociales equivalentes.”
“La situación actual no es nada buena para las mujeres. Incluso creo que es peor que cuando escribí El segundo sexo. Cuando escribí El segundo sexo tenía una gran esperanza en que la condición de las mujeres iba a cambiar. Es lo que digo en el final del libro. “Espero que algún día este libro esté perimido.” Y por desgracia, no lo está. Se dice que está perimido, pero por las razones inversas. Yo creo que las mujeres tienen que lograr una emancipación radical, total, que las haga realmente iguales a los hombres, y esta emancipación sólo puede lograrse a través del trabajo. Es necesario que las mujeres trabajen de manera universal. Que el trabajar sea igual de normal para ellas para que las mujeres puedan sentirse, profundamente, iguales a los hombres tanto en el plano intelectual como en el plano psicológico y moral. Sólo así podrá conseguirlo, y tener responsabilidades económicas, políticas y sociales equivalentes.”
La doble vida de la mujer
“Las mujeres, lo que es trágico en el caso de las obreras, que tienen vidas y trabajos difíciles, también tienen que ocuparse de todas las tareas de la casa ellas solas. Una mujer que ha trabajado ocho horas en una fábrica y vuelve a su casa a la noche, tiene que ocuparse de los chicos, de la casa, de la cocina y de las compras, y tiene que hacer durante cuatro horas el trabajo de la casa, además del trabajo profesional. Es una cosa agobiante que la lleva al borde de la depresión nerviosa, y que le impide hacer con placer ninguno de los dos trabajos, ni el de la casa, ni el de la fábrica u oficina.”
La nota de María Moreno es una versión revisada por la autora del prólogo a la última edición local de El segundo sexo (Sudamericana, 1999).
“Las mujeres, lo que es trágico en el caso de las obreras, que tienen vidas y trabajos difíciles, también tienen que ocuparse de todas las tareas de la casa ellas solas. Una mujer que ha trabajado ocho horas en una fábrica y vuelve a su casa a la noche, tiene que ocuparse de los chicos, de la casa, de la cocina y de las compras, y tiene que hacer durante cuatro horas el trabajo de la casa, además del trabajo profesional. Es una cosa agobiante que la lleva al borde de la depresión nerviosa, y que le impide hacer con placer ninguno de los dos trabajos, ni el de la casa, ni el de la fábrica u oficina.”
La nota de María Moreno es una versión revisada por la autora del prólogo a la última edición local de El segundo sexo (Sudamericana, 1999).
Tres deseos por Arthur C. Clarke
El escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke cumplió 90 años el último 16 de diciembre. Para esa fecha, difundió por YouTube un mensaje con el que hizo públicos estos tres deseos. Mundialmente famoso por ser autor de la novela en la que se basó Stanley Kubrick para hacer su película 2001, Odisea del espacio, Clarke es también conocido por haber anticipado la utilización de satélites espaciales para las comunicaciones, entre otros inventos. En dicho mensaje, además, declaró no sentirse ni un año más viejo que sus 90 años, y que le gustaría ser recordado simplemente “como un escritor”.
El escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke cumplió 90 años el último 16 de diciembre. Para esa fecha, difundió por YouTube un mensaje con el que hizo públicos estos tres deseos. Mundialmente famoso por ser autor de la novela en la que se basó Stanley Kubrick para hacer su película 2001, Odisea del espacio, Clarke es también conocido por haber anticipado la utilización de satélites espaciales para las comunicaciones, entre otros inventos. En dicho mensaje, además, declaró no sentirse ni un año más viejo que sus 90 años, y que le gustaría ser recordado simplemente “como un escritor”.
1
Evidencia de vida extraterrestre
Siempre he creído que no estamos solos en el universo. Pero todavía estamos esperando que los extraterrestres nos llamen, o nos den alguna clase de señal. No tenemos forma de saber cuándo puede llegar a suceder. Pero deseo que suceda cuanto antes.
2
Fuentes de energía renovables
Me gustaría ver cómo todos abandonamos nuestra adicción al petróleo y adoptamos fuentes de energía renovables. Durante más de una década, he monitoreado varios experimentos con nuevas fuentes de energía, pero aún no han producido resultados comerciales.
3
Paz en Sri Lanka
Vivo en Sri Lanka desde hace 50 años y durante la mitad de ese tiempo he sido triste testigo del amargo conflicto que divide a mi país adoptivo. Es mi deseo profundo que se establezca una paz duradera en Sri Lanka lo antes posible. Pero estoy al tanto de que la paz no sólo puede ser deseada, requiere mucho trabajo, coraje y resistencia.
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Bebidas
El ajenjo vuelve a ser legal en Estados Unidos
Luz verde
Su nombre está ligado a buena parte de las leyendas artísticas de los siglos XIX y XX. Los estados a los que induce han sido responsabilizados por suicidios, asesinatos, brotes, grandes obras y lamentables finales. Fue prohibido y su mala fama lo acompañó durante todo el siglo. Sin embargo, detrás de las malas lenguas se escondía una guerra comercial; del otro lado, la pluma de grandes poetas. Ahora que el ajenjo vuelve a ser legal en Estados Unidos (con su arrolladora influencia en el mundo), he aquí su historia y algunos de sus grandes momentos en boca de sus célebres bebedores.
Su nombre está ligado a buena parte de las leyendas artísticas de los siglos XIX y XX. Los estados a los que induce han sido responsabilizados por suicidios, asesinatos, brotes, grandes obras y lamentables finales. Fue prohibido y su mala fama lo acompañó durante todo el siglo. Sin embargo, detrás de las malas lenguas se escondía una guerra comercial; del otro lado, la pluma de grandes poetas. Ahora que el ajenjo vuelve a ser legal en Estados Unidos (con su arrolladora influencia en el mundo), he aquí su historia y algunos de sus grandes momentos en boca de sus célebres bebedores.
Por Mariana Enriquez
La cuchara y el azúcar sobre las que se vierte el ajenjo para tomarlo.
Fue la gran bebida maldita, la que hasta hoy evoca historias de locura, decadencia y magia. La que esclavizó a sus amantes, la que llevó al suicidio a Van Gogh y condenó a Paul Verlaine; la bebida favorita de Degas y Toulouse-Lautrec. El ajenjo y su misterio oscuro seducen por el peligro, aunque en realidad el licor no es peligroso (o lo es tanto como cualquier bebida alcohólica si se la toma en cantidades grotescas). Sucede que a principios del siglo XX hubo una conjura fomentada por una buena oportunidad: los productores y vendedores de vino querían detener la popularidad del ajenjo –había crecido por problemas con los viñedos que subieron el precio– y encontraron la excusa en un crimen cometido por un suizo que, borracho de ajenjo, asesinó a toda su familia en 1905. Un año después, entre el lobby y la mala prensa, el ajenjo se prohibió en Europa. En 1912 se prohibió en Estados Unidos. Algunos países como España y Checoslovaquia no se plegaron a la ilegalidad, pero allí la bebida nunca había sido popular, y no había productores. Mientras tanto, creció la leyenda. Y en los años ’90 del siglo XX se empezó a percibir una lenta pero segura vuelta de la bebida del hada verde. Se volvió a legalizar en Europa, pero casi nadie la fabricaba: la mala fama permanecía, y nadie quería caer en la bancarrota con la aventura de devolverle la vida a la bebida más romántica. El cine de encargó de ofrecer escenas donde la bebida verde era símbolo de pasión y bohemia: en Drácula de Francis Ford Coppola, en Moulin Rouge de Baz Lurhmann, en Desde el infierno de los hermanos Hughes, donde la toma con seducción infalible Johnny Depp.
Por fin, entonces, el ajenjo volvió a ser legal en el mayor mercado del mundo, el que marca las tendencias, el que lo desparramará por el mundo una vez más: en Estados Unidos. Y ya está el escenario preparado. Uno de los bares más atractivos de Nueva York, el Employees Only, contrató especialmente a guapos barmen serbios para que sirvan el ajenjo con el ritual de rigor (que se llama louche). El químico francés T.A. Breaux, que tiene su propia línea de ajenjo artesanal en Francia (Jade Liqueurs), acaba de ser contratado por la distribuidora Viridian Spirits para que produzca un ajenjo adecuado a los paladares norteamericanos; ya está listo y se llama Lucid. El diseño de la botella homenajea al Chat Noir de Montmartre. La empresa Kubler, suiza, principal exportadora de ajenjo a Estados Unidos, puso el grito en el cielo, pero es evidente que no podrán detener la avalancha: Marilyn Manson acaba de sacar su propia marca, Mansinthe, que por ahora sólo se consigue online.
Claro, lo que sucede es mucho más grave: ahora que se podrá tomar, que será una bebida alcohólica fuerte más, el ajenjo perderá todo su misterio, aunque se usen bellas copas y cucharas art-nouveau. Antes de que eso suceda, ofrecemos un repaso por algunos de los grandes éxitos del ajenjo cuando era el compañero de los poetas.
Por tres días tras el entierro de mi querida prima existí para la cerveza y nada más que para la cerveza. Al regresar a París, como si ya no fuera bastante desdichado, mi patrón me retó por el día extra que me había tomado, a lo que le contesté que se ocupara de sus malditos asuntos. Me había convertido en un alcohólico, y puesto que la cerveza de París es mala, me volqué al ajenjo, ajenjo por la tarde y por la noche (...) ¡Ajenjo! Qué horrible es pensar en aquellos días y en los días más recientes que siguen demasiado cerca para mi dignidad y salud –particularmente mi dignidad– cuando me pongo a pensar. Un simple trago de la vil hechicera (¿quién fue el tonto que la exaltó como un hada o una musa verde?): un trago seguía siendo atractivo. Pero luego mi adicción fue seguida de consecuencias más dramáticas... ¿Dónde pasé mis noches? No siempre en lugares muy respetables. A menudo descarriadas “bellezas” me encadenaban con “guirnaldas de flores” o pasaba horas y horas en aquella casa de fama enfermiza descripta con tanta maestría por Catulle Mendes...
Paul Verlaine en sus Confesiones, 1895
Paul Verlaine en sus Confesiones, 1895
“El whisky y la cerveza son para tontos, el ajenjo para los poetas. El ajenjo tiene el poder de los magos, puede borrar o cambiar el pasado, anular o predecir el futuro.”
Ernest Dowson, poeta inglés y miembro de la generación trágica de los decadentes de 1890. Murió a los 32 años, en 1900. Oscar Wilde dijo sobre él: “Espero que hojas de ruda y también de mirto caigan sobre su tumba, pues sabía lo que era el amor”.
Ajenjo: veneno excelentemente violento. Un vaso y estás muerto. Los periodistas lo beben mientras escriben sus artículos. Ha matado a más soldados que los beduinos. Será la destrucción del ejército francés.
Gustave Flaubert en su Diccionario de ideas adquiridas
Ernest Dowson, poeta inglés y miembro de la generación trágica de los decadentes de 1890. Murió a los 32 años, en 1900. Oscar Wilde dijo sobre él: “Espero que hojas de ruda y también de mirto caigan sobre su tumba, pues sabía lo que era el amor”.
Ajenjo: veneno excelentemente violento. Un vaso y estás muerto. Los periodistas lo beben mientras escriben sus artículos. Ha matado a más soldados que los beduinos. Será la destrucción del ejército francés.
Gustave Flaubert en su Diccionario de ideas adquiridas
Al final del día Henri saldría cojeando hacia la curva calle Le Pic... le gustaba salir en el crepúsculo para étouffer un perroquet (literalmente chocar un loro, expresión propia de Montmartre que significaba bajarse un vaso de ajenjo verde). Resulta irónico ver al loro de la infancia de Henri, el emblema infantil del mal que invade sus cuadernos, reaparecer bajo la forma de un licor, símbolo de su caída. La imagen del loro diabólico y por extensión el verde malévolo del ajenjo parecían tener para él una importancia especial, incluso en su arte. Más adelante le dijo a un amigo: “¿Sabes lo que significa ser perseguido por los colores? Para mí el color verde es algo parecido a la tentación del demonio”.
Julia Frey en la biografía Toulouse Lautrec: Una vida
Julia Frey en la biografía Toulouse Lautrec: Una vida
El ajenjo tiene un maravilloso color verde. Un vaso de ajenjo es tan poético como cualquier otra cosa en el mundo. ¿Qué diferencia existe entre un vaso de ajenjo y una puesta de sol?
Oscar Wilde
Oscar Wilde
¿Qué hay en el ajenjo que lo convierte en un culto diferenciado? Los resultados de su abuso son totalmente distintos de los otros estimulantes. Incluso en la ruina y la degradación sigue siendo algo aparte: sus víctimas portan una pálida aureola a su alrededor y en su peculiar infierno disfrutan con siniestra perversión del orgullo de no ser como los demás hombres. Pero no debemos calificar los usos de algo contemplando el naufragio que produce su abuso. No maldecimos al mar por los desastres ocasionales que causa a nuestros marinos. Así como pertenecen al ajenjo vicios y peligros especiales, también posee gracias y virtudes que no adornan a ninguna otra bebida (...) Es como si el destino del ajenjo hubiera sido en realidad el intento de un mago al combinar drogas sagradas que habrían de limpiar, fortalecer y aromatizar el alma humana. Y no hay dudas de que con el uso adecuado de este licor estos efectos se obtienen fácilmente. Un simple trago parece generar la liberación del aliento, que el espíritu sea más leve, el corazón más ardiente, el alma y la mente al mismo tiempo más capaces de ejecutar la gran tarea de hacer ese trabajo particular en el mundo que el Padre puede haberles encargado.
Aleister Crowley, en La Diosa Verde
Aleister Crowley, en La Diosa Verde
La bebida preferida de Alfred Jarry era, claramente, el ajenjo, a pesar de que luego –cuando empezó a escasearle el dinero– se volcó al éter, lo que resultó aún peor. Le gustaba llamar al ajenjo la hierba santa y su agua bendita. De los antialcohólicos, Jarry dijo: “Desafortunados son al aferrarse al agua, ese terrible veneno, tan disolvente y corrosivo que de todas las demás sustancias ha sido elegida para lavados y fregados, y una gota de agua agregada a un líquido claro como el ajenjo basta para volverlo pantanoso”.
Phil Baker sobre Alfred Jarry en su libro Ajenjo
Phil Baker sobre Alfred Jarry en su libro Ajenjo
El escritor norteamericano que se ha ocupado más persuasiva y nostálgicamente del ajenjo es indudablemente Ernest Hemingway. Su persistente contacto con la bebida, mucho después de la prohibición francesa, proviene de su experiencia con la cultura hispánica en España y Cuba. El ajenjo nunca fue ilegal en España y el empresario Pernod, que lo fabricaba en Francia, decidió instalarse en Tarragona cuando comenzó la prohibición... El gran panegírico de Hemingway aparece en Por quien doblan las campanas, su novela sobre la Guerra civil española. Robert Jordan es un líder guerrillero norteamericano cuya misión es volar un puente, y uno de sus pocos estímulos es el ajenjo, la alquimia líquida que puede reemplazar todo lo demás y que puede incluso funcionar como una muestra de la vida mejor que había conocido en París: “Una taza ocupaba el lugar de los diarios de la tarde, de todas las viejas tardes de los cafés, de todos los castaños que enrojecerían ese mes, de los lentos y enormes caballos de los bulevares, de las librerías, de los quioscos y de las galerías, del Parc Mont Souris, del Stade Buffalo y del Butte Chaumont, de la Guaranty Trust Company y de la Ile de la Cité; del viejo hotel de Follote y de poder leer y relajarse por la tarde; de todas las cosas que había disfrutado y que había olvidado, y que regresaban a él cuando probaba esa alquimia líquida opaca, amarga, que adormecía la lengua, que calentaba el cerebro y el estómago, que cambiaba las ideas”.
Phil Baker sobre Ernest Hemingway en su libro Ajenjo
Phil Baker sobre Ernest Hemingway en su libro Ajenjo
El tren de Bruselas se detuvo en la estación casi desierta. Se abrió con gran ruido una ventana de un vagón de tercera clase y apareció el rostro de fauno del viejo poeta. “¡Lo beberé con azúcar!”, gritaba. Este era, aparentemente, su saludo habitual cuando estaba de viaje: una especie de grito de guerra o clave, que significaba que le ponía azúcar a su ajenjo...
Maurice Maeterlinck sobre Paul Verlaine
Maurice Maeterlinck sobre Paul Verlaine
El dramaturgo sueco Arthur Strindberg pasó años en París estudiando alquimia y otros asuntos durante un período de creciente perturbación mental paranoica. “Me pregunto si deberíamos salir y convertirnos en bohemios”, le sugiere a un amigo en 1904. “Extraño Montparnasse, el ajenjo, la pescadilla frita, el vino blanco, Le Figaro, el Café de las Lilas, pero...”. En la práctica, el ajenjo no siempre le había resultado provechoso. Pocos años antes había escrito en su diario: “Este otoño he bebido varias veces ajenjo, pero siempre con resultados desagradables”. Describe que “el café se llenó de tipos horribles y en la calle la gente irritada cubierta de mugre, como si vinieran de las alcantarillas, se aparecían y detenían ante mí. Jamás había visto semejantes tipos en París, y me preguntaba si eran reales o imaginarios”.
Phil Baker sobre Strindberg en su libro Ajenjo
Phil Baker sobre Strindberg en su libro Ajenjo
Los fragmentos están tomados del libro Ajenjo de Phil Baker, publicado en edición argentina por editorial Cántaro.
El otro yo del Dr. Colautti
Ricardo Colautti tuvo una vida literaria tan secreta y excéntrica que muchos llegaron a dudar de su existencia. Pero sí existió y publicó en vida tres novelas cortas que hoy se reeditan en un solo volumen. Sebastián Dun, La conspiración de los porteros e Imagineta componen la breve obra completa de un abogado y escribano que escribía en su despacho literatura delirante, mientras sus clientes creían que estaba enfrascado en un acta notarial.
Ricardo Colautti tuvo una vida literaria tan secreta y excéntrica que muchos llegaron a dudar de su existencia. Pero sí existió y publicó en vida tres novelas cortas que hoy se reeditan en un solo volumen. Sebastián Dun, La conspiración de los porteros e Imagineta componen la breve obra completa de un abogado y escribano que escribía en su despacho literatura delirante, mientras sus clientes creían que estaba enfrascado en un acta notarial.
Por Sergio Nuñez y Ariel Idez
Ricardo Colautti (derecha) con un amigo de juventud en Plaza San Martin, años ’50.
¿Existió Ricardo Colautti? Tarde o temprano, todos los que se acercan a su obra acaban haciéndose la misma pregunta. Y si no fuera por las fotos, el testimonio de sus hijos, el nítido recuerdo de su editor y, prueba irrefutable, las ediciones originales que conservan el olor a librería de viejo, cabría suponer que este escritor fue producto de la broma perversa de un Borges profano. Pero Colautti sí existió y la reedición de su obra completa bajo el título de su segundo libro, La conspiración de los porteros, viene a remendar un hueco en el imaginario árbol genealógico de la literatura nacional.
El mérito le corresponde a la editorial Mansalva, cuyo responsable, Francisco Garamona, define al autor como “el eslabón perdido entre Arlt y Copi”. Parte del crédito también le cabe a Elvio Gandolfo, uno de los pocos escritores contemporáneos a Colautti que repararon en él. Escribió sobre su obra en la revista El lagrimal trifurca. Gandolfo mantuvo viva, a través del boca a boca, la leyenda de un novelista excéntrico perteneciente al grupo de los “marginales auténticos”, según relata en el prólogo que acompaña a esta nueva edición, “a la altura de Santiago Dabove o Nicolás Peyceré”. De todas formas, el misterio no cesa: ¿quién fue y qué escribió este enigmático autor?
La biografía de Ricardo Colautti podría resumirse en unas breves líneas. Nació en Buenos Aires, el 14 de diciembre 1937 y falleció víctima de un enfisema pulmonar en la misma ciudad, en octubre de 1992. Abogado y escribano, ejerció ambas profesiones durante más de 25 años, las que alternó con la dirección de una empresa familiar. Se casó y tuvo dos hijos. Hasta aquí, lo que se diría una existencia convencional, pero con una salvedad: durante esos años también fue una suerte de escritor secreto que publicó tres novelas, las cuales en su momento pasaron prácticamente desapercibidas y que de algún modo se anticiparon casi 20 años a ciertas líneas secretas de la literatura argentina por venir.
Arlt, a alta velocidad
“Aquí me pongo a grabar.” Con este comienzo de ineludible resonancia martinfierrista empieza el primer libro de Colautti: Sebastián Dun, publicado en 1971 por Sudamericana. Se trata de un relato de iniciación que repone el catálogo de temas arltianos (el lumpenaje, el realismo urbano, la estafa, la desesperación de la vida burguesa, la redención a través de un crimen) aunque tratados bajo una extrema economía narrativa y desplegados en un vértigo de alta velocidad. El argumento es simple: un hombre preso en una cárcel o un manicomio graba en una cinta el racconto de los hechos que desembocan en su reclusión. La distorsión entre delirio y realidad (no se sabe si el monólogo del personaje narra los acontecimientos que lo han llevado al encierro o si los inventa a medida que los registra en la grabación) le permiten a Colautti burlar los convencionalismos del realismo ramplón y costumbrista, y el recurso de la grabación refuerza la velocidad del texto que se despliega como si fuera la reproducción de una cinta ininterrumpida.
El debut del autor fue auspicioso y los medios saludaron su irrupción como una buena alternativa a la literatura de esa época, que se sumaba a la estela del boom latinoamericano o emprendía osadas aventuras del lenguaje. Así, por ejemplo, Primera Plana comentaba: “Sin pretensiones estruendosas, el narrador ha buscado ordenar su historia, contarla sin apelar a vastas teorías sobre la destrucción del lenguaje, el collage y otras astucias de quienes, no sabiendo contar, aprovechan la moda”. Las reseñas de esos años también destacaban la filiación arltiana, su destreza narrativa y un estilo “directo, simple, sin pretensiones literarias”, según La Nación; o en palabras de Confirmado, “sencillo pero medido”.
La austeridad de la prosa, el ritmo trepidante con el que se suceden los acontecimientos y la brevedad del texto hizo suponer a muchos que Colautti había redactado Sebastián Dun en un rapto de inspiración. Como a un crítico de La Prensa, que subrayaba “el modo aparentemente apresurado en que ha sido realizado el libro”. Todo lo contrario, el autor componía sus textos con paciencia de orfebre.
“Escribía cuatro horas por día, todos los días en el despacho de su escribanía”, recuerda su hijo Juan, y agrega que su padre trabajaba obsesivamente sus textos, reescribiéndolos una y otra vez hasta sentirse satisfecho: “Debe haber tirado toneladas de originales”. Esa forma de corregir sus textos por sustracción les otorgó la potencia inusitada de un extracto literario concentrado y su estilo deja entrever aquello que Héctor Libertella, otro apasionado de la reescritura, llamaba “la naturalidad de lo muy trabajado”.
A pesar del relativo suceso de Sebastián Dun, Colautti no se dejó ver. Sus libros no aportaban ningún dato biográfico y jamás concedió una entrevista. En su vida cotidiana se desempeñaba en su estudio de Corrientes y Florida como el más probo de los escribanos públicos. Muchos de los que irrumpían en su despacho y lo creían concentrado en la redacción de un acta notarial ignoraban que en verdad estaba tramando su obra literaria, allí donde su experiencia rutinaria se dislocaba en las flexiones que el delirio le imponía.
De este modo, sus porteros conspiradores, por ejemplo, deciden poner una bomba en el Registro de la Propiedad Inmueble para abolir la propiedad privada y el escribano que le hace la vida imposible al encargado no termina nada bien. El autor no solía repartir sus libros entre sus amigos y familiares porque decía que si los regalaba, ellos no los apreciarían en su justa medida. Tampoco tenía interlocutores literarios. “Nunca hablaba de literatura”, cuenta Daniel Divinsky, director de Ediciones de la Flor y con quien Colautti publicó sus otros dos libros. “Sus visitas eran brevísimas, apenas lo necesario para resolver los aspectos técnicos de la edición, y no se interesaba por publicitar y promocionar sus libros. Tenía una modestia inusual en el rubro autores”, recuerda Divinsky, quien había conocido al escritor en los pasillos de Tribunales, antes de cambiar la abogacía por la edición de libros.
“Aquí me pongo a grabar.” Con este comienzo de ineludible resonancia martinfierrista empieza el primer libro de Colautti: Sebastián Dun, publicado en 1971 por Sudamericana. Se trata de un relato de iniciación que repone el catálogo de temas arltianos (el lumpenaje, el realismo urbano, la estafa, la desesperación de la vida burguesa, la redención a través de un crimen) aunque tratados bajo una extrema economía narrativa y desplegados en un vértigo de alta velocidad. El argumento es simple: un hombre preso en una cárcel o un manicomio graba en una cinta el racconto de los hechos que desembocan en su reclusión. La distorsión entre delirio y realidad (no se sabe si el monólogo del personaje narra los acontecimientos que lo han llevado al encierro o si los inventa a medida que los registra en la grabación) le permiten a Colautti burlar los convencionalismos del realismo ramplón y costumbrista, y el recurso de la grabación refuerza la velocidad del texto que se despliega como si fuera la reproducción de una cinta ininterrumpida.
El debut del autor fue auspicioso y los medios saludaron su irrupción como una buena alternativa a la literatura de esa época, que se sumaba a la estela del boom latinoamericano o emprendía osadas aventuras del lenguaje. Así, por ejemplo, Primera Plana comentaba: “Sin pretensiones estruendosas, el narrador ha buscado ordenar su historia, contarla sin apelar a vastas teorías sobre la destrucción del lenguaje, el collage y otras astucias de quienes, no sabiendo contar, aprovechan la moda”. Las reseñas de esos años también destacaban la filiación arltiana, su destreza narrativa y un estilo “directo, simple, sin pretensiones literarias”, según La Nación; o en palabras de Confirmado, “sencillo pero medido”.
La austeridad de la prosa, el ritmo trepidante con el que se suceden los acontecimientos y la brevedad del texto hizo suponer a muchos que Colautti había redactado Sebastián Dun en un rapto de inspiración. Como a un crítico de La Prensa, que subrayaba “el modo aparentemente apresurado en que ha sido realizado el libro”. Todo lo contrario, el autor componía sus textos con paciencia de orfebre.
“Escribía cuatro horas por día, todos los días en el despacho de su escribanía”, recuerda su hijo Juan, y agrega que su padre trabajaba obsesivamente sus textos, reescribiéndolos una y otra vez hasta sentirse satisfecho: “Debe haber tirado toneladas de originales”. Esa forma de corregir sus textos por sustracción les otorgó la potencia inusitada de un extracto literario concentrado y su estilo deja entrever aquello que Héctor Libertella, otro apasionado de la reescritura, llamaba “la naturalidad de lo muy trabajado”.
A pesar del relativo suceso de Sebastián Dun, Colautti no se dejó ver. Sus libros no aportaban ningún dato biográfico y jamás concedió una entrevista. En su vida cotidiana se desempeñaba en su estudio de Corrientes y Florida como el más probo de los escribanos públicos. Muchos de los que irrumpían en su despacho y lo creían concentrado en la redacción de un acta notarial ignoraban que en verdad estaba tramando su obra literaria, allí donde su experiencia rutinaria se dislocaba en las flexiones que el delirio le imponía.
De este modo, sus porteros conspiradores, por ejemplo, deciden poner una bomba en el Registro de la Propiedad Inmueble para abolir la propiedad privada y el escribano que le hace la vida imposible al encargado no termina nada bien. El autor no solía repartir sus libros entre sus amigos y familiares porque decía que si los regalaba, ellos no los apreciarían en su justa medida. Tampoco tenía interlocutores literarios. “Nunca hablaba de literatura”, cuenta Daniel Divinsky, director de Ediciones de la Flor y con quien Colautti publicó sus otros dos libros. “Sus visitas eran brevísimas, apenas lo necesario para resolver los aspectos técnicos de la edición, y no se interesaba por publicitar y promocionar sus libros. Tenía una modestia inusual en el rubro autores”, recuerda Divinsky, quien había conocido al escritor en los pasillos de Tribunales, antes de cambiar la abogacía por la edición de libros.
El ignorado adelantado
Precisamente a través de De la Flor y tras cinco años de silencio, Colautti publicó en 1976 lo que tal vez sea su mejor libro: La conspiración de los porteros. En él, el autor alcanza el equilibro entre el pulso narrativo de Sebastián Dun y el delirio desatado de Imagineta, su tercera y última nouvelle. Aquí Sebastián (personaje que Colautti utiliza en sus tres obras aunque las historias sean completamente independientes una de otra) se ve envuelto en una “novela familiar” y las visitas que realiza a cada uno de sus tíos construyen un crescendo de situaciones disparatadas donde se combinan el canibalismo, una secta de porteros anarquistas que pugna por “barrer la propiedad privada”, un gerente de compañía que convierte en gomitas de borrar a su cuñado y gurúes new age. Con pericia narrativa, el autor logra que la historia se muerda la cola y termine en el mismo punto donde había comenzado. Esa misma circularidad, algo atenuada, también está presente en sus otros textos. A lo largo del relato abundan además, tal como lo explica Gandolfo, las “matufias y chantadas del llamado Ser Nacional”. Así, por ejemplo, en un pasaje del libro, la Tía Julita organiza una fraudulenta sociedad de ayuda al necesitado y celebra reuniones de té canasta en su casa para “recaudar fondos”. Escribe Colautti: “Como venía mucha gente y cada vez más, a Julita se le ocurrió imprimir invitaciones, las invitaciones servían para una, cinco o diez reuniones. Las hizo imprimir en una imprenta de la vuelta y se las hicieron muy bien. En las invitaciones aparecía un chico de unos doce o trece años, flaco, anguloso, con la mano extendida. También hizo imprimir medallones de oro. Los rifaba todos los meses, equivalían a diez entradas”. Con este episodio, el autor parodia al “pobrismo” de Boedo y parece sintonizar en forma inconsciente con los planteos de la revista Literal, que por esos años daba pelea contra el realismo crítico y la literatura comprometida. La conspiración de los porteros aterrizó como un objeto literario no identificado y los pocos críticos que le prestaron atención se volvieron locos para tratar de explicar qué era eso: “La materia narrada es extraña, por momentos siniestra, por momentos alocada”, decía el parte cultural de la agencia Ansa. En tanto que El Día de La Plata lo describía como “un itinerario alucinante que bordea el más desenfadado surrealismo”, mientras que La Nación optaba por describir la obra como “una parábola, un símbolo”.
Al leer hoy a Colautti es imposible no preguntarse por qué pasó casi inadvertido para sus contemporáneos y cayó en el olvido. Se puede alegar que publicó poco (su obra reunida no supera las 150 páginas), y que lo hizo de manera muy salteada, como consecuencia de la forma obsesiva con la que trabajaba cada texto antes de darlo a la imprenta. También pudo haberlo perjudicado su falta de vínculos con el mundo literario, ya que cobraba escasa “visibilidad” cada vez que publicaba un libro y enseguida regresaba al anonimato de su escribanía. Pero a decir verdad, el caso Colautti no se puede comprender si no se atiende al cisma que la presencia de César Aira representó en la literatura argentina de los últimos años. La obra de Aira no sólo implicó una fuente de inspiración para una nueva generación de escritores, sino que también resignificó el valor y el lugar de autores como Copi o J. R. Wilcock en la tradición literaria. Así actualmente, a la retahíla de adjetivos con la que los desconcertados críticos trataban de capturar aquello inusitado que latía en la obra de Colautti (insólito, desopilante, surrealista) se puede sintetizarla en una sola palabra: aireano.
Precisamente a través de De la Flor y tras cinco años de silencio, Colautti publicó en 1976 lo que tal vez sea su mejor libro: La conspiración de los porteros. En él, el autor alcanza el equilibro entre el pulso narrativo de Sebastián Dun y el delirio desatado de Imagineta, su tercera y última nouvelle. Aquí Sebastián (personaje que Colautti utiliza en sus tres obras aunque las historias sean completamente independientes una de otra) se ve envuelto en una “novela familiar” y las visitas que realiza a cada uno de sus tíos construyen un crescendo de situaciones disparatadas donde se combinan el canibalismo, una secta de porteros anarquistas que pugna por “barrer la propiedad privada”, un gerente de compañía que convierte en gomitas de borrar a su cuñado y gurúes new age. Con pericia narrativa, el autor logra que la historia se muerda la cola y termine en el mismo punto donde había comenzado. Esa misma circularidad, algo atenuada, también está presente en sus otros textos. A lo largo del relato abundan además, tal como lo explica Gandolfo, las “matufias y chantadas del llamado Ser Nacional”. Así, por ejemplo, en un pasaje del libro, la Tía Julita organiza una fraudulenta sociedad de ayuda al necesitado y celebra reuniones de té canasta en su casa para “recaudar fondos”. Escribe Colautti: “Como venía mucha gente y cada vez más, a Julita se le ocurrió imprimir invitaciones, las invitaciones servían para una, cinco o diez reuniones. Las hizo imprimir en una imprenta de la vuelta y se las hicieron muy bien. En las invitaciones aparecía un chico de unos doce o trece años, flaco, anguloso, con la mano extendida. También hizo imprimir medallones de oro. Los rifaba todos los meses, equivalían a diez entradas”. Con este episodio, el autor parodia al “pobrismo” de Boedo y parece sintonizar en forma inconsciente con los planteos de la revista Literal, que por esos años daba pelea contra el realismo crítico y la literatura comprometida. La conspiración de los porteros aterrizó como un objeto literario no identificado y los pocos críticos que le prestaron atención se volvieron locos para tratar de explicar qué era eso: “La materia narrada es extraña, por momentos siniestra, por momentos alocada”, decía el parte cultural de la agencia Ansa. En tanto que El Día de La Plata lo describía como “un itinerario alucinante que bordea el más desenfadado surrealismo”, mientras que La Nación optaba por describir la obra como “una parábola, un símbolo”.
Al leer hoy a Colautti es imposible no preguntarse por qué pasó casi inadvertido para sus contemporáneos y cayó en el olvido. Se puede alegar que publicó poco (su obra reunida no supera las 150 páginas), y que lo hizo de manera muy salteada, como consecuencia de la forma obsesiva con la que trabajaba cada texto antes de darlo a la imprenta. También pudo haberlo perjudicado su falta de vínculos con el mundo literario, ya que cobraba escasa “visibilidad” cada vez que publicaba un libro y enseguida regresaba al anonimato de su escribanía. Pero a decir verdad, el caso Colautti no se puede comprender si no se atiende al cisma que la presencia de César Aira representó en la literatura argentina de los últimos años. La obra de Aira no sólo implicó una fuente de inspiración para una nueva generación de escritores, sino que también resignificó el valor y el lugar de autores como Copi o J. R. Wilcock en la tradición literaria. Así actualmente, a la retahíla de adjetivos con la que los desconcertados críticos trataban de capturar aquello inusitado que latía en la obra de Colautti (insólito, desopilante, surrealista) se puede sintetizarla en una sola palabra: aireano.
Una conspiracion literaria
“A papá no le gustaba que lo apuraran. Si le preguntaban cuándo iba a sacar otro libro, respondía estoy escribiendo, estoy escribiendo, como si eso fuese lo único que en realidad importara”, cuenta su hijo José, quien recuerda que entre las aficiones de su padre también se encontraba leer y releer a Ezra Pound, uno de sus escritores predilectos, y emprender largas caminatas por la ciudad que podían prolongarse durante horas. Fiel a sus premisas, Colautti demoró doce años para dar a conocer su tercer libro, Imagineta (1988), en el que decidió llevar al extremo el régimen de invención delirante que ya asomaba en su obra anterior. Desprendido de las convenciones narrativas, Colautti parece seguir al pie de la letra la ley del continuo que Aira enunciara para dar cuenta de la obra de Copi: “La posibilidad se pega al acto”. El relato corre a la velocidad de sus transformaciones. De esta manera, avanzando a los saltos, Sebastián y Diana, personajes extraídos de su primer libro, afrontan las peripecias de la historia como si ella estuviera regida por los cambiantes decorados de un tramoyista enloquecido.
Al momento de su prematura muerte, Colautti trabajaba en una cuarta novela que sus hijos todavía buscan entre sus papeles póstumos. Lo cierto es que la reedición de su obra no sólo lo exhibe como un precursor que se adelantó a su época, sino sobre todo como un muy buen escritor.
En el caso Colautti se deja entrever una inquietante utopía literaria: un mundo donde escribanos, abogados, contadores y por qué no jardineros, porteros y bañeros componen sus ficciones como los conjurados de una cofradía de autores invisibles, mientras traman la auténtica conspiración de los escritores secretos.
“A papá no le gustaba que lo apuraran. Si le preguntaban cuándo iba a sacar otro libro, respondía estoy escribiendo, estoy escribiendo, como si eso fuese lo único que en realidad importara”, cuenta su hijo José, quien recuerda que entre las aficiones de su padre también se encontraba leer y releer a Ezra Pound, uno de sus escritores predilectos, y emprender largas caminatas por la ciudad que podían prolongarse durante horas. Fiel a sus premisas, Colautti demoró doce años para dar a conocer su tercer libro, Imagineta (1988), en el que decidió llevar al extremo el régimen de invención delirante que ya asomaba en su obra anterior. Desprendido de las convenciones narrativas, Colautti parece seguir al pie de la letra la ley del continuo que Aira enunciara para dar cuenta de la obra de Copi: “La posibilidad se pega al acto”. El relato corre a la velocidad de sus transformaciones. De esta manera, avanzando a los saltos, Sebastián y Diana, personajes extraídos de su primer libro, afrontan las peripecias de la historia como si ella estuviera regida por los cambiantes decorados de un tramoyista enloquecido.
Al momento de su prematura muerte, Colautti trabajaba en una cuarta novela que sus hijos todavía buscan entre sus papeles póstumos. Lo cierto es que la reedición de su obra no sólo lo exhibe como un precursor que se adelantó a su época, sino sobre todo como un muy buen escritor.
En el caso Colautti se deja entrever una inquietante utopía literaria: un mundo donde escribanos, abogados, contadores y por qué no jardineros, porteros y bañeros componen sus ficciones como los conjurados de una cofradía de autores invisibles, mientras traman la auténtica conspiración de los escritores secretos.
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