lunes, 5 de septiembre de 2011

El sentido de la Real Academia Española

¿De quién es el castellano?





Una filóloga española analiza el sentido de la Real Academia Española y sus análogas americanas, anticipando “El dardo en la Academia”, texto de pronta aparición en la editorial Melusina.



Silvia Senz Bueno, Revista Ñ

Las academias de la lengua pueden considerarse instituciones de ordenamiento de las hablas naturales, características de un modelo de organización político- territorial, social y económica genuinamente europeo, el Estado nación, del que Francia es paradigma y precursora. El Estado nación se desarrolla en cada territorio como resultado variable de una cadena de cambios sociales que, en Europa, arrancan en la época bajomedieval y se consolidan a inicios del siglo XX, y que incidirán drásticamente en la diversidad cultural y lingüística: 1) La creciente disputa por la hegemonía política entre los reinos expansivos de la joven Europa. 2) La progresiva conciencia de la diferencia que va surgiendo en una Europa lingüísticamente fragmentada. 3) La paulatina pérdida de preeminencia del latín como lengua de cultura, a medida que los reinos europeos mostraban su potencial cultural con la codificación de la lengua de la corte y del centro de administración, y a medida que la imprenta modelaba mercados impresos en lenguas vernaculares, creando a su vez imaginarios colectivos. 4) La emergencia y predominio de una nueva elite (la burguesía), impulsora de un nuevo modelo económico (el capitalismo) y del desarrollo de nuevos medios y herramientas de trabajo (la tecnificación y la industrialización). 5) La progresiva configuración de un sistema de organización política (el Estado moderno), favorable al asentamiento del nuevo sistema económico y de la nueva jerarquía social. 6) La formulación de ideologías (liberalismo burgués y nacionalismo) y corrientes de pensamiento (racionalismo, ilustración y romanticismo) que subvirtieron la visión del mundo y del hombre propia del sistema precedente (Antiguo Régimen) y que identificaron el concepto tradicional de nación (entendida como comunidad de pertenencia) y las ideas de progreso y modernidad con el modelo de Estado unitario, homogéneo y centralizado.

En los nacientes Estados nación, la acomodación de la diversidad lingüística y cultural —connatural a todas las sociedades— a las necesidades del nuevo modelo podría haberse planteado manteniendo su heterogeneidad. Pero, siendo las lenguas potentes identificadores sociales y culturales y, con ello, generadoras de diferencia, y suponiendo además una traba para la conformación de un mercado nacional y para la optimización de la eficiencia en la gestión del Estado, se optó mayoritariamente por asimilar la divergencia a la idiosincrasia del grupo dominante. Así, considerando que un medio común de intercambio lingüístico promovía una identidad compartida, facilitaba la cohesión social, favorecía la movilidad de las fuerzas de trabajo, engranaba el funcionamiento de la maquinaria burocrática centralizada, y que, con todo ello, se incrementaba el peso del Estado tanto hacia el interior como hacia el exterior, se impulsó la generalización de una lengua nacional única. Para afianzar su carácter común y garantizar su extensión se juzgó necesaria la elaboración de una forma estandarizada, es decir, de un modelo artificial y homogeneizado de lengua. Con este fin normalizador se integró en las políticas uniformistas a las academias de cultivo de las letras que las corrientes del humanismo vernáculo y de la Ilustración habían hecho florecer desde el siglo XVI. Asimismo, para garantizar la difusión de la lengua nacional normalizada se crearon estructuras estatales como la escuela pública, se dio cuerpo a ideologías que favorecían su aceptación, y se promulgaron medidas legales de implantación que conllevaban controles punitivos del uso público de otras lenguas.

Nace la Real Academia

En este contexto nació en 1713 la Academia Española, instituida como Real cuando, al año siguiente, el nuevo rey Felipe V la acogió bajo su protección. Felipe V era el primero de la dinastía francesa de los Borbones en ocupar el trono de la monarquía hispánica tras una larga guerra de sucesión que había enfrentado a sus partidarios con los del otro aspirante a la corona española, Carlos de Austria. Como temían los defensores de su oponente, la entronización del Borbón supuso el inicio de un proceso de centralización y unitarismo mucho más decidido, efectivo y sistemático que el que había ensayado la dinastía precedente desde Felipe IV. Pese a formar parte de una misma corona, España era hasta entonces un territorio jurídica, militar, política, monetaria y lingüísticamente plural, y esa pluralidad resultaba, a ojos del rey, un obstáculo para el libre ejercicio del autoritarismo monárquico y, según la perspectiva ilustrada y liberal que cobraría fuerza en la España de los siglos XVIII y XIX, también un escollo para el desarrollo de un Estado moderno.

Así las cosas, Felipe V procedió a asimilar los diversos ordenamientos territoriales de España al modelo de Castilla, lugar donde residía la corte y donde la autoridad del monarca se ejercía con menos cortapisas, y puso en marcha una serie de medidas —ampliadas en épocas posteriores— para amoldar la realidad española al modelo de Estado centralizado que consideraba conveniente: el de su país natal, Francia. Y en un momento en que la lengua y la cultura se utilizaban como armas políticas e instrumentos propagandísticos de puertas afuera, para exhibir por medio de ellas el poder de una nación y su influencia sobre las demás, y de puertas adentro como medios de consolidación de una identidad nacional única, el nuevo rey oficializó una academia que se proponía realizar un diccionario del español equiparable a los de sus homólogas italiana y francesa, y, con el tiempo, también una ortografía y una gramática, poniendo todo ello al servicio de la depuración, fijación, glorificación e implantación de la nueva lengua nacional —también lengua hegemónica de las colonias americanas y filipinas, en detrimento de sus idiomas aborígenes.

Con estas encomiendas echó a andar la Real Academia Española, bajo las riendas de un grupo de eruditos, clérigos y nobles con pujos culturales, que adaptaron la letra de la lengua nacional que iban a codificar a las melodías del pensamiento filosófico, político y lingüístico de la época. Un pensamiento que se mantuvo casi incólume con el paso de los siglos aun cuando el avance de la ciencia lingüística fue declarando obsoletos algunos de sus principios. ¿La razón? Simple: las ideas lingüísticas que manejaba la RAE, inoculadas a la población por vía escolar —y con el tiempo también a través de los media—, le permitían usurpar a los hablantes el control de su propia lengua y su confianza en su capacidad expresiva, retroalimentando el poder de la institución y el prestigio de sus miembros. En un ensayo reciente, el lingüista Juan Carlos Moreno Cabrera analiza estas creencias, evidenciando su naturaleza mítica y su nula base científica: —El mito de la lengua perfecta y del carácter universal de esa lengua. Según este mito, en cuya raíz está la idea clásica de la corrupción de las lenguas y el episodio bíblico de la Torre de Babel, la lengua coloquial espontánea carece de sistematicidad y consistencia y está llena de imperfecciones, pues está limitada gravemente por la inmediatez, informalidad e irreflexividad propias de las actividades cotidianas, como el habla; un grado de relajo que además la hace permeable a influencias perniciosas. Para remediar esas imperfecciones hay que someterla a un proceso de limpieza que no sólo la expurgue de “impurezas”, sino que la fije en una determinada forma “perfeccionada y esplendorosa”, que le conferirá una naturaleza superior. Esa condición de superioridad la convertirá, a su vez, en la única forma óptima para generalizarse como lengua de entendimiento universal. El lema tradicional de la RAE (“Limpia, fija y da esplendor”) se basa en estas ideas, y su labor ha perseguido casi siempre esta quimera.

—El mito del carácter convencional de las lenguas. Según esta idea, cada una de las lenguas naturales surgió mediante un contrato consensuado conscientemente y aceptado de forma explícita en una comunidad, bajo la dirección de una determinada autoridad. Este mito naturaliza el carácter artificial de la labor académica y legitima su actividad rectora. Junto al de la lengua perfecta, da origen a los conceptos de corrección e incorrección lingüística, de uso recto o desviado del camino que marcan esas supuestas convenciones instituidas por unos hablantes bajo tutela.

—El carácter sagrado de la palabra escrita y la actitud reverencial hacia lo escrito, tradiciones de pensamiento de origen grecolatino por las que se contempla la escritura como una forma más ideal de expresión verbal que la lengua oral (considerada, como hemos visto, imperfecta, degenerativa y segregadora). Esta idea ha marcado la manera en que durante siglos se han estudiado los fenómenos lingüísticos: desde la perspectiva estructural que proporcionan las gramáticas basadas en la lengua escrita (sobre todo literaria); desde la imagen restringida del léxico que dan de los diccionarios, y desde las representaciones simplificadas y distorsionadoras de las lenguas naturales que son sus ortografías.

—La idea de que las mejores realizaciones de la lengua corresponden a la gente instruida, es decir, a quienes dominan el arte de la escritura e incluso lo perfeccionan con su cultivo. Esta idea fundamenta el concepto de ejemplaridad, según el cual las formas de expresión de literatos y eruditos —y, por extensión, de los cultos— son modelos a cuya adquisición y dominio debe aspirar el resto de hablantes para salir del fango de su vulgaridad. La actual norma del español sigue manejando estos conceptos.

—El mito del genio del idioma, permanente en la institución académica española, que otorga a las lenguas en general —y al español en particular— una serie de atributos esenciales inconmovibles, que lo distinguen de otras lenguas y que son trasunto del carácter de la nación o supranación a la que la lengua representa.

—La idea del abolengo del idioma, que atribuye mayor dignidad a la variedad lingüística más cercana —formal o históricamente— a su lengua madre, y que a la vez confiere autoridad a los hablantes de dicha modalidad para guiar el devenir idiomático. Esta concepción genealógica y dinástica de las lenguas es la que convirtió el castellano centro-norteño en la única modalidad geográfica en que se basaría la norma académica durante siglos.

En el período poscolonial, todas estas creencias contribuyeron a cimentar la idea de que las hablas criollas americanas eran formas degeneradas de español que, desamarradas de España, irían distanciándose del tronco común hasta hacerse irreconocibles e inútiles como lenguas de cultura, y alimentaron la certeza de que, para evitar tal destino, era necesario someterlas a control, una labor que sólo podía seguir ejerciendo la Real Academia Española, como depositaria y garante de la lengua genuinamente española: la de Castilla, que, por su antigüedad y pureza, conservaba las esencias del idioma. De hecho, tras las emancipaciones, España mantenía una conciencia clara de que su peso en el orden mundial dependía de su capacidad para mantener vivo y operativo el ascendiente sobre sus antiguos dominios.

En esta nueva coyuntura, la lengua española siguió instrumentalizándose como arma política y estratégica, en el entendimiento de que mantener el control idiomático al otro lado del océano permitía mostrar simbólicamente al mundo la conservación de la influencia metropolitana sobre los nuevos estados americanos, amén de allanar los intercambios comerciales entre ambas orillas. Con el objeto de que las acciones encaminadas a mantener esta tutela resultaran aceptables para unas elites criollas en principio reticentes, desde mediados del siglo XIX se desarrolló desde España una estrategia diplomática de progresivos acercamientos, que incluía la elaboración y difusión de una ideología pannacionalista en la que la lengua ocupaba un lugar central: el panhispanismo.

La doctrina panhispanista aprovechó el convulso momento de conformación de las identidades latinoamericanas —en las que subyacía el temor al desarraigo cultural y a la caída bajo la influencia del naciente imperio estadounidense—, para introducir en ellas elementos que las anclaran firmemente a la metrópoli, ahora reconvertida en Madre Patria; en palabras del historiador Isidro Sepúlveda: la raza, “como valor de integración social y síntesis de la cultura”; el idioma compartido por las elites dirigentes españolas y criollas, como depositario de su comunión espiritual; la historia, “como memoria de un pasado común”, y la religión, “como factor de vertebración de la comunidad de valores. Este ejercicio de representación se complementaba con la negación de los elementos alternativos de otras comunidades”.

Entre las campañas estratégicas hispanoamericanistas, tiene especial relevancia la única que fue capaz de mantener efectivo el control de España sobre uno de estos elementos básicos de unión, la lengua, y de conservar con ello su valor operativo para los intereses peninsulares. Me refiero al progresivo nombramiento, desde mediados del XIX, de académicos honorarios de la RAE en América Latina y a la creación sucesiva de academias filiales, supeditadas a su control, desde 1870; dos fases de una campaña diplomática que permitiría a la institución española atajar la consolidación de los procesos de segregación ortográfica nacidos en Chile, y recuperar finalmente el pleno poder idiomático. La RAE no cedería ni un ápice de ese poder hasta mediado el siglo XX, en pleno franquismo, cuando, presionada por algunas de sus filiales y con la espada de Damocles de la secesión normativa en el horizonte, tuvo que empezar a admitir ante ellas la evidencia: que el centro demográfico de la lengua se había desplazado a América; que esta llevaba la avanzadilla de los estudios lingüísticos; que había desarrollado una excelente producción literaria; que resultaba científicamente imposible seguir afirmando que los americanismos eran expresiones bárbaras, y que la relación entre la RAE y sus correspondientes debía revisarse en favor de una mayor equidad. Así fue como se fundó en 1960 la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale), aunque el fruto del nuevo modelo de colaboración se haría esperar todavía mucho, por la incapacidad ejecutiva de unas academias asociadas a menudo carentes de medios y apoyo político. Así las cosas, la RAE siguió elaborando casi con completa autonomía una obra normativa fundamentada en las variantes ejemplares españolas.

Este statu quo no variará hasta finales del siglo XX, cuando España redescubre el valor estratégico de la lengua como compañera de lo que se ha dado en llamar la reconquista económica española de América. Un valor que César Alierta, presidente ejecutivo de Telefónica, definió a la perfección, precisando el impulso que le han dado las academias mediante la elaboración de una nueva norma del español, que, con alguna concesión obligada a su diversidad, subraya su unidad: “Desde el punto de vista del comercio, la lengua común se erige [...] en una variable determinante [...] dentro de los flujos actuales de mercancías. [...] En el caso del español [...], la comunidad de lengua —y de lazos interpersonales, históricos y culturales que ésta procura— ha sido un factor decisivo, sin el cual es imposible explicar el enorme montante de flujos de inversión orientados hacia América Latina desde [...] 1990. [...] Los dos ejes de cohesión hoy más activos en el mundo iberoamericano son la internacionalización empresarial y la política lingüística panhispánica de la Asociación de Academias de la Lengua Española”.

De hecho, empresas españolas como Telefónica, Aguas de Barcelona, Repsol-YPF, Endesa, BBVA, Grupo Santander, Planeta y Prisa-Santillana, entre otras, actúan desde 1993 como mecenas de las academias por vía de la Fundación pro RAE, complementando generosamente la financiación anual del Estado español —promotor a su vez de la internacionalización de estas firmas— con abundantes donaciones y con algún que otro pellizco para la Asale, lo que les garantiza el servicio de estos organismos y de la norma que elaboran a su “comunidad de intereses”. Así lo reconocía la propia Asale en la Tabula Congratulatoria de su reciente Diccionario de americanismos : “Son muchas las instituciones y empresas que han ayudado a la Asociación de Academias en la preparación del D iccionario de Americanismos . En primer lugar, la empresa Repsol, mecenas principal, siempre generosa con la labor académica y, en este caso, especialmente interesada en enaltecer los valores propios de España al otro lado del Atlántico”. La misma premisa guía el patrocinio que el banco BBVA realiza de la Fundación del Español Urgente, que en breve desembarcará en Argentina de la mano de la Academia local y del Foro de Periodismo Argentino.

Así pues, que la norma académica se llame hoy panhispánica y que participen en ella equipos interacadémicos —aunque se dirija desde Madrid— no se debe a ningún reconocimiento de las aportaciones americanas al caudal idiomático, ni supone aceptar que el español es un condominio de todos sus hablantes, sino que obedece a la comprobada utilidad que el imaginario común dibujado por la lengua española, con la ayuda de las academias, ha tenido y sigue teniendo, en la era global, para la geoestrategia y la economía españolas.

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