Y el mundo siguió andando
Updike, Amis, Carol Oates, Stephen King, DeLillo, Auster, Franzen, Rushdie, Schlink, McEwan, Lorrie Moore, Jonathan Lethem: en la última década casi no hubo celebridad literaria que no abordara el mundo post 11 de septiembre de 2001. La caída de las Torres Gemelas, la amenaza de un terrorismo capaz de provocar un daño mayúsculo con mínimos recursos, la paranoia, el miedo y la mente de un nuevo adversario fueron las nuevas obsesiones de una narrativa que volvió a enfrentar los problemas de la historia como no lo hacía desde la Guerra Fría. Hoy se cumplen diez años de aquel día y Radar traza ese nuevo mapa literario recordando sus principales hitos novelísticos.
Por Rodrigo Fresán
Cuando en 2006 el escritor Jay McInerney presentó su novela The Good Life tuvo que soportar, copa en mano, el asedio del siempre belicoso Norman Mailer, quien le reprochó el no haber esperado diez años antes de meterse con ese tema. Según Mailer –que no llegó a cumplir el plazo de prohibición– toda tragedia de no-ficción necesitaba, como mínimo, de una década para madurar y asumirse como ficción. McInerney, claro, no había esperado para presentar su versión del asunto envuelto en un romance entre millonario y plebeya de perfume casi fitzgeraldiano.
Pero no fue el único. Ni el más adelantado.
Uno de los grandes nombres en asumir el desafío fue John Updike. Primero con el magnífico relato del 2002 –“Varieties of Religious Experience”, del 2002, recopilado en el póstumo My Father’s Tears (2009) y, en su momento, rechazado por The New Yorker por considerarlo demasiado risqué– y después con la magnífica novela Terrorista (2006). Uno y otra se ocupaban –lateral y directamente– del mismo tema: cómo se forma o deforma un apocalíptico fundamentalista y el modo en que las petrificadas víctimas reaccionaban al horror de sus acciones. Paradójicamente, The New Yorker no tuvo problema alguno, casi tres años después del veto a Updike, en aceptar “Los últimos días de Mohamed Hatta”, cuento de Martin Amis –incluido en El segundo avión (2008)– como parte de una edición especial sobre viajes y turismo. Amis ya había rozado el espanto –mirando desde la otra orilla– en cuestión en su Perro callejero (2003) al igual que su colega y amigo Ian McEwan en Sábado (2006).
Ahora, mirando atrás, con talento u oportunismo, casi no hay novela neoyorquina donde no se pase junto al agujero negro de la Zona Cero. Y son varias, entre muchas, las nobles ficciones que se han nutrido de su materia oscura. Inmensas formas breves, como las detonadas por Deborah Eisenberg (“El crepúsculo de los súper-héroes”, con sus protagonistas adictos al cómic y a la onomatopeya CRASH!BOOM!BANG!), Patrick McGrath (“Zona Cero”, diagnosticando las patologías del sobreviviente), Rick Moody (la post-paranoica “The Albertine Notes”), Stephen King (la fantasmagoría redentora de “Las cosas que dejaron atrás”), o “The Mutants” de Joyce Carol Oates (con una mujer atrapada en su piso).
La efemérides, entonces, como eficaz telón de fondo para tramas en las que no hay peor/ mejor día y lugar mejor/peor donde y cuando hacer desaparecer a un personaje. En Mundo espejo de William Gibson (2003), Brooklyn Follies de Paul Auster (2005), El tercer hermano de Nick McDonnell (2005), The Good Priest’s Son de Reynolds Price (2005), The Writing on the Wall de Lynne Sharon Schwartz (2005), The Zero de Jess Walter (2006), Los hijos del emperador de Claire Messud (2006), Chronic City de Jonathan Lethem (2009), Netherland de Joseph O’Neill (2009), Al pie de la escalera de Lorrie Moore (2009), Que el vasto mundo siga girando de Colum McCann (2009), Libertad de Jonathan Franzen (2010), o An Object of Beauty de Steve Martin (2010), la caída de las torres funciona como suerte de deus ex machina arquitectónico, entropía utópica, línea de largada o destino a alcanzar. Pre o Post –disipado el fuego, el estruendo, las nubes de polvo, los gritos y la resaca de lo histórico y lo histérico– todo ha cambiado, ya nada volverá a ser igual. Y hay espacio para todos los humores: el luminoso y epifánico y casi mágico realista de la un tanto desagradable Tan fuerte, tan cerca de Jonathan Safran Foer (2005) y el negrísimo y bestial de la arriesgadísima y desopilante Un trastorno propio de este país de Ken Kalfus (2006). Allí, un matrimonio en guerra contra el terror del fin del amor suspira feliz en privado (y se lamenta en público) por la hipotética y tan deseada muerte del otro, en un rascacielos doble o en uno de esos aviones, o en donde sea.
Pero si hay que elegir al patriarca de la cuestión –al hombre que supo lo que se venía diez años antes de aquel día monstruoso– ese alguien es, sin duda, Don DeLillo. Paradójicamente, DeLillo fue uno de los últimos en subirse al carro con su un tanto fallida El hombre del salto (2007). El motivo, tal vez, sea la fatiga de materiales de quien lo supo antes que ninguno. En ese libro, DeLillo nos hace oír la siguiente conversación: “¿Qué sucederá después de esto?”, pregunta alguien. “Nada sucederá después. No hay después. Esto fue el después. Hace ocho años pusieron una bomba en una de las torres. Nadie dijo entonces qué sucedería después. Esto es el después. El momento para tener miedo es cuando ya no hay razón para tener miedo. Ahora ya es demasiado tarde.”
Una década antes del después, en Mao II (1991), cuando aún había tiempo para sentir terror y no terrorismo, DeLillo ya había propuesto la figura del asesino de masas ideológico como sustituto de la figura de los narradores, funcionando como explosivo motor de movimiento constante a la hora de generar ficciones. Y en la portada de la edición original de Submundo (1997), su magnum opus, nos enviaba la postal turbia de un World Trade Center envuelto en niebla y una última palabra en su última página: “Paz”. Algo así como el avance subliminal de aquella película que todos vimos en directo –por ventana o por pantalla– aquella radiante mañana del 11 de septiembre, casi diez años antes de que el cuerpo de Osama Bin Laden descendiese a las profundidades del mar, y todo cambiara para siempre.
Esa mañana en que John Updike escribió un breve despacho para la sección “The Talk of the Town” de The New Yorker que abría con un “De pronto convocados a ser testigos de algo inmenso y terrible, continuamos luchando para no reducirlo a nuestra propia pequeñez” y cerraba con “Al día siguiente, regresé al mirador desde el que contemplamos la terrible desaparición de las torres. El sol brillaba en las fachadas de los edificios con vistas al este. Unos pocos botes se movían cautelosamente por el río. Las ruinas continuaban humeando, pero Manhattan era una gloria. El día se nos ofrecía a sí mismo como si nada hubiese ocurrido”.
Pero algo ocurrió.
Y, esté donde esté, Norman Mailer comienza hoy mismo a escribir algo que, para él, no puede sino ser lo más grande que jamás se escribirá sobre este día marcado en rojo en los calendarios de la memoria planetaria.
Y la Historia continúa. Y las historias también.
Guerra.
El salto al vacío, de Colum McCann
El equilibrista en el aire
Por Omar Ramos
La circunstancia real y patética del hombre que camina por un cable a más de 400 metros de altura entre las Torres Gemelas, emblema del poder financiero antes de su destrucción, es un contrapunto entre su desprecio a la muerte y el que tuvieron y siguen teniendo los gobernantes que mandaron a la guerra a los jóvenes, mayormente de raza negra, y de baja condición socio-económica. Abajo del precipicio, los transeúntes asimilan al equilibrista a un suicida y, cansados de la tensión que supone el espectáculo macabro, como el de la guerra que reeditarán décadas más tarde en Afganistán e Irak, lo obligan a que salte. “No lo hagas”, gritan otros, como si todavía quedara en ellos un dejo de humanidad no reconocida. La misma que buscan esos dos artistas que se van de Nueva York al campo para escapar de las drogas farmacológicas y de las otras, las del “vasto mundo que sigue girando”, mientras se hace equilibrio a riesgo de perecer en la selva de redes de cemento.
(Publicado el 27 de junio de 2010)
Al pie de la escalera, de Lorrie Moore
Pánico y bromas
Por Rodrigo Fresán
Y ahora es el turno de la joven veinteañera Tassie Keltjin: hija de una familia despareja, enamorada de un cada vez más inquietante falso brasileño, y atrapada en la vertiginosa órbita de un matrimonio disfuncional que la emplea como canguro todo terreno y la involucra en las maniobras de adopción de una pequeña afroamericana mientras, ahí afuera, se suceden los días que van del 11 de septiembre de 2001 a los inicios de la invasión a Irak. Y Tassie se mueve de un lado para otro y no deja de contarnos lo que sucede a su alrededor con los modales de una virtual Lady Seinfeld. Es decir: como si estuviera sobre el escenario de un club nocturno desempeñándose como experta stand-up comedian pero, al mismo tiempo, aquejada del mismo síndrome que sufre el Chandler Bing de la serie Friends. Es decir: Tassie (y Moore) no puede dejar de hacer chistes.
(Publicado el 29 de noviembre de 2009)
El hombre del salto, de Don DeLillo
Esas torres no eran para siempre
Por Juan Forn
Lo primero que pensó la intelligentzia norteamericana ante al derrumbe de las Torres Gemelas fue: “Don DeLillo lo vio venir antes que nadie”. En cierto sentido, era como si el gran pope de la ficción paranoica hubiese estado redactando paso a paso, desde sus primeros libros, el guión completo del 11 de septiembre de 2001. Desde principios de los años ’70, DeLillo hacía decir a sus personajes que el territorio estadounidense ya no era seguro, que la muerte filmada en directo y contemplada frente al televisor sería la única catarsis cotidiana de los norteamericanos y que los terroristas terminarían por apropiarse del modo de llamar la atención de los artistas conceptuales para sacudir el inconsciente colectivo de la sociedad. Incluso había adivinado cuál sería el perfecto objetivo para un atentado (en su novela Jugadores, una operadora de Wall Street mira desde la ventana de su oficina el flamante World Trade Center pensando: “Esas torres no parecen hechas para siempre; es como si se asomaran a su propia extinción”). Poco después del 11/9, DeLillo escribió un ensayo en la revista Harper’s titulado “En las ruinas del futuro”, donde se preguntaba cómo debían responder los escritores ahora que el terror había hecho impacto en su propia casa: “El relato termina en los escombros. Es nuestra responsabilidad crear el contrarrelato. Hay un vacío en el cielo. Los escritores debemos llenar de sentido y memoria ese vacío”. (...) Siguiendo literalmente aquella aseveración de Balzac (“la novela es la vida privada de las naciones”), el hombre del salto se propone retratar el efecto que tuvo el 11/9 sobre la esfera privada, íntima, de la nación norteamericana.
(Publicado el 20 de abril de 2008)
El fondo del cielo, de Rodrigo Fresán
Odisea 2001
Por Marcelo Figueras
Rodrigo Fresán entiende la tradición en un sentido distinto a la estrecha que predica, y además practica, el establishment local.
En muchos sentidos El fondo del cielo es Fresán en estado puro. Allí están todos los matices de la voz conocida. Empezando por el aluvión de referencias pop, trasplantadas desde la médula misma de la cultura (masiva y de la otra): lo que va de 2001: Odisea del espacio a la cientología, y de Dante Alighieri a Leonard Cohen, dos cronistas del infierno, pero ante todo (o inevitablemente, habría que decir, ya que no hay forma de obtener las mieles sin sufrir las picaduras) del amor.
(Publicado el 8 de noviembre de 2009)
El fin de semana, de Bernhard Schlink
Sin paranoia
Por Claudio Zeiger
Al principio, se puede llegar a tener la impresión de que Schlink nos lleva de la mano y de las narices hacia un teorema moral. ¿Está bien responder a la violencia con violencia? ¿Debe un guerrillero persistir en sus principios y dogmas aunque haya sido indultado? ¿Debe arrepentirse de lo que se consideran sus crímenes por una cuestión moral o porque admite que esos crímenes no sirvieron para nada? ¿Puede considerarse la traición como un profundo acto de amor? Los interrogantes que sobrevuelan son muchos, pero a decir verdad cada vez más nos iremos apartando del dilema ético para enfrentarnos a algo más oscuro y desordenado.
Más que un teorema moral, entonces, El fin de semana brilla como una novela de ideas llevada adelante por personajes que pronto se cansan de la dialéctica y la conversación y se sorprenden atrapados por los ruidos y estímulos de la naturaleza en pleno campo, en pleno bosque, en esa selva tan alemana. Probablemente ninguno de ellos llega a una verdad revelada sobre sus existencias después de pasar un fin de semana juntos y amontonados, pero es obvio que saldrán transfigurados de ahí. Y en parte los lectores, obligados a pensar sobre temas incómodos del pasado y del presente, también. Una novela, si se quiere, sobre el 11-S sin paranoia ni mala conciencia.
(Publicado el 22 de mayo de 2011)
Yo también tuve una novia bisexual, de Guillermo Martínez
Derrumbes
Por Juan Pablo Bertazza
Un profesor argentino obtiene un puesto como docente de español en Redground, una universidad de Georgia, al sur de Estados Unidos. A pesar de que detrás de esta contratación se oculta un interés político por fomentar la igualdad social entre blancos y negros en un lugar históricamente segregacionista, muy pronto el horizonte del profesor se va a reducir a una única cuestión: Jenny, una intensa adolescente blanca, especie de Lolita que pronto revelará un pasado bisexual reciente, y una inteligencia muy superior a la de la protagonista de Nabokov. A partir de ese contacto visual, que tiene lugar la primera vez que él toma lista, entablarán una relación intensa y clandestina.
Se le podría criticar a Martínez abrir demasiados temas sin resolución como el atentado a las Torres Gemelas y la superficialidad con la que se refiere a la bisexualidad. Sin embargo, hay veces que una obra compacta termina de dar sentido a una novela que no lo es, y eso es lo que sucede en este caso. Por momentos resulta notable la voz de este protagonista que sin vueltas, sin culpas pero tampoco sin exageraciones emprende su transgresión para actualizar uno de los elementos más clásicos que existen en la literatura: otra historia de amor que persiste al derrumbe del mundo, que persiste incluso al derrumbe de su propia posibilidad.
(Publicado el 31 de julio de 2011)
Chronic city, de Jonathan Lethem
Ciudad holograma
Por Martín Pérez
Trabajando por un momento de autor de Chronic City, Jonathan Lethem cuenta que la novela está enmarcada entre el atentado a las Torres Gemelas y la última crisis económica. “El primer impulso antes de tener nada parecido a una novela entre mis manos fue notar cómo, durante la primera década del nuevo siglo, Nueva York se transformó en una caricatura de sí misma, una especie de realidad virtual o un holograma”, asegura Lethem, que asegura que a pesar de ese punto de partida, en última instancia, Nueva York no terminó siendo el tema de su libro. “Porque, más que la vida de una ciudad, la novela trata sobre la vida de una conciencia que habita la ciudad”.
(Publicado el 31 de julio de 2011)
El tercer hermano, de Nick McDonell
Regreso a Nueva York
Por Mauro Libertella
La historia es la de Mike, “neoyorquino, blanco, rico”, que trabaja en un diario de Hong Kong y al que mandan a Bangkok para hacer una nota sobre los jóvenes que toman éxtasis, y también para buscar a un periodista perdido. (...) Hacia la mitad de la novela, el relato gira sobre su propio eje y se vuelve un poco más político. El personaje regresa a Estados Unidos y su vuelta coincide con los atentados del 11 de septiembre. Mike deambula por una Nueva York espectral, sitiada por el pánico, mientras busca a su hermano. Quizás este giro evidencie el hecho de que McDonell va pudiendo escaparle a la sombra totalitaria de Bret Easton Ellis y los relatos de jóvenes yonquis para esgrimir algo un poco más ambicioso. Por supuesto, los riesgos son muchos. El 11 de septiembre ya ha sido cristalizado en un puñado de clichés muy difíciles de evitar, y el cine parece haberse apropiado del tema con mucha más contundencia que la literatura. Lo interesante ante cristalizaciones temáticas tan fuertes siempre es el enfoque, lo imprevisible de una mirada. En este caso, el extrañamiento de un joven paseándose por una Nueva York modificada por la locura parece ser más productivo que la bajada de línea moral y política en la que han caído algunas superproducciones de Hollywood.
(Publicado el 21 de septiembre de 2008)
Sábado, de Ian McEwan
Debajo de la ducha
Por Leonardo Moledo
Los fenómenos son objetivos, son benéficos, están allí, y pueden ser aprehendidos en toda su rotunda simplicidad. ¿Pero entonces para qué hace falta la literatura? Para nada: alterar la literalidad significa un peligro tan grande como el que Al Qaida hace correr a la civilización occidental. ¿Y entonces por qué esa punzante inquietud, esa percepción sobreagudizada que multiplica los significados, como si el recorrido no lo hiciera en realidad Henry Perowne, sino un flujo lingüístico que lo rodea y lo envuelve (como el flujo de aire que envuelve a un vehículo en movimiento) y que choca aquí y allá, permanentemente, contra cada punto de la realidad haciendo saltar significados como géiseres que rodean a los objetos y los enriquecen? Y justamente, si existe la felicidad de la objetividad, de una objetividad separada del lenguaje, el lenguaje también existe en tanto objeto, o fenómeno, tan amenazador como Bin Laden, y el mismo principio de objetividad le da poder.
No es la única amenaza, por otra parte. Lo es también el tiempo. El fondo de la manifestación contra la guerra es también el significante de la transitoriedad; así como esto se alcanzó (sabe Perowne), también se perderá. Y lo resume en un párrafo que evoca aquel bellísimo cuento “The Last of The Legions”, de Vincent Benet y donde probablemente se concentra, agazapado, el secreto de este libro magnífico: “Henry Perowne se coloca debajo de la ducha, una cascada potente bombeada desde el tercer piso. Cuando esta civilización se derrumbe, cuando los romanos, sean quienes fueren esta vez, se hayan marchado por fin y empiece la nueva era de las tinieblas, esto será uno de los primeros lujos que perdamos”.
(Publicado el 24 de diciembre de 2005)
Brooklyn Follies, de Paul Auster
Un minuto antes
Por Rodrigo Fresán
Cerca del adiós, a las follies de los personajes, se une la folly de las elecciones presidenciales del 2000. Y el final es muy feliz –atención–, tiene lugar y tiempo el 11 de septiembre de 2001, minutos antes de que suceda ya saben qué. Anunciada como su obra “con más corazón” (y por momentos, digámoslo, la más sensiblera), Brooklyn Follies es, también –sin por eso traicionar la estructura episódica de los libros de Auster, su firme voluntad de ramificarse al ritmo de la música del azar, su compulsión esquizofrénica por conectar con otros libros y con otros escritores como Hawthorne y Poe y Kafka– su obra más novelesca desde El palacio de la luna y Leviatán.
(Publicada el 23 de octubre de 2005)
Perros callejeros, de Martin Amis
El fin de los ’90
Por Rodrigo Fresán
Perro callejero, su desaforada y descarrilada “comedia post-11 de septiembre” donde se mete y entromete con la industria del porno, la industria de la familia real, la industria de los tabloides amarillistas, y la industria que surgió una mañana en que varios aviones se desviaron de sus trayectorias habituales para convertirse en misiles...
Cuenta Amis que llevaba un par de meses escribiendo Perro callejero y una mañana encendió su televisor y vio lo mismo que vimos todos: “La caída del World Trade Center significó el fin de esas largas vacaciones que fueron los años ’90 en que perdimos años polemizando sobre cuestiones tan absurdas como Monica Lewinski y O. J. Simpson. De golpe se acabó esa tregua que había comenzado con el final de la Guerra Fría y el adiós al Muro y volvieron a encenderse los motores de la Historia. Y aquí estamos. En lo personal y profesional, yo sentí como si hubiera vuelto a nacer, como si hubiera perdido mi voz. No me reconocía en las páginas que tenía de Perro callejero y mucho menos en los libros que había publicado antes... Así que volví a empezar no sólo el libro en el que estaba trabajando sino que también repensé la idea que tenía de mí mismo. Y en eso estoy ahora”.
(Publicado el 2 de octubre de 2005)
Shalimar, el payaso, de Salman Rushdie
Un payaso que da miedo
Por Rodrigo Fresán
Lo que cuenta Shalimar The Clown es nada más y nada menos que el proceso que lleva a un joven artista –un eximio equilibrista y payaso de circo– a convertirse en una implacable máquina de matar del terrorismo fundamentalista. Aunque, advierte Rushdie en Edimburgo: “Lo primero que se me ocurrió fue la historia de amor; después vino la historia de odio. Con esto quiero decir que no es una novela sobre el terrorismo”. Pero sí es una novela sobre el terrorismo entendido como una suerte de “educación sentimental”. En Shalimar The Clown es el amor el que desenvaina el cuchillo de Shalimar. Pero lo que convierte a Shalimar The Clown en un libro importante además de magnífico se encuentra en la cuarta parte –titulada igual que la novela– y donde, ya se dijo, verdadero núcleo argumental de la novela, se describe el modo en que un joven artista decide convertirse en un monstruo asesino en el nombre de Alá.
Después, enseguida, las balas, las bombas, el odio.
Y –nada se pierde, todo se transforma– atención: el primero de los muchos hombres a los que Shalimar asesina por encargo es definido como “un hombre sin Dios que ofendió a Dios, un hombre que vendió su alma a Occidente: un escritor”.
(Publicado el 11 de septiembre de 2005.)
Terrorista, de John Updike
Libertad y fundamentalismo
Por Juan Pablo Bertazza
El 11 de septiembre y sus secuelas movilizaron a más de un escritor a manifestarse a través de la ficción. Desde ya, no se trataría de una literatura que pueda divorciar fácilmente “idea” y “estilo”. La nueva novela de John Updike es, en esta dirección, un claro ejemplo de que el riesgo y la calidad literaria pueden ir de la mano. Pero el riesgo corrido por este doble ganador del Pulitzer y galadornado también con el Book Award no es tan simple como podría parecer. No se trata de una crítica despiadada a los Estados Unidos bajo la mirada de un terrorista árabe sino más bien de gritar a los cuatro vientos la última idea que podría aflorar en un cerebro norteamericano medio. Más cruel aun que los supuestos vínculos económicos entre la familia Bush y el grupo Al Qaida, Updike saca a la luz el sincretismo, la mescolanza y confusión entre dos palabras cuya separación constituye uno de los máximos custodios de la salud mental de los Estados Unidos: libertad y fundamentalismo.
(Publicado el 25 de mayo de 2008)
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