MURIO RICARDO ZELARAYAN, UN “ESCRITOR SECRETO”
Adiós al poeta y al mito
El escritor, cuyo sonoro apellido obra como contraseña de una suerte de culto, falleció el martes pasado. Más difícil es establecer la fecha y lugar de su nacimiento, lo que alimenta la leyenda. La obsesión del espacio y Lata peinada son algunos de sus libros.
La Parca es una cretina con escaso refinamiento prosódico. Nunca emplea la elipsis, ni escamotea sus intenciones. Jamás vacila. El martes murió el gran poeta Ricardo Zelarayán, tal vez el mayor mito de la literatura argentina contemporánea. La ecuación es perfecta para aceitar el culto al “escritor secreto”. La sola mención de su sonoro apellido es una especie de contraseña fascinante que incorpora feligreses de boca en boca, de lectura en lectura. Publicó pocos libros, escribió mucho más, pero esos textos se perdieron en sucesivas mudanzas, de pensión en pensión. El capital poético y narrativo que despliega en su obra –de los poemas de La obsesión del espacio (1972) hasta la mítica novela extraviada y recuperada, Lata peinada– rubrica el carril de un horizonte para alquilar balcones. “Una mezcla rara”: así se definía este poeta que descendía de indios analfabetos por el lado paterno. “Aunque yo he salido blanco como mi madre”, aclaraba. ¿Cuándo y dónde nació? Menudo problema responder una pregunta que a priori debería resultar sencilla. Algunas fuentes –el Breve diccionario biográfico de autores argentinos, de Pedro Orgambide; la mayoría de las páginas web y la solapa de la reedición de su novela La piel del caballo– consignan que habría nacido en 1940. El poeta Jorge Aulicino establece la fecha mucho antes: el 21 de octubre de 1922. Otro cantar similar se plantea con el lugar. Zelarayán podía anclar su origen en Paraná y sentirse entrerriano, pero también se llamaba a sí mismo “tucumano-salteño”. Epílogo genial estas versiones, una estocada magistral para mantener la llama encendida del mito.
La única “certeza” por ahora –hasta que biógrafos y fans demuestren lo contrario– es que Zelarayán no era porteño. Se describía como un provinciano resentido exiliado en la Capital. Su frente de combate por excelencia fue la dicotomía Capital-interior. Que su yacimiento poético sea la lengua del país profundo y mestizo no implica incluirlo automáticamente por los pagos de la gauchesca. “Aborrezco a los gauchos. El gaucho es la policía del patrón. Por eso le dan el caballo. Yo no sé de dónde sacan que soy gauchesco o neogauchesco –protestaba con razón contra el torpe facilismo de estas etiquetas–. Claro, como en mi novela (La piel del caballo) aparece un caballo, ya es gauchesco. ¡Pero hay que ser boludo! Y como soy provinciano, los porteños creen que nací en el campo.” Hay frases para conservar en el cofre antojadizo de la memoria. Decía que “una novela empieza por una frase escuchada en la calle”. Lo que entraba por la oreja de este señor inexorablemente sordo –pero con un oído biónico descomunal para escuchar lo que muchos no pueden oír–, ese colchón de voces que lo interpelaban, era apenas la punta del iceberg, la materia prima de un protolenguaje, un impulso inicial que sería infatigablemente digerido y elaborado.
A Buenos Aires llegó para estudiar Medicina, según recordó el poeta en una de las pocas entrevistas que le hicieron. Pero no pudo terminar la carrera; para un hombre de provincia, la necesidad imperiosa de trabajar eclipsaba la tentativa de educarse en la universidad. Fue corrector en la editorial Depalma, redactor creativo en agencias de publicidad, periodista y traductor. El descendiente de indios analfabetos, apodado por sus amigos “el Franchute”, hablaba inglés y francés a la perfección. A comienzos de los ’70 integró una revista fundamental: Literal. El primer libro de poemas que publicó, La obsesión del espacio (1972), un joyita de punta a punta, es una de las naves insignia para los jóvenes poetas argentinos, como han reconocido Fabián Casas y Washington Cucurto, entre otros. “La palabra misterio hay que aplastarla / como se aplasta una pulga / entre los dos pulgares. / La palabra misterio ya no explica nada”, se lee en el poema medular “La gran salina”. Casas percibe que la prosa de Zelarayán está hecha “con violentos cambios de clima e imágenes dantescas del campo”. Pero advierte que no es el campo idílico sino “la urbanización que crece en el medio de los pueblos, trayendo sus negocios, sus traficantes, sus autazos y sus machados, es decir, toda la escoria de las ciudades que destruye a la naturaleza original que ya se ha perdido”.
Zelarayán asumía una influencia “muy fuerte” de Macedonio Fernández desde el ángulo del cuestionamiento del ser, pero no tanto en el estilo; influencia palpable especialmente en sus “novelas” –encomillado que pone en tela de juicio si es posible hablar de géneros– La piel del caballo y Lata peinada. También publicó Roña criolla, poemas para calentar motores, “frases de arranque” como si pusiera primera para empujar la realidad, chispazos notables, anzuelos que atrapan a su presa. “Rezongado rezongo de palabra renga. / Pelo y barro”, se lee en “Pioja”. “Mano mansita, mosca aplastada. / La mula mansa escupe jinetes y el vuelo fracasa, / nariz en tierra”, escupe en “Gota”. El poeta no tenía inconveniente en marcar la cancha. No quería integrar la “pequeña borgesía”, pero admitía que Borges tenía “cosas hermosas”, como “La fundación mitológica de Buenos Aires”. Tampoco Osvaldo Lamborghini fue santo de su devoción. Le gustaba El niño proletario, pero se quejaba de la repetición en Lamborghini, una obsesión y exigencia que acaso pueda ser una de las columnas vertebrales para comprender por qué Zelarayán publicó poco: “Si yo veo que me estoy repitiendo, digo ‘esto no va’. Y lo tiro”. Lejos estaba de comulgar con la parodia en la literatura; la calificaba, sin medias tintas, como “una estupidez total”. “La parodia encaja perfectamente con la posmodernidad, en el sentido de que, como ya está todo hecho, lo único que cabe es la desacralización de los modelos. Es un disparate”, subrayaba en la entrevista con el poeta Fernando Molle.
Imposible no rendirse a las aristas de un mito construido, fundamentalmente, con una gran obra, una musiquita inquietante por donde se la escuche y lea. Pero se impone apostillar un plus de intensidad adicional. “No soy escritor”, decía Zelarayán, aceitando con esa frase un tópico fascinante. No respondía al estereotipo de lo que se supone es un escritor: alguien que publica regularmente. “Para merecer el título de escritor hay que publicar un libro cada dos años, cosa que yo no he hecho y no creo que pueda hacer jamás”, confesaba. “Claro, ésa es la burocracia de la literatura. Yo pienso que se escribe porque hay ganas de escribir, y resulta que si a uno no le interesa lo que está escribiendo, evidentemente, chau. Es el único privilegio del escritor: ser el primer lector.”
Yo no vengo a decir un discurso
Con la aparición de El sueño del celta convergen dos hechos de por sí destacables: se trata de la publicación de una nueva y esperada novela de Mario Vargas Llosa y, al mismo tiempo, del primer libro después del Nobel. El 7 de diciembre, Vargas Llosa leyó en Estocolmo el discurso de aceptación del premio, del cual Radar reproduce los mejores pasajes. Y además, un comentario sobre la novela que recrea la vida y las aventuras del diplomático británico de origen irlandés Roger Casement, cuya experiencia en el Congo Belga inspiró El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y cuyas denuncias lo convirtieron en un pionero de los derechos humanos.
Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba, Bolivia. Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a D’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas. La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía, pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
PARA QUE ESCRIBIR, PARA QUE LEER
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho, sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias. Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. (...)
La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez. Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige la injusticia, se impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos aunque nunca llegaremos a alcanzarla a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.
CIUDADANO DEL MUNDO
No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí. Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibán en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania. Y lo volvería a hacer mañana si el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción, y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanos que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. (...)
Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeocristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el Africa con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas! La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
PERU
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pieajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebés al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Alvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
EL PARAISO Y EL REFUGIO
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo.
Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
LA CAVERNA Y LA FICCION
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
Patria sí, colonia no
Hay novelas que cierran las distintas etapas de una obra. Y hay novelas que abren surcos dentro de una misma trayectoria literaria que se puede ir bifurcando como un laberinto. Aunque empezó a escribirla hace tres años, El sueño del celta, por esos azares del tiempo, quedará para la historia como el libro con el que Mario Vargas Llosa estrenó su condición Nobel. Pero aunque el máximo galardón literario implica inexorablemente un broche de oro ¿cuántas obras maestras se escribieron después de un Nobel?, El sueño del celta está muy lejos de ser una obra de clausura y tiene que ver, más bien, con una exploración que incluye, incluso, una vuelta a cierta juventud de Vargas Llosa, o al menos una búsqueda en ese sentido. No sólo por el epígrafe de José Enrique Rodó, el intelectual latinoamericano del juvenilismo, sino porque sus más de cuatrocientas páginas están teñidas de un espíritu aventurero que recuerda las historias de Emilio Salgari, Stevenson y, por supuesto, Conrad, historias que, por otro lado, suelen constituir la apertura al mundo de la literatura por parte de los lectores más jóvenes, algo de lo cual habló el mismo Vargas Llosa en su discurso de recepción del Nobel.
Sin excesos de erudición ni caprichos estilísticos que a un escritor de su trayectoria tranquilamente se le perdonaría, El sueño del celta es una obra clara, muy legible que, incluso, lo impulsó a Vargas Llosa a viajar como un verdadero explorador hacia el lugar de los hechos que, en este libro, se diversifica sin escalas por el Congo belga, la Amazonía peruana, Irlanda, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Y fue justamente hace tres años, leyendo una biografía de Conrad, que Vargas Llosa descubrió al gran personaje de este libro no es sólo su protagonista, sino el alma y la carne, su gramática y su atmósfera:
Roger Casement, un cónsul británico que denunció los horrores del colonialismo de Leopoldo II en el Congo belga a partir de un informe que le daría fama en toda Europa pese a su conducta algo atormentada por los fantasmas de la homosexualidad. También se proclamó, como un verdadero pionero de los derechos humanos, contra la esclavitud de los indígenas obligados a la extracción del caucho en la Amazonía. Estas dos defensas le valieron el título de Bartolomé de las Casas del siglo XIX.
A su vez, atestiguar semejantes matanzas (que incluso temía terminar adoptando), le generó el deseo de entregarse a la causa nacionalista irlandesa, lo cual lo obligó a conspirar contra el Reino Unido en plena Guerra Mundial, para terminar ahorcado luego de un juicio que conmovió a la sociedad británica.
Además de rescatar la figura gigante, compleja y vigente de un personaje que, según explica Vargas Llosa en su epílogo, fue ignorado por traidor por los ingleses y en parte desechado por los irlandeses debido a su homosexualidad, El sueño del celta título que proviene de un poema épico que el propio Casement se propuso escribir cuenta con el gran atractivo de retratar y detener en el tiempo la, por definición, inmarcesible espiral del deseo: los vaivenes, las vueltas contradictorias y las rutas en contramano que suelen presentar en una vida los sueños. Tanto es así que, durante su infancia, Roger Casement se evadía de la violencia de su padre golpeador leyendo libros de aventura y descripciones imperiales de colonizadores, soñando él mismo ese destino. Sin embargo, ya en tierras africanas, advierte la bestialidad de todo aquello que deseaba ser durante su niñez: ahí donde decían llevar la civilización y el progreso, los colonizadores buscaban, en verdad, enriquecerse robando y mutilando a los nativos. Algo que hoy parece un lugar común pero que, por entonces, podía desencadenar una verdadera crisis existencial y que, en el caso de Casement, lo terminaría reconciliando con la tradición de su país, el gaélico que se esfuerza por aprender, y la religión católica que lo lleva a celebrar la gran pérdida de su vida, aquello que ninguna exploración le promete recuperar: su madre. La misma espiral compleja y contradictoria del deseo se da cita con el pobre itinerario sexual de Casement, quien trata de negar hasta último momento su homosexualidad, una homosexualidad que, en cierta forma, según sus críticos, lo ponía en contradicción con sus denuncias de colonialismo.
Más allá de las diversas reflexiones que puede estimular su combinación de historia y ficción La fiesta del chivo y los brillantes ensayos de Las verdades de las mentiras constituyen grandes antecedentes late algo lúdico, fresco y espontáneo en El sueño del celta, una novela que llena de oxígeno la densa obra del último Premio Nobel de Literatura, un libro que, mientras todos se lanzan a leer su obra completa, promete dejar la puerta abierta.
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